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El Inmortal (página 2)



Partes: 1, 2

En el juego de las
intrigas, brillaba una palabra: alianzas

Por lo tanto, cuando el Maestro recibió la
importante distinción  en reconocimiento a su
destacada labor, lo primero que me dije fue que debía
aprovechar su enorme prestigio para alcanzar mis objetivos.

Durante largo tiempo
estudié todos sus movimientos. Cuándo-con el paso
de los años- comprendí que al respeto del
Rey  se había sumado la personal
admiración de la Reina, me dije: he aquí
alguien  a tener muy en cuenta.

Más allá de sus antecedentes, sabía que
por las labores propias que realizaba en sus exclusivos
aposentos, se mostraba un hombre
diferente, un elegido; un espíritu brillante que
desarrollaba conceptos metafísicos sobre la luz  y la
existencia, que pronto atrajeron  mi atención.

Personalmente, me sobraban referentes en el Palacio; algunos
sinceros, otros sólo interesados. De todos modos, a poco
de la llegada del Maestro, me acercaron datos de su
afición a los secretos de la alquimia, como así
también, de su activa participación en una sociedad
secreta vinculada al estudio de la Kábbala hebrea (no en
vano había elegido como lugar de trabajo, una
sala amplia de siete ventanas con una especial
predisposición para el ingreso de la luz exterior).

Más de una vez, de manera subrepticia, observaba su
extraño comportamiento. Recuerdo que en cierta
ocasión, al acercarme de manera sigilosa a su taller, lo
vi contemplando como ido, un intenso resplandor de sol que se
filtraba por la hendidura de una de las celosías  Con
un raro aparato que exponía a la luz una y otra vez, iba y
venía por la estancia, escrutando cada palmo de aquella
sugestiva atmósfera. Luego se
dirigía al escritorio, tomaba unos apuntes, y otra vez a
contemplar largamente ese particular  haz de luz que
descendía en forma perpendicular sobre la sala.

Durante el curso de una charla -tuvo especial deferencia en
agradecerme el vino que yo mismo preparaba-, luego de horas de
intensas libaciones, me dijo que quería confesarme un
secreto; el prodigioso secreto que según él,
habría de perpetuar su nombre para la posteridad:
dominar la técnica de la luz y el movimiento,
esencia misma  -según sus palabras- de la propia
inmortalidad.

Con los ojos tomados por un extraño fulgor, me
tomó de un brazo y me dijo:

"Puedo daros a vos también, el privilegio de 
brillar con luz propia por los siglos de los siglos. Pero
habréis de ofrecerme algo a cambio.
Sabéis que llegué aquí con especiales
recomendaciones para la familia
Real. Se ha dicho que como coterráneo del propio Conde
Duque de Olivares, llegué aquí de su propia mano,
en la época que el hombre soñaba en que el
Rey  habría de devolverle a España su
perdida gloria. Esto es falso, puedo aseguráoslo. Ahora
bien, ni en su presencia- sabrás que el valido
comenzó de pronto a hacerme la vida imposible – ni en su
sonada ausencia, he podido llevar a cabo mi proyecto, salvo
algunas pruebas de las
que he preferido que pasaran un tanto desapercibidas. El caso es
que conociendo vuestro ascendiente sobre Su Majestad, nada mejor
que tu concurso. Necesito el apoyo del Rey  de manera
incondicional. Han de prestarse  a una exposición
intensa; hablo del conjunto de la familia real.
Será fatigoso, lo  sé; habré de
fastidiarles varios días como partícipes casi
excluyentes de mi propia idea revolucionaria
¿Comprendéis esto?"

¡Cómo no comprenderlo siendo que esto era parte
de un deseo muy íntimo, que había tomado la
decisión de confesarle…!

No haría falta acotar, que tengo esculpido en la memoria,
cada una de las palabras con las que fui sorprendido.

Chantaje. Un fino chantaje. El Maestro sabía de
la influencia que gozaba con el Rey como ayuda de cámara
de Palacio desde que el destino ungiera a Su Majestad siendo un
mozalbete de apenas 16 años.

Ni siquiera el todopoderoso Gaspar Guzmán de 
Pimentel, pudo sacarme de su lado, loco  de celos por ese
ascendiente que no podía comprender. él (el Rey,
por supuesto) sacó fuerzas de su carácter débil y melindroso y lo
puso de una pieza al gran Conde Duque (lo que este altanero y
presuntuoso ignoraba, es que yo había iniciado a Su
Majestad en los dulces secretos del amor; y desde
entonces, bien sabía yo de su propia boca, las intrigas
que estaban sellando el ocaso de una España
políticamente decadente).

