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El cuerpo en la literatura O la literatura del cuerpo (página 2)



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Es que, contrario a lo que piensan muchas personas, el
tema erótico no es exclusivo de la modernidad, o de
la "posmodernidad".  Allí están el
Kama Sutra, el Satiricón, Las mil y una
noches
, Los Cuentos de
Canterbury,
el sublime texto
bíblico El cantar de los cantares, El Decamerón,
Los 120 días de Sodoma
, etc. Ya en la modernidad
contamos con los trabajos contracanónicos del
Marqués de Sade, El amante de Lady Chatterley, la
obra de Georges Bataille, de Henry Miller, los testimonios de
Anais Nin, etc. Pero es a partir de los años 60 del siglo
pasado que el erotismo protagoniza un boom en la literatura mundial, a
raíz de la revolución
sexual y de los movimientos hippie, gay y feminista en Estados Unidos,
Europa y América
Latina.  Sin embargo, la sociedad
costarricense, desde la cual escribo, y su literatura, debieron
esperar casi cuatro décadas para que el cuerpo y el placer
-esos espectros temibles de la mojigatería- emergieran
clara, y a veces escandalosamente, en el discurso
literario.  A estas alturas, entrados ya en el siglo XXI,
todavía muchos lectores se escandalizan por lo que
consideran pornográfico en un relato, caso del
escandalillo provocado por uno de los cuentos de Uriel Quesada,
publicado en el semanario Áncora del diario La
Nación
hace pocos años.  Desde las
insinuaciones de Alfonso Chase, pasando por el erotismo
intelectualizado y mágico de Ana Cristina Rossi, hasta el
grotesco de Alexander Obando, asistimos hoy a discursos
renovadores en las letras ticas. Desafortunadamente hay autores
que ansían incorporarse a esta tendencia sin nada
interesante que decir, con cosmovisiones estereotipadas y
carentes de rigor expresivo.

Michel Foucault, el
pensador francés, planteaba que el cuerpo está
atravesado por los discursos (como San Sebastián por las
flechas), especialmente por los de la modernidad. El nacimiento
de la clínica, por ejemplo, obedece no a un ejercicio
espiritual de caridad humana, sino a una realidad
económica del capital para
reorganizar y proteger los recursos
humanos como productores de mercancía, de tal manera
que potencien su productividad.
Así se desarrollan los dispositivos para la vigilancia y
el castigo (escuelas, fábricas, clínicas,
tribunales, prisiones, gimnasios, academias, etc.), es decir,
para la disciplina
social: escolar, laboral,
médica, judicial, policiaco-militar, deportiva,
artística, etc.

Lo que conocemos como "posmodernidad" se despliega entre
la voluntad de control absoluto
y el narcisismo. Por eso se habla del cuerpo como un "alter ego".
Se hace del mismo un socio que se halaga o un adversario al que
se le combate para darle la forma deseada. Este discurso de
perfeccionamiento del cuerpo es un discurso cuasireligioso del
que algunos científicos son profetas y apóstoles.
Por un lado, empujados por el individualismo
(¿democrático?) los individuos obtienen una
expresión de poder sobre el
cuerpo, reduciéndolo a espacios de representación,
de independencia,
de creación, etc., mediante una elección que nos
libera de la genética
(el piercing, la cirugía estética, el tatuaje, etc), y que, dicho
sea de paso, resemantiza antiguas prácticas
rituales.

