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Apuntes de Derecho Procesal Agrario (México) (página 2)



Partes: 1, 2

Unas cuantas semanas más tarde, los tribunales
unitarios -columna vertebral del sistema;
primera y utilísima trinchera- funcionaban en treinta y
cuatro instalaciones, desplegadas en similar número de
localidades, además de la sede en México.
Los magistrados unitarios, asistidos de secretarios judiciales,
afrontaron y resolvieron el problema de la instalación en
los estados. Ya podíamos dar más que números
telefónicos: acceso a la
justicia. Y debíamos hacerlo en la doble vertiente
indispensable: acceso formal, con audiencia y defensa de los
justiciables, y material, con satisfacción jurídica
para sus pretensiones legítima. En esa etapa animada
concurrieron numerosos servidores
públicos: magistrados del Superior Agrario y de los
tribunales unitarios, secretarios judiciales, funcionarios y
empleados administrativos. Los recuerdo con aprecio y les reitero
mi reconocimiento por su presencia en la creación y en el
primer capítulo de una obra estupenda. Juntos
estábamos poniendo el fundamento para la más
novedosa institución de justicia en
la
República mexicana, una República social y
política
cuya aspiración persistente, medular,
característica, ha sido justicia.

Hay que mirar un momento hacia atrás en estas
reflexiones. Atrás se hallan tres cosas, entre otras, a
las que me referiré brevemente. Tres piezas necesarias
para establecer el origen de la jurisdicción agraria, y
para luego apreciar su
carácter y medir sus resultados. Una es el "modo", el
"estilo" con el que se enfrentaron y resolvieron los litigios del
campo a partir de los impulsos revolucionarios.

Otra es el contenido y el rumbo de la "cuestión
agraria": ¿qué significa y cómo se resuelve,
en esencia? La tercera es la reiterada petición de
verdaderos tribunales agrarios, que relevaran
históricamente aquel "modo" y asumieran lo que deben
asumir los tribunales en un
Estado moderno:
la administración de justicia. Conviene que me detenga
un momento en esos temas, que se hallan en la base de nuestros
tribunales agrarios y contribuyen a informar sobre el desarrollo
del Estado
mexicano en el curso del siglo XX, era de grandes
transformaciones que sólo ignoran los ignorantes y dejan
de mirar los ciegos. Obviamente.

Las contiendas agrarias, como todas, se ventilaron
originalmente en oficinas ejecutivas y judiciales ordinarias. No
había, propiamente, un derecho
agrario. La materia
quedaba abarcada por otras ramas del orden jurídico: la
administrativa, para las relaciones entre el poder
público y los gobernados, y la civil, para las relaciones
entre particulares, en cuyo vasto conjunto figuraban los
poseedores o propietarios de tierras y los pretendientes de
éstas. Al arribo de los españoles a lo que
sería la Nueva España
-un arribo que fue la primera invasión extranjera en esta
porción del planeta-, comenzó la destrucción
del antiguo sistema de
tenencia rural. Hubo, pues, una primera
reforma agraria vinculada a la conquista y
colonización, como señala Víctor Manzanilla
Shaffer.

La colonización recurrió a dos expresiones
indispensables de una misma intención colonizadora: el
dominio
de
la tierra, a partir de un nuevo derecho que la repartiera y
asignara, y el dominio del
espíritu, a partir de una evangelización que
modificara las creencias, orientara la conducta
y propusiera su propia versión de la existencia: vida
actual y vida futura. La síntesis
de esta reforma y de las otras que vendrían -con el signo
modernizador del
liberalismo, en la segunda parte del siglo XIX- hasta los
años de la Revolución
triunfante, fue una constante erosión
de los derechos
indígenas. México ha
sido país de dominaciones y revoluciones.

Unas y otras se expresaron en el foro de la
cuestión agraria, a tal punto que todas constituyeron
sustancialmente, hasta el siglo XX, una disputa sobre la tierra.
De ahí que la poderosa erupción social de 1910,
cuyo factor profundo fue la reivindicación agraria -y un
poco menos la reivindicación política que
enarboló Madero-,diese al traste con la
organización agraria del
porfiriato y con las instituciones
del Estado encargadas de preservarla.

