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Signos de los tiempos en la Gaudium et Spes (página 3)



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El texto
conciliar Gaudium et Spes se esfuerza por exponer con
claridad la verdadera naturaleza de
la autonomía de las cosas terrenas y subrayar que lo
profano, tiene sus valores
intrínsecos que el hombre
tiene que conocer, ordenar y utilizar. El Concilio quiere exponer
con claridad y brevedad la justa autonomía de la que deben
gozar las realidades terrenas ante la Iglesia y la
religión, como también hace alusión, en
Gaudium et Spes, al riesgo de una
excesiva vinculación de la actividad humana con la
religión.

Ni la indiferencia a los valores de
las realidades terrenas, ni la vinculación absoluta debe
ser la actitud de la
Iglesia, sino una postura de amor y
servicio hacia
las realidades terrenas.[8] Actitud
idónea ante los “signos de los
tiempos” y la interpretación adecuada del plan de Dios.

El texto conciliar quiere dejar bien claro el alcance de esta
autonomía de lo temporal con dos puntos: a) Las cosas
creadas, las sociedades,
etc, tienen sus propios fines, leyes, medios y
valor. Es Dios
mismo quien ha dado a todas las cosas su manera de ser, sus
propias leyes y un orden determinado. b) El hombre tiene
el deber de aprender a conocer el modo de utilizar y organizar
estas leyes, de respetar estos valores y conocer el método
propio de cada una de las ciencias y las
artes. Esa capacidad del hombre de utilizar y organizar las leyes
físicas de la naturaleza, sabiendo respetar los valores de
la creación, le da la garantía a la Iglesia de que
es posible interpretar los “signos de nuestro tiempo
buscando la plena realización del hombre.

Por consiguiente, la justa autonomía reclamada por los
hombres de nuestro tiempo responde perfectamente a la
visión de Dios sobre el ser humano, que lo ha constituido
como responsable de la creación y le ha dado facultad para
someterla (Cf. Gn. 2) y responde además a la voluntad de
Dios, que desea que su Iglesia emprenda un proceso de
diálogo y apertura para una adecuada pastoral y
evangelización del mismo. Ese querer divino debe ser
descubierto adecuadamente en el proceso histórico de la
humanidad y de la Iglesia y en la interpretación de los
“signos de los tiempos”. El reconocimiento de la
Iglesia de la justa autonomía de las realidades terrenas y
su valor dentro del plan de Dios, como instrumento de
edificación de una fraternidad universal, representa
también un “signo de nuestros tiempos”.

2.3.1.3 Función de la Iglesia
en el mundo actual (Capítulo IV).

El capítulo IV de esta primera parte se constituye como
el culmen de los cuatro capítulos que la componen, es
decir, se presenta como el resultado de todo sobre lo que se ha
venido reflexionando anteriormente: la dignidad del
ser humano, la comunidad
humana, la actividad humana en el mundo. Estos tres primeros
capítulos se estructuran como pilares del cuarto
capítulo que enfatiza el importante papel que juega la
Iglesia en el mundo contemporáneo y por consiguiente su
respuesta a los “signos de los tiempos” planteados
anteriormente. Y lo confirma de modo más concreto al
comienzo del mismo capítulo:

“Todo lo que llevamos dicho sobre la dignidad de la
persona
humana, sobre la comunidad humana, sobre el sentido de lo
profundo de la actividad humana, constituye el fundamento de la
relación entre la Iglesia y el mundo y también la
base de su diálogo mutuo…”
(GS. 40).

En este sentido, estos tres “signos” de nuestra
sociedad
moderna desarrollados en los tres primeros capítulos, nos
dan como resultado de interpretación, la urgencia pastoral
de un diálogo y un respeto mutuo en
la relación y complementariedad de la Iglesia y el mundo.
Por eso, en el desarrollo de
este capítulo se considera a la Iglesia misma en cuanto
que existe en este mundo y con él vive y actúa.

Para el mundo actual es inevitable hacerle la pregunta a la
Iglesia de qué es ella y qué representa para esta
sociedad moderna, es decir, qué puede decir la Iglesia de
sí misma. Esta respuesta de la Iglesia, acerca de
sí misma, no puede expresarse en términos de fe,
sino que ha de emplear el lenguaje de
los hechos. Ha de mostrar con realidades tangibles sus rasgos
característicos, pero debe poner de relieve lo que
hay en la Iglesia de más auténtico. Debe dirigirse
a la inteligencia y
al corazón de los hombres, y dar lugar a la
reflexión para ofrecer argumentos válidos que
satisfagan al hombre en su ansia de conocer y comprender. Esto
debe constituirse en un verdadero diálogo en el que la
Iglesia testimonie la presencia vivificante del misterio divino
que lleva escondido.

Este capítulo responde a la necesidad de presentar a la
Iglesia a los ojos del mundo y sirve de prólogo a la
segunda parte, en el que la Iglesia se pronuncia de forma directa
sobre los problemas
concretos del orden temporal más vitales para el hombre de
hoy. Su objetivo es,
por tanto, hablar de la Iglesia en cuanto que contribuye a la
dignificación del ser humano y su protagonismo en la
construcción y progreso de la comunidad social y el
dinamismo humano sobre la historia terrena. El pueblo
de Dios ha de manifestar su comunión con el mundo en el
que está presente. Lo que se quiere ver en este
capítulo es cómo la vida de los cristianos
está inseparablemente unida a las realidades mundanas y
cómo la fe no puede ni siquiera subsistir si no
está bien unida con la existencia diaria.

Toda la reflexión antropológica cristiana
encerrada en los tres capítulos anteriores culmina en
éste, con una exposición de lo que la Iglesia
aporta al bien de la humanidad. Así, al mismo tiempo, se
puede comprender la actitud de la Iglesia frente a los grandes
problemas que angustian al hombre contemporáneo:

“… Corresponde a todo el Pueblo de Dios,
especialmente a los pastores y teólogos, auscultar,
discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo,
los diferentes lenguajes de nuestro tiempo y juzgarlos a la
luz de la
palabra divina, para que la Verdad revelada pueda ser percibida
más completamente, comprendida mejor y expresada
más adecuadamente…”
(GS. 44).

La función de la Iglesia en el mundo actual, de
identificar, discernir y ofrecer respuestas convincentes a las
preguntas del hombre contemporáneo y los “signos de
nuestro tiempo”, es de vital importancia para una adecuada
interpretación de la voluntad de Dios que busca la
realización plena del ser humano.

El cuarto capítulo que sirve de síntesis para la
primera parte de la estructura de
la Gaudium et Spes, en el que se enfatiza el
deber y responsabilidad de la Iglesia de abrirse al mundo
moderno, ver y escuchar los problemas del mismo y ofrecer
respuestas a las grandes interrogantes, se presenta
también como plataforma para el contenido que
ocupará la segunda parte de su estructura en cuanto a
temas concretos y urgentes para el hombre, como el matrimonio y
la familia
(No. 47 – 52), la cultura (No.
53 – 62), la vida económico – social (No. 63
– 72), la comunidad política (No. 73 – 73) y
los problemas de la paz y la cooperación internacional
(No. 77 – 90). Se trata de tareas específicas que a
todos competen en la Iglesia y que deben ser llevados a cabo por
medio del diálogo (GS 91 – 92) y a la luz del fin de
la creación.

2.3.2 – Signos más urgentes del mundo moderno
en la segunda parte de la G.S.

2.3.2.1 Dignidad del matrimonio y la familia
(Capítulo I).

El capítulo primero de la segunda parte de la
Constitución Gaudium et Spes está
dedicado a la consideración de la gran dignidad que la
Iglesia atribuye al matrimonio y a la familia. Lo que el Concilio
y la Constitución nos exponen referente al amor conyugal y
a la fecundidad en el matrimonio, representa un paso al frente
con relación a la doctrina del magisterio de la Iglesia
respecto del matrimonio. El texto conciliar es muy
explícito cuando nos habla sobre el amor
conyugal:

“Este amor, por ser un acto eminentemente humano,
abarca el bien de toda la persona, y por tanto, enriquece y
valora con una dignidad especial las manifestaciones del cuerpo y
del espíritu y las ennoblece como elementos y
señales específicas de la amistad
conyugal… En consecuencia, los actos con los que los
esposos se unen íntimamente y castamente entre sí,
son honestos y dignos, ejecutados de una manera verdaderamente
humana, significan y favorecen el don recíproco, con el
que se enriquecen en un clima de gozosa
gratitud”
(GS. 49).

Con estas palabras el Concilio ha superado por completo, como
no lo había hecho hasta ahora ningún documento del
magisterio de la Iglesia, el falso espiritualismo que negaba
valor moral al
placer sexual inherente al acto conyugal, al afirmar que el
encuentro sexual es expresión, perfeccionamiento y
profundización del amor personal de los
cónyuges.

