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Los idus de marzo: El consenso civil al advenimiento de la dictadura militar argentina (página 2)



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Balconeando la revolución

"Solo un milagro pudo salvar la revolución. Ese
milagro lo realizó el pueblo de Buenos Aires".
Con notable poder de
síntesis el autor de esta frase, el
capitán Juan Perón, uno
de los conspiradores de 1930 (por cierto un grupo
minoritario en unas fuerzas armadas donde predominaban los leales
al orden constitucional) definió no solo el episodio
setembrino del que fue partícipe y que acabó con
casi siete décadas de regularidad institucional, sino
también una constante en la vida política argentina:
el apoyo de parte de la civilidad a las intervenciones
militares.

Cívicos militares fueron los episodios de 1890,
1893, 1905 y también el de 1930, al punto que este
último, el único triunfante de todos los citados,
fue visto por los contemporáneos como una
continuación (aunque de signo político contrario) a
los tres primeros. Alzamientos que tenían un origen civil
con apoyo militar, y que en su faz operativa si su poder de fuego
era exiguo en relación a las fuerzas oponentes, se apoyaba
en la civilidad. Así pasó ese 6 de setiembre cuando
la escueta columna revolucionaria encontró las razones de
su triunfo en parte en la inacción y en la falta de
capacidad de defensa del gobierno legal,
pero fundamentalmente en la multitud civil que en feliz
definición de Roberto Arlt
salió a "balconear la revolución" sumándose
festivamente a la columna de alzados, produciendo entonces "el
milagro" al que se refería el golpista capitán
Perón.

Con adaptación a las cambiantes circunstancias,
las intervenciones militares posteriores mantuvieron esa
constante: casi todas encontraron el apoyo alternado de los
partidos
políticos. Así ocurrió en 1955, en 1962
y en 1966. Tal vez el golpe de 1943, dada la anomia que produjo
la desaparición física de los
principales referentes políticos nacionales en los meses
precedentes y la excusa menor que originó el episodio
estrictamente militar, sea la parcial excepción a esta
constante.

1976 no fue por cierto una excepción, a pesar del
imaginario construido en las postrimerías del
régimen, tal como señaláramos al hacer
nuestra la opinión de Luis Alberto Roberto al comienzo de
este trabajo. Si
bien no se puede afirmar que existieran alianzas previas
golpistas entre actores políticos institucionalizados y
sectores de las fuerzas armadas como sí había
ocurrido por ejemplo en 1955 con la Unión Cívica
Radical complotada contra el gobierno peronista o en 1966 con la
C.G.T. peronista complotada contra el gobierno radical, en
líneas generales la clase
política en su conjunto (más allá de
honrosas excepciones) aceptó la intervención
directa de la corporación militar en el
Estado.

Y no solo la clase política. Al respecto
señala la historiadora Águila, que "una lectura
superficial de los principales diarios de aquella época
permite advertir el respaldo activo y público que la
dictadura
encontró entre empresarios, sindicalistas, periodistas o
ciertos sectores de la jerarquía eclesiástica. Pero
la dictadura también encontró respaldo en grupos más
amplios de la sociedad
argentina. Es cierto que la represión instaló en la
sociedad el miedo y el terror, provocó la autocensura y
eliminó la mayoría de las iniciativas de protesta
colectiva.

Es verdad también que existieron numerosos focos
de resistencia en el
ámbito laboral,
estudiantil, intelectual y artístico que se solidarizaron
con quienes eran perseguidos y encarcelados. Pero todo esto se
verificó también en un marco signado por una
comunidad que,
en gran medida, se reveló profundamente autoritaria. El
estudio de los años de la dictadura plantea fuertes
interrogantes en torno a las
responsabilidades concretas del conjunto de la sociedad en los
trágicos episodios de aquellos años. Postula el
interrogante por la conducta de
amplios sectores de la sociedad que, en función de
la preocupación por el orden y la tranquilidad,
dejó de asegurar los derechos de sus semejantes y
contempló, en una actitud muchas
veces pasiva -y hasta cómplice-, la violación de
las garantías básicas consagradas por el estado de
derecho".

