Para la Doctrina social de la Iglesia,
el trabajo
significa "todo tipo de acción
realizada por el hombre
independientemente de sus características o
circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se
debe reconocer como trabajo entre
las múltiples actividades de las que el hombre es
capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza
misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y
semejanza de Dios en el mundo visible y puesto en él para
que dominase la tierra, el
hombre está por ello, desde el principio, llamado al
trabajo.
El trabajo es una de las características que distinguen
al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad, relacionada
con el mantenimiento
de la vida, no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es
capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo,
llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De
este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del
hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en
medio de una comunidad de
personas; este signo determina su característica interior
y constituye en cierto sentido su misma
naturaleza".[1]
El catecismo expone que "el trabajo humano procede
directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a
prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la
creación dominando la tierra (cf Gn 1, 28; GS 34; CA 31).
El trabajo es, por tanto, un deber: "Si alguno no quiere
trabajar, que tampoco coma" (2 Ts 3, 10; cf 1 Ts 4, 11). El
trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos.
Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo
(cf Gn 3, 14-19), en unión con Jesús, el carpintero
de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en
cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se
muestra como
discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en
la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El
trabajo puede ser un medio de santificación y de
animación de las realidades terrenas en el espíritu
de Cristo".
Es en consecuencia, un deber y un derecho, mediante el cual
colabora con Dios Creador. En efecto, trabajando con
empeño y competencia, la
persona actualiza las capacidades inscritas en su naturaleza,
exalta los dones del Creador y los talentos recibidos; procura su
sustento y el de su familia y sirve a
la comunidad humana. Por otra parte, con la gracia de Dios, el
trabajo puede ser un medio de santificación y de
colaboración con Cristo para la salvación de los
demás.2 .
El trabajo -«participación en la obra creadora de
Dios»- la actividad profesional que cada uno
desempeña en el mundo, puede ser santificada y convertirse
en camino de santificación. «Al haber sido asumido
por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y
redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre
vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y
santificadora». Cualquier trabajo honrado realizado con
perfección humana y rectitud, ya sea importante o humilde
a los ojos de los hombres, es ocasión de dar gloria a Dios
y de servir a los demás. San Josemaría
Escrivá, respecto de la santificación del trabajo
enseñaba que "Todo trabajo humano honesto, intelectual o
manual, debe
ser realizado por el cristiano con la mayor perfección
posible -competencia profesional- y con perfección
cristiana -por amor a la
voluntad de Dios y en servicio de
los hombres-. Porque hecho así, ese trabajo humano, por
humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a
ordenar cristianamente las realidades temporales -a manifestar su
dimensión divina- y es asumido e integrado en la obra
prodigiosa de la Creación y de la Redención del
mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se
santifica, se convierte en obra de Dios"[3]
Asimismo señala el Catecismo "en el trabajo, la persona
ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su
naturaleza. El valor
primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor
y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre
para el trabajo (cf LE 6) Cada cual debe poder sacar
del trabajo los medios para
sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la
comunidad humana".[4]
Considera que se debe garantizar el acceso al trabajo y a la
profesión sin discriminación injusta, a hombres y
mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados. La
sociedad debe
por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un
empleo.
Se establece que el salario justo es
el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede
constituir una grave injusticia (cf Lv 19, 13; Dt 24, 14-15; St
5, 4). Para determinar la justa remuneración se han de
tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de
cada uno. 'El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den
al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan
dignamente su vida material, social, cultural y espiritual,
teniendo en cuenta la tarea y la productividad de
cada uno, así como las condiciones de la empresa y el
bien común'[5] El acuerdo de las partes no basta para
justificar moralmente la cuantía del salario.
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