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Rafael Arraíz Lucca: la mirada precavida (página 2)




Enviado por irapavilo



Partes: 1, 2

No se conforma Arráiz con estos consejos y
advertencias, aún tiene algo sustancial que confiarle a su
primogénita, a pesar de confesarle que todo lo dicho
proviene sólo de la confusión. Más intimo,
más personal, con la
precocidad de quien parece haber vivido mucho en tan poco
tiempo, el
poeta le confía a la hija un secreto: "la vieja clave de
no dejarse llevar / por el juicio final", el absurdo que supone
creer, como los mediocres, que se es dueño de la verdad,
de las conclusiones únicas y definitivas que proscriben
el amor a la
duda y amar, en consecuencia, a aquellos que "la ejercen con
nobleza".

Reflexivo y concluyente, el padre le ruega a la hija que no
crea "en las primeras respuestas /si no vienen del rayo de la
intuición", confirmando que no hay una segunda oportunidad
para una primera impresión, que la epidermis entiende
tanto como el cerebro, y que
las intuiciones
eso que ahora llaman inteligencia
emocional – tienen tanto o más valor que los
argumentos nacidos de la razón. Finalmente, Arráiz
le exige a Eugenia que le arranque el "sentido al lugar
común" y que cuando la fatiga, la desesperanza, el
descreimiento, la frustración, la venzan, recurra a los
amigos, a los compinches del alma, a los
compañeros de ruta, "para encontrar / el eco de tu
cansancio y la fuerza, / la
terquedad de la ternura".

Cristóbal y Eugenia conmoviendo a cada paso al poeta,
al momento de nacer, de crecer, de hacerle cosquillas con
saña, con alevosía, en la planta de los pies, de
abrazarlo, de aplastarlo, de juntar sus cachetes con los del
padre, para que éste, vencido por el amor y el
cariño exclame: "cómo ríen mis hijos /soy
feliz". El escritor está convencido de que sus hijos lo
acompañaran por siempre, tanto en los momentos felices de
su vida como en los aciagos de su muerte, y
aspira que cuando su cuerpo gastado culmine su fatal
declinación, que cuando sus pupilas desvariadas anuncien
el previsible estado de
coma, sus hijos muy amados permanezcan "como dos canoas en los
costados del lecho".

El refugio que la familia le
ofrece a las emociones del
poeta no se limita sólo a su descendencia, Arráiz
remonta las aguas del linaje familiar para recrear las fuentes de un
afecto que se nutrió del cariño que le
prodigó una abuela prestada, una tía abuela,
Leonor, quien por su constancia y amor se convirtió sin
más en la abuela, en Manonoy, esa abuela bolivariana que
"se prendía heroica" desempolvando espadas, en la vieja
casa de El Paraíso y que le enseñó al poeta
"los rigores del honor / al morirse sola con las delicias de la
locura". Abuela siempre presente en el afecto de un nieto-poeta
que le escribe un conmovedor epitafio en el que reconoce que:
"fuiste espléndida en tu gracia / en prodigarte sin
reparos / como si todo fuese posible", y a quien nada le reclama
"salvo la deuda que dejas con otros / y de la cual soy
solidario."

La tía María, hermana del padre, también
se hace presente en la larga remembranza afectiva que el poeta
hace de las mujeres de su casa que parecían no tener otra
misión
en el mundo que arrullarlo con esmero. El escritor se traslada al
lecho de muerte, al sepelio de la tía para dejar
testimonio de una agonía alegre, feliz, jubilosa,
consentida por una mujer que, en la
víspera de su deceso, "cantaba baladas de Rocío
Durcal" y que, suponemos, proscribió el llanto y la
tristeza que acompaña a la muerte,
haciéndose acompañar al cementerio por la música y las
canciones de unos mariachis que festejaron, como si de un nuevo
nacimiento se tratara, su tránsito al otro mundo, donde ya
María había pactado un acomodo con Dios, cuando
entre rezo y salmo, tubos y bombonas de oxígeno, le brindaba el poco aire que le
quedaba en sus pulmones para exigirle a cambio que
también la recibieran alegremente en el otro
Paraíso, y que, por favor, los ángeles del cielo le
diesen la bienvenida entonando melodías desconocidas y
cánticos novedosos, cuya letra prometía aprender
prontamente para dejar atrás, muy atrás, la de las
baladas de Rocío Durcal.

La madre, Anita Lucca, es también objeto de la poesía
intimista de Rafael Arráiz, el hijo. Se remonta el poeta
al mismo día del nacimiento de su madre, un 5 de Abril de
1919, para recordarnos como si estuviese allí, en el
momento mismo en que su madre vino al mundo, que "era tan liviana
/ y sus pies tan diminutos / que mi abuela al verla / quiso
arroparla de nuevo / y dejarla para siempre / en su regazo".
Mujer que suponemos frugal, hecha de largos y cotidianos ayunos,
a quien le enardecen los jactanciosos y los charlatanes, y se
dedica a buscar el sustrato, la esencia de lo que queda en el
fondo de los estanques, más allá de los rostros
inasibles e hipócritas que titilan en superficies
fáciles y evidentes. Progenitora del poeta que en medio de
las enseñanzas que toda madre prodiga, le mostró
como recuperar el pan duro para convertirlo en alimento de otros,
y como preservar los tréboles de tres hojas que en su
bosque incómodo contemplan, no sin cierta envidia, al de
cuatro.

Recuerdos del poeta nutridos del olvido de aquella que no
consigue sus llaves ni tampoco acierta a contar completos los
diez dedos de las manos de su hijo; evocaciones que se alimentan
de fotografías, nuevas y viejas, de los diferentes
momentos de felicidad vividos – sola y en
compañía de su esposo – por una mujer que
también tuvo tres años y gustaba de correr
detrás de unas gallinas, mucho, mucho antes de ese momento
inexorable en el que, llamada a la casa del cielo, fue cerrando
las puertas de la casa de la tierra, y
sus ojos recorrieron por última vez, con los del poeta,
fechas y circunstancias que cimentaron medio siglo de vida
conyugal y el infinito amor por un hijo que, espartano,
convirtió lágrimas en palabras para perpetuar la
presencia de aquella mujer justiciera que voceaba: "repartir,
compartir"(…) "cuando sus hijos aún salvajes /
acumulaban para sí todos los tesoros".

La madre acompaña de nuevo a su hijo incluso cuando ya
no está, el poeta la trae de nuevo a su vida de
trashumante y juntos descienden del auto de turismo en un remoto lugar
de la India, donde
"el mar bate su cabellera contra las piedras inermes" , mientras
Rafael y su progenitora – guiados por un solícito
adolescente – recorren las callejuelas de un universo anegado,
vencido por el furor de las aguas revueltas, en las que "se
divisan unos cuerpos amontonados y verdes", "restos de árboles
han quedado varados / en las riberas de las calles"; su madre
–atónita – observa en un muro escarapelado
"extremidades mezcladas con barro". Vacas sagradas, elefantes
honorables, monos venerados, una cobra afanosa, perdices
gregarias, bicicletas indómitas, pavos reales protectores,
jirafas hambrientas, pájaros en remolino, y "un caballo
vestido con su mejor traje", enjaezado, acompañan a la
"gente en su movimiento
perpetuo". El poeta transita las desconocidas calles "en la hora
más sagrada de la tarde", respondiendo al saludo de los
lugareños – Namaste – y prosigue sin
miedos ni temores su ruta, tomado de la mano de Anita, su madre,
armado de un arrojo, de una valentía que nace del conocimiento
de que: "Nada tenemos, aunque todo nos es ajeno, No pertenecemos,
pero nada nos espanta". De regreso a la simbólica orilla,
el poeta se reencuentra con su padre ausente quien "ha estado en
la arena esperando por nosotros / y ahora abre el mazo de
cartas y
pregunta".

En un universo de tanto amor encarnado en forma de mujer (la
abuela, las tías abuelas, la madre, las hermanas).
Arráiz Lucca se vale de la imagen de su
padre, de ese ser que vivía "encaramado en su ternura
oculta" para testimoniar las virtudes de la paternidad: "esa
paciencia tuya de prologar / toda ira todo odio / con el crédito
bondadoso de tu justicia
griega"; la franqueza con que se puede destrozar la violencia; el
valor de la reflexión, "la cirugía de tus
argumentos de jurista" que permite tomar decisiones "sin la
fuerza de los ingenios"; la necesidad de dudar y compartir las
dudas aunque sea con la guacharaca de siempre; el repudio por las
glorias tontas y la reivindicación del futuro, ese que el
padre convocaba estornudando en las mañanas "con tanta
euforia de nuevo mundo".