El porqué la sociedad argentina en su conjunto, y
la clase política en particular, aceptaron que la
política se convirtiera en patrimonio
casi exclusivo de las fuerzas armadas, es un interrogante que
amerita múltiples respuestas, ninguna totalmente
satisfactoria ni mucho menos tranquilizadora para lo que hoy se
entiende como políticamente correcto.

¿Asalto al estado o
crisis de
representatividad?

Entendemos que la pregunta debería formularse en
estos términos: porqué en 1976 los
políticos, en tanto clase o actores sociales, aceptan que
los militares monopolicen la política, cuando esta
constituye la razón de ser de aquellos, y por ende
deberían haber sido los principales opositores a tal
situación.

No hay sin duda una respuesta total y contundente. No
alcanza con visualizar por ejemplo, la debilidad del sistema de
partidos. Esa debilidad era en todo caso consecuencia de causas
más profundas. En lo inmediato y coyuntural el golpe se
produce en el contexto de una profunda crisis social. Alimentan
esa crisis la notable y acelerada caída del poder
adquisitivo, las luchas internas del partido gobernante, la
ineficacia de la oposición para constituirse en
alternativa y la violencia que
se generaliza endémicamente. Tal vez podamos al
profundizar en tales motivos coyunturales encontrar esas causas
más profundas a las que nos referimos.

La caída del poder adquisitivo corrió en
paralelo al descrédito creciente del gobierno peronista.
Cuando el 2 de junio de 1975 asumió la titularidad del
ministerio de economía Celestino
Rodrigo, apenas dos años habían pasado de la
esperanzadora ilusión con que el pueblo había
recibido al nuevo gobierno. Un bienio atrás al calor de la
"primavera camporista" se había implementado el Plan
Gelbard
: un programa de
concertación económica y social, opuesto al
capital
monopólico internacional y sustentado institucionalmente
en el llamado Pacto Social. Este fue en síntesis un
acuerdo entre empresarios y trabajadores, flexible, austero y
reformista con un sentido redistributivo amplio (aunque sin
llegar a plantearse cambios estructurales), dentro de un orden
social de cooperación antes que de confrontación.
Todas estas esperanzas fueron esfumándose progresiva y
aceleradamente tras la muerte de
Perón.

No hace a este trabajo analizar específicamente
el llamado Plan Rodrigo pero es evidente que este
constituye el punto de inflexión más pronunciado
del descrédito gubernamental. El Plan
pretendía liberar precios
internos, mejorar los externos devaluando el peso, disminuir el
déficit presupuestario y bajar el nivel salarial. Todas
estas medidas tenían una meta principal: destruir el poder
de los sindicatos, en
un gambito más de las pugnas internas que desgastaban al
gobierno. La instrumentación de este programa, enunciado
por el lopezreguista Celestino Rodrigo de un modo ortodoxamente
draconiano alejado de todo prudente gradualismo, desató
una reacción popular masiva y espontánea, fuera del
control
político o sindical. Este último sector fue el que
logró capitalizar finalmente la situación, logrando
alejar de la escena al Grupo López Rega.

Fue una victoria pírrica: los jefes sindicales
pasaron a convertirse en el segundo semestre de 1975 y el primer
trimestre de 1976 en actores centrales de las decisiones
estatales, rol difícilmente congeniable con el de
representar las demandas reivindicativas de las bases. Bases cada
vez más insatisfechas por la crítica
situación económica que llevaba a la Nación
al borde de la cesación de pagos.

Pero los torpes burócratas sindicales no
podían hacer un curso acelerado de ciencias
políticas, y en esa instancia se movieron
espasmódicamente según cálculos
contingentes, en una situación confusa que no
sirvió más que para acelerar la crisis
política. Fueron junto a la manifiesta impericia de
María Estela Martínez, los principales pero no
únicos culpables del proceso de
atomización social que impidió se pudiera articular
en el momento culminante alguna defensa del gobierno
constitucional.

Visto retrospectivamente en contexto es entendible la
orfandad política de los sindicalistas. Es que para esas
épocas, la política entendida como espacio de
conciliación había dejado de tener sentido para el
ciudadano común. Este no hacía sino reproducir lo
que la clase política, especialmente los partidos de
oposición expresaban de modo taxativo: la imposibilidad de
articular un discurso
alternativo que convocara a ese ciudadano a un amplio consenso de
reconstitución de las bases de legitimación del estado.