En sentido inverso, la cibernética sostiene la fantasía del
interfaz, que nos ata a un dispositivo tecnológico que
extiende nuestras facultades a escala global;
pero también a un presupuesto
filosófico de carácter puritano que abomina del cuerpo en
una especie de mea culpa por no haber sido fabricado como
todos los demás objetos de nuestra cultura. Los
internautas, por ejemplo, se quedan en un contacto que es
imposible con el cuerpo real. El mundo del simulacro se impone.
Una posmodernidad de tecnología liviana
sin rostro, hecha de máscaras, permite la
desaparición del yo y del otro. Los sujetos son meras
sumas de datos, lejos de
la enfermedad y de la muerte, de
la vida humana. El hombre
deviene en cyborg, se desprende del cuerpo para aspirar a
la inmortalidad gracias a la tecnología. Esta
fantasía cibernética, de la cual no está
exenta la literatura, tiene inspiración neo-religiosa y
milenarista (recordemos el mito de
Ícaro). Como dice el guionista de Blade Runner:
"algún día el que le dispare a un robot
podrá verlo sangrar y llorar y si el robot contraataca
verá salir del cuerpo humano
herido una columna de humo gris. Un gran momento para el hombre".
Añoramos un mundo poblado de máquinas,
reproduciéndose, manteniéndose a sí mismas
en un estado de
inmortalidad virtual.

Ciertamente el hombre necesita prolongar sus cualidades
corporales a través de prótesis
(anteojos, micros y telescopios: la vista; medios de
transporte;
las piernas; audífonos, telefonía: el oído;
etc.) para alcanzar mejores niveles de aprehensión de la
realidad, de producción y movilización. De
allí el ideal del cyborg. La pregunta es:
¿cómo vamos a "cyborizar" el mundo en un contexto
de extrema desigualdad como el que vivimos? Los manifiestos
cyborg son reinterpretaciones razonadas de la nueva
utopía: después del Buen Salvaje viene el
Hombre Biónico. Utopía que desprecia lo
humano y diviniza lo robótico. Ciertos discursos de este
tipo (grotescos algunos, ridículos otros, fachosos en
general), coinciden en la negación del cuerpo y de
los sentidos
para ocultar la creciente desigualdad del hombre. Mucha de la
literatura fantástica contemporánea, especialmente
de las metrópolis, apunta hacia ello.

El escritor, como cualquier trabajador, también
somete su cuerpo a una rigurosa disciplina para producir su obra.
(Recordemos a Dostoyevsky escribiendo febrilmente asediado por la
epilepsia. O a César Vallejo estremeciéndose de
frío y hambre). El discurso literario parte del cuerpo
individual del escritor para insertarse en el cuerpo social, pero
dialógicamente. Es decir, los discursos sociales
también pasan por el cuerpo del escritor. Freudianamente
podríamos decir que, incluso, es la posibilidad
erótica que tiene en cuanto sublima y proyecta sus deseos
y traumas a través de la palabra y sus ficciones. La
sexualidad, o
si se quiere, los deseos, esas pulsiones incestuosas y asesinas,
se descargan por otras vías.

Recordemos, a propósito de Freud, que el
deseo no es búsqueda de un objeto o de una persona que
aportaría satisfacción.

Mejor dicho, es más que eso. Es la
búsqueda de un lugar, de un momento de felicidad sin
límite, de un paraíso perdido. Ése deseo es
reprimido e inscrito en el inconciente, mientras lo sustituyen
otros deseos, entre ellos el deseo de hijo, que es una modalidad
de reencuentro y de satisfacción de los primeros deseos de
todo ser hablante, sea hombre o mujer. Como todo
deseo, es inconciente, no está activo desde el origen,
como lo están Eros y Tánatos. Se construye, se
elabora y se dialectiza en el devenir sexuado de cada uno. (No
debe confundirse «desear un hijo» con «querer
un hijo», expresión que designa una
aspiración conciente de portar, de tener o de traer al
mundo un hijo). La confusión entre el hijo del deseo
inconciente y el de la aspiración conciente, aun de la
voluntad deliberada, es corriente en el discurso común. La
expresión «hijo no deseado» se ha convertido
en sinónimo inadecuado de hijo accidental, y la de
«hijo deseado», en el equivalente de hijo programado.
El deseo de hijo se actualiza en una demanda al
Otro, que encarna el compañero y, en caso de infertilidad,
la ciencia
médica.

