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"Orfeo" ? Mito y notas hermenéuticas



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    1. Notas
      hermenéuticas al mito de Orfeo

    En tiempos antiguos, había un rey de Tracia
    llamado Eagro. Como las mujeres mortales no le
    satisfacían, se enamoró de la musa Calíope.
    A ella también le gustó y de su unión
    nació un niño, al que llamaron Orfeo.
    Calíope tenía el don divino de poder cantar,
    que enseñó con destreza a su hijo. Tan hermosos
    eran los cantos del niño que el propio dios Apolo estaba
    encantado, y le regaló una lira que logró tocar con
    tanta dulzura que, según se cuenta, hasta las piedras se
    conmovían, y con la cual amansaba las fieras y encantaba a
    quien la oía.

    Cuando creció, apareció un heraldo que le
    anunció el intento de Jasón de traer de vuelta el
    vellocino de oro. Se
    unió gustoso a los otros valientes griegos en el viaje,
    utilizando su música para vencer
    las muchas dificultades que en el camino surgieron. Pero deseaba
    volver a Tracia, pues estaba enamorado de una bella doncella
    llamada Eurídice.

    No obstante, Eros no se mostró generoso con
    ellos: justo después de casarse, ella dio con una
    víbora que la mordió y murió.

    Orfeo se mostró inconsolable. Con su arpa en la
    mano, tomó la senda de los espíritus de los muertos
    y descendió a los infiernos.

    En su camino, encantó con sortilegios todos los
    guardianes hasta que consiguió llegar a la morada del dios
    Hades, señor del inframundo. Intercedió ante Hades
    y Perséfone a favor de su Eurídice y juró
    que si no conseguía volver a la tierra con
    ella, permanecería en el mundo de los muertos para
    siempre. Sus corazones se ablandaron con los cantos de Orfeo, y
    los dioses cedieron. Le dijeron que se marchase y que su mujer iría
    tras él pero que durante el viaje de vuelta no
    debía mirar hacia atrás, so pena de perderla para
    siempre.

    Cuanto estaba a punto de volver a la superficie, se
    giró para ver si su amada no se había perdido en la
    espesa niebla. Ella estaba justo detrás de él, pero
    aún no había llegado a la superficie. Hermes, el
    mensajero, que les había seguido, invisible, la
    tomó y tiró de ella para devolverla al mundo de los
    muertos. Orfeo sólo tuvo un breve instante para levantar
    su velo y mirar su cara por última vez. Entonces,
    desapareció. Con el corazón
    destrozado, Orfeo no podría soportar mirar a otra mujer, y
    durante los tres años siguientes ministró de
    sacerdote en el templo de Apolo. Las muchachas seguían
    acosándolo, pero él las rechazaba, lo que les
    provocaba indignación. Orfeo no había perdido el
    deseo sino que ahora su pasión era el amor por
    los muchachos. Enseñó a los hombres de la Tracia el
    arte de amar
    muchachos y les reveló que, a través de ese
    amor, se
    podía volver a sentir la juventud, a
    tocar la inocencia de la juventud, oler las flores de la
    primavera. Tuvo muchos amantes. El más destacado era el
    joven Clais, el alado hijo de Boreo, el viento del Norte, su
    amigo y compañero de viajes en la
    nave Argos.

    Pero el Destino había dispuesto que su amor por
    Calais tendría un final abrupto. A principios de una
    primavera, durante las fiestas dionisíacas,
    ocurrió, cuando las mujeres de la Tracia asumían el
    papel de Menéades, las alegres y desbocadas sirvientes de
    Dionisio, el dios del vino, de la pasión y del abandono.
    Odiaban a Orfeo por haberlas rechazado cuando lo deseaban, por
    reservarse para los muchachos que ellas habían codiciado y
    por reírse tan abiertamente de su amor. Un día,
    cantó con tan dulzura que incluso los pájaros se
    callaron para escucharlo y los árboles
    se habían inclinado para oírlo mejor; cantaba a los
    dioses que han amado a muchachos, a Zeus y Ganímedes, a
    Apolo y sus amantes, a cómo incluso los dioses pueden
    perder a sus amados cuando les atrapan las garra de la
    Muerte.

    Ausente en su música, no se notó la
    presencia de las airadas Ménades en la linde del bosque.
    En un rapto de rabia, cayeron sobre él. "¿No tienes
    tiempo para
    nosotras, oh dulce y hermoso muchacho?" gritó una.
    "Nuestros cuerpos, nuestras voces, ¿no tienen el poder de
    encantarte, hombre
    antinatural?" gritó otra. "¡Conoce, pues, la furia
    de aquello que desprecias!" gritaron y todas le pegaron con
    tramas de árboles hasta tirarlo al suelo,
    desgarraron su cuerpo en pedazos y echaron sus restos al
    río. Orfeo, el más encantador de los hombres,
    murió, pero su cabeza y su lira se alejaron flotando por
    el río Hebros, aún cantando, y siguieron navegando
    sin rumbo hasta llegar a la isla de Lesbos, donde, al llegar a la
    playa, una gran serpiente se precipitó sobre la prodigiosa
    cabeza para devorarla pero en el intento fue convertida en piedra
    por Apolo. Colocaron su cabeza en una gruta sagrada, donde
    profetizó durante muchos años. A petición de
    Apolo y de las Musas, su lira fue devuelta a los cielos por medio
    de Zeus, donde aún hoy puede verse en forma de
    constelación de estrellas.

    Mientras tanto, Orfeo se halló nuevamente en el
    inframundo, esta vez para siempre, y paseó allí
    felizmente por sus Campos Elíseos, una vez más
    inseparable de su Eurídice.

    Plutarco nos cuenta que las Ménades que
    asesinaron a Orfeo fueron castigadas por sus maridos, que las
    dejaron marcadas con tatuajes en brazos y piernas. Otros dicen
    que los dioses, furiosos con ellas, iban a haberlas matado por
    sus faltas, pero
    que Dionisio las castigó antes atándolas al suelo
    con raíces, convirtiéndolas posteriormente en
    robles.

     

    • Cf. Robert Graves, Greek
      Mythology.
    • Cf.

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