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Ética



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    Acaso hubiéramos preferido un tipo de vida en el que
    las dichas fueran proporcionales a nuestros méritos y los
    infortunios a nuestras culpas, en el que las opciones fueran
    comparables, en el que al elegir algo no tuviéramos que
    prescindir del resto, en el que fuera posible trazar las
    fronteras entre la sabiduría y la ignorancia de manera
    nítida, precisa. No fue así. El azar, la querella,
    la duda abundan entre nosotros, y por ello la vida no siempre es
    meritocrática ni hay elección sin sacrificios ni
    punto de vista sin supuestos. Porque habitamos un mundo en el que
    abundan los imprevistos, las encrucijadas, las excepciones, ha
    sido lugar común en Occidente calificar nuestro mundo de
    trágico. Porque aspiramos a un mundo ordenado, depurado,
    predecible, no hemos aceptado así no más el mundo
    que nos tocó en suerte sin merecerlo siquiera como lo
    señalara Orígenes.

    Las reacciones no se han hecho esperar. No hemos escatimado
    esfuerzos para reconstruir el mundo, para someterlo a una
    rigurosa taxonomía,
    en fin, para corregir al demiurgo. Ingentes cruzadas, verdaderas
    titanomaquias hemos emprendido para conjurar, para exorcizar el
    elemento trágico de la existencia.

    Por medio de religiones
    monoteístas, sistemas
    filosóficos, modelos
    políticos hemos pretendido domesticar ese mundo finito y
    relativo, cruzado por múltiples antagonismos, ese mundo
    injusto, inconmensurable, adicto a la entropía, para hacer de él un mundo
    regulado, mensurable, previsible. No sólo sería
    necesario descubrir el orden del mundo, sino además
    garantizar el mayor éxito
    relativo de quienes se ajustan a él. Porque el templo, la
    escuela, el
    partido han creído descubrir el orden del mundo, de
    allí derivan las moralejas correspondientes. Entre los
    intentos por garantizar los -merecidos- dividendos de quienes se
    ajustan al orden del mundo se destaca el de Platón.

    Así lo sintetiza Martha Nussbaum: "Platón
    consideraba que la persona buena no
    puede ser dañada por el mundo: su vida no es peor ni
    merece menos elogios como consecuencia de circunstancias
    adversas"1. Bastaría seguir el camino correcto para
    neutralizar el elemento trágico, para devenir
    invulnerable, en medio de los avatares de la existencia. Aristóteles no comparte el optimismo
    platónico. Si bien elegir el camino correcto -en
    determinado contexto, ser cristiano entre cristianos, marxista
    entre marxistas por ejemplo- contribuye decididamente a la
    felicidad del individuo, no
    la garantiza. Aunque la eficacia de
    determinadas tradiciones, cartillas, criterios haya sido probada
    repetidas veces, no menos cierto es que no son infalibles ni
    mucho menos. A ello alude Aristóteles en la Etica a
    Nicómaco: "La ley toma en
    consideración lo que más ordinariamente acaece, sin
    desconocer por ello la posibilidad de error"2. Administrar la
    vida con cartilla, por ilustrada que sea, no asegura el
    resultado, no constituye una vacuna contra el infortunio,
    así lo pudiera hacer menos probable.

    El hombre
    verdaderamente bueno y sensato no es invulnerable. A él se
    refiere Aristóteles en los siguientes términos: "No
    será removido de su felicidad fácilmente, ni por
    los infortunios ordinarios, sino por los que sean grandes y
    muchos"3. La explicación es simple. Para ser feliz,
    dirá el estagirita, se requiere algo más que
    desarrollar las potencialidades propias del ser humano, se
    requiere de amigos, familia, riqueza,
    influencia política4.

    Un debate similar
    se dio entre los judíos.
    El libro de Job
    constituye un esfuerzo sin par por demostrar que la persona buena
    no puede ser dañada por los infortunios por calamitosos
    que sean. No obstante, los judíos terminaron por rendirse
    ante la evidencia. ¡Cuántos justos infelices,
    cuántos malvados sin castigo! Es cuando habilitan el
    más allá, la vida eterna, como una segunda
    oportunidad para corregir las injusticias no reparadas en un
    mundo como el nuestro no propiamente meritocrático.

    Entre los ismos que pretenden conjurar, exorcizar el elemento
    trágico de la existencia hay puntos de acuerdo
    todavía más precisos. Entre la sabiduría y
    la ignorancia no hay zonas de conflicto, no
    hay litigio de fronteras si nos atenemos a los autores
    comprometidos con los diferentes ismos que pretenden conquistar
    una posición hegemónica en Occidente. El cristiano,
    como el marxista, distingue sin dificultad la verdad del error.
    Evangelizado el pueblo, instruido el ciudadano, adoctrinadas las
    masas, el Norte será el mismo para todos. Un credo, unos
    principios, un
    manifiesto serán el santo y seña requerido para
    sintonizarse con el curso de la historia. Por su conducto el
    éxito está asegurado, bien sea para los individuos
    en el más allá, bien sea para la humanidad en este
    mundo. No sólo eso. Para quien cree detentar la verdad, se
    proclama su vocero y se dispone a socializarla a cualquier
    precio, no
    habría dificultad alguna en elegir algo y renunciar al
    resto, lo haría sin remordimientos ni vacilaciones. Ello
    no es todo.

    Entre las exclusiones realizadas a nombre de la verdad,
    abundan las arbitrariedades, las injusticias. Algunos ejemplos.
    Las obras de Anaximandro y
    de Protágoras fueron quemadas en Atenas. En tiempos del
    Imperio Romano, el cristianismo
    exigía de sus fieles renunciar a la magia, al sexo, al
    poder, a la
    usura, a la guerra, a la
    tolerancia,
    inclusive. El destierro a Siberia de manera brutal, la
    pérdida del empleo de
    manera sutil, serán otras tantas vías elegidas para
    preservar la ortodoxia, y la comunidad, la
    cultura pagan
    por ello oneroso precio.

    Para exorcizar el elemento trágico de la existencia no
    sólo es menester abolir los dilemas del presente, sino
    además neutralizar el porvenir. Aunque las predicciones de
    la historia a nivel individual se han revelado las más de
    las veces fantásticas, abundan las filosofías de la
    historia que pretenden domesticar el porvenir en sus
    líneas más gruesas por lo menos. Leemos en Hegel:
    "(…) la razón rige al mundo y, por tanto, ha regido
    y rige también la historia
    universal"5. Aunque la posición de Marx respecto de
    las leyes de la
    historia puede resultar ambigua, cuando al decir de Le Goff: "No
    formuló leyes generales de la historia, sólo
    conceptualizó el proceso
    histórico, pero a veces empleó el peligroso
    término de 'ley' o aceptó que su pensamiento se
    formulara en esos términos"6, no menos cierto es que
    abundan entre los marxistas (Lenin por ejemplo) quienes postulan
    su existencia. No fue otro el filón explotado por los
    totalitarismos de todos los colores en el
    último siglo y cuyas cifras de víctimas han batido
    todos los récords de la historia.

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