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San Agustín, filósofo y teólogo




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    Indice
    1.
    Introducción

    2.
    Contienda
    Intelectual


    4.
    Obras

    5.
    Conclusión

    6. Bibliografía

    1. Introducción  
    Agustín de Hipona, San (354-430), el más grande de
    los padres de la Iglesia y uno
    de los más eminentes doctores de la Iglesia
    occidental. Agustín nació el 13 de noviembre del
    año 354 en Tagaste, Numidia (hoy Souk-Ahras, Argelia). Su
    padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un
    pagano (más tarde convertido al cristianismo),
    pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que
    dedicó toda su vida a la conversión de su hijo,
    siendo canonizada por la Iglesia católica romana.
    Agustín se educó como retórico en las
    ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los
    15 y los 30 años vivió con una mujer cartaginesa
    cuyo nombre se desconoce, con la que tuvo un hijo en el
    año 372 al que llamaron Adeodatus, que en latín
    significa regalo de Dios.
    Doctores de la Iglesia, eminentes maestros cristianos proclamados
    por la Iglesia como merecedores de ese título, que viene
    del latín Doctor Ecclesiae. De acuerdo con este rango, la
    Iglesia reconoce la contribución de los citados
    teólogos a la doctrina y a la comprensión de la fe.
    La persona
    así llamada tiene que haber sido canonizada previamente y
    haberse distinguido por su erudición. La
    proclamación tiene que ser realizada por el Papa o por un
    concilio ecuménico. Los primeros Doctores de la Iglesia
    fueron los teólogos occidentales san Ambrosio, san
    Agustín de Hipona, san Jerónimo y el Papa san
    Gregorio I, que fueron nombrados en 1298. Los correspondientes
    Doctores de la Iglesia de Oriente son san Atanasio, san Basilio,
    san Juan Crisóstomo y san Gregorio Nacianceno. Fueron
    nombrados en 1568, un año después de que se
    designara con la misma condición a santo Tomás de
    Aquino. Mujeres que han alcanzado esta distinción
    fueron santa Catalina de Siena y santa Teresa de Jesús (en
    1970) y santa Teresa del Niño Jesús (en
    1997).

    2. Contienda
    Intelectual
     

    Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador
    y estadista romano Cicerón, Agustín se
    convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando
    varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno
    de la Iglesia. Durante nueve años, del año 373 al
    382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía
    dualista de Persia muy extendida en aquella época por el
    Imperio Romano de
    Occidente. Con su principio fundamental de conflicto
    entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a
    Agustín una doctrina que podía corresponder a la
    experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las
    que construir un sistema
    filosófico y ético. Además, su código
    moral no era
    muy estricto; Agustín recordaría posteriormente en
    sus Confesiones: "Concédeme castidad y continencia, pero
    no ahora mismo". Desilusionado por la imposibilidad de
    reconciliar ciertos principios
    maniqueístas contradictorios, Agustín
    abandonó esta doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.

    Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a
    Roma, pero un
    año más tarde fue enviado a Milán como
    catedrático de retórica. Aquí se
    movió bajo la órbita del neoplatonismo y
    conoció también al obispo de la ciudad, san
    Ambrosio, el eclesiástico más distinguido de
    Italia en aquel
    momento. Es entonces cuando Agustín se sintió
    atraído de nuevo por el cristianismo.
    Un día por fin, según su propio relato,
    creyó escuchar una voz, como la de un niño, que
    repetía: "Toma y lee". Interpretó esto como una
    exhortación divina a leer las Escrituras y leyó el
    primer pasaje que apareció al azar: "… nada de comilonas
    y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de
    rivalidades y envidias. Revestíos más bien del
    Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne
    para satisfacer sus concupiscencias" (Rom. 13, 13-14). En ese
    momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con
    su hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del
    año 387. Su madre, que se había reunido con
    él en Italia, se
    alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas.
    Moriría poco después en Ostia.

