Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Pensamiento filosófico de la ética política, con relación al México actual (página 2)



Partes: 1, 2, 3

 

2) Aristóteles y la ética de
la polis

Aristóteles identifica el Bien supremo con la
felicidad, y la labor de la ética es alcanzarla.
Sin embargo existen bienes
mediatos que conducen a la felicidad y, por ello, se convierten
en objetivos de
un comportamiento
ético. Entre estos bienes mediatos está la ciudad
(polis) y la política
(políteia).

Así, en la Ética a Nicómaco, cuando se plantea el problema
del conocimiento
moral,
Aristóteles dice que el saber más importante para
alcanzar una vida feliz es la política, pues ella
«se sirve del saber de las demás ciencias y
prescribe qué se debe hacer y qué se debe evitar,
el fin de ella incluirá los fines de las otras ciencias,
de modo que constituirá el bien del hombre. Pues
aunque el bien del individuo y el
de la ciudad sean el mismo, es evidente que es mucho más
grande y perfecto salvaguardar el de la ciudad, porque procurar
el bien de una persona es algo
deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un
pueblo» (1094b9).

Ahora bien, la identificación aristotélica
del bien con la felicidad o eudaimonía no logra
aclarar cuál es el contenido de ese bien supremo, objeto
de la ética.

Emilio Lledó define la felicidad en sentido
aristotélico como la práctica de un ser que tiene
logos. El logos es la propiedad
exclusivamente humana que permite a los hombres formar parte de
una intersubjetividad (mediante el diálogo).

Los compromisos intersubjetivos del logos (en
tanto que el diálogo amplía el horizonte de la
razón, pero también exige sumisión a reglas
y concesiones al "otro") son la raíz de la moralidad. En
efecto, como la felicidad está condicionada a la virtud en
la polis (que es el medio de alcanzarla), y en tanto la
polis puede entenderse como una comunidad en
diálogo, resulta que el fin moral pasa por la
aceptación de las reglas políticas
de convivencia y por el ejercicio de la virtud
ciudadana.

La idea que inspira el pensamiento
político de Aristóteles es que «el que no
puede vivir en sociedad o no
necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la
ciudad, sino una bestia o un dios» (Política,
I, 2, 1243-27). La misma comprensión, el mismo concepto de
"hombre" incluye la necesidad y la voluntad de la vida social. La
ciudad se ve como constituyente de la esencia de lo humano. Por
otro lado, Aristóteles reconoce, también en la
Política, que el establecimiento de la
organización política fue el mayor de los
bienes, puesto que permite a los hombres desarrollar el sentido
de la justifica y encaminarlos hacia la
perfección.

Aristóteles se mantiene en el mismo paradigma que
Platón,
presidido por la intuición de que la dimensión
moral del hombre es inseparable de su dimensión
política y por el convencimiento de que el fin del
individuo sólo puede ser pensado en el marco de la
comunidad. La diferencia existe, sin embargo. Aristóteles
ha concretado el bien: ahora habla de la felicidad; ha
condescendido a señalar bienes mediatos (o de segundo
orden) y a admitirlos también como objetivos de una
acción
moral, y estos bienes mediatos tienen sobre todo un valor
político; y, la mayor diferencia, Aristóteles no
diseña exactamente una república ideal en la que
únicamente pudiera alcanzarse la felicidad, sino que
admite que pueda realizarse bajo varias formas políticas
(aunque no se abstiene de proclamar cuál sería
más deseable y cuál más factible). La
importancia de la comunidad es tan grande, que la forma
política que adopte pasa a un segundo plano.

Sin embargo, es posible que en esta conclusión
esté ya el germen de lo que serán las escuelas
helenísticas. Si lo que importa es la comunidad como tal y
no su gobierno, cabe
buscar la felicidad lejos de los asuntos "políticos", en
la vida privada, mediante la conformidad con ciertos principios
generales racionales o simplemente mediante el cálculo
prudencial. Estoicos y epicúreos iniciaron un lento camino
de escisión entre moral y política que no
habría sido comprendido por Platón o
Aristóteles, pero que habría de triunfar sobre el
sentido comunitario de los grandes maestros griegos.

3) La separación entre ética y
política en el periodo helenístico.

La expedición, y fracaso, de Alejandro
Magno con sus ejércitos, desde el 334 al 323 a. C.,
marcó el punto final de la era clásica y el inicio
de una nueva era: el periodo helenístico. La consecuencia
más relevante de esta revolución
alejandrina fue el hundimiento de la importancia cultural, social
y política de la Polis ateniense. Alejandro
soñaba con una monarquía universal, de origen divino; de
esta forma asestó un golpe de muerte a la
concepción de la ciudad-estado. Sin
embargo, a causa de su prematura muerte (323), Alejandro no
logró su propósito. Tras su muerte surgen nuevos
reinos: Egipto, Siria,
Macedonia y Pérgamo.

Quedaba así arruinado el valor fundamental de la
vida política y ética de la Grecia
clásica, que era el punto de referencia de la
actuación moral y que Platón en su
República y Aristóteles en su
Política habían elaborado
teóricamente e incluso reificado, convirtiendo la
Polis en la forma concreta de un supuesto estado ideal y
perfecto. Pese a todo, al hundimiento de la idea de la
ciudad-estado no le siguió el surgimiento de otros
organismos políticos dotados de nueva fuerza moral,
capaces de originar nuevos ideales. Las monarquías
helénicas que resultaron de las cenizas de Alejandro
fueron instituciones
débiles, inestables e incapaces de constituir un punto de
referencia para la vida moral de los hombres. Éstos, de
ciudadanos, se convirtieron en súbditos; los
administradores de la cosa pública se convirtieron en
funcionarios y los soldados defensores de la ciudad se
convirtieron en mercenarios. Surge así una nueva
noción de hombre, que asume ante el Estado una
actitud de
desinterés e incluso de hostilidad.

En –146 Grecia perdió su libertad, al
convertirse en una ciudad del Imperio Romano.
El pensamiento griego, al no tener una alternativa adecuada a la
Polis, se replegó en el ideal del cosmo-politismo,
considerando al mundo entero como si fuera una enorme ciudad, en
la que tienen cabida no sólo los hombres, sino
también los dioses. De este modo, el hombre
helénico se ve obligado a buscar una nueva identidad.
Esta identidad será el individuo. Las nuevas formas
políticas, en las que el poder es
poseído por uno solo o por unos pocos, conceden cada vez
más a cada individuo la posibilidad de forjar a su modo la
propia vida y la propia personalidad
moral. Como resultado de la separación entre el hombre y
el ciudadano, surgió la separación entre la
ética y la política

LA
FILOSOFÍA POLÍTICA EN LA EDAD MEDIA

1) San Agustín

La historia sólo se hace
inteligible cuando se distinguen en ella dos ciudades.
Toda ciudad tiene como principio de unión un amor
común a los hombres que la componen. Partiendo de ello
podemos designar dos ciudades, opuestas por sus respectivos
fines: "Dos amores han constituido dos ciudades: el amor de
Dios hasta el desprecio de sí mismo, el amor de sí
mismo hasta el desprecio de Dios".

