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La reserva del dominio. La visión de España-Alemania (página 4)



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Trazaremos la necesaria distinción previa y
examinaremos la oponibilidad del derecho de servidumbre en
función
de si el predio está o no registrado, pues para lo primero
rigen las disposiciones de la ley Hipotecaria
y, para lo segundo, lo que la exposición
de motivos de la ley de 1861 llamaba "el derecho antiguo", esto
es, las disposiciones del Código
Civil referidas a la creación, modificación y
extinción de derechos
reales; normas que 
encuentran su nudo principal -para los bienes
inmuebles- en el art. 1473.

Por lo que se refiere a los fundos registrados, sólo
las servidumbres inscritas otorgarán a su titular la
facultad de ejercitar erga omnes el contenido de su
derecho, por lo que, en buena lógica,
sólo a partir de la inscripción tal derecho
será real[218]. Si no se
inscribiera, ésta sólo se opondría a los
terceros que la conocieran, pues no estarían de buena fe a
efectos del artículo 34 LH -conocen la servidumbre a pesar
de que no figure en el registro-.

En caso de que el inmueble no estuviera registrado, se
aplicarían las reglas del art. 1473, que prevé la
oponibilidad erga omnes del derecho cuya posesión
se adquiera prior in tempore y de buena fe. Para entender
que la servidumbre puede oponerse a todos -y, por tanto, sea
tenida por derecho real- es necesario i) que el adquirente de la
servidumbre ignore cualquier contrato anterior
incompatible con su título ii) que entre en
posesión del fundo y ejercite las facultades que su
derecho de servidumbre le confieren, esto es, que tome
posesión de la servidumbre (el
modo)[219],[220],
pues sólo a través de esa posesión
desvirtuará la buena fe que permitiría a otro
tercero adquirir el fundo sirviente sin el gravamen de la
servidumbre.

En fin, vemos que tampoco puede afirmarse que las servidumbres
se oponen a todos en todo caso porque son derechos reales, sino que
conviene matizar entre lo inscrito y lo no inscrito y concluir
que la inscripción permite la oponibilidad del derecho
frente a todos si el fundo está registrado y que, respecto
de los fundos no inscritos, la posesión del fundo en
concepto de
titular de servidumbre (si ésta es aparente), y siempre
que se ignoren relaciones de crédito
anteriores y contradictorias, constituye una suerte de
salvaguarda a favor del titular del derecho de servidumbre y en
perjuicio de los potenciales terceros adquirentes del mismo
derecho, que al percibir la posesión del fundo a
título de servidumbre, deberán abstenerse por su
propio bien de contratar con el dueño del fundo sirviente
ese mismo derecho que parece que se está
ejerciendo[221].

d) El derecho de superficie, de vuelo, o de construir en el
subsuelo no oponible

Los arts. 157-161 de la Ley del Suelo y el art.
16 RH prevén un derecho de nuevo cuño que se
entiende forma parte de la lista de derechos reales. No
discutimos que reúna el rasgo de la inmediación,
puesto que el titular de tal derecho puede, aunque sólo en
parte, ejercer el contenido del derecho por sí mismo y
sobre la cosa ajena. Ahora bien, en cuanto a la oponibilidad del
derecho habrá que distinguir, de nuevo, entre si el
titular lo ha escrito en el Registro de la propiedad o
no. En el primer caso será oponible erga omnes,
pues no estará de buena fe quien adquiera la propiedad o
un derecho limitado sobre el fundo pretendiendo desconocer la
previa existencia de un derecho de superficie inscrito.

En caso de que tal derecho no se haya inscrito, no resulta
oponible a los terceros que no debieron conocerlo. Y para valorar
si los terceros debieron conocerlo o no, resulta de especial
interés
atender al hecho de si el titular del derecho de superficie
empezó a ejercitarlo o no; es decir, si empezó a
construir, pues en caso de que así sea, habrá dado,
al menos, un indicio de la existencia de su derecho que, desde la
interpretación de algunos
autores[222], desvirtuaría
la buena fe del tercero que confía, por la
certificación registral, en la ausencia de esa carga. Sin
embargo, en el caso de que ni siquiera hubiera empezado a
construir, carecería su titular incluso de la oportunidad
de explorar esta vía -alegar la mala fe del posterior
adquirente-, y el derecho decaería frente a la buena fe,
en este caso intachable, del tercero que ni siquiera dispuso de
un indicio que contradijera la información que el registro
publicaba[223].

Recapitulando, hemos hecho un repaso de algunos de los
derechos reales más incontrovertidos y hemos demostrado
que la oponibilidad de los mismos no es un rasgo inherente al
derecho y, desde luego, no concurre en todas las circunstancias,
sino que más bien depende de si se han adoptado medidas
para darlo a conocer a un bajo coste para permitir así su
posterior oponibilidad sin dar lugar a las desagradables
sorpresas que los terceros de buena fe se llevan en sistemas opacos
que permiten la oponibilidad de derechos desconocidos.

Nos corresponde ahora analizar el rasgo de la oponibilidad
desde la perspectiva contraria y hablar de ciertos derechos que
nunca se han considerado reales y que, sin embargo, se oponen
erga omnes como consecuencia de su publicidad.

2.2.3. Derechos de crédito
oponibles

a) El arrendamiento
oponible

Habiendo estudiado ya en otro apartado el elemento de la
inmediación, corresponde ahora analizar el de la
oponibilidad erga omnes del arrendamiento, algo que de
acuerdo con la vigente ley de arrendamientos urbanos resulta tan
evidente que ni siquiera los que defienden el carácter netamente personalista de la
relación arrendaticia lo
discuten[224].

En efecto, el derecho del arrendatario a seguir gozando de la
cosa, se opone, al menos, durante cinco años, de acuerdo
con el art. 14 de la ley 29/1994 de 24 de
noviembre[225], incluso en el caso
de que el nuevo propietario ignorara que el inmueble estaba dado
en arrendamiento y a pesar de que reuniera los requisitos que el
art. 34 LH prevé para la inoponibilidad de lo no
inscrito[226].

b) La anotación preventiva del embargo fundada en un
derecho de crédito

Una de las reglas más esenciales del Derecho civil
patrimonial es la de la responsabilidad patrimonial universal -prevista en
el art. 1911-, que hace responder al obligado civilmente del
cumplimiento de sus obligaciones
con todos sus bienes presentes y futuros. Es lógica la
finalidad dinamizadora del tráfico económico que
caracteriza a esta regla de Derecho, pues nadie daría
crédito si no fuera con una garantía sólida
como la de poder
dirigirse en caso de impago, no sólo contra los bienes de
los que disponía el deudor en el momento de contraer la
obligación, sino incluso contra los que adquiera en un
futuro.

En caso de que el deudor no pague la deuda voluntariamente, el
procedimiento
que se articula para exigir la ejecución forzosa de sus
bienes es el del embargo, que equivale a una suerte de
expropiación judicial de ciertos bienes del deudor en la
medida suficiente como para atender al pago de sus obligaciones.
No obstante, como el hecho de que un bien se encuentre embargado
no impide per se que el embargado enajene o grave el bien
del que todavía puede aparecer como propietario -por tener
el bien registrado a su nombre y no constar la anotación
de embargo o por conservar la posesión sobre el mismo si
el bien no está registrado- a un tercero que confíe
en tal apariencia[227], es
necesario tomar la cautela de desvirtuar tal apariencia de
propiedad libre por medio de la anotación del embargo en
el registro. Sólo después de la adopción
de esta medida vendrá obligado el tercer adquirente de la
propiedad o de un derecho sobre la cosa embargada a estar a las
resultas del embargo[228].

Puede advertirse, por tanto, la semejanza en la solidez de la
posición jurídica en la que se encuentra el
embargante (aunque el embargo lo sea por un derecho de
crédito) y la situación del acreedor hipotecario:
ambos sujetan frente a todos un determinado bien al cumplimiento
de una obligación[229].
Desde la perspectiva de la oponibilidad erga omnes no hay
diferencia entre el derecho de hipoteca -oponible a todos desde
su inscripción- y el derecho del embargante -oponible
desde la inscripción del embargo-. Y no sólo no hay
diferencia desde el punto de vista de la oponibilidad erga
omnes
; tampoco la hay desde el contenido de las facultades
que ambos derechos otorgan a sus respectivos
titulares[230].

c) Las condiciones inscritas

La exigibilidad de una prestación puede subordinarse
-en virtud de lo dispuesto en los arts. 1113 y ss. del Código
Civil- a la verificación de un suceso futuro e incierto o
que pasado, fuera desconocido para los interesados. A
través de este instrumento jurídico las partes
pueden condicionar la consumación o la resolución
del contrato -exigibilidad de la recíproca
devolución de la prestación o prestaciones
a que se verifiquen o no ciertas expectativas de las que depende
su intención última de contratar y que en el
momento de celebrar el contrato les son
inciertas[231].

Sin embargo, los efectos de la concurrencia de una
condición no se ciñen necesariamente a la esfera de
las partes contratantes, sino que, en determinados
circunstancias, éstas pueden surtir efectos frente a
terceros o incluso erga omnes, en cuyo caso éstos
habrán de estar a las resultas del eventual acaecimiento
de la condición.

