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Liderazgo educativo (página 6)




Enviado por Eustiquio Aponte



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Ve tú delante. Yo voy a quedarme un ratito más en la piltra —murmuré con voz cansada.

A tu aire, socio —dijo Lee, guaseándose; no tardó ni dos minutos en vestirse y salir por la puerta.

Me di media vuelta y me tapé la cabeza con la almohada, pero pronto descubrí que estaba completamente despierto y que me sentía bastante culpable. Opté por no luchar contra ello, me arreglé rápidamente y salí a buscar la capilla. Todavía no había amanecido y el suelo estaba húmedo, debía de haber caído una tormenta durante la noche.

Apenas si podía distinguir la silueta del campanario a la luz del alba, de camino a la capilla. Una vez dentro, reparé en que la antigua estructura hexagonal de madera estaba perfectamente conservada. Las paredes estaban ricamente adornadas con vidrieras que representaban diferentes escenas. Las seis paredes convergían en el centro en un alto techo, al estilo de las catedrales, formando la aguja. Había cientos de cirios encendidos por todo el santuario, y las vacilantes sombras que bailaban en las paredes y las vidrieras formaban un interesante calidoscopio de manchas y colores. Al otro extremo de la puerta de la iglesia se alzaba un sencillo altar compuesto por una pequeña mesa de madera con los objetos de la liturgia. Justo en frente del altar había tres hileras de bancos dispuestos en semicírculo, y en cada una once sencillos asientos de madera, donde obviamente se sentaban los treinta y tres monjes. Sólo uno de ellos tenía brazos, así como un gran crucifijo tallado en el respaldo; supuse que era el que correspondía al abad. Dispuestas a lo largo de una de las paredes adyacentes al altar había seis sillas plegables, que deduje rápidamente estaban allí para los participantes del retiro. Me acerqué discretamente hasta una de las tres que quedaban libres y me senté.

Mi reloj marcaba las cinco y veinticinco, y sólo la mitad de los treinta y nueve asientos estaban ocupados. Nadie hablaba y, mientras la gente entraba en silencio a la capilla, sólo se oía el melódico tictac de un enorme reloj de caja en la esquina de atrás de la capilla. Los monjes llevaban sus largos sayales cogidos a la cintura con una cuerda; los participantes iban vestidos de sport. Hacia las cinco treinta todos y cada uno de los asientos estaban ocupados.

De repente, la enorme campana a nuestras espaldas empezó a tocar la media. Inmediatamente los monjes se levantaron y empezaron con unos cantos litúrgicos, afortunadamente en inglés. A los participantes del retiro se nos había dado unas hojitas para seguirlos, pero pronto me hice un lío y me perdí entre tantos salmos, antífonas, himnos y respuestas cantadas. Finalmente desistí y me limité a sentarme y escuchar.

Recordé que nuestro párroco había dicho que los monjes practicaban los antiguos cantos gregorianos. El año anterior, Rachael había comprado un compact del popular Cántico (grabado por unos monjes españoles) y yo le había tomado mucha afición. Los cánticos aquellos eran parecidos, aunque la letra era en inglés.

Algunos de los monjes más jóvenes miraban de vez en cuando sus libros de himnos y sus misales, pero había otros muchos que no necesitaban ese tipo de ayuda, recitaban con soltura las distintas partes del complicado servicio que parecían saberse de memoria. Resultaba muy impresionante.

A los veinte minutos, más o menos, el servicio concluyó, tan repentinamente como había empezado, y los monjes salieron en fila detrás del abad por la parte trasera de la iglesia. Me fijé en cada una de las caras, intentando identificar a Len Hoffman. ¿Cuál de ellos sería?…

Nada más acabar el servicio me dirigí a la pequeña biblioteca, que estaba cerca de la capilla. Quería hacer una búsqueda en Internet, y un monje de edad venerable, extremadamente servicial, me ayudó a conectarme.

Encontré más de mil referencias sobre Leonard Hoffmano Después de una hora de búsqueda di con un artículo de hacía diez años sobre Leonard Hoffman, publicado en Fortune, y empecé a leer fascinado.