Esta nueva concepción y actitud de la Iglesia respecto
del matrimonio y sus manifestaciones propias, como el acto
conyugal, representa una gran apertura y cambio en el
proceso de renovación y actualización de la
Iglesia, que quiere responder a las necesidades del ámbito
familiar y conyugal de los tiempos actuales. Es un “signo
de nuestros tiempos” de gran actualidad y de
orientación hacia nuevos horizontes, que lo que busca es
la valoración debida de la comunión entre dos
personas. El Concilio se mantiene en esa línea de sana
apertura, insistiendo en presentar el matrimonio como una alianza
de amor e intimidad de vida compartida.

En este sentido, el Concilio plantea claramente dos fines del
matrimonio, que reafirman la visión conciliar y del
documento en estudio, sobre el matrimonio. Estos dos fines
propuestos serán: la procreación y el apoyo
mutuo.

“… por su propio carácter natural, la
institución misma del matrimonio y el amor conyugal
están ordenados a la procreación y educación
de la prole… Así, el hombre y la mujer, que por
la alianza conyugal ya no son dos, sino una sola carne (Mt. 19,6)
se prestan mutuamente ayuda y servicio mediante la unión
íntima de sus personas y sus obras, experimentando el
sentido de su unidad y lográndola más plenamente
cada día…”
(GS. 48).

Pero también el documento va a denunciar abiertamente
los vicios que corrompen a la comunión conyugal y al amor
de los cónyuges entre sí. Va a señalar
algunos corruptores que deforman la institución
familiar:

“… Sin embargo, no en todas partes brilla con
la misma claridad la dignidad de esta institución, pues
queda oscurecida por la poligamia, la epidemia, el divorcio, el
llamado amor libre y otras deformaciones…”
(GS.
47).

La Iglesia es consciente de las diferentes amenazas que
atentan contra la estructura familiar – matrimonial, y su
sentido cristiano. Es por ello que debe estar abierta y sensible
a las diferentes manifestaciones, nuevas concepciones y
prácticas de esta vocación, que está llamada
a la santidad y a la realización humana plena.

Entre estas nuevas concepciones y experiencias matrimoniales
que se constituyen “signos” de nuestro tiempo,
aparecen con mucho énfasis hoy en día, problemas de
paternidad irresponsable, métodos anticonceptivos opuestos a la promoción de
la vida, el hedonismo y el placer egoísta en la intimidad
conyugal, proyectos de vida
matrimonial que tienden a ignorar la fecundidad como elemento
integral del proyecto
matrimonial, todos, “signos” actuales de nuestros
tiempos.

Haciendo un alto y profundizando en este último
aspecto, sin pretender explayar tanto la investigación, se
analiza a continuación la respuesta de la Iglesia ante
esta nueva forma de concebir el matrimonio sin la presencia de
hijos. Experiencia que puede ser catalogada como “signo de
los tiempos”. Primeramente se aborda cómo se
interpreta o concibe este signo:

La primacía, de parte de algunos esposos, de sobreponer
la compañía conyugal sobre la finalidad procreadora
que caracteriza a un auténtico proyecto matrimonial,
responde a las nuevas expectativas e iniciativas de las parejas
conyugales de la modernidad.

Estas nuevas expectativas consisten en la búsqueda de
un desarrollo legítimo personal, pero egoísta hasta
cierto punto, de la pareja, en cuanto a la planificación
de un proyecto de vida en el que se puedan garantizar muchas
seguridades, éxitos individuales o conyugales
profesionales o laborales, prosperidad material, etc, sin tener
que responder por la obligación que exige la
educación y manutención de la prole que
vendría a cambiar el panorama de seguridad y plan
de vida establecido por estas expectativas mencionadas. En esta
forma de planificación matrimonial, queda relegada la
experiencia enriquecedora de la familia.

El Concilio ciertamente afirmará, como se
señalará más adelante, que la carencia de la
prole no le resta esencia al matrimonio, pero queda claro que
tampoco le permite constituirse a la pareja en familia.
Simplemente se definen como dos cónyuges que comparten la
vida juntos, pero no con su descendencia.

Esta nueva concepción matrimonial y organización
conyugal constituye para nuestro tiempo y para el estudio de este
documento conciliar, un “signo de los tiempos” de
urgencia pastoral, al que la Iglesia está obligada a
responder con apertura y respeto pero también con
seguridad doctrinal.

La postura de la Iglesia hasta ahora ha insistido en que la
finalidad del matrimonio debía estar en función de
la fecundidad y la construcción de la familia, es decir
que el fin primario del matrimonio es la procreación de
los hijos y su educación:

Por su propio carácter natural, la
institución misma del matrimonio y el amor conyugal
están ordenados a la procreación y educación
de la prole”
(GS. 48).

Para que el matrimonio subsista, afirma que, tanto el amor
como el matrimonio mismo, tienden a la procreación, porque
el amor tiende a la unión de los esposos, tanto
física como espiritualmente, y esta unión lleva una
ordenación a la procreación.

Pero el documento conciliar, también intentará
desvirtuar la noción de que los otros fines del matrimonio
deben ser menos apreciados y afirmará que no se han de
posponer los otros fines del matrimonio al de su
ordenación a la prole.

“El auténtico ejercicio del amor conyugal y
toda la estructura familiar…, sin dejar de lado los otros
fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar valerosamente con el amor del
Creador…”
(GS. 50.1).

El amor, por tanto, pasará a ser el fin primario,
motor y causa del
matrimonio, sin restar importancia a la procreación y la
fecundidad. En este sentido, hay una expresión que tiene
un valor extraordinario en el texto conciliar en donde se afirma
que el matrimonio no es, con todo, una institución
destinada exclusivamente a la procreación, sino que por su
misma índole de la alianza indisoluble entre personas, y
el bien de la prole, exigen que el mutuo amor entre los esposos
se manifieste, se perfeccione.

“Por ello aunque falta la prole, tan deseada, no por
eso el matrimonio deja de existir como institución
familiar y comunión de vida, y conserva su valor e
indisolubilidad”

(No. 50.3).

Las nuevas tendencias y concepciones del matrimonio que
enfatizan la compañía sobre la fecundidad, han de
justificarse sólo en el caso de que por necesidad y
circunstancias condicionantes (situación económica,
realidad familiar, enfermedad, etc.) la pareja se vea obligada a
posponer – aunque sea por un tiempo – la procreación. Y
aunque el Concilio reconoce que la ausencia de la prole no le
resta valor y esencia al matrimonio no significa que tampoco se
esté cumpliendo con la finalidad ideal y óptima de
esta opción de vida.

2.3.2.2 Promoción de la
cultura (Capítulo II).

El tema de “la cultura” en este inciso de la
segunda parte de la Gaudium et Spes da
continuidad, de alguna manera, al tema de la justa
autonomía de las realidades terrenas que se desarrolla en
el capítulo tercero de la primera parte del documento
conciliar, en el que se hace énfasis en el importante
protagonismo del ser humano como autor y artífice de las
realidades del mundo contemporáneo y su llamado a
construir una fraternidad universal desde la autonomía de
las realidades terrenas, autonomía que gozan respecto de
la religión y que la Iglesia está invitada a
respetar.

En este apartado sobre la promoción de la cultura se
enfatiza nuevamente el sentido de responsabilidad del ser humano,
pero en la construcción, promoción y desarrollo de
la cultura, para su propio crecimiento y de los demás. Se
proponen también algunos principios
generales para una sana promoción de la cultura desde una
perspectiva cristiana.

Además se presenta la realidad de la cultura como un
instrumento del querer de Dios, en cuanto lugar teológico
de su manifestación en lo espacio – temporal,
constituyéndose así, la cultura, como un
“signo de los tiempos”. La cultura es signo y lugar
teológico porque constituye un espacio concreto más
y un medio humano más en el que Dios se revela y se hace
cercano al hombre.

Al referirse a la cultura, los padres del Concilio la definen
en función de una serie de elementos que la caracterizan
desde la realidad de nuestro tiempo, entre ellos: el crecimiento
de las ciencias
naturales y humanas, el desarrollo de las artes
técnicas, el progreso de los medios de comunicación
social, la industrialización y la urbanización.

“De ahí que la cultura esté marcada
por características particulares: las ciencias que se
llaman exactas cultivan muchísimo el juicio
crítico, los más recientes estudios de
psicología explican con mayor profundidad la actividad
humana, las disciplinas históricas contribuyen a ver las
cosas bajo el aspecto de su mutabilidad y evolución, los
hábitos de vida y las costumbres se hacen cada vez
más uniformes, la industrialización y
urbanización y otras causas que promueven la vida
comunitaria crean nuevas formas de cultura”
(GS.
54).

Esta enumeración es completada más adelante al
incorporársele nuevos elementos como: la
difusión de libros, una
mayor abundancia de tiempos libres
(GS. 61) y los
descubrimientos de la psicología y la
sociología
(GS. 62).

La cultura es el camino necesario para el pleno desarrollo
humano y abarca todo aquello con lo que el hombre se
desarrolla y mejora. Tiene aspectos históricos y sociales
y connota un sentido sociológico y etnológico.

