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El Éxodo: un aporte a la concreción del reino de Dios en la historia latinoamericana (página 2)



Partes: 1, 2

Cristo mismo debe convertirse en el eje histórico y
metahistórico no solamente de Occidente sino de la
humanidad entera, no meramente en la estructura
teórica de la filosofía y la teología sino
también en los planteamientos eclesiales en cuanto
potencial transformador en el compromiso de Dios y la
implantación de su Reino siendo aún un motor
histórico no legitimado. (2)

El rompimiento de la Alianza entre Dios y el Cristo
humanizado, es decir entre Dios y la humanidad, es una realidad
histórica y concreta; y no hay nada de asombroso en esto.
Se ha roto el pacto desde la venida (parusía) del Hijo y
de su legitimación institucional en el poder de
Roma. Su
ideologización a la adoración institucional –
tema ya pasado de moda por
demás – dio origen a la Reforma y a la Revolución
Francesa, en cuanto acontecimientos gestores de ese
rompimiento, pero condiciones necesarias para la
revelación del Anuncio. Desde luego, comprimiendo la
historia, nos
encontramos con salidas más humanizadas y menos
espirituales, tenidas nada más que como medios de
concreción histórica, pero que nos muestran con el
recorrer del tiempo, la
necesidad de su revisión y de su aplicación
práctica, caída dentro de los mismos errores
administrativos en los que incurrió la Iglesia
cristiana medieval. Estas salidas ideológicas en su
principio, doctrinales en el caso de las derivaciones políticas;
y teológicas en el caso de las sectas, nos conducen a
planteamientos históricos conocidos como relativismos
ideológicos que han conllevado innegablemente a la
humanidad a ser partícipe de una crisis que
reclama para sí misma una salida potencial dentro de un
nuevo argumento de la civilización.

Presa de una angustia en la que las contradicciones
sociales se hacen cada día más reveladoras, la
humanidad – y sobre todo esa parte de la humanidad que vive
en el Tercer Mundo – no encuentra una salida al alivio en la que
los planteamientos de los relativismos alegan poseer su propia
visión evolutiva. La urgencia reclama también una
revisión de la universalidad de la Iglesia, un
acercamiento de la postura filosófica y teológica a
los designios del Reino de Dios trazando una verdad absoluta de
la historia y un resurgimiento por qué no, de una Nueva
Alianza entre Dios y los hombres.
Y lo decimos con esta
franqueza porque entrado el siglo XXI, la humanidad es presa de
los relativismos ideológicos, de una confusión de
sus potencialidades racionales frente al desborde de sus deseos y
aspiraciones y a la minimización del ethos espiritual en
su abierta relación con Dios y su misiva eclesial.
También asistimos a las crisis de ambos relativismos y a
la necesidad de una revisión conceptual de la
generación de la riqueza para llevarla a derroteros
más socializantes sin caer desde luego, en la
práctica ideologizada que plantearon los marxistas a lo
largo del Siglo XX y que parece no quieren abandonar.

Este esbozo superficial tratará de introducir un
inquietud de exploración a planteamientos más
concretos y empíricos acerca de la presencia de Dios en la
historia y el papel preponderante de una Iglesia que se acerca a
los planteamientos de la razón y la ciencia
frente a los signos de los
tiempos, tanto para el fortalecimiento del logos histórico
como para la vigorización y contundencia de la pedagogía y magisterio de Roma hacia el
mundo; hacia la misma humanidad en el recorrer evolutivo; en este
Exodo metahistórico y trascendente en la búsqueda
de la salvación humana.

EL EXODO COMO
PARANGON DE LA EVOLUCION HISTORICA

Poder y autoridad

El Éxodo supone una esperanza. Es una liberación
entendida del modo más simple y sencillo: el fin del
sufrimiento de un pueblo determinado. Las condiciones sociales se
vuelven en una situación que genera desesperanza y
agotamiento en la credibilidad del ser humano. No se visualizan
salidas al tema de la crisis, y por más que se busque,
cualquier contribución no es más que un enfoque
parcial desde el ángulo en que se le mire.

Dios nos ejemplifica con el ejemplo de un paralelo
histórico acerca de un pueblo que, como el judío,
preso en el lejano Egipto,
iluminará al mundo con una verdadera revolución
de la libertad y la
fraternidad. La esclavitud, como
condición humana es un devenir histórico concreto; una
forma de relación social legitimada en los tiempos
arcaicos y que va tomando nuevas formas con la evolución de la humanidad. La esclavitud es
solamente un enfoque, digámosle mundial, aunque el mundo
en los tiempos de Moisés era apenas una
fragmentación geográfica, bastante pequeña
si lo comparamos a la magnitud terrena de hoy en día.
Estas relaciones sociales toman formas y características
muy peculiares, como todo tipo de relación social en la
historia. Todas entran en una fase de poder y autoridad que
representa su mera legitimidad histórica, pero
también forma parte de un proceso que va
cayendo en un franco deterioro bastante comprensible por el mismo
patrón de ciclo vital que caracteriza a las etapas de la
humanidad. Hegel
entendía muy bien esto.

Las contradicciones de las relaciones sociales se manifiestan
con el tiempo y en el espacio dependiendo de la forma como la
autoridad y la ley, brazo de
imposición del poder, se hacen evidentes ante los ojos de
la sociedad. Se
acusa una alteración de los fundamentos políticos y
de visión de sociedad, si acaso la hay, y una forma de
alteración en el manejo de los hilos conductores de los
principios que
le dan forma y vida a la sociedad. Así, la esclavitud
rompe en un momento determinado esas condiciones de convivencia,
merced a las contradicciones encontradas en la aplicación
de las leyes, en la
distribución de la riqueza generada por el
esfuerzo de otros; en la participación cultural y en la
canalización de la participación ciudadana en las decisiones
del poder. Si estos requisitos son dejados de lado, entonces nos
acercamos inminentemente a la fase que precipita una serie de
contradicciones sociales que, como repetimos, son condiciones
"normales" en cualquier situación de conformación
política y
de relaciones sociales tal como las vivimos hoy en el presente.
Su diferencia radicará en la forma como el poder y la
autoridad las conduzcan por lo caminos más lógicos
en consonancia a los reclamos sociales.

Hay dos mundos que se mezclan y sin embargo se diferencian
antagónicamente en una sociedad determinada: la que
deviene en el poder absoluto y la que genera la sociedad en
sí, entre sus miembros dándole vida de esta manera
a una composición estructural y relacional. Todas las
sociedades se
conforman de acuerdo a un patrón cultural predeterminado
en la que las asociaciones internas devienen en agrupaciones
institucionales según los intereses sociales.

En el caso de las relaciones sociales de poder y autoridad, la
asignación de la potencia de
"poder" tiene implícita una cuota que transmitida a la
agrupación social más grande que es la civil
– si utilizamos el término moderno – puede
expresarse de diferentes grados de hacer sentir ese poder y esa
autoridad respectiva, que son dos cosas distintas. En otras
palabras, cualquier poder siendo una minoría debe
contemplar en todo momento, que su fragilidad numérica
está sustentada sobre la base y la dependencia de la
calidad del
uso de su magnitud regencial y de su acercamiento proyectivo
sobre la población, en procura de satisfacer las
necesidades materiales y
espirituales de ésta.

Cualquier emplazamiento – porque los hay cada día
y cada hora – y apreciación sobre la
proyección política del poder tenderá a
formar una opinión
pública, por simple que sea la conformación
estructural y funcional de la sociedad. Si el poder ejercido
obliga a dar más de lo que el individuo
pueda contribuir; si las condiciones en las que el poder tiene
responsabilidad directa no satisfacen las
aspiraciones populares, entonces la conformación
asociativa por naturaleza
bastante humana, tenderá a estructurar medios de
acercamiento al poder o por el contrario: medios de presión
ante la oclusión manifiesta por parte de ese poder
constituido.

El cierre de espacios de manifestación, la
represión o el libertinaje que corroe los miembros de la
sociedad y hasta las esferas del poder mismo, trae consecuencias
que ponen en peligro al poder y a la autoridad ejercida si
ésta no cuenta con los medios lógicos y civilizados
para canalizar las energías opositoras o bien para
hacerlas entrar en razón en función de
la lógica
que beneficie a la colectividad. Comienza un proceso de medición de fuerzas y de tanteo entre la
representación legítima del poder versus la
concentración de fuerzas correlativas entre las diferentes
asociaciones concordantes y asociadas de la sociedad
civil.