Sus fundadores son Caín y Abel. No es que sean en
su origen dos sociedades
visiblemente separadas, pues se trata en realidad de ciudades
"místicas", definidas por la predestinación de sus
miembros: o a la salvación, o a la condenación. De
ahí provienen sus nombres de "Ciudad de Dios" y "Ciudad
del diablo". También se las puede distinguir de acuerdo
con el siguiente principio: los ciudadanos de la primera utilizan
a Dios, o a sus dioses, para gozar del mundo. La Iglesia tiene
como meta constituir la primera; y la corrompida Roma pertenece a
la segunda. Pero no se puede decir qué hombres pertenecen
a una y cuáles pertenecen a la otra; aunque irreductibles
la una y la otra, están entreveradas. La Iglesia, como
antes el pueblo de Israel, tiene
como misión
reafirmar y mantener la unidad de doctrina, la verdad de la fe,
principio de un amor ordenado, mientras que las sociedades
paganas se desinteresan de la verdad y toleran las sectas que se
contradicen.

La teoría
agustiniana de las dos ciudades será el pretexto de las
teorías
políticas que afirmarán la preeminencia del poder
espiritual sobre el temporal, o tenderán a identificar
Iglesia y Ciudad de Dios, por una parte, y Estado y Ciudad del
diablo, por otra.

2) Sto. Tomás de Aquino

Tanto la ética como la política
están basadas filosóficamente en
Aristóteles, pero con un complemento teológico.
Para Tomás el hombre tiene un fin sobrenatural, el cual no
puede satisfacer el Estado. De ahí que se plantee
también las relaciones Iglesia-Estado.

El Estado, como para Aristóteles, es una
institución natural, fundamentada en la naturaleza del
hombre. El hombre no es individuo aislado, sino que es un ser
social, nacido para vivir en común con otros hombres.
Necesita de la sociedad.

Si la sociedad es natural, también el gobierno.
Lo mismo que el cuerpo se desintegra cuando falta el alma,
también sucede lo mismo si falta el principio que unifique
(gobierno) y dirija las actividades de los ciudadanos para el
bien común. La cabeza rige el cuerpo; el gobierno, el
Estado.

Tanto el gobierno como el Estado son queridos por Dios.
Dios es el que gobierna el mundo mediante su Ley Eterna, la
razón divina. Las cosas están gobernadas por la
razón divina, es decir, llevan dentro una razón de
ser, una forma de actuar, conforme a la ley eterna; es la
inclinación de la naturaleza, las leyes naturales.
Las personas racionales participan activamente de la ley eterna,
de la razón divina. En la naturaleza
humana existen unas leyes morales (haz el bien y evita el
mal) que es la participación del hombre en la ley divina.
La ley humana positiva es una concreción de esa ley
natural. El Estado no es consecuencia del pecado original (S.
Agustín) ni una creación del egoísmo
humano.

El Estado es una sociedad perfecta, tiene todos
los medios
materiales
necesarios para conseguir su propio fin (el bien común de
los ciudadanos). Para ello es necesaria la paz, la economía, la defensa,
los tribunales de justicia,
etc., y el gobierno que asegure esas cosas.

El fin de la Iglesia es sobrenatural, más elevado
que el del Estado. La Iglesia es una sociedad superior al Estado.
De algún modo, aquél debe supeditarse a
ésta, en cuanto que no impida lograr su fin. El gobierno
del Estado debe facilitar al hombre la posibilidad de conseguir
su fin sobrenatural.

Es algo parecido al tema fe-razón. La
razón posee su propio campo, pero debe estar supeditada a
la fe. El Estado tiene su propia esfera, pero de algún
modo debe estar supeditado a la Iglesia.

En las relaciones entre el individuo y el Estado
Tomás mantiene que la parte se ordena al todo, y, puesto
que el individuo es parte, las leyes del Estado deben ordenarse
al todo, al bien común. De alguna manera, el hombre, la
parte, está subordinada al todo, estado.

Así, arguye que es justo que la autoridad
pública condene a muerte a un ciudadano por
crímenes graves, porque el ciudadano se ordena a la
comunidad.

La soberanía del Estado no es absoluta, sino
que está limitada:

  • Por la ley natural: el legislador y el soberano
    tienen que aplicar y concretar la ley natural, porque los
    preceptos naturales son muy generales. Pero nunca puede ir en
    contra de una ley natural, porque la autoridad proviene de Dios
    y Dios es el autor de la ley natural.
  • Por el bien común: una ley puede ser injusta
    si van contra el bien común (por fines egoístas
    del legislador). Entonces los súbditos no tienen
    obligación de cumplirla; es más, es lícito
    desobedecerles porque hay que obedecer a Dios antes que a los
    hombres.
  • La autoridad viene dada por Dios al pueblo, y
    éste es el que la delega en el gobernante.

LA FILOSOFÍA POLÍTICA
MODERNA

1) La ciencia
política del Renacimiento

Entre el último cuarto del siglo XV y el primero
del XVI, período en el que transcurrieron las vidas de
Nicolás Maquiavelo y
Tomás Moro, la civilización europea experimenta una
profunda mutación: los descubrimientos geográficos,
la evolución del comercio
marítimo y, sobre todo, la consolidación de los
estados modernos, asentados sobre una amplia base territorial, un
fuerte poder militar y el gobierno centralizado de un
príncipe soberano. En este marco aparece la "ciencia
política", es decir, la primera serie de estudios
técnicos sobre política. Estos estudios son
considerados estrictamente políticos porque dejan por
primera vez totalmente al margen cualquier compromiso
ético del gobernante. Este modo de referirse a la
política fue contemporáneo de la reforma y del
inicio del mercantilismo
y contribuyó notablemente a la conceptualización
moderna de las relaciones entre ética y
política.

2) Maquiavelo

Para Maquiavelo, el Estado es la unidad de un
país bajo una república o príncipe. El
objetivo del
príncipe es la grandeza y poder del estado y la seguridad de sus
súbditos (pero no necesariamente su felicidad). La virtud
del príncipe estará al servicio de
este objetivo único y, para ello, ha de incluir, si es
necesaria, la crueldad, la astucia y la fuerza.

La razón de estado justifica cualquier
acción, aunque ésta contradiga las recomendaciones
de la recta razón que aconseja a cada individuo el
camino hacia la virtud y la felicidad. No obstante, no es
correcto afirmar que la razón de estado sea inmoral. La
razón de estado se justifica porque se dirige a un
proyecto
colectivo: el bien de la nación.
Si la nación
advierte que el
príncipe se ha convertido en un tirano, es
legítima la rebelión.

Lo destacable de la obra de Maquiavelo, aparte de lo
evidente, es que la relación entre el hombre y la
comunidad no tiene el más remoto parecido con aquella que
se reflejaba en los textos de Platón y Aristóteles.
El ciudadano es ahora súbdito. Más que "miembro" de
una comunidad, es un "elemento" en el conjunto del estado. Aunque
formalmente cada individuo forma parte del estado, la realidad
parece evidenciar que el individuo "está" en el estado
como quien entra en una casa ajena. Por otro lado, el estado no
tiene ya una función
"hacia adentro" (cuidado de los ciudadanos), sino hacia afuera;
el estado lo es por referencia a los otros estados, en la medida
en que se afirma ante ellos por su poder.

Maquiavelo consideraba a la acción
política como muy superior a la mera reflexión y,
si buena y digna era la tarea que correspondía a los
pensadores políticos, mucho más apasionante y noble
era la de aquellos que dedicaban su vida a la realización
de ese bien que los primeros enseñaban a poner en
práctica.

Pero esa sublime tarea tiene también sus
exigencias, que básicamente se resumen en subordinarlo
todo a aquella que es su meta única y suprema, que no
puede ser otra más que la fundación,
conservación y defensa del Estado. El político sabe
que ese supremo ideal se funda en buenas leyes, en buenas
armas y en
buenas costumbres, pero conoce igualmente que en su quehacer como
hombre de Estado, si quiere alcanzar sus más altos
propósitos, necesita recurrir a una serie de acciones que
son moralmente malas o que al menos como tales son
consideradas.