En 1941 Len Hoffman obtuvo una diplomatura en Empresariales por el Lake Forest State College. Poco después, los japoneses atacaron Pearl Harbor, segando la vida de su mejor amigo de infancia; esto fue un golpe terrible para Hoffman y le llevó a unirse a los miles de muchachos que se alistaron en aquella época. Hoffman ingresó en la Armada como oficial y ascendió rápidamente a capitán de un torpedero cuya misión era patrullar islas en Filipinas. En una misión de rutina se le ordenó que hiciera prisioneros a doce japoneses, incluidos tres oficiales, que se habían rendido tras una feroz batalla en una pequeña isla de la zona que Hoffman patrullaba. Las instrucciones eran ordenar a los oficiales japoneses y a sus hombres que se desnudaran antes de salir de la jungla en fila de uno, para ser esposados, cargados en el torpedero y transportados hasta un destructor que se encontraba a algunas millas de la costa. A pesar de la animadversión que Hoffman podía tener contra los japoneses, que habían matado a su amigo en Pearl Harbor, no exigió a los soldados ni a los oficiales que se desnudaran por no humillarlos. Les autorizó a salir de la jungla perfectamente uniformados, con las manos en alto, conducidos por un oficial dignamente subido a caballo.

Esta desobediencia le costó un pequeño chaparrón, pero no tuvo mayores consecuencias. El único comentario de Hoffman a propósito de este suceso fue: «Es importante tratar a otros seres humanos exactamente como desearías que ellos te trataran». Hoffman llegó a ser condecorado varias veces antes de abandonar la Armada cuando acabó la guerra.

Como hombre de negocios, decía el artículo, Hoffman fue un ejecutivo muy conocido y muy respetado, y su capacidad para dirigir y motivar a la gente llegó a ser legendaria en los círculos empresariales. Se le acabó conociendo como un genio del cambio, por su habilidad para coger empresas al borde del colapso y transformarlas en empresas saneadas y con futuro. Era también un autor consumado, gracias a un solo librillo de unas cien páginas titulado La gran paradoja: para mandar hay que servir, que se mantuvo tres años en la lista de best-sellers del New York Times, y cinco en la de best-sellers sobre dinero de la revista USA Today.

El mayor éxito de Hoffman en el área empresarial fue que consiguió resucitar una corporación gigantesca, la entonces moribunda Southeast Air. A pesar de una facturación anual de más de 5.000 millones de dólares, la Southeast era el hazmerreír de las compañías aéreas por su pésima calidad y servicio y por el desánimo de sus empleados. Muchos expertos financieros estaban convencidos de que la quiebra era inminente y la suspensión de pagos inevitable. La compañía había conseguido perder 1.500 millones de dólares en los cinco años anteriores a que Hoffman se hiciera cargo de ella como presidente ejecutivo.

Contra todo pronóstico, Hoffman consiguió re flotar la Southeast en sólo tres años. La satisfacción de los clientes creció a la par que la puntualidad de las llegadas, y llevó a la empresa, de los últimos puestos que ocupaba en el sector, a un sólido segundo lugar en todos los aspectos.

En el artículo entrevistaban a varias personas que habían trabajado o estaban trabajando para Hoffman, a colegas de la empresa y compañeros de armas, y a algunos amigos. Los había que hablaban sin reparos del afecto y el aprecio que le tenían. Algunos le consideraban un hombre profundamente espiritual aunque no particularmente religioso. Otros le consideraban un hombre de gran integridad, con rasgos de carácter muy evolucionados «que no son de este mundo». Todos hablaban de la alegría de vivir que parecía embargarle. El autor del artículo de Fortune llegaba incluso a insinuar que Len Hoffman parecía haber «dado con la clave para una vida afortunada» pero no daba más explicaciones.