Pues bien: en el caso del Éxodo las condiciones de
opresión y de esclavitud nos marcan un punto referente en
la vida de una nación
y de una sociedad cualquiera. No nos interesa marcar y
referenciar al pueblo judío en cautiverio para efectos de
análisis sociológico y
teológico si no entendemos la dinámica estructural social en cualquier
parte del mundo, ahí donde las condiciones de relaciones
sociales entre poder y autoridad comienzan a tomar la forma de
contradicciones dialécticas – al decir del
"espíritu de sistema" de Hegel
– y en donde la situación distintiva de la
salvación cristiana se enmarca en la pobreza y el
sufrimiento de la población, los indicadores
cristológicos por excelencia. Si este no fuese el caso, el
discurso
crítico y el análisis no tendría sentido,
desde luego.

Condiciones del Éxodo

El Éxodo nos enseña varias lecciones que podemos
sopesar desde la perspectiva de la Salvación y bajo
ciertas consideraciones históricas que tienen cabida al
enmarcarse dentro del parangón veterotestamentario de la
experiencia del pueblo judío y que podemos – por
qué no – encuadrarla en la historia presente y futura del
pueblo latinoamericano, pero que puede ser el caso de cualquier
pueblo que sufre las condiciones de la pobreza
económica, de la corrupción política, de la
persecución de la iglesia, de la amenaza del hambre, etc.
Estas condiciones son:

  • 1. La condición social y de relaciones
    sociales que implica una situación de sufrimiento, de
    sometimiento sobre una sociedad, país o región
    en las que se reflejan factores de contradicciones
    socioeconómicas polarizadas en extremos que no
    concuerdan con la justicia y peor aún: que no
    encuentran una viabilidad a la salida de ese sufrimiento

  • 2. La condición de necesidad de liderazgo en
    lo que representa una alianza prometida entre Dios y los
    hombres, precisamente en la figura del liderazgo moral y
    espiritual no necesariamente plasmada en la estampa
    mesiánica del líder en tanto individuo, sino
    que la historia compromete a la comunidad entera en cuanto
    iglesia a escoger sus líderes. Ser hijos de un pueblo
    oprimido nos lleva a pensar que la liberación de ese
    pueblo tiene mucha relación con el mesianismo
    autóctono vivido dentro de una cultura propia. Pueden
    existir liderazgos surgidos allende los límites
    geográficos que sirvan de ejemplos liberadores.

  • 3. La condición de un recorrido o de un
    "viaje" histórico preñado de vicisitudes a lo
    largo de la historia en las que el tejido social se va
    conformando en una serie de sucesos conectados a una
    estructura de poder que lleva en una dirección
    equivocada a una sociedad. Es tan caótica la
    situación y tan llena de contradicciones que un pueblo
    determinado puede disgregarse, dividirse hasta entrar en una
    etapa de "entropía social" o anomia hasta que llega un
    punto en el tiempo en que se hace necesaria la espera por la
    salvación (Kairós o parusía)

  • 4. La otra condición del Éxodo es el
    problema de la cohesión social basada en una moral y
    su relación con la verdad-virtud-felicidad en cuanto
    eje axiológico de un pueblo. Desde este punto de
    vista, podemos trasladarnos a considerar el problema de la
    salvación y el triunfo de su difusión alrededor
    del mundo. Como el problema que repunta es la
    característica del pecado, entonces nos remontaremos
    al problema del ser como punto de discusión, pero
    sobre todo considerando la utilidad de aproximarnos a la
    triada de la negación del ser (No-ser) entre la Verdad
    (sabiduría); la Virtud (El problema del mal) y la
    Felicidad (El problema del alivio al sufrimiento humano).
    ¿Cómo puede superarse este problema? Surge
    así el debate filosófico que provocó
    diferencias en el surgimiento del helenismo:
    ¿dónde encontramos la respuesta a la
    negación del ser? Este problema original se
    resolverá con el tiempo fuera de los planteamientos
    liberales y marxistas para convertirse desde luego, en un
    problema político con respaldo
    teológico-filosófico y en todo lo que deriva en
    otros campos en la búsqueda de la felicidad del
    hombre.

  • 5. La condición de la constatación de
    lo que ya fue escrito versus la realidad circundante o la
    realidad histórica; que tenga estrecha relación
    con la salvación de la humanidad a partir de la
    herencia de Jesús que se propone
    "bienaventurar" la pobreza y la salida de
    ésta, en cuanto esclavitud social sin reducirla desde
    luego a una condición ideológica.

La denuncia del mal y el protagonista de la
liberación

De igual manera, Dios se hace presente en la vida social y se
vuelve un imperativo usar algunos medios para el ejercicio
práctico de la liberación de determinada sociedad.
Si se requiere de una liberación, – entendida como el
rompimiento de un estado de
cosas en que la humanidad se enfrenta a lo largo de su historia
frente a situaciones que impiden el acercamiento a la paz, a la
justicia, al
reconocimiento de los derechos vitales y a la vida
misma en su amplia expresión – es porque necesariamente se
manifiestan condiciones que reclaman una vía
fáctica para deshacer la estabilidad férrea de una
negación del ser humano y que pareciera muchas veces no
tener fin.

Y este rompimiento no solamente tiene características
de materialidad en lo que los marxistas denominaban las
relaciones sociales de producción en general, o de un modo de
social de producción particular en la historia. Se
refiere también desde el mismo requisito de la
factorización de la desviación espiritual o el no
reconocimiento de esa condición humana tan necesaria para
establecer el Reino de Dios. Sin los preceptos espirituales, la
unidad de una sociedad o la cohesión de la misma,
predispone al individuo a tomar diferentes caminos que resultan
ser vías alternativas y accesibles para ejercer el mal (3)
. Y este mal debemos advertir, no se trata solamente desde el
punto de vista estructural como lo pueden proponer algunos
teólogos de la Liberación, sino también
desde la perspectiva espiritual – axiológica que
promueve la opresión en las esferas del poder
político y económico. En otras palabras, el estado de
la espiritualidad social refleja en los individuos su comportamiento
material y viceversa.

En Egipto, la autoridad (Auxano) y el poder con sus símbolos tan atractivos, el esplendor del
imperio, en general, no se diferencian en mucho a los signos de
nuestros tiempos. Dios quiere un mensajero que no estará
solo, sino que se hará acompañar de aquellos que
registran los dones para otros. Dios hace de la selectividad su
reserva al derecho de la asignación de los roles
salvadores. Primero simboliza: el profeta le es externo a la
idiosincrasia del oprimido, no surge necesariamente de la
muchedumbre, sino del anverso promedio, pues es necesario que no
piense como ese promedio aunque viva inmerso en su realidad
histórica (selectividad del líder
probo).

Las instrucciones de Dios a pesar del misticismo envuelto (la
conversión del agua en
sangre, las
siete plagas, etc.) están íntimamente ligadas a los
símbolos del pecado o del
mal: ahí están la serpiente y la sangre dadora de
vida. El mal guiará lo que precisamente decora la sociedad
y la sangre simbolizará la explosión de la crisis.
Quizás estos argumentos iconográficos carezcan de
importancia histórica sino más bien
teológica para los efectos de Dios en la renovación
del mundo presente y futuro, pero no hay suceso sin una causa
original – visto desde la concepción cartesiana de
eficiencia y
formalidad – y sin una simbología que la ilustre.

¿Y qué relación guardan estas señales
históricas del pasado con el fin de nuestra realidad
histórica? La presencia de Dios en la historia no puede
estar circundada a la mera religiosidad de la cronología
ni a la mera aceptación tácita de la descripción literaria. Nos urge aceptar que
la fecundidad de la verdad eterna de Dios y plasmada en su
Iglesia, es poseedora de un manto liberador tan grande como los
sucesos en Egipto, en el Monte Horeb y los acontecimientos en el
Sinaí. Es claro que se trata de una Nueva Alianza
entre Dios y los hombres y que reclama para sí ese pacto
liberador tan trascendente en pleno siglo XXI.