    Maniqueísmo, antigua religión que
    tomó el nombre de su fundador, el sabio persa Mani (c.
    216-c. 276). Durante varios siglos representó un gran
    desafío para el cristianismo.
    Mani nació en el seno de una aristocrática familia persa del
    sur de Babilonia (actual Irak). Su
    padre, un hombre muy
    piadoso, lo educó en una austera secta bautista,
    posiblemente la de los mandeos. A la edad de 12 y luego a los 24
    años, Mani creyó haber tenido apariciones, en las
    que un ángel lo nombraba el profeta de una nueva y
    última revelación. En su primer viaje misionero,
    Mani llegó a la India, donde
    recibió la influencia del budismo. Bajo la
    protección del nuevo emperador persa Shapur I (quien
    reinó entre 241 y 272), Mani predicó en todo el
    Imperio, e incluso envió misioneros al Imperio romano.
    La rápida propagación del maniqueísmo
    provocó una actitud hostil
    por parte de los líderes del zoroastrismo ortodoxo. Cuando
    Bahram I sucedió en el trono al emperador anterior (entre
    274 y 277), lo convencieron de que arrestara a Mani,
    culpándolo de herejía. Al poco tiempo Mani
    murió, no se sabe si en prisión o ejecutado.
    Mani se autoproclamaba el último de los profetas, dentro
    de los que se consideraba a Zoroastro, Buda y Jesús, y
    cuyas revelaciones parciales, según él, estaban
    contenidas y se consumaban en su propia doctrina. Aparte del
    zoroastrismo y del cristianismo, el maniqueísmo es otro de
    los movimientos religiosos que reflejan una fuerte influencia del
    gnosticismo.

    La doctrina fundamental del maniqueísmo se basa
    en una división dualista del universo, en la
    lucha entre el bien y el mal: el ámbito de la luz
    (espíritu) está gobernado por Dios y el de la
    oscuridad (problemas) por
    Satán. En un principio, estos dos ámbitos estaban
    totalmente separados, pero en una catástrofe original, el
    campo de la oscuridad invadió el de la luz y los dos se
    mezclaron y se vieron involucrados en una lucha perpetua. La
    especie humana es producto, y al
    tiempo un
    microcosmos, de esta lucha. El cuerpo humano
    es material, y por lo tanto, perverso; el alma es espiritual, un
    fragmento de la luz divina, y debe ser redimida del cautiverio
    que sufre en el mundo dentro del cuerpo. Se logra encontrar el
    camino de la redención a través del conocimiento
    del ámbito de la luz, sabiduría que es impartida
    por sucesivos mensajeros divinos, como Buda y Jesús, y que
    termina con Mani. Una vez adquirido este conocimiento,
    el alma humana puede lograr dominar los deseos carnales, que
    sólo sirven para perpetuar ese encarcelamiento, y poder
    así ascender al campo de lo divino.

    Los maniqueos estaban divididos en dos clases, de
    acuerdo a su grado de perfección espiritual. Los llamados
    elegidos practicaban un celibato estricto y eran vegetarianos, no
    bebían vino y no trabajaban, dedicándose
    sólo a la oración. Con esa postura, estaban
    asegurando su ascensión al campo de la luz después
    de su muerte. Los
    oyentes, un grupo mucho
    más numeroso, lo formaban aquellos que habían
    logrado un nivel espiritual más bajo. Les estaba permitido
    contraer matrimonio
    (aunque se les prohibía tener hijos), practicaban ayunos
    semanales y servían a los elegidos. Su esperanza era
    volver a nacer convertidos en elegidos. Con el tiempo, se
    conseguirían rescatar todos los fragmentos de la luz
    divina y el mundo se destruiría; después de eso, la
    luz y la oscuridad volverían a estar separadas para
    siempre.
    Durante el siglo que siguió a la muerte de
    Mani, sus doctrinas se extendieron por el este hasta China, y fue
    ganando adeptos en todo el Imperio romano, en especial en el
    norte de África. San Agustín, el gran
    teólogo del siglo IV, fue maniqueo durante nueve
    años antes de su conversión al cristianismo.
    Más tarde escribiría documentos
    importantes contra el movimiento,
    que además había sido condenado por varios papas y
    emperadores romanos. A pesar de que el maniqueísmo, como
    religión,
    desapareció del mundo occidental a principios de la
    edad media, se
    puede seguir su influencia en la existencia de grupos
    heréticos medievales con las mismas ideas sobre el bien y
    el mal como los albigenses, bogomilos y los paulicianos.
    Aún sobreviven muchas de las concepciones
    gnósticas-maniqueas del mundo, desarrolladas por
    movimientos y sectas religiosas modernas, como la teosofía
    y la antroposofía del filósofo austriaco Rudolf
    Steiner.