Invoca el poeta a su progenitor en los momentos
difíciles de su vida, le implora fervorosamente su pronto
concurso amoroso; en intima oración, entre dientes, el
solitario jinete de un dromedario que peregrina riesgosamente por
ese desierto que implica existir, suplica a su padre que le ayude
a aclarar y alcanzar el sentido final de una existencia que no
desea solitaria, infecunda, inútil, intrascendente: "Padre
mío que estás en el cielo, / mira a tu hijo en la
travesía del desierto / y díctale al oído la
ruta precisa del oasis. / No dejes, padre, que mi destino sea /
la senda flagrante de la arena íngrima / ni el desolado
amor de los fallecientes de sed. / Tú conoces mejor que
nadie el fervor / con que te amé mientras estuviste entre
nosotros: / manifiéstate ahora cuando mis fuerzas /
comienzan a doblegarse por los rayos del sol. / Voy doblado sobre
las jorobas y susurro, padre, / mis labios claman por el mismo
ungüento que imploro / en esta plegaria definitiva,
escúchame. / Condúceme hacia las aguas / a salvar
mi piel y mi
garganta de la sequía total".

Vida y muerte de sus padres que el poeta enfrenta sin
flaquezas, armado de una valentía que se nutre de la
distancia, recordando como la vida se fue convirtiendo en muerte
lenta, progresiva, mientras él, cual fiel escudero a los
pies de la cama de sus amados padres, contemplaba impotente como
"ambos fueron respirando cada vez con mayor ahogo /
sonándole más el aire por las entrañas",
constatando dolido que a pesar de que "ambos tenían los
ojos abiertos… no miraban".

Momentos difíciles, dolorosos, infaustos, signados por
la convicción de que nada más se podía hacer
por esos dos seres amados que con seis meses de diferencia fueron
extinguiéndose despacio y por etapas: primero los
píes andariegos, cansados ya de desandar los senderos de
este mundo y deseosos de sentir en sus plantas las
inéditas texturas de la eternidad, luego las manos que
tantas caricias repartieron y que ahora, cambiando de color, duales,
por un lado, decían adiós y, por el otro, se
aprestaban a entrelazarse otra vez, solidarias, amorosas, en un
segundo encuentro definitivo y sin interrupciones, y por
último, sus bocas, última atadura a estas praderas
terrenales, que no requirieron, ni tenían porqué,
murmurar ningún adiós porque los padres del poeta,
Rafael y Anita, siempre estuvieron seguros de que no
tenían necesidad de despedirse de un mundo en el que
todavía permanecen por obra y gracia de la palabra
privilegiada de un hijo que convierte la muerte en vida, a pesar
de que reconozca, lapidario y sin discusiones, que "quien ha
visto morir a sus padres lo ha visto todo".

Caracas es una
nostalgia

Al fin termino por entender que

yo amo

esta ciudad hasta la rabia

Caracas es una ciudad evocada, vive en permanente cambio, se
alimenta de un pasado efímero que gobernantes y
constructores se empeñan en conculcar con rapidez y, sobre
todo, con avidez. Esa Caracas nostálgica es permanente
fuente de inspiración para aquellos que buscan preservarla
del olvido, transformándola en música, copla,
canción o verso que se torna en recuerdo inconculcable.
Rafael Arráiz Lucca no esconde su condición de
ciudadano militante, de habitante sensible de una ciudad que le
sirve de inspiración para que su poesía funja de
aliada de esa Caracas suya y nuestra que la modernidad y un
mal entendido progreso han convertido en "tierra y abono
para la nostalgia".

Nuestro poeta no se contenta con ser chofer, consumidor,
transeúnte, empleado, porque sabe que la ciudadanía conlleva una alta dosis de
orgullo, de reclamo, de aspiración – "los
caraqueños regresan a sus casas / o salen en busca de
felicidad: / cómo saber dónde el alma encuentra
sosiego / y el espíritu se extiende como una mesa servida"
– que el escritor vuelca en sus versos, a fin de que
Caracas, a pesar de ser "un forzoso ejercicio del recuerdo", se
reconcilie con sus ancestrales rasgos, sus gestos, sus accidentes
físicos e incluso con su presente de arterias de concreto
permanentemente obstruidas y a punto de estallar.

El escritor reivindica – temprana y tardíamente –
al caraqueño cerro Ávila, a ese cerro que a fuer de
mirado dejó de ser visto para adquirir carácter de rutina sensorial, de mampara
urbana, de gimnasio al aire libre, donde unos agotados citadinos
aspiran recomponer los equilibrios del cuerpo, pensando que
así aseguran también los del alma. El Ávila,
cuya silueta en verano "permanece velada por la incandescencia",
es reconocido por Arráiz de manera remota e indirecta. El
poeta, en versos más tardíos, así lo
reconoce: "El cerro cobra toda su magnitud ante el estupor de mis
oídos, / tengo ahora la sensación de haber vivido
al margen / de su largura, su grandeza, su ritmo, su
imperio".

Arráiz Lucca se valió entonces, en su momento,
de Manuel Cabré, el pintor por antonomasia del
Ávila, para hacernos ver de nuevo los colores, los
accidentes y las sombras de una montaña que había
perdido su identidad,
debido a tanto uso repetido, automático y cotidiano. El
pintor es bendecido por el poeta, quien recientemente se declara
".feligrés de sus perfiles vespertinos / y un sirviente de
sus amaneceres solventes", y alaba la paciencia del artista
plástico,
esa que le permitió "vivir noventa y cuatro años
haciendo lo mismo sin otro hallazgo que la noble rutina de
retocar tu invento". Con especial sarcasmo, Arráiz Lucca
le agradece a su "muy querido Manuel Cabré" la mudanza del
Ávila a las paredes de las casas porque nosotros no
habíamos tenido tiempo de volverlo a ver, "ocupados en
cosas más importantes".

Arráiz Lucca ama la Caracas que fue, la que es y la que
está siendo, aquella que emergiendo de los planos de
arquitectos e ingenieros, se transforma en zonificación y
permiso de construcción para darle vía franca a
unos constructores, a unos paisajistas, a unos urbanistas que no
dejan que "nada se acerque a la eternidad", propiciando que la
ciudad del poeta no la conozcan sus hijos, debido a que nunca
rodarán por la misma calle ni obtendrán descanso y
reposo en bancos y plazas
ya desaparecidos. El escritor se erige a sí mismo en
testigo privilegiado de esa ciudad que está siendo por
efecto de máquinas
que engullen, tragan, devoran, insaciables una naturaleza
perdedora que antes se denominaba cerro, paisaje, quebrada,
bosque o laguna; así, decidido, tajante, cínico,
desafiante, y sin ningún asomo de duda afirma que "donde
haya un movimiento de tierra estaré yo, mirando los
tractores".

Caracas sucumbe y renace de sus propias entrañas, para
darle paso a edificios de propiedad
común, algunos extremadamente lujosos, imponentes y
premiados, protegidos con garita y vigilante; orgullosos saben
que no compiten con aquellos otros, cada vez los más,
donde el sudor de la frente se trocó en edificación
de segunda, en conjunto prefabricado, en cerámica china de
segunda en vez de mármol italiano, para ser habitados por
los sufridos y cotidianos usuarios del metro, el autobús y
del por puesto. Sin embargo, en ambas construcciones,
independientemente del lujo visible que recubre cabillas, tubos,
cemento y
ladrillos, existe para proteger el interés
común – "la paz no está en nosotros como si lo
está la guerra" – una
infaltable junta de condominio, emuladora de los foros romanos,
de las asambleas revolucionarias, de las sesiones justicieras de
diferente cuño que inevitablemente "viven de sus
víctimas", requiriendo del concurso de señoras y
maridos para identificar al malhechor, quien deja de tener nombre
y apellido para convertirse en nomenclatura de
apartamento, en número y letra, 4A, 5C, que
identifica piso y torre, culpable y víctima.

Una ciudad vive también de los encuentros furtivos, de
ese amor confundido con el sexo que las
más de las veces termina siendo masturbación a
dúo, pura y simple, refrescada con la saliva y el sudor de
una pareja cada vez menos entusiasta que, poco a poco, va
reconociendo que el futuro no pretende convocarlos para que lo
compartan en conjunto. Arráiz Lucca sabe que Caracas es
ella y sus aledaños, la Panamericana, la carretera hacia
el Junquito, la vía hacia Mariches, donde variados moteles
se alimentan de jadeos y premuras que imponen una alta y muy
bienvenida rotación. Hoteles paradójicos a los que se
arriba con energizados bríos y urgencias contenidas para
salir de ellos, arrepentidos, desencantados, confirmando la
añeja historia "de creer que
estamos juntos, el antiguo simulacro en el que pierde la
tristeza". Paradores sexuales en los que se ejerce una parodia de
amor en medio de una vergüenza propia, acompañada de
perfumes baratos, paños breves y jabones sin gracia ni
abolengo.