El último artículo que encontré en Internet había sido publicado en Fortune, a finales de la década de 1980, y completaba el anterior. Al parecer Hoffman, con sesenta y tantos años y en el cenit de su carrera, de pronto dimitió y desapareció. Su mujer había fallecido repentinamente de un aneurisma cerebral a los cuarenta años, un año antes de que él dimitiera, y muchos pensaron que fue este acontecimiento el que provocó la desaparición de Hoffman. El breve artículo concluía diciendo que la desaparición de Hoffman era un misterio, pero que corrían rumores sobre su adscripción a algún tipo de secta o culto secreto. Ninguno de sus cinco hijos, todos ya casados y con descendencia, había informado sobre su paradero; se habían limitado a decir que estaba feliz y en buena salud y que deseaba que se le dejara en paz.

Después de la misa de las siete treinta, tenía algo de frío y decidí volver a mi habitación para ponerme un jersey antes del desayuno. Al entrar, oí que alguien andaba en el minúsculo cuarto de aseo, así que grité:

¿Cómo va todo, Lee? —No soy Lee —me respondieron—. Estoy aquí intentando arreglar esta taza que pierde agua.

Asomé la cabeza en el cuarto de baño y me encontré con un monje ya mayor, a cuatro patas en su hábito negro, que trataba de ajustar una de las tuberías del váter con una llave inglesa. Se incorporó lentamente y me encontré frente a un hombre que le sacaba al menos medio palmo a mi metro ochenta. Se secó la mano con un trapo antes de dármela.

—Hola, soy el hermano Simeón. Encantado de conocerte John.

Reconocí a un envejecido Len Hoffman por la foto de Internet, con la cara cruzada de arrugas, los pómulos bien dibujados, la nariz y la barbilla prominentes y el pelo blanco no muy corto. Parecía estar en plena forma, tenía las mejillas sonrosadas y un cuerpo fuerte y enjuto. Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos; unos ojos muy azules, de mirada limpia y penetrante. Nunca había mirado a otro par de ojos más compasivos y receptivos que aquellos. Simeón presentaba además una paradójica apariencia de juventud y ancianidad. Por sus canas y sus arrugas quedaba claro a primera vista que era un hombre mayor, pero sus ojos brillantes transmitían un espíritu y una energía que yo sólo había percibido en los niños.

Sentí que mi mano se perdía en su enorme y poderosa mano Y me encontré de pronto mirándome los zapatos sin saber qué hacer. No era para menos, ahí estaba una leyenda viva de los negocios, un hombre que en el cenit de su carrera no ganaba menos de una cifra de siete números en dólares al año… ¡arreglándome la taza del váter!

—Hola, me llamo John Daily… es un placer conocerle, señor —me presenté humildemente.

—Ah, sí, John. El padre Peter mencionó que querías hablar conmigo en este…

—Sólo en el caso de que encuentre usted un momento, por supuesto. Entiendo que debe ser usted un hombre muy ocupado.

Me preguntó con verdadero interés: —¿Cuándo quieres que nos reunamos, John? Podría tal vez sugerir…

—Si no es mucho pedir, señor, me gustaría poder pasar un rato todos los días con usted, mientras dure mi estancia. Tal vez pudiéramos desayunar juntos o algo así. Verá, últimamente no se me dan muy bien las cosas y creo que me vendrían bien algunos consejos. Además está también lo del sueño ese y algunas otras coincidencias bastante raras que querría contarle.

¡No podía dar crédito a mis propias palabras! Yo —Don Todo—lo—controlo, Don Compostura en persona—, ¿yo contándole a otro hombre que lo estaba pasando mal y que necesitaba consejos? Yo mismo me había dejado estupefacto, ¿o sería Simeón? No había pasado ni medio minuto en compañía de aquel hombre y ya había bajado la guardia.

—Déjame ver qué puedo hacer, John. Verás, los monjes comen juntos en la parte del claustro y necesitaría un permiso especial para reunirme contigo. Nuestro abad, el hermano James, suele ser muy razonable ante este tipo de demandas. Mientras consigo el permiso, ¿qué te parece si nos encontramos a las cinco de la mañana antes del primer servicio? Creo que tendríamos tiempo de…

—Estaría encantado —dije interrumpiéndole de nuevo, aunque lo de las cinco de la mañana me parecía más bien excesivo.

