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De Leopoldo Lugones: "El Psychon" (página 2)




Enviado por Sergio Edgardo Malfé



Partes: 1, 2

El doctor se levantó de su asiento y
empezó a pasearse por la habitación.

–Con el interés
que se explica ante un fenómeno tan inesperado,
ensayé al otro día una experiencia con cinco
muchachos pagados al efecto. Antonia no vió en ninguno la
misteriosa llama, aunque sí las aureolas ordinarias;
más cual no sería mi sorpresa al oirla exclamar en
presencia del portero don Francisco, usted sabe, llamado por mi
como último recurso: "El señor sí la tiene,
clarita pero menos brillante". Cavilé dos días
sobre aquel fenómeno; hasta que de pronto, por ese
hábito de no desperdiciar detalle, adquirido en semejantes
estudios, me ocurrió una idea que, ligeramente
ridícula primero, no tardó en volverse
aceptable–.

Chupó vigorosamente su cigarro y
continuó:

–Tengo la costumbre de operar llevando puesto mi fez
casero; la calvicie me obliga a esta
corrección…

Cuando Antonia vió sobre mi cabeza el fulgor
amarillo estaba sin gorro, habiéndomelo quitado por el
excesivo calor.
¿No habría sido el cabello de los muchachos lo que
impidió la emisión de la llama?. Según
Fugayron, la capa córnea que constituye la epidermis, es
mal conductor de la electricidad
animal; de modo que el pelo, sustancia córnea
también, posee idéntica propiedad.
Además, don Francisco es calvo como yo, y la coincidencia
del fenómeno en ambos, autorizaba una presunción
atendible. Mis investigaciones
posteriores la confirmaron plenamente; y ahora comprenderá
usted la razón de ser de la tonsura. Los sacerdotes
primitivos, observarían sobre la cabeza de algunos
apóstoles electrógenos, diremos, aceptando
un término de reciente creación, el resplandor que
Antonia percibía en las nuestras. El hecho, de
Moisés acá, no es raro en las cronologías
legendarias. Luego se notaría el obstáculo que
presentaba el cabello, y se establecería el hábito
de rapar aquel punto del cráneo por donde surgía el
fulgor, a fin de que este fenómeno; cuyo prestigio se
infiere, pudiera manifestarse con toda intensidad. ¿Le
parece convincente mi explicación?—.

–Me parece, por lo menos, tan ingeniosa como la de
Volney; para quien la tonsura es el símbolo del
sol…

Tenía la costumbre de contradecirlo así,
indirectamente, para que llegase hasta el fin en sus
explicaciones.

–Podría usted citar, asimismo, la de
Brillat-Savarin, según el cual se ha prescripto la tonsura
a los monjes para que tengan fresca la cabeza-, replicó el
doctor entre picado y sonriente.

–No obstante, hay algo más-, prosiguió
animándose. –Desde mucho tiempo antes
proyectaba una experiencia sobre esas emanaciones
fluídicas, sobre la lohé, para usar la
expresión de Reichenbach, su descubridor: quería
obtener el espectro de esos fulgores. Lo intenté,
haciéndome describir por la sensitiva, minuciosamente,
todos los fenómenos…

–¿Y qué resulta?–, pregunté
entusiasmado.

–Resulta una raya verde en el índigo para la
coloración roja, y dos negras en el verde para la
coloración azul. En cuanto a la amarilla descubierta por
mí, el resultado es extraordinario. Antonia dice ver en el
rojo una raya violeta claro–.

–¡Absurdo!–.

–Lo que usted quiera; pero yo le he presentado un
espectro, y ella me ha indicado en el la posición de la
raya que veo cree ver. Según estos datos, y con
todas las suposiciones de error posibles, creo que esa raya es la
número 5567. De ser así, habría una identidad
curiosa; pues la raya 5567, coincidiría exactamente con la
hermosa raya número 4 de la aurora boreal…

–¡Pero, doctor, todo esto es fantasía
pura!–, exclamé alarmado por aquellas ideas
vertiginosas.

–No, amigo mío. Esto significaría
sencillamente, que el polo es algo así como la coronilla
del planeta (!) –.