Caracas despojada de aventuras, rutinaria, cotidiana,
prodigadora de ciudadanos comunes, de "seres abyectos" que salen
todas las mañanas "en busca del destino". Esa ciudad de
fracasos, aburrida, es protagonizada por esos oficinistas,
empleados, analistas que se miran en el espejo para "confirmar
sus virtudes" y comparten su almuerzo "con otros que aseguran,
como él, que la felicidad asalta de improviso y
sólo se trata de esperarla". Ciudad de los alienados en la
esperanza que Arráiz rechaza, repudia, implorando "que no
venza la abulia y mucho menos esa fuerza que nos hace dejar el
mundo inmaculado".

Frente a esa Caracas de todos los días, del mismo
recorrido y a la misma hora, el escritor reivindica esa otra urbe
en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo "para actividades
distintas del sueño". Ciudad alegre, sonriente, que
desobediente deja de lado la tristeza, la rutina, la
resignación y que Arráiz asimila con sus amigos,
"entre quienes se cuentan las almas menos ruines, más
esplendorosas". Caracas posible que en los versos del poeta
también puede ser una afrenta, un reto, una alegría
previsible, un futuro conquistable. Así como hay una
Caracas de la amistad, una
ciudad viable, solidaria, asentada sobre las bases de un afecto
que trasciende el beso protocolar y el apretón de manos,
para el escritor existe también una ciudad concebida para
el amor, para el reconocimiento del otro, de ese ser amado,
necesario, infaltable, que debe acompañarlo incluso en
esos días tristes, de "capota gris", en los que va llover,
y ni siquiera tiene a su compañera, a su pareja soberana
para "nadar en la autopista". Caracas amada y hecha para el amor
donde "sólo es permanente lo que falta y lo que fue" y el
cuerpo de la amada es también "una vuelta a empezar todas
las noches".

Ciudad difícil, en la que conviven la vida y la muerte,
la tranquilidad y la amenaza, la inocencia y el crimen, la fiesta
y el luto, donde una cultura de la
muerte televisiva e importada hace de las suyas, y el atraco, el
arrebatón, el asalto, el secuestro
express o el asesinato acechan en esquinas y avenidas,
los viernes y fines de semana, haciendo que el poeta se
reconforte porque "superamos un día sin saber si nuestra
foto aparece mañana en la última página del
"periódico
con sus hechos de sangre".

Caracas de todos nosotros, revivida, reivindicada, por la
emoción de un poeta que es capaz de prescindir del
pesimismo y las traiciones para devolverle la identidad a una
ciudad que vive de la nostalgia, aunque se empeña, sin
embargo, en vencerla para no ser sólo un territorio del
pasado y del recuerdo, porque también hace falta "llorar
de futuro aunque no llegue."

Un amor con
iniciales

Si la vida tiene sentido,

es tu cuerpo quien se lo otorga,

cuando lo roza la muerte

para seguir viviendo

El amor es un tema fundamental en la poesía de
Arráiz Lucca. Se trata de un amor encarnado, real, de
carne y hueso, con destinatario, con iniciales, que no dejan duda
acerca de la pasión que despierta en el escritor su
compañera de siempre, Guadalupe, a quien le pide con
fruición que lo bese "como cuando no habían nacido
/ estos óxidos del alma".

La pareja, la necesidad del otro, el requerimiento del
complemento, se explícita con vehemencia a lo largo de la
obra pasada y reciente del poeta, quien se abrió a la
difícil y siempre frágil vida en común vida
en brazos de la amada, en una ocasión, bajo el agua,
cuando supo "por primera vez de la piel y de tu boca"; en aquel
momento crucial, concluyente y definitivo "ni tu ni yo
sospechamos que esa tarde / un arrendajo avistó su presa
más deseada / y la araña dispuso su tela más
brillante".

Esta reiteración de la necesidad de la pareja, de la
vida en común, del crecimiento conjunto, del te
necesito porque te quiero,
lleva al escritor a afirmar que:
"Ni la distancia que el océano intermediaba imperioso, /
ni los años en que estuviste ausente / y los
pájaros no dejaron por ello de trazar su elipse, / ni el
inveterado amor que puntual esperaba el cruce / de la llave en el
ojal de la cerradura, / ni la costumbre de tu felicidad plana, ni
sentirme ya inmune a los vértigos, / pudo." Todo lo
experimentado y vivido en tiempos de ausencias, dudas y
extrañamientos llevan al poeta a concluir que "si ya no es
difícil distinguir / dónde empiezan y terminan /
nuestros cuerpos. / Si ya está todo este camino andado /
¿porqué querer volver atrás?".

Arráiz confirma que lo contrario del amor nutriente,
vivificador, lo distinto de la pareja, son aquellas mujeres
rigurosas destinadas a morir solas, sin compañía,
mientras pasan la vida desechando, descartando, poniendo de lado,
descalificando, porque "cuando los hombres quieren amarlas, /
…ellas respiran profundo y se guardan / para mejores
conquistas". Cansadas, hastiadas de ver transcurrir los
días contemplando vidrieras, tomando té entre
ellas, jugando cartas, ocultas por una "abultada línea de
cosméticos " y de costosas cirugías
plásticas, se disponen entonces a morir aburridas, sin
esperanza, solas, "abrazadas a sus muñecas".

El amor en la poesía de Arráiz es una
construcción cotidiana que se alimenta de las
trivialidades, de las solidaridades que inevitablemente hay que
erigir con la finalidad de que una buena dosis de pasado conjunto
fortifique lo que de otra manera no seria sino puro noviazgo sin
arraigo, cama sin ataduras afectivas. El poeta confirma que es
bueno recibir el despertar juntos, "el mismo sol entrando por las
ventanas", que es conveniente compartir el pan "como ocurren /
las seguras faenas de un ingenio", que las certezas conjuntas
pueden conculcar los atractivos y los "sobresaltos de la
novedad", en fin, que tantos años en común,
construidos sobre la base de la solidaridad y el
entendimiento, convalidan un amor, un destino para dos, ratifican
"que ya somos lo que quisimos / cuando éramos muy
jóvenes y posábamos nuestras cabezas / sobre las
almohadas".

Arráiz desanda con su poesía la historia del
amor, del suyo y el de los demás, del nuestro, a objeto de
evidenciar las dificultades, los tropiezos, los desencuentros que
inevitablemente acechan a la pareja y se hacen presentes
después de que "por los ojos nos llega un disparo" y
"nuestras horas se agotan inmantadas / por el influjo del astro
de la complacencia", y no aceptamos "otro espacio que el
caleidoscopio / del juego que Dios
nos ha puesto en las manos / y queremos eterno".

Amor que si quiere transformarse en felicidad permanente y
duradera debe superar el tedio, el
aburrimiento, el hastío, vencer "la tenacidad del
fastidio" que horada, implacable, "lo que antes fue piedra y se
creía invulnerable". Afortunadamente hubo un tiempo de
tregua durante el cual: " los silencios polvorientos / fueron
obviados por la llegada de los habitantes: / cada quien fue
trayendo lo suyo / y la casa fue poblándose sin prisa /
por el convoy de gitanos e ínfimos objetos (.) Lo que era
vastedad y bochorno / fue bendito por la brisa fresca de la
tarde".

Afecto humano, frágil, que en momentos de flaqueza
personal es capaz de sucumbir ante la añoranza, ante
cualquier encuentro pasado que la memoria
fortifica y el recuerdo agiganta para poner de lado al olvido,
propiciando que regresen los hechizos del pasado, "del tiempo que
vivimos bajo el dicterio de un mago".

El escritor, herido voluntariamente por disparos menos
eficientes y certeros, cicatriza prontamente heridas y llagas
para, sensato y arrepentido, alejarse, convaleciente, de circos y
carpas ajenas y regresar sumiso, "al camerino del primer amor"
con la preocupación de que su actriz de siempre, la
protagonista del afecto genuino y fundamental, haya sido llamada
por otras luces a otros escenarios, para ahora, los dos, cada uno
por separado, enfrentarse "a las siete culebras que estrangulan /
la flor íngrima de la plenitud".

