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La razón de Estado frente al nuevo orden político internacional (página 2)



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AÑO

AUTOR

PUBLICACIÓN

1552

Lucio Paolo Rosellini

El Retrato del verdadero Gobierno del Príncipe

1561

Giovanni Barnardo Gualandi

Diálogo sobre el óptimo
príncipe.

1561

Gioban Battista Pigna

El Príncipe

1562

Marc´Antonio Natta

Sobre la
Educación de los Príncipes

1565

Pietro Bizarri

El Óptimo Príncipe

1577

Paolo Arrighi

Sobre la bondad del Príncipe

1581

Giromalo Manfredi

La Religión Cristiana del
Príncipe

1590

Bernardo Baldi

La felicidad del príncipe

1590

Antonio Parto

El Prudente Gobierno del
Príncipe

1590

Ciro Spontone

La corona del príncipe

1592

Serafino Galván

La dignidad del príncipe y los
recursos para administrar correctamente la
república

1597

Girolamo Fracheta

El príncipe en cuanto Gobierno del
Estado

1598

Sperone Speroni

La primacía de los
príncipes

1600

Lelio Zecchi

El príncipe y la
administración del principado

1607

Paolo Ciera

El derecho de los príncipes

1619

Roberto Bellarmino

El oficio del príncipe
cristiano

1619

Raimondo Silvestri

La educación del
príncipe

1620

Giulio Cesate Capaccio

El príncipe

1624

Francesco Lanario

Del príncipe y de la guerra

1628

Tommaso Rocabella

El príncipe deliberante

1629

Adeoato Solera

El príncipe vigilante

1629

Raféale Rostelli

La guía del príncipe

1630

Giacinto Gucci

El príncipe cristiano
político

1631

Ambrogio Marliani

Panorama político de un
príncipe

1632

Tommaso Rocabella

El príncipe moral

1632

Federico Borromeo

La Gracia de los Príncipes

1633

Tommaso Rocabella

El príncipe práctico

1634

Valeriano Castiglio

El príncipe

1634

Ludovico Caracciolo

El príncipe niño

1634

Giovanni Celso

El príncipe según
tácito

1637

Paolo Giuseppe Meroni

El óptimo príncipe

1638

Giovanni Battista Crisci

La luz de
los príncipes

1642

Leone Zambelli

La esfera celeste y la política del
príncipe.

1643

Francesco Guazzo

El perfil del príncipe

1643

Tommaso Tomasi

El príncipe estudioso

1649

Salvatore Cadana

El príncipe reinante

1652

Flavio Fieschi

El príncipe hechizado por un
favorito

1652

Salvatore Cadana

El príncipe informado

Junto con estas variadas publicaciones, se editaron
también disertaciones que, en oposición a Tito
Livio, utilizado por Maquiavelo,
estudiaban la política y poder de
Cornelio Tácito; así como desarrollos sobre los
temas de Aristóteles y consideraciones sobre
el Estado
ideal. No hace falta reproducir aquí todos esos
títulos, pero baste la mención para ilustrar al
lector sobre el punto ya citado.

2. LA BUENA Y LA MALA RAZÓN DE
ESTADO:
REVISIÓN DE LOS TÉRMINOS.

Por supuesto, la acción
política, como todo acto humano, no puede estar exenta de
valoración moral. Un acto
político puede ser, efectivamente, bueno o malo,
según confluyan en él fines, medios y
circunstancias buenos o malos, respectivamente.

Bajo el óculo de esta consideración, se ha
insistido en distinguir dos tipos o formas de
Razón de Estado, en función de
los medios que utilizan y del fin que persiguen. Si el
príncipe emplea la verdadera prudencia y las justas
estratagemas para conseguir el bien público y privado de
los súbditos en la adquisición y
conservación del Estado, será buena; y, si quiere
valerse del arte astuto y
malicioso para su propio interés,
será mala y reprobable
.

Se ha distinguido, pues, la buena Razón de
Estado, de la mala, según sea su fin justo o
injusto; pero esta es una línea delicada y difícil
de distinguir, y raramente el gobernante realizará
acciones que a
simple vista sean malas, sino que buscará engañar y
complacer a su pueblo con distintas argucias, de manera que lo
injusto parezca justo y el vicio tenga apariencia de
virtud.

Lamentablemente, en realidad se ha optado más por
utilizar el término de Razón de Estado en su
sentido negativo, con el objetivo de
legitimar acciones que ya Aristóteles consideraba
tiránicas. Tal tendencia no ha cambiado mucho con los
años. La Razón de Estado se levanta
comúnmente sobre fundamentos aberrantes, intereses
equivocados y ejemplos carentes de dignidad.

Con más precisión, podemos decir que la
Razón de Estado ha servido para legitimar aquellos actos
del gobernante que están fuera de la ley. Desde luego,
conviene al gobernante que las leyes se cumplan
y respeten y, como tal, procurará respetarlas y
cumplirlas, mientras no le perjudiquen, pero si llega el
momento en que la observancia de las leyes puede afectarlo,
entonces echa abajo las leyes y deja que todo se rija por la
razón de Estado. Ahora bien, como los casos que caen bajo
las leyes son infinitos y pocos son, en cambio, los
casos de la razón de Estado, el tirano obra a su antojo;
y, sin embargo, a la muchedumbre poco avezada le parece bueno y
justo
.

Por tanto, es nuestra opinión que la
terminología que se refiere a la buena y la
mala razón de Estado, ha sido cotidianamente mal
utilizada en la teoría
política clásica. Y ha sido mal utilizada porque se
le ha querido dar el nombre de Razón de Estado a
realidades que, como veremos en los párrafos siguientes,
no lo son; sino que, al hacerse llamar de esta manera, buscan una
legitimación social, aún cuando les
faltan fundamentos políticos, filosóficos y
morales.

Nicolás Maquiavelo suele reconocerse como el
padre de la Razón de Estado tal y como la
conocemos. En su obra El Príncipe desarrolla una
amplia gama de posibles métodos
para conseguir, mantener y perpetuar el gobierno en un Estado.
Maquiavelo fundamenta su desarrollo
filosófico en lo que él considera que sucede en
la realidad
, sin detenerse a ponderar debidamente la justicia, el
bien o la virtud, sino sólo la conveniencia personal del
gobernante, que debe de aprovecharse de los fenómenos
sociales (es necesario considerar que los pueblos son volubles
por naturaleza; es
fácil convencerlos de algo, pero difícil
mantenerlos convencidos
), de la maldad (el príncipe
que quiera seguir siéndolo, debe aprender el arte de no
ser bueno, y utilizar este arte según sea conveniente
)
y la crueldad ( No hay que olvidar, por tanto, que al
apoderarse de un Estado, el
príncipe deberá estudiar muy bien el monto de
la crueldad que deberá aplicar, pues se puede considerar
que la crueldad es empleada correctamente cuando se ejecuta con
sorpresiva rapidez
) para su propio engrandecimiento y
riqueza.

Sin embargo, nos parece que, más que Razón
de Estado, Maquiavelo propone una idea de lo que podríamos
llamar, suponiendo sin conceder, razón del tirano,
o razón del poderoso, dado que no hace más
que exponer algunos métodos para desarrollar un gobierno
que se mantenga con fortaleza en el poder.

¿Y no es eso la razón de Estado? Nos
parece que no, dado que todo eso –el gobierno, la autoridad, el
poder público– no es el Estado, sino solamente uno
de sus elementos. El Estado es una comunidad
organizada en un territorio definido, mediante un orden
jurídico, con poder público autónomo, que
tiende a realizar el bien común en el ámbito de esa
comunidad
. Existe toda una discusión histórica
sobre el término Estado, y sería ocioso
referirnos a ella en su totalidad. Sin embargo, esta
definición nos parece la más completa, dado que
incluye los elementos subjetivos, objetivos,
jurídicos y la causa final del Estado.

Aunque el análisis propio de la causa final del
Estado, que es el bien común, queda pendiente en este
estudio, diremos, por lo pronto, lo siguiente: no puede ser
llamada Razón de Estado cualquier argucia o método que
persigue un fin distinto al fin propio del Estado.