La clase política entendida como actor social,
había perdido su lealtad al régimen constitucional,
aunque esa pérdida no pudiera en algunos casos ser
elaborada concientemente por los actores individuales. De
allí las diferencias entre el hacer y el decir que a veces
en algún momento dramático se cruzaban en un
explícito sinceramiento del primero de esos
términos. Tal el discurso del líder
de la oposición, el radical Ricardo Balbín, que se
bifurca entre la esperanza de "que a las elecciones (convocadas
para octubre de 1976) llegamos aunque sea con muletas" y el
reconocimiento final de su amargo "no tengo soluciones".

Las organizaciones
partidarias se iban replegando en si mismas, alejándose de
la sociedad y de su compromiso de defensa del orden
constitucional. Ese compromiso había sido minado a lo
largo de muchos años. Por lo menos desde 1955 (sino antes)
los recurrentes golpes de estado, había colocado a las
Fuerzas Armadas en un papel de reaseguro final de gobernabilidad,
aún en los cortos períodos de cierta normalidad
constitucional. Ese papel de árbitro último de la
puja política, de erigirse como sujeto político
principal y por lo tanto superior al resto de los actores de la
sociedad argentina, les había sido asignado de modo
tácito o explícito por el propio sistema de
partidos.

Fue entonces esa visión el corolario de un largo
proceso cimentado en décadas de recurrentes golpes de
estado, donde a favor de la conveniencia faccional del momento,
la clase política en general fue legitimando las
interrupciones al orden constitucional al verlas no como una
simple arbitrariedad militar a las que oponerse sin más,
sino como parte del juego de
relaciones sociales del que todos participaban, en el poder o en
el llano.

Hacia 1976 la clase política aceptaba esta
preeminencia e injerencia castrense en campos supuestamente
exclusivos de la civilidad. Esa actitud se articulaba entonces en
una ceguera interesada de décadas en que los distintos
actores políticos habían asumido que las estrategias y los
mecanismos de acción
y construcción políticos podían
ser entendidos como circunstancias neutras escindidas de los
fines. Tal distorsión ética no
hizo sino aumentar en ese momento crítico el ya
pronunciado descrédito de los partidos políticos,
impotentes de convocar al consenso siquiera en el plano
discursivo.

La aceptación de la
violencia

También fue un largo proceso el que llevó
a que la violencia en tanto fenómeno social fuera como
afirma Romero, una construcción que se aceleró con
saltos cualitativos Había entonces en el tiempo previo
al golpe en sí, una cultura
política de acumulación de la violencia, compartida
por todos quienes participaron en esa conflictiva vida
política.

El aceptar con relativa facilidad las prácticas
violentas para dirimir diferencias formó parte de la
historia de
naturalización de la violencia que le acaeció a
toda la sociedad argentina y que posibilitó la
acción brutal de los militares de 1976. En los tiempos
previos a que estos tomaran el estado, hubo en el ciudadano
común un sentimiento generalizado de pérdida de
su seguridad
individual que juntamente con la creencia de que ni el gobierno
ni la oposición podían garantizar una convivencia
pacífica, le llevó a aceptar a la
institución armada como la única que podía
poner fin a esa situación, acabando con la violencia
privada mediante el monopolio
estatal de la violencia. De ese modo la sociedad en su conjunto
relegaba concientemente sus derechos ciudadanos,
despolitizándose sin medir las consecuencias que su
actitud traería. Lo hacía en la misma
sintonía que la clase política que al reconocer
públicamente su impotencia ante la crisis generalizada
dejaba a la sociedad sin alternativas posibles dentro de la
legalidad.

Ocurrió entonces, dato no menor en el éxito
del golpe de estado,
un definitivo corrimiento de la figura del soberano, al
trasladarse esta del gobierno civil de turno (y de todo el
sistema de partidos) a las Fuerzas Armadas, en una
aceptación de la clase política en su conjunto
(oficialismo y oposición) de su propia debilidad e
impotencia operativa para dar una salida dentro del sistema
constitucional a la crisis. En esa visión dada en un
contexto de atomización de los otros actores, solo la
institución castrense podía garantizar la seguridad
individual del ciudadano atemorizado por acontecimientos que lo
sobrepasaban y que no obtenía respuesta ni solución
de sus representantes civiles.