    Mani consideraba que la pérdida o mala
    interpretación de las enseñanzas de otros profetas
    radicaba en el hecho de que no habían dejado constancia
    escrita de sus enseñanzas. Por eso, Mani escribió
    muchos libros para
    que sirvieran como recordatorio de su pensamiento. A
    comienzos del siglo XX fueron encontrados fragmentos de estas
    escrituras. Estaban escritas en chino, turco y egipcio.
    También se encontraron, al mismo tiempo, himnos,
    catecismos y otros textos maniqueos. Otras fuentes de las
    doctrinas maniqueas provienen de los escritos de san
    Agustín y de otros escritores que se opusieron al movimiento.

    3. Obispo Y Teólogo
     

    Agustín regresó al norte de África y fue
    ordenado sacerdote el año 391, y consagrado obispo de
    Hipona (ahora Annaba, Argelia) en el 395, cargo que
    ocuparía hasta su muerte. Fue un
    periodo de gran agitación política y
    teológica, ya que mientras los bárbaros amenazaban
    el Imperio llegando a saquear Roma en el 410,
    el cisma y la herejía amenazaban también la unidad
    de la Iglesia. Agustín emprendió con entusiasmo la
    batalla teológica. Además de combatir la
    herejía maniqueísta, participó en dos
    grandes conflictos
    religiosos: uno de ellos fue con los donatistas, secta que
    mantenía la invalidez de los sacramentos si no eran
    administrados por eclesiásticos sin pecado. El otro lo
    mantuvo con los pelagianos, seguidores de un monje
    contemporáneo británico que negaba la doctrina del
    pecado original. Durante este conflicto, que
    fue largo y enconado, Agustín desarrolló sus
    doctrinas de pecado original y gracia divina, soberanía divina y predestinación.
    La Iglesia católica apostólica romana ha encontrado
    especial satisfacción en los aspectos institucionales o
    eclesiásticos de las doctrinas de san Agustín; la
    teología católica, lo mismo que la protestante,
    están basadas en su mayor parte, en las teorías
    agustinianas. Juan Calvino y Martín Lutero, líderes
    de la Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de
    san Agustín.

    La doctrina agustiniana se situaba entre los extremos
    del pelagianismo y el maniqueísmo. Contra la doctrina de
    Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del
    hombre se
    había producido en un estado de
    pecado que la naturaleza humana
    era incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las
    mujeres son salvados por el don de la gracia divina; contra el
    maniqueísmo defendió con energía el papel del
    libre albedrío en unión con la gracia.
    Agustín murió en Hipona el 28 de agosto del
    año 430. El día de su fiesta se celebra el 28 de
    agostO.

