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Breve historia contemporánea de la Argentina (página 4)




Enviado por Jorge Caiella



Partes: 1, 2, 3, 4

1983 1989

Alfonsín asumió el
poder el
10-12-1983

En ese entonces el
sindicalismo
reforma su perfil y su estrategia , el
peronismo
vivía una crisis
interna buscando y reformulando su definición
ideológica y perfil. El radicalismo ganó las
elecciones por una abultada diferencia. El radicalismo era
fuerte en el terreno político pero contaba con escaso
apoyo de los poderes

corporativos, si bién tenía
mayoría en la cámara de diputados no tenía
mayoría en la cámara de senadores.
Civilidad: la ejecución de un Estado de
derecho donde los poderes corporativos debían
someterse al bién común de la sociedad o
del pueblo "democrático" en defensa de sus derechos que era superior
a cualquier interés:
"con la democracia
se come, se vive, se educa etc;"
Política exterior: (buena imagen del
presidente en el mundo por su tendencias
democráticas)
    acuerdo bilateral con chile por el canal de
Beagle
    comienzo de negociación (sin resultado concreto)
por la islas
Malvinas con Gran Bretaña y desarrollo
de relaciones económicas
    formación de una Asociación de
Acreedores Latinoamericanos
    mediación en el conflicto de
Nicaragua
    buena relación política con
EEUU
Política
interior:
  

    eliminar el
autoritarismo y encontrar los modos auténticos de la
representación ciudadana
    importancia de la política cultural y
educativa para remover el autoritarismo en las
instituciones
    alfabetización-discusión de
contenidos y formas
    abolición de censura y libertad de
expresión
    volvieron los mejores intelectuales y científicos cuya migración comenzó en 1966
    se reconstruyeron las bases de la excelencia
Académica
    los intelectuales se incorporaron a la
política
    clima tenso con
la iglesia por
la ley de divorcio y
permitir la enseñanza privada
Militares y sindicales: en abril de 1985 comenzó
el juicio público a los ex-comandantes en tribunales
civiles. El juicio reveló todas las atrocidades
cometidas en los años de represión, a fin de
año se condenaron a los ex-comandantes alegando que no
hubo guerra que
justificara su acción. La justicia
ARgentina distingió responsabilidades y dispuso
continuar su acción penal contra los demás
responsables de las operaciones.
Esto permitió que quedara abierto el debate entre
la institución militar y la sociedad.

La Justicia siguió activa, dando
curso a las múltiple a las múltiples denuncias
en  contra oficiales de distinta graduación,
citándolos y encausándolos. La 
convulsión interna de las Fuerzas Armadas, y muy
especialmente la del Ejército tuvo un nuevo eje: ya no
se trataba tanto de la reivindicación global como
de  la situación de los citados por los jueces,
oficiales de menor graduación que no se consideraban los
responsables sino los ejecutores de lo imputado. El gobierno, por
su parte, inició un largo y desgastante intento de
acotar y poner límites
a la acción judicial, para así contener ese clima
de fronda que fermentaba en  los cuarteles, alimentado por
una solidaridad
horizontal que desbordaba la estructura  jerárquica. Se trataba
de una decisión política, ni ética ni
jurídica basada en un cálculo
de fuerzas que demostró ser bastante ajustado
materializada sucesivamente en las leyes llamadas
de Punto Final y de Obediencia Debida. La primera, sancionada a
fines de 1985, ponía un límite temporal de
2  meses a las citaciones judiciales, pasado el cual ya no
habría otras nuevas. Nadie  acompañó
al gobierno en la sanción de esta ley: la derecha,
peronista y liberal, por ser partidarios de una amnistía
completa; los sectores progresistas incluyendo al peronismo
renovador, por non  cargar con los costos
políticos. Estos fueron altos, y sus resultados
terminaron siendo contraproducentes  sólo se
logró un alud de citaciones judiciales y lejos de
agilizar  el problema lo agudizaron.
En ese contexto se llegó al episodio de Semana Santa de
1987 Un grupo de
oficiales, encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, se
acuerteló en campo  de Mayo, exigiendo una
solución política a la cuestión de las
citaciones y en general, una reconsideración de la
conducta del
Ejército a su juicio injustamente condenado. No se
trataba de los típicos levantamientos de los años
50 o 60 , pues los oficiales amotinados no cuestionaban el
orden constitucional sino que le pedían al gobierno que
solucionara el problema de un grupo de oficiales. Tampoco
tuvieron, a diferencias de todos aquellos
levantamientos anteriores, el respaldo de sectores de la
sociedad civil
normalmente eran los motores de los
golpes.
Frente a  ellos la reacción de la sociedad civil
fue unánime y masiva. Todos los partidos
políticos y todas las organizaciones
de la sociedad -patronales sindicales, culturales, civiles de
todo tipo- manifestaron activamente su apoyo al orden
institucional, firmaron un Acta de Compromiso
Democrático -que incluía desde las organizaciones
empresarias a los dirigentes de izquierda- y rodearon al
gobierno. La reacción masiva e instantánea
permitió  evitar deserciones o ambigüedades, y
cortó toda posibilidad de apoyo civil a los amontinados.
El gobierno sostuvo que haría lo  que ya
había decidido hacer -lo que sería la ley de
Obediencia Debida que exculpaba masivamente a los subordinados-
y los amotinados no impusieron ninguna condición y
aceptaron la responsabilidad de su acción. A todos
apareció como una claudicación, en parte porque
así lo presentaron tanto los "carapintadas" amotinados
como la oposición política,que no quiso asumir
ninguna responsabilidad en el acuerdo. La sociedad temía
por la Amnístia a los militares y no favoreció
con su silencio a estos nunca más.
El plan
Austral
:
en el principio la crisis dislumbraba
    Fuerte inflación
    Incapacidad de negociación con los
sindicatos
    Deuda Externa
elevada
    Déficit fiscal
    Empresarios con poca voluntad de
inversión
    Subvención excesiva de grupos
empresarios que absorvían en créditos y subsidios los recursos del
Estado
    Baja Recaudación
    Mala distribución del ingreso
    Puja entre sindicales y empresarios
    Deterioro del sistema
productivo e incapacidad para absorver "la demanda"

El nuevo gobierno y muchos que lo
acompañaron consideraron prioritario no crear divisiones
en la civilidad. si esas reformas debían tener un
sentido democrático, equitativo y justo, sólo
serían viables con un poder estatal fuerte y
sólidamente respaldado.  el primer año del
gobierno radical, la política
económica, orientada por el ministro Grinspun, se
ajustó a las fórmulas dirigistas y
redistributivas clásicas , similares a las aplicadas
entre 1963 y 1966, que en sus rasgos generales  el
radicalismo compartía con el peronismo histórico.
La mejora de las remuneraciones de los trabajadores, junto con
créditos ágiles a los empresarios medios,
sirvió para la reactivación del mercado
interno y la movilización de la capacidad ociosa del
aparato productivo. 

