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El borde de la noche




Enviado por José Carlos Celaya



Partes: 1, 2

    Anochecía. El calor
    comenzaba a aflojar.

    El perro trotaba pachorriento por un pasillo de tierra hacia
    el basural. Tenía el lomo mojado. Un rato antes
    había montado a una perra y se había quedado
    abotonado. Entonces los villeros trataron de separarlo con
    baldazos de agua, gritos y
    palazos, hasta que finalmente el perro se soltó y
    emprendió el regreso. Jadeaba y tenía hambre. Las
    tripas se le movían por dentro pidiéndole
    comida.

    Como siempre, el basural estaba desierto. Solo se
    distinguían apenas los contornos de los seis contenedores
    oxidados agrupados en semicírculo alrededor de un sauce
    alto, único árbol que había en el lugar. En
    el amplio claro, casi redondo, la basura
    hedía, y se escuchaba un zumbido grave y denso: un
    enjambre de moscas suspendido sobre los olores agrios y
    fermentados.

    El perro, al llegar al basural, abrió la boca en un
    bostezo. Se detuvo ante el primer contenedor, alzó una de
    sus patas traseras y proyectó un pequeño chorro
    sobre el metal oxidado. Luego repitió la misma
    operación sobre el resto de los contenedores.

    Por el pasillo se escucharon pasos y un chiflido lento y
    sostenido que intentaba ser una melodía: alguien se
    aproximaba al basural silbando algo que parecía un
    rock o una
    canción de moda.

    El perro, montado sobre sus patas delanteras, rompía
    las bolsas con sus dientes en busca de comida. De pronto, entre
    el casi silencioso basural, por sobre el zumbido de las moscas,
    el perro escuchó el sonido de pasos
    que se acercaban. Aguzó el oído.

    Un muchacho, vestido con una remera negra y un vaquero
    desflecado, se paró al lado del sauce. Se secó la
    frente con una mano y se acomodó un paquete de plástico
    que traía entre la remera y el pantalón.

    El perro ladró nervioso. Después apretó
    los dientes y lanzó un gruñido al intruso que
    estaba parado delante del árbol. Los pelos del lomo se le
    erizaron y volvió a ladrar.

    El muchacho, sin inmutarse, buscó entre el suelo un palo o
    una piedra. Por un instante los ojos del perro y los suyos se
    encontraron.

    Se produjo un silencio filoso, apenas quebrado por el rumor de
    las moscas. El perro se detuvo, mirando ansioso al intruso, hasta
    que finalmente continuó buscando comida entre los
    desperdicios. Dejó de prestarle atención.

    El muchacho juntó unos papeles, los hizo un bollo y los
    puso delante de uno de los contenedores, alejado del perro. Se
    sentó en cuclillas y encendió un fuego.

    El perro estaba apoyado con sus patas delanteras sobre el
    borde de otro de los contenedores cuando la luz de las llamas
    lo sorprendió. Molesto por la presencia del intruso, le
    lanzó unos gruñidos nerviosos, le mostró los
    dientes. Luego, hambriento, volvió su atención a la
    basura.

    El muchacho miró al perro con inquina, molesto por los
    ladridos. Dudó por unos instantes, si buscar alguna
    piedra, algún palo. Finalmente sacó el paquete de
    plástico que tenía en la cintura y lo puso en el
    suelo.

    El perro revolvió con el hocico los desperdicios.
    Había olido algo. Atrapó con los dientes un gran
    pedazo de carne que lanzaba un tufo rancio. La apretó
    fuerte con sus mandíbulas y la llevó debajo del
    sauce.

    Poco a poco los ojos del muchacho se acostumbraron al fuego.
    Sacó del paquete una jeringa.

    El perro seguía atentamente sus movimientos.

    Una brisa, cargada de humedad, avivó la hoguera
    encendida por el muchacho.

    Las llamas obligaron al perro a desistir de un ataque, aunque
    se mantuvo a la expectativa. Un viento tempestuoso, casi salvaje,
    azotó la copa del sauce. Las pocas estrellas visibles
    fueron ocultas por unas nubes que se posaron sobre el basural. El
    animal, con un jadeo resentido, acechante, observaba los
    movimientos del intruso.

    El aire
    comenzó a oler a lluvia.

    El perro destrozaba con dentelladas precisas el pedazo de
    carne rancia. La copa del sauce parecía gemir,
    torciéndose a veces por la fuerza del
    viento. El perro se relamía y, por momentos, observaba
    atentamente al intruso.

    Al lado del envoltorio y la jeringa, el muchacho colocó
    una bolsita con polvo blanco. Luego se paró, fue hacia un
    charco cercano, agarró una lata que encontró en el
    suelo, la lleno de agua y volvió a la hoguera.

    Partes: 1, 2

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