—Pero de momento tengo que acabar con esto si no quiero llegar tarde al desayuno. Te veo en clase a las nueve en punto.

—Nos vemos entonces allí, señor —dije, retrocediendo torpemente de espaldas hasta salir del baño. Agarré mi jersey y me dirigí a desayunar, pero me sentía algo aturdido.

Ese primer domingo por la mañana llegué a la sesión cinco minutos antes de la hora y me agradó ver el aula, de mediano tamaño, moderna y confortable. Había dos paredes cubiertas por unas estanterías soberbiamente talladas, un trabajo de ebanistería digno de un maestro artesano. En el lado oeste de la habitación, que daba al lago Michigan, había una impresionante chimenea de piedra, en la que ardían unos fragantes leños de abedul. El suelo estaba cubierto por una moqueta barata, pero bien cuidada, que contribuía al confort de la habitación. Había dos viejos sofás de aspecto confortable, un diván y un par de sillas dé madera de respaldo duro (afortunadamente con cojines), todo ello dispuesto en círculo cerrado, de forma que era imposible decir cuál era la parte delantera de la clase.

Cuando llegué, el profesor, Simeón, se hallaba de pie mirando por la ventana hacia el lago, con aspecto de estar sumido en sus pensamientos. Los otros cinco participantes estaban ya sentados en el círculo y fui a sentarme en uno de los sofás al lado de mi compañero de habitación. Mi reloj sonó justo en el momento en que el gran reloj de la esquina daba las nueve. Apagué rápidamente la alarma al tiempo que Simeón cogía una de las sillas de madera y la acercaba a nuestro pequeño grupo.

—Buenos días. Soy el hermano Simeón. En los próximos siete días voy a tener el privilegio de compartir algunos de los principios del liderazgo que cambiaron mi vida. Quiero que sepáis que estoy impresionado por la sabiduría colectiva que hay reunida en esta habitación y que estoy ansioso por lo que puedo aprender de ella. Pensadlo bien. Si tuviéramos que echar la cuenta de los años de experiencia en el liderazgo reunidos en este círculo, ¿cuántos creéis que saldrían? Probablemente uno o dos siglos, ¿verdad? Así pues vamos a aprender mucho unos de otros porque, de veras, para ser sincero, yo no tengo respuesta para todo. Pero estoy firmemente convencido de que entre todos sabemos mucho más de lo que puede saber uno solo, y entre todos vamos a conseguir hacer algunos progresos esta semana. ¿Estáis por la labor?

Todos asentimos educadamente con la cabeza, pero yo pensaba «sí, seguro que Len Hoffman podría aprender mucho de mí en materia de liderazgo!».

El profesor nos pidió a los seis que nos presentáramos con una breve biografía y que diéramos las razones que nos habían llevado a asistir al retiro.

Mi compañero de habitación, el pastor Lee, fue el primero en presentarse, seguido por Greg, un sargento de instrucción del Ejército de los Estados Unidos bastante gallito. Theresa, una hispana, directora de una escuela pública del sur del estado fue la siguiente en hablar, y luego le tocó a Chris, una mujer de color alta y atractiva que era entrenadora del equipo femenino de baloncesto de la Universidad Estatal de Michigan. Antes de mi intervención se presentó una mujer llamada Kim, y empezó a contamos algo sobre ella, pero no le presté atención. Estaba demasiado ocupado pensando en qué iba a decir sobre mí mismo cuando me llegara el turno.

Nada más acabar ella, el profesor me miró y dijo: —John, antes de que empieces, quisiera pedirte que nos hicieras un resumen sobre las razones de Kim para asistir a este retiro.

Me quedé helado y me di cuenta de que me estaba poniendo como un tomate. ¿Cómo iba a salir de aquel atolladero? La verdad es que no había oído una sola palabra de la presentación de Kim.

—Lamento tener que confesar que no me he enterado mucho de lo que ha dicho —murmuré, con la cabeza gacha—. Te ruego que me disculpes, Kim.

—Gracias por ser tan sincero, John —respondió el profesor—. Escuchar es uno de las capacidades más importantes que un líder puede decidir desarrollar. Vamos a dedicar bastante tiempo a hablar del tema esta semana.