Podemos mencionar y resaltar los rasgos sobresalientes que se
refieren a la cultura en el mundo de hoy según el
planteamiento del mismo documento conciliar (GS. 54, 55 y 56)
para complementar los elementos mencionados arriba y profundizar
un poco más en la concepción de cultura
según el Concilio. Entre estos rasgos sobresalientes
encontramos[9]:

· Una nueva forma de vivir.

En el sentido de que las actuales condiciones socioculturales
permiten hablar de una nueva edad de la historia humana,
caracterizada por el desarrollo científico, la
universalización de las costumbres, la
industrialización, la urbanización y una cultura de
masas, según lo citado en GS. 54. Es decir, la
“nueva forma de vivir” y el hecho de realizar una
nueva forma de cultura está determinado, en el contexto de
la post – modernidad, por el protagonismo social del ser
humano y su autoría en el desarrollo de las realidades
terrenas.

La nueva forma de vivir protagonizada por el hombre, que
caracteriza a los tiempos modernos, representa para la Iglesia
reto y desafío en este diálogo y proceso pastoral
de apertura hacia el mundo moderno contemporáneo, y
constituye un llamado o “signo” al cual el Concilio
quiere responder.

· Un agudo sentido del propio quehacer.

El mismo fenómeno del protagonismo del ser humano en el
proceso de desarrollo de la cultura y el aumento de una
autonomía individual ha estimulado este sentido agudo del
quehacer propio, que consiste en la responsabilidad de cada
individuo ante
su propio destino y el destino de la historia humana. De modo que
asistimos al nacimiento de un “humanismo
nuevo”, edificado sobre la responsabilidad personal ante la
promoción de los demás y de la historia.

Este “humanismo nuevo” consiste en el surgimiento
de una nueva sensibilidad del ser humano hacia las diferentes
realidades que presenta la cultura; sensibilidad que se
manifiesta en acciones
concretas como la solidaridad
humana hacia situaciones reales históricas concretas como
la pobreza y
la explotación. El sentido de responsabilidad en el hombre
ante la historia y la cultura representa un “signo”
de nuestros tiempos. La gran contribución de la Iglesia,
en la nueva búsqueda de una comprensión de la
cultura, será en la formulación de un humanismo
nuevo de las realidades terrestres.

“En todo el mundo crece cada vez más el
sentido de autonomía y al mismo tiempo de
responsabilidad… esto aparece con mayor claridad si
consideramos la unificación del mundo y la tarea que nos
ha sido impuesta de edificar un mundo mejor en la verdad y en la
justicia. De
esta manera somos testigos del nacimiento de un nuevo humanismo,
en el que el hombre se define primariamente por su
responsabilidad hacia sus hermanos y hacia la
historia”
(GS. 55).

Las interpretaciones de la cultura varían según
el punto de inserción histórico. Dos líneas
principales del pensamiento
parecen contraponerse. Para unos ya ha comenzado la decadencia
que se anuncia por un proceso de deshumanización y para
otros, el mundo de la técnica es una promesa. Dos formas
de interpretar los “signos de los tiempos” desde la
cultura se pueden identificar aquí.

En la primera forma de pensar y concebir la cultura, el hombre
se maquiniza y “cosifica”, la sociedad se automatiza,
el poder se
desboca y la técnica y el trabajo se
convierten en ídolos. Para la segunda forma de pensar, el
mundo de la técnica es sustancialmente humano.

Gracias a ella ha sido posible aumentar el bienestar de todos,
extender los beneficios de la cultura, amaestrar la tierra e
iniciar la conquista del
universo. La
voz del Concilio ante esta tensión de argumentos
representa un papel de moderador y se descubre como una
contribución abierta a edificar un “humanismo
nuevo”.

Nuevamente la idea de “humanismo nuevo” aparece en
este estudio, lo cual revela la existencia de muchos aspectos
positivos en el progreso de la sociedad industrial
contemporánea. Esos aspectos son tales que han permitido a
la Gaudium et Spes una filosofía
más constructiva y dispuesta a asumir la realidad humana
del tecnicismo. Esta forma de humanismo nuevo constituye un
“signo de los tiempos” en la visión del
documento conciliar.

En el estudio de la “cultura” como “signo de
los tiempos” de la manifestación divina aparece una
idea central en el documento conciliar. La cultura es
expresión del designio divino sobre el hombre, que debe
dominar la tierra y
perfeccionar la creación, es decir, la cultura, con toda
su realidad y riqueza, y la responsabilidad del hombre de
construir y promoverla, se presenta como signo del querer de
Dios.

“… cuando el hombre con el trabajo de sus
manos o con ayuda de la técnica cultiva la tierra para que
dé fruto y llegue a ser una morada digna para toda la
familia humana, y cuando asume conscientemente su papel en la
vida de los grupos
sociales, cumple el plan de Dios, manifestado al comienzo de
los tiempos, de someter la tierra y perfeccionar la
creación, y se cultiva a si mismo…”
(GS.
57).

La cultura constituye, por tanto, un signo y lugar
teológico de la manifestación concreta de lo divino
en lo espacio – temporal, es decir, la realidad
trascendente de Dios se hace manifiesta en la inmanencia de las
realidades terrenas e históricas del hombre. La
manifestación por antonomasia de Dios, es su hijo
Jesucristo, culmen de la Revelación.

En el Jesús histórico, Dios se hace cercano a la
cultura, se encarna en la historia y asume la realidad espacio
temporal, adaptándose y haciéndose parte de la
misma. La cultura y la historia se convierten en plataforma y
escenario para la implementación del plan salvífico
de Dios y la manifestación de los designios de Dios por
medio de Jesús de Nazareth. De esta forma, la cultura
seguirá siendo un medio de revelación del plan de
Dios aún en nuestros tiempos, porque se trata de un Dios
que acompaña la historia y la interpela, un Dios
dinámico y vivo, que aprovecha el elemento de la cultura
como un recurso viable para comunicarse al ser humano y continuar
revelándose aún después del acontecimiento
de Cristo.

“Entre el mensaje de salvación y la cultura
humana se encuentran múltiples vínculos. Pues Dios,
revelándose a su pueblo hasta la plena
manifestación de sí mismo en el Hijo encarnado, ha
hablado según la cultura propia de las diversas
épocas.”
(GS. 58).

Cada cultura, cada pueblo, cada realidad étnica es
plataforma sagrada de la manifestación de Dios hacia todos
los pueblos, manifestación que expresa que el querer de
Dios es la salvación universal de todos los hombres y los
pueblos. Cada pueblo, etnia, cultura
o nación son expresión no sólo de la
autonomía del hombre sino también de la
creación creativa de la voluntad de Dios y
expresión de su amor por el hombre.

Por otro lado, el documento conciliar presenta algunos
principios que favorecen una sana promoción cultural.
Viene bien mencionar aquí algunos de estos principios:

· Una promoción integral de la persona:

Un adecuado cultivo y promoción de la cultura debe
estar encaminado hacia el desarrollo y crecimiento integral de la
persona humana en todas sus dimensiones. El hombre mismo que es
autor de la cultura debe favorecer los medios para que en medio
de su hábitat cultural se desenvuelva plenamente

“…ciertamente es necesario que la cultura
humana se desarrolle… de tal modo que cultive
equilibradamente a la persona humana íntegra y ayude a los
hombres en las tareas a cuyo cumplimiento están llamados
todos, pero especialmente los cristianos, unidos fraternalmente
en una sola familia humana”
(GS. 56).

· Una integración de los aportes de la fe en la
cultura:

La armonía de fe y cultura debe lograrse por medio de
un compromiso más pleno de los cristianos en la
edificación del mundo. A este compromiso están
llamados todos para ver cumplida su vocación de plenitud y
realización humana y espiritual, sentido de su desarrollo
cultural.

“… en realidad, el misterio de la fe
cristiana les ofrece valiosos estímulos y ayudas para
cumplir con mayor intensidad esta tarea y sobretodo para
descubrir el sentido pleno de esta acción, que hace que la
cultura humana obtenga su lugar preeminente en la vocación
íntegra del hombre”.
(GS. 57 a).

Ciertamente los progresos técnicos y científicos
pueden ser mal interpretados y transformarse en un
obstáculo para abrirse a valores más altos. Pero
este no es un mal necesario, antes por el contrario, la cultura
actual tiene muchos valores positivos capaces de contribuir a una
aceptación del mensaje evangélico.

“…el progreso actual de las ciencias y de la
técnica… puede fomentar cierto fenomenismo y
agnosticismo cuando el método de investigación
utilizado por estas disciplinas se considera sin razón
como la regla suprema para hallar la verdad… sin embargo,
estos lamentables resultados no se siguen necesariamente de la
cultura actual ni deben inducirnos a la tentación de no
reconocer los valores positivos de ésta. Como son: el
estudio de las ciencias y la fidelidad exacta a la verdad en las
investigaciones científicas, la necesidad
de trabajar conjuntamente en equipos técnicos, el sentido
de la solidaridad internacional, la conciencia cada
vez más viva de la responsabilidad de los expertos para
ayudar e incluso proteger a los hombres, la voluntad de hacer
más favorable para todos las condiciones de vida…
todo lo cual puede aportar alguna preparación para recibir
el mensaje del Evangelio, que puede ser animada con la claridad
divina por Aquel que vino a salvar al mundo”.
(GS. 57
b).