Al salir de la escena los tribunales ordinarios, civiles
o de amparo,
era necesario que una nueva figura jurídica -que
sería, inexorablemente, jurídico-política-
tomara el lugar que dejaba vacante la jurisdicción
desacreditada. Esa nueva figura debía ser heredera del
proyecto
revolucionario y de los caudillos del
movimiento social mexicano. Por razones que no me propongo
explorar ahora, pero que son bien conocidas para historiadores,
políticos y juristas -y perfectamente "sentidas" por el
pueblo-, el relevo ocurrió en las manos del presidente de
la República. Si éste sería el jefe natural
de la corriente revolucionaria, del partido en la que se
concentraba y de las instituciones
construidas a partir de aquélla y con la
colaboración de éste, era también "natural y
necesario" que tuviese un papel eminente en la
administración de los conflictos
que determinaron el movimiento
armado. Conflictos
políticos, ciertamente, pero con signo específico:
laborales y agrarios. Por ende, el presidente sería el
heredero de Emiliano
Zapata, si se me permite la expresión, como
reivindicador inmediato de los derechos campesinos. Otro
tanto ocurriría, con sus propias modalidades, en la
vertiente de la justicia laboral.
Esa fue la investidura agrarista del Ejecutivo en
turno

Esta nueva forma de ver las cosas, que impuso un "modo"
y "un estilo" distintos, perduró mucho
tiempo. Fue definitoria y decisiva de la gran etapa de la
reforma
agraria entendida, primordialmente, como distribución
de tierras. En torno
al presidente, eje de las decisiones finales -en más de un
sentido- y "suprema autoridad
agraria", como dijo la antigua fracción XIII del
artículo 27 constitucional, giraban los órganos
auxiliares, con mayores o menores potestades. Esos
órganos, personajes de la complicada trama, con
títulos adecuados para intervenir en el
proceso, fueron los gobernadores de los estados, el
departamento o Secretaría de la Reforma Agraria -que
había sido Departamento Agrario, o de Asuntos Agrarios y
Colonización -, el cuerpo consultivo, las centrales
campesinas, las comisiones agrarias mixtas, los comités
particulares ejecutivos, los comisariados ejidales. Los
tribunales permanecieron fuera de la escena, con la salvedad
relativa de los órganos de la justicia federal de amparo, cuya
intervención siguió la surte oscilante y peculiar
del amparo agrario. Así se hallaban las cosas cuando
llegó la reforma constitucional de 1992.

La "cuestión agraria", un enorme problema de
justicia -para seguir el hilo de las monstruosas injusticias que
caracterizaron este sector de nuestra vida civil, como otros,
recuérdense las alecciona doras descripciones de Mariano
Otero y Ponciano Arriaga-, se resumió inicialmente en el
reparto de la tierra. La
acaparación de los
bienes rurales en formas de latifundismo que mucho se
asemejaban, mutatis mutandis , a las encomiendas
coloniales -entrega de tierras, operarios y poder sobre
unas y otros-, había de remediarse con la
devolución a los despojados y la dotación a los
peones del campo. "Toda la tierra y
pronto", fue la nerviosa divisa de Cabrera.

Había que repartir la tierra, y en este
empeño cifraron su energía agrarista varios
gobiernos de la etapa reconstructora. La distribución no podía verse frenada
por procedimientos
laberínticos -aunque éstos llegaron-,
trámites prolongados -que también proliferaron- y
resoluciones formalistas. Si la tierra debe pertenecer a quien la
trabaja, y México era una república de trabajadores
del campo, había que difundir la tenencia de la tierra con
celeridad y firmeza irrevocable. Cualquier dique a este torrente
sería visto como perturbador y contrarrevolucionario.
Andando el tiempo, el
reparto amainó el paso y surgieron los "otros temas" del
agro, cada vez más urgentes: insumos,
crédito, tecnología
y seguridad
jurídica. El énfasis se trasladó de las
instituciones a cargo del reparto, a las instituciones
-establecidas o por establecerse- a cargo de esos otros bienes,
tangibles o intangibles, pero determinantes de la suerte que
corrieran el campo y los campesinos.

Veamos ahora el tercer tema en el catálogo de
antecedentes, la petición de tribunales agrarios. No tiene
caso traer a cuentas
la división de poderes, criatura de la experiencia inglesa
y garantía de la Constitución
, como advirtió con rigor la Declaración Francesa
de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano, de 1789. El hecho es que, pese al
descrédito de los tribunales ordinarios -que
suscitó el descrédito de los tribunales "en
general" para los hombres del campo y la fábrica-, hubo
con frecuencia solicitudes para el establecimiento de tribunales
en materia
agraria.