La política incluía el
control
estatal del crédito, el mercado de cambios y los
precios, y
se complementaba con importantes medidas de acción
social, como el Programa
Alimentario Nacional, que proveyó a las necesidades
mínimas de los sectores más pobres. Con todo
ello, no sólo se apuntaba a mejorar la situación
de los sectores medios  y populares, sino a satisfacer las
demandas de justicia y equidad
social  que habían sido banderas en la
campaña electoral. Tal política concitó la
activa oposición de distintos sectores empresarios, que
esgrimieron las consignas  del liberalismo
contra lo que denominaban populismo e
intervención estatal, pero también la resistencia de
la CGT, en este caso de raíz definidamente
política, lo que hizo fracasar los intentos de
concertación que parte de la estrategia del
gobierno.
Se trató de lograr la buena voluntad de los acreedores,
con el argumento  que las jóvenes democracias
debían ser protegidas, y se los amenazaba con la
constitución de un "club de deudores"
latinoamericano, que repudiara la deuda en conjunto.
El 14 de mayo del mente, se anunció el nuevo plan
económico, bautizado como Plan Austral Su objetivo era
superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el
corto plazo, de modo de crear las condiciones para poder
proyectar las transformaciones más profundas, de reforma
o de crecimiento. Aunque no  estaban enunciadas, sin duda
incluían desalentar las conductas especulativas
estimuladas por la inflación, e impulsar a los actores
económicos a tomar  acciones
orientadas a la inversión productiva y el crecimiento
pero lo urgente era detener la inflación. Se congelaron
simultáneamente salarios  y tarifas de servicios
públicos, se regularon los cambios y las tasas de
interés, se suprimió la emisión
monetaria para equilibrar el déficit fiscal-se
suponía asumir una rígida disciplina
en gastos e
ingresos– y
se eliminaron los  mecanismos de indexación
desarrollados durante la anterior etapa de alta 
inflación y responsables de su mantenimiento inercial,  se cambiaba la
moneda y el peso era reemplazo por el  austral.
En 1985/86 se derrumbó el precio de
los cereales a nivel mundial y perjudicó a la
Argentina.. Renacieron las pujas corporativas, que
realimentaron la inflación  la CGT, enbanderada
contra el congelamiento salarial, que afectaba sobre todo a los
empleados estatales, y los empresarios , liderados por los
productores rurales, que se movilizaron contra del
congelamiento de precios.
Se intentó reactivar la inversión
extranjera, especialmente en el area petrolera -el
presidente Alfonsín anunció este plan en Houston,
capital de
las grandes empresas
petroleras-, y también se esbozaron planes dereformas
fiscales más profundas, privatización de empresas estatales y
desregulacióm economía. Todo ello chocaba con
ideas y convicciones muy firmes en la sociedad, arraigadas
tanto en el peronismo como en el propio partido gobernante de
donde surgieron bloqueos a estas iniciativas.
Los sindicatos
se alejaron de los gabinetes de trabajo y
los empresarios que tenían sus lobistas en las empresas
públicas no lograban establecer acuerdos de conducta y
objetivos
con los sindicatos. El peronismo preparándose para las
elecciones de 1989 no apoyaba la privatización de varias
empresas estatales, -privatización fomentadas por las
políticas ortodoxas y liberales del
FMI y el
Banco
Mundial, que además exigían una
política impositiva más dura, y de
reducción de gasto
público-.
El poder para gobernar se debilitaba.

Luego de la elección de septiembre
de 1987 creció la figura de Antonio Cafiero, gobernador
de Buenos Aires,
presidente del Partido Justicialista y jefe del grupo
"renovador", que se perfilaba como candidato de su partido y,
probablemente, sucesor de Alfonsín. En muchos aspectos,
Cafiero y los renovadores habían remodelado el peronismo
a  imagen y semejanza id alfonsinismo: estricto respeto a la
institucionalidad republicana, propuestas modernas y
democráticas, elaboradas por sectores de intelectuales,
distanciamiento de las grandes corporaciones y establecimiento
de acuerdos mínimos con el gobierno para asegurar el
tránsito ordenado entre una presidencia  y
otra.
Quizás eso los perjudicó frente al candidato
rival dentro del peronismo, el  gobernador de La Rioja,
Carlos Menem.
Mostró una notable capacidad para reunir en torno suyo
todos los  segmentos del peronismo, desde los dirigentes
sindicales, rechazados por Cafiero hasta antiguos militantes de
la extrema derecha o la extrema izquierda de los años
setenta, junto con todo tipo de caudillos o dirigentes locales
desplazados por los renovadores. 