El término de Razón de Estado ha sido de
tal manera manipulado que parece ser una razón plena para
la acción política o de gobierno en casi cualquier
sentido. Por eso, si queremos relacionar las definiciones
clásicas de Buena y Mala Razón de
Estado con la Razón de Estado Verdadera, encontraremos
que, sencillamente, la mala Razón de Estado no es,
de ninguna manera, Razón de Estado; y la buena
Razón de Estado es, por tanto, la única
Razón de Estado aceptable tanto conceptual como
doctrinalmente.

Afirmamos, en este sentido, que el concepto de
mala Razón de Estado es intrínsecamente
contradictorio, como sería contradictorio hablar de una
mala justicia. Se habla, simplemente, de justicia.
Una justicia mala, por sólo ese hecho,
dejaría de ser justicia. En este mismo sentido, una
supuesta Razón de Estado que es mala o que no persigue los
fines debidos no será jamás Razón de Estado,
por más que quieran llamarle así.

3. EL DEBER SER DE LA RAZÓN DE
ESTADO SEGÚN SU PROPIA
TERMINOLOGÍA.

La verdadera Razón de Estado debe, según
nuestra consideración, contemplar dos aspectos generales y
fundamentales, que se derivan lógicamente de su propia
denominación.

3.1) Debe ser Razón.

El término Razón aduce a gran
diversidad de conceptos distintos, aplicables en diferentes
campos según el entorno en que se establece. Puede
entenderse la razón como la facultad humana
para discurrir, o como el acto mismo de dicho discurso.
También se entiende razón como un
argumento o demostración que se aduce en
apoyo de algo, o como el motivo o causa propios de
alguna cosa o acción.

En el caso del concepto Razón de Estado,
debemos entender la palabra razón como
sinónimo de motivo o de causa. La
Razón de Estado debe de estar supeditada al motivo y causa
del Estado en sus dos extremos. Esto es, debe atender tanto al
motivo causal –por qué– como a la causa final
–para qué– de el Estado. Sobre las causas del
Estado discurriremos en la segunda parte de este corto
tratado.

El argumento de la Razón de Estado será
valido, por tanto, siempre y cuando se halle fundamentado en las
razones del Estado y no se oponga a la razón
humana.

3.2) Debe ser de Estado.

Al Estado le compete la salvaguarda de sus propios
elementos e instituciones.
La Razón de Estado debe mirar por los intereses materiales y
metafísicos de los hombres que componen al Estado. Los
demás elementos –el orden jurídico, el
territorio, el gobierno– sólo se entienden en
razón de el elemento constitutivo principalísimo
del Estado, que es la persona humana, y
en torno de
éste se ordenan. Como desarrollaremos con más
precisión en el segundo capítulo, el conjunto de
condiciones que favorecen el desarrollo de las capacidades y
derechos de los
seres humanos dentro del Estado se denomina Bien Común.
El bien común… ha de respetar el conjunto de las
condiciones sociales que permitan y faciliten, en los seres
humanos, el integral desarrollo de su persona
El Bien
Común de las personas que componen al Estado debe ser el
objetivo final de toda acción política.

Es por eso que la Razón de Estado puede tener
distintas aplicaciones próximas: mantener la forma de
gobierno, proteger el territorio, mantener el orden
jurídico. Todo esto, sin embargo, no puede ir en
contra
de los hombres, dado que el gobierno, el territorio y
la ley están allí para servir al hombre, y no
el hombre a
ellos. Dicho contrasentido sería opuesto a toda
razón natural y al fin del Estado.

Toda acción política que tuviera como
finalidad la salvaguarda del gobierno, del orden jurídico,
económico, ecológico o material, pero que no mirara
por el bien del hombre, no sólo no sería
Razón de Estado, sino que estaría directamente
en contra de la Razón de Estado: sería una
acción plenamente contraria a la naturaleza y fines de la
comunidad política y, por tanto, no sólo no
será benéfica, sino completamente
reprobable.

Es por eso que –insistimos– la llamada
mala Razón de Estado no es, de manera alguna,
Razón de Estado, sino un argumento sofista que busca
motivar válidamente un acto injusto y con fines personales
o partidistas, que se vulneran profundamente la naturaleza propia
del Estado.

4. CONCEPCIÓN
VÁLIDA DE LA RAZÓN DE ESTADO.

En este punto, hemos analizado la Razón de Estado
según sus orígenes y su terminología, y
hemos tratado de argumentar sobre la inaplicabilidad de los
términos buena y mala Razón de
Estado, proponiendo como conclusión a ese asunto una
concepción única de Razón de Estado, que
siempre ha de ser buena en tanto que se ordena al bien de la
comunidad política en su totalidad.

Por tanto, nos aventuramos a proponer un concepto que,
si bien no se opone del todo al concepto clásico de
Razón de Estado, si procura precisar más sobre su
naturaleza.

Razón de Estado es la política y regla
con la que se dirigen y gobiernan los asuntos que conciernen al
logro y conservación del bien común del
Estado
.

Con este concepto trabajaremos en los capítulos
que siguen, procurando acercarlo cada vez más a la
realidad concreta que es el Estado actual.

CAPÍTULO II.

SOBRE
EL ESTADO, LA
SOLIDARIDAD Y LA
RAZÓN DE ESTADO

1. NOCIÓN Y ELEMENTOS DEL
ESTADO
.

Hemos analizado hasta ahora algunos conceptos que
conciernen al término de Razón de Estado en
sí mismo y, específicamente, al concepto de
razón. Ahora nos abocaremos a realizar un estudio
sucinto del Estado per se, de sus causas primeras y
últimas en el entorno material y metafísico,
así como de su papel en el desarrollo de las potencias
propias del ser humano, desarrollo tal que atañe
directamente a la Razón de Estado como objeto definitivo
de su realización histórica.

El Estado puede analizarse o conceptualizarse desde
distintos puntos de vista, que apuntan a diferentes realidades de
un mismo objeto sin contradecirse necesariamente. Como afirma
Agustín Basave Fernandez del Valle en su libro
Teoría del Estado: "El historiador, el economista,
el político y el jurista la definen desde sus respectivos
miradores", y estos miradores no hacen sino observar distintas
facetas de un mismo concepto.

El concepto de Estado ha desarrollado, a lo largo de los
años, una evolución errante que ha sufrido no pocas
batallas ideológicas. Es por eso que consideramos, en
algún sentido, peligroso establecer una definición
que pretenda ser definitiva y excluyente. Sin embargo, nos
arrojaremos a señalar una definición amplia y
generalmente aceptada, para luego descomponerla en sus elementos,
sobre los cuales derramaremos un estudio y análisis
más profundos.

"Estado es la
organización de un grupo social,
establemente asentado en un territorio determinado, mediante un
orden jurídico servido por un cuerpo de funcionarios y
definido y garantizado por un poder público,
autónomo y centralizado que tiende a realizar el bien
común".

Los elementos del Estado, según lo visto, son los
siguientes:

  1. Un grupo social que conforma la población del Estado. Es el principal
    de los elementos y según el cual se da existencia y
    forma al Estado. Es un elemento anterior al propio
    Estado.
  2. Un territorio determinado.
  3. Un orden jurídico unitario que resulta de un
    derecho fundamental o constitución.
  4. Un poder jurídico autónomo;
    independiente al exterior y supremo al interior.
  5. Una tendencia esencial a la realización del
    bien común, pues si el hombre es un ser
    esencialmente moral, también tendrán ese
    carácter las sociedades
    en que participa
    .

He aquí que en la definición misma del
Estado, en su esencia, encontramos su fin determinante,
que anima la actividad de su gobierno y da sentido a la
ley
, y ese fin es el bien común.

2. NOCIÓN DE BIEN
COMÚN
.

Dentro de este estudio sobre los fines propios del
Estado, nos parece obligado el detenernos a considerar la
realidad final de todo Estado y de toda sociedad
política, que es el Bien Común.

Toda naturaleza obra por un fin, que es la causa de las
causas. "Todo lo que existe está ordenado a su fin. La
razón de ser de la naturaleza propia de cada una de las
cosas existentes se halla en la finalidad para la cual
está ordenada. Por eso, la perfección de la
naturaleza en todos y cada uno de los seres no es otra cosa que
la realización de su fin
propio
". Por tanto, para determinar
cuál es el bien de cada cuál, es preciso atender a
la naturaleza de las cosas, pues el bien de cada cosa, tiene
relación directa con lo que se es.

