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Leyendas de México




Enviado por Alejandro Amaya



Partes: 1, 2

    1. La llorona
    2. La calle
      del niño perdido
    3. La
      Leyenda de los Volcanes

    La
    llorona

    Leyenda prehispánica de
    México

    Los cuatros sacerdotes aguardaban
    expectantes.

     Sus ojillos vivaces iban del cielo estrellado en
    donde señoreaba la gran luna blanca, al espejo argentino
    del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos silenciosos
    bajaban en busca de los gordos ajolotes.

     Después confrontaban el movimiento de
    las constelaciones estelares para determinar la hora, con sus
    profundos conocimientos de la astronomía.

     De pronto estalló el grito….

    Era un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un
    sonido agudo
    como escapado de la garganta de una mujer en
    agonía.

    El grito se fue extendiendo sobre el agua,
    rebotando contra los montes y enroscándose en las alfardas
    y en los taludes de los templos, rebotó en el Gran Teocali
    dedicado al Dios Huitzilopochtli, que comenzara a construir Tizoc
    en 1481 para terminarlo Ahuizotl en 1502 si las crónicas
    antiguas han sido bien interpretadas y parecio quedar flotando en
    el maravilloso palacio del entonces Emperador Moctezuma
    Xocoyótzin.

     – Es Cihuacoatl! — exclamó el más
    viejo de los cuatro sacerdotes que aguardaban el
    portento.

     – La Diosa ha salido de las aguas y bajado de la
    montaña para prevenirnos nuevamente –, agregó el
    otro interrogador de las estrellas y la noche.
    Subieron al lugar más alto del templo y pudieron ver hacia
    el oriente una figura blanca, con el pelo peinado de tal modo que
    parecía llevar en la frente dos pequeños
    cornezuelos, arrastrando o flotando una cauda de tela tan
    vaporosa que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar.
     

    Cuando se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron
    a lo lejos, por el rumbo del señorío de Texcocan
    todo quedó en silencio, sombras ominosas huyeron hacia las
    aguas hasta que el pavor fue roto por algo que los sacerdotes
    primero y después Fray Bernandino de Sahagún
    interpretaron de este modo:

     "…Hijos míos… amados hijos del
    Anáhuac, vuestra destrucción está
    próxima…."
      Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y
    conmovedores, para decir, cuando ya se alejaba hacia la colina
    que cubría las faldas de los montes:

     "…A dónde iréis…. a dónde
    os podré llevar para que escapéis a tan funesto
    destino…. hijos míos, estáis a punto de
    perderos…"
      Al oir estas palabras que más tarde comprobaron los
    augures, los cuatro sacerdotes estuvieron de acuerdo en que
    aquella fantasmal aparición que llenaba de terror a las
    gentes de la gran Tenochtitlán, era la misma Diosa
    Cihuacoatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre
    que había heredado a los dioses para finalmente depositar
    su poder y
    sabiduría en Tilpotoncátzin en ese tiempo
    poseedor de su dignidad
    sacerdotal.

     El emperador Moctezuma Xocoyótzin se
    atuzó el bigote ralo que parecía escurrirle por la
    comisura de sus labios, se alisó con una mano la barba de
    pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces
    aunque tímidos, en el viejo códice dibujado sobre
    la atezada superficie de amatl y que se guardaba en los archivos del
    imperio tal vez desde los tiempos de Itzcoatl y Tlacaelel.
      El emperador Moctezuma, como todos los que no están
    iniciados en el
    conocimiento de la hierática escritura,
    sólo miraba con asombro los códices multicolores,
    hasta que los sacerdotes, después de hacer una reverencia,
    le interpretaron lo allí escrito.
      —Señor, — le dijeron –, estos viejos anuales
    nos hablan de que la Diosa Cihuacoatl aparecerá
    según el sexto pronóstico de los agoreros, para
    anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.

     Dicen aquí los sabios más sabios y
    más antiguos que nosotros, que hombres extraños
    vendrán por el Oriente y sojuzgarán a tu pueblo y a
    ti mismo y tú y los tuyos serán de muchos lloros y
    grandes penas y que tu raza desaparecerá devorada y
    nuestros dioses humillados por otros dioses más
    poderosos.
      — Dioses más poderosos que nuestro Dios
    Huitzilopochtli, y que el Gran Destructor Tezcatlipoca y que
    nuestros formidables dioses de la guerra y de la
    sangre? —
    preguntó Moctezuma bajando la cabeza con temor y
    humildad.
      — Así lo dicen los sabios y los sacerdotes
    más sabios y más viejos que nosotros, señor.
    Por eso la Diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac lanzando
    lloros y arrastrando penas, gritando para que oigan quienes sepan
    oír, las desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro
    Imperio.

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