Con el Maestro nos sinceramos mutuamente. Animado
siempre por el brebaje  que bebíamos juntos, el hombre se
despachaba a gusto. "Nosotros estamos perdiendo el  Imperio,
y la causa, es que estos idiotas que nos gobiernan, nunca han
podido conformar una baza de espionaje al estilo de la consumada
diplomacia inglesa. Inglaterra
ganará la partida porque son maestros en el arte de hacer
política a
dos caras. Ese Conde Duque era pura pólvora en el cuerpo
pero no tenía buena mecha en la cabeza".  Me
sorprendió este comentario del Maestro
confesión harto peligrosa, pues ambos sabíamos que
el desterrado hombre público, aún gozaba de la
admiración del Rey. De todos modos,  yo
aproveché para  hacerle partícipe del
secretísimo pensamiento de
mi locura existencial: el deseo de ganarle a la muerte, en
complicidad con un alquimista que llevaba años trabajando
con la idea de la inmortalidad. ¡Vaya casualidad si las
había! De pronto, el Maestro me ofrecía un
camino alternativo con el fin de consumar mi 
obsesión.

 "¡Hombre! ¡Sois testigo de que no soy el
único que pretende desafiar a la misma muerte!"

 Como presumiera entonces, él quiso conocer todos
los detalles.

A la sazón, el tal alquimista era Don Félix
Jovellanos Campos, hijo de un proveedor de la Armada,
caído en desgracia después de la humillante derrota
en la abortada invasión a Inglaterra. No obstante, su
padre se repuso pronto, acrecentado su enorme fortuna  en el
suministro logístico  para los tercios
españoles que combatían en Flandes.

El caso fue que Don  Félix -hijo único – se
quedó con dicha fortuna al fallecimiento de su padre (su
madre había muerto en pleno proceso del
parto que lo
trajera al mundo).

Le conté también al Maestro que Don
Félix me había sido presentado durante una
reunión en Palacio a la que concurriera con el objeto de
obsequiar a la familia real una vasta colección de sedas y
perfumes del Oriente. Que vernos  e intimar fue todo
uno.

Comenzamos a reunirnos de manera asidua. El hombre
insistía en ser generoso conmigo debido a los buenos
negocios que
yo le facilitaba por mi trato directo con la familia real; y
así fue que en el transcurso de una cena en su finca –
vivía a la sazón en una enorme casona en las
afueras de Madrid, a
escasos metros del curso del Manzanares – forjamos un acuerdo, un
pacto de caballeros. él me inició en los secretos
de la alquimia, y yo me mostré interesado en conocer los
pormenores de esa extraña ciencia. "Ya
sabe usted, Maestro; a veces las virtudes del alma pueden
más que los escalofríos de la mente".

Continué relatándole que sobrevivieron luego
días y días de tediosa melancolía,
contemplando el rutinario trabajo, durante 
incontables  horas frente a la fragua. Me irritaba su
paciencia de asceta, acercando al fuego los pequeños
trozos de minerales que
seccionaba previamente."No me interesa transmutar en oro estos
retazos de materia (y de
hecho, lo había logrado); el objetivo es
transmutar mi propia vida. Primero, debo lograr la
purificación absoluta del alma, y luego…"  Y
entonces citaba a un tal Hermes Trimestigo  y a los
sacerdotes del Imperio egipcio, entrelazando esa filosofía con citas de los sagrados
libros
hindúes. Por momentos realizaba invocaciones paganas;
mezclaba a Horus con Jehová, y era tanta la
diversidad  de sus creencias religiosas, que en cierto
momento  no pude evitar pensar que en el tan mentado asunto
de la alquimia, alguien le había facilitado a Don
Félix el manual
equivocado. 

"Pues veréis, Maestro: quedé
patitieso al ver el taller de investigaciones
que nuestro amigo había erigido en los fondos de la finca.
¡Hasta tenía un crisol inmenso de cobre
construido por uno de los discípulos del gran Leonardo!
Luego de comer y beber en exceso, nos metimos en un cuarto que
hacía las veces de biblioteca y fue
el momento en que el tal don Félix empezó a
profundizar en sus delirios metafísicos. Tú has
sido seminarista – me dijo-. Conoces aquello de per se notum
secundum,
o sea, Dios existe por sí mismo. Luego,
per se notum quad nos, esto no puede ser demostrado a
nosotros, síntesis
magistral del pensamiento tomista. Ahora bien, yo he estado en
Italia: Padua, Roma,
Turín, Florencia… Allí se respira la presencia de
Dios  a través de la creación artística
de sus criaturas. Me he transportado a las alturas celestiales
hablando con los místicos que abundan en los conventos, y
he descendido  a los infiernos a través de largas
pláticas con algunos alquimistas.