El supuesto más evidente es el de la inscripción
de las condiciones en el registro de la propiedad.
Fijémonos en el art. 11 LH, que prevé que la
constancia registral del aplazamiento del pago no afectará
a los terceros "a menos que se garantice aquél con
hipoteca o se dé a la falta de pago el carácter de
condición resolutoria
explícita"[232]. En este
precepto se
equipara                                  
-impropiamente- la hipoteca a la condición resolutoria en
cuanto a sus efectos frente a
terceros[233] y, siendo las
condiciones un instrumento que modula la eficacia de las
relaciones de crédito, podemos concluir que, en los casos
en los que una condición accede al registro y es conocida
por todos, sus efectos dejan de estar limitados a la esfera de
las partes contratantes para proyectarse también al
exterior, logrando la oponibilidad de relaciones de
crédito a terceros que no son parte en esa
relación[234].

d) El crédito refaccionario anotado

Si ya intuíamos la semejanza de facultades de un
embargante y de un acreedor hipotecario, en el caso del
crédito refaccionario anotado, la ley nos indica
expresamente esa semejanza o identidad de
efectos -93 II LH[235]-.

El acreedor refaccionario es aquél que ha hecho una
obra de mejora en una propiedad ajena. El legislador considera
especialmente injusto el impago de este crédito y otorga
al comitente el derecho a cobrarse con cargo a la cosa y con
preferencia a otros acreedores. Además, de esta manera se
incentiva que se lleven a cabo obras de mejora en los inmuebles.
No en vano, es previsible que los contratantes hubieran pactado
una hipoteca y, por tanto, la previsión legal ahorre
costes de transacción en este caso.

Lo que sí resulta necesario es la publicación
del derecho del acreedor refaccionario en el registro para su
oponibilidad a los acreedores posteriores que tengan derechos
sobre la misma cosa[236]. Por
tanto, como en el caso anterior, el titular de este derecho de
refacción puede oponerlo a terceros, esto es, puede
ejecutar los bienes erga omnes como si tuviera un derecho
de hipoteca, a pesar de que inicialmente sólo tuviera una
anotación preventiva en vistas a la expectativa de derecho
de crédito que tras la finalización de la obra
sería exigible.

Si la exigibilidad del crédito garantizado por la
refacción hubiese quedado pospuesta en el tiempo por el
aplazamiento de la obligación del pago, el art. 93 de la
Ley Hipotecaria le otorga al acreedor la facultad de convertir la
anotación preventiva en hipoteca, sin perjuicio de que, de
estar ya vencido el crédito, la anotación surta
"todos los efectos de la hipoteca", como dice el art. 1113,
"desde luego".

e) Los créditos privilegiados ex lege

Valga lo dicho en el apartado anterior para todos los
créditos a los que la ley les conceda cualquier tipo de
privilegio, que serán oponibles a cualquier tercero. Estos
no pueden alegar el desconocimiento del privilegio, pues
éstos vienen asignados directamente por la ley. Algo
común a todos los créditos que gozan ex lege
del privilegio de afectar a ciertos inmuebles es que no resulta
difícil calcular su cuantía que, en todo caso, no
puede ser muy elevada. Es por esto por lo que la prioridad de la
que gozan sus titulares apenas resulta molesta para los
demás acreedores
desplazados[237]. Dado que todas
estas facultades de cobrar con preferencia con cargo a una cosa
ajena son ejercitables erga omnes -contra quienquiera que
se subrogue en la titularidad del inmueble afectado-, se trata de
derechos reales.

3 Específicamente sobre el derecho
real de propiedad

Hemos dedicado el apartado anterior a precisar, desde el punto
de vista de la doctrina clásica, los conceptos de
inmediación y de oponibilidad erga omnes y a
corroborar si éstos concurren en los derechos que siempre
se han tenido por reales y si se encuentran ausentes en los
derechos que siempre se han considerado de crédito. Las
conclusiones a las que hemos llegado han confirmado la hipótesis de que esto no es siempre
así: ni en los derechos clásicamente reales
concurren los dos elementos ni en los derechos de crédito
están ambos ausentes necesariamente.

Corresponde ahora pasar el "test de la
realidad" -siempre desde una perspectiva
clásica[238]- al derecho de
propiedad, que, por fuerza, hubo
de ser uno de los derechos que principalmente se tomaron en
cuenta cuando se fraguaron los conceptos abstractos de derecho
real y de crédito.

3.1. La inmediación en la
propiedad

El primer artículo del Capítulo I del
Título II del Libro II del
Código Civil se aventura a hacer lo que los romanos nunca
hicieron por considerarlo "peligroso": definir la propiedad. Y es
que, si en Derecho todas las definiciones son peligrosas, el
intento de definir la propiedad habría de revestir una
peligrosidad extrema, pues, no en vano, se trata del único
derecho ilimitado en el que, a su vez, encuentran su fundamento
jurídico y económico todos los derechos que la
restringen. Siendo un empeño tan difícil y
arriesgado, quizá sea dispensable que el Código
Civil no atine al decir que la propiedad consiste -entre otras
facultades- en gozar de la cosa (art. 348).

Si el propietario siempre gozara de la cosa podríamos
decir que la propiedad lleva siempre inherente el elemento de la
inmediación -si obviamos la apreciación de que
sólo Robinson ejerce por sí mismo las facultades en
que  sus derechos
consisten[239]-. Pero es claro que
no sólo los propietarios gozan de la cosa, sino
también -ya lo hemos visto pormenorizadamente- el
usufructuario, el usuario, el titular de un derecho de
habitación, el comodatario, el arrendatario o el
ladrón. Así mismo -visto desde la perspectiva
contraria-, al propietario le puede faltar en un momento dado el
goce de la cosa. De hecho, por cada titular de los derechos que
acabamos de aludir ha de haber necesariamente un nudo
propietario.

Dado que el goce de la cosa es el presupuesto de la
inmediación -de hecho, es muy probable que este concepto
abstracto se haya obtenido pensando exclusivamente en los
derechos de goce-, en los casos en los que el propietario no goce
de la cosa habremos de concluir que no dispone de
inmediación sobre la misma, pues ya hemos visto que la
inmediación presupone una relación de hecho, de lo
contrario el titular del derecho no podría ejercer por
sí mismo las facultades que el derecho le otorga.

3.2.
¿La propiedad no oponible?

Hablar de la oponibilidad erga omnes de la propiedad
resulta extremadamente resbaladizo por la indefinición de
ambos conceptos. Cierto que ya hemos hablado de la oponibildad o
inoponibilidad de ciertos derechos como la hipoteca, las
servidumbres o la opción. Sin embargo, el hecho de
que  conociéramos de manera precisa en qué
consisten esos derechos limitados nos permitía cerrar el
análisis con una mera intuición de
lo que es la oponibilidad. Sin embargo, dado que a estas alturas
del trabajo no
hemos dado todavía una definición de propiedad, no
creemos posible llegar a conclusiones sólidas si partimos
meramente de dos intuiciones
acerca de dos conceptos jurídicos indeterminados.
Permítasenos, por lo tanto, que por razones
sistemáticas respondamos definitivamente a esta pregunta
una vez esclarecidos los conceptos previos de propiedad y de
oponibilidad.

Lo que sí estamos en condiciones de afirmar es que, a
veces, y como resultado de un sistema registral
avanzado, al propietario de una cosa se le priva de su derecho a
favor de alguien que, se dice, adquiere el mismo u otro derecho
contradictorio a non
domino[240]
. Esta
protección del tercero en perjuicio del propietario revela
que, en ocasiones, el derecho de propiedad no reviste la solidez
característica que se predica de los derechos reales
(oponibles erga omnes), sino que más bien se parece
a la propiedad in bonis a la que hace referencia
Gayo[241], un derecho de propiedad
que, a pesar de estar correctamente constituido con arreglo a las
normas del derecho sustantivo, entra en pugna con el sistema de
publicidad que se haya arbitrado en el tráfico
económico y que lo sacrifica en atención a intereses de más
meritoria tutela -la
protección del tráfico-.

Por tanto, prestaremos especial atención al indagar
acerca del concepto de propiedad el hecho de que, en determinadas
situaciones, ésta se desdobla y da lugar a dos posiciones
jurídicas que no se identifican en ningún caso con
una propiedad plena. El fenómeno del duplex
dominium
se recoge tanto en textos
antiguos[242] como en los de la
doctrina moderna[243]. Tanto en
nuestro derecho patrio[244] como en
Derechos
foráneos[245].

4. La
reformulación de la distinción en Giorgianni como
exponente de las teorías
eclécticas. Valoración crítica

Tras evidenciar las definitivas insuficiencias que achacan a
la tradicional teoría
diferenciadora entre derechos reales y de crédito, el
autor se ve en el deber de formular una teoría alternativa
que redefina lo que se entiende por un derecho real o de
crédito, si es que todavía considera conveniente
mantener tal distinción.

El autor sugiere que las tradicionales relaciones reales y de
crédito se contemplen ahora desde una doble perspectiva:
i) "desde la estructura del
poder concedido al titular"[246],
en cuyo caso, y sin que ésta sea una clasificación
cerrada, pueden distinguirse entre 1) obligaciones 2) derechos de
disfrute, 3) derechos de garantía o 4) potestativos; ii)
"inherencia del poder del titular respecto de una cosa","lo cual
se verifica cuando el Ordenamiento jurídico atribuye a la
descrita ligazón funcional entre el poder y la cosa la
virtud de hacer posible la satisfacción de su
interés, cualquiera que sea la esencia de las relaciones
jurídicas o de hecho que envuelvan la
cosa"[247].

En fin, el autor hace tabla rasa de los tradicionales
criterios de distinción entre derechos reales y de
crédito para pasar a examinar lo siguiente: i) si el
titular del derecho obtiene el interés que tal derecho le
otorga por sí mismo o a través de otro sujeto
obligado a observar un determinado comportamiento; ii) si ese poder le otorga
inherencia sobre la cosa, es decir, si puede obtener su
interés con cargo a la
cosa[248]. Ahora bien, la novedad
radica en que estas dos vertientes pasan a ser independientes y
ya no es necesaria la concurrencia cumulativa de ambas
-obtención del interés por sí mismo
(inmediación) e inherencia- para decir que un derecho sea
real, sino que bastará con la concurrencia del elemento de
la inherencia[249].

