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La muerte en la historia (página 2)



Partes: 1, 2

  1. El hombre
    de Neanderthal (+/- 100 millones de años) es
    considerado el

    primer homo sapiens, el quinto de la
    clasificación de los homínidos
    (australopitus, oreopitus, zinjantropos, heidilber); ha
    dejado testimonios de su espiritualidad y ejemplo de ello
    lo tenemos en las sepulturas, en estos enterramientos se ha
    podido observar el cuidado con que se disponía el
    suelo (
    cubriéndolo con cantos rodados), el cadáver (
    en posición encogida) y las ofrendas. Estas últimas prueban la
    creencia en una vida de ultratumba que requería la
    ayuda de los vivos (Salvat, 1974).

    Parece ser que la
    muerte era una realidad que no podía pasar
    inadvertida para estos hombres del paleolítico
    dotados cada vez mayor de conciencia.

    En los diferentes continentes los
    arqueólogos y antropólogos han encontrado
    diversos enterramientos, pero no siempre será
    posible determinar si el esqueleto descubierto
    correspondía a una muerte
    casual acontecida en el lugar del hallazgo o si su
    situación en ese punto correspondía a una
    elección deliberada por parte de quienes le
    sobrevivieron.

    Las conclusiones actuales de los investigadores es
    que el
    hombre prehistórico no sólo respetaba a
    sus muertos, si no que , incluso, estaba preocupado por la
    vida de ultratumba.

    Parece evidente que, para ellos, la muerte era la
    entrada a un reino del sueño, del que ignoramos si
    pensaban que podían despertarse, es decir, si la
    muerte era un estado
    transitorio o definitivo. Aunque no se pueda afirmar
    rotundamente, es muy posible que los alimentos y
    objetos de silex, que aparecen junto a los esqueletos con
    relativa frecuencia, fueron depositados como ofrendas para
    que el muerto pudiera utilizarlos en el transito de un
    mundo a otro.

    El hombre del neolítico continuará
    con manifestaciones de culto a los muertos, las primeras
    comunidades neolíticas enterraban cuidadosamente a
    sus muertos, a quienes ofrendaban muchas veces vasijas con
    alimentos, pequeños objetos y otras piezas de ajuar
    , pero sin excesivas complejidades.

    A partir de estos primeros momentos en la evolución del hombre, demuestran que
    no hay sociedad
    humana que no someta sus difuntos a atenciones
    particulares, cuya función es integrar el
    fenómeno brutal e inevitable de la muerte y, en
    cierta forma, negarla. Así se explican las
    actividades frente a la descomposición del cuerpo y
    al espanto que suscita.

    Hay un esfuerzo por suprimir esta
    descomposición quemando el cadáver y
    conservando las cenizas, como por ejemplo, las urnas
    funerarias de los Zapotecas de México; Sanoja y Vargas (1992)
    señalan que los indígenas que habitaron la
    actual región costera del Oriente venezolano, las
    ceremonias funerarias tenían un carácter diferencial en cuanto al
    rango del individuo; cuando se trataba de caciques o
    jefes principales, los cadáveres eran desecados al
    fuego y los huesos
    pulverizados eran ofrecidos a todos los presentes,
    mezclados en una bebida fabricada con grasa que
    había destilado el cadáver durante la
    cocción (el alimento puede convertirse en el
    instrumento que ponga al hombre en relación estrecha
    con lo sagrado: ofrenda a los muertos, a los dioses). Los
    Koriaks de Siberia dispersaban las cenizas.

    El culto a los antepasados reposa en dos ideas
    principales: primeramente, la muerte es muy raramente una
    aniquilación total del ser: el difunto sobrevive de
    cierta forma en un mundo que le es propio y mantiene, se
    presenta el caso, relaciones estrechas con los
    vivientes.

    Después, como lo ha expresado Jensen
    (1954), esta actitud
    frente a los muertos se funda en la idea de que el hombre
    es un elemento de la divinidad, ya que sea hecho a la
    imagen de
    Dios, o que haya recibido de la divinidad una entidad
    espiritual que es su verdadera substancia vital, o que
    descienda directamente de la divinidad por la cadena de los
    antepasados y participe de la divinidad por el milagro de
    la generación y del nacimiento.