    4. Obras
    La portancia de san Agustín entre los padres y doctores de
    la Iglesia es comparable a la de san Pablo entre los
    apóstoles. Como escritor, fue prolífico,
    convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida
    es su autobiografía Confesiones (400?), donde narra sus
    primeros años y su conversión. En su gran
    apología cristiana La ciudad de Dios (413-426),
    Agustín formuló una filosofía
    teológica de la historia. De los
    veintidós libros de esta
    obra diez están dedicados a polemizar sobre el
    panteísmo. Los doce libros restantes se ocupan del origen,
    destino y progreso de la Iglesia, a la que considera como
    oportuna sucesora del paganismo. En el año 428,
    escribió las Retractiones, donde expuso su veredicto final
    sobre sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio
    más maduro consideró engañoso o equivocado.
    Sus otros escritos incluyen las Epístolas, de las que 270
    se encuentran en la edición benedictina, fechadas entre el
    año 386 y el 429; sus tratados De
    libero arbitrio (389-395), De doctrina Christiana (397-428), De
    Baptismo, Contra Donatistas (400-401), De Trinitate (400-416), De
    natura et gratia (415) y homilías sobre diversos libros de
    la Biblia.

    En Confesiones, uno de los principales escritos del
    más insigne Padre y Doctor de la Iglesia, san
    Agustín de Hipona, éste refirió de forma
    autobiográfica y con un brillante estilo literario algunos
    de los episodios más importantes de su vida.
    Además, en sus páginas expuso gran parte de su
    pensamiento teológico y filosófico. El fragmento
    que sigue supone una interesante aproximación a su
    teoría
    del conocimiento.

    Fragmento de Confesiones.
    De san Agustín.
    Libro X;
    capítulos 9, 10 y 11.
    No son sólo éstos los únicos tesoros
    almacenados en mi vasta memoria.
    Aquí se encuentran también todas las nociones que
    aprendí de las artes liberales que todavía no he
    olvidado. Y están como escondidas en un lugar interior,
    que no es lugar. Pero no están las imágenes
    de las cosas, sino las cosas mismas. Yo sé, en efecto, lo
    que es la gramática, la dialéctica y las
    diferentes categorías de preguntas. Todo lo que sé
    de ellas está, ciertamente, en mi memoria, pero no
    como una imagen retenida
    de una cosa, cuya realidad ha quedado fuera de mí. No es
    tampoco como la voz impresa que suena y se desvanece, dejando una
    huella por la que recordamos como si sonara cuando ya no suena.
    Ni como el perfume que pasa y se pierde en el viento y que,
    afectando al sentido del olfato, envía su imagen a la memoria,
    por la que puede ser reproducida. Ni como el manjar, que ya no
    tiene sabor en el estómago y que parece lo tiene, sin
    embargo, en la memoria. Ni
    como una sensación que sentimos en el cuerpo a
    través del tacto que, aunque esté alejada de
    nosotros, podemos imaginarla en la memoria después del
    tacto.

    En estos casos las cosas no penetran en la memoria.
    Simplemente son captadas sus imágenes
    con asombrosa rapidez, quedando almacenadas en un maravilloso
    sistema de
    compartimentos, de los cuales emergen de forma maravillosa cuando
    las recordamos.

    Pero cuando oigo que son tres las categorías de
    preguntas –si la cosa existe, qué es y cuál
    es– retengo las imágenes de los sonidos de que se
    componen estas palabras. Y sé también que
    atravesaron el aire con
    estrépito y que ya no existen. Pero los hechos
    significados por estos sonidos no los he tocado nunca con
    ningún sentido del cuerpo. Tampoco los he podido ver fuera
    de mi alma, ni son sus imágenes las que almaceno en mi
    memoria sino los hechos mismos. Que me digan, pues, si pueden,
    por dónde entraron en mí. Recorro todas las puertas
    de mi cuerpo y no hallo por dónde han podido entrar estos
    hechos. Mis ojos me dicen, en efecto: «Si tienen color, nosotros
    los anunciamos.» Los oídos dicen: «Si
    emitieron algún sonido, nosotros
    los hemos detectado.» El olfato dice: «Si despiden
    algún olor, por aquí pasaron.» El gusto dice
    también: «Si no tienen sabor, no me
    preguntéis por ellos.» El tacto dice: «Si no
    es cuerpo, no lo toqué, y si no lo he tocado, no he
    transmitido mensaje de él.»