El gobernante no debe ceder ante esos abismos morales
que supone recurrir a armas tales como la mentira, el
engaño, la crueldad o el crimen. El gobernante debe tener
claro aquellos que son sus deberes fundamentales y la defensa del
Estado debe constituir para él el valor supremo y, en
consecuencia, en todo momento deberá anteponer el bien
común al privado, no dudando en amar a la patria
más que a la propia alma. Deberá, siempre que
pueda, apoyarse en aquellos principios morales que son
compatibles con la defensa del Estado y que se orientan a ese
fin, pero, puesto que sabe o debe saber que los Estados no se
mantienen basándose en padrenuestros y avemarías, y
que no siempre la honradez y el comportamiento moral son la mejor
política, para conservar el Estado tendrá que estar
dispuesto, cuando las circunstancias lo requieran, a actuar
contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad, contra la
religión.
Por eso necesita tener un ánimo dispuesto a moverse
según lo exigen los vientos y las variaciones de la
fortuna, y a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar
en el mal si se ve obligado (El príncipe, p.
92)

El gobernante que ha optado por una actitud
política, debe anteponer ésta a una conducta
ética, estando dispuesto en el ejercicio de su cargo, esto
es, por razón del poder, a cometer injusticia. Nada debe
detenerle, ni las críticas ni la amenaza de una
condenación eterna, pues aun en el caso de que creyera en
el infierno, debería colocar antes la salvación del
Estado que la de su alma. Ésa es su grandeza y
también su miseria.

La radical novedad frente a toda la tradición
política anterior es la defensa de la autonomía de
la política, y la afirmación de la
separación y fractura in eliminable entre política
y moral. Mantuvo la independencia
entre la esfera ética y la política y nunca sostuvo
que todo aquello que fuese políticamente conveniente o
útil para la conservación y defensa del Estado
fuese, por eso mismo, moralmente correcto. Al contrario,
creyó que no se podía valorar como justo todo
aquello que el Estado considerase útil o necesario para su
propia conservación, pues los principios morales que
están en la base de la vida civil son válidos en
toda forma de vida en sociedad, aun cuando reconozca de forma
traumática, y sin hipocresía de ningún tipo,
que a veces es necesario violarlos, pero no por ello pierden su
predicado moral convirtiéndose en moralmente
válidos.

Toda violación de los principios morales y
humanos es siempre moralmente condenable, aun cuando sea
política necesaria, pues:

En las deliberaciones en que está en
juego la
salvación de la patria, no se debe guardar ninguna
consideración a lo justo o injusto, lo piadoso o lo
cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado
cualquier otro respeto, se
ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y
mantenga su libertad (Discursos,
III, 41, p. 411)

Un organizador prudente, que vela por el bien
común sin pensar en sí mismo, que no se preocupe
por sus herederos sino por la patria común, […]
jamás el que entienda de estas cosas le
reprochará cualquier acción que emprenda, por
extraordinaria que sea, para organizar un reino o constituir
una república […]. Sucede que, aunque le acusan
los hechos, le excusan los resultados, y cuando estos sean
buenos, […] siempre le excusarán (ibid, I, 9, p.
57)

El gobernante debe guiarse por criterios de eficacia y, en
consecuencia, debe tener siempre presente las consecuencias
prácticas que se derivan de su acción. Ciertamente
Maquiavelo no se cansa de repetir que un comportamiento piadoso
es siempre moralmente preferible a uno cruel, y esto vale
también para el gobernante en el ejercicio de su cargo,
pero, dado que debe tener como único horizonte de su
proceder la consideración de los resultados concretos, en
ocasiones puede verse obligado, si las circunstancias lo
requieren, a recurrir a la crueldad si con ella consigue
resultados políticos satisfactorios que no podrían
alcanzarse mediante un comportamiento piadoso.

Son las consideraciones prácticas, tanto sociales
como políticas, las que únicamente debe tener en
cuenta el gobernante y, una vez hecho el análisis de la realidad objetiva y de
acuerdo con las circunstancias, deberá decidir lo que
hacer en cada caso. Es preciso recordar que Maquiavelo no acepta
ni legitima la violencia como
norma del obrar político, sino sólo en casos
extraordinarios y en orden, no al mantenimiento
del poder por parte del gobernante, sino en orden al bienestar de
todos.

Distingue claramente entre la crueldad "bien usada y la
mal usada":

Bien usadas se pueden llamar aquellas crueldades
[si del mal es lícito decir bien] que se hacen de una
sola vez y de golpe, por la necesidad de asegurarse, y luego ya
no se insiste más en ellas, sino que se convierten en lo
más útiles posibles para los súbditos. Mal
usadas son aquellas que, pocas en principio, van aumentando sin
embargo con el curso del tiempo en
lugar de disminuir (El príncipe, p. 62)

Es el bien común y no el privado el que legitima
el recurso a la violencia en determinadas situaciones pero,
puesto que con sus acciones el gobernante lo que busca son buenos
resultados, debe conocer bien el alma humana y, cuando necesite
"entrar en el mal", no lo podrá hacer de forma abierta,
sino que necesitará simular, engañar y manipular
para poder tener éxito,
sabiendo "colorear" adecuadamente sus acciones.

Deberá aprender a instrumentalizar las pasiones
humanas y a confundir las cabezas de los hombres con todo tipo de
embustes, no olvidando que en política lo que cuenta son
las apariencias, pues la mayoría de la gente vive lejos de
la realidad de las cosas:

Los hombres en general juzgan más por los
ojos que por las manos ya que a todos es dado ver, pero palpar
a pocos: cada uno ve lo que parece, pero pocos palpan lo que
eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la
opinión de muchos, que tienen además la autoridad
del Estado para defenderlos […]. Trate, pues, un
príncipe de vencer y conservar su Estado y los medios
siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos,
pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el
resultado de las cosas, y en el mundo no hay más que
vulgo (ib., p. 92)

El gobernante necesita, pues, ser un maestro de la
manipulación y de la seducción, y para ello
necesita usar persuasivamente el lenguaje
con vistas a conseguir la adhesión de los ciudadanos
mediante la manipulación de sus creencias, consiguiendo
con ello el bienestar de todos y el propio, asegurando no
sólo su poder, sino alcanzando honor y gloria. Aquel que
detenta el poder no deberá olvidar nunca que el lenguaje
retórico por excelencia es el lenguaje religioso, que para
Maquiavelo tiene un valor meramente instrumental, dada su
capacidad seductora, que alcanza a todos los pueblos, ya sean
más rudos o más civilizados, debiendo naturalmente
adaptarse o "colorearse" de acuerdo con esas
circunstancias:

Y verdaderamente, nunca hubo legislador que diese
leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios,
porque de otro modo no serían aceptadas: porque son
muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente,
no tienen ventajas tan evidentes para convencer a los
demás por sí mismos. Por eso los hombres sabios,
queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios […].
Y aunque sea más fácil persuadir de una
opinión o un orden nuevo a los hombres rústicos,
no es, sin embargo, imposible convencer también a los
hombres civilizados y que se supone que son tercos. Al pueblo
de Florencia nadie le llamaría ignorante ni rudo, y sin
embargo fray Girolano Savonarola le persuadió de que

hablaba con Dios (Discursos, I, 11, pp.
65-66)

A Maquiavelo la religión nunca le interesó
como un fin en sí mismo, sino sólo como instrumento
de manipulación política. Él creía
que los relatos religiosos, analizados desde el punto de vista de
su contenido, eran más bien "pura cháchara" y "pura
superstición", pero en ningún caso resultaban
indiferentes para el poder, y desgraciado el político que
lo ignorase.