El pensamiento
del autor se capta definitivamente a través de los
ejemplos que propone: "… puede ocurrir que una relación
que sobre la base de la primera valoración puede situarse
entre los derechos de goce, pertenezca, además con base en
la segunda valoración a los derechos reales, y puede
ocurrir también que una relación, que con base en
la primera valoración se sitúa entre los derechos
de crédito, pertenezca también con base en la
segunda a los derechos reales. Efectivamente, el usufructo, que
es un derecho de goce (primera valoración), es un derecho
real (segunda valoración), cuando el título
constitutivo ha sido inscrito; por el contrario, la servidumbre
negativa, en la cual, como nos hemos esforzado en demostrar, el
interés del titular se logra mediante una relación
obligatoria, es una obligación (primera valoración)
y es además un derecho real (segunda valoración)
cuando el título constitutivo ha sido inscrito…"

Nótese, dicho sea de paso, cómo el autor se
refiere en todo caso a la inscripción del título
constitutivo para que el usufructo y la servidumbre sean
oponibles a los terceros y, por tanto, confieran inherencia al
derecho del titular, y es que el autor considera -acertadamente-
que la publicidad es presupuesto de la inherencia y, por tanto,
del carácter real de un
derecho[250].

Valoración crítica de la teoría de
Giorgianni

Empezaré destacando un importante punto de coincidencia
entre la tesis del
profesor
italiano y la concepción de derecho real que en este
trabajo se defiende. A pesar de aquí no concebimos la
inherencia como el rasgo fundamental de los derechos reales, sino
su oponibilidad erga omnes, no conviene tampoco hablar de
discordancia de pareceres meramente por el hecho de que usemos
términos distintos si lo que está detrás es
la misma idea de fondo. Cuando Giorgianni habla de inherencia,
tal concepto presupone ya la idea de oponibilidad erga
omnes
, pues si el titular del derecho puede satisfacer su
interés con cargo a la cosa en todo momento, lo hace
evidentemente contra el interés que el poseedor de turno
de la cosa tenga en sobre ella en el momento en que el
beneficiario de la inherencia ejercita sobre la cosa su
interés, oponiendo su derecho, por tanto, al poseedor.
Evidentemente, tal oposición no se funda en la inherencia
-lo cual equivaldría a decir que se opone porque
sí-, sino en la previa publicidad que el titular del
derecho le ha dado -el que avisa no es traidor- para que los
terceros poseedores valoren convenientemente los derechos que
adquieren sobre una cosa sujeta a satisfacer un interés de
otro y no paguen por ellos más de lo debido -el autor
mismo así lo reconoce, v. nota 233 de este trabajo-. Ya
hemos insistido varias veces en esto: decir que tal
oposición está fundada en la inherencia o
reipersecutoriedad (o ius persequendi) es perderse en las
palabras y desatender la verdadera causa: la publicidad que se ha
dado del derecho[251].

Se ha expresado el punto de coincidencia. Pasemos ahora a
exponer algunas críticas a la elaboración del
autor:

1) No creemos, a diferencia de lo que piensa el autor, que
falte necesariamente la inherencia en los derechos sobre bienes
inmateriales -sobre los que, sin embargo, sí admite
que haya absolutividad-[252]. Un
ejemplo de ello viene representado por las garantías sobre
acciones
anotadas en cuentas de
valores, sobre
las que sí es posible la constitución de derechos como la prenda,
dada la identificabilidad de tales valores. En el caso de la
prenda sobre valores anotados en cuenta, el acreedor pignoraticio
siempre podrá cobrar su crédito con cargo a tales
ciertas acciones independientemente de que se hubieran
transmitido, pues el adquirente las habría adquirido con
la carga debidamente publicada con anterioridad a la
adquisición. Prueba contundente de que caben tales
garantías sobre bienes incorporales es que el UNIDROIT
está trabajando en una guía en la que se pretende
clarificar y homogeneizar precisamente el régimen
jurídico de tales garantías. Tampoco hay que pensar
que falte la inherencia a la cosa porque haya dejado de haber una
cosa en sentido material, pues basta que lo sea en sentido
jurídico, y un paquete de acciones anotadas en cuenta o
una participación en un fondo de inversión son cosas en sentido
jurídico -en muchos casos de mayor valor
patrimonial que muchas cosas físicas-, por lo que no
faltará la inherencia en la medida en que sean
identificables, y evidentemente lo son en virtud del sistema de
compensación y liquidación de los mercados de
valores.

2) El autor entiende la absolutividad -o la capacidad de
oponer un derecho erga
omnes
[253]- como algo
diferenciado de la inherencia. Para nosotros estos dos
términos tendrían un significado coincidente,
porque en definitiva no son sino dos maneras diferentes de
explicar la preferencia que revisten ciertos derechos frente a
otros [v. Cap. II.2.1.5.]. Ni siquiera consideramos que el de
"inherencia" sea el término más adecuado para
referirse a este efecto de la prioridad. ¿Por qué
es inherente un derecho a una cosa si no es por la facultad de
exigir a los terceros poseedores o titulares de derechos
contradictorios sobre la cosa el respeto del
derecho real del titular?. De nada le valdría al titular
la inherencia si no fuera porque el derecho es oponible erga
omnes
en virtud de la publicidad, como él mismo
reconoce al exigir la inscripción en el registro del
título constitutivo de una servidumbre negativa o de un
usufructo[254].

3) Tampoco se observa -y esta es la crítica de mayor
calado- que los criterios en los que se basa la primera
clasificación sean muy nítidos, pues lo que empieza
siendo una distinción trazada en base a la estructura del
poder que el titular del derecho ejerce sobre la cosa -si obtiene
el interés él mismo o través de la
colaboración de un tercero- acaba por difuminarse y
deviene en una distinción basada en el contenido de cada
derecho que se estima oponible erga omnes. A mi juicio,
bastaría con la originaria distinción que el autor
hace entre derechos obligacionales o de disfrute, entendiendo que
pertenecen a la primera de las categorías los derechos
cuya utilidad obtiene
el titular a través de la colaboración activa de
otra persona -su
deudor[255]- y, de disfrute,
aquellos en los que el titular puede satisfacer su interés
mediante el ejercicio autónomo de su
derecho[256]. Esta es una
clasificación arbitraria como cualquier otra, que se
refiere a cómo obtiene el titular la utilidad de su
derecho y que, por tanto, nada tiene que ver con el
carácter real de un derecho, pues como el autor ya ha dado
por sentado -y nosotros lo suscribimos, con los matices que ya
hemos apuntado-, lo que define a un derecho como real es su
inherencia respecto de la cosa. Ahora bien, esta
clasificación, que en su formulación bimembre ya
resulta criticable[257], cuando se
bifurca -para diferenciar dentro de los derechos de disfrute
entre aquéllos en los que este disfrute recae sobre cosa
propia y el que lo hace sobre cosa ajena (derechos de disfrute y
de garantía)- y amplía -para incluir a los derechos
de garantía y
potestativos[258]- deviene del todo
inútil para clasificar el hecho de si el titular obtiene
el interés por sí mismo o con la
colaboración de otro, para lo cual sólo se
habrían necesitado dos categorías (sí /no =
derechos de disfrute/derechos
obligacionales)[259]. La
clasificación pasa a convertirse en un intento de
clasificar, no ya gracias a quién se obtiene el
interés, sino en qué consiste este interés.
Y como cada derecho otorga un interés diferente, tal
clasificación carece de interés científico,
pues sería como crear una especie para cada animal
concreto.
Bastaría, por tanto, con la identificación del
derecho real por su inherencia -o, como nosotros creemos
más acertado, oponibilidad erga omnes-, sin
perjuicio de que puedan desarrollarse clasificaciones referidas
al contenido o función de los derechos.

5. Numerus
clausus/apertus
de derechos reales.

Una disputa tradicional que ha dividido a la doctrina en el
ámbito de los derechos reales ha sido la de si nuestro
sistema registral los concibe de manera tasada o la lista
confeccionada en los artículos 2 LH, 9 LH o 7 RH los
contempla con carácter de numerus
apertus[260]
. La
distinción es una de las más trascendentes a
efectos prácticos y teóricos, pues de la
adopción de una u otra postura dependerá el que las
facultades que las partes recíprocamente se atribuyen a
través de contratos puedan
afectar a todos los terceros que adquieran con posterioridad un
derecho incompatible.

A pesar de que se afirme generalmente que los países
pertenecientes a la tradición del Civil law
-o como usualmente lo denominan los comparatistas anglosajones:
feudales– contemplan rígidamente en sus
Códigos de Derecho como un dogma un menú cerrado de
derechos reales, a diferencia de los pertenecientes a la
órbita del commom law en la que, libres de tal
grillete, las partes crearían nuevas relaciones
jurídico-reales a su antojo, tal afirmación, que en
términos generales tiene sentido, ha de ser matizada por
lo que respecta a cada una de las dos tradiciones.

Así, por lo que se refiere a los países
integrados en la órbita de la tradición
jurídica continental, la pretendida rigidez que los
anglosajones ven en nuestros Códigos no es
tal[261], pues por lo que se
refiere a decantarse por un sistema de numerus clausus o
apertus, los códigos -al menos el español
no se pronuncian expresamente y lo dejan al albur de toda
clase de
interpretaciones. Así mismo, por lo que se refiere al
sistema del common law, nuestros compañeros
anglosajones, tras exponer el recelo con el que habitualmente
miran una rígida estandarización de
derechos[262], nos dan cuenta de
que la teoría del numerus clausus impregna de hecho
el proceder de los abogados y se erige tácitamente en una
norma que los tribunales nunca pierden de vista a la hora de
interpretar contratos[263].