Prometo hacerlo mejor —dije yo.

Después de mi breve presentación el profesor dijo: —Sólo hay una regla para esta semana que vamos a compartir: si en algún momento sentís ganas de hablar, quiero que me prometáis que lo haréis.

¿Qué es eso de «si sentís ganas de hablar»? —preguntó el sargento con tono escéptico.

Creo que lo sabrás cuando te suceda, Greg. Suele ser una sensación que le hace a uno rebullirse en el asiento, que hace que el corazón nos vaya más aprisa o que nos empiecen a sudar las manos. Es esa sensación que tenemos cuando pensamos que podemos contribuir en algo. No perdáis ocasión de potenciar esta sensación durante esta semana, aunque penséis que al grupo puede no hacerle gracia oír lo que tenéis que decir, aunque no os apetezca decirlo. Si sentís ganas, hablad. Lo contrario es igualmente válido. Si no sentís ganas de hablar, probablemente es mejor que no habléis, así dais ocasión a otro de hacerlo. Confiad en mí, ya lo entenderéis más adelante. ¿De acuerdo entonces? —Asentimos de nuevo educadamente, y el profesor continuó—: Todos vosotros estáis en puestos de liderazgo y tenéis gente a vuestro cargo. Durante esta semana me gustaría plantearos un reto que consiste en que iniciéis una reflexión sobre la abrumadora responsabilidad que habéis adquirido al elegir ser líderes. Porque, efectivamente, cada uno de vosotros ha elegido voluntariamente ser papá, mamá, esposa, jefe, entrenador, profesor, o lo que sea. Nadie os ha obligado a adoptar estos papeles y tenéis la libertad de dejarlos en el momento que queráis. En el ámbito laboral, por ejemplo, los empleados pasan casi la mitad del tiempo en que están despiertos trabajando y viviendo en el ambiente que vosotros, como líderes, habéis creado. Cuando yo estaba en el mundo del trabajo me dejaba estupefacto la indiferencia, incluso la frivolidad de la gente ante esta responsabilidad. Es mucho lo que está en juego y la gente cuenta con uno. El papel de líder es una vocación de lo más alto.

Empecé a sentirme incómodo. La verdad es que nunca me había parado a considerar las repercusiones que yo podía tener en las vidas de aquellos a quienes dirigía. Pero tanto como «una vocación de lo más alto»… No estaba muy convencido. El profesor continuó:

Los principios sobre liderazgo de los que os voy a hacer partícipes, ni son nuevos, ni son cosa mía. Son tan antiguos como las Sagradas Escrituras y a la vez tan nuevos y frescos como este amanecer. Son principios aplicables a todos y cada uno de los roles de líderes en los que tenéis el privilegio de servir. Os conviene saber, por si no os habíais dado cuenta ya, que vuestra presencia hoy en esta habitación no es mera casualidad. Estáis aquí con un propósito y espero que podáis descubrirlo en el tiempo que vamos a pasar juntos esta semana.

Mientras el profesor hablaba, yo no podía dejar de pensar en las «coincidencias con Simeón», en las palabras de Rachael y en la serie de acontecimientos que me habían llevado hasta allí.

—Hoy tengo buenas y malas noticias para vosotros —continuó Simeón—. Las buenas son que voy a pasarme siete días dándoos las claves del liderazgo. Como todos vosotros servís como líderes, confío en que eso os parecerá una buena noticia. Recordad que siempre que dos o más personas se reúnen con un propósito, hay una oportunidad de liderazgo. Las malas noticias son que cada uno de vosotros va a tener que tomar decisiones personales respecto a la aplicación de esos principios a su vida. El tener influencia sobre los otros, el verdadero liderazgo, está al alcance de cualquiera, pero requiere un tremendo esfuerzo personal. Desgraciadamente, muchos de los que ocupan puestos de liderazgo lo rehuyen.

Mi compañero de habitación, el pastor, levantó la mano para hablar y el profesor le hizo una seña con la cabeza.