Común a los dos sexos, el deseo de hijo parece,
sin embargo, más presente en la mujer a
través de su cuerpo, en la maternidad real,
simbólica o imaginaria. Esta es la prueba de su
sexuación en tanto mujer. La clínica
psicoanalítica enseña, por una parte, que en el
nivel del inconciente la mujer realiza y vive su femineidad
especialmente a través de este deseo de una maternidad si
no real, al menos simbólica o imaginaria, y por otra
parte, que un rechazo de este deseo es siempre un rechazo de la
femineidad. Para el hombre, este deseo de hijo no es el pasaje
obligado de la realización de su masculinidad, ni siquiera
de su paternidad. El hombre actualiza esas modalidades de
existencia y de goce en su relación con las mujeres y en
sus realizaciones sociales. En la dialéctica y la lógica
de este deseo, un hombre desea ante todo procrear. Esta
procreación concierne al mismo tiempo a la
mujer y al hijo. Constituye a la mujer como madre y deviene
así agente de su femineidad. Procrear, para un hombre, es
gozar de la diferencia sexual y desear encarnar ese goce en la
transmisión de un nombre. El hijo será el signo y
el portador de este goce y encarnará la transmisión
de la filiación.

Pero, regresando al escritor, se dice que los enunciados
dotan de sentido lo que nombran. Sin embargo, siguiendo a Michel
Foucault, lo nombrado adquiere un peso mayor, pues no sólo
lo caracteriza, sino que, además, lo produce, lo realiza.
Es decir, las palabras producen el mundo de las cosas, de lo que
es posible ver, porque existe, en determinado momento
histórico. Dicho de otro modo: las palabras no
están allí sólo para describir los objetos,
sino para hacer posible la existencia de estos. Así, los
discursos con relación al cuerpo humano y a la literatura,
o al arte en general
frente a la masculinidad y la femineidad, configuran y producen
al mismo cuerpo (masculino o femenino) y a la misma literatura,
dotándolos de sentido y provocando formas concretas de
dialogar e interactuar con y frente a ellos.
Los discursos sobre el cuerpo y la literatura, y viceversa, van a
moldear, histórica, social y culturalmente, a esos
objetos. Porque son constructos socioculturales, por lo tanto
están sujetos a variaciones. Esta premisa es trabajada por
Judith Butler (Cuerpos que importan. Sobre los límites
materiales y
discursivos del "sexo
", Paidós, 2002) en su teoría
performativa del sexo y la
sexualidad donde se describe lo que se conoce como
Teoría Queer, o de lo "raro". El constructivismo
ya hablaba de la construcción del género, es
decir, que las categorías femenino y masculino, o lo que
es lo mismo, los roles de género, son constructos sociales
y no roles naturales. Pero Butler sobrepasa el género y
afirma que el sexo y la sexualidad lejos de ser algo natural son,
como el género, algo construido. Butler llega a esta
conclusión basándose en las teorías
de Freud y sobre todo de Lacan. De este último parte al
hablarnos de lo "forcluido", es decir, de aquellas posiciones
sexuales que suponen un trauma el ocuparlas. Ante el miedo a
ocupar alguna de estas, el individuo se
posiciona en una heterosexualidad falogocéntrica, es
decir, una heterosexualidad regida por la normativa del imperialismo
heterosexual masculino en la que asumir la sexualidad hetero
implica asumir un sexo determinado.

