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La Administración de Justicia en el Perú



Partes: 1, 2

    1. Ideas
      Preliminares
    2. La
      informática jurídica como elemento esencial de
      toda reforma en la administración de
      justicia
    3. Las tics y el
      sistema de administración de justicia en el
      Perú

    "Viejo vicio nacional ha sido el de la incoherencia
    por incomprensión, por exagerado individualismo. Hay que
    atacar de lleno aquella incoherencia, enfocando la atención nacional hacia las llagas
    abiertas que nos deja la tiranía…"

    Víctor Andrés
    Belaunde..

    I.
    Ideas Preliminares
    .-

    Cuando se afirmaba a principios del
    nuevo milenio que el sistema de
    administración de justicia
    colapsaba en unos años mas, tenemos que dicha
    profecía se cumple y nos viene mostrando sus aristas
    más funestas a medida que pasan los días.
    Sí, ni siquiera los meses, subrayamos: los días. No
    queremos hablar en términos de un eventual colapso pero
    nuestra posición desde la docencia
    universitaria y la trinchera que representa el ejercicio libre
    espera significar un aporte a toda esa batahola que vivimos. Esa
    es la orientación del presente artículo.

    La Política del Estado en
    materia de
    Administración de Justicia recae en un
    esquema adusto y extremadamente formalista. El esquema de CODEX,
    desaprensivamente legalista y positivista, recrea viejas
    fórmulas que colocan al sistema romano germánico
    como un elemento de irracional mecanismo de solucionar los
    conflictos
    sociales. Mientras el resto del mundo se dirige a sistematizar
    las instituciones
    del derecho con el matiz humano del sentido común y la
    propia historia de
    las naciones, sin dejar de lado el progreso de la humanidad en el
    ámbito tecnológico, de nuestro lado vemos
    resquemores y taras que demoran en aflojar el ansiado "feed back"
    que retroalimente la
    administración del poder
    jurisdiccional. Recordemos que si bien es cierto hace menos de
    una década se intentó sin éxito
    cultivar la cultura
    conciliatoria o cultura de la conciliación para la
    solución alternativa de controversias ante la eventual
    distorsión y colapso del sistema regular de
    administración de justicia que antes referimos, dicho
    intento naufragó sin mas debido a tres aspectos: Primero,
    que no se accionó las líneas maestras de
    política educativa coherente a ese cambio de
    mentalidad, ni a nivel ciudadano ni a nivel de educación
    básica regular y mucho menos universitaria. Es decir, no
    se hizo absolutamente nada por dejar de mantener en el consciente
    colectivo la negatividad de la figura judicial como paso previo a
    la presentación de la nueva alternativa. En segundo lugar,
    no se perfiló jamás la figura del conciliador que
    se quería lograr y se generó a cambio una suerte de
    nuevo pretor o gobernador con matices notariales y judiciales, en
    realidad una grotesca mixtura. Decimos ello por cuanto como
    consecuencia del punto anterior se pensó – si es que
    no se sigue pensando hasta hoy día- que el nuevo
    Conciliador debía ser "algo así como un notario,
    algo así como un juez ", alimentado ello además por
    el hecho de que el conciliador debía pactar sus honorarios
    con las partes. Así muchos conciliadores se limitaron a
    colocar su letrerito como conciliador prejudicial y entregaban la
    constancia que se requería (por ley) para
    acreditar el agotamiento de la fase conciliatoria,
    degenerándose ello a su vez en una nueva "instancia", es
    decir, el remedio quedó peor que la enfermedad.