Poco después de la conversación que he
referido, y cuya última frase concluyo entre la más
afable sonrisa del doctor Paulin, éste me leyó una
tarde, entusiasmado, las primeras noticias sobre
la licuación de hidrógeno efectuada por Dewar, en mayo de
aquel año, y sobre el descubrimiento hecho algunos
días despues por Travers y Ramsay, de tres elementos
nuevos en el aire: el
kryptón, el neón y el
metargón, aplicando precisamente el procedimiento de
la licuación de los gases; y a
propósito de estos hechos, recuerdo aún su frase de
labor y de combate:

–No; no es posible que yo muera sin ligar mi nombre a
uno de estos descubrimientos que son la gloria de una vida.
Mañana mismo continuaré mis
experiencias–.

Desde el día siguiente púsose a trabajar,
en efecto, con ardor febril; y aunque yo debía de estar
curado de asombro ante sus éxitos, no pude menos menos de
estremecerme cuando una tarde me dijo con voz
tranquila:

–¿Creerá usted que he visto con mis
propios ojos esa raya en el espectro del
neón?–.

–¿De veras?–, dije con evidente
descortesía.

–De veras. Creo que la tal raya me ha puesto en buen
camino. Pero a fin de satisfacer su curiosidad, me es menester
hablarle de ciertas indagaciones que he mantenido
reservadas–.

Agradecí calurosamente y me dispuse a oir con
avidez.

El doctor empezó:

–Aunque las noticias sobre la licuación del
hidrógeno eran harto breves, mis conocimientos en la
materia me
permitieron completarlas, bastándome modificar el aparato
de Olzewski, que uso en la preparación del aire
líquido. Aplicando después el principio de la
destilación fraccionada, obtuve como
Travers y Ramsay los espectros del kryptón, el
neón y el metargón, dispuse luego
extraer estos cuerpos, por si aparecía algún
espectro nuevo en el residuo, y efectivamente cuando ya no
quedó más, vi aparecer la raya
mencionada–.

–¿Y cómo se opera la
extracción?–.

–Evaporando lentamente el aire líquido, y
recogiendo en un recipiente el gas desprendido
por esa evaporación. Si tuviera aquí una
máquina Linde, que me suministraría 60 kilogramos
de aire líquido por hora, podría operar en grande
escala; pero he
debido contentarme con una producción de 800 centímetros
cúbicos. Obtenido el gas en el recipiente, lo trato por el
cobre
calentado para retirar el oxígeno, y por una mezcla de cal con
magnesio para absorber el ázoe. Queda pues, aislado el
argón; y entonces es cuando aparece la doble raya verde
del kryptón, descubierta por Ramsay. Licuando el
argón aislado, y sometiéndolo a una
evaporación lenta, los productos de
la destilación suministran en el tubo de Geissler, una
luz
rojo-anaranjada, con nuevas rayas, que por la
interposición de una botella de Leyden aumentan,
caracterizando el espectro del neón. Si la
destilación prosigue, se obtiene un producto
sólido de evaporación muy lenta, cuyo espectro se
caracteriza por dos líneas, una verde y la otra amarilla,
denunciando la existencia del metargón o eosium,
según propone Berthelot. Hasta aquí, es todo lo que
se sabe–.

–¿Y la raya violeta?–.

–Vamos a verla dentro de algunos instantes. Sepa usted,
entretanto, que para llegar a resultados iguales, yo procedo de
otro modo. Retiro el oxígeno y el ázoe por medio de
las sustancias indicadas; luego el argón y el
metargón con hiposulfito de soda; el kryptón
enseguida con fosfuro de zinc, y por último el neón
con ferrocianuro de potasio. Este método es
empírico. Queda todavía en el recipiente un residuo
comparable a la escarcha, que se evapora con suma lentitud. El
gas resultante, es mi descubrimiento–.

Me incliné ante aquellas palabras
solemnes.

–He estudiado sus constantes físicas llegando a
determinar algunas. Su densidad es de
25.03, siendo la del oxígeno de 16, como es sabido. He
determinado también la longitud de la onda sonora en ese
fluido, y el número encontrado, permitiéndome
evaluar la relación de los calores específicos, me
ha indicado que es monoatómico. Pero el resultado
sorprendente está en su espectro, caracterizado por una
raya violeta en el rojo, la raya 5567 coincidente con la
número cuatro de la aurora boreal, la misma que presentaba
el fulgor amarillo percibido por Antonia sobre mi
cabeza–.

Ante tal afirmación, dejé escapar esta
pregunta inocente:

–¿Y qué será ese cuerpo,
doctor?–.

Con gran sorpresa mía, el sabio sonrío
satisfecho.

–Ese cuerpo… ¡hum! Ese cuerpo bien
podría ser pensamiento
volatilizado–.