De esto se nos arroja un nuevo concepto: la
perfección del Estado es la consecución de sus
fines
o, dicho de otro modo, el Estado perfecto es
aquél que alcanza su fin
. Y ¿cuál es ese
fin que es perfección plena del Estado? –El Bien
Común. Aristóteles afirma, por su parte, que todas
las comunidades humanas apuntan a algún bien; idea que
subraya la perfección final del Estado.

Si la sociedad –elemento subjetivo y principal del
Estado– es el conjunto de seres humanos, el bien de la
sociedad o la noción del Bien Común Político
se extrae de la noción de lo que es el hombre y sus
perfecciones. El fin de la sociedad no puede ser distinto al del
hombre, porque ésta no es más que la suma de
individuos, fuera de ellos, no existe sociedad; es un accidente,
un ser en otro, en la sustancia – la persona -. Es
contrario a la razón proyectar o imaginar un Estado sin
seres humanos: un Estado vacío, muerto, sin
sentido.

El bien del Estado es el bien de las personas que lo
forman. No de sus montañas o sus leyes; sino de las
personas. Pero, ¿acaso todas las personas son iguales, y
aspiran a un mismo bien, y tienen los mismos fines? Ciertamente
no, pues cada persona es un ente distinto, con naturaleza
individual, separada esencialmente de la de los demás
seres humanos.

Por eso el Estado, como tal, no puede compartir el mismo
fin que todos sus habitantes, pues decir eso sería lo
mismo que decir que el Estado tiene diversos fines; miles de
ellos; tantos fines como tantas personas le formen. Y eso es, a
todas luces, ilógico y falso.

El Estado, como comunidad política organizada, no
puede aspirar a otra cosa que a proveer un entorno favorable
para que cada individuo
alcance sus fines propios.
En este contexto, debemos asumir
una perspectiva real de la jerarquía en los fines del
Estado y de la persona humana. El fin individual de una persona
humana es más importante que el fin del Estado en
sí mismo. El Estado no tiene, en cuanto ente
político, trascendencia metafísica
propia; no tiene, estrictamente hablando, vida propia, ni
alma, y el ser
humano sí la tiene. Es por eso que el Estado no puede ser
otra cosa que un medio para que la persona humana realice
sus fines tanto materiales como inmateriales. El Estado adquiere
valor y
perfección en tanto que favorece la perfección y
trascendencia de las personas que conforman la sociedad. Ese es
su fin último.

A este conjunto de condiciones que, dentro de un Estado,
favorecen el desarrollo y perfeccionamiento de las potencias
humanas, tanto físicas como sociales y espirituales, le
llamamos Bien Común. Es, en otras palabras, la
plenitud ordenada de los bienes
necesarios para la vida humana perfecta en el orden
temporal
.

¿Podemos decir que el bien común coincide
con el bien del hombre? Parcialmente sí, en un terreno
temporal, pues esas condiciones que son de todos –son
comunes– son buenas para cada uno; y parcialmente no, pues
existen bienes supraterrenales a los que todo hombre está
llamado, y que el bien común no alcanza.

El fin de cada persona rebasa en mucho el fin del Estado
pues, en el mejor de los casos, éste será solo un
medio que favorezca o un obstáculo que dificulte el fin
del hombre, pero jamás el fin del Estado o su
consecución real podrá determinar al ser humano a
alcanzar o no su fin particular. Ciertamente, el ser humano puede
realizar sus fines aunque se halle en un Estado en el que no se
observa el bien común; así también, una
persona puede desaprovechar las condiciones favorables que se dan
en un Estado, y no alcanzar su fin particular.

Es por eso que el fin del Estado no tiene la
trascendencia que tiene el fin del ser humano, y no diremos que
un Estado es imperfecto o ineficaz cuando algunos pocos dejan de
alcanzar su fin particular; ni el Bien Común es la suma de
los bienes particulares. El Estado ha de aspirar a proporcionar
un ambiente y
unas condiciones que favorezcan el bien del hombre, pero no puede
el Estado coaccionar al hombre para que éste alcance la
felicidad, la tranquilidad, o un bienestar integral. Es por eso
que la tarea del Estado es coadyuvante a la tarea del ser humano,
sin que por ello substituya a la voluntad humana en la
búsqueda del su fin propio.

Hemos dicho que el bien común se conforma de una
serie de condiciones o bienes que favorecen el
desarrollo y perfección de las potencias humanas.
¿Y cuáles son esas condiciones? ¿Qué
es –dicho de otro modo– lo que ayuda al hombre a
lograr sus fines particulares y que, por ese mismo hecho, debe
ser buscado como fin del Estado?

Intentaremos hacer una clasificación general de
las condiciones que debe encerrar el bien común. Quede
claro que esas condiciones no son iguales en todos los Estados,
sino que cambian. El bien común evoluciona; es un concepto
metafísico que debe encontrarse enclavado en una realidad
histórica determinada.

Se podría desarrollar una extensísima
clasificación de elementos o bienes que conforman el bien
común, como lo hace Héctor H. Hernández en
el libro Valor y Derecho. Optamos aquí por una
clasificación muy general, extraída de la misma
obra, que nos ayudará a observar qué tanto existe
en un Estado el bien común.

Entre los elementos del bien común podemos
considerar:

  1. Acceso a los bienes de primera necesidad: alimento,
    vestido y habitación.
  2. Acceso a servicios de
    salud
    operantes.
  3. Acceso a niveles de educación general y
    superior.
  4. Acceso a fuentes de
    trabajo
    remunerador.
  5. Orden y paz social.
  6. Respeto e igualdad
    jurídica y social entre sexos, razas y
    condiciones.
  7. Existencia y mantenimiento de un medio ecológico
    sano.
  8. Certeza y seguridad
    jurídicas.
  9. Desarrollo cultural y artístico
    sano.

En estos nueve elementos se conjuga el concepto
básico de bien común. Algunos son de naturaleza
material y otros de naturaleza inmaterial. De estos elementos se
desarrollan otros, como el esparcimiento, que fácilmente
se fomentan cuando existen los elementos básicos que ya
señalamos.

En términos generales podemos afirmar que el
Estado en que se conjuguen los elementos mencionados sigue el
derrotero correcto hacia la consecución de los fines de
sus habitantes y que, por tanto, existe en ese Estado el bien
común.

3. BIEN COMÚN Y ESTADO DE
DERECHO.

Al estudiar los fines del estado, existe el riesgo de reducir
el bien común y las condiciones que éste engloba
para sustituirlo por la idea del estado de derecho.

De esta forma, se podría creer que el bien
común se fomenta exclusivamente a través del
derecho positivo
– esto es, a través de más leyes, más
reglamentos, más prohibiciones, más mandamientos-.
Por lo menos, es fácil llegar a creer tal cosa cuando se
observa el obrar diario de los gobernantes y legisladores en la
mayoría de los países.

A nuestro parecer, ésta es una idea plenamente
positivista, que no abarca en absoluto la realidad de bien
común, pues pretende que por el solo estado de derecho
(que, ciertamente, es uno de los elementos del bien
común), el Estado alcanza sus fines.

A nosotros nos parece claro que el concepto de bien
común incluye diversos elementos que son
metajurídicos, que escapan a la mano del derecho por
encontrarse en una esfera interna, moral o espiritual de las
personas y que no pueden ser objeto de coacción o
reglamentación alguna.

Aún más: el hecho de que, por ejemplo,
exista una ley que otorgue el derecho de una vivienda digna a
todos los habitantes, no asegurará, por el sólo
hecho de existir, las condiciones para que, en efecto, todos los
habitantes de un Estado tengan vivienda digna. Esto nos hace ver
que la ley ni siquiera asegura los elementos materiales
necesarios para un estado de bien común.

El estado de derecho es aquel en que, dentro de una
sociedad, las normas justas se
cumplen cabalmente, y favorece en gran medida el logro del bien
común, sin lograr por ese solo hecho su verdadera
consecución.

Esto no debe hacer que miremos con desconfianza a las
leyes e instituciones. Las leyes son el camino correcto para
ordenar las voluntades individuales dentro de una sociedad, y
establecer el derrotero del estado en el océano de la
historia. La ley
es apenas brújula y
octante: nunca puerto.

Cabe, pues, insistir en que el bien común es el
verdadero fin del Estado, y es su logro un verdadero logro del
espíritu social de la humanidad entera.