El poeta, convalidando lo construido a lo largo de una vida en
común, reconoce, una vez más, que "no es
fácil ver cómo el paraíso languidece / y se
extingue / al lado de quien nos lo dio con sus besos / y sus ojos
y sus manos y su cuerpo". De allí que predique la vuelta,
el regreso a las arenas comunes que en forma de tálamo
nupcial promueven un armisticio para que la ruptura no se vista
de victoria, y marido y mujer, reconociendo sus raíces
profundas, puedan volver a creer en un futuro compartido, en un
porvenir con nombre de hijos que cuentan con sus padres al
momento de acostarse y levantarse, porque éstos, sabios y
maduros, pueden perdonarse y quererse "como dicen que Dios ha
reservado para los elegidos / la única, extraña y
deslumbrante luz / de los
amantes".

Esta necesidad de futuro, este requerimiento de porvenir, es
una constante en la poesía amatoria de Arráiz,
quien recurre a los hijos, a los descendientes, para ilustrar
incontestablemente la continuidad del amor. De esta forma, el
futuro de la pareja implica para el escritor que "para ese tiempo
quizás / un loquito histriónico correrá por
los pasillos / hablando incoherente de crespos y alegría",
así como que sus hijos sepan a cabalidad que "de las
alfombras de esta casa / nacieron sus instintos / y la gloria de
volar sobre los mares".

El amor en la poesía de Arráiz, además de
futuro compartido con la pareja escogida se expresa
también como tensión, como desencuentro, como
batalla porque "amarse es estar en guerra". El poeta se ancla en
las contradicciones, en los extremos dialécticos, en las
antípodas de la conducta humana
para preguntarse inmerso en los dominios del sentimiento: "el que
suplica / y el que concede. / Súbdito y Rey.
¿Quién ama más?". Amor dual, contradictorio,
en el que la derrota puede ser una victoria y la felicidad no se
alcanza ni siquiera en la paz, en el abandono, en la similitud de
pasión y sometimiento. Para ilustrar esta tensión,
estos extremos irreconciliables del amor, Arráiz, como un
Esopo contemporáneo, construye su propia fábula de
la liebre y el galgo, para concluir como lo testifican y
certifican tantos binomios afectivos en el mundo, que "no forman
pareja / pero van juntos por la actualidad, / sin
abandonarse".

Pasión plural, contradictoria, tensa en medio de la
quietud, violenta en su paz, fría en su ardor, atrayente a
pesar del miedo, victoriosa en la rendición, calma en su
trepidación, batalla irresuelta que sólo tiene en
cuenta el enfrentamiento mismo, los contendores, los enemigos que
pueden o no reconciliarse, porque el resultado, el éxito o
el fracaso, las razones para continuar juntos en permanente
conflicto poco
importan, debido a que "nada puede explicar que dos personas
insistan / en matar el olvido todas las mañanas, / como
dos eucaliptos rozándose / en el viento de las
noches".

Muy poco tiene de platónico el amor en Arráiz,
sólo algunas expresiones de un afecto, de una
atracción inmadura de una adolescente que no se imagina la
intimidad con el poeta, porque en la aurora de su vida, con sus
quince años a cuestas, Mercedes confiesa: "simplemente,
que no se cruzaron tu tormenta y la mía".

Para el escritor, el amor además de aprendizaje
permanente y de batalla ocasional es tormenta, frenesí,
despojo de sí mismo, locura, desenfreno, pasión
desbordada e incontrolable que implica lamer, estrujar, morder,
tomar a la mujer deseada
por la nuca, voltearla, someterla, tenerla a plenitud, para, de
este modo, paradójicamente, convertir la locura en
cordura, drenando convenientemente esa demencia irracional que
caracteriza al verdadero amor, ese sentimiento arrebatado que es
capaz de transformar la pasión propia en disfrute del
otro, en goce ajeno, en felicidad sin límites,
experimentada por la mujer amada a lo largo y a lo ancho de su
cuerpo, porque, definitivamente, sin ambages, el poeta sentencia:
"no hay dicha mayor / que el jadeo ansioso / de una mujer
feliz".

Amor encarnado – "duermo sobre la hospitalidad de tus nalgas /
y despierto moroso sobre la maternidad de tu vientre" – que no
puede prescindir del cuerpo apetecido, anhelado, ambicionado, de
la carne, los huesos, los
músculos, de los olores y humedades que lo
definen y concretan, convirtiendo súbitamente al poeta en
cartógrafo, en el "espeleólogo frenético de
tus entradas". Amor que, en la visión orográfica de
Arráiz, es costa, monte, cima, península, golfo,
con los que la pasión traza mapas corporales
ajenos y personales – "ya no hay un mínimo puerto de mi
geografía
/ en el que no haya encallado tu nave" – que auxilian al poeta
navegante, quien, prevenido y gozoso, se dispone en cada
desplazamiento a "gozarte como si fueses un parlamento que repito
/ y nunca es igual". El poeta una y otra vez, como un gozoso
Sísifo contemporáneo sube y baja, asciende y
desciende, recorre -¿castigado? – el cuerpo nuevo y
repetido de su amada, hasta que – lujurioso, lascivo,
rijoso, – arriba al objetivo
deseado: "Ahora mis dedos van recorriendo los accidentes de tu
topografía / y juegan con los promontorios
y palpan las riberas / y se detienen dichosos en el timbre oscuro
/ donde la historia se hace trizas y el mundo inexistente":

Poesía amatoria que, después de encuentros y
desencuentros, de los avatares propios de toda vida de pareja,
apuesta al largo plazo, al fruto de la simiente, a la certeza de
que el poeta alcanzará por fin sus ansiados objetivos
personales, momento en el que la misma G de siempre
escuchará la voz serena de su esposo, luego de
transcurridos tantos y tantos años, diciéndole,
maduro, amoroso y solidario, que "las cosas no han podido ser /
más luminosas / que tus ojos mirando las tortugas", y en
ese preciso instante "un rescoldo de la dicha de Dios, /
mínimo, / se nos habrá, entonces, sólo
entonces, / entregado".

Maravillas de la
naturaleza

Los animales que
pacían allí, fueron espejos

donde reconocí mis rasgos

A pesar de ser un hombre
eminentemente urbano, la poesía de Arráiz Lucca
reivindica la naturaleza, sus árboles, sus pájaros,
sus animales, a fin de atribuirle virtudes, valores o
defectos que tienen mucho que ver con la concepción del
poeta acerca de las motivaciones que condicionan la conducta, el
comportamiento
del ser humano: "A mi lado surcan el caimán y el perro de
agua / todos
hemos abandonado nuestras funciones
precisas"

La vieja casona de la familia en la
urbanización El Paraíso, medio urbana, medio
campestre, en una Caracas que todavía no había sido
sojuzgada por el concreto, la cabilla y el vidrio,
ayudó sobremanera a que Arráiz tuviese contacto
directo con árboles y plantas, con los pájaros que
anidaban entre sus ramas o se instalaban desprejuiciados a
disfrutar del pan mojado y resucitado que el poeta, contando con
la feliz complacencia de su madre, les ofrecía a cambio de
su trino melodioso y libertario.

El eucalipto, el matapalo, el jabillo, la hiedra, la ceiba, la
trinitaria, el cactus, concitan la atención del poeta para dedicarle esa
especial visión con la que trastoca al mundo, haciendo
solidaria a la hiedra para que los ratones alcancen "sus destinos
sin mayores contratiempos", mientras la mata conjuga a plenitud
el verbo tapizar. Esa hiedra se convierte en indeleble, en
inolvidable, para todos aquellos niños
que la contemplan como un espejismo en el que la grama asciende,
caliente y decidida, para conquistar un tejado inalcanzable;
generosa "hace de los muros de las casas / regiones menos
ásperas" e imbatible impide que "la desgracia o la
tristeza / sobrevivan a su abrazo".

El matapalo, en la poesía de Arráiz, se
transforma en una planta imprescindible para los árboles
suicidas, para aquellos que, como el mijao de Tikal, no le
encuentran sentido a la existencia luego de que una
civilización como la maya desapareció instaurando
la soledad y el olvido. El ficus dendrocida, el matapalo del
poeta "sólo asfixia a los árboles que quieren
morir".

Pero la muerte no sólo es exclusiva de mijaos ahogados
por matapalos en la soledad de la intrincada jungla guatemalteca,
el jabillo, nuestro cotidiano y vecino árbol "sufre de
muerte prematura". Es efímero, poco longevo, llamado a
sucumbir pronta y fácilmente ante la violencia del
vendaval o la fuerza de la tromba, sin embargo, coincidimos con
el poeta en que sería injusto negarle al jabillo la sombra
que prodiga y la belleza que exhibe durante su exigua vida. Sin
embargo, a pesar de su calendario limitado, el jabillo puede
darse el lujo de anidar en su follaje a la manada de pericos que
"festeja con el mayor estruendo" el desplome del gallardo y
presumido chaguaramo, que carcomido "por el tiempo / (y el
comején), / se desploma como si fuera / un soplo de
aserrín / suspendido en el aire".