3) Hobbes

Hobbes parte
de una antropología que incluye teorías
sobre las pasiones, sobre el valor, sobre la
motivación, etc. Su argumento le conduce a una de las
más completas defensas del absolutismo.
Entre las características humanas destaca la razón,
que permitiría a cada uno revivir el argumento de
Hobbes.

Este es un hecho clave, porque equivale a decir que un
poder absoluto está racionalmente justificado para
cualquier ser humano bien informado, y racionalmente justificado
en general. Pero la justificación del estado totalitario
que realiza Hobbes en el Leviathan no es sólo una
teoría política; es además una teoría
moral. El estado de naturaleza del que parte su argumento es un
estado pre-moral. La moral se
genera mediante el mismo pacto que sirve de base al poder
político, y tiene su misma justificación. La moral
es otro instrumento para garantizar la seguridad y la paz
necesarias para que cada individuo realice sus deseos con
completa libertad. Poder político absoluto y moralidad
están al servicio del individuo. Pero para ello el poder
político carece de límites, y
la moral tiene demasiados, pues es una moral de
mínimos.

En Hobbes aparece explícitamente lo que en
Maquiavelo estaba supuesto: que el estado es una
institución separada del individuo; éste se siente
ajeno a la organización estatal. El estado es, para
Hobbes, una coacción perpetua sobre el hombre-individuo
(aunque aceptada por el sujeto racional como medio para la
seguridad y la paz). La consecuencia del pensamiento de Hobbes,
aunque probablemente no fuese esta su intención, se resume
en que el individuo ya no será más que un hombre
en o para el estado, sino un hombre frente
al estado.

3.1 El ciudadano y el Estado

Admirador del método
analítico-sintético de Galileo, se propuso
descomponer la sociedad en sus elementos y recomponerlos luego en
un todo lógico sistemático. Su filosofía
política es, pues, también, más racionalista
que empirista, obsesionada muy cartesianamente por la necesidad
de nociones exactas y definiciones claras y rigurosas que le
sirvieran de base, por más que también aquí
se negase a admitir ideas innatas y se guiase por situaciones muy
empíricas.

Antiaristotélico por sus tesis,
coincide, sin embargo, con el maestro griego en el
propósito de promover una "vía media" entre las
tensiones partidarias extremas, y en el poner el lenguaje como
base de la sociedad y del Estado:

Si el lenguaje no hubiera habido entre los hombres
ni Estado, ni Sociedad, ni Contrato de
Paz, como tampoco lo hay entre los leones, los osos y los
lobos.

El lenguaje hizo del hombre un ciudadano, es decir, le
hizo hombre, pues, sin el contrato, el hombre es un lobo para
el hombre
.

Las dos afirmaciones centrales que organizaron su
pensamiento, al imponerle deductivamente la necesidad del
cálculo racional como razón de ser del Estado,
serán éstas (que, en su opinión, reflejan
dos hechos de la mayor importancia):

  • En primer lugar, la igualdad
    natural (biológica de los hombres:

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en
sus facultades corporales y mentales que […] aún el
más débil tiene fuerza suficiente para matar al
más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por
federación con otros…

  • En segundo lugar, la escasez de
    los bienes que todos los hombres apetecen, como consecuencia de
    sus necesidades. Y así, de la igualdad [en las fuerzas
    en competición] procede la inseguridad,
    y de la inseguridad la guerra

Su clásica defensa del poder absoluto no
será la defensa del monarca autócrata que
hacían los partidarios de éste, basada en la
proclamación del derecho divino (un recurso no menos
sobrenatural que el recurso al demonio): será una tesis
utilitaria, a la que llegará por el camino del
individualismo burgués y laico, y tendrá como
objetivo la conservación de la paz en interés de
los integrantes de la sociedad civil
sobre todo, de los integrantes menos favorecidos por las estructuras
tradicionales, pero que tampoco fueran de los que no
tenían nada que perder).

El derecho del soberano se funda en el
contrato(contrato entre iguales, no pacto entre el
soberano y los súbditos); porque el Estado no es una
realidad "por naturaleza" que se imponga de suyo, sino, al
contrario, es resultado de la puesta en común de los
intereses de sus componentes. Se trata, desde luego, de un
supuesto lógico, no histórico, como si hubiera
habido un verdadero convenio fundacional; y no se refiere a los
hombres primitivos (ni a una presunta "naturaleza humana
universal") sino a los hombres tal como Hobbes los conoce. El
"estado natural de los hombres "antes" del Estado debe
entenderse, pues, como la condición hipotética en
que esos hombres que Hobbes conoce se hallarían
necesariamente si no hubiera un poder como el del
Estado.

El "hombre natural", como todo cuerpo, tiende a
autoafirmarse y autoconfirmarse ("primera ley del movimiento").
Tiene, en consecuencia, un derecho
natural a hacerlo: lo que los escritores llaman
comúnmente jus naturale es la libertad que cada
hombre tiene de usar su propio poder como él quiere para
la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su
propia vida, y, por consiguiente, de hacer toda cosa que en su
propio juicio y razón conciba como el medio más
apto para aquello

Ahora bien, esa misma tendencia da a los hombres, como
su condición primera, la colisión, el conflicto; por
sí sola llevaría, pues, a la guerra de todos
contra todos
. Pero hay una "segunda ley del movimiento", que
impulsa al individuo a ceder una parte de aquel derecho a
cambio de una
cesión similar por parte de los demás:

Que un hombre esté dispuesto, cuando otros
también lo están como él, a renunciar a su
derecho a toda cosa en pro de la paz y la defensa propia […]
y se contente con tanta libertad contra otros hombres como
consentiría a otros hombres contra él
mismo

La segunda ley no se opone en modo alguno a la primera,
antes bien, la confirma, porque "el motivo y el fin del que
renuncia a su derecho o lo transfiere no son otros que la
seguridad de su propia persona, en su vida y en los medios de
preservarla", es decir, en la propiedad.

3.2 Totalitarismo

El contrato es la base del Estado y su única
justificación. En consecuencia, si el Estado no garantiza
la seguridad (única razón por la que ha sido
establecido) pierde su razón de ser. Por eso ha de imponer
la obediencia a todos sus miembros, una obediencia que
sólo puede estar a su vez garantizada por el "carácter absoluto" del poder. El Estado no
puede proteger eficazmente a los individuos (que, para ser
protegidos, le han transferido sus derechos) si su poder es
discutido o acosado, si no es "absolutamente superior y
decisorio". La propiedad misma, no es tal y no dura más
que lo que le place al Estado. Todo ataque al Estado es un ataque
a la propiedad, porque es él quien la garantiza al impedir
la guerra de
todos contra todos y la arrebatiña. Pero para
garantizarla, el Estado ha de instituirse "en su propio
fundamento". Propiedad "sólo" querrá decir
propiedad "legal", definida por el mismo Estado. Éste, al
servicio de los ciudadanos propietarios, ha de "poder
absolutamente" sobre ellos.

El Estado ha de ser eclesiástico y civil a la
vez. Y ha de ser así porque no puede haber otra autoridad
que se oponga a la del Estado.

