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Las voces del
peregrino nunca son caprichosas. Por el contrario, contienen un
mensaje maravilloso, digno de ser atendido aun por los
más distraídos.
El secreto del hombre, el
verdadero secreto, se halla en las profundidades del
alma. No es
necesario repetirlo. Sólo hay que susurrarlo. Porque no
necesita ni requiere propaganda
alguna…
El secreto del hombre es el alma y el secreto del alma
está en su silencio. En efecto, la realidad supera
cualquier pretendida conceptualización, cualquier
definición o análisis que se quiera intentar. No, no
está ese abismo a merced de ocurrencias pasajeras ni de
los ensayos que
tanto nos consuelan. ¡El alma vive! Más allá,
incluso, de cuanto podamos o pretendamos imaginar…
Aunque yo… no lo sepa; aunque no me dé cuenta, aunque
quiera eludir y escapar. El misterio de la interioridad humana,
la proyección de su hondura, está ahí,
siempre insoluble, en un perpetuo reclamo de atención… Y, a pesar de nuestra
insuficiencia para captarlo o alcanzarlo en toda su magnitud, nos
interroga constantemente, nos invita a sumergirnos en sus aguas
para bucear siempre algo más en zonas desconocidas.
Percibimos el eco de una existencia necesariamente
diferente. Sabemos o descubrimos -tarde o temprano- que no
somos esto o aquello. Que las incesantes noticias y la
agobiante información que nos circunda, no constituye
-para nosotros- lo esencial ni lo fundamental. En definitiva, que
hay algo más.
Así como la vida no acaba en la muerte,
así como nos sabemos llamados a la eternidad,
así también acabamos por conocer la apertura de
nuestro propio yo, por decirlo de alguna manera.
La asfixia exterior nos impele a descubrir el universo
interno. Así lo insinuaba San Gregorio Magno, como fruto
de su experiencia y de su sufrimiento. El mundo que nos asedia se
erige en absoluto. Su multiplicidad, su carácter invertebrado, nos engaña y
nos deja perplejos, casi empeñados y comprometidos con
él.
Pero no. No es esa la verdad. ¡Hay algo más, hay
mucho, mucho más! Destellos y heridas nos comunican el
Bien insospechado. La cuestión será otra. El dilema
se planteará entre dos actitudes bien
nuestras, bien personales… Si nos decidimos a entrar, con todo
lo que ello comporta, o nos quedamos -sin fecha-perpetuamente
quizá, en el umbral de la puerta.
¿Por qué se nos plantea tal disyuntiva? Porque
el secreto de la vida está en un acto de arrojo que se
realiza "sin porqué"; sin duda, esta especie de salto en
el vacío nos permite abrir la puerta cerrada hasta hoy. Lo
que los místicos llamaron AMOR PURO puede
indicarnos el camino a seguir…
La apertura que necesitamos requiere esa suerte de
desinterés, de abandono, que nos introduzca en el
plan de Dios,
en la aceptación "generosa" del designio del Señor,
que no es plenamente, desde luego, conocido por nosotros.
Entrar en la noche. El Doctor Místico, San Juan
de la Cruz, puede enseñarnos maravillas acerca de este
ingreso y de este consecuente camino.
Ahora bien, pasamos a nuestra casa, nos desprendemos del mundo
aparente y lejano… Y esto es así por la razón que
ya vamos conociendo, a saber: que desgajándonos de los
"intereses", en renuncia luminosa, entramos en el desierto que
nos lleva a la Tierra
prometida. Entramos en el Alma hecha Templo de la Presencia de
Aquél que es el Centro y Origen de nuestra vida…
II
Entrar al Alma
¿Qué es esto? ¿De qué manera?
Desde luego será necesario recurrir a más de una
metáfora para explicarnos mejor… Pero lo que intentamos
decir ahora se puede expresar así: atención a lo
interior. Atención, en suma, a la vida más
honda, a la vida a secas. Vamos como descendiendo en lo
más íntimo, que es lo más secreto. De
ninguna manera comporta esfuerzo o tensión. Tampoco
análisis o raciocinio. Hemos aprendido a tomar, al menos,
una cierta distancia de las cosas, sobre todo cuando nos dimos
cuenta que no nos identificamos con ellas. También podemos
dialogar con mujeres y con hombres de épocas muy lejanas.
Quiere decir que somos capaces de superar las determinaciones y
condicionamientos que, aparentemente, nos someten. Limitaciones
que no son tales, cuando nos aventuramos en un diálogo
cada vez más alto.
El universo interior no requiere esfuerzos de
concentración sino, más bien, un VIAJE. Esta
figura es más elocuente y veraz de cuanto se pueda
sospechar. El hombre se
enfrenta a una mirada, hasta que se sumerge en ella. Ahora
bien, él no sabe si está dentro o está
fuera… Simplemente ve.
Y parte. Entonces se deja llevar en la misma medida de su
entrega, de su abandono… Su búsqueda, su viaje,
comporta la actitud
fundamental: dejar ser el ser… Ahora es desvelado,
despertado por el esplendor del Ser.
El Ser aparece en su horizonte. Se descubre desde su
intimidad, aun con los velos de su delicado pudor. El alma se
enamora del Ser. El planteo no sigue, no puede seguir, una
línea recta sin alternativas ni sorpresas. La
aparición del Ser supone una suerte de sobresalto, de
perplejidad y hasta de temor. No es extraño. La hondura de
la realidad despierta un vértigo particular. De
alguna manera es ésta una garantía de
autenticidad.
Quien descubre un tesoro comprende inmediatamente el riesgo que trae
consigo, el riesgo que le es propio. En efecto, la verdad
supone el rechazo de cuanto le es contrario y, con ello, la
gesta y la agonía. No se capta la belleza,
no se la recibe realmente, si -al mismo tiempo– no se
percibe su fragilidad…
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