El cactus, dos cactus, le sirven al escritor para establecer
las inevitables y a veces no tan bienvenidas diferencias, uno
coronado por un punto rojo y otro por un punto azul, engordan
mientras van afilando sus espinas; independientes uno del otro
"no atienden a su vecindad ni a sus idénticas
penurias".

La indiferencia al clima por parte
de las trinitarias sorprende igualmente a Arráiz, quien
contrasta la frondosidad del arbusto, su abundancia de flores
durante todo el año, con la reducida fecundidad de las
matas de orquídeas que, a pesar de vivir protegidas por
ceibas enormes, sólo ofrecen una flor diminuta y anual que
habla por si sola de una fertilidad disminuida.

De los eucaliptos destaca el poeta su adaptabilidad, su
esbeltez, su flexibilidad, sus escasas exigencias, su inmunidad
frente a las termitas y su contribución al afeite y a la
salud, en la
medida en que "de sus entrañas algunos extraen / la
esencia de un perfume, / y otros el remedio contra la fiebre".
Quizás por no haberse compenetrado para la época
del poema con las enseñanzas del budismo y del
taoísmo, el poeta se extraña porque nadie alcanza a
comprender cómo "siendo veloces y elásticos
provocan tanto sosiego".

Animales que vuelan, reptan, nadan o simplemente caminan
también están presentes en la obra poética
de Arráiz. Una vez más, el poeta endosa conductas y
actitudes,
comportamientos y atributos humanos a todos los animales que
conviven en su bestiario. De las aves, el poeta
se concentra primero en el pavo real, cuyos graznidos fueron
tenidos, desde los tiempos de Heliogábalo, "como presagios
funestos". No sale muy bien parado el pavo real en la
consideración poética de Arráiz, a pesar de
nobles destinos como "guardar del mal al Paraíso" o de su
carácter de "emblema de la nobleza", el ave, para el
poeta, es "altivo, dominante, insoportable".

El cristofue, valiente y de sueño inofensivo, vive para
el escritor en una permanente contradicción que es mejor
expresarla con los propios versos del poeta: "aunque es posible
creer que es libre, en verdad, lo domina la desesperación:
/ llama a alguien que no responde/ y, sin embargo, insiste".
Bella imagen de la devoción de un pájaro que busca
adelantar la parusía, la segunda venida de Cristo en la
tierra, llamándolo insistentemente para que el Apocalipsis
se presente de una vez por todas y ponga término a un
mundo condenado por unas escrituras tremebundas a tener un final
poco feliz.

Las serpientes, las más venenosas y mortales, esas
víboras que despiertan la animadversión, rechazo y
repugnancia, la cascabel y la mapanare, son poetizadas en el
bestiario del poeta. La cascabel es presentada como una madre
indiferente, irresponsable que "cuando trae a tierra un hijo, lo
deja reptar /entregado a su suerte", hedionda, sufre de mal
aliento después de comer; no posee la virtud de la
discreción, arriba a cualquier parte, desechando el
silencio para que de su cola emerja el inconfundible sonido de la
muerte, sembrando el miedo y la confusión entre unos
cerditos predestinados a no tener larga vida. La mapanare se
presenta como amante de la libertad hasta
sus últimas consecuencias ("prefiere la muerte a vivir en
cautiverio"), inflexible, de bajos modales, sádica ("hay
quienes la dibujan riendo / mientras afinca los colmillo / en la
espalda de sus víctimas"), adaptable (puede convivir en el
cielo con la corte celestial) y, en especial, hipócrita,
porque es capaz de "jurar amor por muchos años / antes de
hincar el diente final"

De los animales que reptan, el poeta privilegia a la
salamandra, a la que considera humilde, capaz de generar sus
propias prótesis ante
cualquier mutilación. Destaca también su
indiferencia ante blasones reales y emblemas de cortes que portan
su imagen, su paciencia y lentitud, así como su
hidalguía ante "el mal gusto / de quien pretenda
ofrendarlas", sin embargo, todas estas virtudes no significan que
las salamandras sean tontas e inofensivas, que no respondan
pronta y decididamente ante una ofensa, "se manifiestan de una
sola vez /contra quienes las agraden: / el veneno que despiden es
mortal", aunque no son tan mortíferas, tan letales tan
fulminantes, como el odio y la furia: "las ruines alimañas
que llevo en la bodega".

Arráiz también se introduce en el sentimiento
gregario que poseen ballenas y sardinas para constatar
paradójicamente que en el caso de las ballenas, el hecho
de juntarse, de convocarse a través de cánticos, es
sinónimo de fiesta y vida, mientras que en el de las
sardinas, la reunión es un suicidio
colectivo inconsciente, porque "creen defenderse al ir
juntas/pero en verdad propician la tarea /de sus enemigos
naturales: / el delfín, el atún y especialmente /
El Rey de las sardinas". No resiste la tentación el poeta
de endilgarles a ballenas y sardinas conductas y atributos:
aquéllas son corteses, nobles, y un tanto despreocupadas,
mientas éstas son "tontas y crueles como un imperio".

Caracoles e hipocampos le brindan también al escritor
motivos para la reflexión que se desprende de sus versos.
La vida de los caracoles parece ser un tanto aburrida y sin
sentido: no les importa la nada o la abundancia, mueren y
resucitan, resuelven con facilidad los problemas de
la soledad, se autofecundan, y lo que es peor "pueden ser muchos
y similares: les es difícil reconocerse y, más
aún, quererse". Los hipocampos, por el contrario, han
gozado a lo largo de la historia de la humanidad de una vida
versátil y útil, han sido indistintamente joya,
fuerza motriz, remedio contra la calvicie, pitador de buena
suerte, sin perder su condición de comuna sedentaria y su
capacidad para pasar inadvertidos "como verdaderos ladrones".

Sí diferencias se trata de establecer entre seres del
mundo animal, nada más apropiado que contraponer el topo
con la danta, al menos en lo que a sus preferencias por la lluvia
o el sol se
refiere. El topo ciego, de oído agudo,
hiperquinético, constructor de absurdas y precarias
galerías que, por carecer de conocimientos
ingenieríles, muchas veces arrastra lo de arriba echando
literalmente por tierra largos días de incesante faena. En
virtud de su cotidiana tarea y de su frenética actividad
no podrían nunca los topos amar el agua que viene del
cielo, "se sabe que detestan las lluvias / porque arruinan sus
laberintos", y por eso prefieren el sol, el enemigo natural de la
danta, esa mezcla de rinoceronte con cerdo, cobarde, nocturna e
inteligente que ama las aguas placenteras de ríos y
charcos y, en especial, pasear sobre su lomo a una diosa que
inventaron los venezolanos para realizar un sinigual aporte al
Olimpo Universal de todos los hombres .

Si algún animal reivindica Arráiz con entusiasmo
es la cabra, le otorga sitiales distinguidos:"un puesto en el
cielo y otro en la historia", le endilga las mejores virtudes:
tímida, precavida, ágil, perseverante, laboriosa y
esforzada, para asignarle un rol salvador, un claro papel
redentor: "sin la cabra el mundo habría desaparecido". Es
tanta la admiración y la afinidad del poeta con la cabra
que en uno de sus poemas de hace
algunos años se mimetiza, se identifica con ella y
expresa: "estoy atado a mí mismo / y sufro / como una
cabra entre estacas / días antes de morir", y más
recientemente, sin melindres, remilgos o rubores se sincera
nuevamente y confiesa su mimetismo caprino: "Soy la cabra / que
íngrima / mira el alba / entre
las ramas del cují":

Treinta mil pies
de altura

El universo es infinito,

no termina nunca

¿y dónde empieza?

Arráiz Lucca no resiste la tentación de un
país distinto, de una ciudad inédita, éstos
se le imponen como un mandato ineludible, suda y se excita ante
la posibilidad de irlos descubriendo poco a poco para extraerles
su esencia, decantando lo superfluo a fin de concentrarse en los
sustratos, en los elementos definitorios, en los rasgos
fundamentales. Cada viaje del poeta es una oportunidad para
aprehender el ontos de un paraje, de una avenida, de una
idiosincrasia, de un gentilicio, incluso el del mismo cielo
europeo muchas veces transitado por el escritor y su familia,
aunque en ocasiones se le torne irreconocible.