Una multitud constituye una sola persona cuando
está representada por una sola persona; a condición
de que sea con el consentimiento de cada uno de los particulares
que la componen.

En tanto que regla y organización social, la
religión no es filosofía, sino cuestión de
Estado. Puesto que una república no es sino una persona,
la característica del culto público es ser
"uniforme"; y, por tanto, allí donde se autorizan muchos
tipos de culto procedentes de las diversas religiones de los
particulares no puede decirse que exista ningún culto
público, siendo así que puesto que una
república no tiene voluntad ni hace leyes que no sean las
confeccionadas por la voluntad de quien posee el poder soberano,
se sigue que los atributos ordenados por el soberano en el culto
a Dios […] deben tomarse y usarse en cuanto tales por los
hombres privados en su culto público.

No es admisible que, en nombre de la religión,
trate de alzarse otra cabeza que escape a la dirección de la cabeza del
Estado.

4) Rousseau

Rousseau no ve
la sociedad como un instrumento necesario para la
consecución de los fines personales, sino más bien
como el obstáculo para la verdadera felicidad.

Este cambio de perspectiva respecto al racionalismo
que representaba Spinoza sirve para acentuar la dicotomía
individuo/sociedad. En este binomio, el polo valorado es el
individuo en "estado natural".

Sin embargo, el pensamiento de Rousseau es complejo
hasta el punto de reivindicar, al final de su
argumentación, la sociedad como "segunda
naturaleza".

En efecto, el ideal rousseauniano de naturaleza y
libertad ha sido definitivamente truncado por la sociedad y las
instituciones políticas, de modo que el objetivo que hay
que plantear es la regeneración de la sociedad, de modo
que pueda albergar una suerte de "nueva naturaleza". Este
objetivo puede cumplirse mediante el pacto aceptado
unánimemente de someterse a la voluntad general, como si
el cuerpo social no fuese la reunión de muchos hombres,
sino un sólo organismo.

Rousseau representa un intento de recuperar el sentido
de la comunidad clásico. Pero, perdido definitivamente
aquel sentido, el único modo de garantizar la coincidencia
del interés general y el particular es la negación
del individuo y sus fines personales. En Rousseau, la
política absorbe a la ética, pero tras un complejo
movimiento que ha mostrado que la felicidad está
reñida con la sociedad y que no es posible una
política inocente.

En El contrato social se parte de que la sociedad
de su época se asienta en un sistema de
desigualdad ("el hombre ha nacido libre y por todas partes le veo
encadenado). Ningún ser humano es lo suficientemente
fuerte como para dominar, a no ser que convierta la fuerza en
derecho. Si hay esclavos por naturaleza – como decía
Aristóteles – es porque antes ha habido esclavos a
la fuerza. Por naturaleza, nadie tiene autoridad sobre nadie, la
violencia no puede legitimar un derecho, por tanto, el derecho ha
de estar fundado en un pacto. Este pacto se basa en que el orden
establecido ha sido establecido por todos los individuos, de tal
manera que éstos, al unirse a la colectividad, no
obedezcan a ningún orden, sino sólo a sí
mismos. A través de este pacto se alumbra una comunidad,
esta comunidad, él la entiende como un sujeto de derecho
político, tiene un yo común, una personalidad
corporativa que es capaz de expresarse en la voluntad
general.

Cuando Rousseau habla del contrato social
se refiere a la unidad, pero cuando describe el origen de la
desigualdad de los hombres se refiere al Estado.

La capacidad de decisión emana del pueblo, el
cual es soberano. Esta soberanía es irrenunciable,
indivisible e infalible, ya que en esta soberanía se ha
objetivado la voluntad general.

La voluntad general es la voluntad que expresa la
justicia, ésta puede estar representada por una
minoría, no se la puede identificar con la voluntad de
todos, de la mayoría, la cual puede estar al servicio de
determinados intereses.

Mediante el contrato social, el individuo deja de ser
tal y entra en el reino de la moralidad; es entonces cuando la
voz del deber sucede a la del apetito; entrega su libertad para
recuperarla en un contexto social legal, e incluso mediante este
contrato quedan superadas las pequeñas desigualdades que
pudieran existir en el estado natural. La sociedad civil es el
contexto ideal donde el hombre puede realizarse; sin embargo,
antes había dicho que la sociedad corrompe al hombre, lo
cual es una contradicción, aunque contradicción
más aparente que real, ya que cuando habla del contrato
social, piensa en la pequeña comunidad social, en la
politie, y no piensa en la sociedad contemporánea
organizada en grandes masas sociales representadas por el Estado.
Es en estas pequeñas colectividades donde es fácil
identificar el interés privado y el interés
común; sin embargo, esto, hoy por hoy, – y en el
siglo XVIII – es prácticamente imposible; por tanto,
tendremos que concluir que la teoría social de Rousseau es
pura utopía, utopía que él mismo
reconoce.

Frente a la sociedad contemporánea, Rousseau es
pesimista, ya que en esta sociedad predomina la voluntad de todos
y no la voluntad general. Pero, si la sociedad actual es
insalvable, por lo menos salvemos al hombre; esta
salvación del hombre Rousseau la encuentra en una vuelta a
la naturaleza; el hombre deberá reencontrar su ideal para
poder ser él mismo.

6) Ética y política en Kant.

Kant reconoce que el lugar de la felicidad individual es
la sociedad. No obstante, el ser social del hombre no excluye la
competencia y
lucha en la sociedad: parece que los hombres se odiaran tanto
como se necesitan.

Este rasgo (insociable sociabilidad lo llama
Kant) acentúa el hecho, clave en la filosofía
kantiana, de que la felicidad no tiene nada que ver, en un plano
esencial, con la vida en sociedad. Kant considera que el fin de
la moral está constituido por la felicidad y la virtud, al
igual que la ley moral que de él se deriva, tienen un
carácter autónomo. La autonomía moral supone
que la razón de cada hombre no sólo puede, sino que
de hecho hace aparecer en cada sujeto la ley moral. El
conocimiento moral incluye el conocimiento del fin moral
así como del principio que rige el comportamiento
correcto. Para el sujeto autónomo kantiano, la sociedad (y
la organización política) son una condición
empírica de la realización de su fin moral, pero no
contribuyen a su formación o comprensión de modo
directo.

Por otro lado, el político no se ve liberado de
los lazos de la rigurosa moral kantiana. En tanto que
político, los imperativos morales adquieren concreciones
especiales, debido a la especial naturaleza de la acción
política, pero se mantienen en los mismos términos.
Se ha dicho que Kant es el primer filósofo en hablar de
una ética política. Es cierto que es el
primero en hacerlo desde un paradigma moderno, porque aplica una
categoría que la modernidad
generó para el individuo a un grupo de
acciones realizadas por hombres en tanto que
representantes del interés general. Para Kant, la ley
moral obliga tanto a los individuos como a los estados, aunque
él mismo reconoce la peculiaridad de la ética
política respecto de la individual. Pero ésta es la
cuestión contemporánea de la ética
política: precisar las características de una
ética aplicada a la política, así como
justificar la limitación ética en la acción
política.

La concepción política fundamental de Kant
se mueve en el terreno de aquellas ideas que habían
cobrado su expresión teórica en Rousseau y su
acción práctica visible y tangible en la
Revolución francesa. No en vano ve en esta
revolución una promesa de realización de los
derechos de la razón pura. El verdadero problema de toda
teoría política reside para él en la
posibilidad de hacer compatibles las diversas voluntades
individuales con una voluntad total, de tal modo que, lejos de
destruir la autonomía de la voluntad individual, la haga
valer y la reconozca en un sentido nuevo.