Visto que la cuestión de si el elenco de derechos
reales que provén las leyes constituye
un sistema de numerus clausus o apertus no es un
problema exclusivo de la tradición jurídica
continental, resulta justificado e incluso recomendable el
estudio de las posiciones de los juristas del common law
al respecto para complementar así el exhaustivo estudio
que acerca de esta cuestión -ya clásica- ha
elaborado la doctrina de nuestro
país[264].

Por de pronto, en nuestro sistema registral como conjunto, -de
bienes  inmuebles, pero sobre todo de bienes muebles
vendidos a plazos[265]- acceden
de facto toda una suerte de posiciones jurídicas
cuyos titulares pretenden oponer frente a terceros,
particularmente para garantizar sus créditos presentes o
futuros. En muchos casos se permite el acceso al registro de
figuras de nuevo cuño que no hacen sino reduplicar la
función que tradicionalmente han venido cumpliendo
nuestras garantías más típicas y
consolidadas, introduciendo con su aparición en escena
toda una constelación de antinomias y problemas
referidos principalmente a su naturaleza y
prioridad. 

Es por esto por lo que conviene realizar un análisis
económico de la conveniencia de tener uno u otro sistema.
Como trataremos de demostrar, la eficiencia se
alcanza con el establecimiento de un régimen rígido
de numerus clausus de derechos reales, pues los costes que
un sistema de numerus apertus acarrearía para los
terceros (que por definición, tienden a infinito)
superarían los beneficios de los titulares de los nuevos
derechos reales.[266]. No obstante,
es imposible determinar a priori el número
idóneo de derechos reales que puede soportar una economía sin que la sobrecarga de
información para los terceros supere los beneficios de la
innovación. Entre estos costes y beneficios
se esconde el punto de
equilibrio que a los juristas corresponde hallar, punto de
equilibrio que
-fiel a su naturaleza- variará en función de lo que
varíen las demás variables,
como por ejemplo, la aplicación de las nuevas
tecnologías en el acceso al registro o la
formación de los ciudadanos. A analizar y comparar los
costes y beneficios que generan la creación de nuevos
derechos reales dedicamos el siguiente apartado.

La teoría de la óptima estandarización
de Merril y Smith.

De acuerdo con estos autores, la creación de cualquier
derecho real origina una externalidad negativa que sólo es
internalizada por los titulares del interés a oponer y los
sucesivos adquirentes[267], ya que
éstos cuentan con ellas y las reflejan en el precio del
derecho que crean. Sin embargo, las personas ajenas a ese
círculo privado y que, por tanto, no están en
condiciones de hacer una correcta valoración
económica del derecho que adquieren sobre el bien gravado,
sufren en toda su crudeza el efecto de las asimetrías
informativas, hasta tal punto que el coste de la
valoración económica de su derecho superaría
el beneficio económico que eventualmente
adquirirían de celebrar el contrato, lo cual les lleva
inexorablemente a abstenerse de contratar.

Imaginemos un mercado con 100
relojes y 100 propietarios, correspondiendo un reloj a cada
propietario. Cada propietario podría, evidentemente,
transmitir la propiedad del reloj o darlo en prenda o comodato,
pero imaginemos que el propietario A quisiera constituir un
derecho real ex novo que consistiera en ceder a otro el
uso y disfrute del reloj, pero sólo los lunes. Como
contrato con efectos inter partes, estaría
perfectamente amparado en la autonomía de la voluntad de
las partes contratantes, pero… ¿qué
ocurriría si se les permitiera dotar de efectos reales a
ese contrato?. En primer lugar, se empezaría a correr el
rumor de que alguien ha constituido un derecho de
usa-en-lunes con un régimen jurídico
incierto sobre un reloj, pero no sobre qué reloj concreto
de los cien se ha constituido, lo que decidicamente pondrá
en alerta a los potenciales adquierentes de relojes, que a partir
de ese momento comprarán relojes -o adquirirán
derehos sobre relojes- con mayor recelo.

Por otra parte, cuando A quisiera vender su reloj,
tendría que explicarle a su contraparte -y eso si
está de buena fe- que no lo podrá usar los lunes,
lo cual, evidentemente, lo haría menos atractivo y lo
abarataría. Sin embargo, esa es una circunstancia que no
sorprendería a A y que ya habría tenido en cuenta a
la hora de fijar el valor del derecho usa-en-lunes, por lo
que en términos económicos no sufre ningún
perjuicio. ¿Qué les ocurrirá, sin embargo, a
cada uno de los otros noventa y nueve propietarios cuando
intenten vender el reloj o un derecho sobre sus relojes? Se
encontrarán con compradores reticentes que ofrecen menos
dinero por el
reloj o que ya no están dispuestos a adquirir
ningún derecho ante la eventualidad de no poder usarlo los
lunes por el desconocimiento de la eventual existencia de un
titular preferente de un derecho sobre el reloj y del exacto
régimen jurídico de tal derecho. E incluso en el
caso de que haya asumido el coste de la
investigación acerca de la existencia o no de tal
titular preferente y del funcionamiento del nuevo derecho, o haya
contratado garantías, descontará del precio de
reserva[268] el coste de
valoración y/o de transacción -para la
formalización de las garantías- que ha tenido que
asumir. Como vemos, A ha creado una externalidad negativa que se
traduce en un coste que recae sobre los demás vendedores y
el resto de los potenciales compradores de relojes y de la que no
responde[269].

Llegados a este punto, conviene distinguir entre tres clases
de individuos que pudieran estar afectados por la creación
de este interés en cosa ajena: i) Los mismos 
creadores del interés, ii) Los que se subrogan
sucesivamente en la titularidad del interés, y iii) las
demás personas que no intervienen activamente en estas
relaciones jurídico-reales e integran la parte pasiva que
simplemente estaría llamada a soportarlos.

i) Por lo que se refiere a los primeros, no es imaginable
ningún tipo de externalidad que no hayan podido tener en
cuenta a la hora de contratar y, por ende, pudieran haber
descontado al fijar el precio del nuevo derecho real cuya
creación convienen con el adquirente. Así, si A
constituye un derecho de usa-en-lunes en favor de B, el
hecho de que B pudiera, a su vez, transmitir ese derecho o
constituir otros derechos sobre su titularidad en favor de otras
personas degradaría el valor de los restantes derechos que
A conservara en el reloj[270]. De
la misma forma, A puede hacer disminuir el valor de los derechos
de B constituyendo otros derechos en favor de terceros. No
obstante, dado que los contratantes directos de estos derechos
están en condiciones de internalizar el riesgo en el
precio, no podemos decir que sufran externalidades. Por lo que a
estos individuos se refiere, no hay necesidad de prohibir la
transacción.

ii) Por lo que se refiere al grupo de los
que se subrogan en la titularidad de esos intereses, tampoco los
costes representan una externalidad. Si el nuevo derecho real
rebaja el precio que un futuro comprador pagará por un
derecho en el reloj sobre el que A y B han negociado, las
dificultades que afrontará el futuro subrogado que pueda
estar interesado en adquirir un interés en el reloj le
llevarán a pagar un precio menor que el que hubiera pagado
por un reloj libre de cargas.

iii) La verdadera externalidad se genera respecto de los
terceros que incluso potencialmente estarían dispuestos a
adquirir un derecho sobre el reloj. Además, este coste que
sufren los terceros intervinientes en el tráfico rara vez
se compensa con los beneficios que obtiene el titular del derecho
real. Supongamos que el valor que para A representa la
creación de un derecho de usa-en-lunes es de 10 $,
pero disminuye en 1 $ el valor de los relojes de los otros
noventa y nueve propietarios. Tenemos que el beneficio neto para
A es de 9$, pero a un coste social de 90$. A juicio de MERRIL
& SMITH, sólo una obligatoria estandarización
de los derechos disminuiría los costes asociados a la
falta de conocimiento
de su régimen jurídico. De su existencia en el caso
concreto darán cuenta los sistemas de publicidad que se
arbitren, como el registro de la propiedad, sin perjuicio de que
la articulación de sistemas de publicidad convivan -o
mejor, compitan- con un régimen de seguro de
títulos[271].

Como consecuencia, en términos agregados, la
viabilidad de la creación de un nuevo derecho real se
reduce a hacer una comparación entre el beneficio marginal
que los titulares obtienen de la existencia de un nuevo
vehículo jurídico para satisfacer sus necesidades
económicas y el coste marginal de tener que dar la
necesaria publicidad de su régimen jurídico y de la
existencia del nuevo gravamen en un caso concreto del
tráfico, si su titular quiere hacerlo efectivo frente a
terceros[272]. No cabe duda de que,
en vez de en los extremos (autonomía de la voluntad en la
creación de derechos reales frente a ausencia de derechos
reales), hay que buscarla en el equilibrio entre los costes en
juego[273].

 

La interesante aportación de los autores que acabamos
de comentar ha sido objeto, dos años después, de
una vigorosa réplica por parte de Hansman y Kraakman, que
tras exponer las objeciones que encuentran a la
elaboración de  Merril y Smith, presentan la
teoría de las reglas de verificación, que
podría resumirse como la exigencia de diferentes grados de
publicidad en función de los rasgos de cada derecho real
para su enforcement u oponibilidad.