4. RAZÓN DE ESTADO Y BIEN
COMÚN.

Pues, si vuestro reino no
queréis perder

emplead vuestro poder en
hacer

justicias mucho
cumplidas;

que matando pocas vidas
corrompidas

todo el reino a mi creer

salvaréis de
perecer

Admitido que la finalidad del Estado es la
consecución del bien común, y que esta finalidad
está determinantemente inmersa en su esencia, debemos de
admitir que cualquier razón que se oponga al bien
común se opondrá, por eso sólo, al Estado en
sí mismo.

Es en este punto en el que confluyen clara y
definitivamente los conceptos de Razón de Estado y Bien
Común, pues a esta altura del estudio nos es claro que la
razón de Estado no puede dirigirse sino al fin del Estado,
que es el bien común.

A lo largo de la historia, la razón de Estado se
ha convertido en estandarte de diversos gobernantes que, bajo su
sombra, se atreven a las mayores injusticias pretendiendo que no
hay mayor fin del Estado que el mantenimiento de su gobierno.
¿Acaso no será detestable el padre de familia que
sacrifica a su familia para vivir él? ¿Acaso el
gobernante que busca su bien sobre el de sus gobernados no es una
aberración de naturaleza monstruosa que destruye, desgasta
y ultraja el poder que le ha sido conferido para tornarlo en
tiranía de valía nula? ¿Y no es acaso el
gobernante electo que así actúa, una criatura
ingrata que torna los votos de sus gobernados en balas certeras
en contra de aquellos que le dieron poder y confianza?

La Razón de Estado ha sido malentendida de manera
reiterada. El gobierno de un Estado no debe, aunque pueda,
cometer actos ilegales, aún si tal acción se
realizase supuestamente para alcanzar un bien mayor.

La Razón de Estado –pues- debe de
ser la regla en donde la ley abre la puerta a la discrecionalidad
del gobernante
. Jamás la razón de Estado puede
estar al servicio del
gobierno solo, o de una sola esfera social, ni mucho menos de una
sola persona, dado que el bien de uno ha de subordinarse al bien
de muchos.

La Razón de Estado debe de ejecutarse siempre
dentro de los límites
que marca la ley,
dado que entendemos que la Razón de Estado debe de
ordenarse al bien común, y que la seguridad y certeza
jurídicas forman parte del mismo bien común. Por
ello, la Razón de Estado que se opone a la ley con miras
al bien común es, necesariamente, una Razón de
Estado cuyo fundamento es incongruente.

Sin embargo, no hay que olvidar que la ley positiva y
legítima suele otorgar ciertas facultades discrecionales a
los gobernantes. Tal es la discrecionalidad que debe de regirse
por una Razón de Estado lógica,
justa, congruente, razonada y razonable.

Podemos hablar, por citar algunos ejemplos, de la
guerra justa,
en que se pierden vidas en busca de un bien mayor; o de la
revolución
justa; o de la pena de muerte
en algunos casos; o de los estados de excepción en que los
derechos fundamentales de coartan a favor de un bien mayor:
aquellos casos en que la ley expresamente tolera un mal
menor por un bien mayor. En estos casos, en donde la
discrecionalidad es la ley, el gobernante debe de aprender a
emplear, con seguridad de mando y con claridad de razón y
conciencia, la
Razón de Estado, para que su gobierno sea pleno de
desarrollo y avance con paso firme hacia el fin del Estado, que
es el bien común.

5. RAZÓN DE ESTADO Y
SOLIDARIDAD
.

…determinación firme y
perseverante

de empeñarse por el bien
común;

es decir, por el bien de todos y cada
uno,

ya que todos somos
verdaderamente

responsables de todos.

La solidaridad es, junto con el Bien Común, uno
de los principios
básicos de la concepción de la organización social y política, y
constituye el fin y el motivo primario del valor de la
organización social
. Su importancia es radical para el
buen desarrollo de una doctrina social sana, y es de singular
interés para el estudio del hombre en sociedad y de la
sociedad misma.

5.1. Origen del Término.

La palabra solidaridad proviene del sustantivo
latín soliditas, que expresa la realidad
homogénea de algo físicamente entero, unido,
compacto, cuyas partes integrantes son de igual
naturaleza.

La teología cristiana adoptó por primera
vez el término solidaritas, aplicado a la comunidad
de todos los hombres, iguales todos por ser hijos de Dios, y
vinculados estrechamente en sociedad. Entendemos, por tanto, que
el concepto de solidaridad, para la teología, está
estrechamente vinculado con el de fraternidad de todos los
hombres; una fraternidad que les impulsa buscar el bien de todas
las personas, por el hecho mismo de que todos son iguales en
dignidad gracias a la realidad de la filiación
divina.

En la ciencia del
Derecho, se habla de que algo o alguien es solidario, sólo
entendiendo a éste dentro de «un conjunto
jurídicamente homogéneo de personas o bienes que
integran un todo unitario, en el que resultan iguales las partes
desde el punto de vista de la consideración civil o
penal». Dentro de una persona jurídica, se entiende
que sus socios son solidarios cuando todos son individualmente
responsables por la totalidad de las obligaciones.
Para el derecho, la solidaridad implica una relación de
responsabilidad compartida, de obligación
conjunta.

La Doctrina Social de la Iglesia
entiende por solidaridad «la homogeneidad e igualdad
radicales de todos los hombres y de todos los pueblos, en todos
los tiempos y espacios; hombres y pueblos, que constituyen una
unidad total o familiar, que no admite en su nivel
genérico diferencias sobrevenidas antinaturales, y que
obliga moral y gravemente a todos y cada uno a la práctica
de una cohesión social, firme, creadora de convivencia.
Cohesión que será servicio mutuo, tanto en sentido
activo como en sentido pasivo» . Podemos entender a la
solidaridad como sinónimo de igualdad, fraternidad, ayuda
mutua; y tenerla por muy cercana a los conceptos de
«responsabilidad, generosidad, desprendimiento,
cooperación, participación» .

En nuestros días, la palabra solidaridad
ha recuperado popularidad y es muy común escucharla en las
más de las esferas sociales. Es una palabra indudablemente
positiva, que revela un interés casi universal por el bien
del prójimo.

Podríamos imputar el resurgimiento casi global
del sentir solidario, a la conciencia cada vez más
generalizada de una realidad internacional conjunta, de un
destino universal, de una unión más cercana entre
todas las personas y todos los países, dentro del
fenómeno mundial de la globalización. Esta
realidad ha sido casi tan criticada como aplaudida en todas sus
manifestaciones. Buena o mala, la
globalización es una realidad actual, verdadera y
tangible.

La globalización puede definirse, parcamente,
como la «intensificación de la interconexión
global», o más precisamente como «la
intensificación de las relaciones sociales mundiales que
enlazan sitios distantes de forma tal que los sucesos locales
están influidos por acontecimientos que ocurren a muchos
kilómetros de distancia, y viceversa»

«La globalización no es una
elección. La globalización existe. Es una realidad.
La unificación de los mercados, la
integración de los sistemas
económicos, los efectos de la nueva revolución
científica, tecnológica e industrial, son una
realidad, que si bien es cierto, tiene aspectos negativos, no es
menos cierto que está llena de posibilidades
positivas». Creemos que, precisamente una de las
consecuencias favorables que nos ha ganado la
globalización es, precisamente, una visión
más conjunta del mundo entero; un sentido de solidaridad
mayor entre los hombres. De pronto, los niños
en Ruanda no se sienten tan lejanos; los cañones de guerra
en el Medio Oriente también aturden nuestros oídos;
el maremoto en Asia sacude
nuestra respiración, las bombas en Londres
indignan nuestro sentido social.

Desgraciadamente, esta conciencia de solidaridad
universal suele reducirse a una buena intención, una
aberración lejana y sentimental hacia las injusticias
sociales, hacia la pobreza o el
hambre. Y este sentimiento que arroja nuestras esperanzas hacia
un país lejano, tal vez arranque de nosotros la capacidad
de observar las necesidades de los seres humanos que lloran a
nuestro lado todos los días.

Es por esto que la solidaridad debe ser desarrollada y
promovida en todos sus ámbitos y en cada una de sus
escalas. La solidaridad debe mirar tanto por el prójimo
más cercano como por el hermano más distante,
puesto que todos formamos parte de la misma realidad de la
naturaleza
humana en la
tierra.