    ¿Cómo, entonces, estos hechos entraron en
    mi memoria? ¿Por dónde entraron? No lo sé.
    Cuando los aprendí, no los di crédito
    por testimonio ajeno. Simplemente los reconocí en mi alma
    como verdaderos y los aprobé, para después
    encomendárselos como en depósito y poder sacarlos
    cuando quisiera. Por tanto, debían estar en mi alma
    incluso antes de que yo los aprendiese, aunque no estuviesen
    presentes en la memoria. ¿En dónde estaban?
    ¿Por qué los reconocí al ser nombrados y
    decir yo: «Así es, es verdad?» Sin duda porque
    ya estaban en mi memoria y tan retirados y escondidos como si
    estuvieran en cuevas profundísimas. Tanto, que no
    habría podido pensar en ellos, ni alguien no me hubiera
    advertido de ellos para sacarlos a relucir.

    Descubrimos así que aprender las cosas
    –cuyas imágenes no captamos a través de
    los sentidos
    equivale a verlas interiormente en sí mismas tal cual son,
    pero sin imágenes. Es un proceso del
    pensamiento por el que recogemos las cosas que ya contenía
    la memoria de manera indistinta y confusa, cuidando con
    atención de ponerlas como al alcance de la mano en la
    memoria –pues antes quedaban ocultas, dispersas y
    desordenadas– a fin de que se presenten ya a la memoria con
    facilidad y de modo habitual. Mi memoria acumula un gran
    número de hechos e ideas de este tipo, que, como dije, han
    sido ya descubiertas y puestas como a mano y que afirmamos haber
    aprendido y conocido. Si las dejo de recordar de tiempo en
    tiempo, vuelven a sumergirse y hundirse en los compartimentos
    más hondos de mi memoria, de modo que es necesario
    repensarlas otra vez en este lugar –pues no es posible
    localizarlas en otro–. En otras palabras, cuando se han
    dispersado, he de recogerlas de nuevo para poder conocerlas. Tal
    es la derivación del verbo cogitare, que significa pensar.
    Pues en latín el verbo cogo (recoger, coger) dice la misma
    relación a cogito (pensar, cogitar) que ago (mover) a
    agito (agitar) o que facio (hacer) a factito (hacer con
    frecuencia). Pero la palabra cogito queda reservada a la función
    del alma. Se emplea correctamente sólo cuando se aplica
    cogitari a lo que se recoge (colligitur), es decir, lo que se
    junta (cogitar) no en un lugar cualquiera, sino en el
    alma.

    Fuente: Agustín, San. Confesiones.
    Prólogo, traducción y notas de Pedro
    Rodríguez de Santidrián. Madrid. Alianza Editorial,
    1998.

    5.
    Conclusión

    Sobre San Agustín de Hipona
    Homilía en la XLVIII Semana
    Litúrgica

    Cardenal
    Giacomo Biffi

    Arzobispo de
    Bolonia

     Esta eucaristía -en el
    contexto de los días de luz y de gracia de la 48va. Semana
    Litúrgica- se celebra en la memoria de San Agustín.
    Es una circunstancia providencial, que no queremos dejar pasar.
    Agustín -con sus escritos admirables, con su figura de
    Pastor ejemplar y, ante todo, con su inquieta actitud de
    búsqueda de Dios- sigue siendo para todos un maestro que
    siempre vale la pena escuchar.

    "Fuimos bautizados, y se disipó en nosotros la
    inquietud de la vida pasada" (Confesiones 9, 6, 4).

    Con estas palabras simples y breves, Agustín
    evoca la conclusión de una larga y enmarañada
    aventura interior. El renacimiento
    "del agua y del
    Espíritu" tiene lugar durante la Vigilia pascual, la noche
    entre el 24 y el 25 de abril del año 387, en el
    baptisterio octagonal que Ambrosio, el gran obispo de
    Milán, recientemente había terminado de
    erigir.