Un notable precedente de esta pretensión se halla
nada menos que en el Plan
de Ayala, que previó la existencia de "tribunales
especiales que se establezcan al triunfo de la Revolución
", ante los que llevarían sus reclamaciones "los
usurpadores que se consideren con derecho" a los bienes inmuebles
transmitidos a los campesinos des- pojados. A partir de
ahí, con regular frecuencia y acento diverso, hubo
planteamientos en favor de los tribunales. Fueron asunto de
reuniones especializadas, como el Primer Congreso Revolucionario
de Derecho Agrario
(México, 1959), el Congreso Nacional Agrario (Toluca,
1959) y el VIII Congreso Mexicano de
Derecho Procesal (Jalapa, 1979). Esta corriente
despuntó discretamente, asimismo, en las reformas de 1982
al artículo 27 constitucional (fracción
XIX).

Al llegar 1992, el gobierno
fraguaba la reforma constitucional en materia agraria. Llegaban a
ella tensiones y expectativas que se habían desarrollado
en los años previos. El proyectista resumió los
datos
que sustentarían la reforma en un breve conjunto, sobre el
que se montó la exposición
de motivos de la iniciativa de ese año: incremento general
de la población,
destinataria final de una
producción agrícola que debía ser cada
vez más abundante y oportuna; aumento de la población campesina: no en números
relativos -donde se presenta un decremento drástico-, sino
en números absolutos; agotamiento de la tierra disponible;
pulverización o atomización de las propiedades
rurales o áreas de tenencia; insuficiencias en la economía
del campo; incompetencia para afrontar las circunstancias y las
demandas del mundo globalizado. El efecto de esos factores se
concentró en una palabra: injusticia.

Estos fueron algunos precedentes del movimiento
favorable a la judicialización de las controversias
agrarias, que finalmente se acogió en la reforma
constitucional de 1992. De ésta y de sus normas
reglamentarias provinieron los tribunales agrarios, cuya
instalación se inició -como antes recordé-
en abril, mayo y junio de ese mismo año. Debo mencionar
algunos de los
problemas que entonces gravitaron sobre las preocupaciones de
los magistrados, atareados en los pasos iniciales del Tribunal
Superior Agrario. Obviamente, menudeaban los motivos de
inquietud: desde políticos -prestancia e
independencia de los tribunales- y administrativos -el
sustento mismo del organismo judicial, en condiciones adecuadas-,
hasta jurídicos -la debida aplicación de las nuevas
disposiciones-, en forma consecuente con la realidad que
habrían de regular: no una mera
hipótesis, producto
de la elucubración, la ilusión o el buen deseo,
sino una realidad específica y estricta, el campo
mexicano, sus condiciones, circunstancias y exigencias

No hay verdadero tribunal sin independencia.
Lo proclama el artículo 17 de la Constitución , lo afirman los
tratados internacionales de los que México es parte y
lo asegura -sobre todo- la razón.Los rasgos definitorios
de un órgano judicial que merezca ese nombre, en una
sociedad
democrática, son independencia, autonomía y

competencia. Y no existía costumbre de independencia
en el largo trayecto recorrido desde los años de la
Revolución triunfante e institucionalizada hasta 1992,
fecha del establecimiento de nuestros tribunales.

Debo explicarme: no estoy afirmando que el quehacer de
los funcionarios agrarios haya sido mal encaminado por la
directiva superior o la consigna política. Lo que haya
ocurrido en este sentido debe analizarse casuísticamente,
para hacer las precisiones y los deslindes que correspondan. Lo
que estoy diciendo es que no había "experiencia de
tribunales" en materia agraria, porque todo el poder, toda la
autoridad,
todas las atribuciones se habían retenido en una sola rama
del Estado, la ejecutiva, y se carecía de actuación
jurisdiccional agraria, con la salvedad ya dicha a
propósito del control
de amparo. En este sentido era necesario, pues, construir una
organización
de tribunales y una "costumbre de independencia". Y así se
hizo. Debo señalar, por ser de estricta justicia, que los
tribunales marcharon con plena independencia en la etapa que me
correspondió atender. No hubo "larga y pesada" mano del
Ejecutivo en los asuntos de nuestra exclusiva competencia, a
pesar de mi distancia personal
con respecto al gobierno de
entonces. Por ende, de las decisiones del tribunal sólo
respondía el tribunal.

BIBLIOGRAFÍAS

Por afinidad con la
macroeconomía y contraste con la
microeconomía personal y familiar y la microjusticia
de la vida cotidiana. Cfr. mi caracterización de este
asunto en Poder Judicial y
Ministerio Público, México, Ed. Porrúa,
2°ed. pp. 46-48.

Justicia agraria, México, Tribunal Superior
Agrario, 2° ed., 1995, pp. 72-74 Esta posición fue
recogida en la ponencia del autor ante el XIV Congreso Mexicano
de Derecho
Procesal (México1994).

 

 

 

GMORR

Licenciatura en Derecho

Partes: 1, 2
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