· Una promoción integral de la cultura:

Esta promoción de la cultura ha de subordinarla al bien
total de la sociedad y la persona, le confiera su legítima
autonomía respecto de la fe y de la autoridad
pública y no la haga instrumento para sus fines
políticos. Todo lo cual postula el respeto del derecho a
la propia libertad de
opinión y forma el cultivo intelectual.

“…la Iglesia recuerda a todos que la cultura
debe estar referida a la perfección íntegra de la
persona humana, al bien de la comunidad y de toda la
sociedad… La cultura necesita una justa libertad para
desarrollarse y una legítima capacidad para actuar
autónomamente según sus propios principios…
El sagrado Sínodo, recogiendo las enseñanzas del
Concilio Vaticano I… afirma la legitima autonomía
de la cultura y especialmente de las ciencias. Todo esto exige
también que el hombre… pueda buscar libremente la
verdad, declarar y divulgar su opinión… No
corresponde a la autoridad pública la determinación
del carácter propio de las formas de cultura, sino el
fomento de las condiciones y las ayudas para promover la vida
cultural entre todos, incluso entre las minorías de una
nación…”
(GS. 59).

2.3.2.3 Desarrollo Económico y
Social (Capítulo III).

La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual, Gaudium et Spes, que ha querido enfrentarse con
las cuestiones más candentes, no podía prescindir
de considerar la problemática que plantea la vida
económica, y los problemas que suponen para nuestra
sociedad y para el hombre de hoy. Sin caer en el extremismo
marxista, que pretende reducir a factores económicos la
explicación de toda la dinámica social, hay que
admitir que lo económico influye grandemente en la
dinámica de vida del hombre. El documento conciliar,
queriendo responder a las grandes incógnitas del hombre
moderno y las problemáticas de la sociedad actual,
profundiza en este tema desde su visión doctrinal.

El enfoque del documento a lo largo de su exposición
será abordar las cuestiones económico –
sociales desde su relación inmediata con la moral, es
decir, la reflexión desde la óptica cristiana del
uso correcto de los procesos
económicos en beneficio del bien común y de la
sociedad, en beneficio de la persona humana, que se constituye
como finalidad primordial de todo proceso económico.

Es verdad que los números de la Constitución
dedicados al tema no consisten en un tratado de moral
económica y social, y mucho menos un estudio de
economía y sociología, pero establecen unos
criterios y principios básicos para promover un desarrollo
económico beneficioso para todos.

El Concilio, más que ofrecer al mundo
contemporáneo deprimentes diagnósticos de la
situación socio – económica, ofrece remedios
alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza.
El fundamento de esta actitud radica en la preocupación
del Concilio por el hombre, por el hombre tal cual es, tal como
hoy en realidad se presenta.

Es decir, que el planteamiento del documento conciliar, acerca
de las cuestiones socio-económicas, consistirá en
que los procesos económicos deben estar al servicio del
hombre, y no viceversa. El hombre como centro del progreso
humano. Esta visión constituye una especie de
“humanismo nuevo”. Un humanismo nuevo que constituye
un “signo de nuestros tiempos” de gran importancia
que nos alienta y nos orienta hacia una mejor sociedad donde se
respete la dignidad humana. Este “humanismo nuevo”,
que late en todo el documento, se percibe muy especialmente en
las páginas que ocupan el desarrollo económico. Hay
en este apartado todo un concepto
entrañablemente humano del proceso de desarrollo.

El concepto conciliar de “desarrollo”, con enfoque
humano, supone la premisa de una concepción de la persona
humana basada en sus valores, su dignidad y su libertad, en su
responsabilidad y su sociabilidad. Por ello, el desarrollo no
puede encontrar orientación de fondo sólo en
la ciencia, en
la técnica o en la economía, si no la encuentra
primero en la verdadera concepción del hombre, de la
comunidad y de la historia. No puede hablarse de verdadero
desarrollo cuando éste está orientado
exclusivamente a la satisfacción de las necesidades
materiales,
sino cuando comprenda los diversos aspectos de la vida humana,
desde los más estrictamente materiales a los más
altamente espirituales. El desarrollo debe ser armónico,
es decir, para todos. También debe ser orgánico. No
sólo de todo el hombre y para todos los hombres, sino con
participación de todos.

Si hubiera que resumir en una breve expresión el
espíritu que anima e inspira toda la enseñanza
contenida en la Constitución sobre la vida
económica, el “leit motiv” de la
misma, sería la realidad del hombre y los valores que
aporta: dignidad y libertad, el servicio del hombre y la
búsqueda de su realización humana
íntegra.

“ La finalidad fundamental de esta producción
no es su mero incremento, ni el beneficio o el dominio, sino el
servicio del hombre, del hombre íntegro, teniendo en
cuenta el orden de sus necesidades materiales y de las exigencias
de su vida intelectual, moral, espiritual y religiosa”

(GS. 64).

Esta es la razón de ser de toda la doctrina. Es decir,
la búsqueda de la libertad y la dignidad del hombre, han
de ser el fin mismo de la vida económica de nuestras
sociedades. La búsqueda de esa finalidad resume el enfoque
doctrinal del documento conciliar, la Iglesia a través de
ese enfoque doctrinal de los procesos de desarrollo
económico en la sociedad moderna, busca responder a las
distintas situaciones de la realidad socio – económica,
que son preocupaciones para el documento mismo y que se
convierten también en “signos de nuestro
tiempo”.

“También en la vida económica –
social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona
humana, la vocación íntegra del hombre y el bien de
la sociedad entera. Porque el hombre es el autor, el centro y el
fin de toda la vida económica – social”
(GS.
63).

Se presentan diversas situaciones y problemáticas
propias del desarrollo económico, que representan una
preocupación para el Concilio. El documento conciliar,
consciente de estas realidades, insiste en que son necesarias
muchas reformas en la vida económica – social y un
cambio de mentalidad y de costumbres en todos, un cambio de
mentalidad que lleve consigo un cambio en la concepción y
papel del hombre en los procesos económicos.

Aludiendo claramente a esos “signos de los
tiempos” actuales que constituyen la
universalización de los problemas, agrega que el
género humano se halla hoy en un período nuevo de
la historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados que
progresivamente se extienden al universo entero. Esos cambios
profundos y acelerados y ese progreso económico
representan para el documento un “signo de los
tiempos”.

Entre las preocupaciones conciliares y cambios profundos y
acelerados que se pueden identificar en el documento conciliar
acerca de las problemáticas de la vida y desarrollo
económico de nuestras sociedades contemporáneas, se
pueden mencionar las siguientes:

· Participación excluyente de unos pocos en el
desarrollo económico.

El primer “signo de los tiempos” que se identifica
es la participación excluyente de unos pocos en los
procesos económicos. La orientación del desarrollo
no puede quedar en manos de unos pocos o de grupos cargados
de poder, sino que tiene que ser el resultado de la
participación activa de todos de todos los niveles de
decisión del mayor número posible de hombres. De
esta manera, todos se sentirán protagonistas de su propia
elevación económica, social y cultural.

Los propios economistas han puesto de relieve que las tareas
del desarrollo resultan también más eficaces con la
colaboración de aquellos para quienes el desarrollo se
realiza. La planificación del desarrollo es efectiva
sólo si obtiene la cooperación de la
población, basando el desarrollo en sus aspiraciones y
utilizando los resultados del desarrollo como base para el
progreso social y económico.

“El progreso económico debe permanecer bajo
el control del
hombre, y no debe remitirse a la decisión de sólo
unos pocos hombres o de grupos dotados de excesivo poder
económico… es conveniente que, en cualquier nivel,
el mayor número posible de hombres… participen
activamente en la dirección de este desarrollo”

(GS. 65 a).

La orientación del desarrollo debe ser orgánica,
es decir, que su orientación no puede estar en manos de
una sola comunidad política ni de ciertas naciones
más poderosas, sino que ha de ser fruto de la
participación activa del mayor número posible de
países. Porque el ciudadano tiene el derecho de ser el
autor principal de su propio progreso.

“… los ciudadanos tienen el derecho y el
deber, que también el poder civil tiene que reconocer, de
contribuir, según sus posibilidades, al verdadero progreso
de su propia comunidad”
(GS. 65 b).

· Planificación centralizada del desarrollo
(centralizaciónsistema
totalitario y autoritario).

El segundo “signo” que constituye una
preocupación para el documento conciliar es que el
desarrollo centralmente planificado ha comprometido y anulado
valores fundamentales de la persona humana, cuando ha orientado
todos los esfuerzos y sacrificios al servicio de una
ideología, de unas ambiciones de dominio y de poder. De
tal forma que el proceso de desarrollo económico se
convierte en la plataforma de instauración de sistemas
totalitarios y autoritarios centralizados que buscan los
intereses de la ideología para la que trabajan y no el
beneficio y crecimiento del hombre.