La interlocución de la advertencia contra el sistema
que promueve el mal, parece ser una constante de negociación colectiva de la misma forma en
que se nos advierte hoy y se nos conmina a no ser más
esclavos que los esclavos israelitas en la tierra del
faraón (Ex. 3;17). La mies que se goza en el esplendor de
la riqueza material nos invita, como en aquellos días a
esclavizarnos apasionadamente al juego del
sistema mismo o al modelo
imperante y a dejarnos llevar por el acomodamiento y la pasividad
dentro de la vivencia de los males de la sociedad, perdiendo no
solamente la perspectiva de la solidaridad y la
justicia, sino también siendo parte de la complicidad con
esos signos de apariencia inocente.

Las dificultades libertarias a partir de la pedagogía
de la iglesia misma nos recuerda el arduo camino que recorrieron
Moisés y Aaron en su negociación para liberar al
pueblo israelita, no sólo con el poder sino también
con la muchedumbre liberada cuya fe en la libertad decrece en la
medida que avanza en la historia y comienzan a experimentar las
dificultades normales. La promesa de una salida de una
situación aceptada como inevitable y quizás como
irremediable o necesaria, exige una cuota de sacrificio que nos
obliga a cambiar toda la vida misma de la travesía del
individuo en comunidad. No hay
lugar para casos excepcionales: las tentaciones y los peligros,
así como la promesa del lugar final vale para toda la
colectividad. Lo que parece ser "normal y bueno" se vuelve una
inconsistencia existencial que parece no tener fin cuando se
manifiesta en sus contradicciones sociales y filosóficas y
por ende, cuando se estrella contra los argumentos de la
salvación.

La elección del que anuncia y denuncia empero, es una
dura lucha y una ingente prueba no sólo de fe sino
también de consistencia personal para
llevar a cabo una misión
casi imposible pero devastadora en su conjunto; porque el que se
erige en selectividad anunciadora y denunciadora traspasa el
límite permitido por el sistema imperante;
llamémosle subversión si queremos, porque le toca
trastocar precisamente la "solidez inconsistente" del poder y de
la idiosincrasia popular.

También es cierto que el anunciante debe contar no
solamente con la información que le confiere la realidad
reñida con los argumentos de Dios, sino también
modelar lo opuesto al del promedio de las costumbres y
tradiciones culturales así como a las leyes establecidas
cuando éstas se convierten en frágiles reglas que
oprimen en lugar de justificar los derechos inalienables de los
individuos (Is. 49, 5-6). Tampoco puede acomodarse porque su
convicción nace precisamente de la dialéctica
interactiva entre la afirmación de la realidad y la
negación de la misma. La promesa de Dios es clara: la
liberación de la esclavitud a partir del anuncio de
Moisés; y el mismo proyecto le es
encomendado a Jesús; el mismo que les dice a sus
discípulos en la comida de Samaria: "Mi alimento es
hacer la voluntad de aquél que me ha enviado y llevar a
cabo su obra
" (Jn. 4.32) y esa obra tiene un nombre sino
¿ A qué su enunciado?

Pero hay algo más importante desde el punto de vista de
la partida liberadora y es el
conocimiento pleno de la misión de Dios y su proyecto
sobre la humanidad. Dios le anuncia a Moisés: "Yo Soy me
ha enviado a ustedes" (Ex. 3,14) y esta anunciación
oficial es vital no soslayarla para la virtud del entendimiento
de la misión. La justicia tiene un precio muy
caro de pagar. Cuando Dios dice Yo Soy, nos está diciendo
que El es todo lo que existe y que no hay
límites
a su verdad eterna ya que no es encontrada en ningún
argumento político ni filosófico. El
ser de Dios, que encierra toda la existencia del
mundo se encuentra en la unidad dadora de vida y por lo tanto,
ese regalo en gratuidad, aunque se encuentre con su antítesis (el
mal), nos invita a convivir con ese defecto bilateral
otorgándonos la libertad de elección para ser
posible ese proyecto divino y terrenal. Pero ¿cuál
es esa verdad eterna? La que se encuentra en el fundamento
básico de amor al
prójimo, conocimiento
que cambia nuestro proceder y nuestra conducta
individual y social y que al mismo tiempo nos indica que ese amor
representa un sacrificio que debemos recorrer a la manera de
Moisés en el desierto junto a su pueblo. La sencillez de
este ejemplo tan universalmente trabado en la libre
elección entre el bien y el mal, se encuentra en el
epicentro de toda la discusión del mundo y que ha llevado
a la humanidad a dividirse entre dos opciones en la que la
antítesis parece ganar la partida, muy al contrario de la
misión liberadora que nos propone Dios.

Enfrentando al mal social

La renuncia de los gobernantes a prescribir mandatos que
dispongan el camino a la paz, a la justicia y por tanto a la
prosperidad, tiene su parangón en la tozudez del
faraón. Los contraargumentos liberadores contradicen la
solidez de la estructura de la autoridad y el poder. No resulta
fácil deponer un sistema sólidamente establecido si
fuese el caso en que los demandantes de cualquier
situación social fuesen satisfechos en sus demandas. La
autoridad se expresa por la convicción firme de sus
políticas: se cambia la decisión solamente en
aquellos casos en que el poder presiente la posibilidad de la
amenaza contra la estabilidad del régimen. Pero la
convicción se sitúa por encima de los deseos de la
colectividad y si surge un brote de descontento que rebase los
límites de la tolerancia se
acude al principio de la fuerza
atemorizante. Eso se llama equilibrio de
poder y nos gustaría entender que los sistemas modernos
juegan entre el peso de un lado de la balanza y el otro. De
hecho, la figura de Artemisa tiene algo de relación con lo
antes dicho.

Pues bien, los signos de nuestros tiempos y las consecuencias
sociales de prácticas del poder en que la negación
de las libertades y la justicia hacen de contrapeso a las
demandas de la colectividad se tornan en una universalidad del
mal que reclama una exigencia de cambios y reformas no solamente
a nivel político, sino también de acuerdo a las
exigencias del plan de Dios. De
estos cambios que se habla hoy en día y tan en boga en
pleno siglo XXI ¿Qué es preciso cambiar a tenor de
las estructuras de
poder y cuáles son esos poderes que debemos procurar
trastocar? Si hablamos de esclavitud en tiempos de Akenathon y de
una liberación física de un pueblo
minúsculo en comparación a los millones de
habitantes que precisan de un cambio social,
los signos de los tiempos nos hablan de dos relativismos que
tradicionalmente a lo largo del siglo XIX y XX fueron el centro
de la discusión filosófica y política de la
época moderna: el liberalismo y
el socialismo. Hemos
asistido a la caída estrepitosa del segundo y asistimos a
un derrumbe parcial del primero, pero en cuyo seno, sus amarres
son más firmes que los que se sustentan los principios del
modelo socialista. Y hay otras fuentes no
menos importantes que han aparecido bajo un estandarte mezclado
de justicia divina y terror, y las amenazas de persecución
de la Iglesia Romana frente a los fundamentalismos que la dividen
y la potenciación de la sociedad en el tema de la
liberalidad sexual y los patrones de consumo
excesivo como icono de libertad individual y de modelo de confort
moderno.

Sin embargo, frente a la amenaza de corrientes y de sistema
establecidos que socavan la esperanza del ser humano, la Iglesia
(4) se guarda para sí las alternativas que hacen
contrapeso al mal social. El papel de la Iglesia frente a estas
características de contradicciones se fundamenta en una
serie de enseñanzas a través de las llamadas
encíclicas papales que nos muestra el
enfrentamiento institucional frente a los signos de los tiempos.
Hay un orden eclesial que no cambia frente a esos signos y que
podemos denominar un "orden que preserva" y que muchos lo tildan
de "conservación" y petrificación inmóvil.
Ese no es el caso.

La Iglesia va adaptándose a los cambios de los tiempos,
sin desdibujar sus fundamentos y su ortodoxia; pero cuando el
orden mundial entra en un colapso o en crisis, le corresponde a
la Iglesia señalar las contradicciones que entran en
choque con los preceptos de Dios. Si para eso debe renovarse, la
Iglesia misma tendrá que decidir esas variantes que le
revelen al mundo una posibilidad esperanzadora y salvadora.
Más esa renovación no implica un libertinaje que la
aparte del mandato de Dios. Por ello la designación de
Joseph Ratzinger en el trono papal no es ninguna muestra del
capricho o del azar. Benedicto XVI lucha constantemente por
mantener la "ortodoxia revitalizadora" que le dio vida a la
Iglesia desde los días de su instauración. (Lc.
11,20; 22,20).

