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Misterium y otros relatos increíbles (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

En un pueblo tranquilo donde nunca pasaba nada, aquello era
todo un acontecimiento. Hasta chicos y chicas del pueblo,
vecinos, y compañeros y compañeras de Raquel,
hicieron acto de presencia.

Los padres de la chica fueron los primeros en acercarse al
árbol. El padre la llamó a voz en grito:
¡Raque! ¡Raquel! ¿Qué está
pasando hija? ¿Cómo nos haces esto? ¿Te has
vuelto loca? – Le preguntó.

– No papá, no me he vuelto loca, simplemente estoy
haciendo lo que tú me has enseñado desde
pequeñita: ser coherente con lo que uno cree y ser fiel a
sus propias convicciones y eso es lo que estoy haciendo.

– ¿Pero que convicciones son esas Raquel? – Le
recriminó su madre. Estás entorpeciendo la labor de
estos operarios forestales. – ¿Por qué?

– Mamá, ellos quieren matar a cientos de estos árboles
que no les han hecho nada. – Quieren acabar con su vida y yo no
lo voy a consentir.

– Pero hija, eso es necesario, se necesita su madera y
además se limpia el bosque para evitar un mal mayor como
son los incendios. –
¿No lo comprendes?

– Eso es como si para que los seres humanos tuviesen
más espacio en la Tierra, se
decretara que cada diez años se tuviesen que matar a
veinte millones de personas. ¡con la excusa de que hay
demasiadas.

– Eso es distinto. – Siguió diciéndole el
padre. Eso sería un crimen, son seres humanos y esto son
árboles.

– Eso quería yo escuchar, papá. Todos vosotros
creéis que los árboles no sufren dolor, los seres
humanos sí. Estáis en un error. Estos
árboles sufren cuando se les pincha, sufren cuando se les
quema, sufren cuando se les corta y mueren entre lamentos como
todos vosotros.

– ¡Eso es una imbecilidad, Raquel! – Chilló
la madre.

– Eso es una imbecilidad para ti que no los oyes quejarse, que
no los comprendes, que sólo son objetos de
ornamentación, pero yo los oigo, mamá; yo los he
visto llorar y dar alaridos cuando les cortan con la moto
sierra.

– Ahora mismo están temblando de miedo, muchos de estos
árboles están llorando ahora mismo aunque vosotros
no lo notéis, pero yo estoy contemplando eso ahora mismo..
¡Así que no me digáis que no sufren!

Una sonora carcajada se oyó en la explanada del bosque
ocupada ya por cientos de personas y multitud de
vehículos.

¡Ya sé que no me creéis! – Dijo la
muchacha, tras la risotada. Por eso, os recomiendo que no os
esforcéis en convencerme. Yo defenderé a mi amigo
hasta con mi vida.

– Los padres de Raquel, intentaron seguir
convenciéndola, pero ya sólo obtuvieron el silencio
como respuesta. – Al cabo de un rato se dieron por
vencidos.

A continuación el jefe de la policía con un tono
melodramático conminó a Raquel para que bajase del
árbol, pero la muchacha ya no respondió.

Entonces el Jefe de la Policía dio carta blanca al
cuerpo de bomberos para que actuase y bajara a la niña,
quisiera ésta o no. Dos bomberos comenzaron a subir
pertrechados con cuerdas, clavos y todo tipo de herramientas
de escalada.

Cuando llevaban unos diez metros de subida, aquel mastodonte
comenzó a cimbrearse de un lado para el otro con tal fuera
que los dos bomberos temieron por su vida y tuvieron que
descender de nuevo.

Aquello dejó estupefacta a la gente: el árbol se
defendía con contundencia, parecía que tenía
vida como había anunciado la muchacha. Las ramas se
retorcían en torno a la
niña, mientras que los árboles más cercanos
comenzaron a mover las suyas soltando mamporros a diestro y
siniestro y dando con muchas personas en el suelo, incluidos
policías, bomberos, cámaras, etc.

Todo el mundo tuvo que retirarse rápidamente de
allí a toda velocidad. La
gente no terminaba de creerse lo que estaba pasando.

Acudieron muchas más televisiones, emisoras de radio y
periodistas de la prensa escrita
atraídas por el fenómeno.

En todos los informativos apareció el famoso incidente
con el nombre de la REINA DE LOS BOSQUES. Un amplio reportaje
describía los hechos ocurridos y mostraban
fotografías y secuencias de vídeo, en donde
aparecía Raquel subida a su árbol en actitud
desafiante.

Las autoridades decidieron esperar. Más tarde o
más temprano necesitaría comer y beber;
tendría también que dormir y entonces no
tendría más remedio que bajar.

Efectivamente Raquel, comenzó a sentir esas necesidades
y pensó que más tarde o más temprano la
vencerían y tendría que ceder, así que le
dijo a Herbacian: – Amigo mío, de qué manera se os
ocurre que podríais proporcionarme agua y algo
para alimentarme.

– Por eso te digo Raquel, que debes rendirte; ellos tienen
todas las de ganar. ¡No! Contestó
categóricamente Raquel. Tiene que haber algo que podamos
hacer.

– Yo puedo proporcionarte agua, pero no alimentos;
también puedo conseguirte una cama segura, algo
incómoda, pero
segura, pero no puedo conseguirte alimentos.

– Sí contestó desde enfrente Palmerius. Podemos
formar una cadena uniendo nuestras ramas y que cada árbol
aporte sus frutos. – Te puedes alimentar de frutos. No es una
dieta exquisita pero te servirá de alimento.

– ¡Qué listo eres Palmerius! –
¿Cómo no se me había ocurrido? – Dijo
Herbacian.

Enseguida los árboles unieron sus ramas y comenzaron a
llegar todo tipo de frutos: nueces, dátiles, manzanas,
peras, bellotas, plátanos y un sinfín de frutos
más. Herbacian no daba abato a recoger los frutos y a
guardarlos en sus cavidades leñosas, pero hubo un momento
que tuvo que decir: ¡Basta!

Raquel se sentía orgullosa de sus amigos.
¿Cómo los iba a abandonar a su suerte? – De
ninguna de la maneras. – Pensó

Mientras tanto la multitudinaria gente no daba crédito
a sus ojos ante lo que había presenciado. Las
cámaras de televisión
no habían perdido ni un solo plano de lo que allí
había acontecido, pero aún así
todavía tendrían que presenciar muchas más
cosas.

¡Tengo sed! – Manifestó la muchacha, y al
instante, brotó sobre la copa del árbol, cayendo
desde las hojas como un riego por aspersión un verdadero
diluvio de agua que Raquel se apresuró a recoger usando
las envolturas de ciertas frutas que ella ya se había
comido, como cocos, sandías, melones, etc.

Un griterío desde el otro lado llamó la atención de Raquel; eran sus
compañeros del instituto con sus profesores al frente que
se solidarizaban con ella, portando pancartas y multitud de
bolsas. Uno de ellos le pidió a Raquel que intentara coger
una cuerda. Con la ayuda de Herbacian, Raquel la cogió, la
pasó por encima de una corpulenta rama y a través
de ella le subieron todo tipo de alimentos, utensilios, ropa de
abrigo y hasta un pequeño colchón con su
almohada.

Raquel lloraba desconsoladamente mientras les lanzaba besos
con sus manos en señal de agradecimiento. Las pancartas
decían en su mayoría: ESTAMOS CONTIGO RAQUEL.

– Una voz chillona le preguntó: ¿Cómo se
llama tu árbol, Raquel?

– Herbacian, contestó la muchacha.

– Un estruendoso coro comenzó a gritar: "Herbacian,
Herbacian, Herbacian."

De pronto la policía disolvió la
manifestación de los estudiantes, pero ellos ya
habían cumplido su cometido. Llevarle los alimentos a su
amiga y manifestarse a favor de ella.

Pronto cayó la noche y con ella el letargo de los
árboles. Antes de eso, Herbacian, ya había
acomodado a Raquel de la mejor forma posible. Ésta
había extendido el colchón sobre el intrincado
conjunto de ramas de Herbacian y se había echado sobre
él. No podía imaginar la comodidad en la que se
encontraba, aquello era increíble.

Su temor era que Herbacian caería en un profundo
sueño y entonces ella caería también rendida
por el cansancio y las emociones de ese
día. ¿Aprovecharían los bomberos y la
policía ese momento para desalojarla?

"A río revuelto, ganancia de pescadores". Como suele
ocurrir en estos casos, los grupos
políticos de uno o de otro signo aprovechan los tumultos
para sacar partido y esto no podía ser una
excepción, aunque eso benefició a la muchacha.