La solidaridad es una palabra de unión. Es la
señal inequívoca de que todos los hombres, de
cualquier condición, se dan cuenta de que, ya sea con o
sin su consentimiento, no están solos; y de que la
sociedad les presta y facilita los medios para desarrollar
plenamente sus potencias.

La solidaridad, por tanto, se desprende de la naturaleza
misma de la persona humana. El hombre, social por naturaleza,
debe de llegar a ser, razonada su sociabilidad, solidario por esa
misma naturaleza. "La palabra solidaridad reúne y
expresa nuestras esperanzas plenas de inquietud, sirve de
estímulo a la fortaleza y el pensamiento,
es símbolo de unión para hombres que hasta ayer
estaban alejados entre sí". Es la solidaridad el modo
natural en que se refleja la sociabilidad: ¿para
qué somos sociales si no es para compartir las cargas,
para ayudarnos, para crecer juntos? Como ya veremos, la
solidaridad es algo justo y natural; no es tarea de santos, de
virtuosos, de ascetas, de monjes, de políticos; es tarea
de hombres.

Es también muy claro en el estudio de la
solidaridad que este concepto no pertenece exclusivamente a la
doctrina cristiana. La solidaridad, como hemos dicho, es una
necesidad universal, connatural a todos los hombres.

¿Qué significa ser solidarios?
Significa compartir la carga de los demás. Ningún
hombre es una isla. Estamos unidos, incluso cuando no somos
conscientes de esa unidad. Nos une el paisaje, nos unen la
carne y la sangre, nos
unen el trabajo y
la lengua que
hablamos. Sin embargo, no siempre nos damos cuenta de esos
vínculos. Cuando nace la solidaridad se despierta la
conciencia, y aparecen entonces el lenguaje
y la palabra. En ese instante sale a la luz todo lo que antes
estaba escondido. Lo que nos une se hace visible para todos. Y
entonces el hombre carga sus espaldas con el peso del otro. La
solidaridad habla, llama, grita, afronta el sacrificio.
Entonces la carga del prójimo se hace a menudo
más grande que la nuestra.

Sólo aquél que no sepa observar la natural
sociabilidad del hombre podrá negar, equivocadamente, la
necesidad natural de la solidaridad.

Al sistema de orden
social que vive la real solidaridad se le conoce como
solidarismo. El solidarismo, «a diferencia del
unilateralismo, del individualismo y el colectivismo, hace
justicia a la doble vertiente de la relación individuo y
sociedad: del mismo modo que el individuo se halla ordenado a la
comunidad por efecto de su tendencia social esencial,
también la comunidad, que no es otra cosa que los
individuos en su vinculación comunitaria, se encuentra
ordenada a los individuos, de los cuales está compuesta y
en los cuales y para los cuales existe, a la vez que sólo
realiza su sentido en y a través de la plena
realización personal de los mismos».

5.2. Fundamentos.

La verdadera solidaridad, aquella que está
llamada a impulsar los verdaderos vientos de cambio que
favorezcan el desarrollo de los individuos y las naciones,
está fundada principalmente en la igualdad radical
que une a todos los hombres. Esta igualdad es una
derivación directa e innegable de la verdadera
dignidad del ser humano, que pertenece a la realidad
intrínseca de la persona, sin importar su raza, edad,
sexo, credo,
nacionalidad o
partido.

Juan Pablo II lo expresa claramente. «El
ejercicio de la solidaridad dentro de cada sociedad es
válido sólo cuando sus miembros se reconocen unos a
otros como personas
». Aquí el término
persona aparece para llamar nuestra atención hacia un aspecto que es esencial
dentro de un estudio bien encausado de la solidaridad. La
solidaridad en el sentido que nosotros la entendemos existe
sólo entre personas.

Se ha querido aplicar algunas veces la palabra
solidaridad a la relación que puede existir, por
ejemplo, entre un ser humano y un animal o, aún más
ampliamente, entre un ser humano y su entorno ecológico.
Nosotros no podemos concebir una solidaridad verdadera entre un
humano y un animal, sino acaso una relación de mutua
necesidad o de interdependencia; la misma que encontramos en el
hombre que cuida la naturaleza; pero no podemos llamar a eso, de
ninguna manera, solidaridad.

La solidaridad, esencialmente, debe ser dirigida al ser
humano. La persona humana es principio y fin de la solidaridad.
Por persona humana entendemos, sin entrar en debates, lo que la
filosofía tradicional ha recogido de Boecio: sustancia
individual de naturaleza racional (rationalis naturae
individua substancia
), y que posteriormente adoptó
Santo Tomás. La naturaleza humana, en efecto, es una
naturaleza racional, pero no la única según la
filosofía. Sin embargo, cuando en este tratado nos
refiramos a ese término, lo haremos con respecto de la
naturaleza racional humana.

El acto solidario debe ser hecho en beneficio de una
persona, ya sea directa o indirectamente. De esta manera, puedo
verdaderamente ayudar a otras personas si favorezco el cuidado de
un ecosistema,
para que otros puedan disfrutar ordenadamente de sus beneficios.
El ser humano puede servirse de todos los bienes naturales, de
manera ordenada, para su beneficio. Desde este punto de vista, la
naturaleza no puede ser para la solidaridad un fin, sino un
medio. A fin de cuentas, el ser
humano es quien debe recibir el bien, ya sea de manera directa o
indirecta.

La solidaridad nace del ser humano y se dirige hacia el
ser humano. Siempre ha sido una exigencia de convivencia entre
los hombres. Pero no hay que confundir tampoco a la solidaridad
con la caridad pura, o con la liberalidad. La solidaridad es, en
sentido estricto, una relación de justicia: ¿por
qué solidaridad? (…) solidaridad, porque es lo
justo
, porque todos vivimos en una sociedad; porque todos
necesitamos de todos, porque estamos juntos en este barco de la
civilización; porque somos seres humanos, iguales en
dignidad y derechos. La solidaridad es justa porque los bienes de
la tierra
están destinados al bien común, al bien de todos y
cada uno de los hombres, y los que, dada su buena fortuna, tienen
más, están obligados a aportar más en favor
de otras persona y de la sociedad en general.

La solidaridad, pues, es justa y, por lo tanto,
moralmente obligatoria en todos los casos, aparte de aquellos en
que la ley la contempla y la hace jurídicamente
obligatoria.

Quede sentado, pues, que, en principio, la solidaridad
es una relación entre seres humanos, derivada de la
justicia, fundamentada en la igualdad, en la cual uno de ellos
toma por propias las cargas de el otro y se responsabiliza junto
con éste de dichas cargas.

Posteriormente el cristianismo
vino a completar este concepto. Amarás a tu
prójimo como a ti mismo
, dicen los evangelios, para
añadir a las relaciones de justicia estricta, un nuevo
elemento: la caridad. Para el cristiano, la solidaridad no
se reduce a dar lo justo, lo mínimo exigible, ni a
dar lo que me sobra, sino que el concepto de amar al
prójimo va más allá. A la pregunta
¿por qué solidaridad? El cristiano
deberá responder: por que es lo justo, y porque amo al
hombre.
Para el cristiano, la justicia no es medida plena de
la solidaridad, sino solo su exigencia mínima. La
solidaridad, justa de por sí, se hace plena y se enriquece
con las nociones de amor, caridad
y entrega.

Así, el cristianismo hace más completo el
concepto de solidaridad, y lo convierte en una ferviente entrega
personal al bien del prójimo.

Propongamos, pues, el concepto final de solidaridad, y
sobre el cual vamos a tratar en los siguientes puntos:

La solidaridad es una relación entre seres
humanos, derivada de la justicia, fundamentada en la igualdad,
enriquecida por la caridad, en la cual uno de ellos toma por
propias las cargas de el otro y se responsabiliza junto con
éste de dichas cargas.

Y dicha relación, entendida únicamente en
el entorno del ser humano, puede llevarse a cabo en tres niveles
distintos, según se relacionen, respectivamente, un hombre
con otro, un hombre con su sociedad o una sociedad con
otra.

5.3. Solidaridad entre Individuos.

Se entiende que la práctica de la solidaridad
requiere, necesariamente, de más de un individuo. Dos
seres humanos podrían ser solidarios si vivieran solos en
una isla desierta, tanto como una persona que vive en una
comunidad inmensa puede ser solidaria al colaborar con la buena
alimentación de los niños de un
país que está a kilómetros de distancia.
Desde luego, la forma más simple, pura y cercana de la
solidaridad la encontramos entre seres humanos próximos,
en una relación personal de dos individuos.