Muchas son las enseñanzas y reflexiones
que otras locaciones distintas a Caracas le sugieren al escritor,
desde esa primera vez, cuando a los ocho años
navegó en el Rosa de Fonseca "descubriendo las leyes de los
camarotes, / la simetría de los ojos de buey / y los
muchos pisos que puede tener un barco". De allí en
adelante el mundo se le hizo pequeño a un escritor deseoso
de ser protagonista tanto de su tiempo como de su espacio.

Viena lo conmovió muy tempranamente porque
se le ofreció como "un carrusel que nos va mostrando el
mundo", ese universo que, en este caso, se llama Austria, un
país discreto, musical, pleno de gazebos sonoros, de
gastronomía sencilla y honesta, donde el
poeta volvió a ser conductor y pasajero por excelencia de
los trenes eléctricos de su infancia, y
tuvo el encuentro decisivo consigo mismo para aprender
contundentemente que "vivir es mirar hacia adentro".

Arráiz siente que a su casa "le son insuficientes las
ventanas / y que su sola puerta no basta / para dejar salir el
vapor". De allí esa necesidad de espacios distintos, de
parajes lejanos como el de Irlanda donde "se puede pasar / de la
verde placidez de un rebaño de ovejas / a la elocuencia de
un acantilado", o como el de La Paz, especie de "cuerda de
equilibrista" que semeja al satélite del Planeta
Tierra, en la medida en que la gravedad parece no existir y
cuesta respirar, y todo se hace más lento en ese barranco
andino que se cubre de ruanas y de alpacas en medio de una
cordillera que funge de columna vertebral de una manera de ser y
de sentir, común a unas gentes que el oportunismo y la
traición separaron para introducir las odiosas nociones de
país y de frontera.

Las olas y la nieve, las velas blancas y un bote terco
entusiasman por igual a un poeta que es capaz de estirar sus
versos para que en ellos habite tanto un malecón tropical
del Caribe como el río Neva que cruza la ciudad de
Leningrado (ahora, San Petersburgo). En ambos casos, el escritor
se identifica con el paisaje para reclamar la presencia de un
"hombre herido por el insomnio y la ausencia" en medio de la
blancura silenciosa de ese lienzo de invierno llamado Leningrado,
que a lo mejor es el mismo hombre que, ahora, mirando el mar,
"saborea unos calamares en su tinta" distraído por el
aleteo de unas gaviotas tropicales que nada tienen en
común con las grullas soviéticas.

Un viaje supone un punto de partida, un aeropuerto con sus
salas de espera, su tráfago, sus quioscos, el ir y venir
de vidas que se cruzan generando mil preguntas acerca de
orígenes y destinos. Para Arráiz esas salas de
espera de los aeropuertos pueden ser un cadalso, un sitio en el
que "comprende que va a morir" y que sólo puede aferrarse
a la existencia, enamorándose fugaz y tontamente de una
mujer que no tiene rostro de vida en común o bien
cumpliendo a cabalidad los trámites de inmigración y aduana,
únicas evidencias de
una condición de viajero impenitente que asume esas
acciones
cotidianas, episódicas, sin abolengo, como una forma de
sacarle la lengua al
destino, burlándose de él, apropiándoselo
para confirmar un señorío, una majestad frente a
"algo para lo que no tiene nombre."

Los seres
cotidianos

Babel está allí

condena e imitación:

saber de los otros tanto

como de nosotros mismos

No puede prescindir Arráiz Lucca de su entorno,
está pendiente de los mensajes que le envían cosas
y gentes, amigos y enemigos, compañeros de trabajo y
vecinos, pintores y poetas, para transformarlos en versos donde
se asienta una enseñanza, una conclusión, un
respeto, una
admiración e incluso una venganza.

La poesía le sirve a Arráiz para rememorar, para
preservar del olvido, objetos, cosas, seres, personas, que en
algún momento de su existencia dejaron de ser lo que eran,
a fin de ser lo que efectivamente el poeta quiere que sean. No
puede ser más explícito el escritor: "las cosas son
/ lo que de ellas persiste / en la memoria (…) Las
cosas nada son / hasta que alguien / las mire de reojo". Entre
esas cosas que el poeta mira de reojo, destaca la propia casa de
su infancia y de su juventud, los
objetos y animales que la poblaban. De esta forma,
mirándola con los ojos de la emoción, el poeta
rescata del olvido, y de la eventual picota, a la casa de El
Paraíso: "la casa estaba en pie y sobre su pararrayos /
descansaban los mismos zamuros que recibieron a mi madre / el 5
de abril de 1919". Evocada y cantada en sus versos la vieja
casona es transformada por el poeta en "una oración que
escucha mi mujer / cuando sudo sin sueño por las
noches".

Esa casa del afecto, de la familia, de los primeros
descubrimientos del mundo "era el sitio del perdón" y
estaba habitada por cosas y seres que, indistintamente, ocupan
ahora la atención del escritor para ser vistas de manera
diferente a como las vemos los demás. En este sentido,
"los platos son espejos que vamos limpiando / para luego
vernos.", "la mesa es una tregua", la campana en la puerta llama
"a la liturgia de la risa / de un perro – Balín
– a quien enseñé a ser toro", y en la azotea
de la nostalgia el poeta conserva aún en sus brazos "un
conejo bautizado Jai Alai".

Metamorfosis bienvenidas, protectoras, que el poeta dota de
ironía y de cinismo, para protegerse de un mundo en el que
pululan los seres pequeños, los mediocres, los
charlatanes, los falsos dirigentes, en fin, esos seres cotidianos
producto de
una sociedad que
propicia el ascenso social, el académico, el
político o el militar patrocinado por la envidia y la
mentira.
Arráiz utiliza su poesía como un arma
benévola que, sin embargo, arroja dardos letales,
efectivos, instalándolos allí, donde más
duele, en el orgullo de quien se ve develado por la palabra
justiciera del escritor. Iraida es un buen ejemplo de las
venganzas inofensivas pero certeras del poeta, esa supervisora
gerencial que "huye de todo aquello que la sitúe / al filo
de delatar su ignorancia", pero que, sin embargo, "asciende con
velocidad"
utilizando el "oficio de los otros / para presentarlo como
propio".

Este es también el caso de las mujeres de servicio, de
esas "nuevas reinas" que "huelen el rastro / que de nosotros
queda / en las almohadas", a las que "les aumentamos el salario / y los
días de asueto" para que ellas, ingratas y calculadoras,
nos dejen "de nuevo, / entre el jabón y la reja". O bien,
el del líder
que se presenta abierto, justo, tolerante, para luego de haber
engañado a todos y obtener el ambicionado poder,
confesar que: "lo ejerzo con pasión transformadora,
el universo
cambia bajo mi sombra fértil: / no acepto disidencias. /
Soy la paz unánime del orden".

Los hombres pequeños que "casi gritan /cuando hay otros
a su alrededor / y susurran y murmuran / cuando están
solos" tampoco escapan al ojo escrutador de Arráiz, quien
realiza una radiografía de sus más profundas
frustraciones y motivaciones, descubriendo, poniendo de
manifiesto que "un mínimo desplante / pueden llevarlo como
herida / sangrante / antes del día dichoso de la
venganza". Hombres pequeños, inseguros, volátiles,
inmaduros, que unas veces "miden casi dos metros / y otras, uno y
medio".

Previsivo y precavido Arráiz recupera para beneficio de
todos nosotros y a fin de que nos protejamos convenientemente del
prójimo, las cuatro máximas de Hernández, a
saber: Primera: "muchas veces un saludo puede ser /
empujar a alguien que mira el mar / desde un acantilado".
Segunda: "una oferta, / casi
siempre, lleva oculta una estafa / en el reverso".
Tercera: "si no hay sitio para ti / es porque todo
está lleno de rufianes". Cuarta: "Todo se olvida, /
menos aquello que nos espera en el poniente".

Ni siquiera las aeromozas se salvan de la mirada escrutadora
del poeta, siempre preocupado en saber algo de los demás.
En esta oportunidad, la larga travesía por los cielos del
mundo, le sirve para elucubrar acerca de las carencias y
querencias de aquella aeromoza que "como los árboles, /
busca una tierra para quedarse", convencida de que después
de tanto vuelo, itinerario y pasajero ha perdido el piso para
siempre.

La admiración y el respeto surgen también de la
poesía de Arráiz para indicarnos con claridad
preferencias y distinciones. Borges, Cavafy,
Edgar Lee Masters, Bob Marley, Jack Nicholson, Manuel
Cabré, y en especial, Armando Reverón, el pintor
que hace nacer el sol y la luz en Macuto, son convocados por el
escritor para rendirles personal homenaje en su
polifacética poesía.