Varios partidos
políticos de los llamados verdes, rodearon con sus
cuerpos el gigantesco árbol, e impidieron que los bomberos
o la policía pudiesen acceder al árbol.

En los enfrentamientos hubo numerosos heridos y magullados que
no revistieron ninguno heridas de gravedad, aunque la
televisión magnificó aquel hecho.

Raquel pasó a ser en todos los noticiarios la
heroína de la causa vegetal; multitud de televisiones,
emisoras de radio, prensa escrita y hasta revistas y programas del
corazón
se disputaban una entrevista con
aquella niña que hablaba con los árboles.

Raquel consiguió que muchos de los árboles del
entorno de Herbacian fueran trasplantados a otros lugares,
respetando sus vidas y que, Palmerius, Acaciam y los demás
árboles que estaban junto a Herbacian permaneciesen en el
mismo sitio. Sólo con ese compromiso escrito por parte de
las autoridades, Raquel abandonaría su postura, exigiendo
que no hubiese ningún tipo de engaño.

Para ello, Raquel contó con el apoyo de los Verdes que
prestaron sus abogados para que todo fuera legal. También
pidió que se la dejase sola con sus amigos por espacio de
una hora, que sus padres la esperasen en la explanada para irse
con ellos y sobre todo que no hubiese ningún tipo de
represalias.

Así se hizo. Raquel abrazó a su amigo: – Lo
hemos conseguido Herbacian, lo hemos conseguido.

– No sé qué decirte Raquel, mis amigos los
árboles y yo jamás podremos pagarte lo que has
hecho por nosotros. Le dijo Herbacian.

– Sí, podéis pagármelo, – les
contestó la muchacha. Seguid siendo mis amigos, seguid
viniendo a visitarme y yo a vosotros y me sentiré
pagada.

– Nuevamente se abrazaron; sus lágrimas corrieron por
sus cuerpos y sintieron la amistad en lo
más profundo de sus corazones.

– Por cierto, Preguntó Raquel a su amigo: ¿Sabes
si a lo largo de tu longeva vida, has tenido hijos?

Sí, muchos. Contestó Herbacian aunque no los
conozco naturalmente, pero he debido tener muchos. Mis semillas a
lo largo de cuatrocientos años se han desprendido de
mí y han debido recorrer cientos de kilómetros.
¡A saber dónde habrán caído! Pero
muchas de ellas habrán germinado y habrán dado
lugar a árboles como yo.

Aunque no los conozca les tengo un profundo cariño;
algunas veces me parece reconocer sus voces en el
éter, llegando hasta mí.

Me queda la tranquilidad de que cuando yo muera y mi madera se
utilice para calentar los hogares en invierno, quemando mis ramas
en una chimenea, alguien cogerá el testigo y
seguirá por mí.

No me da miedo la muerte; a
veces me da más miedo la vida.

Raquel comenzó a descender con la ayuda de Herbacian,
mientras en aquel amanecer se oían los aplausos, clamores
y alabanzas de todos los árboles del bosque.

Raquel sólo les dijo adiós con la mano. No
podía hablar. La emoción la embargaba,

oooOOOooo

Epílogo

Rodeada de cámaras de Televisión, Raquel se encontraba fuera de
lugar. Aquella avalancha de medios de
comunicación superaba todas las previsiones. Todos
querían informar o deformar aquella bonita historia.

Algunos la utilizaron en su propio beneficio haciendo ver que
Raquel pertenecía al movimiento
ecologista y era una luchadora nata. Otros más
escépticos informaban acerca de un montaje preparado y
orquestado por el partido en el poder. Algunos
achacaban el montaje a la oposición y los más
anunciaban que la familia de
Raquel había preparado ese aquello para obtener exclusivas
en la televisión.

Nada de eso fue cierto. Una niña o una muchacha,
según se quiera ver, había entablado una profunda
amistad con un árbol. Pero no un árbol cualquiera,
un árbol de más de quinientos años que la
había hecho partícipe de sus más profundos
secretos y que aunque los árboles no tienen un
corazón físico, real, Herbacian le había
demostrado tener el corazón más grande del
Mundo.

Cuando Herbacian estaba apunto de morir, pues ya sus hojas
apenas brotaban, la mayoría de sus ramas estaban secas, la
savia apenas tenía algunos vasos por los que circular y
sus raíces apenas recibían ya alimento pudo
observar con sus ojos porosos casi cerrados a una anciana de
cabello blanco, llena de arrugas, apoyada en un bastón que
apoyada en un muchacho (posiblemente su nieto), le observaba con
lágrimas en los ojos.

Amigo, le dijo, ya estamos los dos a punto de abandonar esta
vida. La mía ha sido muy rica y no me arrepiento de nada
porque he alcanzado todas mis metas, tanto profesionales, como
familiares; pero lo mejor de todo es que he conocido la verdadera
amistad; te he conocido a ti, a mi mejor amigo, que nunca
olvidaré. Has sido para mí grande en todo: en
tamaño y corpulencia, en altitud, en amor, en
amistad y en darme la posibilidad de ser la única persona que he
tenido el privilegio de conocerte.

El siseo fue casi imperceptible, no en vano, Herbacian estaba
agonizando, pero Raquel lo entendió perfectamente.

Adiós Raquel. Si todos los seres humanos hubieran sido
como tú la convivencia entre hombres, animales y
plantas
habría sido perfecta.

Gracias por lo que has hecho, me has hecho ser el árbol
más feliz del Mundo. Una cosa que no sabemos los
árboles es adonde vamos cuando morimos. Pero allá a
donde vaya, jamás te olvidaré, mi querida
niña. (La voz de Herbacian se apagó
lentamente.)

Raquel no pudo contener su llanto, pero logró
articular: ¡Nunca te olvidaré amigo!

Lo nuestro ha sido una historia de amor.

oooOOOooo

Tren de Alta Velocidad

Estación Central de Berlín (Berlín
Hauptbahnhof) Alemania.

Jueves día 18 de Diciembre de 2012, hora 8,30 AM

Tren de Alta Velocidad Europea (Eurail) con destino a Colonia,
Frankfurt, Munich, Varsovia, Viena, Praga, Bruselas, Estocolmo y
Copenhagen
tiene su salida a las 8, 45 horas en la vía 7.

Señores pasajeros vayan subiendo a bordo, el acceso al
tren se cerrará a las 8, 40 horas. Depositen sus equipajes
en el mostrador de facturación. No se permite subir al
tren bultos superiores a 10 Kg. de peso.

Señoras y Señores, el tren procedente de
Frankfurt, Colonia, Munich y Hannover tiene su entrada por
vía 4 dentro de dos minutos.

Los anuncios constantes de entradas y salidas se anunciaban
continuamente en la estación central de Berlín. La
estación ferroviaria con más tránsito de la
Unión
Europea.

Fremont subió al coche número 4 sección
3. En esta sección viajaban los pasajeros más
distinguidos o con mejor poder adquisitivo y por eso, ese
departamento reunía un confort muy elevado: asientos
reclinables, enchufes de alta tecnología para
conectar ordenadores, consolas, vídeos, móviles,
etc. Espacio suficiente entre los asientos para viajar con
comodidad, aparte de un servicio de
azafatas, restaurante y atención en viaje que no llevaban
otras de las secciones del tren.

Fremont se lo podía permitir, era Presidente de
Administración de la Standard Union
Company, una de las más poderosas multinacionales del
Mundo, además de ser Consejero y Vicepresidente en otras
tantas compañías de su propiedad.
También poseía acciones de
muchas otras empresas de alto
nivel, y su patrimonio no
bajaba de los 2500.000.000 de euros. Una cantidad
escalofriante.

Sin embargo aquel viaje no era por motivos de trabajo, sino
todo lo contrario, Fremont había decidido tomarse un
año sabático. Deseaba recorrer el Mundo utilizando
diversos medios de
transporte.
Para él no era nada desconocido el viajar, lo hacía
con frecuencia por motivos empresariales, pero aquello era
distinto.

Había dedicado al menos treinta años de sus
cincuenta y cinco al mundo empresarial, sin tener ni un solo
día de vacaciones y ya había llegado el momento de
comprar tiempo libre
para él.

Fremont, no había tenido tiempo ni para casarse; era un
solterón empedernido y no es que no hubiera tenido
pretendientas, que sí las había tenido y en
demasía; unas buscando su dinero y las
menos buscándole a él, pero Fremont, no
había dedicado ni un segundo de su vida al proyecto
matrimonial.

Él, era un hombre muy
bien parecido, alto, moreno con ojos verdes y una percha bastante
atlética, elegante, con don de gentes y con mucha personalidad.
Lo más parecido a un actor de cine o a un
modelo de
pasarela. Le gustaba mucho cuidarse. Todos los días
hacía una hora de gimnasio y recibía masajes,
así como manicura y peluquería de alto estanding
que le daban ese aspecto envidiado por todos.