Por lo tanto, toda teoría del derecho y del
estado no debe pretender ser, filosóficamente considerada,
otra cosa que la solución del problema de hasta qué
punto la libertad de cada cual debe limitarse a sí misma,
por obra de la necesidad de una ley racional por ella reconocida
y acatada, de tal modo que admita y fundamente la libertad de los
demás. En palabras de Kant:

Trátase más bien de una simple idea
de la razón, pero que no por ello deja de tener su
realidad (práctica) indiscutible, a saber: la de que
obliga a todo legislador a redactar sus leyes como si pudieran
haber nacido de la voluntad coaligada de todo un pueblo y ver
en cada súbdito, si ha de ser verdadero ciudadano, como
si realmente hubiese dado su voto para la formación de
aquella voluntad. Pues tal es la piedra de toque de la
legitimidad de toda ley pública.

Sin embargo, allí donde esta regla no se cumpla,
allí donde el soberano se arrogue derechos que sean
incompatibles con ella, ni el individuo ni la totalidad
empírica del pueblo se hallan asistidos en modo alguno por
el derecho a resistirse a la fuerza. Conceder semejante derecho
equivaldría a echar por tierra la base
efectiva sobre que descansa todo el orden del estado como tal. La
autoridad del jefe del estado debe ser inatacable en su
existencia efectiva; lo cual no quiere decir que la teoría
pura, que los principios éticos de validez general no
tengan derecho a exigir que nada se interponga en el camino de su
ilimitada aplicación.

Por tanto, la resistencia que
autoriza a proceder contra el poder del estado y que en
determinadas circunstancias es necesaria y se impone contra
él, tiene un carácter puramente espiritual. En toda
colectividad tiene que existir una obediencia regida por
leyes coactivas al mecanismo de la organización del
estado, pero tiene que existir también un
espíritu de libertad y, por tanto, el derecho a
ejercer la crítica
pública de las instituciones existentes. Por consiguiente,
el derecho a la resistencia, que algunas teorías de
derecho
público conceden al ciudadano se reduce, para Kant, a
la simple "libertad de escribir"; pero ésta, por ser "el
único paladín de los derechos del pueblo", debe ser
considerada como inatacable por el soberano

CONCLUSIÓN SOBRE EL DESPLIEGUE
HISTÓRICO DE LA RELACIÓN ETICA
POLÍTICA

La formulación kantiana de la relación
entre ética y política está aún en
buena medida vigente. A esta formulación se arriba desde
la asunción de los postulados modernos cuyas bases
encontramos en figuras como Maquiavelo. Pero esta
formulación sugiere una pregunta: ¿cómo es
posible modernamente el planteamiento de un problema que
habría carecido de sentido en la antigüedad? No es
exagerado decir que la cuestión habría carecido de
sentido si tenemos en cuenta que nos hallamos ante dos paradigmas
absolutamente diferentes.

Un primer rasgo que distingue la ética
clásica de la moderna es que se refieren a otras de
distinta naturaleza. Esta es quizá la distinción
fundamental. Los griegos veían la ética como el
conjunto de normas capaces de
conducir a la felicidad personal. Se
trataba básicamente de recomendaciones para vivir una
"vida buena". Aunque esta idea, así formulada, es muy
general, se puede decir que el griego piensa en normas para el
ciudadano o para el hombre con relación a
sí mismo o a la naturaleza
.

Por el contrario, la norma ética es pensada
modernamente como una norma intersubjetiva. Esto es, un
mandato sobre cómo actuar en contextos de interacción con otros agentes morales (en
sociedad o fuera de ella). Es cierto que la ética contiene
preceptos referidos a uno mismo, pero esto es, en el paradigma
moderno, debido a la universalidad de la norma, que incluye al
agente, no en cuanto agente, sino en cuanto un representante
más de ese "otro generalizado" respecto al cual rige la
norma.

En sentido contrario, también es cierto que la
moral clásica exigía ciertos comportamientos hacia
la comunidad, pero la comunidad misma no se veía como algo
ajeno al propio agente, sino como un constitutivo de su propia
personalidad. De este modo, se da una casi-paradoja, pues resulta
que el individuo moderno, precisamente por su carácter
autónomo, es libre respecto de sí mismo, y se
siente moralmente obligado respecto a otros (o respecto a
sí mismo tomado como "otro"), mientras el ciudadano griego
está moralmente comprometido consigo, en
persecución de su felicidad; pero veamos adónde
conducen estos paradigmas: el sujeto clásico reconoce que
la felicidad sólo es posible en la polis, y
así se diluye en la comunidad y acepta como propias las
normas que ella impone; mientras, el individuo moderno, al elevar
los valores
"libertad" y "autonomía" por encima de cualesquiera otros,
no toma a la sociedad más que como un medio para sus fines
personales, y sustituye la integración plena en la comunidad por el
respeto a ciertas normas "objetivas" (objetivadas desde su propia
autonomía).

El individuo moderno, armado del universalismo moral, no
requiere una "comunidad" donde realizar su ideal de felicidad, ya
que las normas que han de obedecer se han objetivado, o, si se
quiere, la comunidad se ha ampliado a todos los semejantes (por
eso el esfuerzo emancipador moderno se ha cifrado en mostrar que
los grupos
marginados, como las mujeres, los niños,
ciertas razas, etc., son "semejantes" del paradigma de sujeto
moderno: son "hombres"). Las implicaciones políticas de la
ética moderna son enormes. La versión
política del universalismo ético es el imperialismo,
así como la versión de la autonomía es el
mercantilismo liberal. Hay que señalar, sin embargo, que
la ética moderna hunde sus raíces en el cristianismo,
y que el imperialismo político moderno no es sino la
versión secularizada del Sacro Imperio. En cualquier caso,
lo importante para nuestro tema es que las formas
políticas varían simultáneamente con las
formas de eticidad. La relación es tan fuerte que no es
posible establecer una relación unívoca de
causalidad. La concepción ética influye en la
configuración del estado y la forma política
conlleva también una ética determinada.

SOCIOLOGÍA Y
FILOSOFÍA:

HACIA UNA DEFINICIÓN DE LA
ÉTICA POLÍTICA

A pesar del esfuerzo de Kant por proveer los materiales
para una política ética, lo cierto es que la
magnitud de su filosofía práctica es tal que sus
escritos políticos pasaron desapercibidos, y se
admitió la veracidad de la lectura
según la cual los principios morales poseen tal dignidad que
ningún cálculo consecuencialista permitiría
su cancelación. Esta lectura
mitificó la ética kantiana. Por otro lado, Kant
sostuvo que no tiene sentido distinguir entre una moral
pública y otra privada, pues desde la perspectiva de la
razón el interés particular ha de coincidir con los
de todos los demás. Como consecuencia de todo esto,
Hegel se
encontró con un solemne edificio ético presidido
por el imperativo categórico formal kantiano,
filosóficamente inapelable, pero de difícil
aplicación a determinados aspectos prácticos, como
por ejemplo la política.