    Este sentimiento de lazo entre la humanidad y la
    divinidad lleva lógicamente a ciertas creencias
    concernientes a las relaciones entre vivos y
    muertos.

    El culto de los antepasados es la más
    antigua religión practicada por los chinos.
    La civilización China
    del hombre de Pekín, enterraba a sus muerto, hecho
    que los ubica como portadores de la cultura
    de tipo paleolítico; los chinos en sus primeros
    tiempos, profesaban un profundo respeto
    a los mayores, principalmente a los antepasados, a quienes
    se rendía culto en altares familiares para que los
    protegieran.

    El sintoismo (religión tradicional del
    Japón, Oficial hasta 1945)
    concedía una plaza privilegiada a los Kami, o
    espíritus de los difuntos.

    Los israelitas de la época primitiva
    pensaban que sus muertos vivían en el Seol desde
    donde se interesaban por la suerte de sus hijos y
    nietos.

    Los antiguos egipcios que, como aseguraba Herodoto
    , fueron "los más religiosos de todos los hombre",
    morían preocupados por su comparecencia ante el
    tribunal de Osiris (como veremos más adelante), con
    el alegato de su justificación bien aprendido .
    Nadie como ellos buscaron en los profundos arcanos de la
    muerte. Rendían culto a las almas de los muertos y
    no tenían por tales, en el sentido material de la
    palabra, mientras sus cuerpos no fuesen destruidos o sus
    imágenes se perpetuaran en la piedra.
    Esto explica el rito de los embalsamamientos por ellos
    practicados. La profusión de momias y estatuas lo
    comprueba. Así, pues, los antiguos egipcios, aun
    después de morir, se resistían a abandonar
    los espacios vitales de la naturaleza y de lo divino.

    Los egipcios consideraban que toda persona
    tenía tres partes: el cuerpo, el ka y el alma. El
    cuerpo vivía esta vida como un hecho pasajero. El ka
    o doble era la fuerza
    vital que sobrevivía después de la muerte y
    quedaba en esta vida.

    El alma se manifestaba en este mundo por los
    sentimientos y las acciones; era inmortal e inmaterial. A la
    muerte del individuo, el alma debía hacer el viaje
    al más allá para ser juzgada. Era conducida a
    un tribunal de cuarenta y dos jueces (demonios,
    constituidos en acusadores del difunto) presidido por
    Osiris (el dios que, a su vez, fue despojado de la vida),
    dios de los muertos, y sus acciones pesadas por el dios
    Anubis (dios de cabeza de perro) en una balanza, el dios
    Tot se desempeñaba en la función de
    secretario. Si no tenía pecados pasaba a gozar de
    los beneficios del reino de Osiris y ser como los propios.
    Si los tenía, iba al Duat, lugar donde
    carecía de libertad. Antes de dictarse la sentencia, el
    alma debía justificar ante el tribunal su comportamiento en esta vida, para lo cual le
    servía el libro de
    los muertos, conjunto de consejos propios para la
    actuación en el otro mundo (Nack de Emil,
    1966).

    Para los griegos las divinidades primigenias de su
    mitología (Rojas M, 2002) eran meras
    abstracciones simbólicas poco o nada personalizadas.
    Del Caos original procede el Erebo (tinieblas infernales) y
    la Noche, de cuya unión amorosa nacen Eter (Cielo) y
    el Día. El Eter corresponde a la región
    más limpia, elevada y luminosa del firmamento y debe
    ser distinguido de Urano, otro cielo fuertemente personal. También son hijos de Caos:
    Hipnos (el sueño) la estirpe de los ensueños
    (Oneiros), la Burla y la Desdicha, así como las
    divinidades personalizadas: el Engaño, el
    Concúbito, la Vejez,
    el Amor,
    y el Dolor. Pero también son hijos del Caos, Moro,
    Cer y Thanatos, tres nombres que son casi sinónimos
    de la muerte.