Era un luchador nato, que había empezado en el negocio
de su padre, que a su vez había fundado su abuelo; una
pequeña galería de confección y moda en uno
de los barrios de clase media
del Berlín Oriental y poco a poco lo había hecho
crecer hasta crear el Spreecenter Klauss, uno de los mejores
centros de la moda berlinesa.

Con la caída del Muro de
Berlín en la madrugada del 9 al 10 de Noviembre de
1989, los negocios de
Fremont habían tenido una expansión comercial
impredecible al formar parte del Mundo Occidental, donde el
capitalismo y
su libre mercado
potenciaban la subida meteórica de este tipo de
empresas.

Después de aquello, había creado numerosas
sucursales y entró en el mundo de la construcción Inmobiliaria y de las grandes
petroleras, llegando tan alto como hemos contado.

Fremont se sentía orgulloso de sí mismo, aunque
reconocía en su fuero interno que para llegar hasta
allí, había tenido que dejar muchos
cadáveres simbólicos por el camino, pero eso,
él lo veía como una competición en una
carrera de fondo, los débiles se hunden. A muchos amigos
los había perdido, pero los había sustituido
rápidamente por otros.

Él sabía que la mayoría de esos amigos,
sólo lo eran por su dinero, por lo tanto no valían
nada; eran pura escoria.

Al frente de sus empresas solía poner a alguien de su
confianza que manejara perfectamente los hilos de los Consejos de
Administración de manera que siempre se
votaran sus decisiones.

Aquellas vacaciones le vendrían muy bien, pues su forma
de vivir era en muchos casos muy estresante y ya iba necesitando
un descanso. Ahora, eso sí, pensaba estar en contacto
permanente con sus asesores. Además de un móvil de
última generación y su ordenador portátil,
con wifi para
conectarse a Internet y a las diferentes
Intranet de
las empresas del Holding, mediante las claves de seguridad, con
acceso de administrador,
Fremont contaría también con comunicación vía satélite
desde cualquier medio en el que viajase para asuntos urgentes.
Por lo tanto viajaría tranquilo.

El coche número 4 y más concretamente la
sesión 3, se fue llenando rápidamente hasta que
todos los asientos estuvieron ocupados menos el de su
acompañante que quedó vacío, Fremont lo
había comprado. No le gustaba intimar con nadie.

La megafonía de la estación anunció la
inminente salida del tren y efectivamente a los pocos minutos
comenzó su lento caminar, para ir progresivamente
aumentando su velocidad después. El tren de alta velocidad
alemán era de los más rápidos y silenciosos
de Europa.

Muy pronto, los grandes edificios y rascacielos de
Berlín dieron paso a las casas de los barrios obreros y al
cinturón metropolitano de la ciudad. En cuanto las
últimas casas de Berlín fueron quedando
atrás, el tren aumentó progresivamente su velocidad
hasta los doscientos cincuenta kilómetros por hora; su
velocidad de crucero era de 325 Km/h.

Al otro lado de Fremont, viajaba una pareja de mediana edad,
el señor Kiefer e Ilse Sherman, de elegante apariencia;
debían ser también personas acaudaladas, sus
modales eran exquisitos; saludaron a Fremont nada más
llegar a sus asientos y se presentaron con toda amabilidad;
Fremont les devolvió el saludo pero de forma más
fría; no quería dejar traslucir ningún signo
de confraternización. Él era un hombre solitario,
casi misántropo. Si querían confraternizar que lo
hicieran con otros pasajeros, como por ejemplo los que iban
sentados delante de él. Otro matrimonio
acaudalado pero con menos clase; lo que se suele llamar "Nuevos
ricos", el señor Garin y la señora Kerstin

Detrás de su asiento viajaban un señor muy
distinguido con el que posiblemente fuese su hijo, el
señor Ritter y el joven Walter y al otro lado del pasillo
estaban sentadas dos chicas jóvenes: Senta y Uta,
posiblemente universitarias que regresaban a sus casas por
Navidad,
pensó Fremont.

A los viajeros que ocupaban el resto de los asientos de esa
sección no los podía distinguir debido a la altura
de los respaldos. A alguno lo había visto fugazmente al
pasar camino de los servicios o
del vagón cafetería.

No le importaba mucho las relaciones sociales, así que
decidió estirar el asiento, ponerse cómodo y llamar
al timbre para que la azafata le sirviese un whisky con soda
mientras veía la televisión.

En la pantalla individual que tenía en el respaldo del
asiento delantero aparecían en ese momento los créditos de la película que se iba a
proyectar: Harry Potter y la piedra filosofal. No le hizo mucha
gracia, era una película para niños,
así que pulsó el mando y eligió otra
película dentro de las diez posibles que los viajeros de
clase C, tenían a su disposición. Todas eran
bastante antiguas, porque era lo que había solicitado
Fremont en el formulario que rellenaban los pasajeros de la clase
C para que la Compañía Ferroviaria les hiciese una
especie de Menú a la carta. Los
viajeros de las otras clases disponían de varios monitores en
la parte superior del coche donde se proyectaba la misma
película para todos.

La azafata le sirvió el whisky y un platito con
galletas saladas y Fremont se dejó caer en el asiento
cómodamente, se puso los auriculares y se dispuso a ver la
película que había elegido: Hospital Central.

Fremont no era muy aficionado a ver la televisión ni
los vídeos, pero en aquel momento era lo más
recomendable para matar el tiempo. La primera escena representaba
la maternidad del hospital, una mujer acababa de
tener un precioso niño. Un niño que le
recordó a la fotografía
de un bebé que tenía su madre en el álbum
familiar. Bueno todos los bebés se parecen, –
Pensó.

La madre estaba rodeada de médicos y enfermeras que la
estaban atendiendo después del parto. En un
momento en que los doctores se apartaron de los pies de la cama,
Fremont pudo contemplar el rostro de la madre. También era
morena como el hijo que acababa de tener, y casualidades de la
vida, ella también se parecía a su propia madre,
sólo que su madre era mucho más guapa, –
pensó Fremont.

Al cabo de un rato los doctores y las enfermeras dejaron sola
a aquella mujer con su hijito en la habitación. De
repente, la mujer se
incorporó y acercó su rostro a la pantalla:
Fremont, hijo, cuanto tardaste en nacer. Creía que me
moriría con los dolores del parto. Desde que naciste me
hiciste sufrir, nos hiciste sufrir a todos.

– Fremont no daba crédito a lo que había
oído,
aquello debían ser imaginaciones suyas; últimamente
le había dolido mucho la cabeza y había tenido
pesadillas. Seguramente se había quedado traspuesto y lo
había soñado. Sí, eso debía haber
pasado.

Miró de nuevo a la pantalla y vio todo normal, la madre
estaba dando el pecho a su hijito con total normalidad;
allí no pasaba nada. No obstante decidió cambiar de
película; pulsó el mando y apareció una
película del oeste: Raíces profundas. Tomó
un sorbo de whisky y comió un par de galletitas saladas y
se dispuso a contemplar la película. Un pasajero
cruzó rápidamente el pasillo, seguro que por su
rapidez le acuciaba una emergencia, – sonrió Fremont.

Volvió a centrarse en la película donde Alan
Ladd se veía rodeado por un grupo de
pistoleros en una cantina, mientras por una rendija, la inocente
cara de un niño rubio observaba todo lo que ocurría
en el interior, quedando decepcionado al comprobar como su
ídolo, el pistolero Shane, interpretado por Alan Ladd, no
reaccionaba ante las provocaciones de los ganaderos y pistoleros
allí reunidos.

Fremont recordaba aquella película muy bien,
había sido una de sus favoritas cuando era un niño,
un niño como aquel, que antes de salir corriendo hacia su
pequeño rancho dos lágrimas le corrían por
sus mejillas mientras se volvía hacia la pantalla y
escupía a Fremont. – ¡Cobarde! ¡Siempre fuiste
un cobarde! Le gritó el muchacho.

– Fremont no lo podía creer. Se restregó los
ojos y cuando volvió a mirar la pantalla todo
seguía igual. La película se proyectaba con total
normalidad.

De nuevo aquellas pesadillas. ¿Qué le estaba
pasando?

A veces notaba que se le nublaba la vista y lo veía
todo borroso a la vez que le dolía la cabeza. Había
visitado recientemente al doctor Leonard y se lo había
contado. El doctor Leonard, era un prestigioso Neurocirujano y
médico personal
Fremont.