Así –como escribe Victoria Camps–
«Hegel desmitifica la ética para acercarla a la
actuación política [¼]. Se da cuenta de que
la moral pura jamás podrá ser práctica y
apuesta por una práctica impura en detrimento del
irrealizable imperativo categórico». Es importante
destacar que lo que Hegel plantea es una opción,
más que una renovación. No niega la pregnancia de
la ética kantiana, simplemente la compara con un concepto
más laxo de norma de acción y muestra la
inoperancia del imperativo categórico. La posibilidad de
un comportamiento ético ajustado al principio ético
y la posibilidad de una acción política
impura inician un camino paralelo, e igualmente sancionado
por la razón, según Hegel. En este momento comienza
una división que será conceptualizada por M.
Weber.

Weber analizó el problema de la relación
entre ética y política influido por la ética
kantiana y su desarrollo en
Hegel y el idealismo
alemán; pero su reflexión tuvo muy presentes los
datos
empíricos, ya que el político (la acción
política) no puede desentenderse de la realidad social.
Como punto de partida, Weber acepta que el comportamiento
ético es el ajustado a los principios o normas morales,
que son por definición inderogables y universales. Pero
observa que mantenerse fiel a los principios significa fracasar
como político. Sea cual sea la ética del
político no es una ética de principios. La
realidad somete a una prueba demasiado dura a los principios
morales: impone ciertas actuaciones que están en
desacuerdo con ellos. La práctica política no es,
sin embargo, el campo de la a-moralidad o de la
inmoralidad.

La necesaria obediencia a las leyes las somete a ciertos
requisitos éticos. Por lo general, los ciudadanos
sólo se sienten obligados a obedecer leyes
"legítimas", y la legitimidad viene dada por el procedimiento
legislativo (que ha de ser imparcial, justo) y por el contenido
de las mismas leyes (que ha de responder a ciertos fines comunes
o a principios también comúnmente aceptados). Es
decir, la acción política tiene que estar sujeta a
condiciones externas a la política misma, condiciones que
podemos denominar éticas.

Pero si esta ética política no es la
ética de los principios ¿de qué ética
se trata? Pues bien, si la ética kantiana pretendía
universalidad y validez general, sin atender a la realidad
social, la ética política debe estar en perpetua
comunicación con la realidad social,
política, económica y cultura,
asumir los objetivos de las comunidades políticas grandes
y pequeñas, componerlos y tratar de fomentar a la vez los
valores que la
sociedad reclama, todo ello mediante el cálculo de las
consecuencias esperadas de las acciones. La ética
política tiene su origen en las necesidades de la
práctica política, constituyendo un ámbito
normativo separado del propiamente moral, de modo que Weber, al
percibir esta separación radical, hubo de negar lo que
Kant llamó "ética política", que era el
intento de prolongar el imperio de la norma moral en el campo de
la práctica político-jurídica.

Así, si el modelo
deontológico y formal kantiano se ajusta a la vida moral
personal, la ética política exige un modelo de
corte utilitarista (o al menos consecuencialista) y
teleológico. Weber denominó a la a primera
"ética de la convicción", y a la segunda
"ética de la responsabilidad". La primera es propia del
intelectual, la segunda del político.

Esta distinción weberiana ha sido el punto de
partida de la ética política contemporánea.
En este sentido, la teoría de Weber pone de manifiesto la
complejidad de la ética política, que no puede
renunciar a los fines, pero tiene que tener en cuenta las
consecuencias de sus actos.

El aspecto menos aceptable de la dicotomía
conceptualizada por Weber es la asunción de que la
división es algo natural, como si hubiera una "doble
verdad". La aceptación de la tesis de Weber supone dejar
al político las manos libres para alcanzar los fines
sociales del modo que crea más conveniente o eficaz. Pero
si cada acción concreta escapa al control social,
no sólo peligran derechos fundamentales, que pueden ser
sacrificados en aras de la mejor consecución del fin
común, sino que el propio fin puede estar en peligro o
quedar desvirtuado. La demanda
común de la inmensa mayoría de filósofos políticos actuales es que
la relación entre la demanda social, expresada en
principios y valores comúnmente aceptados o mayoritarios
(que afectan tanto a los fines como a los medios políticos
admisibles para alcanzarlos) y la acción política,
debe ser de retroalimentación: de modo que la
práctica política tome como punto de partida los
fines y principios sociales que ella misma contribuye a crear y
desarrollar, y la capacidad crítica de la sociedad se
mantenga, para poder controlar y corregir continuamente la
acción política.

El problema del control político nos conduce al
planteamiento de la función de una ética
política.

LOS VALORES
MORALES Y LOS VALORES POLÍTICOS

Weber concibió el problema de la relación
entre la ética y la política recurriendo a la
distinción entre la ética de la convicción y
la ética de las consecuencias. Si actuamos de acuerdo con
la primera, nos guiamos por máximas, si dirigimos nuestra
conducta de acuerdo con la segunda, tenemos que examinar
cuáles son los efectos de nuestra
acción.

Para Weber, la ética no puede eludir el hecho de
que para conseguir fines buenos hay que contar con medios
moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e
incluso la probabilidad de
obtener consecuencias moralmente reprochables. Ninguna
ética del mundo puede resolver cuándo y en
qué medida pueden ser sacrificados los medios y las
consecuencias laterales moralmente peligrosos, en virtud de un
fin moralmente bueno.

La pregunta principal sobre las relaciones entre
ética y política es: ¿el fin justifica los
medios? Esta pregunta ha tenido varias respuestas. Así,
para Maquiavelo, el fin justifica los medios. Esto significa que
las acciones políticas no pueden ser juzgadas moralmente
como buenas o malas. Los medios no tienen un valor en sí
mismos, éste les es otorgado por los resultados que se
obtienen con la acción. La originalidad de Maquiavelo
radicaría en sostener la doctrina de la doble moral:
existe una moral para los soberanos y otra moral para los
súbditos:

Y ha de tenerse presente que un príncipe, y
sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas
las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados
buenos, porque a menudo, para conservarse en el poder, se ve
arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la
religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia
capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he
dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en
caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal (El
Príncipe)

Según un punto de vista opuesto al de Maquiavelo,
la política y la moral no pueden separarse. Para los
defensores de este punto de vista, la justificación moral
de los medios por los fines es negativa. Esta posición
suele ser llamada deontológica y defiende que hay
acciones, a pesar de la bondad de sus fines, que no pueden ser
justificadas bajo ninguna circunstancia.

Ello se debe a que los individuos tienen ciertos
derechos que obligan a aquellos que tienen el poder a tratarlos
como fines y no exclusivamente como medios. Por otro lado, los
que sustentan el poder también tienen ciertas obligaciones
de acuerdo al puesto que ocupan, el cual les impide, prima
facie
, e independientemente de las consecuencias, llevar a
cabo ciertas acciones. Los derechos y las obligaciones son el
origen de las máximas que deberían ser respetadas
independientemente de los fines propuestos. Algunas de estas
máximas se refieren a la integridad física, moral y
social de las personas. Finalmente, el límite del poder se
encuentra en los derechos de los individuos, pero los que
sustentan el poder piensan más en términos de lo
que están haciendo que en sus consecuencias.

Weber vislumbró el problema en el que podemos
caer si adoptamos una ética de la convicción:
podemos transformarnos en profetas quiliásticos, es decir,
en un tipo de personas que, por ejemplo, al defender de una
manera absoluta ciertos derechos no caen en la cuenta de que
están violando otros.

Con respecto a las relaciones entre ética y
política podemos distinguir tres posiciones: a)
integrismo ético, según el cual ética
y política son dos realidades opuestas y, al tener que
elegir una de ellas, la elección ha de recaer en la
ética; b) realismo político, según el
cual, en el caso de oposición entre moral y
política, la elección debe recaer en la
política, sacrificando los principios éticos; c)
postura sintética entre las dos
realidades.

