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Lo rural maravilloso en la narrativa de Guillermo Morón




Enviado por enrique viloria vera



Partes: 1, 2, 3, 4

    1. El caserío y la villa:
      gentilicios estrictos
    2. La maestra
      ejemplar
    3. La Plaza,
      las placitas y los compinches
    4. La
      Iglesia, los curas y otras autoridades
    5. Un
      río enardecido
    6. El gallo
      seductor y las mujeres seducidas
    7. Otros
      animales de la comarca

    Introducción

    Pero no se trata de la historia de la muerte,
    sino de la empedernida memoria de la
    vida, una vida sin subidas ni bajadas,

    más bien en llano, y al pasitrote eso
    sí, son las metáforas que tengo iguales a la memoria,
    aunque la mayor parte del tiempo
    el

    automóvil y el avión han sido los
    vehículos que han llevado y traído a Francisco por
    el mundo, es como si anduviera a pie,

    en su burro chueco de la infancia y en
    los caballitos sin maña de la hacienda La Pastora. La
    memoria restituye las imágenes.

    Guillermo Morón

    En estos tiempos posmodernos de posadas escuetas, de
    turismo de
    aventura, de reivindicación de lo natural y sin afeites,
    donde lo rural se vuelve maravilla alejada de la urbana
    cotidianidad, esta saga de Carora, de Cuicas, de sí mismo,
    que Guillermo Morón ofrece en cinco de sus libros de
    ficción: El gallo de las espuelas de oro, Historias
    de Francisco y otras maravillas, Los hechos de Zacarías,
    Ciertos animales criollos
    y El catálogo de las mujeres
    , adquiere nueva
    relevancia y permanente vigencia.

    Este libro
    está amistosamente concebido desde y con el
    escritor.
    Esperamos que nuestro ensayo ofrezca
    al lector derroteros precisos, pistas creíbles, claves
    fidedignas, sobre los temas y motivaciones del autor, y pueda
    convertirse en modesto elucidario que posibilite disfrutar mejor
    del mundo real e imaginario de uno de los mejores escritores de
    Hispanoamérica: Guillermo Morón.

    Enrique Viloria Vera

    El caserío y
    la villa: gentilicios estrictos

    "Se fundó este pueblo de Cuicas en una
    hondonada llamada Cambullón, donde ahora don Marco Mario
    tiene un mal

    trapiche, de esos que sirven para hacer panela,
    melcocha y melao."

    Historia de este pueblo de
    Cuicas

    Esta ciudad de Carora toca al oriente, por donde nace
    el sol, en el
    preciso lugar donde se encuentra el sitio
    denominado

    El Yabito, porque de antiguo ha crecido allí
    un árbol de Yabo, un árbol ceniciento, macilento,
    de hojas pequeñas

    comestibles para los rebaños de cabras que
    existen en estas comarcas carorenses.


    Todos, a la larga, venimos del caserío, de la
    puebla, de la aldea, de la villa, de ese lugar remoto y muchas
    veces ignorado que nos da indudable sentido de pertenencia para
    erigirse en definitivo bastión de identidad.
    Guillermo Morón no es la excepción: líneas y
    sílabas, párrafos y hojas, innumerables folios,
    memoriosos libros, enjundiosas obras, apretados volúmenes,
    tienen como protagonista fundamental tanto al pueblo que le dio
    recónditas raíces al historiador como a la
    pequeña villa que le otorgó precoces espuelas al
    narrador: "tú eres español
    verdad, no señorita, yo soy de Carora y de
    Cuicas."

    Cuicas y Carora, uno y otra, el caserío
    originario y la villa iniciadora, entremezclados en el recuerdo
    de quien concibe que la memoria es un ejercicio vital, un
    antídoto contra el olvido – "el
    pueblo está en su sitio; el sitio del pueblo es la
    memoria" – se superponen a la piel de
    Francisco, el solidario heterónimo de nuestro niño
    volador y saltarín que sobrevoló y deambuló
    por Carora a sus anchas, y nadó a su pesar en los
    Saucitos, firmemente protegido por la mirada amorosa y el consejo
    certero de una madre – bronce sempiterno – que
    todavía lo vigila desde el verde cobijo de un amoroso
    cemeruco: "por eso estaba yo seguro de su
    presencia, en el corredor de la casa (…) Entonces, como yo
    sentía sus pasos, me puse los calzones, le hice silencio
    al cuerpo, asomé la cabeza con cuidado. Primero
    miré a la derecha y divisé el canjilón hasta
    la pared fronteriza del patio, donde hacía su sombra el
    cují. Después miré para la izquierda, rumbo
    a la sala con sofá de esterilla. Y me encontré con
    sus ojos, quietos de la pura pesadumbre (…) Y usted
    está allí, tres veces siempre, con la cara como el
    mar en calma."