Le había realizado multitud de pruebas:
scanner,
Radiografías, cultivos, biopsias y un sinfín de
análisis más. Todo había dado
negativo, ¿o no? No recordaba bien las conclusiones del
doctor Leonard, aunque creía recordar que todo
había salido bien, por eso se embarcó en este
viaje.

Decidió cambiar de película. Mientras lo
hacía alguien le rozó el brazo; era un pasajero que
recorría el pasillo del tren a gran velocidad. Cuanta
prisa tenía la gente en aquel tren. ¿Serían
también pasajeros de alta velocidad?

– Se dijo Fremont, riéndose de su propio chiste,
mientras daba el último sorbo a su whisky con soda.

Rebelión en las aulas, fue la opción que
finalmente eligió Fremont. Un Films del año 1967
producida por Columbia Pictures y dirigida por James Clavell y
protagonizada por Sidney Poitier, en el que el actor interpreta a
un profesor de
color de una
escuela de la
periferia londinense que da clase a estudiantes rebeldes y
conflictivos. Película de gran éxito
en su época y uno de los mejores trabajos de Sidney
Poitier.

Fremont recordaba perfectamente aquella película que
marcó
un antes y un después en su propia vida

oooOOOooo

El Internado

Fremont estaba delante del director. No se sentía para
nada intimidado a pesar de la acusación tan grave que
pesaba sobre él; había agredido con
ensañamiento a aquel profesor de color que impartía
Ciencias
Naturales en su instituto.

Fremont y su pandilla le había hecho la vida imposible
desde que llegó. Raynar Hoffman, licenciado en Ciencias
Naturales por la Universidad de
Bayreuth. Una de las universidades más populosas y
prestigiosas del país.

Raynar Hoffman, era un excelente profesor, admirado y
apreciado por todos, menos para los alumnos racistas del
Goethe-Institut en Berlín.

Desde carteles racistas y obscenos hasta todo tipo de bromas
pesadas y de mal gusto, tuvo que sufrir desde que llegó,
aunque él las soportaba estoicamente sorteando con gran
paciencia las agresiones de ese tipo de personajillos sin
personalidad alguna.

Viendo esos alumnos, capitaneados por Fremont, que los
insultos, carteles, bromas insoportables etc., no hacían
mella en aquel profesor de raza negra, decidieron pasar al
ataque.

Un día a la salida de la última clase,
casualmente de Ciencias, Fremont y sus compinches se quedaron en
el aula, con el fin de hacerle una consulta de tipo privado, es
decir, sin la presencia del resto de compañeros El
profesor intuyó que algo iba a suceder, pero no
quería demostrarles que les tenía miedo, por otra
parte pensó que tal vez deseaban disculparse y
debía darles esa oportunidad.

Cuando el último alumno hubo desaparecido, Fremont y su
pandilla se acercaron a él, con una sonrisa y le
dijeron:

– Verá profesor, nosotros queríamos disculparnos
por lo del otro día; le debió sentar muy mal que le
llamáramos chimpancé africano, ¿verdad?

– No me sentó muy bien, eso es cierto, pero
tampoco le di demasiada importancia. – Tengo un gran respeto por los
chimpancés en particular y por los animales en general, no
en vano me licencié en Ciencias Naturales. – Le
contestó el profesor, aparentando tranquilidad.

– Aquella respuesta contundente, llena de serenidad fue la
gota que colmó el vaso de Fremont; sin mediar ni una sola
palabra le lanzó una patada que alcanzó de lleno en
el bajo vientre de joven profesor que inmediatamente se
dobló de dolor. A continuación el resto de
muchachos, le propinaron puñetazos, golpes, patadas por
todo su cuerpo, dejándolo inconsciente y tirado en el
suelo.

– Esto te servirá de lección para que te vayas
con los de tu raza a donde os corresponde, atajo de maricones. –
Después de decir aquellas terribles palabras, Fremont, se
dirigió a los suyos:

– Ahora, a callar, el que se vaya de la lengua,
correrá la misma suerte. – Cuando nos llamen, nosotros no
vimos ni oído nada. – Estuvimos en la clase
haciéndole una consulta y a continuación nos
despedimos de él y nos fuimos. – Lo último que
vimos era como cerraba la puerta y entraba en el servicio de
profesores, no vimos más.

– Así que ahora, vamos a trasladarlo allí. –
Vosotros dos vigilad y cuando no haya "moros en la costa" lo
llevamos al servicio y lo dejamos allí. ¡Venga
movimiento! – Ordenó Fremont a los demás.

Al cabo de un rato habían cumplido su cometido y se
encontraban en la calle camino de sus casas.

El profesor Raynard Hoffman, fue encontrado inconsciente una
hora después por el conserje que hacía la
última ronda después de las clases por todas las
dependencias.

El Director miró a Fremont a la cara, escrutando
escrupulosamente todos sus cínicos gestos. ¿Vuelve
usted a afirmar que no vio ni oyó nada?

– Efectivamente, volvió a mentir el muchacho con una
sonrisa irónica en su rostro. Le confirmo
categóricamente Señor Director que no sé
absolutamente nada de lo que le ha pasado al profesor Raynard
Hoffman.

– Usted no me engaña Señor Fremont. Usted y su
pandilla, han estado
acosando continuamente al profesor Hoffman y han terminado por
agredirle salvajemente.

– No tiene pruebas, le contestó Fremont
fríamente.

– Ya las obtendré, no se preocupe. – De momento
entregue usted esta carta a su padre para que mantengamos una
entrevista y poder ponerle al corriente sobre usted y sus
andanzas.

Fremont, miró al director del instituto con cara de
perdonarle la vida.

– Retírese Fremont, no quiero tenerle ni un minuto
más delante de mi vista, ¡Retírese!

Con calma y parsimonia, Fremont se dio la vuelta y
salió del despacho del director cerrando con un fuerte
portazo.

A la salida le esperaban el resto de la pandilla que le
preguntaron con la mirada.

– Nada chicos, no os preocupéis, no tienen pruebas. Van
a hablar con nuestros padres, ¿y qué? Nosotros
nunca admitiremos las acusaciones, así que no nos
podrán acusar.

Pero sí fueron acusados, un muchacho que supuso que
algo iba a pasar, se quedó agazapado fuera del aula y lo
oyó todo. Vio también como sacaban al profesor de
la clase entre cuatro y lo llevaban a los lavabos de profesores.
Aquel valiente muchacho, a riesgo de su
propia integridad física,
testificó en contra de la pandilla de Fremont.

Recordando aquel episodio, Fremont pensó que si hubiese
dado con aquel maldito chivato al que nunca vio, le hubiese
retorcido el cuello con sus propias manos, pero nunca
llegó a saber quien había sido.

Los muchachos fueron condenados a pasar cuatro años en
un correccional muy duro, pero aquello sólo sirvió
para endurecer aún más a Fremont; aprender las
maldades de otros muchachos curtidos en el delito y que
aplicó a la salida del centro de menores el resto de su
vida, incluso cuando se hizo mayor y se puso al frente del
negocio de su padre. La intimidación fue su razón
de ser hacia los demás.

Fremont, leyó la
palabra FIN, en la pantalla, lo que aprovechó para
solicitar otro Whisky con soda a la azafata del vagón.

Cuántos recuerdos le traía aquella
película. En parte la odiaba porque en ella, Sidney
Poitier acababa como un héroe y siendo amigo de todos los
pandilleros que se doblegaban a sus pretensiones. Con él
podía haber dado. – Pensó Fremont. Él
le hubiese dado su merecido.

Un nuevo pasajero, en este caso pasajera pasó a gran
velocidad al lado de Fremont; casi no le había dado tiempo
de verle la cara. Sabía que era una mujer porque llevaba
falda y melena larga, pero poco más.

Miró su reloj de pulsera y comprobó que ya
llevaban tres horas de viaje; no recordaba que el tren se hubiese
detenido en ninguna estación. – Posiblemente lo
había hecho y él, metido en la película y en
sus recuerdos no se había dado cuenta.

Debería haber parado en Colonia, ¿lo
había hecho? – Ni se había enterado y eso que
en esa ciudad hacía una parada de más de un cuarto
de hora. – Bueno no importa. – Se dijo. – Ese no es mi
destino y tomó otro trago de whisky.

Otro nuevo pasajero volvió a interrumpir sus
pensamientos al pasar velozmente pos su lado. En este caso se
trataba de una familia entera:
el padre, la madre, una niña y un niño. No
podría calcular sus edades, no le había dado
tiempo; ¡habían pasado tan deprisa! Otro trago.

Llamó a la azafata para preguntarle sobre cuándo
se serviría el almuerzo. – dentro de media hora,
señor. – Le respondió.

– Entonces esperaré al almuerzo antes de poner otra
nueva película; así no la dejaré a medias.
– Me parece muy bien, señor. – Le
contestó amablemente la azafata.

Decidió mientras tanto usar la opción de
vídeo juegos que
también estaban conectados al vídeo de cada
pasajero de esa categoría.

Eligió un juego llamado
ESTRATEGIA.
Pulsó sobre el icono que indicaba Neues Spiel (Nueva
partida) y aparecieron dos ejércitos enfrentados. Los
soldados eran dibujos
animados que se movían mediante la acción
de los botones del mando que colgaba de cada uno de los asientos.
En el Menú inicial, Fremont, había marcado la
opción, Ein Spieler. (Un Jugador), por lo que
debería enfrentarse a la propia consola de juegos, que
manejaría al ejército contario.

Su mente le volvía a jugar una mala pasada. La cara del
muñeco que mandaba las tropas era su propia cara y sus
lugartenientes no eran otros que los muchachos de su pandilla que
habían colaborado en la paliza al profesor Raynard.

La lucha fue encarnizada, dos de sus compañeros
murieron, pero él continuó en la brecha hasta
vencer. Aquello le llevó a recordar las múltiples
peleas que se producían diariamente dentro del
correccional sin que el personal de guardia ni los profesores
pudieran evitarlas. Después los castigos eran muy duros,
pero no evitaban los incidentes.

Al principio fue él la víctima, hasta que se
enfrentó con Verner, apodado "El Capo". Verner era el
dueño del correccional, corpulento, agresivo, chantajista
y todos los atributos de un perfecto delincuente. Tenía
atemorizado a todos los muchachos del correccional. Si no
entrabas por el aro, te esperaba un infierno después.

Fremont, aunque fuerte, no tenía la envergadura de
Verner, pero sí más astucia e inteligencia
que él, así que una semana después de haber
recibido una paliza de parte de sus secuaces, por no haber
aceptado las duras condiciones que le imponía Verner, le
mandó una misiva que decía literalmente:

– ¡Verner! Eres un perfecto maricón. – Una
niña que necesita de los demás para enfrentarse
sólo contra otro. Si tienes cojones, no mandes a tus
secuaces, ven tú mismo a pegarme.

– Aquello era una provocación en toda regla, que Verner
no podía consentir, porque además Fremont
había hecho correr por todo el correccional la noticia de
su reto y de su provocación al Capo; así que Verner
quedaría muy mal si rehuía la pelea.

Se citaron a la hora del paseo en al patio trasero, a las
cinco de la tarde. Todo el Centro educativo estaría
allí. Aunque Fremont perdiese, nadie le podría
quitar la fama de héroe que le había dado el hecho
de enfrentarse a un quebrantahuesos como Verner.

– "Había que tener cojones", – pensarían todos
los chicos del correccional.

Mientras tanto Fremont preparaba su estrategia para la pelea.
Si salía derrotado nada tendría que perder,
únicamente la paliza que le daría Verner. Él
había demostrado su valor delante
de todos incluido el propio Capo, por lo que a partir de ese
momento sería bastante respetado y si ganaba
tendría a todo el correccional a sus pies, incluyendo
también a Verner. Así que el intento merecía
la pena.

– Debía huir en todo momento de los abrazos de Verner y
también de su derecha demoledora; por lo demás era
lento debido a su volumen y falta
de reflejos. Un puñetazo en la tráquea lo
dejaría grogui, sin poder respirar, así que si
conseguía lanzar un gancho de derecha hacia esa zona, lo
tumbaría. Después podría rematarlo de muchas
formas. Fremont había asistido a clases de Kárate y
había hecho mucho deporte por lo que se consideraba
más ágil que Verner.

Cuando llegó la hora, todos los muchachos estaban en el
patio trasero disimulando como si no pasara nada, unos tiraban
balones a las canastas, otros jugaban un partidillo de fútbol
y los más formaban grupos que paseaban o simplemente
charlaban.

Verner hizo su aparición escoltado por sus secuaces que
le reían las gracias. Fremont le esperaba en el centro del
patio. Cuando llegó a su altura se atrevió a
provocarle aún más. ¿Qué pasa Verner,
has tenido miedo y por eso te has retrasado? Pensaba que ya no
vendrías. ¡Te voy a romper por la mitad! –
Dijo por toda respuesta Verner. La tensión se mascaba en
el ambiente.

Uno de los amigos de Verner, le animó: – Vamos Verner,
atízale fuerte.

Verner se lanzó a por Fremont con toda la fuerza de su
cuerpo mientras éste le esperaba estático de modo
que Verner pensó que ya lo había cazado, pero en la
última décima de segundo Fremont le esquivó
echándose hacia la derecha.

Verner impulsado por su propia fuerza, salió dando
trompicones y cayendo sobre la multitud de chicos que le pararon
a costa de alguna lesión contundente de algunos.

Inmediatamente se volvió como un tigre enjaulado hacia
Fremont y se lanzó hacia su enemigo soltando
puñetazos a derecha e izquierda con la fuerza descomunal
de una mole como aquella, pero ninguno de esos golpes
alcanzó su objetivo,
más bien se perdieron en el aire debido a que
Fremont se agachó en el último momento, soltando un
puñetazo a la garganta de Verner que le hizo perder el
equilibrio y
caer a plomo al suelo. Su boca se abría y cerraba como los
peces fuera
del agua, intentó levantarse boqueado, intentando captar
algo de oxígeno, pero una nueva patada de Fremont
en el plexo solar acabo con Verner definitivamente en el suelo.
Mientras Fremont, dirigiéndose al resto, les decía
con bravuconería: -¿Alguno más quiere
participar de esta fiesta? – Todos callaron. De pronto varias
voces que después fueron secundadas por todos, gritaban:
¡Fremont! ¡Fremont! ¡Fremont.

Meses más tarde, Verner y Fremont llegaron a ser muy
buenos amigos, muy buenos colegas como se llamaban ellos mismos.
A partir de ahí, Fremont fue el dueño y
señor del correccional y Verner su lugarteniente. Ambos
montaron todo un negocio a base del chantaje y la
intimidación que ninguno de los otros muchachos, se
atrevía a replicar: dinero, alimentos, tabaco, drogas. – De
tal manera que cuando Fremont cumplió su condena y
salió del llamado "reformatorio", no sólo no se
había reformado, sino que se había convertido en un
delincuente puro y duro.

Fremont recordaba aquella época con nostalgia, aquellos
muchachos eran mucho más auténticos y menos
hipócritas que la gente de la calle con la que luego
había tenido que tratar. De hecho algunos de aquellos
chicos fueron sus colaboradores más cercanos dentro del
mundo de los negocios que le tocó dirigir.

¡Señor! ¡Señor! Le dijo la azafata
en alemán e interrumpiendo sus pensamientos. Aquí
tiene su almuerzo señor.

Está bien, contestó Fremont a la amable muchacha
que le servía la comida. Él no era persona amiga de
las galanterías, de las palabras rebuscadas, de los
cumplidos sociales para quedar bien ni de las finuras, por lo que
no le dio ni las gracias.

Engulló, más que comió los alimentos que
le pusieron sobre la bandeja poniendo cara de asco en alguno de
ellos. Cuando terminó volvió a llamar a la azafata
le entregó la bandeja con los restos de la comida sin
mediar palabra y le pidió un café
solo.

– Enseguida señor. Respondió educadamente la
muchacha.

Dos nuevos pasajeros pasaron a toda velocidad por el pasillo
camino al parecer del vagón cafetería. –
¿Pero por qué necesitaban ir tan deprisa? –
Pensó Fremont.

oooOOOooo

El Primer negocio

Después de almorzar, Fremont se recostó en su
cómodo asiento, estiró las piernas sobre un soporte
instalado debajo, dada la gran amplitud de espacio entre los
asientos en esta sección de súper lujo. Al rato
cayó bajo los efectos de la comida y de los whiskys, en un
profundo sopor.

Sus pensamientos siguieron vagando sobre su vida, en sus
recuerdos apareció muy pronto el día en que
falleció su padre. Fue un fallecimiento repentino, un
infarto de
miocardio, le dijeron los médicos. La muerte de su
padre permitió que Fremont ocupase su lugar en la dirección de la empresa, dado
que su madre no estaba capacitada, según él, y su
hermano era un blandengue que no estaba preparado para lidiar con
la gente. En definitiva, Fremont los había apartado de su
camino sin más; así no meterían las narices
en sus futuros negocios.

Lo primero que hizo como director general, fue eliminar a los
tres jefes de departamento que había nombrado su padre y
sustituirlos por gente de su confianza. No le importó en
absoluto que esas personas que habían sido fieles a su
padre durante muchos años, perdieran su puesto de trabajo,
causándoles graves consecuencias familiares.

Lo siguiente que tendría que conseguir, era evitar la
competencia. Tres
eran los negocios similares al suyo que había en su
distrito y a ellos envió a sus secuaces con sendas
cartas
dirigidas a sus directores generales, en las que les invitaba a
venderle sus negocios. Tras esas misivas, se escondía una
velada amenaza de una posible ruina económica de los
mismos.

La fama de mafioso que precedía a Fremont
amedrentó a dos de ellos, no así al tercero que no
estaba por la labor de dejarse chantajear y aguantó un
año y medio más, pero un buen día o mejor
dicho una madrugada sus tiendas y sus almacenes
comenzaron a arder. Nunca se supo qué había
producido el incendio, que se achacó a un corto circuito.
Aunque el señor Leonard, dueño de los almacenes
Leonard y Cía., sabía muy bien quién lo
había provocado.

Las artimañas de Fremont y sus secuaces, le llevaron a
ser el mayor accionista de las grandes empresas de tejidos de
Berlín. Poco a poco se fue apoderando de todos los
negocios hasta eliminar totalmente a sus competidores. Aquel
pensamiento le
hizo sonreír. Se sentía satisfecho consigo mismo.
Había llegado a la cúspide de la montaña,
donde nunca habría soñado llegar su padre.

Era verdad que aquella estrategia ilegal le había
llevado también a crearse numerosos enemigos, incluida su
propia familia. Su madre y su hermano menor habían roto
toda relación con él, pero eso a Fremont no le
importaba lo más mínimo.

Varias personas pasaron entre tanto velozmente por el pasillo;
casi no los había visto, sólo había notado
el aire que sus cuerpos habían desplazado y que Fremont
había notado en su rostro.

Así que Fremont se sintió picado por la
curiosidad y decidió dar un paseo por el tren para ver
adónde iban tantas personas, pues curiosamente no era
consciente de haberlas visto regresar a sus asientos de
origen.

Recorrió varios vagones en dirección al
vagón cafetería y no observó nada
extraño a no ser las diferentes secciones que se
caracterizaban por tener distintos niveles de comodidad
según su clase.

Las personas veían los vídeos, leían o
charlaban de forma completamente normal. Únicamente
llamó la atención de Fremont el hecho de que muchos
de los asientos de cada coche estuviesen vacíos.

El tren viajaba a la mitad de su capacidad a pesar de ser un
tren de largo recorrido.

Fremont siguió pasando de unos coches a otros hasta que
llegó a la cafetería. Le sorprendió que
ésta estuviera vacía. En parte se explicaba porque
acababan de servir el almuerzo y la gente pedía las
consumiciones adicionales como el café o una copa desde
sus propios asientos, pero – ¿dónde estarían
las personas que habían pasado por delante de él,
camino de los coches delanteros? – ¿Adónde
habrían ido ido? – Se preguntaba Fremont.

– ¿Qué desea señor? – Le
preguntó el camarero de la barra.

– Un Whisky con soda. – Contestó Fremont.

¿Sabe si han pasado por aquí unas veinte o
treinta personas que ha pasado por delante de mi asiento camino
de este vagón cafetería? – Preguntó
Fremont.

¿Veinte o treinta personas, señor? –
Precisamente en este viaje estamos haciendo muy poca caja, parece
como si toda la gente fuese abstemia. Tan solo habrán
venido unas doce personas desde que salimos de Berlín,
Señor.

Fremont puso cara de incredulidad y volvió a preguntar:
¿Y tampoco han pasado por aquí? – No,
contestó el camarero, bueno alguna persona de los coches
de delante si han venido a la cafetería, pero como le digo
habrán venido unos doce o trece, todo lo más.

Entonces se habrán apeado en alguna estación,
comento en voz alta Fremont. Posiblemente señor. Pueden
haberse bajado en Colonia o en Frankfurt.

¡Qué raro! No he notado que el tren se detuviese
en ningún sitio, ni que lo anunciasen por la
megafonía del tren. Posiblemente me haya quedado
transpuesto al llegar a esas estaciones.

Posiblemente señor, dijo el barman.

Fremont apuró su whisky y volvió a su asiento
sin siquiera despedirse. Al regresar comprobó que los
coches por los que había pasado a la ida llevaban menos
pasajeros aún que los él había visto al ir a
la cafetería o al menos así le parecía a
él.

Cuando llegó a su sitio, comprobó que los
asientos que ocupaba el matrimonio formado por Ilse y Kiefer,
situado a su izquierda estaban vacíos. ¡Qué
raro! – Se dijo, no me he cruzado con ellos.
¿Habrán ido a los lavabos? – Se
preguntó.

Bueno, a él qué le importaba, – pensó.
Decidió seguir descansando en su asiento.

Nuevamente su negocio, su oficina, sus
empleados., vinieron a su mente. Sus empleados. –
Pensó. Él los había metido en cintura.
¿Acaso querían ganar más dinero que
él? Aquella comisión de trabajadores que le
pidieron ser recibidos se llevó una lección que no
olvidarían fácilmente. De hecho no hubo más
comisiones; nadie le volvió a reclamar nada en lo
sucesivo.

Primero, su secretario personal les dijo que el señor
director no los podía recibir ese día. Ese mensaje
fue repetido durante más de una semana. Por fin, al octavo
día se les concedió la entrevista
y se les hizo pasar a la antesala o recibidor del despacho de
Fremont.

Allí permanecieron más de dos horas, al cabo de
las cuales, volvieron a decirles que asuntos ajenos a su voluntad
habían retenido al señor director y que por
consiguiente tampoco ese día podría recibirles.

Todo eso era una humillación constante para los
representantes de los trabajadores. Por fin al cabo de casi un
mes, Fremont recibió en su despacho al comité de la
empresa,
encabezado por aquel hombre de mayor edad, Klauss Schneider cuya
fisonomía navegaba entre la serena creencia de saberse un
gran profesional y uno de los trabajadores más antiguos de
la empresa y el nerviosismo del momento; nerviosismo que le
provocaba el carácter dictatorial de Fremont.

Éste no se dignó mandarles tomar asiento y los
mantuvo de pie durante toda la entrevista. Junto a la puerta del
despacho permanecía el secretario de Fremont, más
bien, uno de sus secuaces.

– ¿Qué desean ustedes? – Les
preguntó inquisitivamente.

– Ve, ve, verá señor, tartamudeó Klauss.
– Todos los empleados se quejan de.

– ¿Todos? o ¿ustedes tres? – Le
interrumpió Fremont. – Todos, señor contestó
Klauss.

– En mi empresa no quiero gente que se queje. Aquí hay
que trabajar sin quejas; el que se queje no me vale y será
despedido.

– Pero señor, la queja es justa. Trabajamos doce horas
al día por el mismo sueldo que el año pasado. – En
vida de su señor padre, nuestro querido director, nos
reunía a todos a principio de año, y
llegábamos a acuerdos puntuales por ambas partes, porque
el señor director era una persona muy humana y razonable
con la que se podía dialogar. – Sus trabajadores eran para
él como su propia familia.

– Desde el momento que vienen ustedes a mí propio
despacho, me interrumpen en mis tareas cotidianas y vienen a
quejarse de nada, ustedes son una plantilla conflictiva y no me
sirven. – En cuanto a mi padre, he de decirles que era un hombre
muy blandengue, al que ustedes presionaban continuamente. – Yo no
soy mi padre y conmigo tendrán que trabajar más si
quieren mantener sus puestos de trabajo. – ¡Buenas
tardes!

Fremont les dio la espalda en señal de despedida. Los
tres empleados no sabían que hacer hasta que el secretario
de Fremont les señaló la puerta. – El señor
director ha dado por concluida la entrevista, así que
márchense. – Les dijo en tono autoritario y
despótico. – Nunca se habían sentido tan
humillados.

En el momento de salir, Fremont se volvió y dijo
autoritariamente: – usted Klauss, quédese.

Klauss no sabía que hacer, si irse con sus
compañeros o quedarse en el despacho.

– ¿No me ha oído? ¡Quédese!

Klauss hizo una señal a sus compañeros para que
continuasen sin él mientras cumplía la orden de
Fremont.

– ¿Cuántos años hace que trabaja para
esta empresa, Klauss? – Le preguntó Fremont

– Cuarenta y cinco años, señor Fremont. –
Entré con quince años. – Yo conocí a su
abuelo, el fundador de esta empresa, al que tenía un gran
cariño y respeto y después a su padre, que era un
gran señor. – Comentó Klauss creyendo que
esos comentarios suavizarían la situación, pero no
fue así, la respuesta dictatorial y cruel de Fremont, no
se hizo esperar.

