- William
- Osvaldo
aparece - La
comida y la bebida: ¿Convergencia o
Divergencia? - Para
Mantener el Peso Perdido: La Lección Derivada de un
Experimento Informal y Empírico - La dieta
para adelgazar: Una injerencia inaceptable - En
resumen - Bibliografía
En esta ponencia resumimos tres títulos
relacionados y que se complementan entre sí. Si el
resultado es largo, prometemos conocimientos frescos, como
compensación final.
Empezaremos aquí
El otro día un señor, cuyos logros en la
vida de los espectáculos y de las televisión
dominicanas, lo calificaría como dechado de felicidad y de
equilibrio
emocional, me decía: "… a mí lo que me
pasa… es que yo no puedo perder este peso (más de
150 libras)… porque yo vivo bajo muchas presiones…
tú no…".
En este mundo tan complicado, los glucocorticoides,
elementos que se activan en nuestros organismos cuando el
"stress" nos
visita, sólo están ausentes en aquellas personas
que están muertas. "Tengo el presentimiento, de que
muerto, aún no lo estoy." Le respondí a
este, mi triste amigo… exitoso… acaudalado… gordo… e
infeliz… (Léanse los trabajos de Mark Twain acerca de
que las noticias de su
muerte fueran
exageradas y los de Robert Sapolsky, Why Zebras don’t
get Ulcers).
Este es el caso de nuestro otro amigo
"William"
En la playa de Juanillo, donde disfrutamos de las olas
del mar, con mucha frecuencia, hemos instituido (para los pobres)
el ejercicio de la medicina
informal, que originalmente empezáramos, a raíz del
Huracán Georges. Entonces, asistidos por los envíos
que nos hicieran colegas norteamericanos, nosotros vimos cientos
de las víctimas, cuyas memorias no
borrarían a quienes les hicieran bien.
Nuestros servicios
médicos de entonces, se rendirían en el acto, sin
protocolos y con
simpleza. A veces nos traían un niño enfermo, otras
los resultados de pruebas de
laboratorio y
a menudo recetas garabateadas e indescifrables, para que les
obtuviéramos las medicinas — ya que no tienen dinero que
gastar — con los sueldos misérrimos con que sus enormes
esfuerzos se remuneran.
William
William pesaba 243 libras, las cuales escondía de
modo admirable y discreto tras la torre montañosa de sus
77 pulgadas de estatura. Él se sentía feliz y era
apacible… como los elefantes… porque como esos paquidermos,
William, también carecería de predadores naturales.
Nadie lo molestaba (¿quién tuviese la temeridad?).
Prosigamos, William, como siempre, y habitualmente hiciera,
solía escoltarnos a nuestra destinación
marítima con una sonrisa, despidiéndose de nosotros
con un cálido apretón fuerte de las manos y con un
gesto respetuoso de quitarse la cachucha.
Un día, cuando retornáramos a la playa,
después de una ausencia de varias semanas, por motivo de
un viaje; sentimos una conmoción que ocurriera cuando nos
apersonáramos al lugar. William estaba semi-estuporoso,
sentado en su banquillo habitual, electrificándose con
visible entusiasmo cuando oyera las palabras pronunciadas por sus
compañeros (audibles para nosotros): "¡Ya
llegaron… ya llegaron! …" William estrechó nuestras
manos, con efusividad, usando las dos suyas, se removió la
gorra, y produjo para nosotros los resultados de una historia clínica
obscurecida por la falta de datos para
elucidar la razón por la cual él había
ganado casi 60 libras más.
Lo que sí fuera cierto es que nuestro amigo: no
podía respirar, no dormía bien, y se sentía
totalmente, miserablemente, mal.
Sudando profusamente nos decía: "A mí no
me importa ser gordo… ¡pero, no tan
gordo!"
Nosotros, inmediatamente hicimos los arreglos para que
William consultara con un colega, prestigioso internista, en
Santo Domingo. Pero, luego de varias visitas a la Capital,
nuestro amigo permanecía silencioso, taciturno,
pálido, desanimado y frustrado. Se lamentaba: "Yo no me
puedo curar si no me dan medicina". A lo que nosotros
respondíamos, tratando de darle soporte, que es mejor
medicina la de no dar medicinas, como optara por hacer
nuestro amigo, para un mal desconocido, que la de darle a una
persona una
caterva de pastillas para tratar de obtener la mejoría
sintomática, y nada más — algo que,
desafortunadamente se hace, por todos lados, con frecuencia, tan
inusitada como triste —.
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