Nos han vendido la idea que la salvación del mundo
viene dada por planteamientos concretos de naturaleza
política haciendo acopio de las ideas iluminadas de
grandes pensadores. Eso no tiene nada de malo si estuviesen estos
planteamientos en correspondencia con la enseñanza de Dios a través de su
Hijo, y eso no es para nada un infantilismo
teológico,
se llama "aplicar la lógica y la
inteligencia a
la ciencia
política". Pronto, los planteamientos que han derivado en
prácticas de postura socialista o liberal en sus formas
varias, van encontrando una serie de problemas de
ingente resolución práctica que da origen a sendos
tratados sobre
las posibilidades de resolución de la crisis de sus
principios y sus postulados. El camino del Éxodo nos
irá mostrando el duro devenir de la humanidad frente a los
problemas que la aquejan hoy en día y la necesidad
imperiosa de contar con una salida mesiánica que la
guíe por el desierto de la historia recopilando para
sí todas estas contradicciones y las posibilidades de
liberación que los relativismos ideológicos han
reclamado como de su propiedad y
como parte de su verdad dogmática e intransigente. Creemos
sin duda que los planteamientos de John Locke,
del mismo Rosseau y de Thomas Hobbes fueron
claves para la creación de los fundamentos de la historia
moderna; pero no menos importancia tuvieron en esa
concepción original, Bentham, James Mill y John Stuart
Mill desde el lado del liberalismo y las tesis revolucionarias de
Marx y Lenin,
en la conformación de socialismo. Pues bien: es tiempo que
la Iglesia retome la readaptación a esos cambios
ideológicos a partir de una nueva pedagogía en sus
planteamientos sobre la liberación de la humanidad.

El sufrimiento de la humanidad: ¿Es material,
espiritual o ambos
?

Esta respuesta tiene una enorme importancia para la
pedagogía de la Iglesia aunque no sea nada nuevo lo que
aquí se diga. Pero dentro de las enseñanzas
más que teóricas sino protagónicas en la
aplicación empírica de la salvación, la
Iglesia tiene una deuda a pesar de las buenas intenciones de
iluminación práctica que nos hereda
Roma con sus planteamientos y críticas fuertes sobre los
signos de los tiempos. Y aquí aparece el signo de la
"justicia" que tanto ha dado que hablar en los fundamentos
políticos. Y otro concepto tan
utilizado y "manoseado" en esos fundamentos políticos y
desarrollistas de la Naciones Unidas
es el de la "Pobreza" en tanto categoría
estocástica y de clasificación general de
países para efectos formales y de políticas.

Pues bien: el tema de los pobres aparece desde las primeras
señales de los signos de los tiempos apareada con el tema
de la justicia y ambos se muestran indisolubles en boca de los
profetas y en el anuncio primario de Dios. Y esa indisolubilidad
entre pobres y la calidad de justicia que se les imparte, no
sólo desde el punto de vista del código
penal sino también en la esencia fundamental de
marginamiento por esa condición de "ser desposeído"
representa la máxima exigencia de Dios que nos conmina a
equilibrar lo que de torcido tiene la medida institucionalizada
de la justicia. (Ex. 23,6; Is. 1,24)

Por ese mismo camino Dios nos muestra en el Levítico el
planteamiento del "Año del Jubileo" o el cumplimiento del
ciclo de la propiedad privada. Dios nos plantea un límite
de los tiempos en que la propiedad se convierta no en cosa que
deba repartirse por igual a todos porque esos tiempos no han
llegado todavía a pesar de ser planteadas por los
socialistas utópicos. El símbolo del
Levítico nos confiere la advertencia de justicia social en
el que la propiedad privada no es una propiedad eterna en la que
hay que asumir un determinismo triunfalista de verdad eterna,
porque sino se convierte la propiedad en un signo de
opresión. De ahí los acontecimientos de las
revoluciones y el derramamiento inútil de sangre inocente
a través de los tiempos. El anacronismo de detentar la
propiedad, los medios de producción y la riqueza para ser
usufructuada por una minoría en el poder, deben acabar
antes que la crisis alcance su punto más álgido en
las estructuras de cualquier sociedad. Obviamente esto no se hace
de la noche a la mañana de manera persuasiva sino obrando
con la inteligencia humana en lo político y en lo
axiológico.

La justicia no significa conformarse con las reglas; eso
está bien; el justo es el que está ordenado de
acuerdo al plan de Dios dentro de su corazón y
el mandato de la Palabra revelada. Esperamos que a mayor cantidad
de fieles a la orden y a la querencia de Dios en la misión
de salvación, la sociedad pueda ordenarse de acuerdo a las
expectativas para instaurar lo que más se parezca al Reino
(5). Aquí la iglesia juega un papel de primer orden en la
proyección en el mundo, en la realidad histórica.
Aquí es donde por vez primera debe juntarse la verdad
revelada con la realidad del mundo a partir de un conocimiento de
la misma: el problema aunque parezca de origen filosófico
(porque lo es) exige una definición teológica tan
simple como aplicar al problema ontológico, al plan de
Dios.

A pesar de la verdad revelada, la institucionalización
va perdiendo su pulso frente al mundo. Los poderes terrenales y
los relativismos implantados a través de la historia
chocan frontalmente contra las enseñanzas eclesiales, no
porque la iglesia deberá mostrarnos el camino
político, pues el ámbito es cuestión de los
hombres, sino porque en los efectos del bien y el mal que generan
las ideologías y los cánones políticos, se
van dejando por fuera ingentes masas de personas que comienzan a
perder sus esperanzas en los términos políticos. La
esperanza es "una luz en el oscuro
país de la muerte" y
esa esperanza generacional no llegará por inercia sino que
exigirá un tremendo esfuerzo consolidado entre la iglesia
y los hombres. (Is. 9,1)

Por ello es lícito preguntarnos: ¿La muerte es la
última justicia? Esa es la desesperanza de nuestros
tiempos y Dios nos remite a Job porque mucho de la
salvación y la concreción del Reino pasa por las
conductas de la misma feligresía en grado sumo y que debe
ser preocupación constante de la iglesia dentro de una
pedagogía más combativa que se acerque lo
más próximo a las decisiones de los hombres. (Job
31,16 y 20, 10-24). Los sistemas políticos deberán
acercar más sus agendas a la Buena Nueva porque es
más grande la posibilidad de la fraternidad y solidaridad
que el contenido técnico de las ideologías
concebidas para uso exclusivos de solamente una porción de
los hombres. Y no estamos hablando de la Democracia
Cristiana en tanto partido político, aunque ella puede
formar parte de la tutela
transformadora, pero no es exclusividad suya.

Por ello no es de extrañar que el planteamiento
socialista se acerque engañosamente a esa posibilidad
única que confiere la justicia y la moral de
cara a la injusticia de los hombres. El tiempo que se ha cumplido
comienza con esa "parusía" primera y se destaca hoy
más que nunca en los signos de los tiempos abriendo las
posibilidades a las instancias políticas, siempre y cuando
no usurpen el mandato supremo que Dios nos está otorgando
en la historia contemporánea.

Dios hace al hombre a
imagen y
semejanza y confía en él para hacer realidad su
Reino de justicia. Y esa realidad no se circunscribe a las
obligaciones
que como iglesia promueve la espiritualidad dentro de la
pedagogía, no. El Reino se conquista y no
nos corresponde decidir si el uso de la fuerza sea un mal
necesario, porque ningún mal lo es si tiene que tomar en
cuenta la desaparición física de las personas y el
sufrimiento de otros.

