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Érase una vez, una mujer (cuento)



Partes: 1, 2

    Eran las seis de la mañana; quizás muy
    claro y despejado para la hora. Parecía que al sol le
    habían cambiado las baterías. Se avizoraba un
    día picante y ardiente como aquél que Natalia
    odiaba porque le manchaba la piel que ella
    con tanto esfuerzo y esmero había cuidado durante toda su
    vida.

    Natalia contempló su rostro en el espejo de la
    sala, mientras sorbía algo de una taza humeante que
    sostenía con su mano derecha. Era su té
    mañanero que ella siempre bebía a esa hora y que la
    llenaba de energías para comenzar su
    día.

    Natalia vio salir a su hijo y le preguntó a
    dónde iba. Él contestó como Natalia estaba
    acostumbrada a que le respondiera, desde hace ya varios
    años:

    – Voy a salir – dijo – como si Natalia fuera ciega
    y no hubiera visto que, en efecto, salía.

    – Uhmm – añadió Natalia –
    resignada, ante tanta falta de cortesía de aquel hijo que
    ella sabía educado, pero que no le daba la gana de
    responderle cortésmente.

    Le pareció que era muy temprano para que su hijo
    saliera, máxime cuando su hora de trabajo no era
    todavía, pero tampoco dijo nada más, por temor a
    recibir otra respuesta similar.

    Natalia decidió, en ese instante, ir a visitar a
    su amiga Blanca, porque necesitaba preguntarle cómo
    funcionaba un teléfono celular nuevo que habían
    comprado juntas, pero que no lograba hacer funcionar.

    Se cambió de ropa, lentamente, como le gustaba
    actuar en las mañanas, porque según ella, era el
    único momento del día cuando podía hacer las
    cosas de esa manera. Una vez vestida, se miró al espejo y
    se dijo a sí misma:

    • ¡Qué bien me veo!
    • ¡Cada vez me veo más joven! – Y se
      reía, en silencio, para sus adentros.

    Natalia era así: si se creía que estaba
    bonita, lo decía en voz alta, sin importarle quién
    la oyera; y si se veía fea, también lo
    decía, sin ningún tipo de prejuicios. Salió
    despacio de su habitación, se encaminó hacía
    el garaje de su casa donde estacionaba su carro lujoso, tal como
    a ella le gustaban los carros:

    – Bien llamativos, para que sus vecinas se murieran de
    la envidia.

    Natalia recorrió los kilómetros que la
    separaban de la casa de Blanca, lentamente, todavía era de
    mañana, y en las mañanas, ella actuaba siempre con
    el mismo ritual de lentitud. Durante el recorrido, miraba las
    flores que empezaban a brotar de los jardines de las casas por
    donde pasaba.

    – Ya llegó la primavera – se dijo –
    como si en su país se diera el cambio de
    estaciones que ella había visto en sus frecuentes viajes a
    mundos lejanos.

    A Natalia le encantaba pensar que estaba en un
    país de varias estaciones porque decía que el
    alma de las
    personas cambiaba con las estaciones.

    – ¡Cómo si ella necesitara de estaciones
    para cambiar su estado de
    ánimo!

    Partes: 1, 2

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