    En los libros
    Vedas, de la India,
    se destaca la metempsicosis, que es la
    transmigración o reencarnación de las almas
    individuales; afirmaban que el alma no ofrece ningún
    alivio, porque el alma renace en otro cuerpo;
    enseñaban que, de acuerdo con la conducta
    que se había tenido, se podía ascender o
    descender en la reencarnación. Si se
    pertenecía a una casta inferior, pero si
    había mostrado una conducta correcta, se
    renacía como miembro de una casta superior; por el
    contrario, si la conducta había sido incorrecta, se
    volvía a vivir como seres de castas inferiores o aun
    en animales.
    Estas ideas fueron transformando con la aparición:
    1ro. Del Jainismo, que pretendía acabar con la idea
    de la transmigración del alma y destruir así
    uno de los elementos que, de manera firme, apoyaba al
    sistema
    de castas. 2do. El budismo
    que estableció la negación del alma y
    afirmó que la pasión es la fuente de todo
    mal, y que no puede ser satisfecha jamás;
    recomendaba entonces el control
    y el total abandono de los deseos (Harrison et al,
    1991).

    En la África negra el animismo (creencia en
    un alma de las cosas en un mundo de los espíritus y
    en una fuerza vital) una real importancia y toma
    incontestablemente manifestaciones de pluralidad. Para los
    dogon (Mali) el culto de los antepasados asegura la
    continuidad del hilo social, es decir, descendencias que se
    siguen a través de las generaciones y que aseguran
    la continuidad del grupo
    social. (Akoun, 1981).

    Los indígenas que poblaron la cuenca del
    lago de Tacarigua o Valencia, desarrollaron un modo de vida
    jerárquico cacical caracterizado por la construcción de complejos de
    montículos (funerarios y de habitación),
    producción de bienes
    suntuarios dedicados al culto a los muertos (Vargas,
    1990).

  2. El culto a los antepasados.

    Los egipcios fueron los primeros en recubrir las
    caras de los muertos con máscaras funerarias.
    Prisionero de su semejanza transfigurada, el difunto no
    podía ya tener acceso al mundo de los vivos. La
    máscara egipcia nace ligada a la muerte. Se
    presentaba, a primera vista, como un tabique estanco, una
    separación entre dos mundos. En realidad, la muerte
    en Egipto
    era delgada como una máscara. Era una muda y no un
    aniquilamiento, un paso y no un termino, morir era viajar
    con serenidad como un sueño. No había muerte,
    sino muertos.

    Los primeros romanos le rendían culto a los
    antepasados y las máscaras cumplían funciones
    funerarias. Éstas se moldeaban con cera en las caras
    de los difuntos, que eran llevadas por los miembros de
    la
    familia en cada nueva muerte y que representaban a los
    antepasados. Con el pasar de los tiempos la conciencia
    trágica se perderá con la máscara
    escénica de los romanos, grotesca y
    caricaturesca.

    La máscara griega, destino y tragedia.
    Máscaras de oro de
    Micenas, trabajadas sobre las caras mismas de los muertos,
    son sobrecogedoras huellas de una vida que se ha coagulado.
    Esa rigidez cadavérica era la de las máscaras
    griegas que se paseaban por escena, llevadas por los
    actores que resucitaban los hombres de
    antaño.

    La máscara africana no es la
    fijación de una expresión, sino una
    aparición que hace nacer la angustia de una
    presencia mágica. Asociada a los ritos agrarios,
    funerarios o iniciáticos, la máscara en
    África Occidental, constituye el apoyo, de fuerzas
    espirituales que interesan unos grupos
    restringidos o una sociedad entera, permite captar y
    controlar, canatizando y aprisionando la fuerza vital que
    impide errar, en particular después de la muerte de
    un ser humano o de un animal que provoca una
    liberación de energía.

  3. La máscara y la muerte.

    Los cristianos aseguran que la muerte es el
    estipendio y la paga del pecado. Así consta en el
    libro del Génesis (I, 27; XX,2), y San Pablo lo
    confirma y recuerda en casi todas sus epístolas (a
    los Romanos, V,12; VI,23. A los Corintios, Primera, XV, 21.
    A los Efesios,II,15. A los Colosenses, II, 13. A Timoteo,
    Primera, V,6). Jesucristo destruía la muerte con la
    muerte: "Yo soy la resurrección y la vida, quien
    cree en mi aunque hubiere muerto vivirá; y todo
    aquel que vive y cree en mi no morirá para siempre"
    (San Juan, XI, 25 y 26).