Integrismo ético

La política ha sido considerada con frecuencia
como el lugar de cita de la hipocresía, la mentira, el
engaño y demás vicios contrarios a la limpia
ejecutoria del hombre moral. Más aún, la
política en sí misma ha sido vista como realidad
contraria a la ética y, consiguientemente, como un asunto
inmoral. Entre las posturas que por motivos de integridad moral
rechazan la política destacan cuatro:

  1. El rechazo burgués: nace de la
    reducción individualista de la moral y conduce a
    considerar y a hacer de la política un "juego sucio" en
    el cual los políticos han de claudicar inevitablemente
    de sus principios éticos.
  2. El rechazo anarquista: nace de la absoluta
    desconfianza ante toda forma de poder ("ni Dios ni amo") y
    conduce a buscar la solución de los problemas de
    la clase obrera
    en la actuación directa de los afectados.
  3. El rechazo marxista: (del marxismo
    "ortodoxo"), según el cual las estructuras
    políticas pertenecen a la etapa alienada de la
    humanidad, supraestructuras que desaparecerán
    necesariamente en la etapa final, en la que la sociedad civil
    encontrará su perfecta
    identificación.
  4. El rechazo del fundamentalismo religioso:
    algunas sectas e iglesias protestantes consideran que la
    religión prohíbe la injerencia de sus fieles en
    los asuntos políticos, con el argumento de que estos
    fieles "viven en el mundo, pero no son del mundo".

Realismo político

El "realismo
político" coincide con el "integrismo político" en
que ética y política son irreconciliables. Pero se
distinguen en la toma de postura: mientras que el integrismo
moral opta por la ética, el realismo político
prefiere sacrificar los principios morales en bien de los
intereses políticos.

Los "realistas" y los "realismos" abundan en la historia
de la acción y de la doctrina política. El
teórico más notable de esta corriente es
Maquiavelo. Otros propugnarán la autonomía total de
la política y considerarán la acción
política como norma de sí misma, exigiendo la
eliminación de cualquier referencia a la moral. Hegel
llegará a identificar el "ser" y el "deber" en la
categoría del "Estado ético".

No escapan de los presupuestos y
de las conclusiones del realismo político la mayor parte
de los sociólogos y cultivadores de la ciencia
política (Weber y Pareto incluidos). La pretensión
de una ciencia política regida únicamente por leyes
estrictamente técnicas,
es decir, éticamente neutrales, debe considerarse como una
forma más de realismo político, en el que entran
por igual la virtú maquiavélica o la
"razón de Estado".

La "razón de Estado" es un principio de legalidad que
se atribuye al Estado político, y que éste ejerce
en casos excepcionales, recurriendo a medidas que se hallan
más allá, o están al margen, de la legalidad
comúnmente admitida. El procedimiento concreto de
actuación se somete al secreto, y se argumenta aduciendo
el interés supremo del Estado. Las teorías que
defienden la razón de Estado provienen del siglo XVII y se
refieren inicialmente a la actuación política del
cardenal Richelieu, que subordina la religión a la
política, pero el descubridor del concepto es Maquiavelo,
que en El Príncipe y los Discursos, atribuye
al Estado la misma dignidad que la religión o la ley,
pudiendo por ello no estar sometido a estas y guiarse por razones
exclusivamente propias. La constitución de los estados
democráticos, que sitúa la soberanía en el
mismo ciudadano, quita fuerza a la argumentación, y
plantea la cuestión del sometimiento del poder a la
legalidad vigente y a la ética.

Síntesis: la moralización de la
política

Entre los intentos que se han llevado a cabo para
conciliar política y ética destacan los
siguientes:

  1. Moralización del "Príncipe",
    partiendo de la base de que, moralizando al sujeto principal
    del poder, todo el sistema quedaría
    moralizado.
  2. Moralización de la política mediante
    el control de la religión.
  3. Moralización de las estructuras
    políticas
    merced a sistemas de
    autocontrol de las mismas estructuras (división de
    poderes, participación popular, Constitucionalismo,
    Estado de
    derecho, etc.)
  4. Moralización del "tacitismo" de los
    siglos XVI y XVII: el tacitismo entra en diálogo con
    Maquiavelo y acepta su planteamiento realista de la
    política. Pero cree superarlo haciendo ver, por una
    parte, el valor políticamente útil de la virtud,
    con su función pragmática: la verdadera
    razón o conveniencia del Estado necesita
    imprescindiblemente de la virtud moral. Los gobernantes malos
    son siempre, en definitiva, malos gobernantes.
  5. Moralización burguesa y "moralista":
    consiste en la acomodación de la conciencia
    moral, es decir, en componérselas casuísticamente
    para que el comportamiento elegido satisfaga, a la vez, a la
    exigencia ética y a la instancia política. Con
    "manga ancha" y una cierta "mala fe" siempre se puede llegar a
    un "compromiso" tranquilizador de la conciencia.

EL
PAPEL DE UNA ÉTICA POLÍTICA EN UNA SOCIEDAD
DEMOCRÁTICA

Suponiendo que el esquema político
democrático es un esquema irrenunciable, las funciones que,
según la filosofía política y la
ética, debe cumplir la ética política en una
sociedad democrática son:

  1. La primera función consiste en relacionar la
    legitimación con la justicia. Una
    institución es legal simplemente por ajustarse a las
    leyes, pero su legitimidad sólo se da cuando las leyes
    que la dotan de legalidad se consideran a su vez dignas de ser
    obedecidas por haberse elaborado conforme a un procedimiento
    aceptable por todos. En nuestra sociedad democrática
    este procedimiento es la decisión mayoritaria. Ahora
    bien, el ajuste a ese procedimiento no implica necesariamente
    la justicia de una decisión legislativa. La ética
    debe permitir ese juicio sobre una base que no discuta los
    principios democráticos.
  2. Una ética democrática debe preservar la
    convivencia de todos los valores presentes en la sociedad
    (incluso de los minoritarios), pero fundamentalmente, debe ser
    capaz de articular los tres valores fundamentales de la
    democracia:
    vida, libertad e igualdad.
  3. La ética es el instrumento que
    permitirá el control social de los gobernantes. El
    control extra-político de la acción
    política es imprescindible para la salud democrática,
    y no sería posible si la ética no proporcionase
    una puente entre el sentir social y los políticos, y, lo
    que es más importante, una base aceptada desde la que
    argumentar, un punto de referencia para ejercer ese
    control.
  4. La sociedad debe mantener una valoración de la
    actividad política (para garantizar la
    retroalimentación que exigíamos en el
    epígrafe anterior) y de la acción de gobierno. Y
    ese marco valorativo debe ser establecido por la ética
    política.
  5. Partiendo de que los fines comunes son seleccionados
    democráticamente y luego encomendada su
    realización al político, la ética debe
    permitir decidir, supuesta la deseabilidad del resultado, el
    modo en que va a realizarse.
  6. La ética política debe dar razones
    para la acción
    a cada agente político. Esto
    es, convencer racionalmente a cada agente de la obligatoriedad
    de sus compromisos políticos y de la inderogabilidad de
    los fines comunes. Así, una ética política
    debe proveer razones (normas) gracias a las cuales el
    legislador se sienta íntimamente comprometido con su
    tarea política y no renuncie a los fines socialmente
    determinados, el súbdito encuentre justificada su
    obediencia a leyes justas a la vez que halle argumentos para
    oponerse a las injustas, etc.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter