Cuando encuentro la palabra rechazo, ya sea en una
conversación o en un escrito, suelo asociarlo a
la experiencia en mi propia vida, a la de mis padres, hermanas,
abuelos, hijos, esposo, cuñados, suegros, a mis amigos, a
la gente de mi templo, a la familia de
los compañeros de mis hijos, a mis compañeros de
trabajo, a una
buena parte de la historia
bio-patográfica de enfermos, a gran parte de la historia
de la humanidad.
Me conmueve el rechazo por ser tan simple y tan amplio al
mismo tiempo. Tan
simple por formar parte de la vida cotidiana y tan amplio por la
gran cantidad de consecuencias que esto genera. Consecuencias que
no sólo quedan en el instante de haberlo experimentado,
sino que pueden convertirse en el parte aguas en la historia de
un individuo, lo
que se puede seguir alimentando a lo largo de su vida y no
conforme con esto, culmina como una especie de herencia.
¿Pero, es posible que el rechazo genere tales
efectos en el individuo, tanto psíquica como
orgánicamente, e incluso, tanto bioquímica
como genéticamente? Si es así, ¿cómo
llega a suceder esto?
Antes de intentar dar respuesta a estas interrogantes, me
gustaría comentar, a manera de introducción y de forma breve, algunos
elementos que nos serán de utilidad para
comprender de manera más clara las respuestas que pretendo
ilustrar.
Algunas de las descripciones comunes que encontré en
los diccionarios a
cerca del verbo rechazar fueron: resistir, obligar a
retroceder, no ceder a, no aceptar.
Estas descripciones corresponden a algunas de las funciones que
ejercen en nuestro cuerpo las barreras de defensa y el sistema
inmunológico.
Las barreras de defensa están formadas por la piel y las
mucosas que son los primeros que establecen el contacto con el
medio
ambiente, éstas responden de manera inmediata a este
contacto.
Además, nuestro cuerpo consta de una serie de medios para
mantener su integridad, para protegerse de agresores que se
encuentran en su medio ambiente, para
evitar el desarrollo de
células
tumorales y para eliminar moléculas nocivas originadas en
su interior como consecuencia de envejecimiento, infecciones,
trauma o crecimiento neoplásico. A estos medios se les
conoce como sistema inmune.
En otras palabras, las barreras de defensa y el sistema inmune
permiten a los seres vivos preservar su identidad, son
necesarios para sobrevivir, para lo cual necesita distinguir
entre las moléculas propias y las extrañas, a fin
de aceptar las primeras y rechazar las segundas.
¿Qué pasa cuando estoy ante algo que de
primer impacto interpreto como agresor debido a que es una
experiencia extraña para mi cuerpo?
Pongamos un ejemplo cotidiano como el cambio de
clima o
simplemente de temperatura.
Cuando mi cuerpo está habituado a mantener un temperatura
de 36.7 ºC en un medio ambiente de 28 ºC en la cual los
cambios son leves, de décimas de grados, no estoy
preparada para un descenso brusco, sino gradual como hasta ahora
ha sido mi experiencia. Sin embargo, por cuestiones de la
naturaleza,
sucede un descenso brusco (necesario para preservar el equilibrio
ambiental), o bien, cambio de un sitio a otro de menor
temperatura; inmediatamente las barreras de defensa avisan por un
lado el cambio de temperatura a la que está sujeto el
individuo, por otro lado está tratando de regular la
temperatura disminuyendo la temperatura interna para abreviar la
diferencia con el medio ambiente y, por otra, provee de
energía para mantener ciertas áreas con la
temperatura adecuada para continuar su funcionamiento vital,
logrando así su adaptación al medio.
En la situación anterior, verificamos la respuesta
inmediata de las barreras de defensa y la respuesta que nuestro
cuerpo efectúa al identificar el frío como un
agente que amenaza con desestabilizar su funcionamiento.
Situaciones como ésta vivimos a diario.
Afortunadamente, la mayoría de las veces, la
actuación de nuestras barreras de defensa y el sistema
inmune logran que lleguemos a la adaptación de una manera
tan eficaz que ni nos damos cuenta de ello.
De igual manera pasa con la ingesta de ciertos alimentos que
contienen toxinas, aire y agua
contaminada, etc. En la mayoría de esos casos, la
actuación de nuestros medios de defensa son tan eficientes
que ni nos enteramos afortunadamente.
Desafortunadamente, por la manera en que somos educados
(¿adiestrados?), por la información fragmentada que obtenemos
acerca de la naturaleza del ser humano y de la vida en general,
vivimos con una serie de "agentes agresivos" cada día
más numerosos, pero que en realidad sólo son parte
del medio en que habitamos y además la mayoría de
ellos son necesarios para mantener equilibrio, ya sea del medio
ambiente o de nuestro propio cuerpo.
¿Crees realmente que el polvo, los insectos, los
ácaros; alimentos como el plátano, la fresa o el
chocolate, entre otros, son naturalmente agentes agresivos?
¿En verdad estos agentes nos agreden o somos nosotros los
que rechazamos a ciertos elementos de nuestro hábitat
y es nuestra lectura de la
realidad la que los convierte en un agente tan agresivo que
genera respuestas de alerta inmunológica?
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