    En los tiempos heroicos del cristianismo morían los fieles
    gozosamente, con la alegría del viajero que sabe de
    antemano que le aguarda la felicidad al termino de su
    viaje. Nada les causaba temor; ni las incomodidades del
    trayecto, ni el dolor físico de la jornada. Antes al
    contrario, eran méritos y trabajos santificantes que
    harían más apetecibles el placer de llegar.
    Los primitivos cristianos sabían por qué
    morían y para qué morían. Esta
    certidumbre infusa, proclamada por legiones de
    mártires, les permitió prever y disfrutar
    anticipadamente los goces inefables de la vida
    eterna.

    Esos tiempos heroicos pasarán cuando
    Constantino (gobernó entre 312-337) con el Edicto de
    Milán (año 313) decretó la tolerancia
    al cristianismo. Con Theodosio (gobernó entre
    379-395), el cristianismo triunfó, por lo que el
    nuevo emperador lo declaró religión oficial y
    única del imperio (año 380), aboliendo el
    paganismo en el año 394.

    El cristianismo triunfará y el imperio
    romano se dividirá y luego se derrumbará
    dándoles paso a la Edad Media y a la
    hegemonía de la Iglesia
    y el poder a
    los Papas. La socorrida imagen medieval representará
    al universo
    y al mundo como una inmensa liza dispuesta para el triunfo
    de la muerte sobre cabezas coronadas, mitras bamboleantes e
    infernales orgullos.

    En los fastos rudos de la Edad Media la muerte
    parece significar término y castigo. Se muere
    lentamente, día a día, hora a hora, con plena
    consciencia de que morir es solucionar todos los conflictos humanos. Pesa la muerte
    más que la vida en la balanza de las apreciaciones
    históricas. Su presencia hace del día noche y
    de la canción plañido.

    La fatalidad de la muerte, evidenciada por los
    moralistas y los teólogos, polariza todas las
    preocupaciones y centra el pensamiento universal en un montón de
    tibias cruzadas y calaveras. La técnica de morir se
    eleva entonces al rango de arte. De la
    Edad Media puede decirse, no que muere viviendo, sino que
    vive muriendo. Hombres y mujeres visten mortajas. La muerte
    armada y ensabanada, con una clepsidra en la mano, se
    enseñorea de las ciudades y cantan las horas,
    castañeteo de sus desiertas mandíbulas, en un
    terrible y constante ¡ recuérdenme ¡
    .

    1.3.3. La muerte para los judíos, los ortodoxos y los
    islámicos:

    La mayoría del pueblo judío, con
    excepción de algunos justos, era y sigue siendo
    materialista. Sitúa es este mundo el premio y el
    castigo de las buenas o malas acciones y considera la
    mansión del Señor inaccesible a los mortales.
    La muerte, para muchos de ellos, significa carroña y
    fin de todo. Interpretando a los profetas a modo de
    oráculos políticos, el Mesías se
    define en sus mentes, no como Redentor del genero
    humano, sino como una especie de caudillo racista que
    levantará al pueblo elegido de su postración
    y lo sacará del oprobio. Presuponemos la
    decepcionada extrañeza de los judíos
    nacionalistas que creían en Jesús "Mi reino
    no es de este mundo" (San Juan, XVIII, 36).

    Para el pensamiento ortodoxo, la muerte
    está decretada a los hombres por Dios y su hora es
    incierta. Debemos mirarla con sacrificio grato al
    Todopoderoso. Es puerta de acceso a la inmortalidad y por
    ello la muerte de los seres queridos no debe
    contristarnos.

    Los árabes, a través de Mahoma y los
    preceptos del Corán; la vida del hombre está
    predestinado , el juicio final y la reencarnación
    existen.

  4. Los cristianos desde los profetas a la Edad
    Media.

    Durante el
    Renacimiento se dan cambios trascendentes, como
    sucedió

    cuando el hombre abandonó la
    preocupación por la existencia de mundos
    ultraterrenos de carácter metafísico para
    fijar su atención en la naturaleza como fuente
    de conocimiento y de creación
    artística..