—Advierto que usas mucho los términos «líder» y «liderazgo», y pareces evitar «gerente» y «gestión». ¿Hay alguna razón para ello?

—Buena observación, Lee. La gestión no es algo que hagas con la gente. Puedes gestionar tu inventario, tu talonario de cheques, tus recursos. Pero no gestionas otros seres humanos. Se gestionan cosas, se lidera a la gente.

El hermano Simeón se levantó, se dirigió a la pizarra y escribió «Liderazgo» arriba del todo y nos pidió que le ayudáramos a dar una definición de esa palabra. Tardamos unos veinte minutos en llegar a una definición consensuada:

Liderazgo —El arte de influir sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la consecución de objetivos en pro del bien común.

De vuelta a su asiento el profesor comentó: —Una de las palabras clave es «arte»,'hemos definido el liderazgo como un arte, y yo he tenido ocasión de ver que así es. Un arte es simplemente una destreza aprendida o adquirida. Yo mantengo que el liderazgo, el influenciar a los otros, consiste en una serie de destrezas que cualquiera puede aprender y desarrollar si une al deseo apropiado las acciones apropiadas. La segunda palabra clave de nuestra definición es «influir». Si el liderazgo tiene que ver con influir sobre los otros, ¿cómo conseguiremos desarrollar esta influencia sobre los demás? ¿Cómo conseguiremos que la gente haga nuestra voluntad? ¿Cómo conseguiremos sus ideas, su compromiso, su excelencia, que son, por definición, dones voluntarios?

—En otras palabras —interrumpí—, ¿cómo puede conseguir el líder que se involucren también mentalmente, y no según la vieja mentalidad de «no nos interesa lo que puedas pensar». ¿Te refieres a eso, Simeón?

—Exactamente, John —respondió Simeón—. Uno de los fundadores de la sociología, Max Weber, escribió hace muchos años un libro llamado Sobre la teoría de las ciencias sociales. En este libro, Weber articula las diferencias entre poder y autoridad, y las definiciones que da son todavía perfectamente válidas. Voy a intentar reproducirlas lo mejor posible. —Volvió a la pizarra y escribió:

Poder —La capacidad de forzar o coaccionar a alguien, para que éste, aunque preferiría no hacerla, haga tu voluntad debido a tu posición o tu fuerza.

—Todos sabemos lo que es el poder, ¿verdad? El mundo está lleno de poderosos. «O lo haces o te echo a la calle.» «O lo hacen o les bombardeamos.» «O lo haces o te doy una paliza.» «O lo haces o te arresto dos semanas»… ¡No hay más que poner «o lo haces o lo que sea»! ¿Todo el mundo está de acuerdo con esta definición?

Todos asentimos con la cabeza. Simeón se volvió otra vez a la pizarra y escribió:

Autoridad —El arte de conseguir que la gente haga voluntariamente lo que tú quieres debido a tu influencia personal.

—Bueno, esto ya es otra cosa, ¿verdad? La autoridad consiste en conseguir que la gente haga tu voluntad voluntariamente, porque tú les has pedido que lo hagan. «Lo haré porque Bill me ha pedido que lo haga, yo por Bill haría cualquier cosa» o «lo haré porque mami me ha pedido que lo haga». Y fijaos que el poder se define como una capacidad, mientras que la autoridad se define como un arte. Ejercer el poder no exige inteligencia ni valor. Los niños de dos años acostumbran a gritar órdenes a sus padres y a sus animalitos de compañía. Ha habido muchos gobernantes viles y estúpidos a lo largo de la historia. En cambio, conseguir tener autoridad sobre la gente requiere una serie de destrezas especiales.

Por lo que yo entiendo —dijo la entrenadora—, estás diciéndonos que se puede estar en una posición de poder y no tener autoridad sobre la gente. Y, a la inversa, se puede tener autoridad sobre la gente y no estar en una posición de poder. Así pues, ¿el objetivo sería estar en el poder y, además, tener autoridad sobre la gente?