Explotando su figura de caudillo
tradicional para diferenciarse de sus rivales modernizadores, y
sin necesidad de formular propuesta o programa alguno,
ganó la elección interna, y en julio de 1988 fue
candidato a Presidente. En los meses siguientes extendió
y perfeccionó su fórmula. Tejió en privado
sólidas alianzas con los grandes intereses corporativos:
importantes empresarios, como el grupo Bunge y Born, dirigentes
de la Iglesia, altos oficiales de las Fuerzas Armadas,
incluyendo los carapintadas. Pero en público
apeló al vasto mundo de "los humildes", a quienes se
dirigió con un mensaje casi mesiánico, formulado
con un despliege escenográfico que lo hacía
aparecer como un santón, y en el que la "revolución productiva" y el "salariazo"
prometidos prenunciaban la entrada en la tierra de
la promisión.
En agosto de 1988 el gobierno lanzó un plan
económico, que denominó "Primavera", con el
propósito de llegar a las elecciones con la
inflación controlada, pero sin realizar ajustes que
pudieran enajenar la voluntad de la población. Al congelamiento de precios, y
tarifas -aceptado a regañadientes por los representantes
empresa-agregó la declarada
intención de reducir drásticamente el
déficit estatal  condición para lograr el
indispensable apoyo de los acreedores externos mucho más
remisos que antes, el plan marchó de entrada con
dificultades: la predisposición . de los distintos
actores a mantener el congelamiento fue escasa, los cortes en
los gastos fiscales fueron resistidos, la negociación
con las principales entidades externas marchó muy
lentamente, y los fondos prometidos llegaron en con
cuentagotas; en cambio lo
hicieron los capitales especulativos, aprovecharron  la
diferencia entre tasas de interés elevadas y cambio
fijo. El 6 de febrero de 1989 el gobierno anunció la
devaluación del peso -que devoró
la fortuna o los ahorros de quienes no supieron retirarse a
tiempo– e
inició un período en que el dólar y los
precios subieron vertiginosamente y la economía
entró en descontrol. Luego de largos períodos de
alta inflación, había llegado la hiperinflación, que destruyó el
valor del
salario y la
moneda misma y afectó la misma producción y circulación de
bienes

1989- 1999

El 9 de julio de 1989 el presidente
Raúl Alfonsín entregó el mando al electo
Carlos Saúl Menem. Se trataba de la primera
sucesión constitucional desde 1928, y de la primera vez,
desde 1916, que un presidente dejaba el poder al candidato
opositor: todo hablaba de la consolidación del
régimen democrático y republicano restablecido en
1983. Pero su trascendencia quedó oscurecida por una
formidable crisis: la hiperinflación, desatada en abril,
se prolongó hasta agosto; en julio la inflación
fue del 200%, y en diciembre todavía se mantenía
en el 40%. Con un Estado en
bancarrota, moneda licuada, sueldos inexistentes y violencia
social, quedó expuesta la incapacidad que en ese momento
tenía el Estado
para gobernar y hasta para asegurar el orden.
Existía una receta genérica, que a lo largo de la
década del ochenta se había instalado en el
sentido común de economistas y gobernantes de todo el
mundo: facilitar la apertura de las economías
nacionales, para posibilitar su adecuada inserción en el
mundo globalizado, y desmontar los mecanismos del Estado
interventor y benefactor, tachado de costoso e ineficiente. En
el caso de la Argentina, y de América Latina en general, esas ideas
habían decantado en el llamado Consenso de Washington;
las agencias del gobierno norteamericano y las grandes instituciones internacionales de crédito,
como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial,
transformaron estas fórmulas en recomendaciones o
exigencias, cada vez que venían en ayuda de los
gobiernos para solucionar los problemas
coyunturales del endeudamiento. Economistas, asesores
financieros y periodistas se dedicaron con asiduidad a difundir
el nuevo credo, y gradualmente lograron instalar estos principios
simples en el sentido común.
la economía
argentina era poco eficiente debido a la alta
protección que recibía el mercado local, y al
subsidio que, bajo formas variadas, el Estado otorgaba a
distintos sectores económicos; el déficit
crónico de un Estado excesivamente pródigo, que
para saldar sus cuentas
recurría de manera habitual a la emisión
monetaria, con su consiguiente secuela de inflación. Se
cuestionaba todo un modo de funcionamiento, iniciado en 1930 y
consolidado con el peronismo. Algunos discutían si la
crisis era intrínseca a ese modelo, o si
se debía al prodigioso endeudamiento externo generado
durante el Proceso, que
colocó al Estado a merced de los humores de acreedores y
banqueros. Pero la conclusión era la misma: la
inflación y el endeudamiento.
La receta que difundían el FMI, el Banco Mundial y los
economistas de prestigio era simple. Consistía en
reducir el gasto del Estado al nivel de sus ingresos genuinos,
retirar su participación y su tutela de la
economía y abrirla a la competencia
internacional: ajuste y reforma. En lo sustancial, ya
había sido propuesta por Martínez de Hoz en 1976,
aunque su ejecución estuvo lejos de estos
supuestos.