La promoción del Reino busca la
conversión comunitaria mundial en grado máximo
posible. Para ello hay que atravesar diferentes fases y lo
primordial es acercar al Pueblo a la Buena Nueva que no es tan
nueva, sino por su "eternitud". Entonces el sufrimiento paralelo
nos despierta y nos crea consciencia de que algo no anda bien en
la realidad del mundo y que no concuerda con los
propósitos de Dios. Entonces la única salida debe
ser por obligación buscar lo contrario al mal de la
humanidad; y esa búsqueda no debe ser una propuesta
inocente ni una salida escrita sin sentido de revolución.
Debe ser una proyección de la iglesia y una
conversión al Reino de una manera radical e irrevocable. Y
si esa renovación debe pasar por una
reestructuración institucional eclesial, debemos promover
entre toda la sociedad mundial, esa intención de sanidad y
remoción sin alterar lo que de bueno tradicionalmente
hablando tiene la iglesia. Y cuando me refiero a la Iglesia como
tal, me refiero a la Iglesia Católica
históricamente heredada por el mandato de Jesús a
sus discípulos. Pero esto no es exclusividad suya. El
Protestantismo tiene su cuota en los signos transformadores
de la sociedad, una vez haya revolucionado su doctrina
espiritualista y se convierta en un quehacer del mundo par el
mundo.

La transformación del mundo y por tanto de la
cristiandad en la búsqueda de la salvación,
entendida como la vivencia de la humanidad en tiempos y lugares
mejores a las condiciones actuales no viene por añadidura
pasiva pero tampoco vendrá desde la perspectiva de las
ideologías. ¿Tratamos de decir que confiemos en el
decantamiento de los signos de los tiempos y que el fin
llegará de una manera profética al estilo de la
resignación hinduista? no, el reino no es un lugar ni un
tiempo fechado. El Reino está aquí con nosotros
desde hace mucho tiempo, pero se nos imposibilita su percepción
porque implica trastocar estructuras sólidas y milenarias
de poder e implica la renovación del individuo, aunque en
esta batalla, la iglesia lleve las de perder por los mismo signos
del mundo. Jesús ya lo sabía.

La transmisión de la Palabra de padres a hijos ayudados
por la institución eclesial, debe ser una
manutención sólida en estos días de crisis
social para la posibilidad de instaurar la "Ciudad de Dios". La
Buena Nueva a través de la pedagogía de la iglesia,
debe ser el fundamento y la guía de la sociedad
independiente del sistema en que se viva y que quiera llamarse a
sí mismo como alternativa de la humanidad. La Buena Nueva
y la transmisión de una sociedad más justa a partir
de sus estructuras sociales, deberá ser el basamento de la
"Anunciación Siguiente" y la edificación de la
solidaridad. (Dt. 4,6). Esto nos lleva al problema de la dualidad
entre espiritualidad como salvación y
materialización de la Palabra en la historia, requisito de
salvación en el mundo.

EL JUICIO
DESTRUCTIVO Y EL ACERCAMIENTO AL REINO

Mucho se habla de la salvación a partir de la
individualidad espiritual y la apropiación de la Verdad
revelada a pura observancia de los preceptos de Dios y más
aún dentro de los fundamentalismos y la
popularización de la iglesia dentro de aquellas
poblaciones más pobres y poco cultivadas. Este problema
tiene profundas raíces sobre todo en los tiempos actuales
en que ingentes masas poblacionales están a merced de los
fundamentalismos protestantes en las zonas más pobres y en
el caso del catolicismo en el que los dogmas más bien
populares se han apoderado de la feligresía
latinoamericana entre una especie de "conciencia
salvadora" y "pecado adjunto" de las clases medias y altas y
mucho de una afiliación nominal sin acercarse a los
fundamentos de la iglesia.

Este aspecto nos pone al descubierto una alienación
completa de la visión y misión de la iglesia y su
papel preponderante en la salvación de la humanidad. Para
los hombres, apartarse del camino de Dios, la rutina, los
acontecimientos fatalistas; el rumbo negativo que sigue la
sociedad, encuentra su decantamiento en la desesperación
del pueblo que se ve obligado a buscar – dentro de su
racionalidad más común – la espiritualidad en la
"bondad" que ofrece el mundo o en el somnífero del pastor
(6). Se aparta de los preceptos que Dios fundó y que ha
heredado en su amor al mundo. Y en eso se nos muestra el Libro de
Moisés: Aarón es el típico contaminado y el
líder disruptivo que guía al pueblo por la
bifurcación entre el bien y el mal. Los sacrificios
paganos no son más que símbolos de cansancio y
desesperanza; de baja intensidad de la fe y la esperanza. Es
lógico que los íconos del Éxodo sean
suplantados en la modernidad por la
ardua faena y la promoción del sacrificio para obtener la
mayor cantidad de activos y
bienes que las
necesarias. (Ex. 32: 9-10) Más la sentencia de Yah-veh
encuentra la rebeldía del mundo; el dolor del parto que
implica la entrega fatalista al desenfreno, a la codicia; a las
ansias del poder; el individualismo egoísta sin encontrar
en la solidaridad por los menos, una fuente de
vivificación del Reino, nos sitúa en una
condición de las sociedades en la que se polariza la
misión de Dios y la misión de la humanidad. Esta
descripción más bien fatalista y antagónica,
en la que se rompe la Alianza entre Dios y el Hombre, nos
sirve de marco para encontrar algo más profundo que
subyace a esta aparente situación estructural socialmente
aceptada y legitimada a veces por la misma institucionalidad
eclesial, fuera de los dominios de Roma. Ese subyacer a las
condiciones sociales no son tan sencillas: la profundidad
explicativa nace desde la visión del cosmos de pensadores
que buscan legitimar el estatus de una nación
o un conjunto de naciones en su búsqueda por obtener el
poder del mundo. Y ese mal que se genera – y se degenera de
una aparente buena intención conceptual y práctica
– no implica un alcance escatológico, sino una
"normalidad evolutiva" de la humanidad en su paso por la
historia.

De modo que la propuesta de Dios a través de la
última Alianza perpetrada y la institucionalidad de la
salvación se van deteriorando por la misma incapacidad del
hombre de ver dentro de la moral
cristiana, el canon primordial y eterno que regule las
consciencias y las conductas de los hombres. Desde luego que eso
es fácil plantearlo pero tampoco resulta descabellado
proponer una opción que nos encamine hacia la
salvación de la humanidad. Y aquí surge el diseño
valorativo de las formaciones sociales.

Hacer "nacer un nuevo pueblo" es un grito tan
contemporáneo como lo fue en el ancien
régime
el rompimiento de la tradición
cristiana que promovió la cesión de una supuesta
liberación del esquema judeo-cristiano por una nueva
concepción nacida del seno del hombre que margina la
Providencia de Dios en el destino de la sociedad. No vamos a
discutir aquí si dicha ruptura fue un efecto necesario
porque resulta bastante discutible si la degeneración
eclesial fue la causa de que los movimientos liberales en
Europa se
fueran dando hasta desembocar en la formación burguesa y
su ideología demoliberal (7). Pues
precisamente de esto último es que parten las diferencias
y los problemas en América
Latina. Los críticos liberales en el continente aducen
que esta posición es un tanto "victimizadora" en tanto que
surge desde una posición en el cual nos lamentamos
eternamente de la historia que se nos escribió, sin haber
participado nosotros como protagonistas directos de ella. La
historia la escriben los hombres, pero no todos participan en sus
designios sino lo mejor – o lo peor – de ellos.

La historia de los pueblos latinoamericanos y mucho de la
degeneración del sacrificio societal tiene que ver con la
influencia extraterritorial y de los influjos filosóficos
originados en el viejo continente. Nuestros códigos de
valores y de
leyes son facsímiles de la España
transformada y liberal que se licuó dentro de la mezcla
ecléctica de los pensadores latinoamericanos. El
constitucionalismo que no esperó por una madurez del
pensamiento
criollo sentó las bases de la legalidad y
procedimientos
políticos que fueron plasmándose en las
raíces culturales ancestrales sin respetar las
posibilidades propias. Por ello la historia se tuerce: laxitud en
la normativa; endiosamiento partidista; poder dinástico y
justicia que legitima el poder corrupto, son la
encarnación viva del mal que aqueja a Latinoamérica y que profundiza y agudiza la
pobreza y el marginamiento. Eso desde el plano político. Y
si desde la perspectiva económica se trata, para nadie es
desconocido que el capitalismo,
incipiente en la mayoría de las naciones nuestras
sólo ha promocionado la acumulación de capital en
oligarquías poco solidarias que polariza la brecha entre
ricos y pobres. Hasta aquí nuestro discurso no es muy
diferente de la crítica
marxista y de la posición de la Teología de la
Liberación: los fundamentos propositivos por supuesto no
pueden ser iguales.