    Por último, se marginó al abogado como
    sujeto importante de la intermediación con todo poder del
    Estado. Y en este punto debemos reflexionar que se
    satanizó la figura y presencia del abogado y nadie o casi
    nadie se pronunció al respecto. La normativa sobre
    conciliación señalaba que era facultad del
    conciliador aceptar la presencia del abogado en los actos en los
    que se diligenciaba la conciliación. La norma llegó
    a prescribir, o deberíamos decir, proscribir en un primer
    momento el rol del abogado, a tal extremo que se enfatizó
    el hecho de que para ser conciliador que no era necesario ser
    abogado. Se "abría" así, según el legislador
    una gama de beneficios para los ciudadanos que antes
    podían caer en las "impías" manos de los abogados,
    en consecuencia la marginación del abogado lindaba con la
    satanización. El resultado: negativo, doblemente negativo.
    Por último, si ojeamos algún matutino actualmente
    los cursos de conciliación se siguen "ofertando" por parte
    del Ministerio de Justicia como un nuevo campo laboral en el
    derecho.

    A estas alturas, mediados del año 2007, en el
    Perú, tenemos que es evidente el problema de la falta de
    respuesta de parte de un sistema judicial respecto del ciudadano
    de a pie o común y corriente. Claro, esta última
    parte de la afirmación resulta un tanto distorsionada por
    la leyenda urbana que significa asumir que existan ciudadanos de
    primera o segunda clase, ello si
    es que no se proyecta aun mas las divisiones en los sectores o
    clases
    sociales.

    Lamentablemente resulta cotidiano en los corridos
    judiciales encontrarnos con muestras de abulia o defecto
    ostensible en la formación de los procesos que
    reducen las expectativas de los litigantes con derecho
    justificado.

    En el ámbito civil percibimos que los procesos
    judiciales muchas veces se detienen por cuestiones de procedimiento.
    Recordemos, entre muchos, por ejemplo cuando nos despachan este
    decretito de cliché: " previamente cumpla con adjuntar la
    cédula de notificación y se le proveerá"
    cuando por defecto en la economía del
    patrocinado a quien no le alcanzó el dinero para
    completar una de dos cédulas de notificación
    judicial al momento de absolver el traslado de alguna nulidad
    acto procesal sustancial. No queremos decir que el sistema
    judicial deje de alimentarse con el ingreso del pago que
    representa la tasa judicial, sino que no se puede privar de una
    decisión judicial al justiciable por ello. En realidad
    resulta risible que el famoso decretito y de fácil recurso
    arriba glosado sea notificado por la maquinaria judicial en una
    cédula que inclusive no es valorada. Es decir, que en la
    práctica se activa el sistema judicial de notificaciones
    para notificar que no se puede notificar al faltar una
    cédula. Simple y llanamente absurdo. Se debe emitir la
    resolución judicial y tal vez reservar su
    notificación a condición de regularizar la
    omisión, pero de ninguna manera condicionar la
    emisión de la resolución a que se adjunte el famoso
    papelito.

    Eso es lo que se denomina procedimentalismo negativo,
    concepto muy
    diferente a procesalismo, procedimiento o proceso. El
    primero ocupa el abuso y exceso de los principios del proceso
    como son la celeridad, la legalidad, la
    formalidad, la economía procesal, así como el
    respeto al debido
    proceso y dentro de ello a instituciones como el acceso a la
    revisión de fallos o resoluciones judiciales. En síntesis,
    todo aquello que riñe innecesariamente al sentido
    común en materia de control judicial.
    El procedimiento no debe ser rebasado jamás por el
    procedimentalismo, de surgir esta contradicción nos
    encontramos ante una expresión de procedimentalismo
    negativo.

    Cierto es que en sistemas como el
    norteamericano se asume que accionar la parafernalia judicial es
    de ultima ratio, pero una vez accionada, inclusive en materia
    penal, el acceso a las decisiones judiciales son
    extraordinariamente onerosas por el mero hecho de que la
    maquinaria de la Administración se puso en marcha. No
    debemos abusar, ni como abogados ni mucho menos como magistrados
    de las herramientas
    del sistema para reparar afrentas puesto que se corre el riesgo de generar
    otras nuevas, que aparentemente pueden ser mas menudas a la
    postre generan un efecto dominó que se plasma en la
    excesiva lentitud del sistema judicial en general y la
    reacción social negativa.

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