Para buscar una solidaridad con alcance social, que
tenga repercusión tangible en la comunidad, no podemos
dejar de lado la solidaridad personal entre individuos que se
saben iguales. Sería mentira decir que nos preocupamos por
la sociedad, o por los necesitados en general, si
cuando se nos presenta la ocasión de ayudar a una sola
persona necesitada, no adoptamos una verdadera actitud
solidaria. El empeño por la solidaridad social adquiere
valor y fuerza en una
actitud de solidaridad personal
.

La solidaridad, ya lo hemos dicho, se enriquece y
alcanza su plenitud cuando se le adhiere la virtud de la caridad,
cuando se realiza por amor, cuando se convierte en entrega.
Nadie ama más que el que da la vida por sus
hermanos
. El verdadero amor al prójimo, la verdadera
caridad y entrega, se manifiestan en eso: en dar la propia
vida
. No sólo bienes materiales, sino la vida entera.
Desde este punto de vista, uno de los mayores ejemplo de
solidaridad y entrega en nuestros tiempos tal vez lo encontremos
en la Madre Teresa de
Calcuta, quien no conoció límite alguno para
esa entrega personal a los necesitados.

La solidaridad (…) se practica sin
distinción de credo, sexo, raza, nacionalidad o
afiliación política. La finalidad sólo puede
ser el ser humano necesitado
. Comprendemos que para que haya
solidaridad se requieren dos personas: una necesitada y otra
solidaria. Pero el solo dar, o ayudar, no es lo
más difícil. La parte difícil comienza
cuando se nos presenta el dilema de ayudar sin recibir nada a
cambio; de ayudar aunque nadie se entere, ni aún la
persona a la que ayudamos. Esto es: ser solidarios por una
verdadera convicción de igualdad y de justicia. Es
difícil ser caritativos, solidarios, entregados, y ser, al
mismo tiempo,
totalmente desinteresados.

Lo que debe empujar a un hombre a ser verdaderamente
solidario no es, no puede ser, la posibilidad de un beneficio
personal, sino la verdad de que esa otra persona es
precisamente eso: persona. La convicción de
igualdad y la virtud de la caridad –que
tratamos en párrafos anteriores- son las que deben
impulsar un acto solidario.

Y, si la solidaridad no es impulsada por la
convicción y la virtud, ¿qué sucede? Cuando
a un acto materialmente solidario le falta alguno de estos
dos elementos, está viciado y no puede llamársele
formalmente solidaridad. Aquél que da un billete de
cincuenta pesos a un pordiosero, materialmente hace algo
bueno: el pordiosero podrá comer o comprarse unos zapatos;
pero si este acto lo hace para que otras personas lo vean, para
aparentar caridad, para ganar unos cuantos votos, entonces ese
acto, que es materialmente bueno y solidario, se convierte
no sólo en un acto deplorablemente infructuoso, sino
además en un acto definitivamente egoísta, que
lejos de engrandecer a la persona, la empobrece.

La solidaridad debe ser en todas las personas una
constante. Ser una realidad diaria. Así como dentro del
matrimonio la
solidaridad entre los cónyuges se realiza y perfecciona
todos los días en todos los detalles de la vida cotidiana,
así la disposición de solidaridad con otras
personas debe ser parte inamovible de nuestros actos diarios.
Debe convertirse en hábito, en virtud, en modus
vivendi
. La solidaridad no es una serie de actos aislados
encaminados a ayudar al prójimo. La solidaridad, vista
como virtud, es una actitud personal, una disposición
constante y perpetua de tomar responsabilidad por las necesidades
ajenas.

La solidaridad, en este sentido, implica en gran medida
el olvido de sí mismo y de las propias necesidades, para
empujar al espíritu humano a realizarse en la entrega a
los demás.

Desafortunadamente, las corrientes ideológicas
modernas, aunque han conseguido ya, en teoría, la igualdad
de todos los seres humanos, no han favorecido del todo la
solidaridad. Reina en la mente de las personas la idea casi
inamovible de que la solución a los problemas de
la sociedad está en el liberalismo
absoluto: en dejar hacer y dejar pasar. En otras palabras, es
mucho más fácil para cualquier persona cerrar los
ojos a las necesidades sociales y trabajar exclusivamente para el
bien propio, sin más obligación que no
quebrantar la ley
.

Esta es una concepción de la justicia que es casi
universal hoy en día. La justicia, para las personas, es
sólo entendida en sentido negativo, esto es: la
justicia es una exigencia de no hacer mal a los
demás –no robar, no matar, no explotar, etc.–.
Por lo tanto, puede parecer al que así lo entienda que el
hacer algo positivo –dar algo a alguien, ayudar,
colaborar, trabajar para los demás– está
más allá de la justicia y que es, en todo caso, una
acción magnánima, generosa y plausible. Esta es una
idea decididamente inaceptable.

La justicia exige a todos los hombres el dar a cada
quien lo que por derecho le corresponde. Ese dar a las
personas lo que les corresponde según su dignidad de seres
humanos es parte de la justicia, y no es una acción
caritativa verdadera sino hasta que sobrepasa a la exigencia
llana de la justicia.

Pero esto no se logra, en definitiva, sino hasta que
todos tenemos la plena convicción de que todos los hombres
somos iguales, que los bienes están destinados realmente a
todos, y que todos somos verdaderamente responsables de
todos.

La solidaridad entre individuos es la primera y la
más importante, puesto que en ella se fundan los otros dos
tipos. Todos los tipos de solidaridad nacen de la misma
convicción de igualdad de todos los hombres.

5.4. Solidaridad en Sociedad.

La primacía de la solidaridad entre individuos no
resta importancia a la real necesidad de impulsar la solidaridad
de escala social.
<<Los problemas socio-económicos sólo
pueden ser resueltos con ayuda de todas las formas de
solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los
ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los
empresarios y de los empleados, solidaridad entre las naciones y
entre los pueblos>>
. La solidaridad a gran escala
está íntimamente ligada con aquélla entre
individuos, y en ella funda su verdadero valor.

Aún más: la solidaridad entre personas
individuales, entre seres humanos iguales, de uno a uno, debe
tender necesariamente a la solidaridad de escala social. La
verdadera solidaridad encuentra su mayor solaz en el crecimiento
de su campo de influencia. Con esto, podemos afirmar que la
solidaridad es una virtud que, si no se desarrolla, se pierde.
Para la solidaridad, hay sólo dos opciones: crecer o
morir.

Pero este crecimiento en el campo de influencia de la
solidaridad entraña un serio peligro, pues también
puede suceder que, al ampliar los alcances de una tendencia
solidaria, se pierda la intensidad de esta disposición; se
difumine su fuerza; se borre poco a poco su verdadera
efectividad, para convertirse en un malestar personal por los
males de la sociedad; una verborrea lastimosa por las
injusticias; una lágrima estéril; una
hipócrita tristeza que no empuja a la acción, sino
a la lástima inútil y soberbia.

Es importante, según hemos señalado, no
confundir la solidaridad con «un sentimiento superficial
por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al
contrario, es la determinación firme y perseverante
de empeñarse por el bien común; es decir,
por el bien de todos y cada uno, ya que todos somos
verdaderamente responsables de todos». El hombre es un ser
social por naturaleza, y su desarrollo está estrechamente
vinculado con el desarrollo de toda la sociedad. En cierta
medida, ayudar a la sociedad es ayudarse a uno mismo, puesto que
el bien común es precisamente eso: común. El
bien de todos es también mío.

La solidaridad social consiste en colaborar de manera
desinteresada con el bien común. Hay actos de solidaridad
que son específicamente obligatorios. Incluso existen
actos en contra de la solidaridad que pueden ser castigados.
Entendemos, por ejemplo, que el cumplir las leyes es un acto
solidario, porque sabemos que cumpliéndolas favorecemos el
orden social, la observancia de dichas leyes y, por lo tanto, el
bien común. En este caso, la falta contra la solidaridad
es motivo de castigo, y este castigo se lleva a cabo porque se
considera que el cumplimiento de la ley es de interés
general y a todos aprovecha.