Con el panorama resumidísimo, la situación de
América
Latina contrasta grandemente con la propuesta de la
salvación vista como tierra
ubérrima de justicia, de paz y de solidaridad.
Diríamos que las circunstancias no avalan la querencia de
Dios ni los preceptos cristianos: la antítesis de esa
promesa encarna precisamente una condición de extrema
gravedad que no pueden resolver los relativismos demoliberales ni
socialistas y que la iglesia – protestante o
católica – deberán retomar a partir de ahora.
(Ex. 21-22)

Un corazón nuevo para una nación implica una
constante preocupación en su rediseño, no porque la
misma sea un laboratorio
donde se prueben los experimentos. Tal
como se concibió la partida de Egipto, la semblanza para
la consolidación de una nueva sociedad implica una
"solicitud social" (utilizando el concepto de S.S. Juan
Pablo II) orientada al auténtico desarrollo del
hombre en la promoción de su ámbito. Hay un signo
vital en el diagnóstico de la sociedad: la
preocupación latente de la iglesia nos conduce a concluir
que los símbolos de los tiempos marcan a las nuevas
generaciones en la inmensidad de la angustia de esos pobres que
sufren y que no encuentran en la democracia ni
en las fuerzas del mercado su signo
promisorio. Pero tampoco la iglesia en cualquiera de sus
denominaciones ha proyectado – bajo la concepción
doctrinal de no intervención en las cosas terrenas pues su
campo es meramente espiritual – un afán constante en la
remoción del mal porque tiene sus limitantes conceptuales
en el problema latinoamericano. Quien no haya abierto los ojos en
estas tierras y crecido en ella, no puede entender nuestro
problema. Por ello ha cedido gran parte de esa asunción
crítica a la tesis de la Teología de la
Liberación cuya concepción aunque bastante
arraigada en la cultura de la
pobreza y el sufrimiento, todavía no pudo penetrar en los
cimientos culturales ni entendió los planteamientos
extrapolados de sus defensores como Jon Sobrino, Pedro
Casaldáliga o Leonardo Boff. No encontramos en estas
estrellas respetadas, el aterrizaje empírico que vulnere
los cimientos de una sociedad enclavada en la desigualdad
social. Primero porque la mayoría de los
teólogos de la liberación nadan en un mar de
conceptos académicos poco o nada entendibles para el
profano; y segundo porque los planteamientos se acercan demasiado
a la teoría
marxista, tanto así que no es extraño encontrar
sacerdotes sobre todo jesuitas que
coquetean ardientemente con la revolución armada. Muchos
de ellos han encontrado en tierras latinoamericanas el fermento
que necesitan para apoyar sus tesis por la riqueza profunda en
símbolos evangélicos y la misma pobreza como tema
central de su anhelo de cambio social, pero entre su "epistemología teológica" y la
praxis
transformadora existe un profundo abismo espiritual.

Pues bien, independientemente de donde se le quiera ver, la
realidad de Latinoamérica exige una nueva visión
que retome lo mejor de los relativismos en un sincretismo que
lleve a nuevos derroteros políticos, pero la verdad
única y absoluta – a pesar de la crítica que
pueda desencadenar un pensamiento mecanicista y si se quiere
providencial – es que las sociedades con una acentuada
pobreza material, pero con una riqueza de afiliación
eclesial tienen una gran oportunidad de generar sus propios
cambios sociales con la ayuda de la pedagogía
eclesiástica, del razonamiento propio que la motive y una
nueva teología de profunda raíz cultural que no
caiga en la desmesura académica ni en los planteamientos
fuera de un orden racional ni empírico. Ese proceso no
será repentino como lo quieren ver los teólogos de
la liberación, sino cuando las condiciones de una iglesia
unificada con una pedagogía que promueva dichos cambios
sean una realidad. Y esa pedagogía tenga un respaldo
filosófico serio y concatenado a la teología
latinoamericana, futuro directo de la iglesia unificada basada en
la verdad del continente sin importar los procedimientos
ritualísticos. Esa promoción de la pedagogía
latinoamericana deberá contar con mucha paciencia para
inculcar en los individuos, que las condiciones de pobreza y
atraso exigen nuevas generaciones de líderes espirituales
que tengan en sus manos la verdad heredada para la
salvación. Y esto no tiene mucho de utopía ni
mesianismo inocente: surgirá una nueva alianza que nos
determine el punto de partida con Dios en una nueva Israel
(entiéndase Latinoamérica y los países donde
el atraso es evidente) designada para la historia, no como
propiedad privada de la selectividad de Dios, sino como un punto
de verificación del Nuevo Pacto con Él (Jer. 31,
31-34).

Desde luego, eso nos lleva a un enfrentamiento teórico
y práctico con las leyes y el contenido de las mismas
dentro de un contexto degenerado del planteamiento demoliberal y
de corrupción
latente en el continente. Este enfrentamiento tendrá que
surgir de una nueva forma de visión legal y
legítima fuera del ámbito de esos planteamientos
promovidos por el liberalismo y su asentamiento de la democracia.
Porque el nuevo hombre y la nueva mujer
tendrán que ser ciudadanos conocedores de su historia y de
su cultura que implica el conocimiento de sus derechos y de su
deber para con Dios. Y habrá que tener mucho cuidado con
un sincretismo vulgar que nos limite nuestra concepción
del mundo y que incluya las aberraciones que tanto mal le
están causando al mundo como la promoción de la
homosexualidad
y la institución de ésta. Tampoco se trata de
legitimar la generación de la riqueza a costa de la
destrucción del entorno ecológico o la
generación de la riqueza como una virtud colectiva
produciéndose más bien una torpeza que fortalezca
al estado benefactor que promociona el corporativismo o el
paternalismo empobrecedor.

Los políticos tienen una ingente empresa por
delante una vez que hayan profesado su fe decisiva dentro de una
nueva concepción del mundo que promociona los principios
cristianos aún dentro de los contenidos de la ley; que las
instituciones
están rediseñadas con valores emancipadores que no
reconocen afiliación alguna o denominación
determinada sino que pasan por los valores
universales del respeto y de la
solidaridad. Centrarse en el Nuevo Hombre y en la Nueva Mujer
aún dentro de los principios políticos,
significará que ninguna ideología podrá
suplantar a la Verdad Eterna de Dios.

Dentro de la estructura
social deberá existir un arreglo que racionalice la
generación y la acumulación de la riqueza para que
ésta no quede en concentrada inútilmente en pocas
manos sin socializarla en la promoción del desarrollo del
ser humano. Y debe existir algo distinto dentro de las bondades
del capitalismo que nos obligue a diferenciar la
acumulación privada sin compartir la riqueza con quienes
ayudan a generarla y el capitalismo renovado que promocione el
goce compartido de la rentabilidad.
De eso se trata la justicia.

Por otro lado, debe existir algo distinto al socialismo que
nos diga que esa riqueza puede ser distribuida pero sin
demagogia, promoviendo un igualitarismo ineficiente, cuando en la
realidad nadie es dueño de nada. Ese socialismo por muy
nuevo que sea, no puede existir sin un verdadero compromiso con
la fe y la salvación, elementos que le faltaron en la
nueva concepción de la nueva sociedad.

No menos enredada la tendrán los intelectuales
que tendrán que brindar una nueva concepción de la
sociedad basada en aquellos parámetros cristianos; las
expresiones de fe no pueden estar separadas y reñidas con
los enunciados filosóficos ni científicos. Si
Grecia fue
conquistada en el Areópago bajo las premisas nuevas del
Amor de un Dios desconocido pero no menos verdadero, las ciencias
podrán enriquecerse con esta visión de un Ser
Humano nuevo; la profesión de la fe no tiene antagonismo
con el experimento ni la pesquisa: al contrario: lo
místico es para lo místico; la Palabra es un
aplicación histórica.

Dentro de ese argumento, Dios ya pone en las manos y en la
misión de teólogos y científicos sociales,
que la presencia histórica de Dios sólo es posible
a partir de ese concepto renovado de Justicia, aplicación
que no debe esperar por una explosión violenta de la
sociedad sino por una edificación política y
eclesial después de un tiempo de consciencia social y
cristiana desde luego (Mi. 3, 9-11 y 2, 9). De la justicia
pasamos a la ley y de ésta a los sistemas
políticos. Saltamos hacia la historia deformada que toma
la justicia en el nombre institucional en clara aplicación
represiva pero favoreciendo los intereses políticos de
grupos y
camarillas, excluyendo un gran porcentaje de la población.
Pues bien esta legalidad del sistema "democrático" resulta
ser su propia negación y su perdición, en el buen
sentido de la palabra. Y esta "legitimidad legal" es la que
produce la desesperanza y que reclama para sí una
revisión de los tiempos en que estamos viviendo.