No se puede dejar el desarrollo ni al libre juego de las
fuerzas económicas ni a la sola decisión de la
autoridad pública. La expresión del documento no
puede ser más clara. Ni liberalismo a
ultranza, ni planificación totalmente centralizada o
arbitraria. No ha de entenderse, por lo tanto, que el documento
mantiene una postura escéptica o negativa ante el hecho de
la planificación, sino que su repulsa va dirigida contra
ciertas formas de planificación que no responden a las
necesidades humanas concretas y materiales de la gran
mayoría de la población de una nación, y
sólo responden a los intereses y necesidades particulares
de un sector social restringido.

El documento rechaza el tipo de planificación que hace
del proceso económico un instrumento técnico,
elaborado al margen de las aspiraciones y las contribuciones
personales, de los derechos, en suma, de los
ciudadanos, la que lo utiliza en forma opresora e imperativa,
como aparato de coacción al servicio de unos intereses
políticos dominantes.

· Falta de sentido equitativo y solidario.

El tercer “signo” de preocupación para el
Concilio es la desigualdad insolidaria del hombre hacia el hombre
mismo y que destruye completamente ese “humanismo
nuevo” proclamado. Cuando se contempla la realidad
socio-económica, uno de los aspectos que más
asombra y entristece es que vivimos en un mundo de desigualdades,
disparidades y desequilibrios fundamentales. El desarrollo
económico, además de haber promocionado a una
porción pequeña de la humanidad, presenta un
balance descompensado, con grandes injusticias y situaciones
opresoras.

"En un momento en que el desarrollo de la vida
económica, orientada y ordenada de manera racional y
humana, podría mitigar las desigualdades sociales, con
demasiada frecuencia trae consigo un endurecimiento de ellas y a
veces hasta un retroceso de las condiciones de vida de los
más débiles y un desprecio de los más
pobres. Mientras una multitud inmensa carece de cosas
completamente necesarias, algunos, aun en regiones menos
desarrolladas, viven en la opulencia o malgastan los bienes
mientras unos pocos gozan de un grandísimo poder de
decisión, muchos carecen de casi toda posibilidad de
actuar por iniciativa propia y con responsabilidad, viviendo
frecuentemente, además, en condiciones de vida y de
trabajo indignas de la persona humana”

(GS. 63 b).

Hay algunos factores institucionales que inciden sobre esa
distribución acentuando su carácter desigual. Es la
distribución de la propiedad, que
determina grandes diferencias económico – sociales
en el orden individual y familiar. Las desigualdades dependen
fundamentalmente de factores o estructuras
institucionales. Por esta razón, el documento conciliar
clama por exigencias de la justicia y la equidad, hay
que hacer todos los esfuerzos posibles para que, dentro del
respeto a los derechos de la personas y a las
características de cada pueblo, desaparezcan lo más
rápidamente las diferencias económicas.

El tono enérgico que emplea la Constitución,
deriva de la importancia de los desniveles constatados y de la
percepción de una falsa sensibilidad social ante las
reformas necesarias. La dignidad de la persona humana, la
justicia social, la equidad y la paz social exigen que se llegue
a una situación social más humana y solidaria.

“La justicia y la equidad exigen también que
la movilidad que es necesaria en una economía progresiva
se ordene de manera que la vida de los individuos concretos y de
sus familias no se haga incierta y precaria”
(GS.
66c)

Esta desigualdad puede producirse a tres niveles distintos,
con tres enfoques distintos, y así lo nota la
Constitución: desigualdad en la distribución
personal o entre personas que cooperan directamente en la
producción, desigualdad entre sectores económicos o
geográficos de un país y desigualdad entre
naciones.

“Para responder a las exigencias de la justicia y de
la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que,
dentro del respeto a los derechos de las personas y a las
características de cada pueblo, desaparezcan lo más
rápidamente posible las diferencias económicas
verdaderamente monstruosas que, vinculadas a discriminaciones
individuales y sociales, existen hoy y frecuentemente
aumentan”
(GS. 66 a).

· Migraciones de los trabajadores.

Un cuarto “signo” apenas identificado por el
documento conciliar, pero de gran peso en la búsqueda de
mejores condiciones de vida y de trabajo para el hombre es el
tema de las migraciones. Si se considera al desarrollo desde un
punto de vista “espacial”, se presenta una nueva
fuente de desigualdad: el desequilibrio regional o territorial.
Esto lleva a otra de las preocupaciones que el documento
conciliar aborda aunque de forma indirecta: la migración
de los trabajadores.

Uno de los aspectos implicados en la acentuada desigualdad en
la distribución geográfica del desarrollo es la
migración. No es necesario acudir a estadísticas
para verificar que son masas ingentes de personas las que se ven
forzadas a abandonar sus lugares de origen y de trabajo para
buscar empleo en
zonas muy alejadas, se ven obligadas a traspasar las fronteras de
su país para acudir a países extraños y
diversos en lengua, clima,
cultura y tradiciones.

Ejemplo vivo y actual de esta realidad son las migraciones de
habitantes de los diversos países latinoamericanos desde
las fronteras de México hacia los Estados Unidos de
Norteamérica, con el fin de hacer realidad, en el mejor de
los casos, lo que se conoce como el “sueño
americano” o sencillamente buscando mejores condiciones de
vida, estabilidad laboral e
ingresos
económicos que les permitan asegurar las remesas
familiares enviadas a sus países de origen.

En este sentido el documento conciliar se pronuncia en un
doble orden de consideraciones. En primer lugar, la
creación de fuentes de
trabajo en las propias regiones y en segundo lugar, urgiendo
normas de
amparo y
protección hacia los trabajadores emigrados. Puesto que la
movilidad es necesaria en una economía progresiva, la
justicia y la equidad exigen también que se ordene de
manera que se evite la inseguridad
del individuo y la familia.

“Se ha de evitar cuidadosamente cualquier
discriminación relativa a las condiciones de
remuneración o de trabajo hacia los trabajadores que
procedentes, de otra nación o región, contribuyen
con su trabajo a la promoción económica de un
pueblo o región”
(GS. 66 d).

Pues bien, el Concilio pone el acento en la cuestión de
la desigualdad económica entre las naciones y en el
problema del desarrollo económico. La doctrina conciliar
sobre el desarrollo económico se puede sistematizar en dos
aspectos: la problemática del desarrollo de un país
y las implicaciones internacionales del desarrollo. El proceso de
desarrollo de un país presenta una inmensa gama de
cuestiones que afectan tanto a lo puramente económico como
a otros aspectos de la vida humana, por ejemplo lo moral.

La ley fundamental
moral y el punto básico del humanismo nuevo proclamado es
que el hombre debe ser el actor y la razón de tal
desarrollo. Si un país tiene que desarrollarse lo tiene
que hacer para el hombre y por el hombre. Lo primero es evidente
y constituye la preocupación general de este
capítulo y de toda la Constitución. Este humanismo
fundamental para todo desarrollo económico es un llamado
de esperanza para el hombre mismo que no tiene acceso a disfrutar
de los beneficios del desarrollo, por ello se constituye un
“signo de nuestro tiempo” de esperanza y de llamado
al cambio.

“Hoy más que nunca, para hacer frente al
aumento de población y responder a las aspiraciones
más amplias del género humano, es preciso tender a
un aumento de la población agrícola e industrial y
de la prestación de servicios. Por
ello, hay que favorecer el progreso técnico, el
espíritu de innovación, la creación y
ampliación de nuevas empresas, la
adaptación de los métodos, el esfuerzo sostenido de
cuantos participan en la producción, en una palabra todo
cuanto puede contribuir a este progreso”
(GS. 64).

2.3.2.4 La vida en la comunidad
política (Capítulo IV).

Es importante señalar que en la constitución
conciliar Gaudium et Spes se habla siempre de
“comunidad política” y no aparece para nada el
término “estado”.
Éste término ha sido utilizado de modo consciente
por los padres conciliares, precisamente porque su significado es
más amplio que el del término “estado”.
“Comunidad política” abarca dos elementos de
la vida política: el gobierno y el
común de los ciudadanos. La comunidad política es
la integración de ambos bajo el principio del bien
común.

Por tanto, se entenderá por comunidad política,
en el documento conciliar Gaudium et Spes, como la
común unidad que prevalece dentro del grupo social
constituido por los miembros que conforman una sociedad civil y
política. Esta común unidad se ha de sostener en la
búsqueda de los mismos fines, es decir, en beneficio de
todos los miembros de la sociedad o la nación.

El bien común, en todos los campos, ámbitos y
sentidos, será el fin primordial de toda comunidad
política. Se entiende por bien común todas aquellas
condiciones favorecidas a los miembros de una sociedad que
garanticen su beneficio personal, su crecimiento humano, sus
derechos civiles y su realización profesional.