Son varias las objeciones que estos autores encuentran a la
teoría antecitada. Nosotros recogeremos algunas que
creemos fundadas y rechazaremos otras que, o bien no creemos que
desvirtúen las alegaciones de los anteriores, o creemos
que son fruto de una malinterpretación. No obstante, y a
pesar de las manifiestas discrepancias entre estos dos estudios,
los hemos encontrado coincidentes en varios aspectos
básicos: i) Se vuelve a incidir en la semejanza de
comportamiento de las dos tradiciones jurídicas ante el
dilema numerus clausus/apertus, lo cual nos permite buscar
ideas sugerentes en los trabajos de los académicos de
ultramar por la posibilidad de extrapolar algunas de sus ideas en
este aspecto a nuestro sistema jurídico continental y, ii)
se hace una misma caracterización de los derechos reales,
en la que el rasgo más saliente es la oponibilidad de los
mismos a terceros, fundada en la necesaria notificación
(give notice) que de los mismos ha de darse a los terceros
-lo que nos pone en la órbita de un sistema transparente
de constitución y transmisión de derechos
reales-[274].

1. La teoría de la óptima estandarización
no explica por qué el derecho de cosas es más
restrictivo que el derecho de obligaciones y contratos. Si debe
haber un número óptimo y finito de derechos reales
estandarizados, ¿por qué no rige lo mismo para los
derechos de crédito? Los autores señalan que por lo
que se refiere a los derechos de crédito, la utilidad de
la legítima proliferación de nuevos contratos no
afecta a la certeza ni eleva los costes de
transacción[275].

Esta primera objeción, que parece más una
negación de las conclusiones a las que llega la
teoría de la óptima estandarización y que
nosotros creemos suficientemente justificada y explicada tiene
una respuesta sencilla y que además responde a una
lógica básica: los derechos de crédito
sólo surten efectos frente a la contraparte, que se supone
que ha entendido y aceptado los términos del contrato y se
somete a sus dictados –pacta sunt servanda– y frente a los
terceros que conozcan el
interés       
-deudores extracontractuales-, que responderán de su
lesión dolosa o imprudente.

Por el contrario, los derechos reales se definen precisamente
por su eficacia erga omnes y, por tanto, exigen para su
válida constitución que se desarrollen medidas
previas destinadas a proveer a los terceros de un conocimiento
exacto del régimen jurídico de tal derecho y de la
concreta existencia del derecho preferente que haya de
respetarse, esto es, medidas que constituyan la presunción
iuris et de iure de que ha intervenido un
consentimiento válido por parte de todos aquellos que
potencialmente pueden adquirir un derecho contradictorio. No
puede exigirse una responsabilidad por incumplimiento a quien no
expresó su consentimiento para
obligarse[276], y es precisamente
para lograr este consentimiento informado por parte de todos para
lo que es necesaria la intervención del legislador, que
estandariza el régimen jurídico de los derechos
reales, y del registro o sistemas equivalentes, que informan de
la existencia de los derechos reales, que adquieren precisamente
tal carácter real a través de la
inscripción. El coste de desarrollar un régimen
jurídico estandarizado para el nuevo derecho real, de dar
publicidad a los derechos reales que en cada caso se constituyan
y, en última instancia, el coste que al propio operador
económico le supone entender o asesorarse acerca del
régimen jurídico del derecho real en
cuestión y pedir la correspondiente certificación
registral son los costes de transacción vinculados a la
creación de un nuevo derecho
real[277].

Por el contrario -y siguiendo con la respuesta a su
interrogante- si un aumento de las modalidades contractuales no
aumenta el coste de valoración de los derechos que otros
adquieren (lo que Merril y Smith llaman measurement cost)
es sencillamente porque los efectos jurídicos de estos
nuevos contratos se circunscriben exclusivamente a la esfera de
las partes contratantes y no afectan a los terceros, salvo que
éstos interfieran en la relación de crédito
y frustren dolosa o imprudentemente el interés del
acreedor (tortious interference with the contract). Estos
son los terceros a los que nosotros hemos llamado "deudores
extracontractuales", en atención a que la
obligación que a éstos compete de no lesionar los
intereses de los demás constituye una obligación
civil.

2. El número de derechos reales que la ley defina o
esté preparada para oponer afecta poco a los costes de
información. En tanto los derechos reales más
necesitados gocen de una clara categorización y
definición, la posibilidad de que las partes lleven a cabo
sus transacciones en esos términos no se verá
comprometida por la disponibilidad de formas adicionales. Nadie
necesita utilizar esos nuevos derechos reales, después de
todo, o incluso pronunciar sus
nombres[278].

En primer lugar, aunque las partes hagan caso omiso del nuevo
derecho real y no piensen adoptarlo en sus relaciones
comerciales, están obligados a respetarlo caso de que
grave de manera incompatible un derecho en el que estén
interesados[279], por lo que no es
del todo cierto que los intervinientes en el tráfico
jurídico puedan sencillamente dar la espalda a derechos
reales de nueva configuración.

En segundo lugar, la posibilidad de que las partes alcancen
sus complejos fines económicos a través de la
combinación de instrumentos legales clásicos no es
óbice para intentar buscar nuevas formas que satisfagan
directamente estos intereses -siempre que el saldo que arroje la
comparación de los costes y beneficios sea positivo-. El
coste asociado a la ingeniería jurídica -o
combinación de diferentes figuras jurídicas para
alcanzar un resultado económico peculiar- es bien
conocido: i) Hay que incurrir en el coste de asesoría para
diseñar y estar en condiciones de entender lo que a la
italiana se da en llamar un "collegamento negociale" ad
hoc
ii) Dado el carácter atípico del contrato,
y en caso de incumplimiento o controversias en cuanto a su
alcance, hay que tener en cuenta los costes derivados de la
interpretación en sede judicial y de lo costoso de
determinar la voluntad real de las partes contratantes a
través de las reglas de interpretación de
contratos.(1281  y ss). Por ello, si en vez de acudir
constantemente a la combinación de diferentes figuras
jurídicas para alcanzar una finalidad económina se
establece por el legislador un nuevo derecho ecuyo régimen
jurídico aparezca estandarizado en la ley, se
dejará de incurri en los costes referidos.

Entre las muchas aportaciones de Hansman y Kraakman por lo que
al análisis económico de los derechos reales se
refiere, resaltaría dos observaciones especialmente
interesantes que ahora enumeramos y pasamos a desarrollar a
continuación: i) Lo que podríamos denominar
economías de escala o efectos
de red del registro
de la propiedad -que quizá pudiera ser aplicada a otros
sistemas de publicidad- ii) el hecho de que la tesis de Merril y
Smith sólo se aplique por departamentos estancos de
derechos reales que afecten sólo a un conjunto determinado
de bienes. Comentemos en particular cada una de las
objeciones:

i) Si se utilizan las mismas reglas de
verificación[280]
para servidumbres como para hipotecas-digamos que en ambas la
inscripción fuera constitutiva- entonces el coste de
determinar si la finca está sujeta a una servidumbre tiene
visos de ser mucho menor si la ley ya había previsto la
hipoteca como
constitutiva[281], pues ya
se habría incurrido en los costes de la creación
del registro y el prospectivo comprador, que hubiera
previsiblemente buscado hipotecas en cualquier caso, se
topará con las servidumbres en el curso de su
búsqueda sin incurrir apenas en un esfuerzo
adicional.

Parece que la afirmación es correcta y, por tanto,
convendría corregir o adaptar la teoría de la
máxima optimización a esta apreciación.
Así, si bien es cierto que Merril y Smith tienen en cuenta
el sistema registral como el principal mecanismo para abaratar
los costes de
valoración                    
(measurement costs), no parecen reflejar en el
gráfico los costes que el propio sistema registral
introduce -quizá lo hayan tenido en cuenta al reflejarlo
gráficamente-. No obstante, y a pesar de que hubieran
tenido en cuenta este coste -lo cual hay que presumir dada la
meticulosidad que emplean en su trabajo-, no parecen tener en
cuenta que la introducción de un sistema registral
sólo haría descender los costes asociados a la
búsqueda de cargas si la inscripción de las mismas
fuera en todo caso constitutiva, pues en la medida en que sea
posible constituir un derecho real sin necesidad de dar
publicidad a través del registro -por ejemplo, porque
tratándose de un derecho real aparente se puede tener
consciencia de él a través de medios
extrarregistrales[282]- se
estaría obligando al tercero a acudir a la finca y
verificar in situ la ausencia de gravámenes, por lo
que no siempre sería cierto que el registro rebaja los
costes de transacción.

No obstante, cuando MERRIL y SMITH presentan el registro de la
propiedad como instrumento central destinado a evitar costes, lo
hacen bajo el presupuesto de que no resultan oponibles erga
omnes
derechos no registrados -o cuya publicidad no mane de
la ley-, pues de ser esto así, el registro perdería
toda fiabilidad.

ii) La teoría de la óptima
estandarización tiene poco sentido cuando se aplica al
nivel de las categorías [derechos reales sobre i) bienes
raíces ii) propiedad
intelectual iii) sociedades] .
Los costes de procesar la información y los costes de
valoración que alguien que está considerando una
compra de un bien inmueble afronta por el hecho de que la misma
puede estar afectada -por ejemplo- por una servidumbre, no
aumentan por el hecho de que la ley también permita otros
derechos reales en otro tipo de bienes, tales como los derechos
de garantía sobre bienes muebles o patentes en
invenciones.

En consecuencia, la introducción de derechos reales que
afectan a una categoría de bienes no tiene ningún
efecto sobre el coste de valoración de derechos reales que
recaigan sobre un bien de otra naturaleza. Parece que aciertan de
nuevo Hansmann y Kraakman con esta apreciación, que
definitivamente condenaría a la teoría de Merril y
Smith a ceñirse exclusivamente a cada tipo de activo
subyacente, por lo que pasaría de ser una teoría
global a una teoría que se aplique sectorialmente a cada
categoría de
derechos[283]. 

