El Café Izmir, conocido por la
intelectualidad argentina a partir de la publicación de
la novela Adán
Buenosayres de Leopoldo Marechal en 1948, era ya famoso en
los años "30 como centro inevitable de reunión de las
oleadas inmigratorias y verdadera institución en el
barrio.
El local del lzmir fue construido a fines de 1932 sobre
la base de tres habitaciones de un inquilinato de la calle
Gurruchaga 432-436; su primer dueño habría sido Jaim
Danón, quien le daría ese nombre en recuerdo de lzmir,
su ciudad natal. Sin embargo esta persona no aparece en ningún
expediente de la Dirección General de
Habilitaciones y Verificaciones que lo relacione con el café; en cambio, sí se detallan
allí tres transferencias, en apenas tres años, desde
1937, fecha en que fue "habilitado", hasta 1940, cuando Rafael
Alboger se hace cargo del fondo de comercio (1) y
comienza su larga trayectoria de veinticinco años
detrás de su mostrador.
Administrar un sitio plagado de diversidades
étnicas, requería un anfitrión que fuera capaz de
mantener un sutil equilibrio entre una ligera
bonhomía, que atrajera a los parroquianos, y una fuerte
personalidad que hiciera
respetar su autoridad.
¿Quién fue Rafael Alboger? Había nacido
el 30 de octubre de 1902 en Esmirna, Turquía. Hijo mayor de
Haim Alboher y Reina Mizrahi, matrimonio judío
sefaradí que trajo al mundo seis vástagos: Rafael
(llamado "Bojor" o Alejandro), Alegre, Luna, Yaco, Isaac y un
varón muerto de escarlatina a los 14 meses.
Alboger fue lustrabotas en el histórico Café
Tortoni, en Avenida de Mayo al 800 y luego mozo y
maître del mismo durante la década del 20 y
los primeros años del '30. Espectador directo de las
manifestaciones culturales de esa época, que anidaron en el
añoso café, "el turco" se consustanciaba con
Buenos Aires y, entusiasta,
fue pensando en formar una familia. Destino, providencia o
casualidad, también para Leopoldo Marechal el
Tortoni y el Izmir serían parte de su
historia personal.
El autor de Adán Buenosayres
frecuentaría, como parte de la generación
martinfierrista, "La Peña del Tortoni" (2), fundada
el 25 de mayo de 1926 y luego el café de la calle Gurruchaga
lo inspiraría para la narración de algunas de las
bellas páginas de su primera novela.
Pero el tránsito de Alboger del Tortoni al Izmir
fue, por cierto, no menos azaroso. Habría un vuelco
importante en la vida de este esmirlí cuando un
conocido le pidió la garantía de su casa para la compra
del fondo de comercio de un bar en Villa Crespo, y no se
negó. Ya estaba casado y con dos hijas.
Quien regenteaba el lzmir fracasó
económicamente, al punto que se fundió y al no pagar
los alquileres complicó a Rafael que, de pronto, se
encontró en una verdadera encrucijada; los hechos lo
comprometían por ser el aval y agobiado por el cerco
judicial tomó la decisión de hacerse cargo del
café, con la correspondiente carga de deudas heredadas. Su
misión fue "levantar
aquel negocio" pagar lo que se debía y sobre todo, "si Dios
lo ayudaba", mantener a flote a su familia. La dueña del
predio en el que estaba el café, Estrada viuda de
Álvarez, confió en quien finalmente a fuerza de sacrificio y con la
experiencia en el rubro gastronómico adquirida en el
Tortoni, cumplió con los compromisos y salvó la casa
que dejara en garantía.
Este es el origen de la relación entre el Café
lzmir y la vida de los Alboger durante casi tres décadas.
Allí, en Gurruchaga 432, Villa Crespo, se hizo cargo del
legendario y exótico lzmir, en noviembre de 1940. En el
barrio convivían representantes de las tres religiones monoteístas, por lo que
algunas disquisiciones teológicas eran frecuentes en el
lzmir, como las del judío Abraham, el musulmán Abdalla
y el cristiano Jabil que defendían sus diferencias sobre el
Mesías: "… Los tres hombres ocupaban una mesa del
Café lzmir, y la discusión mantenida en lenguaje sirio se mezclaba con
otras voces de timbre igual en aquel
recinto sobresaturado de anises y tabacos fuertes. Junto a la
vidriera, un músico abstraído hería, como en
sueños, el cordaje de una cítara negra con
incrustaciones de nácar. Al fondo, las levantadas puntas de
un cortinado permitían entrever un interior brumoso en cuyo
centro, y sobre un tapiz amarillo, se alzaba un alto narguile del
cual salían cuatro tubos que sin duda llegaban a otros
tantos fumadores invisibles"…" Tras apurar la copa de
anís, Abdalla se disponía nuevamente a defender el
esplendor de la Media Luna, cuando un son de guerra y una batahola de
muchedumbres agitadas llegaron desde la calle hasta el Café
lzmir, El citarista quedó inmóvil, cesaron de pronto
los murmullos asiáticos, y un silencio expectante reinó
en la sala. Pero el tumulto creció fuera. Y entonces los
parroquianos se pusieron de pie…" (3) En Gurruchaga al
400, a juzgar por los comentarios de vecinos de aquella
época, "la gente se cruzaba de vereda de aquí a
allá" como si fuera "peatonal, una feria, un
mercado persa", relata
José L. Los vendedores ambulantes ofrecían sus telas,
ropa usada, plumeros y los más diversos artículos que
uno pueda imaginarse, aunque lo más codiciado eran los
manjares típicos, delicias paradisíacas para los
sefaradíes. En este torbellino urbano cada oficio callejero
agregaba su cuota de variedad y así se cruzaban el zapatero
remendón, con su caja de herramientas apoyada en la
espalda, con el fabricante de yogur casero que hacía
firuletes con su bandejón, apurando el reparto a su selecta
clientela de los inquilinatos; al mismo tiempo los carros de
verduleros, meloneros o cesteros pregonaban su mercancía
arrimándose al cordón.
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