 Los grandes grupos
económicos, partidarios genéricos de estas
medidas, pero reacios a aceptarlas en aquello que los afectara
específicamente. También las enfrentaron quienes
-no sin razones- asociaban las reformas propuestas con la
pasada dictadura
militar. Bajo el gobierno de Alfonsín, en su
último tramo, se admitió la necesidad de encarar
ese programa: hubo una cierta apertura comercial, y un proyecto de
privatizar algunas empresas estatales, que chocó en el
Congreso con la oposición del revitalizado peronismo y
la reluctancia de muchos radicales. La crisis de 1989
allanó el camino a los partidarios de la receta
reformista: según un consenso generalizado, había
que optar entre algún tipo de transformación
profunda o la simple disolución del Estado y la
sociedad.
Menem debía ganarse su apoyo. Un punto tenía a su
favor: su incuestionable voluntad política, él
había ejercido largamente gobernación de La
Rioja, pero de un modo tan esporádico que casi era un
gobernador absentista. En cambio, lo rodeaba un
quito
más que dudoso de aventureros y arribistas. Menem fue
fiel a lo más esencial de éste: el pragmatismo.Menem apeló a gestos casi
desmedidos: se abrazó con el almirante Rojas, se
rodeó de los Alsogaray -padre e hija-, y confió
el Ministerio de Economía sucesivamente a dos gerentes
del más tradicional de los grupos económicos
—Bunge y Born—, que según se decía
traía un plan económico mágico y
salvador.
Menem y sus colaboradores directos estuvieron dando examen ante
los "mercados".Menem hizo aprobar por el Congreso dos
grandes leyes: la de Emergencia Económica
suspendía todo tipo de subsidios, privilegios y
regímenes de promoción, y autorizaba el despido de
empleados estatales. La Ley de Reforma del Estado
declaró la necesidad de privatizar una extensa lista de
empresas estatales y delegó en el presidente elegir la
manera específica de realizarlas. Poco después,
el Congreso autorizó la ampliación de los
miembros de la Corte Suprema; con cuatro nuevos jueces el
gobierno se aseguró la mayoría y aventó la
posibilidad de un fallo adverso en cualquier caso litigioso que
generaran las reformas.
Se concentró en la rápida privatización de
ENTEL, la empresa de
teléfonos, y de Aerolíneas Argentinas. Todo se
hizo rápido, de manera desprolija e incluso a contrapelo
de otras intenciones declaradas, como fomentar la competencia
.Se aseguró a las nuevas empresas un sustancial aumento
de tarifas, escasas regulaciones y una situación
monopólica por varios años. En términos
parecidos, en poco más de un año se habían
privatizado la red vial, los canales de
televisión, buena parte de los
ferrocarriles y de las áreas petroleras.
Ante el déficit fiscal, el problema más urgente,
no hubo ambigüedades: se trataba de recaudar más, y
rápidamente, aumentando los impuestos
más sencillos -al Valor Agregado y a las
Ganancias— sin considerar dos cuestiones que las
propuestas reformistas solían atender: la mejora del
ahorro y la
inversión, y algún criterio de equidad social
En los dos primeros años el gobierno no logró
alcanzar la estabilidad. La inflación se mantuvo alta, y
los grandes grupos empresarios, pese a que nominalmente
apoyaban al gobierno y aún participaban de sus
decisiones, siguieron manejando su dinero de
acuerdo con sus conveniencias particulares. Erman
González, nuevo ministro de Economía, la
conjuró con una medida drástica: se
apropió de los depósitos a plazo fijo y los
cambió por bonos de largo
plazo en dólares: el Plan Bonex. González, un
oscuro contador riojano, del círculo más
íntimo del presidente, recibió los consejos de
los bancos
acreedores y de Alvaro Alsogaray y aplicó una receta
conocida: "se sentó sobre la caja", restringió al
máximo los pagos del Estado y la circulación
monetaria. Redujo así la inflación, pero a costa
de una fortísima recesión que, al cabo de un
año, había vuelto a deprimir fuertemente los
ingresos fiscales.

En las privatizaciones quienes rodeaban al presidente
manejaban información privilegiada y la posibilidad
de impulsar algunas decisiones de gobierno, uno de los mayores
escándalos de corrupción fue el el Swiftgate, que
involucró  a una empresa de
Estados
Unidos y ante el escándalo hubo rotaciones de
gabinete. A principios de 1991 asumió en el ministerio
de Economía Domingo Cavallo

hizo aprobar la trascendente Ley de
Convertibilidad. Se establecía una paridad
cambiaría fija: simbólicamente, un dólar
equivaldría a un nuevo "peso", y se prohibía al
Poder
Ejecutivo no sólo modificarla sino emitir moneda por
encima de las reservas, de modo de garantizar esa paridad. El
Estado, que tantas veces había emitido moneda sin
respaldo para superar su déficit -lo que finalmente
llevaba a una devaluación-, se ataba las manos para con
vencer de sus intenciones a los "operadores", y a la vez
renunciaba a su principal herramienta de intervención en
la economía. A ella siguió otra decisión
igualmente categórica: la reducción general de
aranceles
-cayeron a una tercera parte de su anterior valor-, que
concretaba la tantas veces anunciada apertura
económica.y daba fe de la seriedad con que sería
encarado el programa reformista. Los resultados inmediatos
fueron muy exitosos: terminó la huida hacia el
dólar, volvieron capitales emigrados, bajaron las tasas
de interés, cayó la inflación, hubo una
rápida reactivación económica y
mejoró la recaudación fiscal. En ese contexto, y
merced al rescate de títulos de la deuda hechos con las
privatizaciones, al año siguiente se logró el
acuerdo con los acreedores externos, en el marco del Plan
Brady: la Argentina volvió a ser confiable para los
inversores.
Pese a la voluntad reformista, no era seguro que el
Estado lograra equilibrar sus cuentas; un poco lo logró
por una mejora en la recaudación: Entre 1991 y 1994
entró al país una masa considerable de
dólares, con los que el Estado saldó su
déficit, las empresas se reequiparon y, por vías
indirectas, la gente común incrementó su consumo.
Este flujo generó optimismo y confianza, y
disimuló los costos de la reforma: el "ajuste
estructural" dejó de parecer penoso, la convertibilidad
logró amplio consenso, y el gobierno se impuso
holgadamente en su primer compromiso electoral, a fines de
199.Bajo la conducción del ministro Cavallo, un
economista de formación ortodoxa, con fuerte
vocación política, que había hecho sus
primeras armas como
funcionario en 1982, cuando estatizó y licuó la
deuda externa de las empresas. Cavallo incorporó al
gobierno un número importante de economistas y
técnicos de alta capacidad profesional y escasa
experiencia política, lo dirigió de manera
coherente y disciplinada, y lo proyectó a diversas
áreas del gobierno, que fue colonizando
sistemáticamente

Cavallo avanzó con firmeza en las
reformas, pero las llevó adelante con más
prolijidad. Se continuó con la venta de las
empresas del Estado, pero la privatización de las de
electricidad, gas y agua
incluyó garantías de competencia, mecanismos de
control y hasta venta de acciones a particulares; incluso se
previo la participación de los sindicatos en algunas de
las nuevas empresas, con lo que se ganó la buena
voluntad de los gremialistas. YPF, la más
emblemática de las empresas estatales, fue privatizada,
pero el Estado conservó una cantidad importante de
acciones, y los ingresos obtenidos se destinaron a saldar las
deudas con los jubilados, lo que atenuó posibles
resistencias