¿ Qué conclusión debemos sacar de las
apreciaciones económicas de MERRIL & SMITH y de las
matizaciones de las que ha sido objeto? Principalmente, que
resulta igualmente perjudicial una regulación totalmente
apertus de los derechos reales como la hipotética
situación de que sólo estuviesen disponibles uno o
dos derechos reales, vg. usufructo e hipoteca. En otras palabras,
tan antieconómico es un extremo como el otro, siendo lo
verdaderamente deseable encontrar un punto de equilibrio entre
los costes y beneficios que se derivan de la creación de
nuevos derechos reales. Cuántos, es imposible saberlo a
priori
. Le corresponde al legislador y a los operadores
jurídicos ponderar si el sistema registral está
saturado de derechos reales o por el contrario, podría
acoger más. Y este no es un juicio que se deba hacer una
vez para dejar la cuestión definitivamente zanjada, sino
que se trata de un análisis que se ha de estar haciendo
constantemente, pues los puntos de equilibrio, por
definición, están continuamente en movimiento.

Es por esto último por lo que no parece aconsejable la
opción de quienes propugnan la apertura del registro de la
propiedad a todos los derechos de crédito para lograr
así su oponibilidad frente a
terceros[284] -la oponibilidad de
aquellos que sean idóneos para tener este efecto, que no
lo son todos, obviamente[285] -.
Sin duda, es completamente cierto que la existencia de
asimetrías informativas entre los intervinientes en el
tráfico jurídico constituye un semillero de
sorpresas, litigios, y demás costes -principalmente
referidos a debatir en los tribunales acerca de la mala o buena
fe del tercero respecto de una relación jurídica
que podría oponérsele-, pero eso no nos tiene que
llevar a desequilibrar la balanza en sentido contrario -esto es,
abriendo los registros a todos
los derechos de crédito-, pues intentando conjurar un
coste podemos incurrir en otro (el coste de informarse
minuciosamente sobre las relaciones de crédito que recaen
sobre un bien registrado y que habrá que soportar en caso
de adquirir sobre él un derecho contradictorio
measurement costs– sería prohibitivo).

Al registro de la propiedad acceden derechos reales que gozan
de un régimen jurídico definido, regulado en el
Código Civil, la legislación hipotecaria (art. 2.2
LH) y, respecto de algunos registros, incluso en
legislación sectorial dispersa -superficie, vuelo, derecho
de aprovechamiento por turnos…-. Se presume que los
intervinientes en el tráfico económico conocen
perfectamente las consecuencias jurídicas básicas
de adoptar uno u otro derecho real de los que aparecen en el
catálogo -lo cual en ocasiones ya es mucho presumir- para
realizar de manera expedita sus intereses económicos.
Así, si alguien está interesado en adquirir la
propiedad de una finca que aparece en el registro como
hipotecada, no tendrá que incurrir en altos costes de
transacción para asesorarse acerca de lo que ello
significa, pues es uno de los derechos estándar cuyo
régimen jurídico se encuentra minuciosamente
regulado en la ley. Si esa misma finca estuviera dada en
arrendamiento, el potencial adquirente habrá de
preguntarse para valorar racionalmente su potencial derecho si la
eventual ejecución cancelaría el arrendamiento o
éste persistiría, para lo cual habrá de
consultar, además de la Ley hipotecaria, la LAU
-amén de tener en cuenta también la jurisprudencia
al respecto-. La cosa se complica si existe un titular de un
derecho de opción que pugnaría con los derechos
reconocidos al arrendatario, etc.

Se ve que a pesar de que todos estos derechos tengan un
régimen jurídico estandarizado y, por tanto,
fácil de asimilar, la interpretación de las reglas
de conflicto que
resuelven colisiones entre los mismos -o incluso el mero hecho de
saber si hay una colisión- generan grandes costes para las
transacciones.

Si esto es así para los derechos estándar, sobre
cuyo régimen jurídico casi nada hay que explicar a
los comerciantes, ¿Qué decir sobre un contrato,
que, en tanto no vulnere la ley, la moral o el
orden público -que tampoco son conceptos claros-, puede
estipular cualquier cosa? Si con una docena de derechos reales,
el tráfico sobre bienes registrados se torna a veces en un
caos … ¿ sería sostenible la
publicación en anexos al registro de los contratos sobre
cosas registradas que las partes quieran hacer oponibles erga
omnes
en virtud de la publicidad que da el registro? Incluso
empezaría a ser frecuente que el potencial adquirente de
un derecho sobre una cosa registrada encontraría en el
registro un asiento que le remitiría a un contrato -o
varios- protocolizado/s en una/s notaría/s. O quizá
el registrador habría de leérselos y extractar las
cláusulas a las que las partes quisieran dar efectos
reales. En cualquier caso el coste es ingente y más vale
-creo yo- seguir como estamos e imponer sobre aquéllos que
tengan un especial interés en hacer oponibles sus
relaciones el coste de publicarlas a través de uno de los
derechos que ofrece nuestra Ley hipotecaria, por ejemplo, a
través de flexible figura de la anotación
preventiva[286].

6. Sobre el
concepto de oponibilidad y su relación con la publicidad

Corresponde ocuparnos ahora de precisar con nitidez un
concepto de oponibilidad que sea compatible y coherente, por
supuesto, con la explicación obligacionista de los
derechos reales que en este trabajo se mantiene. Empezaremos
dando una definición abstracta con el menor grado de
vaguedad posible para después ir precisando uno por uno
sus elementos.

Entendemos por oponibilidad la prevalencia de una
posición jurídica sobre otra que se proyecta sobre
un mismo derecho o sobre un derecho
incompatible
[287]. El conflicto
se plantea típicamente entre dos o más partes con
pretensiones incompatibles que no han tenido oportunidad de
negociar directamente las reglas de preferencia de sus derechos
sobre ciertos bienes escasos. Ante esta tesitura, le corresponde
al Estado
arbitrar las reglas de prioridad de derechos cuando las partes
afectadas por el conflicto de intereses no las hayan podido
negociar. Como casos paradigmáticos de colisiones de
derechos citaremos la doble venta o las
situaciones de insolvencia. Nos referiremos a la relación
que vincula a las dos partes titulares de pretensiones
contradictorias sobre una misma cosa o derecho con el giro de
"relación de oponibilidad".

i) Requisito sine qua non para la existencia de una
relación de oponibilidad es, por tanto, que estén
en juego los
intereses de, al menos, tres partes. En el fondo, el punto de
partida es siempre la constitución de diferentes derechos
incompatibles a favor de diferentes personas por un mismo titular
de un derecho. Nunca diríamos, por tanto, que un
propietario opone su derecho de propiedad frente al usufructuario
incumplidor (deudor originario). Tampoco puede decirse que tal
propietario oponga su derecho de propiedad al tercero que causa
desperfectos en su inmueble (deudor
extracontractual)[288]. Sí
diríamos que el propietario opone su derecho de propiedad,
por ejemplo, al comprador de su usufructuario o que éste
se lo opone a aquél -el comprador del usufructuario al
propietario-.¿Cual es la diferencia entre este tercero
comprador y el deudor extracontractual que viene obligado por el
Código Civil con carácter general a no lesionar los
intereses del nudo propietario? Esta pregunta nos lleva al
segundo elemento.

ii) Las dos partes entre las que se plantea el conflicto han
de haber celebrado un contrato o negocio jurídico que les
otorgue ciertas facultades incompatibles sobre la misma cosa o
derecho. Y esto es precisamente lo que caracteriza al comprador
del usufructuario: ha celebrado un contrato válido que le
confiere el derecho subjetivo -entre otras cosas- a la entrega de
la cosa. El contenido de este derecho subjetivo contradice el
contenido del derecho del propietario. Tenemos, pues, el segundo
elemento que caracteriza a las relaciones de oponibilidad: dos o
más partes titulares de sendas pretensiones
irreconciliables sobre la misma cosa que dimanan de sendos
derechos subjetivos válidamente constituidos.

Otro ejemplo típico es el de la constitución de
diversos gravámenes sobre una cosa a favor de diversos
titulares. Imaginemos que alguien constituye tres hipotecas y una
opción de compra a favor de cuatro personas distintas.
Para introducir elementos de diferenciación entre las
posiciones jurídicas de los acreedores hipotecarios
supongamos que uno ellos no ha inscrito la
hipoteca[289]. Pues bien, en esta
situación nos encontraríamos a cinco personas en
una relación de oponibilidad: al propietario, a los dos
acreedores hipotecarios con derecho de hipoteca inscritos, al
acreedor hipotecario con derecho de hipoteca no inscrito y al
titular del derecho de adquisición preferente. Todos estos
derechos, que otorgan a sus titulares diferentes facultades sobre
una misma cosa, están válidamente
constituidos[290] y recaen sobre el
mismo objeto de manera incompatible, porque tales derechos no
pueden ejercitarse simultáneamente sin restarse valor los
unos a los
otros[291],[292].

iii) El tercer elemento se refiere al objeto sobre el que se
proyecta el contenido de los derechos contradictorios. Este
objeto ha de ser por necesidad una cosa material o un derecho
registrado, nunca una prestación puramente personal, pues
dada la incoercibilidad de las prestaciones personales no cabe
hablar de una prioridad sobre una prestación que en modo
alguno puede ser objeto de ejecución forzosa. Aunque
dijéramos que el derecho de una persona a recibir tal
prestación fuera prioritario frente al de otras personas
-que puede decirse- lo cierto es que nunca podría hacerse
efectivo in natura.

Si A se vincula a través de un contrato de exclusiva a
prestar un determinado servicio a
favor de B y C, que conoce el pacto, celebra con la misma persona
un contrato incompatible que vulnera el derecho de exclusiva, A
no tendría mecanismos legales para evitar que su deudor
realice la prestación a favor de su "segundo acreedor",
sino que a lo sumo dispondría de una pretensión
indemnizatoria contra ambos por el perjuicio causado. A no puede
evitar, por tanto, un incumplimiento in natura de su
deudor. La razón la encontramos en la incoercibilidad de
las prestaciones personales.