El caso de Reverón es revelador, este artista
plástico despierta una admiración muy particular en
Arráiz, quién le dedica 25 poemas, en los que el
creador de Macuto se viste y se desnuda para que lo descubramos
tal como es o como ha podido ser.

Arráiz Lucca construye "imágenes
de imágenes" de una obra plástica que admite
lecturas dispares, provenientes de enfoques y perspectivas
personales, que desarman, desengatillan el revólver de
aquellos ingenuos reduccionistas que conciben la crítica
de arte como el
simple y anodino ejercicio de un nuevo oficio, gremial y
colegiado, asentado en el fastidio que supone la disección
de la obra plástica, o la simple y tediosa
enumeración de fechas y circunstancias que pretenden
asimilar con la Historia, con H mayúscula, reivindicando
sincronismos que se transforman en anodinas anécdotas y en
superficiales recuentos de fechas y circunstancias.

Los 25 poemas sobre Reverón de Arráiz
reivindican una emoción poética que, en el siglo
pasado y en el presente, concretaron escritores deseosos de
otorgarle un sentido vivificador a la imagen, desechando
ataúdes, entierros, morgues y sepulturas. Nuestro poeta se
adentra en el alma del creador de Macuto para legarnos
imágenes dispares que complementan las del pintor de la
luz: religiosas: "todos rezan con el anhelo / de hallar
oídos para sus plegarias"; evidentes: "el sol es la
forma más clara / de quedarse ciego";
lúdicras: "expectante / como la flor de la cayena /
que espera el beso / del colibrí"; esperanzadas:
"una palma como una cruz / esperando la redención / y la
gloria"; resignadas: "llevo años esperando tus
canciones"; reveladoras: "pero hay noches en las que Dios
/ tiene una linterna en la mano"; permisivas: "cuando no
posan para mí / andan por los caneyes / haciéndose
las locas"; afectivas: "somos amigos. / Reverón y
él también lo fueron"; y en especial,
biográficas: "Ahora que llevo la luz por dentro, la
luz que me dispensas, ahora que soy ciego / es cuando más
veo".

Arráiz y Reverón, distanciados por el tiempo,
hermanados, sin embargo, por una emoción libertaria que
los lleva a prescindir de las pajareras de los hombres para,
afortunadamente, confirmar que la libertad creativa, la
verdadera, puede sustentar que el blanco es, a la vez, color y
temperatura, y
más allá de las desabridas sabidurías
plásticas: lo anodinamente blanco: "puede ser frío
o caliente".

Sin embargo, luego de la lectura de
sus seres cotidianos, un tanto decepcionado de sus semejantes, de
su prójimo, de los humanos en general, el poeta constata:
"Los cuadrúpedos han sido fieles, / las aves
también, las luces y las sombras no han cesado en su
juego; / pero la gente se fue, / se cansó de intentar el
concilio, retomó sus argumentos y siguió su camino,
/ Cada quien volvió a adorar sus dioses

/ y elevar sus plegarias".

El desencantado escritor hace lo propio y reconociendo que
"soy lo que siempre he sido: / una mínima partícula
amada por un Dios memorioso", sale en busca también del
ser más cotidiano de todos: Dios, el omnipresente y
omnisciente, ese ser superior que "no es nada claro", pero que
tiene la virtud de sentarse "a la mesa / hasta con su peor
enemigo", se apoltrona también en la obra de este poeta
inquieto, que busca y se pregunta, que inquiere y va de gente en
gente, de cosa en cosa, de ser en ser, de divinidad en divinidad
buscando las respuestas que le permitan descifrar "los mensajes
de otros lares, de otras maneras de girar".

Allí está pues Dios en toda su plenitud,
descubierto por un escritor ansioso, quien, en medio de una de
las mayores revelaciones divinas que ser humano haya podido
disfrutar, sentencia: "Así es Dios: / cuando crees que has
descubierto / el sistema de las
paradojas / le da por ir al grano sin espejos ni ironías,
/ y cuando crees haber entendido su lenguaje
llano, se pone con oscuridad / que ya nadie comprende. / No deja
un segundo de trabajar sobre ti / y de ir modelando tu
espíritu / para ver hasta dónde eres capaz de
avanzar / o si te deja solo a la mitad del camino".

Ante el
espejo

Por que ya el que fui no soy

y no quedan las costras de aquel otro

que esperaba en el desespero

Arráiz Lucca se escruta a sí mismo para entender
a los demás. Los otros, disímiles, variados,
distintos: padres, hijos, árboles, sitios, animales,
vecinos, amigos y no tanto, le sirven de motivación
para establecer ese amplio compendio de virtudes humanas en el
que se traduce su poesía. El poeta apuesta por el hombre y su
circunstancia, por su aquí y su ahora, pero ese albur no
implica que se desprenda de un conjunto de valores y preceptos
buenos y útiles para la convivencia humana, que hace suyo,
defendiéndolo a ultranza, a capa y espada sin
ánimos moralistas e inquisidores.

Para el poeta lo humano se encuentra en el fondo de su
condición de hombre, expresado en forma de virtud que se
debe reforzar o de defecto que se debe proscribir. Buena parte de
su obra poética es una compilación de
enseñanzas que se convierten en conclusiones, consejos,
admoniciones o advertencias. Así ocurre con la virtud de
la tolerancia,
atributo fundamental de la convivencia entre los hombres, que
Arráiz reivindica con frecuencia y vehemencia. A la hija,
a Eugenia, le advierte al mismo momento de su llegada al mundo de
los encuentros "que si alguna de las virtudes es indispensable, /
la tolerancia es la primera: / ella te regalará la lucidez
/ y algo que todos dicen buscar sin descanso: / la paciente y
esquiva justicia". Virtud difícil, escasa, que ni siquiera
la propia naturaleza es capaz de producir autónomamente en
forma de "flores de la tolerancia".

Virtud comprometedora y comprometida, de difícil
ejercicio que implica un desprendimiento, un continuo despojarse
de dogmas y certezas, de herejías y anatemas, de ideas
preconcebidas y prejuicios, para reconocer la diferencia, y sobre
todo, lo disímil, lo desigual y asimétrico, lo
incomparable, porque después de todo, más
allá de teorías
y elucubraciones, la tolerancia es la reivindicación, el
reconocimiento de que los demás, los otros, poseen el
legitimo y justificado derecho a ser distintos, a no creer en lo
que yo creo, a preferir otros cultos y otros credos
extraños y bizarros que desacomodan los propios conceptos
y las creencias acendradas.

A pesar del tono sombrío y un tanto derrotista de
algunos de sus poemas, el poeta ama como nadie la alegría,
ese estado de ánimo que disfrutó desde muy
temprano, durante aquellos días de tanta holgura en su
casa de El Paraíso donde "la vida gastándose tan
rápido / se hace eterna y alegre". El poeta quiere
regresar aunque sea por un breve instante a esos tiempos de
inenarrable felicidad: "Voy hacia mis años perdidos, /
vuelo hacia el oeste del valle donde nací: / allí
esperan los días en que fui feliz / como un caimán
sin deseos".

Alegría que unida a una aspiración permanente de
futuro se transforma en optimismo, en fortuna posible y
bienvenida que muy probablemente le permitirá al poeta
gastar "el tiempo en los azares del ocio", mientras espera ver
"la victoria de la noche y el sol humilde construyendo su
venganza". Alegría real, significativa, que en el caso de
Arráiz Lucca es una afirmación espontánea,
genuina, de vida y convivencia que nace de lo más
recóndito de su condición de hombre que ama la
existencia.

Arráiz es un apasionado del sosiego y, en consecuencia,
un enemigo irreductible de su contrario: el desasosiego. Esta
preferencia lo lleva a preguntarse escuetamente, en uno de sus
poemas más breves y concisos: "El que canta y el que
escucha: / ¿a quien prefiere el sosiego?," así como
a concluir, escéptico y resignado, que "una nube blanca /
que ha ido creciendo en el sitio / impreciso / que ocupa el alma"
y que "no es plácida / ni melancólica / ni
desesperada / tampoco anuncia la vastedad del desasosiego", este
particular estado de espíritu, pesado, agobiante, que
"durante mucho tiempo llevamos como Atlas en los hombros".