    En el Renacimiento europeo, pintores, poetas y
    músicos celebraban una muerte buena como la ars
    moviendi (el arte de morir). La muerte, como el
    Renacimiento, se vio como parte del ciclo de la vida,
    incluso una causa para celebrar la salvación del
    alma. (Gelles y Levine, 1995).

  5. El Renacimiento.
  6. El siglo XX. La fascinación por la
    muerte.

Todos los contemporáneos de la antesala del siglo
XX son reflejo de la crisis de
valores que
fragmenta las sociedades
europeas (Nouschi, 1999). El desfase entre las mutaciones
tecnológicas, las conquistas materiales y
la fuerza de las tradiciones esta más o menos pronunciado,
según los piases. En la Alemania de
Guillermo II (1859-1941) – último emperador
alemán, su agresiva política exterior fue
uno de los factores desencadenante de la I Guerra Mundial y
la extinción del imperio – adoraba el arte con casco y
convencional, las jóvenes generaciones se refugiaban en el
irracionalismo, el anticonformismo y sobre todo el
individualismo, vivero de las nuevas tendencias.

Luego vendrá la II Guerra
mundial, las guerras del
sureste asiático y las del Oriente medio en donde el arte
de matar se va tecnificando sin necesidad de ver al enemigo
frente a frente de una trinchera a la otra.

LA MUERTE EN LA
LITERATURA Y EN
EL ARTE.

1. En la literatura.

Sobre la fuerza emocional telúrica de la muerte
que sido, es y será punto de partida del más grave
raciocinio, tiene Unamuno palabras felices y aclaratorias: "Un
Miserere cantado en común por una muchedumbre azotada del
destino vale tanto como una filosofía", podemos recalcar
que dicho canto se hace en las tinieblas de profunda
incertidumbre. Pocos escritores, artistas y músicos se han
sustraído al tema de la muerte. El misterio, compartido
por todos, que encierra es manantial inagotable de
inspiración para la poesía.
La muerte (thanatos) y el amor (Eros),
inseparablemente unidos, fecundan la conciencia del hombre y le
sugieren ideas y sentimientos.

La muerte destruye, para unos; el amor crea, para otros.
Este crear y destruir, en riguroso turno de poder, forman la
trama de la gran tragedia de la vida. Quién pregona el
triunfo definitivo de la muerte; quién la victoria de la
muerte. Muerte y amor, en incansable forcejeo, se disputan
nuestras codicias, nuestros afanes, nuestras ilusiones. Y
así hasta la consumación de los siglos en una
especie de guerra
fría y paz ardiente.

La muerte, he llegado a comprender en este seminario, no se
define; se siente, se teme, se llora o se cante. Para el
filósofo es motivo de meditación; para el poeta,
ritmo y melancolía. La Danza Macraba
(1874) de Camile Saint Saëns (1835-1921). Nos describe el
paisaje nocturno de la muerte con armoniosas notas de color que parecen
alaridos de nostalgia. Recordemos que una danza macabra siempre
ha sido un tema alegórico en arte, literatura, teatro y música que se
caracteriza por la representación del esqueleto humano
como símbolo de la muerte; basado en la creencia popular,
fomentada por las plagas y guerras de los siglos XIV y XV, de que
la muerte, en forma de esqueleto, surge de las tumbas y tienta a
los que tienen vida con el fin de que se unan a ella. El tema,
extremadamente convincente, se sustenta en la idea de la
inevitabilidad de la muerte, así como su poder igualador
frente a todos los hombres, desde el Papa hasta el mendigo,
pasando por toda la escala social. Es
también una amonestación a la necesidad de
arrepentimiento.

La novelística universal debe a la muerte sus
mejores capítulos, los más intensos y densos del
contenido humano. Y aquí la ficción nunca es
ficción porque calma su sed en los abrevaderos
experimentales de la realidad. Desde los llamados Libros de los
Muertos de los antiguos egipcios, que se colocaban junto a los
cadáveres a modo de itinerario, pues contenían
minuciosos detalles de los parajes ultraterrenos hasta "Los
muertos, las muertas y otras fantasmagorías", de uno de
los exponentes del vanguardismo y
el expresionismo
Ramón
Gómez de la Serna (1888-1963), pasando por la "Diferencia
entre lo temporal y lo eterno" de Padre Juan Eusebio Nierenberg
(1595-1558), existe en el mundo una copiosa literatura,
más o menos ascética, más o menos
humorística, sobre el tema de la muerte. Esta literatura
no es privativa de ningún país, ni tiempo, si
bien evoluciona a favor del clima cultural y
natural, ideológico y geopolítico.