    Finalmente había llegado "a casa", porque
    había llegado al conocimiento vivo del Señor
    Jesús y a la comunión con Él; lo cual,
    aún en los años más turbios y confusos,
    había sido el anhelo casi inconsciente de todo su
    ser.

    En su larga dispersión, en medio de la diversidad
    de las opiniones, y en la maraña de los vicios,
    había mantenido una especie de inconsciente
    atracción hacia la persona de
    Cristo. "Aquel nombre de mi Salvador, de tu Hijo, mi corazón
    aún tierno lo había absorbido en la leche misma de
    mi madre, y lo conservaba en lo profundo. Así que
    cualquier obra en la que Él faltase, así fuese
    docta y limpia y verdadera, no podía conquistarme
    totalmente" (Confesiones 3,4,8)

    Uno de los momentos decisivos de su conversión se
    produce cuando se da cuenta de que Cristo no es un personaje
    literario o una idea filosófica, sino que es el
    Señor vivo que palpita, respira, enseña y ama en la
    liturgia y en la vida de la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo. Por
    lo tanto, no es con la investigación erudita y solitaria del
    intelectual como se puede llegar a Él, sino con la cordial
    participación en el misterio eclesial, que no es otro que
    el misterio del Hijo de Dios crucificado y resucitado que se
    entrega a los suyos.

    En tal comunión de vida, el individuo se
    trasciende a sí mismo y verdaderamente realiza de manera
    integral su naturaleza humana
    como ha sido querida y pensada por el Padre desde toda la
    eternidad: "Nos hemos transformado en Cristo. En efecto, si
    Él es la cabeza y nosotros los miembros, el hombre
    total es Él y nosotros" (Tract. In Ioan. 21, 8), dice
    audazmente Agustín.

    Esta activa pertenencia eclesial, sean cuales fueren las
    virtudes y la santidad de los hombres de Iglesia, funda la
    certeza salvífica de los creyentes. "Lo he dicho
    frecuentemente y lo repito insistentemente – dice el obispo de
    Hipona a los fieles "cualquier cosa que seamos nosotros, vosotros
    estáis seguros,
    tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por madre" (Contra
    litt. Pet. 3, 9, 10).

    Los escolásticos le darán un nombre tosco
    ("ex opere operato"), pero en verdad, no hay nada más
    misericordioso de parte de Dios, ni más consolador para
    nosotros que esta certeza: la certeza de que en la Iglesia que
    enseña, que actúa, que celebra está siempre
    operante la inmanencia salvífica de Cristo.

    Quizá fue ésta justamente el provecho
    más fuerte de su estancia en Milán. Ambrosio no fue
    para Agustín un interlocutor disponible para coloquios
    personales, pacientes y clarificadores; tanto menos se
    prestó a hacerle de director espiritual. Sin embargo su
    aporte a la conversión del maestro africano fue decisivo,
    justamente porque aquel obispo era un "liturgo" excepcional, que
    con su presidencia homilética y ritual, sabía
    verdaderamente comunicar el sentido de la presencia activa del
    Salvador en todos los actos religiosos comunitarios. Posidio, el
    biógrafo del obispo de Hipona, recapitula todo con una
    frase lacónica y convincente: "de Ambrosio recibió
    la enseñanza salvífica de la Iglesia
    Católica y los sacramentos divinos" (Vita Agustini 1,
    6).

    De Ambrosio, Agustín había aprendido que
    "hablamos con Cristo cuando oramos y lo escuchamos cuando se lee
    la Palabra de Dios" (cf. De oficiis 1, 20, 88)

    De Ambrosio había aprendido a traspasar las
    "imágenes" (aquello que los ojos ven) para llegar a captar
    la "verdad" (el Cristo que bajo las imágenes está
    siempre actuante). "Oh Señor Jesús – había
    exclamado el obispo de Milán el día de Pascua del
    año 381 – en nuestra sede has hoy bautizado mil. Y
    cuántos has bautizado en la Urbe de Roma, cuántos en
    Alejandría, en Antioquía, en Constantinopla… Pero
    no han sido Dámaso ni Pedro ni Ambrosio ni Gregorio
    quienes han bautizado: nosotros te prestamos nuestros servicios,
    pero tuyas son las acciones
    sacramentales" (Cf. De Spiritu Sancto I, 17.18: "nostra enim
    sercitia sed tua sunt sacramenta").