“Los hombres y las familias que constituyen la
comunidad civil son conscientes de su propia insuficiencia para
instituir una vida plenamente humana y perciben la necesidad de
una comunidad más amplia… para procurar cada vez
mejor el bien común… La comunidad política
existe para aquel bien común del que obtiene su plena
justificación y sentido… El bien común
abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las
que los hombres, familias y asociaciones pueden lograr más
plena y fácilmente su perfección propia”

(GS. 74).

De acuerdo a la doctrina social cristiana, la
“política” es aquella actividad social que
utiliza o influye sobre el poder público, para conseguir
el bien común en armonía con los derechos de los
grupos naturales y con la dignidad y libertad de la persona
humana.

El propio Concilio afirma que la comunidad política,
como la familia, responde de modo inmediato a la naturaleza
profunda del hombre; que la comunidad política y la
autoridad pública se fundan en la misma naturaleza
humana y pertenecen, por lo tanto, al orden previsto por
Dios.

La constitución conciliar presentará un panorama
político general al principio del capítulo, en el
que se pueden identificar algunas situaciones que se constituyen
a si mismas “signos de nuestro tiempo”.

En primer lugar, se habla de profundos y constantes cambios
que caracterizan los procesos políticos de nuestro tiempo.
Dichos cambios influyen de manera decisiva en el desarrollo
cultural, económico y político de los pueblos,
repercutiendo en el ejercicio de la libertad civil.

“En nuestro tiempo se advierten profundas
transformaciones también en la estructura y en las
instituciones
de los pueblos que son consecuencia de su evolución
cultural, económica y social. Estas transformaciones
ejercen un gran influjo en la vida de la comunidad
política, sobretodo en lo que concierne a los derechos y
deberes de todos en el ejercicio de la libertad civil y en el
logro del bien común…”
(GS. 73 a).

En segundo lugar, surge la conciencia y el afán de
favorecer en los sistemas políticos el respeto a los
derechos de la persona en la vida pública. El respeto a
los derechos de los ciudadanos garantiza la participación
efectiva de todos en la comunidad política.

“De la conciencia más viva de la dignidad
humana surge en diferentes zonas del mundo el afán de
instaurar un orden político-jurídico en el que se
protejan mejor los derechos de la persona en la vida
pública… La salvaguardia de los derechos de la
persona es condición necesaria para que los
ciudadanos… puedan participar activamente en la vida y el
gobierno del Estado”
(GS. 73 b).

Aparece como un signo más la oposición hacia
sistemas o formas políticas que obstaculizan la libertad
civil o religiosa, empleando mecanismos de represión que
desvían el ejercicio de la autoridad para buscar los fines
e intereses de unos pocos.

“Se reprueban todas las formas
políticas… que obstaculizan la libertad civil o
religiosa, multiplican las víctimas de las ambiciones y de
los crímenes políticos y desvían el
ejercicio de la autoridad, del bien común a las
conveniencias de un grupo o de los propios
gobernantes”
(GS. 73 c).

Ahora bien, el tema central del capítulo se puede
enunciar como “la participación ciudadana en la vida
pública”. Se puede afirmar, parafraseando a GS 73,
que la tesis del
capítulo es la necesidad de un nuevo ordenamiento
político que garantice los derechos de la persona como
requisito para la participación ciudadana, tan necesaria
en la construcción de una comunidad política, que
debe estar integrada y protagonizada tanto por los gobernantes
como por los ciudadanos.

Esta participación ciudadana, entendida desde la
Gaudium et Spes, debe estar ordenada en
función del bien común. El principio de autoridad
aparece varias veces a lo largo del capítulo, pero el
acento recae sobre los derechos y deberes del ciudadano y sobre
todo la participación de estos en la vida
pública.

Esta participación ciudadana, adquiere una gran
importancia dentro del desarrollo del documento conciliar. La
participación ciudadana de una nación refleja el
nivel de desarrollo político y social del país y el
nivel de maduración política en su ejercicio
democrático.

El ejercicio democrático de la participación
ciudadana es signo de progreso para una comunidad
política. Por tanto, la participación ciudadana de
una nación constituye también un “signo de
nuestro tiempo” de vital importancia que reclama un cambio
de visión en el ejercicio político de las naciones.
Cabe recordar aquí el contexto en el que se escribe este
apartado de la Gaudium et Spes. Europa ha pasado
recientemente la crisis de
la segunda guerra
mundial y vive una auténtica crisis política
por la guerra de
ideologías entre los dos sistemas políticos
mundiales más fuertes de aquel momento y es víctima
también de formas de organización social y
política no precisamente democráticas.

El concepto conciliar de “participación”
del pueblo en la vida pública se halla íntimamente
ligado al concepto de libertad, y por tanto, de responsabilidad
personal. Supone una lucha tenaz y diaria para liberar al
ciudadano de las innumerables servidumbres que hoy le acechan. En
el fondo, el concepto es abordado desde el afán de
servicio al prójimo.

Según lo presentado por el documento conciliar, al
Concilio le preocupa de qué forma se puede fomentar la
participación de todos en la comunidad política. El
Concilio alaba a las naciones que obran de modo que el mayor
número posible de ciudadanos tenga intervención en
la vida política. El Concilio enfatiza como norma general
de este principio de la participación, el que sea un
ejercicio que se extienda a todos los ciudadanos y no quede
reducida a unos pocos privilegiados. Si ese ejercicio no alcanza
a todos y es sólo privilegio de pocos, la
participación popular cae en la oligarquía.

Es importante subrayar la motivación histórica
que justifica la ética de la participación del
pueblo en la vida pública. Partiendo de la
evolución cultural, económica y social de los
pueblos, esa evolución repercute en las estructuras e
instituciones públicas, hasta el punto de que el
desarrollo provoca una conciencia más viva de la dignidad
humana, la cual hace que el hombre se considere sujeto personal,
libre y responsable de sus decisiones.

Por otro lado, el documento conciliar presenta también
algunos riesgos que se
pueden correr en el ejercicio la participación ciudadana,
la libertad civil y la construcción de una comunidad
política:

· El Concilio reprueba las formas políticas que
estorben a la libertad civil, tal como se señala
más arriba, y sobre todo aquellas formas de
organización que orientan la acción del gobierno
hacia la oligarquía. El Concilio denuncia a los defensores
del ateísmo de Estado que atacan violentamente a la
religión y la libertad religiosa. Y lamenta que la
autoridad política establezca discriminación entre
los creyentes y los no creyentes, negando los derechos de la
persona.

· El Concilio afirma que es inhumano que caiga la
autoridad política en formas totalitarias o en formas
dictatoriales, que lesionen los derechos de la persona o de los
grupos sociales. Según el texto, la dictadura
resulta condenable sólo cuando lesione los derechos de la
persona o de los grupos. En consecuencia, no hay una
reprobación absoluta de la forma dictatorial a menos que
atente contra lo mencionado antes.

· Advierte el Concilio a quienes se consagran a la vida
pública que deben luchar, con integridad moral y con
prudencia, contra la intolerancia y el absolutismo de
un solo hombre o de un solo partido político. El
absolutismo de Estado se sostiene en el principio errado de
pensar que la autoridad del Estado es ilimitada y que no se
admite apelación alguna a una ley superior legalmente
obligatoria.

· Denuncia el Concilio los casos de positiva
opresión del ciudadano, los cuales se dan cuando la
autoridad pública abusa de su poder y rebasa su competencia. El
deber de conciencia de obedecer a la autoridad se da cuando
ésta se ordena dentro de los límites del orden
moral para procurar el bien común. El Concilio amonesta al
ciudadano a que acate las exigencias objetivas del bien
común, no por razón de la obediencia a una
autoridad que falta a sus deberes, sino por razón del bien
supremo de la sociedad.

No se podría terminar el estudio de la vida
política de la constitución conciliar sin hacer
mención de la relación e integración de la
política con el cristiano y la Iglesia. El documento alaba
al político consagrado a esta tarea del bien
público, entendido al servicio de la persona humana.

El Concilio recuerda al hombre que ejerce el gobierno la
necesidad de que olvide su interés propio y rehuya a
cualquier beneficio ilícito. Es obligación del
político, y muy particularmente del político
cristiano, luchar contra la injusticia, contra la
opresión, contra el absolutismo y contra la intolerancia
de un solo hombre o de un solo partido político.

El documento conciliar da por supuesto el hecho de que los
cristianos no deben ser ajenos a la realidad política de
la sociedad o comunidad política en la que están
inmersos, puesto que la realidad responde a su condición
espacio – temporal como hombres inmersos en un contexto
histórico – político determinado, y
más aún como ciudadanos activos miembros
de una sociedad. Los cristianos deben sentir su llamado hacia el
ejercicio del profetismo (anuncio y denuncia) dentro de los
procesos políticos de su nación, para que dichos
procesos cumplan con las exigencias de los valores del
evangelio.