La inquietud de la muerte flota como un fantasma sobre
la lírica del mundo entero. Hay poesía del amor y
hay poesía de la muerte que a veces, se funden en un solo
gran poeta que se llama "el Temor".

Así nos encontramos con:

  • César Vallejo (1892-1938). Cuando decide
    morirse porque si . Por las experiencias del dolor cotidiano
    que es la muerte por cuotas; la visión de un mundo como
    un lugar penitencial sin certeza de
    salvación.
  • Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870).
    Consternado por la soledad en que se quedan los
    muertos.

– Antero Quental (1842-1891). Quien consideraba el
mutismo de la muerte más resonante que el clamoroso
mar.

  • Joaquín Teixeira de Pascoaes (1877-1952). Que
    deseaba morirse como la luz, como el
    paisaje, a la dulce hora del crepúsculo.
  • Faver Páez para quien la muerte debe pesar mil
    noches juntas.

Tenesse Williams (1811-1983) nos decía que : los
funerales son hermosos comparados con las muertes. Son
silenciosos, pero las muertes no siempre lo son. Ernesto
Sábato, nos guía sobre "Héroes y tumbas.
Miguel Otero Silva nos lleva a visitar sus "Casas Muertas" y
denuncia "La muerte de Honorio". Gabriel García
Márquez, nos anuncia una "Crónica de una
muerte anunciada" y en "Ojos de Perro azul", se enfrenta cara
a cara con esa presencia inevitable que es la muerte
descubriéndola como una parte gemela de nuestro cotidiano
vivir.

La muerte conocida desde la vida y en la vida misma. La
muerte vislumbrada en los sueños y luego conocida como
experiencia total: del alma y del cuerpo. La muerte como una
constante inminencia que nos revela hasta qué punto
nuestro propio ser está formada por aspectos distintos y
nunca imaginados. En la "Tercera Resignación" nos dice el
Gabo: "En el polvillo bíblico de la muerte.

Acaso sienta entonces una ligera nostalgia; nostalgia de
no ser un cadáver imaginario, abstracto armado
únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes.
Sabrás entonces que va a subir por los vasos capilares de
un manzano y a despertarse mordido por el hambre de un
niño en una mañana otoñal. Sabrá
entonces _ y esos le entristecía _ que ha perdido su
unidad; que ya no es –siquiera- un muerto ordinario, un
cadáver común.

La dicotomía del thanos y el ros aunque parezca
dos elementos distintos se convierte en uno solo, Vargas Vila la
resalta en su Ibis en una sola unidad: "Teme al amor como a la
muerte, que es la muerte misma". Entre los poetas y escritores
latinoamericanos que tratan la muerte de manera especial y sus
incertidumbres constantes del deceso, se encuentra en Rubén
Darío

A lo Fatal: Dichoso es el árbol que apenas es
sensitivo / y más la piedra porque esa ya no siente / No
hay mayor dolor que el dolor de estar vivo / Ni mayor pesadumbre
que una vida consciente / ser y no saber nada y ser su recurso
cierto / y el temor de haber sido y en futuro tierra / y el
espanto seguro de estar
mañana muerto y sufrir por la carne y por la tierra / y
por lo apenas sospechado e imaginarnos / sin saber siquiera a
donde vamos / ni donde venimos.

En la poesía venezolana, el tema de la muerte es
frecuente en Lazo Martí
en su "Silva Criolla" la resalta con su "es tiempo de que vuelva
es tiempo de que tornes y la lluvia con sus esteras verticales,
trae la muerte". Pérez Bonalde en su "Vuelta a la Patria",
engolfa a su madre y su muerte: Madre aquí estoy / de mi
destino vengo / a recibir en tu glacial regazo / la triste para
que el pecho tengo / y darte cubierta de la ausencia
mía.