Lo anterior se logra por 1. la invocación o la
primera cita: "el niño o la niña", que adquieren la
materialidad en el cuerpo y el género. 2. la cita
reiterada de la invocación que es la expresión
performativa: "… reiteración de la norma y, en la medida
en que adquiera la condición de acto en el presente,
oculta o disimula las convenciones de las que es una
repetición". 3. la aparente teatralidad, en la que el
niño, o la niña, deben actuar según las
citas que sobre ella se apelen, de forma tal que sea imposible
revelar plenamente su historicidad. El guión que
permitirá esta teatralidad está dado en el marco de
unas relaciones familiares y sociales, y "articulado a una cadena
de convenciones sociales, desde la cual se defina y caracteriza
el ser hombre o mujer en un contexto social determinado"
(ibídem).
Llama la atención lo concerniente a la teatralidad,
lo que implica una puesta en escena sociocultural donde hay
guiones, más o menos establecidos, que se cumplen. Como
veremos más adelante, la literatura también es,
fundamentalmente, una puesta en escena, mejor dicho, una puesta
en palabra. En este sentido, y como lo expresaba Foucault, el
cuerpo lleva en su vida su muerte, en su
fuerza su
debilidad, la sanción de verdad y de error, de la misma
manera que conlleva también, e inversamente, el
origen-procedencia. O como dice el famoso verso en los
Cuartetos del poeta T.S. Elliot, "en mi comienzo
está mi fin". La Escuela como
institución moderna parece estar dirigida concretamente a
inscribir en los cuerpos los preceptos sociales imperantes. En
palabras de Bourdieu, "sigue transmitiendo los presupuestos
de la representación patriarcal (basada en la
homología entre la relación hombre/mujer y la
relación adulto/niño), y sobre todo, quizás,
los inscritos en sus propias estructuras
jerárquicas…" (Pierre Bourdieu, La
dominación Masculina
, Anagrama, 2000).

La literatura, como ya se dijo, es un constructo
sociocultural que se realiza como puesta en escena, y se
socializa a través de los instituyentes culturales, es
decir, de instituciones
tales como la escuela, la academia, la prensa y el mundo
editorial. La práctica escritural no es más que una
puesta en texto, o si se quiere, una puesta en palabras. El
escritor es un dramaturgo, director de escena y actor a la vez,
que recrea y resemantiza su experiencia social, consciente o
inconcientemente, desplegándola en un texto plagado de
intertextos procedentes de diversas formaciones culturales y
discursivas, además de la suya. Como decía Fernando
Pessoa, el gran poeta portugués, es un "drama en gente".
En ese sentido el escritor también es un queer, en
tanto es un tránsfuga y un transexual referido a los
diferentes roles que debe ocupar y manejar en su escritura.
Pero también porque, generalmente, es un bicho raro en la
institucionalidad enajenadora de una sociedad globalizada
mercantilmente.

En un presente globalizado por la mercancía y el
capital transnacional, y desde un tercer mundo cada vez
más periférico y sometido, la reflexión
apunta hacia la transnacionalización literaria y la
desterritorialización de los cuerpos. Dicho de otra
manera, en la posmodernidad el cuerpo es importante como
productor y consumidor de
mercancías, no como ciudadanía. Y la literatura es importante
como producto, no
como conocimiento.
Por eso se eliminan aranceles a
los productos y a
los trasiegos financieros, o se imponen tratados de
libre comercio
(que de tratado, comercio y
libre tienen muy poco, para no decir nada, porque el simulacro y
la impostura también se imponen); pero se construyen altos
muros de impunidad para
que las personas, que no son ciudadanas o ciudadanos, no puedan
transitar.

El corpus de la literatura contemporánea, de
alguna manera, está atrapado en esa telaraña
ambigua del mercado total y
en las redes
virtuales y reales del poder, donde la economía libidinal
también aplica su hegemonía como mercancía
transnacional. La única salida que se le presenta es el
éxito
edulcorado o la invisibilidad, tal y como a la inmensa
mayoría de los ciudadanos del mundo: sobrevivencia o
agonía. O la resistencia. He
allí el gran dilema del escritor contemporáneo, de
las diferentes literaturas y oralituras, y del discurso
artístico en general.

***

* Ponencia leída el 27 de noviembre del 2008 en
el Conversatorio sobre Literatura y corporalidad convocado
por el Colectivo de artistas costarricenses en el marco de
su proyecto
escultórico El jardín de las delicias, en la
Galería Génesis de San José, Costa
Rica.

 

 

 

Autor:

Adriano Corrales Arias

Escritor.

Partes: 1, 2
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