– ¿Acaso está diciendo que yo no lo soy?
¡Me está usted insultando! – Dijo elevando el
tono de voz hasta rozar la agresividad verbal a la vez que le
hacía una señal casi imperceptible a su hombre de
confianza.

– No, no se., no señor. Tartamudeó nuevamente
Klauss. – No he querido ofenderle señor, se
disculpó el pobre empleado.

– Pues lo ha hecho y eso es una falta muy grave. Ha insultado
usted al director, a la cabeza visible de toda la empresa. –
¿Lo ha oído usted, señor Wolfang? –
Efectivamente, señor director, este señor le ha
insultado sin ningún motivo. – Le ha llamado dictador,
persona deshumanizada y ha dicho de usted que no es un
señor. – Yo lo he oído y puedo dar testimonio
de que así ha sido.

– Yo no he dicho eso, se intentó defender el pobre
Klauss que ya había intuido la encerrona que le
habían preparado. No me harán decir lo que no he
dicho.

– De momento a este señor lo quiero fuera de la empresa
en una hora y quiero que se interponga una querella contra
él por insultos y vejaciones al director de la empresa.
Dijo Fremont, dirigiéndose a su cómplice.

– ¡No por favor! Rogaba Klauss con lágrimas en
los ojos. – Yo no he querido ofenderle señor, sólo
quería alabar a su padre y a su abuelo. – Nunca le he
ofendido.

– ¡Fuera de mi despacho ahora mismo! ¡Queda usted
despedido!

– Señor por favor, tengo sesenta años. Nadie me
dará trabajo a esta edad y tengo una familia que
mantener.

¡Fuera de mi vista! ¡Usted ha mancillado mi
nombre! ¡Fuera!

Fremont no tuvo piedad.

Klauss denunció a la empresa, pero ninguno de sus
compañeros acudió como testigo en su defensa, tal
era el miedo y el terror que les inspiraba Fremont.

Al no haber más testigo que los que presentó la
empresa, la denuncia laboral de Klauss
fue desestimada y el pobre hombre tuvo que correr con todas las
costas judiciales, además de ser decretado por el juez
como un despido procedente, que impedía que Klauss cobrase
un solo marco de indemnización.

No volvió a haber más reclamaciones por parte de
los trabajadores que a partir de ese momento se convirtieron en
personas sumisas que trabajaban durante muchas más horas
que las establecidas y por un salario menor al
que les correspondía.

"Cortando la cabeza se corta el cuerpo". Ese era el slogan de
Fremont en todos los litigios a los que se había
enfrentado.

Después de aquella empresa vinieron otras, hasta hacer
de Fremont una de las personas más ricas y poderosas del
país.

oooOOOooo

La última película

La sirena de la ambulancia ululaba con un sonido
ensordecedor camino del hospital. Atrás habían
quedado los restos del Audi 8 casi irreconocible. Aquel accidente
hubiese sido mortal de necesidad, a no ser por el tipo de
vehículo accidentado. Vehículo que poseía
una chapa a prueba de choques, 8 Airbag y otras tantas medidas de
seguridad. No obstante el impacto a 200 kilómetros por
hora, es tan brutal que incluso un coche así queda
destrozado.

El ocupante de la ambulancia estaba en un estado lamentable y
a Fremont, eso era lo único que le aterrorizaba y que no
podía soportar: las enfermedades, los accidentes y
sobre todo, la muerte.

Le entraban escalofríos sólo al pensar en ello,
por lo que estuvo a punto de buscar otro canal de vídeo.
Sin embargo algo le hizo permanecer atento a la pantalla.

La mascarilla de oxígeno, los cables conectados a las
máquinas, las sondas y vías
intravenosas formaban un todo esperpéntico que
deshumanizaba la figura del enfermo.

Un monitor
situado en la cabecera de la cama marcaba una débil
línea con picos hacia arriba y hacia abajo que
señalaban los latidos del corazón.

Una venda alrededor de la cabeza indicaba la existencia de un
traumatismo cráneo-encefálico, aparte de las dos
escayolas en brazo derecho y pierna izquierda que mostraban un
aspecto parecido al de una momia.

El enfermo estaba sumido en un coma profundo, del cual era
impredecible su recuperación. Los doctores Karl Burkhard,
jefe de equipo de traumatología y Mendelssohn Bartholdy,
jefe de neurocirugía del hospital berlinés de St.
Hedwig-Krankenhaus conversaban entre ellos rodeados por una nube
de estudiantes e internistas que tomaban notas sobre lo que
explicaban los doctores.

Fremont no perdía detalle de la película. Le
estaba interesando la vida de aquel pobre desgraciado cuya
fisonomía no se podía apreciar pero que seguro que
encerraba una vida apasionante.

El coche con el que había tenido el accidente, la
velocidad, su apariencia hablaban de un hombre arrojado, audaz
acostumbrado a ser un triunfador, pensó Fremont. Alguien
parecido a él.

También a Fremont le habían gustado de siempre
los buenos coches, incluso los aviones por eso se había
comprado aquel Jet espectacular que le había costado una
fortuna.

En sus garajes había todo tipo de vehículos de
la gama superior: Dos Audis, dos Mercedes, un Ferrari, e incluso
un precioso lamborllini gallardo con apertura lateral de puertas,
de color amarillo que llamaba la atención allá por
donde pasaba.

Dos accidentes había tenido en toda su vida, solamente
dos, porque él se consideraba un magnífico
conductor y eso que siempre conducía a más
velocidad que la permitida, y eso le había llevado a
cometer multitud de infracciones, por las que había tenido
que pagar numerosas multas de tráfico e incluso la
retirada de carnet, pero eso a él, no le importaba lo
más mínimo cuando quería sentir el placer de
la velocidad.

Sí, ese enfermo se lo recordaba. Fremont
preferiría morir así antes que retorciéndose
de dolor en la cama de un hospital debido a un cáncer
terminal. Eso sí que le espantaba.

Mientras observaba la película, notó el trasiego
fugaz de varios pasajeros a los cuales sólo pudo ver de
espaldas. ¿Estarían llegando a una nueva
estación? – se preguntó. Pero no, el tren no
disminuía la velocidad, continuaba con sus 300
kilómetros por hora, con ese suave caminar que caracteriza
a los trenes de alta velocidad. Sólo el paso en el
horizonte del paisaje, hace notar la alta velocidad del tren.

Fremont llamó una vez más a la azafata y le
solicitó un nuevo whisky con soda. Él era un hombre
capaz de beberse diez o doce whiskys al día. Era su bebida
favorita y él aguantaba muy bien el alcohol. Una
vez el doctor Leonard le había dicho: – Señor
Fremont, si sigue bebiendo con esa periodicidad se matará
usted mismo, no necesitará que nadie lo mate. – Ya tiene
usted un hígado más voluminoso de lo normal, en
breve degenerará en una cirrosis a no ser que deje de
beber.

– Si haces caso a los médicos, estás perdido, –
había pensado Fremont haciendo caso omiso a las palabras
de su doctor.

Fremont volvió a centrarse en la película cuyo
título desconocía y a fijarse en la figura de aquel
enfermo que se debatía entre la vida y la muerte.

– ¿Cuál sería su nombre? – ¿De
dónde vendría cuando tuvo el accidente? – Fremont
recordó sus dos accidentes, sobre todo el más
grave, aquel en el que había colisionado contra un
turismo al
saltarse la mediana en una autovía por la que circulaba a
ciento ochenta kilómetros por hora. – La culpa
había sido de aquella placa de hielo que le había
hecho derrapar. Su coche, un Mercedes 220 CDI Sportcoupé
de la alta gama que destrozó en aquel accidente, pero del
que salió indemne con una única fractura de
muñeca en el brazo izquierdo.

Sin embargo los cuatro miembros de una misma familia que
ocupaban el otro vehículo, un Ópel Astra murieron
en el acto.

Fremont recordó todo el proceso
judicial y como sus buenos abogados y una pequeña dosis de
chantaje a algunos miembros del jurado lo habían librado
de la cárcel dejándolo en una simple
indemnización de 24000 euros; algo insignificante para
él.

No sintió ningún cargo de conciencia.
Él pensaba que eso era cuestión del destino, que a
veces nos juega esas malas pasadas. Aquella vez les había
tocado a otros, pero otra vez podría tocarle a
él.

Tuvo que permanecer un año sin el carnet de conducir
pero eso a él no le importaba lo más mínimo;
tenía varios chóferes a su disposición.

El cardiógrafo seguía marcando el rastro
cardiaco sobre la pantalla con total regularidad mientras el
enfermo seguía estático sin mover ni un solo
músculo.