Se encaró la reforma del
régimen previsional, cambiando sustancialmente su
sentido: en lugar de fundarse en la solidaridad de los activos con
los pasivos, cada trabajador pasaría a tener su cuenta
de ahorro propia, administrada por una empresa privada; se
esperaba que sirviera para movilizar, a través de esas
empresas, una importante masa de ahorro interno,con la reforma
de los regímenes laborales, un campo en que el gobierno,
enfrentado con los sindicatos, apenas avanzó, y con la
desregulación de las obras sociales, otro tema crucial
para los sindicalistas. Con los gobiernos de las provincias se
firmó un Pacto Fiscal, para que acompañaran la
política de reducción de gastos, pero se tuvo una
amplia tolerancia con
una serie de recursos que esos gobiernos utilizaban para paliar
los efectos del ajuste y practicar el clientelismo
político.
Se expandió el consumo, gracias a sistemas
crediticios con cuotas pactadas en dólares, la
inflación cayó drásticamente -aún
podían recordarse las tasas insólitas de 1989 y
1990-, creció la actividad económica y el Estado
mejoró su recaudación y hasta gozó de un
par de años de superávit fiscal, en buena medida
debido a los ingresos por la privatización de las
empresas
El desempleo. Cada privatización estuvo
acompañada de una elevada cantidad de despidos. Como
fruto de una larga colusión de intereses entre
administradores y sindicalistas, las empresas estatales
habían acumulado una buena cantidad de empleados que,
considerados con los nuevos y estrictos criterios gerenciales,
resultaban excedentes.Los efectos se disimularon al principio,
por las importantes indemnizaciones pagadas, pero explotaron a
partir de 1995. En cuanto a las empresas privadas, la apertura
económica colocó a todas aquellas que
competían con productos
importados en la perentoria necesidad de reducir sus costos,
racionalizar sus procesos
productivos o sucumbir: debido a la sobrevaluación del
peso, los salarios, medidos en dólares, eran
elevados. 

Si las empresas quebraban, dejaban a todo
el mundo en la calle; si mejoraban su rendimiento, incorporaban
maquinaria más compleja —aprovechando los
créditos fáciles— o racionalizaban el trabajo,
se llegaba al mismo punto: trabajadores que sobraban. En este
aspecto fue decisiva la flexibilización de las
condiciones laborales; se produjo de hecho, y la
posibilitó la baja capacidad de resistencia de las
organizaciones sindicales, que cuando recurrieron a la huelga
fueron ominosamente derrotadas, otros sectores eran golpeados
por el congelamiento de sus haberes, como los empleados
estatales o los jubilados, por el encarecimiento de los
servicios
públicos, debido a la privatización de las
empresas, por el cierre de sus establecimientos, como muchos
empresarios pequeños o medianos, o por los
cortocircuitos financieros de varios gobiernos provinciales)
pese al rápido auxilio del gobierno nacional: en
Santiago del Estero, Jujuy o San Juan se produjeron las
primeras manifestaciones públicas y violentas de
descontento por el nuevo orden.
Los sectores exportadores, perjudicados por un peso
sobrevaluado -nadie consideraba que la convertibilidad pudiera
ser siquiera corregida-, recibieron subsidios, reintegros y
compensaciones fiscales. Los afectados de mayor envergadura,
las empresas que habían sido contratistas del Estado,
recibieron el premio^ mayor: participar en condiciones
ventajosas de las privatizaciones
Por entonces los sectores empresariales ya podían
advertir los límites de la transformación, mucho
más eficaz en la destrucción de lo viejo que en
la construcción de lo nuevo una parte de las
empresas -las más grandes, las que tenían acceso
más fácil a los créditos- se había
reestructurado eficientemente; sin embargo, sus posibilidades
de exportar e integrarse eficientemente en el mercado
global estaban restringidas por la sobrevaluación
del peso -encadenado a un dólar que por entonces se
revaluaba-, que encarecía sus costos. Ya no
podían influir sobre el precio de los servicios o los
combustibles, que antes se fijaban con criterios
políticos, pero sí podían tratar de
reducir los costos salariales, que en términos
comparativos eran elevados, aunque los beneficiarios no lo
apreciaran. 