Escritores y poetas han vivido rodeado de muerte ejemplo
de ello lo tenemos en: Horacio
Quiroga (1878-1937) siendo niño ve el suicidio de su
padre, la esposa también se suicidio, él
accidentalmente manipulando una pistola mató al poeta
Federico Ferrando, sus dos hijos Rubén y Haide
también fallecieron por suicidio y él
también se mató. Todos los cuentos de
Quiroga tratan sobre la muerte. El primero, por ejemplo, se
llamó "Cuentos de amor, de locura y de muerte".

El segundo ejemplo lo tenemos en Ernest Hemingway
(1899-1961) y su juego con la
muerte; en su conciencia, en su pasado, en su recuerdo y en su
futura descendencia: su abuelo, su padre, él, su hija y su
nieta decidieron acabar con su vida y encontrarse con la muerte
en el momento cuando ella, ellos o el destino lo consideraron
oportuno. Su obra precipita hacia la fatalidad todas las verdades
de la vida, con la presencia de la muerte.

La muerte en toda su expresión la encontramos en
todos los libros de Hemingway, especialmente en "Adiós a
las armas", "Muerte
en la tarde" y por "Quién doblan las campanas". En su obra
se desprende que: el hombre es, en la creación, el
único ser que sabe de antemano que ha de morir, y que
tiene la facultad de pensar en ello en los momentos en que la
alegría y el orgullo de vivir podrían embriagarle
más.

De igual modo que ésta es la idea fundamental de
la obra de André Malraux (1901-1976) en ella cohabitan una
acción
fonética y un pensamiento angustiado, en las "Voces del
Silencio", Malraux, da todas sus resonancias a la palabra destino
para librar al hombre de su fatalidad mortal: "sabemos muy bien
–escribió- que esta palabra cobra su verdadero
sentido por el hecho de expresar la parte mortal de todo lo que
ha de morir".; es también lo que constituye toda la
soberanía del hombre a los ojos de
Hemingway. Esta soberanía aparece tanto más clara
por cuanto surge de la tremenda lucha que sostienen la vida y la
muerte en el seno de la naturaleza.

El realismo de
Hemingway pinta esta lucha con tan vivos colores, que es
capaz de evocar todas las opulencias de la vida. Véase,
por ejemplo, en "Tener o no tener", la pagina en que nos muestra el
bullicio de unos pececillos pegados a un barco a la deriva sobre
el cual agoniza un hombre mortalmente herido: los peces se
sacian con la sangre que se
desliza por el flanco de la embarcación y se diluye en
hilillos viscosos en el mar. Así la vida fluye hacia la
muerte, por medio de una rica amalgama de movimientos
inconscientes. Sólo cuando el hombre aparece en esta
repugnante aventura, es con ciencia y
conciencia de su destino. Vive como el resto de la naturaleza, en
un caos análogo de absurdos y de violencia.
Pero sabe que tiene una cita con la muerte, y cuanto más
se lanza a una vida arriesgada, tanto más tiene fijos los
ojos en la muerte.

Todas las distinciones que hace Hemingway entre los
hombres se basan el en valor que
poseen para sostener esta mirada. Él visitó muchos
pueblos. Su predilección iría, entre todos, hacia
el que , dijo, "se interesa por la muerte", hacia el pueblo
español.
Escribiría en "Muerte en la tarde": "Cuando un hombre se
rebela contra la muerte, siente placer al asumir por sí
mismo uno de los atributos divinos, el de darla". Pero en "Por
quién doblan las campanas" su héroe afirma: "hay
que matar porque es necesario, pero no hay que creer que sea un
derecho. Si se cree esto, todo se corrompe". Es una de las
supremas bellezas del libro, esta depuración de la idea de
la muerte más allá de una vida en la que la muerte
está constantemente presente en acción y en
imágenes vividas.

En la obra de Hemingway encontramos también otra
fuente de emoción, consiste en la inminencia de la muerte
dentro de la vida ardiente del amor. Pero él siempre
decidirá cuando llegará la muerte

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Autor:

Luis Rafael García
Jiménez

Partes: 1, 2
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