– ¿Estaría pensando algo? – ¿Cómo
sería la vida de una persona bajo un coma profundo? –
¿Se vería esa luz blanca que
afirman algunos haber visto al final del túnel, o
sería la muerte quién nos visitaría en esos
momentos? – Un ligero escalofrío recorrió el
cuerpo de Fremont ante esos pensamientos.

Los médicos visitaban frecuentemente al enfermo y
cuchicheaban entre ellos. El neurocirujano tras observar los
resultados de las últimas placas realizadas al paciente
comentó en voz alta: – tiene una lesión muy grave
en el parietal derecho con un coágulo intracraneal de
varios centímetros, que le oprime el lóbulo
cerebral ejerciendo una presión
muy peligrosa; que no tendremos más remedio que aligerar.
– Debemos operar de nuevo a riesgo de su vida, pero si no lo
hacemos morirá en poco tiempo.

– Los otros doctores asintieron con gestos a las palabras del
doctor Bartholdy.

– Que le hagan un scanner del cráneo antes de la
operación y que vayan preparando el quirófano
número 4, le ordenó a uno de sus internistas. – Que
avisen al anestesista de guardia y a mi equipo de cirugía,
rápido.

Dos internistas y las enfermeras y auxiliares comenzaron a
preparar al enfermo desconectándolo de las máquinas
de la habitación y conectándolo rápidamente
a las máquinas auxiliares con la misma velocidad con la
que los mecánicos de un fórmula uno, cambian los
neumáticos en los boxees.

Una vez conectado de nuevo a un electrocardiógrafo portátil,
éste comenzó a emitir un pitido regular y a marcar
la línea que mostraba los latidos del corazón del
enfermo. Un enfermero empujó la cama articulada camino del
ascensor montacargas que llevaba directamente a la planta baja
donde le harían el scanner.

Tras la prueba que fue remitida rápidamente al
neurocirujano, el enfermo fue trasladado inmediatamente al
quirófano número 4, en donde ya esperaba el equipo
de neurocirugía con el doctor Bartholdy a la cabeza.

Fremont apuraba su último whisky mientras contemplaba
la escena queriendo descubrir la cara del paciente sin
conseguirlo. Éste fue colocado hacia el lado izquierdo
para mostrar el campo operatorio a los cirujanos. Las enfermeras
de quirófano comenzaron con los preparativos; lo primero
que hicieron fue cortar el vendaje de la operación
anterior Gracias a ello, Fremont pudo ver una parte de su rostro
y de su cabeza pelada totalmente. Una horrible cicatriz surcaba
parte del rostro y el cráneo del paciente.

Su rostro aparentaba ser el de un hombre de unos cuarenta y
cinco a cincuenta años, posiblemente moreno pero con el
rostro desfigurado a causa del accidente.

Inmediatamente fue cubierto de nuevo pos gasas
asépticas alrededor la zona de operación que fue
untada totalmente con yodo.

Cuando más atención estaba prestando Fremont a
la película fue interrumpido de nuevo por un suave
empujón que le propinaron dos nuevos pasajeros al pasar
rápidamente junto a él.

– ¡Maldita sea! – Maldijo para sus adentros
aquella interrupción que le había impedido poder
fijarse mejor en el rostro del paciente.

De repente los dos pasajeros que estaban sentados
detrás de él Ritter y su hijo Walter, se levantaron
rápidamente haciendo cimbrear el asiento de Fremont y
pasaron a su lado a toda velocidad. Ya empezaba a estar harto de
tanta interrupción. Se levantó de su asiento para
ver adonde se dirigían pero no le dio tiempo a verlo,
habían desaparecido.

Miró a su alrededor y observó con gran estupor
que tan solo viajaban cuatro personas más en el
departamento.

– ¡Señorita! – Llamó Fremont. –
¿Dónde va tanta gente por el pasillo hacia los
coches delanteros? – No lo sé señor, nunca
les pregunto adonde van.

Aquella respuesta no le gustó a Fremont, pero
siguió preguntando: – ¿Pero por qué no
regresan? – No lo sé tampoco señor. –
Posiblemente se queden en el vagón cafetería o
vayan a alguno de los servicios o se hayan apeado en alguna de
las estaciones por las que hemos pasado, señor. –
¿Cómo yo no me he dado cuenta de esas paradas,
señorita?

Posiblemente porque no era ese su destino, señor
Fremont, respondió la azafata demostrando conocer la
identidad de
cada uno de sus pasajeros.

– Está bien, tráigame otro whisky con soda. –
Enseguida señor, respondió la azafata.

Mientras le servían un nuevo whisky, Fremont
siguió atento a la pantalla.

El doctor Mendelssohn Bartholdy manipulaba en la herida
mientras una enfermera le limpiaba el sudor con una gasa. De
repente la pantalla que mostraba la tensión del paciente
comenzó a bajar. El anestesista avisó a Bartholdy.
– Bajamos a 6,5, doctor. El electrocardiógrafo
comenzó también a emitir pitidos irregulares. – A
seis, se oyó nuevamente la voz del anestesista. – Una
ampolla de epinefrina rápido. – 6.0 y bajando,
volvió a decir el anestesista. Durante unos segundos
después de la inyección de epinefrina,
pareció estabilizarse un poco, pero inmediatamente, el
anestesista volvió a anunciar: – 5,6 y bajando. – Lo
estamos perdiendo doctor, se oyó la voz de otro de los
cirujanos auxiliares. – Aumenten la dosis de epinefrina
rápido. – 5 y bajando, se volvió a oír.

De pronto la señal del electrocardiógrafo se
convirtió en una línea continua y un pitido agudo
marcó el comienzo de una parada cardiorrespiratoria. – Los
desfibriladores rápido, pidió el doctor Bartholdy.
– Carguen a doscientos, tres, dos uno, listo. La descarga
eléctrica produjo una sacudida brutal en el cuerpo del
paciente. Carguen a 300. Tres, dos, uno volvió a decir en
voz alta el doctor Bartholdy para avisar de la descarga inminente
a su equipo médico. La maniobra de reanimación no
dio resultado. El paciente había dejado de existir.
Fremont parecía hipnotizado, la muerte le había
impresionado siempre, pero nunca la había contemplado tan
en directo como en aquella película.

El neurocirujano dejó que su segundo, cerrase la herida
del paciente, ahora ya cadáver, mientras él se
despojaba de su atuendo de cirugía y lo arrojaba al
recipiente de la ropa usada, saliendo contrariado del
quirófano. El resto del equipo, apagó las
máquinas, recogió el instrumental mientras las
enfermeras se encargaban de amortajar aquel cuerpo inerte. Le
rellenaron de algodones todos los orificios que tiene el cuerpo
de un ser humano para evitar la salida de los humores internos al
exterior.

Al quitarle las vendas y ponerlo boca arriba, Fremont no pudo
reprimir un grito de espanto. Aquel cadáver era él.
No lo podía creer, posiblemente se había quedado
dormido y aquella era una de sus terribles pesadillas.

Pero no, él se sentía muy despierto. Tuvo que
pellizcarse el rostro para confirmar que lo estaba. Mientras
tanto la palabra FIN, apareció en la pantalla.

Cuando más absorto estaba, oyó la voz de la
azafata que le decía: SU DESTINO SEÑOR FREMONT.
Fremont levantó la cabeza y lo que vio lo dejó
estupefacto. La azafata que le había atendido durante todo
el viaje había cambiado. Su rostro ya no era aquel rostro
juvenil y sonriente, sino el carcomido rostro de una calavera.
Aquella azafata era LA MUERTE.

Fremont, comenzó a notar como su cuerpo se hacía
cada vez más liviano, se notó flotar en el aire,
como salía al pasillo sin quererlo y como de repente su
cuerpo se veía impulsado hacia delante como si de una
ráfaga de viento se tratara.

Adiós señor Fremont, deseo que el viaje de su
vida haya sido de su agrado, le oyó decir finalmente a la
azafata. Ahora ya sí sabía adonde se había
ido la gente. Ése fue su último pensamiento, tras
el cual ya no fue consciente de nada. Fremont había dejado
de existir.

Estación Central de Berlín (Berlín
Hauptbahnhof) Alemania.

Tren de Alta Velocidad Europea (Eurail) con destino a Colonia,
Frankfurt, Munich, Varsovia, Viena, Praga, Bruselas, Estocolmo y
Copenhagen tiene su salida a las 8, 45 horas en la vía
7.

Señores pasajeros vayan subiendo a bordo, el acceso al
tren se cerrará a las 8, 40 horas. Depositen sus equipajes
en el mostrador de facturación. No se permite subir al
tren bultos superiores a 10 Kg. de peso.

Señoras y señores. Tren procedente de.

FIN

 

 

Autor:

José Luis Marqués Lledó

Partes: 1, 2, 3, 4
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