Hay dos clases de oponibilidad: la oponibilidad in
natura
(o "regla de
propiedad"[293]) o la oponibilidad
por equivalente pecuniario (o regla de responsabilidad). Decimos
que alguien opone "in natura" un derecho cuando el juez
finalmente protege el derecho de su titular y se lo niega al
tercero que pugnaba con él. En estos casos se dice que el
derecho está protegido con una regla de propiedad. Sin
embargo, decimos que alguien opone un derecho por equivalente
pecuniario cuando el juez decide finalmente otorgar el derecho al
tercero pero obliga a éste a indemnizar a su titular,
pagándole una compensación. En estos casos se dice
que el derecho del titular está protegido por una regla de
responsabilidad.

Tal y como hemos dicho, el origen de las relaciones de
oponibilidad siempre se encuentra en la celebración de
negocios
contradictorios por parte del propietario de una cosa o titular
de un derecho y a favor de diferentes personas. Pero hay una
diferencia fundamental entre si tal comportamiento se observa en
un contexto opaco de constitución de derechos reales o en
uno transparente. El primer supuesto es el típico de las
sociedades que no han desarrollado sistemas fiables de
acreditación de derechos, en las que, por tanto, el riesgo
de estelionato es alto (p.ej., venta de cosa hipotecada sin
advertir al comprador de la hipoteca). De estas sociedades
prerregistrales es característico el recelo de los
adquirentes de bienes, temerosos de tener que soportar
arbitrariamente cargas que les eran ocultas, y como consecuencia,
la obstaculización del comercio y la
disminución del precio que los comerciantes pagan por las
cosas.

Por el contrario, en una sociedad
jurídica y técnicamente desarrollada que sí
disponga de estos mecanismos de acreditación de los
derechos erga omnes, en las que conocimiento por parte de
los posteriores contratantes de derechos anteriores no dependa de
la buena o mala fe del transmitente sino que venga garantizado a
un bajo coste, los adquierentes de derechos sobre las cosas
habrán tenido siempre en cuenta la existencia de tal
derecho anterior independientemente del comportamiento de sus
contrapartes, por lo que no les sorprenderá su preferencia
u oponibilidad, que se basa precisamente en el
conocimiento que de los derechos anteriores tienen los
demás intervinientes en el tráfico.

La regla más importante que jamás se haya
arbitrado para jerarquizar derechos contradictorios sobre una
misma cosa es bien intuitiva: la de dar preferencia a
aquél cuyo derecho se haya constituido con anterioridad,
regla que se conoce por el aforismo prior in tempore, potior
in iure
y que ha alcanzado un grado de consagración
tal que hoy preside el emblema del colegio de
registradores. Mas esta regla, que en un mundo ideal en el
que todos los intervinientes gozaran de toda la
información acerca de las relaciones jurídicas
constituidas funcionaría a las mil maravillas, en nuestro
mundo imperfecto de asimetrías informativas se torna
antieconómica e injusta, por lo que conviene restringir su
ámbito de aplicación y referirla únicamente
a aquellos derechos a los que se les haya dado la suficiente
publicidad para que, al menos, puedan ser conocidos desplegando
una normal diligencia.

No hay nada más entorpecedor para el tráfico que
oponer al titular de un derecho otro que no tuvo oportunidad de
conocer o sólo la hubiera tenido a costa de desplegar un
esfuerzo que en términos económicos sobrepasara el
que le supondría a su verdadero titular -el verus
dominus
– hacérselo saber.

Vamos a bifurcar nuestro razonamiento para contemplar las dos
posibilidades que representan los polos opuestos dentro del
amplio abanico de medidas a adoptar: exigir o no el conocimiento
por parte del tercero de la existencia del derecho real que se le
pretende oponer, o cuanto menos, que este tercero debiera
conocerlo.

Si optamos por lo primero -oponibilidad a los que lo conozcan
o debieran haberlo conocido-, habremos de preguntarnos
cuál es el grado de publicidad que estimamos suficiente
para dar al tercero por notificado, pues en la medida en la que
la fiabilidad y difusión alcanzada por los medios de
publicidad sea mayor, mayor será así mismo la
seguridad del
tráfico y, por ende, el valor económico de las
titularidades[294]. Por el
contrario, si el regulador se conforma con un medio de publicidad
ineficaz que provea poca o nula difusión de los derechos a
oponer, el sistema se aproximará a aquél en que no
se exige notificación del derecho.

La segunda posibilidad es la de permitir la oponibilidad de
los derechos que se demuestren. Este es el sistema que, con
excepciones, rigió para el Derecho Romano.

La diferencia entre la primera y la segunda línea es
clara: Mientras en el primero la carga para poder oponer el
derecho recae sobre su titular, que ha de preocuparse de que
alcance la publicidad que se estime suficiente para poder ser
opuesto a un tercero, en el segundo caso el derecho se opone
-siempre y cuando el titular demuestre su
existencia[295]- al tercero
independientemente de que éste hubiera podido llegar a
conocerlo, por lo que corresponde al tercero cerciorarse de que
adquiere un derecho de su verdadero titular, no bastándole
la buena fe.

Como claro exponente de la primera de las opciones, los
sistemas registrales representan el más perfeccionado
mecanismo de publicidad[296]. Como
ejemplo de la opción -a todas luces menos recomendable- de
oponer los derechos pretendidamente reales a todos los titulares
de derechos que entren en contradicción con la titularidad
real y a pesar de que éstos no hubieran podido conocerlo,
podemos referirnos al Derecho Romano
si hacemos especial salvedad de los puntuales momentos en que se
veló por la certeza de las titularidades y que pasamos a
desarrollar a continuación.

PARTE II

Sobre el concepto de dominio y su
transmisión

CAPÍTULO I: 

El concepto de
dominio y su transmisión en las diferentes etapas del
Derecho Romano

1. El concepto de dominio en el
Derecho Romano arcaico (754-451 a.C) 1.1 
Introducción

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, la
aproximación a este periodo de formación del
Derecho aporta elementos decisivos para entender la
génesis y evolución de conceptos jurídicos
fundamentales, como el concepto de propiedad. A ello
contribuirá, de una parte, la simplicidad de la
organización política -y, por
tanto, jurídica- de estas sociedades y, de otra, el hecho
de que los estudios de la doctrina romanista sobre esta
época puedan ser complementados por las reflexiones que
sobre el origen de estos mismos conceptos se han ensayado desde
una perspectiva filosófica, por representar estas
sociedades un ejemplo de ese "estado de naturaleza" previo a la
consolidación del
Estado[297].

Al hilo, pues, de la exposición del originario y
omnicomprensivo concepto de detentación, de los mecanismos
para recobrar la cosa de cuya detentación alguien se ha
visto privado sin su consentimiento (y por tanto, de cómo
se desprende de la detentación un nuevo concepto
dominium-), o finalmente, de cómo se introduce
paulatinamente la abstracta noción de "derecho limitado o
limitativo" iremos saliendo de la penumbra para adentrarnos, ya
con más firmeza, en el estudio del Derecho romano
clásico, núcleo duro de esta segunda parte, de cuyo
estudio obtendremos las claves que guiarán la
interpretación -al menos romanista- de las instituciones
centrales del Derecho privado de nuestra tradición
jurídica.

Antes de iniciarnos en el estudio del Derecho romano debe
hacerse una precisión metodológica: a lo largo de
la exposición utilizaremos en la medida de lo posible los
mismos términos que aparecen en las fuentes,
evitando contaminar la exposición con la indebida
extrapolación de concepciones modernas. Cuando sea del
todo necesario utilizar un término moderno se
señalará expresamente.

1.2. Sobre el origen
del concepto de dominio

De acuerdo con la unanimidad de la doctrina, los dos
términos que aparecen en el estadio más remoto del
Derecho Romano y que agotarían todos los bienes
susceptibles de usus por parte del paterfamilias y
de las personas libres sometidas a su potestad son los de
familia y
pecunia[298].

Las fuentes arrojan indicios para pensar que los bienes
pasaron paulatinamente de pertenecer al nucleo familiar en su
conjunto a ser objeto del poder unitario que de hecho
ejercía sobre ellos el paterfamilias, si bien la
disposición sobre tales bienes pareció estar
restringida por los usos sociales para evitar una administración
irresponsable[299]. El poder
unitario del paterfamilias sobre las personas y cosas que
representaban una utilidad económica en el marco de una
economía
autárquica se conoce como
mancipium[300], giro que
desde muy temprano se ramifica para dar lugar a términos
diferentes (manus,
potestas[301])
referidos respectivamente a la mujer y los
filiusfamiliae, mientras que mancipium se reserva
un significado restringido a ciertos bienes que revestían
especial importancia para la explotación económica
de las tierras y demás factores productivos al servicio
del núcleo
familiar[302].

Esta segregación del originario y omnicomprensivo
mancipium discurre paralela a la adopción de 
determinadas formalidades que rompen la uniformidad del ritual al
que se recurría para transmitir ese poder de
hecho[303].

No obstante, no creemos que el embrión del concepto de
propiedad haya de buscarse en la contraposición
familia/pecunia, sino más bien en la
locución "… meum esse
aio"
[304], utilizada desde los
tiempos más remotos para manifestar la pretensión
de recuperar indistintamente una cosa o persona, incluidos los
hijos sometidos a la potestad del
pater[305]. No
extraña que la formulación originaria del concepto
de pertenencia se haga a través del artículo
posesivo o del caso genitivo; de hecho, esta elemental manera de
referirse a lo que "es de uno" se encuentra más
frecuentemente en las fuentes que los tardorepublicanos
términos de dominium y proprietas, con los
que convive[306].