Aún en el caso de la ley – de la
solidaridad obligatoria–,
es importante observar en el acto solidario la rectitud de la
conciencia. La conciencia virtuosa y la genuina buena
intención son quienes deben dirigir nuestros actos
solidarios. Obedecer el mandato de detenerse cuando el
semáforo está
en rojo es, ciertamente, un acto solidario, cuando lo hacemos por
la convicción plena de que con ello favorecemos el bien de
la sociedad. Si lo hacemos por miedo al castigo, ese mismo acto
pierde su realidad solidaria para convertirse en una obediencia
artificial, pueril y temerosa. La ley, así contemplada, se
torna frágil y quebradiza bajo el peso del interés
personal y momentáneo de la utilidad.

El cumplir las leyes debe ser una disposición
permanente, porque todos somos parte de la sociedad, y a todos
nos interesa que esas leyes se cumplan para favorecer el bien
común. Lo mismo podemos afirmar, por ejemplo, del pago de
los impuestos justos,
del cumplimiento las leyes penales, administrativas, etc.
Cumpliendo la ley aportamos nuestra actitud y voluntad para el
desarrollo de la sociedad entera, que finalmente ha de
convertirse en bien de todos y cada uno de los que la
conformamos. Todos somos verdaderamente responsables de
todos.

La convicción de solidaridad, en este sentido,
debe tender a terminar con el quebrantamiento sistemático
de las leyes en nuestro país. Si ignoro el rojo del
semáforo, si arreglo las cosas con dinero, si
vendo cigarros a menores, si hago una pequeña
trampilla… ¿a quién afecto?
… a
todos, porque alteras el orden justo de la sociedad, porque
rompes la armonía, porque debilitas las leyes, porque
destruyes la legalidad,
porque todos somos parte de esta sociedad, y dentro de ella
estás tú mismo; porque atacas y debilitas el estado
de derecho y, con ello, al bien común. Entonces, el
interés egoísta inmediato se vuelve en contra
nuestra para desintegrar la unidad solidaria de nuestro pueblo y
embargarnos en un desesperante círculo vicioso que genera
inseguridad
jurídica, miedo, indiferencia… y que no nos empuja
a otra cosa que al resquebrajamiento de los principios
jurídico-políticos de seguridad y certeza
jurídicas, orden y paz.

Pero, como se infiere de lo ya expuesto, la solidaridad
deseable no se limita a lo legalmente exigible, o a lo
estrictamente justo, sino que invita a una conciencia
más profunda de entrega al bien común, a un
esfuerzo de mejora verdadera de las condiciones que favorezcan el
desarrollo de todos los individuos. La solidaridad resuena como
una necesidad urgente y realmente alcanzable para todos los que,
a fin de cuentas, hemos recibido un sinfín de bienes de la
sociedad y, por lo tanto, tenemos obligación moral de
devolver, a lo menos, lo que está dentro de nuestras
posibilidades.

Puesto que todos somos, en más de un sentido,
sujetos pasivos de la solidaridad (hemos recibido bienes de forma
gratuita, nos aprovechamos del desarrollo, de la tecnología, de las
leyes mismas), la relación correlativa de justicia impulsa
nuestra acción hacia una devolución proporcional
por todos los bienes recibidos. ¿Es un hombre capaz de
pagar todo lo que le ha sido dado? –Difícilmente. De
lo que sí es capaz es de entregarse con franca
devoción a la búsqueda del bien de su
sociedad.

La solidaridad hacia la sociedad ha sido puesta de
relieve en
repetidas ocasiones por la Iglesia Católica. Con respecto
de la solidaridad, el Papa Pío XII señala sus
elementos, claros y objetivos; no se anda por las ramas al
señalar actos específicos que implican solidaridad
humana.

Nos invitamos a construir la sociedad sobre la base de
esta solidaridad y no sobre sistemas vanos e inestables. Dicha
solidaridad requiere que desaparezcan las desproporciones
estridentes e irritantes en el tenor de la vida de los diversos
grupos de un
mismo pueblo. Para este urgente cometido, a la presión
externa se habrá de preferir la acción eficaz de
la conciencia, que sabrá imponer límites al
despilfarro y al lujo e inducirá igualmente a los menos
habientes a pensar ante todo en lo necesario y lo útil,
ahorrando el resto si lo hay.

El sentido del párrafo
anterior se dirige a dos elementos principales: el primero, como
una crítica
frontal al despilfarro y el lujo, que entorpecen y obstruyen la
solidaridad verdadera. El segundo, como una afirmación
medular acerca de los actos solidarios: una persona realmente
solidaria, como ya hemos señalado, debe de actuar conforme
a la conciencia, antes que ser estimulada por leyes externas o
presión social.

La realidad de las diferencias en el modo de vida entre
unas personas y otras nos obliga a hacer hincapié en este
asunto. Es claro que hay personas que tienen más y hay
otras que tienen menos bienes materiales. ¿Eso les obliga
necesariamente a aportar más en bien de la sociedad? La
respuesta es clara, e ineludible: sí. Ellos, los que
tienen más riquezas materiales, están obligados por
su propia condición a colaborar más con la
sociedad. Es cierto que los que tienen más dinero deben
pagar, en principio, más impuestos, pero ésta es
sólo la medida justa, lo mínimo exigible y,
como hemos visto, eso no debe ser el límite de la
solidaridad, sino únicamente el comienzo.

La verdadera solidaridad requiere que trabajemos por
eliminar las raíces de la miseria humana, tanto propias
como ajenas, incluso si esto requiere algún sacrificio
por nuestra parte o haya que dar de nuestras necesidades y no
sólo de 'lo que nos sobra'. La solidaridad
también significa compartir los bienes materiales con
otros, especialmente con los pobres de este mundo, hacia los
que deberíamos tener un amor preferencial.

Hay aún más formas de manifestar la
solidaridad. Por ejemplo: la ecología. Este tema
hoy nos parece obligado porque ha adoptado una radical
importancia en los últimos años. ¿La
conciencia ecológica es una conciencia
solidaria?

Ya hemos dejado muy claro que no puede existir la
solidaridad sino entre personas. Es por eso que hace falta
diferenciar los fines que puede tener una conciencia
ecológica. Cuando una persona se decide a cuidar los
recursos
naturales porque los considera valiosos en sí
mismos
no nos encontramos con una actitud solidaria. Sin
embargo, cuando sabemos que podemos favorecer al ser humano a
través del cuidado los ecosistemas,
sembrando árboles, desarrollando agricultura
sana, promoviendo la protección de los animales en
peligro de extinción y defendiendo la pureza de los
ríos, entre otros ejemplos, entonces la disposición
de cuidar el entorno se transforma y enriquece para apoyar a la
persona humana y, ciertamente, la ecología puede ser una
importante actitud dentro de la solidaridad humana.

Hemos visto ya la diferencia: cuidar a la naturaleza
para la naturaleza, o cuidar a la naturaleza para el
hombre
. Esto, aunque parece obvio, no lo ha sido tanto en la
vida práctica, porque ¿acaso no se gastan millones
de dólares en salvar, por ejemplo, ballenas en el
ártico, mientras que centenas de miles de niños
padecen desnutrición en los cinco continentes?
Podría de esto resultar que, para no pocas personas,
fueran más importantes cien ballenas que cien mil
niños y, llevado al extremo, creyeran que vale la pena
poner en riesgo miles de vidas humanas por cuidar otras tantas
vidas animales, cuando la realidad es que una sola vida humana es
de incomparable valor con respecto de todos los animales de todo
el planeta.

No queremos decir con esto, desde luego, que sea malo o
injusto invertir en el cuidado de la naturaleza; simplemente
hacer ver al lector el peligro que existe de caer en la trampa
que puede ser perder el foco de las verdaderas razones que deben
de perseguir todos los actos que han de tender al bien
común.

Hemos desarrollado el ejemplo de la ecología para
poder manifestar la idea siguiente: hay muchas y muy variadas
formas de ser solidario. En todos los casos, el ser humano debe
ser el fin material de la acción; de otro modo, no existe
la solidaridad y esa acción se disuelve en la nada, pierde
su valor. Y para la solidaridad existen distintos medios. La
ecología, la economía, la
educación, la nutrición, la
comprensión… dicho de otro modo: hay tantas formas
de actuar solidariamente como problemas humanos existen, porque
en cada uno de esos problemas el espíritu humano puede
entregarse a sí mismo para colaborar y tomar por propias
las cargas del otro. De cualquier manera, estas acciones deben de
tener siempre por fin material a la persona humana.