Tuve el raro privilegio de conocer un místico en Padua
que había logrado levitar; sí, como
escucháis, ¡levitar! Al preguntarle sobre el secreto
de semejante prodigio, me dijo que aquello era sencillo a
condición de lograr la comunión del alma con
Dios: el misticismo de los iluminados…"

A esta altura, el Maestro se mostraba fascinado con mi
relato, circunstancia que ponía en duda el informe respecto
a su presunta participación en las artes ocultas.

"El caso, Maestro,  es que, pese a los esfuerzos
místicos que durante largo tiempo intentara el buen
Félix, Dios se mostraba esquivo a sus reclamos. Lo que el
pobre Félix no sabía, era que el secreto de la
levitación, el poder 
alcanzar alturas insospechadas para el espíritu, proviene
siempre de una actitud
profundamente religiosa. Que ya sabe usted,
Maestro: aquello de la Gracia Divina con que Dios
toca  a los Santos. Fuego interior, alma inmaculada y
renuncia absoluta del pecado,
¡única forma de hablar con Dios!
¿Milagro? ¡Nada de eso!  El cedazo de la fe ha
de ser  insobornable con las especulaciones de la mente…
¡He ahí el secreto! "

Esta ha sido parte de mi confesión con el 
Maestro (luego vendrían otras pero ya se
verá más adelante).

Siglos después, resulta paradójico que los
avatares de esta sociedad actual,  haya entronizado a la
ultra tecnología como una especie de dios pagano,
un vano deseo de la arrogancia humana. Fuere cuál fuere el
camino que el hombre intenta para despegarse de Dios, todo
termina por volver a la esencia del creador. Sin Dios, nada;
con Dios, todo.
Principio rector del misticismo, que hoy
-¡vaya paradoja!- se toca los extremos con los propios
postulados de la física
cuántica.

Lo cierto es que aquella famosa piedra filosofal, objeto de la
locura existencial de Don Félix, no es otra cosa que la
caja de Pandora de la ciencia
moderna, puesta  a desentrañar los misterios que
encierra la materia. El Alfa y la Omega que tan bien expresase el
jesuita iluminado: Todo proviene de Dios; todo va hacia
Dios (*)

Claro que en aquel entonces – en medio de los desastres
militares y diplomáticos que condujeran a la pobreza a mi
entrañable pueblo -, nada sabía yo de estas
cuestiones científicas  a las que arribó
el
conocimiento (y metafísicas, agrego).  Por eso,
hoy sé que sólo la intuición me llevó
a apartarme de Don Félix y elegir  a la propuesta del
Maestro, como único y excluyente camino de mi
propio deseo de eternidad (por otra parte, cada  vez se
hacía más ostensible en el viejo alquimista, su
enjuto cuerpo y el santo sudario de sus bellacas arrugas, como
fruto de un fracaso no admitido…)

……………………………………………………………………………………………………………..

Mientras tanto, el Maestro renegaba de mis
últimas dudas. "Yo os daré la inmortalidad, mi
querido ujier. ¡Deja a ese loco tunante con su falsa
alquimia!  He consultado a Dios sobre los secretos que
guarda la luz, y él me ha dotado de un prodigioso
don: con dichas armas,
seré capaz de detener el tiempo". 

No me costó mucho convencer al Rey de la conveniencia
de participar con su familia en la suprema obra que preparaba el
Maestro.

Por eso me hice presente en su taller, con las primeras luces
de la tarde.

La luz solar penetraba por el alféizar de una de las
ventanas, formando  columnas de una extraña
luminosidad, en la cual danzaban pequeñísimas
volutas de polvo.

Vi a la pareja real; a su prole, y hasta el fiel can echado
laxamente sobre el piso.

A una señal imperceptible del Maestro,
apoyé mi mano derecha sobre la pared que corría a
izquierda de él, y de manera natural, me preparé
para entrar a la posteridad: mi propio sello de inmortal,
parte indisoluble del lienzo que Don Diego de Velázquez y
Silva, habría de bautizar "Las Meninas".

_______________________________________________________________

(*) Refiere a Theillard de Chardin.

 

 

 

 

 

Autor:

José Manuel López Gómez

(escritor argentino nacido en España)

Web del autor:

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