“Todos los fieles cristianos, en la comunidad
política, deben sentir su vocación especial y
propia, con la que deben dar ejemplo en cuanto que están
obligados por la conciencia de su deber y sirven al cultivo del
bien común, de modo que demuestren también con
hechos cómo se armonizan la autoridad con la libertad, la
iniciativa personal con la conjunción y cohesión de
todo el cuerpo social”
(GS. 75 c).

Los cristianos no pueden desentenderse de la política
con la excusa de que es un asunto oscuro, sospechoso o inmoral,
tampoco cabe el argumento de que hay que desentenderse de la
política como del mundo, porque nuestro destino es
sobrenatural, y por consiguiente, en cuanto a peregrinos, no nos
afectan las cosas de este mundo.

El cristiano no puede desconectarse del dinamismo de la vida
política, porque está inserto en ella y por ella es
afectado. La inhibición hacia la política no
sólo es inmoral, sino insensata. El deber del cristiano es
participar en la vida política.

Los cristianos, en este campo de la vida pública,
tienen que hacer valer el peso de su autoridad moral en la
opinión pública, a fin de que el poder
político sea ejercido con justicia y para que las leyes
respondan a los principios de la moral y el bien
común.

Los cristianos deben reaccionar enérgicamente y luchar
contra los sistemas que no coinciden con la concepción del
mundo y de la vida cristiana. Por ello la constitución
insta a los cristianos a luchar contra la injusticia y la
opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un
hombre o de un partido. La lucha del cristiano se esfuerza por
suprimir las injusticias de todo tipo, económicas,
sociales y políticas.

Conscientes de sus obligaciones y
derechos en la convivencia, los cristianos han de servir de
ejemplo a los ciudadanos – creyentes y no creyentes
–. Los cristianos deben enfrentarse seriamente con la
despolitización, con las situaciones de ocupación
política y con el autoritarismo paternalista, que son los
motivos de escándalo del humanismo cristiano en la
convivencia en la comunidad política.

Al final de este cuarto capítulo de la segunda parte de
la Gaudium et Spes, el Concilio habla de las
relaciones entre la Iglesia y la comunidad política.
Nuevamente aparece el término de comunidad o sociedad
política y no el de Estado. Esta nueva terminología
se puede atribuir al hecho de que el Concilio quiere ser
consecuente con su doctrina de la participación ciudadana
en la vida pública, entendiendo que las relaciones de la
Iglesia con la sociedad temporal deben abarcar no sólo al
Estado como gestor, al poder público, sino también
al conjunto de los ciudadanos como elemento esencial de la vida
política.

El Concilio confirma la independencia
y la autonomía de que gozan simultáneamente la
Iglesia y la comunidad política. La Iglesia ha tenido que
hacer frente a la acusación que le hacían los
Estados de pretender injerirse en la esfera de lo temporal, al
mismo tiempo que la realidad obligaba a la Iglesia a defenderse
de las injerencias del Estado en su organización y en su
funcionamiento.

2.3.2.5 Promoción de la paz y
la convivencia humana internacional (Capítulo
V)

El capítulo “V” de la Constitución P
astoral de la Iglesia en el mundo de hoy, abordará el tema
de la promoción de la paz y la cooperación
internacional, como último tema de gran importancia para
el contexto socio-político de aquella época. Un
contexto lastimado por la reciente segunda guerra
mundial y la vigente guerra fría entre las dos
potencias del momento. El mundo, de alguna manera espera en este
contexto una reacción o pronunciamiento de la Iglesia
respecto de la situación mundial, la legitimidad o no
legitimidad de la guerra, la visión o concepción de
la “paz” para el Concilio y la Iglesia y el
compromiso al que están obligados e invitados los
cristianos.

De esta forma, se aborda en este trabajo el tema de la
“paz” desde la perspectiva de los “signos de
los tiempos” y se dedica el apartado 2.3.2.5 de esta
investigación para tratarlo, tal y como lo presenta el
Concilio a la luz del documento conciliar. Como un punto de
partida para lograr establecer el diálogo internacional y
la promoción de la justicia, la igualdad y la
construcción de un proyecto que favorezca la convivencia
humana en una sociedad moderna que se encuentra lastimada por las
heridas causadas por la guerra y el desarrollo moderno de la
ciencia y la
tecnología utilizadas al servicio de la violencia.

En el estudio presente de la Gaudium et Spes
y su enfoque sobre la paz es interesante descubrir que su
estructura interna presenta unas características
particulares. La Gaudium et Spes, no es otra
cosa que la iniciación de un diálogo. Para que
exista un diálogo es preciso que haya dos interlocutores
que reciban recíprocamente la información o el
mensaje. Así, la Iglesia, a través de la
Gaudium et Spes, no hace otra cosa que tomar la
disposición de iniciar el diálogo, exponiendo su
punto de vista sobre la cuestión a dialogar.

Primeramente, el Concilio tiene conciencia clara de la
angustia que aqueja hoy a la humanidad y a los pueblos más
afectados por las consecuencias de la violencia y la guerra, pero
también tiene clara conciencia de la esperanza que deben
tener el hombre moderno y el compromiso al que están
obligados los cristianos.

Vivimos en una situación peligrosa a medida que la
humanidad avanza progresivamente hacia la unidad y a la vez hacia
la toma de conciencia de su interdependencia. Precisamente esta
interdependencia de los pueblos crea un peligro extremo si no se
encuentra una solución global para la construcción
de un mundo más humano. Esta interdependencia
política entre las naciones constituye una de las causas
fundamentales de la crisis de la comunidad internacional y la
poca convivencia humana. Es uno de los “signos de nuestro
tiempo” que clama urgentes respuestas y compromisos para el
cambio. Para superar los desequilibrios internacionales y hacer
desaparecer la angustia y la violencia, no hay otro remedio que
el esfuerzo renovado por llegar a la verdadera paz.

Las grandes esperanzas que el extraordinario progreso
técnico abre para la humanidad van mezcladas
también de profundas angustias y sufrimientos en la esfera
internacional. Sufrimiento causado por el azote del hambre, la
guerra atómica, el odio racial, la falta de libertad. La
conciencia de estos “signos de nuestro tiempo”,
constituyen el punto de partida para la reflexión del
Concilio.

En segundo lugar, se puede deducir en la reflexión del
documento conciliar, la concepción que tiene el Concilio
de la paz. Partiendo de este enfoque y énfasis se plantea
a continuación qué se entiende en el documento por
“la paz” y cómo define la “paz” el
Concilio y a través del Concilio, la Iglesia.

Lo primero que se ha de establecer en busca de una respuesta,
es el hecho de que el hombre es el artífice de esta paz.
El hombre es el punto de partida de la paz. Conociéndolo
bien y teniéndole muy presente en todos los desarrollos a
que la noción de la paz nos lleve, podremos construir
eficazmente esa paz. El hombre es el objetivo final, la causa de
la misma paz. El hombre es además el autor, dotado de
conciencia y libertad. El hombre es el único beneficiario
de la paz.

¿Cómo definir la paz? La definición que
ofrece Juan XXIII deducida de la “Pacem in
Terris”
puede servir de mucha ayuda. La paz, para Juan
XXIII es la “convivencia humana en el orden”. En Juan
XXIII la perspectiva cambia, porque no se trata sólo de un
“orden”, sino que aparece la convivencia humana como
aporte novedoso. El “vivir con” supone una
relación con el otro, alteridad, posibilidades de
realización, de darse a los demás.

Este enfoque de Juan XXIII está presente a lo largo del
documento conciliar. La idea de una convivencia humana
será el telón de fondo de todo el planteamiento de
la Gaudium et Spes sobre la paz. El concepto de
una paz, que no se entiende sólo como un don que se nos
regala, sino un don que se conquista. La paz vista como tarea,
realización de los hombres, de hombres que respondan a su
vocación, de hombres que actualicen aquella
responsabilidad creadora, inserta en la noción de
conciencia y libertad. La paz no puede ser un simple sentimiento
humano. La paz debe nacer de una auténtica voluntad
precisa, para que se realice el orden querido por Dios.

La naturaleza de la paz será abordada de manera
concreta por el Concilio. La paz no es una mera ausencia de
guerra. No es solamente un equilibrio de
fuerzas contrarias, ni el despotismo de un país sobre los
demás. La verdadera paz es el resultado de que el mundo
viva en orden de justicia. La paz es el fruto de la justicia y el
amor. Esta definición de la paz en función del
orden y la justicia es precisamente el concepto del
“shalom” bíblico.

La primera afirmación se limita a definir paz como una
prevención o reducción del conflicto. La
segunda, que es la expuesta por el Concilio, se entiende como una
construcción consciente de un mundo más justo. Esta
visión sustituye la concepción estática de
la paz, como equilibrio internacional por la concepción de
una paz justa en el esfuerzo solidario y libre de los pueblos. La
paz es dinámica y adaptable a las exigencias concretas de
las circunstancias históricas en busca de justicia.