Antes de cerrar este apartado, nos es imperativo hacer
notar un punto relevante: en general, cuando hablamos de
solidaridad, nos viene a la mente, de forma casi
automática, la idea de ayuda económica
–ayudar a los pobres, dar dinero a los necesitados,
etc…– o, cuando menos ayuda material
–dar comida, dar casa, etc…–. Estas ideas,
aunque sí forman parte de la solidaridad, no lo hacen de
forma completa.

Decir que la solidaridad es, en esencia, ayuda material,
sería el equivalente a afirmar que todos los problemas se
resuelven de esa manera; que el hombre sólo tiene
necesidades materiales. El ser humano, es evidente, tiene
realmente necesidades que no son materiales, como aquellas
afectivas, espirituales, morales o sociales.

Para estas necesidades, que pueden plantear problemas
para distintas personas, también debe existir una actitud
solidaria que favorezca el desarrollo de los hombres en estos
campos. Por ejemplo: es posible, si yo no puedo dar dinero para
la educación, que dé una parte de mi tiempo para
educar a niños de escasos recursos; o que acerque a
más gente a la oración –católica si
soy católico, budista, musulmana o protestante, si profeso
otras religiones–; o que favorezca la
integración social de una comunidad marginada, y todo sin
desembolsar un solo centavo. La solidaridad, pues, no se reduce a
ayuda material, ni a un romántico sentimiento de tristeza
hipócrita por los males de los demás, sino que se
traduce en ayuda verdadera para los problemas de todos los
hombres, dignos y, por lo tanto, iguales.

Como podemos observar, la solidaridad social tiene
distintos matices. La realidad es que todos estamos obligados a
ella, ya sea por ley positiva o natural, porque todos formamos
parte de la sociedad y todos nos beneficiamos de ella. Lo menos
que debemos hacer es colaborar en justicia para alcanzar el bien
común. ¿Y lo más? El límite de la
solidaridad es la medida de la vida humana, porque estamos
llamados a dar todo –incluso la vida–, y guardar para
nosotros no más que lo indispensable. Lo demás es
lujo que acrecienta la distancia de unos hombres con otros y
obstaculiza el desarrollo de la sociedad en la medida que merma
la capacidad humana de compartir, de cooperar y de pertenecer
realmente a una sociedad de hombres iguales.

5.5. Solidaridad Entre Naciones.

Tenemos que afirmar, antes que cualquier otra cosa en el
tema específico, lo siguiente: no es conveniente observar
la solidaridad entre pueblos distintos sin tener clara la
dimensión humana que esto conlleva: las naciones no son
entes subsistentes en sí mismos, sino que subsisten en los
seres humanos que los conforman. Por eso, no hay que ignorar lo
que realmente sucede. Cuando una nación
es solidaria con otra nación,
realmente los individuos que pertenecen a una
nación están siendo solidarios con las
personas
que viven en otra nación.

Las naciones no son capaces de la solidaridad,
sino a través de los individuos que las conforman. La
solidaridad no es susceptible de perder su dimensión
humana, aún cuando esté siendo llevada a cabo
más allá de la propia sociedad.

Entendido esto, podemos proseguir. La solidaridad en el
ámbito internacional sólo es comprensible cuando se
tienen por verdaderamente iguales en derechos todas las naciones,
independientemente de su influencia económica o cultural
dentro de un mundo que se inclina a favorecer la tan nombrada
globalización.

Podemos decir, con respecto de la realidad
internacional, que la obligación de solidaridad es tan
imperativa entre naciones como lo es entre individuos, dado que
el campo de influencia de una solidaridad entre pueblos es mucho
mayor, y las diferencias, sobre todo económicas, impiden
la búsqueda libre del bien común en las naciones
llamadas del tercer mundo, que están en vías
de desarrollo. «En el ámbito de las relaciones entre
los pueblos, la solidaridad exige (…) que disminuyan las
terribles diferencias entre los países en el tenor de
vida». De esta manera la solidaridad, fundamentada en la
igualdad radical de las naciones, ha de inclinarse en una lucha
constante por lograr también la igualdad en condiciones
sociales y económicas, para hacer desaparecer la
subordinación material de unos países ante otros:
que la igualdad entre naciones no sea sólo substancial,
sino también material.

Para llevar a cabo la solidaridad entre las naciones,
hace falta visualizar un hecho que en algunas ocasiones es
difícil de aceptar: el bien de cada sociedad es el bien de
todas las sociedades, así como el bien de una persona en
sociedad es el bien de todos sus habitantes. Podemos observar al
planeta entero como una verdadera sociedad de sociedades,
en donde todos, realmente, somos responsables de todos. En una
actitud de solidaridad no sólo se beneficia aquél
que recibe la ayuda, sino también aquél que la da,
además de toda la sociedad de sociedades.

Entendido esto, comprendemos que, de ninguna manera, la
solidaridad entre naciones se opone a los sentimientos positivos
de patriotismo y de cuidado de la nación propia. Las
naciones también deben de aprender a desprenderse de sus
bienes materiales en favor de otros, y no sólo de lo
que les sobra
, sino de aquello que les ha costado trabajo,
porque sólo entonces podrán comprender la
dimensión universal de la solidaridad, aún entre
naciones que no guardan algún vínculo especial de
amistad o
compromiso.

Juzgamos necesaria aquí una advertencia:
(…) el amor a la propia patria, que con razón
debe ser fomentado, no debe impedir, no debe ser
obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal,
precepto que coloca igualmente a todos los demás y su
personal prosperidad en la luz pacificadora del amor

El tema de la solidaridad universal en la historia
próxima tiene lo mismo capítulos gloriosos que
recuerdos deplorables. Podemos citar un buen ejemplo, cercano a
todos nosotros. En 1985, ocurrió en la Ciudad de México un
fuerte terremoto, con consecuencias materiales terribles. En
aquella ocasión, México recibió ayuda
solidaria de diversas naciones en el mundo entero: dinero,
comida, ropa, cobertores y hasta gente que se apuntó para
las arduas tareas de rescate. Podemos observar en ello una
muestra de
verdadera fraternidad universal, en donde todas las naciones
toman conciencia y responsabilidad por las necesidades de
otros.

Pero no siempre es así. En el año 2000,
por razón del Jubileo universal, a través del
Pontificio Consejo "Cor Unum", el Papa Juan Pablo II
solicitó a diversos países del primer mundo la
condonación de las deudas a los países en
vías de desarrollo, la mayoría de los cuales se
encuentran en África. En esta ocasión, las naciones
desoyeron la llamada a una verdadera solidaridad. La esperanza de
las naciones pobres ante ese llamado se apagó
dolorosamente ante la llana negativa de los países
desarrollados. Podemos afirmar con esto que todavía, a
pesar de la supuesta globalización y de la supuesta
hermandad de todos los pueblos, la solidaridad plena es
aún difícil de alcanzar. Y ésta será,
desde luego, prácticamente inalcanzable mientras que en
los individuos no exista esa disposición constante a
apoyar el bien común.

No hay que caer en el error de pensar que esto es un
problema nuevo. Juan XXIII plantea con claridad el problema de la
solidaridad a escala estrictamente mundial. El objeto concreto sobre
el que el tema recae es el de las relaciones entre los pueblos
económicamente poderosos y las naciones que se hallan
todavía en fases más o menos retrasadas de
desarrollo. Es el problema mayor de hoy, que adquiere destacado y
alarmante relieve por la creciente interdependencia de todos los
pueblos.

El problema tal vez mayor de nuestros días es
el que atañe a las relaciones que deben darse entre las
naciones económicamente desarrolladas y los
países que están en vías de desarrollo
económico: las primeras, gozan de una vida
moda los
segundos, en cambio, padecen durísima escasez. La
solidaridad social que hoy día agrupa a todos los
hombres en una única y sola familia impone a las
naciones que disfrutan de abundantes riquezas económicas
la obligación de no permanecer indiferentes ante los
países cuyos miembros, oprimidos por innumerables
dificultades interiores se ven extenuados por la miseria y el
hambre y no disfrutan, como es debido, de los derechos
fundamentales del hombre. Esta obligación se ve
aumentada por el hecho de que, dada la interdependencia
progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya
posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda, si
las diferencias económicas y sociales entre ellos
resulta excesiva

Partes: 1, 2, 3
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