Di un salto en la silla, pero el doctor me impuso
silencio con un ademán.

–¿Por qué no?-, siguió diciendo.
–El cerebro irradia
pensamiento en forma de fuerza
mecánica, habiendo grandes probabilidades
de que lo haga también en forma fluídica. La llama
amarilla no sería en este caso mas que el producto de la
combustión cerebral, y la analogía
de su espectro con el de la sustancia descubierta por mi, me hace
creer que sean algo idéntico. Figúrese el consumo diario
de pensamiento, la enorme irradiación que debe producirse.
¿Qué se harían, efectivamente, los
pensamientos inútiles y extraños, las creaciones de
los imaginativos, los éxtasis de los místicos, los
ensueños de los histéricos, los proyectos de los
ilógicos, todas esas fuerzas cuya acción
no se manifiesta por falta de aplicación inmediata?. Los
astrólogos decían que los pensamientos viven
en la luz astral, como fuerzas latentes susceptibles de actuar en
determinadas condiciones. ¿No sería esto una
intuición del fenómeno que la ciencia
está en camino de descubrir?. Por lo demás, el
pensamiento como entidad psíquica es inmaterial; pero sus
manifestaciones deben ser fluídicas, y esto es
quizás lo que he llegado a obtener como un producto de
laboratorio.

A horcajadas en su teoría,
el doctor lanzábase audazmente por aquellas regiones,
desarrollando una temible lógica,
a la que yo intentaba resistir en vano.

–He dado a mi cuerpo el nombre de Psychon, ya
comprende usted por qué. Mañana intentaremos una
experiencia: Licuaremos el pensamiento. ( El doctor me agregaba,
como se ve, a sus experimentos, y
me guardé bien de rehusar ). Despues calcularemos si es
posible realizar su oclusión en algún metal, y
acuñaremos medallas psíquicas. Medallas de genio,
de poesía,
de audacia, de tristeza… Luego determinaremos su sitio en la
atmósfera,
llamando "psicósfera", si se permite la expresión,
a la capa correspondiente… Hasta mañana a las dos,
entonces, y veremos lo que resulta de todo esto.

A las dos en punto estábamos en obra.

El doctor me enseñó su nuevo aparato.
Consistía en tres espirales concéntricas formadas
por tubos de cobre y comunicadas entre si. El gas desembocaba en
la espiral exterior, bajo una presión de
seiscientas cuarenta y tres atmósferas, y una temperatura de
-136º obtenida por la evaporación del etileno
según el sistema
circulatorio de Pictet; recorriendo las otras dos
serpentinas, iba a distenderse en la extremidad inferior de la
serpentina interna, y atravesando sucesivamente los
compartimientos anulares en que se encontraban aquellas,
desembocaba en su punto de partida en el extremo superior de la
segunda. El aparato medía en conjunto 0m70 de altura por
0m175 de diámetro. La distensión del fluído
compresionado ocasionaba el descenso de temperatura requerido
para su licuación, por el método llamado de la
cascada, también perteneciente al profesor
Pictet.

La experiencia comenzó, previos los
trámites del caso, que sólo interesarían a
los profesionales, siendo por ello suprimidos. Mientras el doctor
operaba, yo me disponía a escribir los resultados que me
dictase, en un formulario. Doy a continuación esas
anotaciones, tal como las redactó, en gracia de la
precisión indispensable.

Decía el doctor:

"Cuando la distensión llega a cuatrocientas
atmósferas, se obtiene una temperatura de -237º3 y el
fluído desemboca en un vaso de dobles paredes separadas
por un espacio vacío de aire; la pared interior
está plateada, para impedir aportes de calor por
convección o por irradiación".

"El producto es un líquido transparente e
incoloro que presenta cierta analogía con el alcohol".

"Las constantes críticas del psychon son, pues,
cuatrocientas atmósferas y -237º3".

"Un hilo de platino cuya resistencia es de
5038 ohms en el hielo fundente, no presenta más que una de
0.119 en el psychon hirviendo. La ley de variación de la
resistencia de este hilo con la temperatura, me permite fijar la
de la ebullición del psychon en -265º".

–¿Sabe usted lo que quiere decir esto?-, me
preguntó suspendiendo bruscamente el dictado.

No le respondí, la situación era demasiado
grave.

–Esto quiere decir-, prosiguió como hablando
consigo mismo, -que ya no estaríamos más que a ocho
grados del cero absoluto–.