Por los mismos motivos, los
estímulos a la importación eran muy fuertes: el alud de
productos extranjeros arrasó con una buena parte de las
empresas locales, y generó un déficit comercial
abultado. También crecía el déficit
fiscal, entre otras causas por la reaparición de
mecanismos de asistencia a los exportadores.Para sobrevivir
día a día, enjugar el déficit y honrar los
compromisos con los acreedores, fijados en el Plan Brady, eran
indispensables nuevos préstamos. La decisión
sobre ellos ya no reposaba en los grandes bancos, ni
dependía enteramente del aval del Fondo Monetario
internacional, instituciones con alguna preocupación
económica general: en la nueva economía, las
masas de inversiones
altamente volátiles dependían de las decisiones
de managers de fondos mutuales o fondos de inversión, a
la búsqueda, día a día, del rendimiento
más alto en cualquier rincón del mundo, y
desinteresados por cualquier política de largo plazo.
Factores absolutamente ajenos a la situación
¡local -como la oscilación de la tasa de
interés en Estados Unidos-los hacía traer o
llevar su dinero, y eso les daba una gran capacidad de presión.
Cualquier oscilación produciría una cascada de
efectos desastrosos. En realidad, gracias a la convertibilidad
había reaparecido la vulnerabilidad exterior,
característica de la economía de cien años
atrás.
Jefatura exitosa: Menem se dedicó a
adueñarse del poder del Estado, trastocando o
subvirtiendo algunas de sus instituciones. Las dos leyes
ómnibus iniciales, destinadas a afrontar la crisis
económica, le dieron importantes atribuciones, que
manejó discrecionalmente, y la ampliación de la
Corte Suprema le aseguró una mayoría segura; la
Corte falló en favor del Ejecutivo en cada
situación discutida, y hasta avanzó por sobre
jueces y Cámaras, mediante el novedoso recurso del per
saLtum. En la misma línea de eliminar posibles controles
y restricciones, el presidente removió a casi todos los
miembros del Tribunal de Cuentas y al Fiscal General -el
prestigioso Ricardo Molinas-, nombró por decreto al
Procurador General de la Nación, redujo el rango institucional de
la Sindicatura General de Empresas Públicas y
desplazó o reubicó a jueces o fiscales cuyas
iniciativas resultaban incómodas.Usó ampliamente
vetos totales y parciales, y Decretos de Necesidad y Urgencia.
Llegó, inclusive, a considerar la posibilidad de
clausurar el Congreso y gobernar por decreto. Menem se
concentraba en la política pero no se interesaba
específicamente en ninguna cuestión de la
administración.
La fidelidad se retribuía con protección e
impunidad,
hasta donde era posible. Pero además el jefe,
dueño del botín, lo distribuía
generosamente: tal fue siempre el verdadero atributo del mando.
La corrupción, ampliamente usada para limar
resistencias y cooptar adversarios, cimentó un pacto
entre los miembros del grupo gobernante, tan sólido como
el pacto de sangre que
unió a los militares durante la dictadura.
La corrupción se practicaba ostentosamente. Luego, la
corrupción se normalizó; así como se
encontró la manera de estabilizar la economía,
también se aprendió a transferir discretamente
los recursos públicos a los patrimonios privados.
Distintos personajes notables, representantes de los grandes
lobbies o iniciadores de una fortuna nueva, tenían
acceso privilegiado a las decisiones del gobierno y destinaban
parte de los beneficios obtenidos a vastas "cajas negras", cuyo
contenido se redistribuía ampliamente, según
normas -no
públicas- de rango y jerarquía.
En suma, técnicamente hablando, el país estuvo
gobernado por una banda.
E1 talento político de Menem se manifestó, sobre
todo, en su capacidad para hacer que el peronismo aceptara las
reformas.
Luego de la derrota de 1983, y aceptadas las nuevas condiciones
que la democracia planteaba a la política, había
abandonado progresivamente sus características de
"movimiento",
sólidamente anclado en las organizaciones gremiales,
para convertirse en un partido de forma más
convencional, con comités, organizaciones distritales y
una conducción nacional elegida por voto directo. Los
triunfos electorales, y el control de gobernaciones e
intendencias, permitieron a los cuadros políticos
independizarse de las cajas gremiales, de modo que
disminuyó el peso de los sindicalistas.
Entre los sindicalistas, Saúl Ubaldini reivindicó
la tradición histórica, dividió la CGT e
intentó nuclear a los más directamente golpeados
por las reformas, como los trabajadores estatales o los
telefónicos. Pero Menem logró la adhesión
de otros sindicalistas, que advirtieron los beneficios de
plegarse a la política reformista, y sobre todo los
costos de no hacerlo; muchos dirigentes obtuvieron beneficios
personales, y algunos gremios como Luz y Fuerza,
transformados en organizaciones empresa-rias, participaron en
las privatizaciones. El grueso de los dirigentes sindicales,
encabezados por Lorenzo Miguel, mantuvo una prudente distancia,
hasta comprobar la solidez de la jefatura de Menem; entonces la
acataron.
Fuera del peronismo, la oposición política fue
mínima En rigor, los radicales no sabían
cómo enfrentar a Menem, que llevaba adelante de manera
brutal pero exitosa la política reformista encarada por
Alfonsín en 1987; las diferencias en su
ejecución, aunque eran importantes, no alcanzaban para
sustentar un argumento opositor
En 1990 Menem clausuró el flanco militar, 
indultándolos a fines de 1989, dentro de su
política más general de reconciliación, y
a fines del año siguiente indultó a los ex
comandantes, condenados en 1985, pese a la fuerte
movilización en contra de la medida.
Asumió el mando del Ejército el general
Martín Balza, que acompañó a Menem hasta
el final de su segundo gobierno. Menem encontró un jefe
notable, que mantuvo la disciplina y la subordinación
del Ejército en medio de circunstancias
difíciles. El presupuesto
militar fue drásticamente podado, en el contexto del
ajuste de los gastos estatales, y se privatizaron numerosas
empresas militares En 1994 en el cuartel de Zapala murió
un conscripto -Ornar Carrasco-, víctima de malos tratos;
el escándalo, cuando Menem preparaba su
reelección, culminó en la supresión del
servicio
militar obligatorio y su remplazo por un sistema de
voluntariado profesional En 1995, sorpresivamente, Balzaj
realizó la primera autocrítica de la
acción del Ejército en la represión, y
afirmó que la "obediencia debida" no Justificaba 
los actos aberrantes cometidos; se trataba de la primera
autocrítica, y aunque la declaración de Balza no
tuvo un eco clamoroso entre sus camaradas, contribuyó al
comienzo de la revisión de lo actuado durante el
Proceso.
Un apoyo similar encontró Menem en la Iglesia, en la
figura del cardenal Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos
Aires. Un grupo de los obispos, que creció a medida que
se agudizaban los efectos del ajuste y la reforma, se hizo
vocero del amplio sector de las víctimas y
reclamó del gobierno políticas de sentido social.
Quarracino moderó este coro de disconformes, y
evitó pronunciamientos masivos de la Conferencia
Episcopal; en cambio, Menem lo acompañó en la
defensa de las posiciones más tradicionales, sostenidas
por el Papa, como el rechazo del aborto y el
"derecho a la vida".
Menem estableció excelentes vínculos personales
con George Bush, los recreó rápidamente con Bill
Clinton, y pudo acudir a ellos en busca de respaldo.
editar brevemente la política exterior
La reelección
Menem comenzó a hablar de la reforma
constitucional que lo habilitara para ser reelecto la idea de
la reforma, destinada sobre todo a modernizar el texto
constitucional —pero sin descartar la cuestión de
la reelección-, había sido lanzada en 1986 por
Alfonsín, sin lograr el apoyo del
peronismo..Sorpresivamente, en noviembre de 1993 Menem y
Alfonsín se reunieron en secreto y acordaron las
condiciones para facilitar la reforma constitucional: esta
habría de contener la cláusula de
reelección y una serie de modificaciones impulsadas por
la UCR con ánimo de modernizar e! texto y reducir el
margen legal para la hegemonía
presidencial. 