    Porque de Cuicas – "pueblo sin destino" – se viene y
    difícilmente se regresa, a menos que sea con la
    imaginación, siempre más generosa que el recuerdo
    mismo. Para la pequeña y gran historia propia y ajena del
    caserío habría que enrumbarse hacia la lejana
    Sevilla, consultar los vetustos documentos del
    Archivo de Indias, para, fisgón, entrometido y con
    el tapaboca de rigor, contemplar sus hispanos antecedentes en un
    viejo mapa de la Colonia donde "está dibujado un conjunto
    de casitas amarillas, rojas y verdes, con la silueta de la
    iglesia
    chiquita marcada de negro en la cruz más alta; debajo de
    las casitas encaramadas en un risco, está escrito en buena
    letra "este pueblo de Cuicas", solitario está en el mapa,
    donde se señalan las corrientes de agua
    "río Torondoy", las montañas cerradas "sierra de
    Mucubají", los grupos de indios
    desnudos "los Tostós", y otras señales
    propias de un documento de esta cartográfica naturaleza."

    A lomo de una remembranza viva y militante, el escritor
    regresa encanecido al poblado de sus ancestrales afectos para,
    después de largos y desolados siglos de no pasa nada,
    todo siempre igual, la misma vaina
    : "porque el pueblo ya
    está fundado y ahora la gente vive aquí como si
    siempre hubiera estado",
    evitar a toda letra que el cómodo olvido se convierta en
    eficaz aliado del polvo inclemente, de la devastadora humedad,
    del tiempo depredador. Vuelve Francisco decidido entonces a
    preservar a Cuicas de la indiferencia, que también es
    sinónimo de muerte, porque
    no es nueva la tentación de imaginar al poblado reducido a
    escombros físicos y espirituales: "¡Pensá vos
    en lo remoto y abinicio deste pueblo que lo mejor sería
    echarle kerosene en El Vigía, en la Joya y en la Plaza
    para que se queme todo con un solo fósforo y una sola
    quemazón!"

    Acompaña el novelista al jinete fundador del
    villorrio, don Hermógenes Espinosa, para volver
    enternecido al terruño originario a quitarle linderos a lo
    antes visto y ahora evocado. Juntos, acompañados del
    inseparable Francisco, recorren el "sombrerudo y empolainado"
    poblado de un extremo al otro; las vívidas palabras del
    retornado ocultan el retumbar de los cascos del caballo del
    Fundador sobre el ancestral empedrado; remedando a Agapita, la
    hija de la india Josefa,
    Guillermo comunica categórico y sin remilgos: "Yo conozco
    a Cuicas". Y de ese conocimiento
    cabal y agradecido van quedando para la historia del pueblo y de
    sus moradores, páginas y más páginas
    repletas de infantiles evocaciones, que se suman gozosas a los
    pliegos escritos, tiempo ha, por el maestro Eulogio Carrasco,
    esos que todavía reposan, en espera de alguna llave
    maestra, "en un baúl con cerradura, sin barnizar, sin
    forro, sólo labrada la madera de
    cedro."

    Rechaza el escritor, aunque muchas veces inevitablemente
    la recuerda, la expresión identificadora y asociada con su
    original caserío como muerto para Cuicas, "que no
    es frase huera, ni dicho sin sentido, sino sabiduría
    popular; como muerto para Cuicas expresa toda la historia de
    estos contornos, pues la vida empieza en cualquier parte,
    paro
    sólo termina con el bojote, en urna o en cama de palos,
    envoltorio de sábanas y hojas de guaje, en los canjilones
    donde está el cementerio."

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