Por su parte, la vindicatio constituye precisamente el
marco solemne en el que se escenifica tal declaración; es
la acción
de pronunciar la
fórmula[307].

Se afirma con razón que el jurista moderno que se
aproxima al estudio del concepto de propiedad en esta etapa
primitiva yerra sistemáticamente porque extrapola la
concepción moderna de propiedad sobre una sociedad en la
que no se daban los factores que determinan el modo en que hoy la
concebimos[308]. Dado que las
relaciones familiares y económicas (del
paterfamilias con hijos, objetos, animales y
esclavos) no estaban en un principio nítidamente
diferenciadas, no cabe atribuir un significado autónomo a
conceptos tales como mancipium, potestas o manus,
pues tanto cosas como hijos o esclavos representan para el
paterfamilias -como administrador
único de la unidad familiar- un factor de producción y satisfacen una misma
función
económica[309].

Incluso, cuando esta triada de poderes se desligan y pasan a
aludir al poder de manera particularizada en función de
las personas o cosas sobre las que recae y del procedimiento que
se utiliza para constituirlo o extinguirlo tampoco cabría
identificar la propiedad con tales relaciones de poder concretas,
pues mientras el poder es una relación de hecho bilateral
(persona-cosa o persona), el concepto de propiedad denota la
parte activa de una relación triangular (persona que
disputa el habere sobre cosa o persona a otra persona) y
participa por tanto de cierto dinamismo ausente en el poder. El
concepto de propiedad nace precisamente en la pretensión
de recuperar tal poder de hecho, y no cabe duda de que su
originaria conceptualización se reconoce mejor en el
…meum esse… de la vindicatio que en la
potestas, la manus o el
mancipium[310].

2.1
La relación entre la posesión y
propiedad[311]

Los conceptos de posesión y de propiedad mantienen una
relación genética y
funcional tan estrecha que no podemos asistir al nacimiento del
concepto de propiedad sin contemplar un concepto
lógicamente previo: el de mera detentación
(habere, tenere)[312];
igualmente, resultaría difícil captar el concepto
de propiedad en toda su completitud si no se estudia
simultáneamente la evolución del concepto de
possessio y se entienden las razones de su posterior
hipertrofia[313].

Al hilo de la exposición de la evolucion del concepto
de possessio determinaremos la función de aquellos
conceptos que aparecen inescindiblemente ligados a ella, bien
porque constituyen su presupuesto (el llamado animus rem sibi
habendi
-giro medieval-), bien porque hacen de ella una
possessio cualificada (la iusta causa y la bona
fides
).

Entre la origninaria situación de mera
detentación (usus, uti, habere,
tenere[314]) propia
del régimen arcaico de autotutela (o, más bien,
tutela asistida por los miembros de la
gens[315]) hasta la
ramificación trimembre del término possessio
puede observarse una secuencia lógica jalonada por las
siguientes tres etapas:

 1) Única existencia del concepto de
habere/tenere como equivalente a lo que hoy entendemos
como detentación o
tenencia[316].

2) Nacimiento del concepto de propiedad -no todavía del
término- por la necesidad de explicar la pretensión
recuperadora del detentador despojado sin su consentimiento.

3) Extrapolación del término possessio -y
del procedimiento interdictal- al ámbito del Derecho
privado. Necesidad de un concepto absoluto de propiedad y -como
contraposición- del concepto de ius in re aliena
-no es terminología
clásica[317]-.

2.1.1. La posesión de las cosas como hecho:
usus/habere/tenere.

Es una evidencia que en las sociedades políticamente
fragmentadas sólo puede hablarse de detentación
habere[318], ya que
la atribución de efectos jurídicos a la tenencia de
una cosa y la consiguiente acuñación de un
signifado técnico-jurídico de "posesión"
presuponen, si bien no necesariamente el establecimiento de un
Estado, sí al menos un cierto grado de organización social, pues la estabilidad
política es condicio sine qua non para la
sustanciación de un procedimiento tendente a restituir al
despojado[319]. De hecho, es sabido
que la protección de la situación posesoria frente
a despojos ilegítimos obedece más a la tutela del
statu quo, esto es, a la necesidad práctica de
reafirmar el monopolio
coercitivo del Estado, que a la protección de los
intereses privados del detentador. Estos motivos se aprecian
todavía más acentuados en la esfera de Derecho
público en cuanto a la función del
interdicto.

Dado que en esta etapa arcaica resulta inconcebible que
alguien abrigue una pretensión -un mejor derecho- a la
cosa que aquél que la tiene en su haber, en esta fase
incipiente de organización social sólo caben dos
posiciones antagónicas sobre las cosas: ser detentador o
no serlo[320].

Sin embargo, es lógico intuir en el detentador una
natural expectativa o pretensión -extrajurídica- a
beneficiarse así del valor económico que representa
indefinidamente a través de su usus y/o
fructus, máxime si ha puesto algo suyo en la cosa
-como su trabajo, diría LOCKE-. Y es igualmente
lógico, dada la naturaleza empática del ser humano,
que todos aquellos que aprecien esta relación directa
entre la persona y la cosa sientan una inclinación natural
a respetar al detentador en el habere de la
misma[321]. Puede decirse que
vienen obligados por normas extrajurídicas a respetar al
detentador en el disfrute (frui) de lo que tiene por la
sanción -la generalidad de los juristas la
calificarían de moral, aunque es más preciso
llamarla fisiológica– que se desencadena del hecho
de obrar de manera
dañina[322].

Si el hombre no
fuera empático y gregario seguiría muy posiblemente
sumido en la anarquía y el desorden inherente a ese
"estado de naturaleza" de detentadores y no detentadores. No
obstante, como parece ser empático y colaboracionista -no
en vano, la empatía redunda en última instancia en
beneficio de sus propios intereses- no extraña entonces
que se llamaran a gritos -ya fueran
germanos[323] o
romanos[324]- tan pronto se viera
alguno privado de la detentación que le
corresponde
. En la institucionalización de esta
íntima pretensión a la restitución de la
cosa aflorará el concepto de propiedad.

Un sistema económico basado simplemente en el concepto
de detentación ofrece sin duda una ventaja fundamental:
que la publicidad sobre la pertenencia de las cosas es perfecta.
Sin embargo, plantea dos importantes inconvenientes que
neutralizan la importante ventaja aludida:

i) La protección incondicional del detentador incentiva
el hurto.

ii) La consideración del tenedor como titular de un
poder unitario e ilimitado sobre la cosa obstaculiza el crecimiento
económico, pues tal concepción resulta
incompatible con la explotación de la cosa ajena.

Como consecuencia del primero de los inconvenientes
señalados y a la égida de la consolidación
del Estado se da el tránsito a la segunda etapa
mencionada: la protección del detentador despojado. La
segunda deficiencia aludida se colmará con la paulatina
privatización del ager publicus y la
consiguiente aparición de remedios procesales que
darían lugar a derechos limitativos de la propiedad
ajena.

2.1.2. El origen del concepto de propiedad en la
pretensión restitutoria del detentador despojado

No parece que tal situación anárquica de
detentadores y no detentadores de la que partimos se prolongara
mucho en el tiempo. El despojo arbitrario hiere de tal manera el
común instinto de justicia (algo
explicable en términos biológicos) que la
protección del detentador despojado no tardaría en
perfilarse. ésta sería en primera instancia la del
hurto cometido in fraganti (furtum manifestum o
Verfahren um handhafte Tat) por lo cercano y
público del despojo[325].
Como derivación natural, a este apresamiento flagrante se
le sumarían a continuación aquellos en los que, no
siendo flagrante la sustracción, sí queda de la
misma un rastro que es licíto seguir para apresar al
ladrón (Verfahren der Spurfolge). Los romanos
también reconocieron como dominus a quien sigue el
rastro de una bestia herida -a pesar de no haberla detentado-
como un derecho común a todos los hombres que deriva de la
naturalis ratioius gentium-, si bien se
discutió por los jurisconsultos hasta qué
punto[326].   

Por último, es muy probable que el furtum nec
manifestum[327]
también en sus modalidades de conceptum y
oblatum
– apareciera con posterioridad y se definiera
negativamente como mera contraposición a lo
manifestum[328]. La
generalización de este segundo tipo de delitos y el
correspondiente ritual a través del cual se busca la cosa
e interpela al detentador (quaerere lance et
licio[329]
o
Haussuchung) exige un mayor grado de concentración
del poder político, pues no es lo mismo perseguir a quien
comete un hurto flagrante que amparar la búsqueda de una
cosa que se presume en casa o en poder de otro.

La consolidación del poder en torno a las
familias más influyentes y el consiguiente nacimiento del
Estado -y del Derecho- dio lugar a una mayor complejidad de las
relaciones sociales y de las normas -ahora jurídicas-. Es
precisamente al abrigo de este nuevo orden, en el que el
ejercicio organizado de la coacción permite satisfacer
pretensiones antes inasequibles para familias o clanes más
o menos organizados donde la excepción -la subsistencia de
una pretensión recuperadora de la cosa- se torna, si no en
regla, en algo bastante común, entre otras cosas porque al
recién implantado Estado le conviene así mismo
legitimarse en su eficacia. Se impone entonces la
distinción entre dos
conceptos[330]: el de
detentación (usus, habere o tenere;
en la etapa más remota tambiénuti o
frui), que agota su contenido en la mera tenencia física de la cosa, y
el de propiedad, que se identifica con el derecho al
habere[331], al
corpus; lo que los posclásicos llamarían el
ius
possessionis[332]
.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19
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