Éstas eran la elección
directa, con barotage, la reducción del mandato a cuatro
años, con la posibilidad de una reelección
—pero sin vedar la electividad futura-, la
creación del cargo de Jefe de Gobierno, la
designación de los senadores por voto directo,
incluyendo un tercero por la minoría, la elección
directa del Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, la
creación del Consejo de la Magistratura, para la
designación de los jueces, y la reglamentación de
los decretos de necesidad y urgencia.
Jefatura decadente
A lo
largo de 1994, mientras se reformaba la Constitución,
empezaron a notarse las dificultades que provocaba la suba de
las tasas mundiales de interés. Por entonces el ministro
Cavallo lanzó la llamada Segunda Reforma del Estado, con
nuevas privatizaciones -entre ellas, las centrales nucleares y
el Correo-, y un severo ajuste de las transferencias de fondos
a las provincias. Frente a él, los gobernadores y otros
sectores del peronismo histórico afirmaron que
había llegado la hora del reparto, de atenuar el rigor
del ajuste y de actuar en función
de las próximas elecciones. Eduardo Duhalde, que acababa
de lograr reformar la Constitución de Buenos Aires para
habilitar su reelección, fue una de las voces destacadas
en esta campaña de "peronización" del gobierno.la
crisis mexicana del "tequila".El gobierno de ese país
devaluó su moneda, y en un clima de mucha sensibilidad,
hubo un retiro masivo de fondos internacionales de la
Argentina. las empresas pudieron superar los problemas
derivados de la peso, un poco por la fuerte caída de los
salarios reales, y otro por la mejora en la productividad
lograda por las más grandes, las mismas que, a
diferencia del común, podían obtener
fácilmente créditos en el exterior.
La deuda extema creció de manera sostenida, y los 60 mil
millones de dólares de 1992 se convirtieron en 100 mil
en 1996. Definitivamente, la economía argentina estaba
en terapia intensiva: dependía del flujo de capitales
externos, y del humor de los inversores, que desde entonces fue
en general malo, y mucho peor durante los años en que se
derrumbaron varios de los mercados emergentes. En 1995
terminaron los tiempos de la afluencia fácil de
capitales externos y de la consiguiente holgura fiscal; la
tendencia dominante fue la restricción, con sus
conocidos efectos: suba de las tasas de interés,
recesión, penuria fiscal y mayores dosis de ajuste y
reforma. el  gobierno quedó atrapado entre las
exigencias de mayor ajuste, para "cerrar las cuentas", y los
reclamos crecientes de una sociedad que iba recuperando su voz;
perdió la posibilidad de diseñar a largo plazo, y
se limitó a capear la situación, día a
día. 

El ministro salió con éxito
de la crisis de 1995. Inició una nueva serie de
privatizaciones, hizo declarar la emergencia previsional y,
básicamente, restringió los fondos transferidos a
los gobiernos provinciales, que pasaron por momentos de
zozobra; muchos no pudieron pagar los sueldos de sus empleados,
y finalmente se vieron obligados a realizar su propio ajuste,
sacrificando algunas de sus fuentes de
clientelismo: venta de empresas públicas y de bancos
provinciales, reducción de las plantas de
empleados y transferencia a la Nación de sus sistemas jubilatorios. Pero
Cavallo quedó en el ojo de la tormenta. Los dirigentes
provenientes del peronismo tradicional se hicieron eco del
fuerte malestar social, que afectaba sus propias bases
electorales; reclamaron contra una política que ahora
juzgaban poco peronista y excesivamente apegada a las recetas
del Fondo Monetario Internacional. A fines de julio de 1996
Menem lo relevó y lo reemplazó por Roque
Fernández, un economista ortodoxo que presidía el
Banco Centrad Los "mercados" lo aceptaron con naturalidad y no
se conmovieron.

 Roque Fernández no
tenía pretensiones de político, ni tampoco
preocupaciones de largo plazo: abrumado en la ortodoxia
liberal, preocupado exclusivamente por ajustar las cuentas
fiscales, no se apartó un ápice de esa
línea y resistió eficazmente las presiones de
todo tipo. Así, subió sin piedad el precio de los
combustibles, elevó el Impuesto al
Valor Agregado, que llegó al insólito nivel
del 21%, redujo el número de empleados públicos y
finalmente realizó sustantivos recortes en el
presupuesto. Además, impulsó las privatizaciones
pendientes: el correo, los aeropuertos y el banco Hipotecario
Nacional, y vendió las acciones de YPF en poder del
Estado al accionista mayoritario, la empresa española
Repsol. Resolvió todo rápidamente, con la
única preocupación de mejorar los ingresos de
caja.

    1997 tailanda
devaluó su moneda
    crisis financiera en Hong Kong derrumbe de
la bolsa
    derrumbes financieros: Corea, Japón, Rusia
    Brazil devaluó su moneda en 1999
agravaron la crisis en la Argentina
El gobierno de Menem llegaba a su fin sin margen siquiera para
hacer beneficencia electoral, y debió cerrar su
presupuesto con un déficit tan abultado que no se
atrevió a declararlo. La desuda externa trepaba por
entonces a 160 mil millones, el doble que en 1994.
Editar en lo posible lo siguiente que está entre
comillas
:
""1995 fue un año crítico: en varias provincias
hubo manifestaciones violentas encabezadas por empleados
públicos que cobraban en bonos de dudoso valor; en
Tucumán se agregó el cierre de varios ingenios, y
en Tierra del
Fuego el retiro de las fábricas electrónicas,
ante el fin del régimen promocional. Al año
siguiente, mientras las organizaciones gremiales —la CGT,
el MTA y el CTA- finalmente confluían para realizar dos
huelgas generales/contra la ley de flexibilización
laboral y la
política económica, la oposición
política -el FREPASO y la UCR— impulsó una
protesta ciudadana: un apagón de cinco minutos y un
"cacerolazo",
que fue apoyado por entidades de todo tipo, incluidas las
defensoras de derechos
humanos. Por entonces cambiaron las autoridades de la
Conferencia Episcopal -monseñor Estanislao Karlic,
más severo, reemplazó a Quarracino, complaciente
con el Gobierno- y la Iglesia empezó a sumar su voz a
las protestas.
Al año siguiente los gremios docentes -la
CTERA-, que venían realizando infructuosamente marchas y
huelgas, encontraron una nueva forma de acción, que
resultó muy eficaz: instalaron una "carpa blanca" frente
al Congreso, donde por turnos grupos de docentes de todo el
país ayunaban, mientras recibían visitas y
adhesiones, organizaban actos y hacían declaraciones por
la radio y
la
televisión; en suma, constituían una noticia
permanente, y sin el costo de
interrumpir las clases. Algo parecido, aunque en otro tono,
fueron los cortes de rutas en (Cutral Có y Tartagal,
localidades de las zonas petroleras de Neuquén y Salta,
muy afectadas por la privatización de YPF y los despidos
masivos. 