Porque, aunque la base legal del capitalismo y del socialismo
– pero sobre todo del primero – sea la promotora de la
injusticia y el desorden imperante, no podemos negar que la ley
es necesaria para mantener el orden de la sociedad. Sin ley no
hay orden y por tanto no puede haber justicia. Pero la mera
presencia de la ley no garantiza la aplicación de una
justicia que beneficie a todos por igual. En todos nuestros
países, en unos más que en otros, el desaliento que
sella en nuestros espíritus la aplicación de las
leyes beneficiando a unos más que a otros; de unas leyes
que funcionan para favorecer a los mismos grupos de poder, va
dejando una estela de poca credibilidad a pesar de los
pronunciamientos de los principios democráticos y a la
ceguera de la población promedio. Pero más grave
aún es que los ciudadanos de esas sociedades crean en un
camino sin alternativas posibles; que no exista
teleológicamente (visión nihilista) una
salida a la crisis de los valores del mundo, especialmente en
nuestro continente. Esas leyes que nos han sido heredadas por
difusión cultural junto a las costumbres que se permean
por todos los medios posibles y que no podemos detener, calan en
los espíritus de las naciones jóvenes: las leyes,
los códigos, la manera de manejar la economía y la política así
como las instituciones siguen un patrón común en
toda la región. Y ese patrón se llama inequidad,
injusticia, pobreza y muerte de la fe. Pero también
significa bajos ingresos,
desempleo,
cautividad de mercados, baja
productividad,
bajo acceso a la vivienda, etc. E incluimos la muerte de la fe
porque existe una crisis institucional y en la profesión
de la fe misma aún con todo el esfuerzo denodado de Roma
(más que en el lado del protestantismo) por preservar los
valores del mundo.

De manera breve pues, estas son las consideraciones que
proponemos desde la perspectiva de la necesidad de una nueva
visión para la salvación de la humanidad, surgida
desde el centro de la pobreza y del sufrimiento como ejemplo
trascendente hacia el mundo. Esa necesidad exige por tanto un
nuevo despliegue filosófico, teológico y
científico para que Roma y la Iglesia Protestante puedan
contribuir al diseño de una nueva sociedad en el Nuevo
Milenio.

Conclusiones

  • 1. El Éxodo tal como lo planteamos, supone
    una esperanza.

Es una esperanza para un pueblo elegido no por la
iluminación ni designio de Dios, ni porque pretenda
sustituir al gran pueblo de Israel ni distorsionar ni usurpar el
camino trazado por la trascendencia judeo-cristiana. Tampoco
tiene una ubicación determinada aunque hablemos de
América Latina como una limitación
geográfica; la trascendencia del mensaje va más
allá de esa demarcación. Lo que pretendemos es una
liberación entendida del modo más simple y
sencillo: el final del sufrimiento de un pueblo determinado. El
camino no es utópico por más que lo señalen
los Teólogos de la Liberación porque el mal no
puede ser una "eternitud" teleológica ni
ontológica que nos sirva solamente para generar
crítica cómoda. La trascendencia debe derivar de un
conocimiento y una vivencia pura in situ de esas
contradicciones que presenta la cotidianeidad de la pobreza que
experimentamos los latinoamericanos hacia un estado de cualidad
de vida e concordancia con los preceptos morales y la solicitud
de Dios para sus hijos. Y son condiciones que aunque se plasmen
en indicadores macroeconómicos que satisfagan a organismos
internacionales, a prestatarios bancarios o a los mismos
gobiernos, en la realidad reflejan empíricamente un
estatus social de la que emana más bien una pobreza
prolongada y una falta de fe de la persona en su
presente (si la queremos llamar desesperanza en medio del proceso
cotidiano de integración holística a su medio) en
el que no encuentra un alivio material ni espiritual precisamente
porque su realidad de calidad de
vida menguante, no corresponde con la realidad de la
materialidad que experimenta los hombres en el Primer Mundo o
dentro de una clasificación social en sus propios
países.

Las condiciones actuales de la humanidad son condiciones de
extrema gravedad para el devenir de la humanidad: odios
religiosos; aumento de la violencia en
el nombre de Dios; en la creencia firme por la aplicación
de los relativismos que no hacen sino, empobrecer más a la
población sobre todo del Tercer Mundo; y derivado de ello,
todas las contradicciones que degeneran en políticas
económicas y sociales que contrastan grandemente con el
Plan de Dios para sus pueblos. A ese mal le queda un camino por
recorrer que quisiéramos se acabase pronto en estos
tiempos actuales, pero sabemos de antemano que no se puede
interrumpir abruptamente en el camino de la historia tal como lo
planteaba Marx. Nos toca esperar por un recorrido que nos indique
el fin de la historia o de los tiempos sin que necesariamente nos
refiramos a un final apocalíptico devastador como lo
imagina el folklore
popular sino a generar las condiciones que la Razón de los
pueblos en consonancia con su espiritualidad cristiana inunde las
esferas más decisorias de la historia. No interesa la
destrucción del estado ni su sustitución, sino
más bien su vuelta los orígenes en la pura
concepción de Locke. Pero si ese estado se vuelve contra
los preceptos de Dios y de los hombres, entonces no queda otro
camino más que poner bajo la soberanía del liderazgo, el
parlamentarismo de los hombres ante la oclusión de su
supuesta representatividad. Todo ello cuando las condiciones
sociales pinten para que esos cambios sucedan.

  • 2. El Éxodo es un camino
    dialéctico.

Se trata de un camino histórico enclavado en la
realidad de los pueblos que no encuentran una salida a las
condiciones de vida actuales. No hay una salida porque los
determinismos económicos y políticos se degastaron
en el tiempo y, a pesar del impacto probado del capitalismo en la
generación de la riqueza, los resultados de la
liberación económica y las supuestas aperturas de
la democracia liberal han dejado expuestas en la pobreza a
ingentes masas poblacionales que se mueven angustiosamente en
medio de mercados tendientes al colapso y en medio de democracias
altamente corruptas por el partidismo tradicional. Y entendemos
por un camino dialéctico – al decir de Hegel –
un recorrido histórico y pragmático en el que las
condiciones sociales entren en un choque de fuerzas que planteen
la síntesis
histórica debida para que los hombres protagonicen en el
proceso y puedan decidir sobre sus destinos. Pero a diferencia de
Marx, ni las leyes de la naturaleza ni de las de la sociedad
pueden emplearse para desatar acontecimientos calculados; estas
fuerzas a pesar de las condiciones sociales establecidas, no
pueden ser turbulentas ni revolucionarias; y al contrario del
mismo Hegel los destinos de la humanidad no pueden verse como
dejados al azar ni como predestinación al estilo
calvinista ni como meros acontecimientos que se resuelven por
inercia. En el medio del fuego dialéctico, la bondad de
los hombres es manifiesta desde el mismo momento en que siente
que su federación no le abandona y que le preserva su
seguridad frente
a los demás miembros de la sociedad. Y aunque las
diferencias entre los hombres siempre serán una verdad
incontrovertible, estas diferencias pueden reducirse en la medida
en que los hombres impregnen la política de los valores
fundamentales que sólo pueden venir desde la óptica
de Dios a través de su Iglesia. Y esos valores cristianos
eternos no se deterioran sino que se solapan con la materialidad
de la vida, cuando los preceptos cristianos son dejados de lado;
se han dejado de lado porque no están hechos con arreglo a
cálculo. Son eternos y por ello no caen en
la antítesis axiológica ni dentro del marco
hegeliano, sino que acompañan las tesis de los hombres y
las acciones en
cada etapa histórica por una necesidad de
transformación cualitativa.

  • 3. El Éxodo es una utopía
    realizable
    .