El concepto de paz dinámica constituye la clave del
mensaje conciliar. La paz no está hecha, no se adquiere de
una vez y para siempre con la firma de tratados y
ordenamientos jurídicos. La paz hay que construirla
incesantemente. Es el resultado de un orden justo,
histórico, humano. Exige de cada hombre una lucha
constante por adaptar las estructuras a la justicia de los
pueblos.

El Concilio no deja de tener una gran esperanza por la paz.
Esa esperanza nace de la fe que manifiesta el Concilio mismo
hacia la capacidad de progreso y de justicia y el protagonismo
mismo del ser humano en la construcción de una sociedad
mejor, tema ampliamente desarrollado en el capítulo de la
“autonomía de las realidades terrenas” del
documento conciliar.

Y además por la fe manifestada en la providencia de
Dios. Este optimismo cristiano viene moderado por su realismo
político. El Concilio, y por consiguiente la Iglesia, se
siente profundamente responsable de colaborar con la humanidad,
que vive la tragedia de una paz desplazada por la guerra. El
mensaje evangélico de esperanza en la buena noticia, de
amor, justicia y salvación, pretende ser adaptado a las
angustias y esperanzas de nuestra humanidad.

Por todo esto, el Concilio hace un llamado universal a la
verdadera paz, que se funda en la justicia y en el amor. Su
mensaje expuesto se puede visualizar a grandes rasgos en tres
partes: una primera parte de “negación”, con
la conclusión de que hay que eliminar la guerra. Una
segunda parte de “afirmación”, en el sentido
de la promoción y construcción de la comunidad
internacional.

Desde esta perspectiva de la paz, se enfocan los problemas
concretos de guerra, desarme, autoridad internacional, ayuda a
los países subdesarrollados, explosión
demográfica y los medios de unidad internacional. Una
tercera parte, con un sentido más pastoral, que pretende
principalmente despertar en los cristianos la responsabilidad de
participación y de colaboración en la
construcción de la paz. Tiene un sentido moral y
religioso.

En el texto, se nota un empeño evidente en los
redactores por llegar a una exposición coherente de la
doctrina de la Iglesia sobre la paz, sin embargo, Gaudium et
Spes
terminará abordando este tema desde un enfoque
más pastoral que doctrinal.

Su llamado a la paz no formula una tesis científica ni
expone un sistema de soluciones
para los gravísimos problemas del mundo. El Concilio no ha
pretendido sustituir a los organismos internacionales
responsables de velar por la implantación mundial del
orden, la justicia y la paz. El Concilio estudiará los
problemas internacionales desde una teología de lo
concreto. Más que definir actitudes,
trata de apuntar soluciones.

No es por lo tanto, un manifiesto de teología moral que
trate de adaptar la doctrina de la Iglesia a las condiciones del
mundo moderno. No es un documento doctrinal a la manera de
encíclicas, que intente sistematizar los principios
dispersos en los documentos
pontificios. Más que en los principios pone el acento en
acciones concretas que deben emprenderse inmediatamente para
limitar los conflictos y
construir la paz.

Sin embargo, tampoco el texto tiene un enfoque
“profético”, como lo esperaba el grupo de
avanzada del Concilio. Muchos alimentaban la esperanza de que el
Concilio pondría la guerra en su lugar sin ningún
respaldo legal que la aprobase en cualquier circunstancia o
situación y que condenaría sin restricciones las
armas
atómicas. Pero no hizo ni lo uno ni lo otro para
decepción de muchos. Se convierte definitivamente en un
texto “pastoral”, que no condena a nadie y se
esfuerza más por ayudar a los hombres comprometidos en
conflictos por la construcción de la paz. Una especie de
llamado moral ajeno a la realidad política hubiera puesto
en juego el crédito moral del Concilio ante el mundo. Las
conclusiones del capítulo quinto sobre la paz y sobre la
guerra se fundan en la verdad de la doctrina y de los hechos.

El Concilio toma conciencia de la acción no violenta en
la defensa de la justicia que hoy proclaman y realizan vigorosos
movimientos pacifistas. El Concilio responde así al deseo
de muchos cristianos que pedían que la Iglesia reconociera
el valor de legitimidad de una vocación no violenta. La no
violencia no puede convertirse en una evasión de
obligaciones sociales, sino en una forma eficaz de servicio y
amor a los hombres.

La paz humana será siempre imperfecta e incompleta,
pero en la medida que la caridad cristiana se vaya apoderando de
los hombres, se irá superando progresivamente la violencia
hasta convertir los medios necesarios de guerra en instrumentos
pacíficos al servicio de la humanidad.

El Concilio propone un verdadero proyecto para la
eliminación absoluta de toda forma de guerra. Con su
actitud pastoral y realista, pretende el Concilio transformar la
actual coyuntura, todavía de amenaza y agresión, en
una situación histórica en la que la guerra no sea
ya políticamente necesaria, jurídicamente sea
eliminada y moralmente deje de ser un medio indispensable para la
paz.

El Concilio enumera rápidamente las bases y directrices
morales de un proyecto de paz universal. La necesidad de este
proyecto de paz viene impuesta por la trágica crisis de la
coyuntura actual. La actitud realista del Concilio promueve el
pacifismo absoluto – que defiende la ilegitimidad de la
guerra – y denuncia el belicismo radical. Consciente de la
amenaza atómica que acaece sobre la humanidad, el Concilio
siente como un deber imperioso elevar su voz con todas sus
fuerzas para conjurar a todos los hombres a hacer todo lo posible
con el fin de mantener la paz y eliminar el espectro de la
guerra.

La paz es una empresa
colectiva de la que todos somos responsables. La
construcción de la paz supone el esfuerzo de todos los
hombres. Esta responsabilidad colectiva constituye la primera
condición del proyecto. El llamado urgente al
involucramiento de todos en la construcción de la paz es
otro “signo de nuestros tiempos” al que la Iglesia y
la humanidad deben estar atentas.

La paz exige la colaboración de todos por encima de los
egoísmos de clases y los resentimientos históricos.
Se construirá la paz, en la medida en que el
espíritu del hombre sea capaz de expansionarse libremente,
en la medida en que se haga cada día un esfuerzo para
contribuir a la comprensión recíproca, para
tolerarse y colaborar en la formación de una
auténtica voluntad de paz. Todos y cada uno de los hombres
pueden colaborar a la formación de una situación
social en la cual la voluntad de paz se una al fin general, un
fin tan fuerte que se imponga a los mismos jefes de Estado.

El advenimiento de esa paz dependerá de nuestra
capacidad por crear esa voluntad general, en virtud de la cual,
pueda ser prohibida toda forma de guerra. Porque la paz general,
como paz humana, debe ser libremente aceptada. Esta voluntad de
aceptación y acogida de la paz constituye la segunda
condición del proyecto.

Una tercera condición de este proyecto de la
construcción de la paz se basa en el hecho de que es un
proyecto realizable. La paz universal es posible y realizable. No
es una tarea que dure indefinidamente, ni una meta inalcanzable.
La instauración de esa paz dependerá del
empeño de todos por acelerar su realización.

Para la realización de este proyecto – colectivo,
libre y realizable – se señalan tres objetivos:

En primer lugar, fomentar el desarme militar general (de armas
convencionales y atómicas) mutuo y simultáneo entre
todas las potencias. Un desarme progresivo y controlado con
suficientes garantías de éxito para la justicia y
libertad de todos los pueblos.

Segundo, crear simultáneamente una autoridad universal,
fuerte y eficaz, capaz de asegurar la justicia y el derecho de
todos los pueblos. Esto implica la organización progresiva
de la paz mundial y una reforma de estructuras jurídicas,
políticas y sociales capaces de asegurar y defender los
intereses vitales y legítimos de la comunidad
internacional y sus miembros.

Tercero, fomentar las negociaciones, los acuerdos y el estudio
de asociaciones y demás instituciones internacionales,
para crear medidas, aunque sean parciales e incompletas
todavía, para la solución pacífica de
conflictos. Se trata de prevenir las causas del conflicto
buscando soluciones a la oposición de intereses. Este
objetivo busca además, planificar la ayuda de los pueblos
contra la miseria mundial y la explotación
demográfica que agravan la tensión internacional y
pueden provocar en cadena una serie de guerras.

El Concilio se dirige a los que ponen excesiva confianza en la
acción de los organismos internacionales. Como
instituciones meramente políticas o jurídicas no
pueden crear una ideología orientada hacia la
realización de la paz. No bastan las buenas leyes para
asegurar a las naciones el funcionamiento de todas sus
instituciones. La paz exige una base más sólida que
las seguridades técnicas y jurídicas. La paz es
sobre todo una condición del espíritu. Lo esencial
es el espíritu que anima las instituciones y a los
defensores de la paz. La educación del espíritu
constituye el medio más eficaz en la construcción
de la paz.

El futuro de la humanidad depende de la supervivencia de los
valores personales, el sentido de responsabilidad y fraternidad
por encima de las políticas y de las ideologías. En
la medida que los hombres vayan moderando la rigidez de sus
ideologías y la agresividad de sus instintos, será
posible un diálogo fraternal.

Partes: 1, 2, 3, 4
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