    Nosotros podemos celebrar en los ritos el misterio de
    Cristo, porque es Cristo quien antes celebra en los ritos, el
    misterio de la salvación del mundo; y en esta
    celebración, que es Suya, nos compromete y nos
    renueva.

    Jesús es un hombre de palabra. Cada día,
    mas allá de toda espera, su última promesa se
    realiza realmente: "He aquí que estoy con vosotros todos
    los días, hasta el fin del tiempo" (Mt. 28,
    20).

    Es una frase de una sencillez absoluta, pero bajo cierto
    punto de vista es el centro y el sentido de todo el evento
    cristiano.

    Al tomarla en serio, todo cambia: nuestro modo de
    pensar, de celebrar, de vivir, se hace diferente.

    No es una expresión retórica, como cuando
    se dice que los héroes de la patria, los gigantes de la
    cultura y de
    la ciencia,
    los grandes filántropos, viven eternamente en medio de su
    pueblo; que en el fondo es una manera gentil de decir que
    están muertos. Jesús está realmente con
    nosotros: aquí está la fuente de nuestra
    inalterable serenidad en medio de las oposiciones y los conflictos, de
    aquí mana la energía de nuestro dinamismo
    apostólico.

    Es justamente esta actualidad del único Sacerdote
    de la Nueva Alianza la que congrega a la Iglesia y garantiza su
    fidelidad. Él la atrae y la enamora, de manera que ninguna
    estrella mundana alcanza a apresarla y ningún sortilegio
    de encantadoras ideologías logra seducirla.

    Como dice Ambrosio: "No valen de nada los encantadores
    donde el cántico de Cristo se canta cada día; ella
    tiene ya su encantador, el Señor Jesús…"
    (Hexamerón IV, 33).

    Una Iglesia que se absorbiera de tal manera en el trabajo
    -sin duda meritorio- a favor de los seres humanos, que no elevara
    más el himno cotidiano de alabanza a su Señor, se
    parecería más a la Cruz Roja Internacional que a la
    Nueva Eva, la Esposa fiel del Nuevo Adán y la Madre de los
    nuevos vivientes; y terminaría por dedicar sus canciones a
    los aventureros de turno. Pues necesitaría cantar para
    alguien.

    Jesús está siempre con nosotros, pero no
    ha sido dicho que nosotros estemos siempre con Él. Nos es
    garantizada la fidelidad de Cristo: nuestra fidelidad sin embargo
    se comprueba y consolida en los hechos, cada día. Pero
    esto es otro discurso.

    6.
    Bibliografía

    Anoz, José. Pensando con
    San Agustín. Madrid: Federación Agustiniana
    Española, 1996. Introducción a algunos temas
    centrales del pensamiento de san Agustín.
    Campelo, Moisés María. San Agustín, un
    maestro de espiritualidad. Valladolid: Estudio Agustiniano, 1995.
    Interesante análisis de algunos temas centrales del
    mensaje espiritual de san Agustín.
    Garrido Zaragoza, Juan José. San Agustín: breve
    introducción a su pensamiento. Valencia: Facultad de
    Teología de Valencia, 1991. Coherente introducción
    al pensamiento de san Agustín de Hipona.
    Sesé, Bernard. Vida de San Agustín. Madrid: San
    Pablo, 1993. Útil biografía de san
    Agustín, con referencia a su contexto histórico y a
    algunos textos fundamentales.
    Uña Juárez, Agustín. San Agustín
    (354-430). Madrid: Ediciones del Orto, 1994. Breve ensayo sobre
    la figura de san Agustín, útil como
    introducción.

     

     

    Autor:

    Lic. José Luis Dell’ordine

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