"Piqueteros" y "fogoneros" -que
también aparecieron en Jujuy, afectados por los despidos
del Ingenio Ledesma— interrumpieron el tránsito,
incendiaron neumáticos, organizaron ollas populares y
reunieron tras de sí a trabajadores desocupados, a
jóvenes que nunca pudieron trabajar, a sus familiares y
amigos, dispuestos a enfrentar la eventual represión a
pecho descubierto, con piedras y palos. Era la
movilización de los desocupados, violenta y a la vez
reacia a cualquier tipo de acción organizada. El
gobierno a veces apeló a la justicia y a la
Gendarmería, y entonces hubo violencia, heridos y
algún muerto. Otras veces negoció, con los buenos
oficios de infaltables curas u obispos. No había mucho
para ofrecer, pero los "piqueteros" solían contentarse
con poco: ayuda en alimentos o
ropa, y sobre todo contratos de
empleo
transitorio, los "planes Trabajar", con los que se aliviaba la
situación.
Este tipo de movilización tuvo imitadores y se
acentuó a medida que avanzaba la crisis: estudiantes que
cortaban las calles de las ciudades, o productores rurales que
realizaban "tractorazos", sumados a algún episodio
violento, con ataque y saqueo a los edificios públicos,
indicaban un estado de efervescencia generalizado y la
reaparición de la politica en la calle, como en los
años setenta, pero esta vez ante la televisión, que era vehículo
fundamental para que la acción tuviera trascendencia y
eficacia, pues
la espectaculari-dad fue clave en la nueva protesta.
Menem fracasó, pero logró mantener viva la
ilusión casi hasta concluir su gobierno, atenuando el
problema del fin de reinado. Además afectó
profundamente a Duhalde, que en la campaña electoral
tuvo que acentuar su perfil opositor, y presentar propuestas
alternativas, poco creíbles y que no conformaron a
nadie. Por otra parte, los gobernadores peronistas prefirieron
tomar distancia del conflicto y muchos anticiparon las
elecciones en sus provincias, para no comprometerse con el
destino de Duhalde, que no pudo alinear detrás de
sí un partido unido y galvanizado. Como en 1983, el
peronismo llegó a la elección de 1999 sin
líder, y perdió.
El más novedoso era el del FREPASO, que tuvo un notable
crecimiento electoral. Allí convergían disidentes
del P] y la UCR, la Unidad Socialista y otros pequeños
grupos provenientes de la izquierda o el populismo;
gradualmente se agregaron fragmentos menos conspicuos de la
maquinaria electoral justicialista. El FREPASO nunca
llegó a tener una inserción territorial
comparable a la de los grandes partidos, ni tampoco una
organización y reglas de discusión
y decisión explicitadas. Fue un partido de jefes. Poco
después de las elecciones, el candidato presidencial
José O. Bordón lo abandonó; Chacho
Álvarez, que tenía gran capacidad para
desenvolverse ante los medios periodísticos y definir
día a día la línea de la
agrupación, quedó como dirigente principal,
secundado por Graciela Fernández Meijide y Aníbal
Ibarra. El FREPASO entusiasmó a muchos, y fue la
expresión de una nueva y muy modesta primavera.
Recogió distintas aspiraciones de la sociedad, no
siempre compatibles: una renovación de la
política y de los hombres, y la constitución de
una fuerza de centroizquierda, alternativa de los dos partidos
tradicionales. Sin repudiar la transformación
económica producida, puso el acento en los problemas
sociales que generó y en las cuestiones
éticas y políticas: la corrupción, el
deterioro de las instituciones.
La UCR pasó la crisis que arrastraba desde el
catastrófico final de la presidencia de Alfonsín,
logró superar las divisiones internas y obtuvo algunos
éxitos electorales significativos, sobre jodo con
Femando de la Rúa -imbati-ble candidato porteño-,
electo en 1996 primer Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos
Aires. Desde 1995 la UCR y el FREPASO concertaron su
acción parlamentaria, luego establecieron un acuerdo en
la ciudad de Buenos Aires.
José Luis Machinea, del equipo de Juan Sourrouille y con
buenas relaciones con el establishment, quedó a cargo
del programa económico. La negociación de las
candidaturas, aunque compleja, se resolvió exitosamente;
hubo una elección interna abierta por la candidatura
presidencial, donde De la Rúa venció ampliamente
a Fernández Meijide, y un acuerdo para el reparto de las
principales candidaturas y cargos. Alvarez
acompañó en la fórmula a De la Rúa,
mientras que en el justicialismo Palito Ortega se
encolumnó detrás de Duhalde; Domingo Cavallo
creó otra fuerza política, Acción para la
República, para organizar el voto del sector de centro
derecha.
En la elección presidencial. De la Rúa y
Álvarez obtuvieron un triunfo claro: el 48,5% de los
votos, casi diez puntos más que Duhalde. Al momento de
asumir, la Alianza gobernaba en seis distritos y tenía
mayoría en la Cámara de Diputados; el
justicialismo tenía amplia mayoría en el Senado y
controlaba catorce distritos, entre ellos los más
importantes: Buenos Aires -allí Graciela
Fernández Meijide fracasó ante Carlos Ruckauf-,
Santa Fe y Córdoba, donde los radicales perdieron por
primera vez desde 1983. De la Rúa recibió un
poder limitado en lo político y condicionado por la
crisis económica. Pronto se agregó la dificultad
para transformar una alianza electoral en una fuerza
gobernante.""

 

Jorge Caiella

Partes: 1, 2, 3, 4
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