Estas ansias de sosiego, de paz, de tranquilidad, de silencio,
se compadecen con la afirmación de que "no quiero otro
jadeo que el de mis carreras / por no perder los trenes,
indispensables" para conseguir, quizás, ese sitio "donde
mis días no tengan otro objeto / y no haya otro ruido / que el
de la maquinaria en mi pecho", porque lo que desea con mayor
fruición el escritor es dejar atrás aquellas
jornadas malgastadas, inútiles, ingratas, "oyendo por los
auriculares (…) el erizo del caos, / la comedia / y las
incontables máscaras del diálogo /
de los sordos". Por esta razón, inspirada y
místicamente, afirma que el sosiego, en lo que
consideramos su expresión más pura, el silencio,
"es el sonido de Dios".

Esta búsqueda de sosiego, de silencio, de paz interior,
puede ser confundida con la corrección, con esa
pretensión de que la existencia transcurra dentro de los
cánones ortodoxos y precisos que prescribe una
mayoría que pretende ser unánime. Ante esta
distorsionada corrección, el poeta reacciona
advirtiéndole "a los que me acusan de correcto: / que tan
sólo revisen el fondo / de mis mesas de noche", Mesas de
noche en las que, en confesión aparte, el escritor tiene a
mano las cosas, los productos, los
apoyos de un hombre común y corriente: una aspirina, un
bolígrafo, un cortaúñas, un
condón.

Para mostrarse todavía más contundente ante ese
atribuido afán de corrección, Arráiz
explícita, clara e inequívocamente, sus odios, sus
aversiones, las circunstancias que lo desacomodan y descoyuntan:
el horario del mundo, el rigor de las mañanas, su fracaso
ante las imposiciones del sueño, el sudor sin oficio, la
soledad, en fin todo aquello que le niega, le imposibilita "la
intuición de ser yo mismo".

A estas aprehensiones y rechazos, el poeta suma otros: la
ausencia de dirección al igual que la terca certidumbre
de que existe una sola y exclusiva, la incapacidad para escuchar
a los demás, aunque quien la ejerza sea una majestad, "la
carroña / y el trato cruel que se dispensan / los
hombres", los espantos terribles que la memoria puede brindar, el
olvido cotidiano por parte del hermano rico, la imposibilidad de
volver después de muchos vuelos, "la esperanza / por el
mundo mejor / de mis amigos marxistas", la voz baja de los
hombres de uniforme, "el rumor de la maleza ahogando los
maizales", las comunidades que viven de sus víctimas, el
propósito comercial de las calles de las nuevas
urbanizaciones, "los jactanciosos y los charlatanes", y, en
especial, la abulia, la tristeza, la ausencia de futuro.

Más maduro, mucho más consciente de cómo
son los hombres y las cosas, el poeta va dejando atrás la
desesperanza que en el algún momento le llevó a
verse "doméstico, incrédulo y opaco" y el
desencanto de saber que hay realidades inevitables porque "la
naturaleza tiene sus leyes / y no soy yo quien pueda
enfrentársele". Así, Arráiz confirma que
"atrás han quedado los años iniciales / cuando me
empeñaba en remar / en contra de la corriente y en mala
compañía", ratifica que sabe como protegerse, que
no todo se ha perdido, que puede renacer de sus propias
frustraciones y de las traiciones ajenas para crear una nueva
flota dotada de velas de colores brillantes, de insignias
visibles pero ambiguas, aunque aquel que se acerque
comprenderá que se trata de blasones, de banderas "de un
hombre que quiere ser feliz".

En plena madurez poética, el escritor – cernidas y
decantadas sus numerosas andanzas y singulares avatares –
anuncia que lo asiste la certidumbre y es feliz; ligero de fardos
espirituales y equipajes terrenos, "nada cuelga en mi pecho, /
nada se enrosca en mis muñecas", proclama que: "Voy hacia
la nada de mi mismo, / hacia la desintegración / hacia la
unidad en un solo átomo (.)
Seré nadie sobre las aguas quietas: / ni yo mismo
llegaré a recordar quien fui, / cuáles muros
levanté con mis manos, / cuántas puertas
cerré cortando la brisa / no a dónde fueron a parar
las semillas de almendro que guardé en mis baúles
de infancia".

Felicidad que el poeta busca sin cesar, constantemente, en
todo lo que lo rodea, procurando obtener una paz, un silencio, un
sosiego que no resulta fácil conseguir en un país
sin identidad, sin conciencia de su
pasado y sin visión de su futuro, de allí que
afirme que "todo aquel que busque un país / donde nunca ha
habido uno / termina por no encontrarlo", envidiando "la palabra
patria" cuando lee a Jorge Luis Borges
para preguntarse, herido, lacerado, molesto: "¿qué
jugada sucia del azar / nos dejó esta tierra seca / donde
crecen tanto los insectos?".

Sin embargo, en este país de bochinche, de estulticia,
en el que parece que "el saldo de la historia es un bostezo,"
Arráiz, a pesar de todo, insiste en buscar su felicidad,
lejos de improperios y vindictas. Aunque pareciese querer ejercer
una dulce venganza, reconoce que "no puedo, / nada saco en claro
dañando a los otros tanto / como se me ha dañado a
mí". No comulga el poeta con la venganza, no está
en "la espesura de mi sangre" afirma, más bien se aferra a
sus propias posibilidades, a la solidaridad de esa voz que lo
tranquiliza, lo reconcilia con lo que es y lo que será,
diciéndole que "la felicidad / será tanta que todos
estos años / encendiendo la luz al anochecer /
quedarán bajo el peso del olvido".

Renovando sus fuerzas y sus flotas, arriando nuevas banderas,
sosegado y vengado por efecto del paso de la historia, el poeta
se decide a prender la luz, a iluminar sus rincones interiores
para desechar las oscuridades propias del desterrado que
sobredimensiona el peso y el paso del tiempo, o las penurias del
escritor que percibe que "este oficio al que estoy condenado / no
es más que una de la pruebas del
infierno".

Reconoce Arráiz que la fuente de su "desdicha / es
saber que todo discurre a mis espaldas". Para responder a esta
circunstancia y a esta infelicidad, el poeta se erige en
artífice de su propio destino y del de su personal patria,
en la medida en que determina, establece y certifica "que el
país puede ser sólo el que yo decrete desde mi
imperio". Como monarca de sí mismo y emperador de su
destino; Arráiz se propone ejercer su majestad y abolir de
un plumazo la adversidad con sus dictámenes, ser todas las
voces y las
máscaras, responderse todo aquello que ansía
oír y modificar a su favor, con el uso de su fuerza
creadora, cualquier contrariedad, desencanto, desaliento que se
le presente. En estricta intimidad develada reconoce el poeta: "
Estoy solo, nadie ha acudido a ayudarme, mi vida ha sido un reino
solitario, pienso, / quizás por eso me acostumbré a
hablar y a responder / como si en mí se congregaran las
voces de un templo".

Después de estos actos justicieros y necesarios para
restablecer el imperio sobre su mundo, Arráiz
culminará el largo viaje hacia si mismo, dejándole
por escrito a sus herederos, como cláusula fundamental de
su legado espiritual, la siguiente disposición: "Una sola
instrucción he dejado a mis deudos: / al apoderarse de
mí la tiesura, / abran las ventanas para que mi alma
encuentre su rumbo, / déjenla ir, / no interpongan
ningún obstáculo a su vuelo, / el aleteo de las
palomas que se anuncian / con el carraspeo de sus gargantas / las
anunciará la ascensión del espíritu que
encontró en mí / la hospitalidad de un cuerpo romo,
/ poco filoso, naturalmente tibio, herbívoro, / proclive
al regazo de las hembras. He muerto".

El poeta confía que después de su larga
travesía por los ariscos rincones de su mundo, de la
accidentada ruta vital recorrida, tendrá el tiempo y el
derecho para proferir el necesario: "ya basta", y alcanzar a
descubrir, por fin, su verdadera esencia, el peso exacto de su
alma, el justo grosor de su espíritu, la textura de su
ánima, aquello que siempre le fue propio e huidizo: "y
guardo la esperanza de ver allí, / el cruce de los
tendidos, / el remolino de las aguas, / la estrella sobre la que
giran los cuerpos, / y algo que no tiene nombre / y te recorre
sin muelle, / voy como quien lanza su último dado / hacia
el plexo solar".

Seguro está Arráiz Lucca de que en ese minuto,
en ese preciso instante: "al fin, el mundo terminará por
pertenecerme" y podrá obtener el reposo ansiado, la
certeza última, el sosiego final, la definitiva paz
interior, momento en el cual, Guadalupe, su mujer
amantísima, fungirá de poltrona, cuando el poeta
reclame firme, decidido, conforme y sosegado: "silencio, silencio
/ que voy a acostarme sobre el lado derecho / y miraré el
poniente / y no escribiré más y dejaré de
preguntar".

 

 

 

Autor:

Enrique Viloria Vera

Partes: 1, 2
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