Yo me había levantado, y con la ansiedad que es
de suponer, examinaba el líquido cuyo menisco se destacaba
claramente en el vaso. ¡El pensamiento!… ¡El ser
absoluto!… Vagaba con cierta lúcida embriaguez en el
mundo de las temperaturas imposibles.

Si pudiera traducirse, pensaba, ¿qué
diría
este poco de agua clara que
tengo ante mis ojos?. ¿Qué oración
pura de niño, qué intento criminal, qué
proyectos estarán encerrados en este recipiente?.
¿O quizá alguna malograda creación de
arte,
algún descubrimiento perdido en las oscuridades del
ilogismo?…

El doctor, entretanto, presa de una emoción que
en vano intentaba reprimir recorría el aposento a grandes
pasos. Por fín se aproximó al aparato
diciendo:

–El experimento está concluído. Rompamos
ahora el recipiente para que este líquido pueda escapar
evaporándose. Quien sabe si al retenerlo no causamos la
congoja de alguna alma

Practicóse un agujero en la pared superior del
vaso; y el líquido empezó a descender: mientras el
ruido mate de
un escape se percibía distintamente.

De pronto noté en la cara del doctor una
expresión sardónica enteramente fuera de las
circunstancias; y casi al mismo tiempo, la idea de que
sería una inconveniencia estúpida no saltar por
encima de la mesa, acudió a mi espíritu; mas,
apenas lo hube pensado, cuando ya el mueble pasó bajo mis
piernas, no sin darme tiempo para ver que el doctor arrojaba al
aire como una pelota su gato, un siamés legítimo,
verdadera niña de sus ojos. El cuaderno fué a parar
con una gran carcajada en las narices del doctor, provocando por
parte de éste una pirueta formidable en honor mío.
Lo cierto es que durante una hora, estuvimos cometiendo las
mayores extravagancias, con gran estupefacción de los
vecinos a quienes atrajo el tumulto y que no sabían como
explicarse la cosa. Yo recuerdo apenas que, en medio de la risa,
me asaltaban ideas de crímen entre una vertiginosa
enunciación de problemas
matemáticos. El gato mismo se mezclaba en nuestras
cabriolas con un ardor extraño a su apatía
tropical, y aquello no cesó sino cuando los espectadores
abrieron de par en par las puertas, pues el pensamiento puro que
habíamos absorbido, era seguramente el elíxir de la
locura.

El doctor Paulín desapareció al día
siguiente, sin que por mucho tiempo me fuese dado averiguar su
paradero. Ayer, por primera vez, me llegó una noticia
exacta. Parece que ha repetido su experimento, pues se encuentra
en Alemania, en
una casa de salud.

Tomado el cuento del
siguiente libro:

Leopoldo Lugones, "Las fuerzas
extrañas – Cuentos
fatales
"; Edición
Espasa Calpe, colección "Austral", Buenos Ayres,
1993.

Sobre Leopoldo Lugones (1874-1938):

Figura central en la literatura
argentina y universalmente reconocido; fue conductor de
pensamiento y estilos. No deja de generar constantes
polémicas; no tanto por su obra literaria indiscutible,
sino por su protagonismo político, que sufrió
fuertes virajes ideológicos a lo largo de su vida, pasando
por el socialismo, el
liberalismo,
el conservadurismo y el fascismo.

Su trabajo
incesante se plasmó en numerosos escritos,
artículos de prensa y
conferencias que le merecieron el nombramiento en la Asamblea de
Cooperación Intelectual de la Liga de las Naciones (1924)
, el Premio Nacional de Literatura (1926) y la
presidencia de la Sociedad
Argentina de Escritores, fundada con su impulso (1928). Director
de la Biblioteca
Nacional de Maestros; era éste su cargo cuando las
circunstancias políticas
de la década de 1930 (la primera "Década Infame")
lo llevaron a suicidarse. Esto aconteció el 18 de febrero
de 1938 en un hotel del Tigre
(llamado "El tropezón") al ingerir una mezcla de cianuro y
whisky.

Fuentes citadas y de Referencia:

http://www.bnm.me.gov.ar/s/institucional/historia/lugones.php

http://www.monografias.com/trabajos/modernismo/modernismo.shtml

.

com/trabajos12/lugon/lugon.shtml

 

 

Notas y transcripción de

Sergio E. Malfé

Buenos Aires, Argentina, marzo 2007-.

Partes: 1, 2
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