Estos habían minado aceleradamente los restos de
autoridad que
le quedaban en el fragor de sus luchas intestinas.

El enfrentamiento entre la izquierda peronista y un
gobierno cada vez más corrido a la derecha colocaba a la
violencia como un tigre desbocado que precisaba con urgencia de
un domador, cuanto más enérgico, mejor. Esa
solución simplista y expeditiva era compartida por
millones de argentinos, azorados ante una situación que
amenazaba extenderse sin solución de continuidad. Es que
si bien el proyecto
presidencial sustentado con el apoyo (casi el único apoyo)
de las conducciones burocráticas sindicales de reconvertir
hacia la derecha la conciencia
política de los sectores populares había fracasado
frente a la movilización de los trabajadores desde el
llamado Rodrigazo en adelante; la izquierda tampoco
podía capitalizar ese descontento dada las identidades
políticas heterogéneas de las bases peronistas. No
era un empate sino una meseta donde corrían desbocadas la
violencia y la represión, esta última llevada a
cabo a veces dentro de la Ley, y la
mayoría de las veces, fuera. Ambos términos (el
legal y el ilegal) habían sido aceptados cuando no
propiciados por el Gobierno. Detenciones arbitrarias, torturas,
desapariciones y muertes eran perpetradas con impunidad no
solo por grupos de ultraderecha como la Triple A, sino
también por el aparato estatal (Fuerzas Armadas y de
Seguridad).

¿Caer como peronistas?

A principios de
1976 la inoperancia del gobierno llegó a tal grado que
parte de sus miembros en un desesperado intento de perdurar hasta
el fin del mandato ofrecieron a las ya insumisas
jerarquías militares su propia "bordaberrización",
la disolución del Congreso y la instrumentación de
medidas económicas de corte neoconservador. Fue en vano.
La cúpula militar no aceptó esta salida. La
resistencia obrera del año anterior al Plan Rodrigo
les indicaba que la adopción
de un modelo
económico que cercenara drásticamente la
participación del salario en la
distribución del ingreso, solo podía
implementarse si era acompañado de una escala represiva
nunca antes aplicada. Había que rearticular
económicamente la sociedad y esa recomposición era
imposible manteniendo un gobierno civil títere. Este, pese
a su propia degradación, no podía ser sino un
obstáculo a la tarea de despolitizar a la sociedad y
disciplinar a sangre y fuego a
los insumisos.

También sabían que estaban dadas las
condiciones para que vastos sectores aceptaran esa
intervención total castrense, dada la ingobernabilidad en
que había caído el gobierno constitucional, incapaz
(al igual que la oposición política) de
instrumentar soluciones racionales a la crisis y a la
violencia.

La clase política había auto cercenado las
bases de legitimidad del estado de derecho en sintonía con
su representada: esa sociedad civil
que aceptaba (mayoritariamente en sus sectores medios) por
complacencia o indiferencia la clausura por tiempo indeterminado
del debate de
ideas. El domador que ambos anhelaban llegó finalmente el
24 de marzo de 1976.

Ha pasado mucho tiempo y mucha sangre, pero aun hoy
vastos sectores de la sociedad argentina siguen sin asumir su
complicidad en la perpetración de la mayor tragedia de
nuestra historia. Empezar a descorrer el velo de un pasado
reciente que iguala tras sus infames tules a víctimas y
victimarios, es una deuda pendiente de los (nos)
historiadores.

BIBLIOGRAFÍA

AGUILA, Gabriela. En deuda con el pasado,
artículo publicado en el diario La Capital de
Rosario el 19 de marzo de 2006.

DE RIZ, Liliana. Retorno y Derrumbe,
Hyspamérica, Bs. As. 1987.

ROMERO, Luis Alberto. Las preguntas que nos debemos
30 años después
, artículo publicado en
el diario Clarín de Buenos Aires el 16 de marzo de
2006.

YANNUZZI, María de los Ángeles.
Política y Dictadura, Ed. Fundación Ross,
Rosario, 1996.

 

Florencia Pagni

Fernando Cesaretti

Escuela de Historia. Universidad
Nacional de Rosario

 

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