Es realizable porque pretende que la voluntad de los hombres
se imponga por sobre la racionalidad del cálculo y el
poder per se. No exige de los hombres más que esa
férrea voluntad que ha dejado tantas secuelas en la
historia y ha sido objeto de tantas discusiones muchas veces
estériles desde el punto de vista filosófico. La
salida de los problemas que aquejan con el síndrome de la
pobreza en toda la expresión de la acepción
demográfica a nuestros países, es una y no es
desconocida; no se trata de un determinismo religioso, ni un
arrebato espiritualista: la salida a los problemas de nuestra
región se determinará en la medida que la
extensión de la Iglesia a partir de que una nueva
pedagogía más intensa inunde los ámbitos
políticos y los ámbitos económicos tornando
las condiciones del poder en una humanizada lucha por competir en
beneficio de la sociedad.

  • 4. El Éxodo no es una Tercera Vía
    sino una realidad necesaria.

La salida de esta tierra que parece no acabar en la
expresión de la pobreza y el ahondamiento del sufrimiento,
es una necesidad no planteada todavía desde la perspectiva
teológica, filosófica o científica, por lo
menos desde la perspectiva latinoamericana de no ser cuando se
siguen los planteamientos marxistas o el modelo del liberalismo
económico. En nuestro caso, se trata de un planteamiento
que surge de la Verdad Eterna, de la Palabra de Dios y de su
misión salvadora para la humanidad proyectada en la figura
de Cristo. La pretensión que es ingente y quizás
desmesurada, es sencilla por su aplicabilidad pero que requiere
de su maduración en el tiempo aunque las señales
del Año del Jubileo (8) comienzan a tomar forma. No es un
planteamiento político aunque su respaldo moral brinda al
artificio estructural político, los elementos necesarios
para la práctica de la consecución del poder. No es
económica pero exige de la racionalidad y el
cálculo una base sólida de los principios
cristianos, no por sus contenidos que no tienen nada de
tecnicismos sino por su verdad en la generación de la
riqueza desde la óptica del libre acceso pero sin
confundirla con la libre iniciativa que ha llevado al descalabro
al capitalismo. La Verdad así planteada no es ninguna
novedad; no es un episodio de la historia para nuestros
días sino, una verdad eterna y absoluta aunque choque con
los principios y métodos
científicos y filosóficos. Irradia desde el
contenido y la práctica del cristianismo
no como un confesionalismo que en nombre de la Iglesia bien
podría proponerlo cualquier corriente o bien a la manera
de una Democracia Cristiana. Los partidos deben estar abiertos a
los principios y enunciados ya sea de Roma o de otra
denominación una vez que la pedagogía de la Iglesia
adquiera el compromiso no sólo de enunciar sino
también de hacer de la comunión una búsqueda
denodada en establecer los vínculos con todas las esferas
de la sociedad. No quedándose como mera homilética,
sino siendo parte de una escalada eclesial en la búsqueda
de la felicidad del ser humano como una querencia de Dios.

Si una estructura de poder adquiere visos de un socialismo
moderno pero en sus principios no reina la valía de la
salvación de los hombres, en el entendido que la mixtura
con la Iglesia y su pedagogía no se vislumbre por
ningún lado, el igualitarismo empobrecedor seguirá
siendo el producto final
de esa pretérita práctica del siglo XX que
echó por tierra sus cimientos al finalizar el milenio.

Si una estructura de poder deviene en un planteamiento liberal
con una estructura parlamentaria exclusivista, el empobrecimiento
y la corrupción del atesoramiento desembocará en
los líos en la que se encuentra metido el capitalismo
actualmente. Porciones inmensas de la población
estarán a merced de la corrupción en que ha
terminado la democracia liberal a estas alturas de la
historia.

Notas

  • 1. Nos referimos al origen del cristianismo y la
    extensión de la Iglesia alrededor del mundo para
    salvar a la humanidad desde la trascendencia del espacio
    geográfico limitado asignado a un país como
    Israel y a la mundialización ilimitada de la Verdad en
    la personificación de la Palabra de Dios a partir de
    su Iglesia.

  • 2. Entendemos el Reino de Dios como el anuncio de
    una era en la humanidad, caracterizada por un orden social
    distinto en sus características al establecido en
    Occidente y Oriente a estas alturas del Siglo XXI y enunciado
    a partir de la proclamación de los profetas en cuanto
    a nuevos tiempos de la gracia de Dios. (Mc. 1,14, Lc.
    4,21 y Lc. 4,19). Significa también una nueva
    relación con Dios a partir de una crisis de la
    humanidad en el que el sufrimiento y las contradicciones se
    manifiestan a grado tal que nuestro compromiso con la moral
    se rompe y los valores de la humanidad atestiguan una
    condición de "flaqueza humana" ante la evidencia de
    que la opresión de los hombres como una realidad sin
    salida, sea económica, política e
    ideológica. Las diferencias de las posturas
    filosóficas, teológicas y científicas,
    así como la buena intención de la Iglesia de
    Dios, contribuyen en poco o en nada a lau liberación o
    salvación de esa humanidad.

  • 3. Entendemos por el mal, el carácter de
    aquello que se opone al bien y a los propósitos de
    Dios. Se concibe como un defecto o daño hecho a la
    creación de Dios. El mal se entiende como los actos
    voluntarios hechos por una o más personas que
    dañan a terceros y que afectan los derechos naturales
    y divinos de los hombres. Este carácter del mal puede
    extenderse desde los actos individuales contra los preceptos
    de Dios pero también contra las leyes de los hombres y
    que puede convertirse en un mal social cuando en un sistema,
    el poder y la autoridad rompen el pacto original en que se
    concibe un acuerdo o contrato de convivencia.

  • 4. Cuando nos referimos a la Iglesia estamos
    hablando desde luego de la Iglesia Católica, pero en
    esta consideración, buscamos que el Protestantismo en
    cualquiera de sus variantes tome el papel correspondiente que
    trascienda a la espiritualidad tan necesaria para cambiar el
    destino del mundo actual y trascienda en una pedagogía
    ecuménica que coadyuve a la transformación y
    entronización del reino de Dios.

  • 5. Para efectos de la misión de Dios
    revelada al mundo, ver la Pascua, el paso del Señor no
    como una utopía sino como una realidad concreta que
    subyace en la sustancia de los sistemas políticos (Is.
    1,24)

  • 6. Estos conceptos, de mi responsabilidad, no
    están basados en estudios científicos ni tienen
    respaldo bibliográfico; nada más a pura
    observación y constatación conductual, las
    personas de clase media y alta en países como
    Honduras, tienen como actitud férrea, la asistencia al
    ritual litúrgico como medio de salvación, pero
    sus conductas sociales no reflejan la fe que afirman poseer.
    Esta hipocresía se apoya con otros comportamientos
    como el endiosamiento del consumo y de la posesión
    material que no requiere más que una ligera
    afiliación eclesial para conjuntar una vida sin
    limitaciones y en abundancia material.

  • 7. La historia, según Hegel no es
    más que una sucesión de causas y efectos no
    separados de modo que los sucesos tan necesarios en la
    formación de la historia de la humanidad forman un
    continuum que no distingue qué vino de qué. En
    otras palabras, pueden haberse dado tantas opciones, no
    sólo la degeneración eclesial en su
    institucionalidad, la que promovió los cambios
    sociales, sino también una larga línea de
    fenómenos como la formación del capitalismo en
    Inglaterra desde el Medioevo. Una buena referencia a ello
    buscarla en Maurice Dobb y su obra "El origen del
    capitalismo".

  • 8. El Año del Jubileo se trata de un final
    de la historia donde el usufructo de los medios de
    generación de la riqueza pasa a manos colectivas. No
    tiene ninguna connotación marxista sino que en
    Levítico, surge una ley judaica de profundo contenido
    social que hace frente a la desigualdad y a la injusticia
    social. El paralelismo con la realidad del mundo de hoy en
    Latinoamérica como en otras partes del planeta tiene
    que ver con la necesidad de plantear con entereza y ejecutar
    profundos y revolucionarios cambios en la tenencia de los
    medios de producción, al menos en el entendido de por
    lo menos aquellos factores que ayuden a cumplir las
    aspiraciones de los individuos a sabiendas de sus
    potencialidades individuales

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Autor:

Héctor Amado Martínez

(Biólogo y Sociólogo)

San Pedro Sula, Honduras

Septiembre del 2008

Partes: 1, 2
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