—¡Lo has expresado perfectamente, Chris! Podemos también ver la diferencia entre poder y autoridad porque el poder se puede comprar y vender, se puede dar y quitar. Puedes tener poder por el hecho de ser el cuñado o el amiguete de alguien, o por haber heredado dinero o poder. Esto no vale para la autoridad. La autoridad tiene que ver con lo que tú eres como persona, con tu carácter y con la influencia que has ido forjando sobre la gente.

—Eso puede que valga para la iglesia o la familia, ¡pero no funciona nunca en el mundo real! —afirmó el sargento.

Simeón se dirigía casi siempre a la gente por su nombre de pila:

—Vamos a ver si eso que dices es realmente así, Greg. En casa, por ejemplo, ¿queremos que nuestra esposa e hijos respondan a nuestro poder o a nuestra autoridad?

—A nuestra autoridad, claro está —intervino la directora de escuela.

—¿Y por qué te parece tan claro, Theresa? —replicó inmediatamente el profesor—. ¿Bastaría con el poder, no? «Hijo, ¡O sacas la basura, o te doy unos azotes!» ¿Qué, a que seguro que esa noche se llevarían la basura?

Kim, que, según me enteré la segunda vez que me lo dijo, era enfermera jefe del hospital maternal Providence en el sur del estado, intervino diciendo:

—Sí, pero ¿cuánto duraría esa situación? ¡Porque en cuanto el chico crezca se defenderá!

—Exactamente, Kim, porque el poder desgasta las relaciones. Se puede estar una temporada en el poder, incluso se pueden llevar a cabo unos cuantos proyectos, pero a la larga, el poder llega a deteriorar seriamente las relaciones. El fenómeno habitual con los adolescentes, lo que llamamos rebeldía, responde en muchos casos al hecho de que han estado demasiado tiempo «sometidos al poder» en casa. Lo mismo ocurre en la empresa. El descontento de los empleados es con frecuencia una «rebeldía» encubierta.

De repente me empecé a sentir fatal recordando el comportamiento de mi hijo y el pulso con el sindicato en la fábrica.

—Por supuesto —siguió diciendo el profesor—, mucha gente sensata estará de acuerdo en que es importante mandar con autoridad en casa. Pero, ¿qué hay de las organizaciones voluntarias? Lee, tú que eres párroco supongo que tienes que lidiar con un montón de voluntarios, ¿no es así?

—Desde luego —contestó el pastor. —y según tú, ¿esos voluntarios responden mejor al poder o a la autoridad?

El pastor dijo riéndose: —¡No creo que nos fueran a durar mucho los voluntarios si tratáramos de utilizar el poder con ellos!

—Desde luego que no —continuó Simeón—. Porque sólo están dispuestos a trabajar como voluntarios en una organización que satisface sus necesidades. Veamos qué pasa en la empresa; ¿tratamos también con voluntarios en el mundo de los negocios?

Tuve que pararme a pensarlo un momento. Mi primera respuesta fue «por supuesto que no son voluntarios», pero Simeón me hizo reconsiderar mi postura.

—Piénsalo un poco. Podemos contratar sus manos, sus brazos, sus piernas y sus espaldas, y el mercado nos ayuda a determinar la tarifa. Pero, ¿no son también voluntarios en el sentido más estricto del término? ¿Acaso no tienen libertad para irse? ¿No pueden irse a la empresa de enfrente por cinco centavos más por hora?, ¿o incluso por cinco centavos menos, caso de que realmente no les gustemos nada? Por supuesto que pueden. y ¿qué hay de su corazón, de su mente, de su compromiso, de su creatividad, de sus ideas? Todo eso no puede exigirse, sólo ofrecerse voluntariamente. ¿O es que se pueden ordenar o exigir cosas como el compromiso, la excelencia o la creatividad?

La entrenadora objetó: —Simeón, creo que vives en un mundo irreal. ¡Si no se ejerce el poder, la gente no te respeta!

—Puede ser, Chris. No quiero que creáis que soy un lunático, sé perfectamente que hay ocasiones en que uno tiene que ejercer el poder. Porque no queda más remedio que echar mano de los medios de educación más tradicionales en casa, o porque hay que despedir a un empleado desastroso, hay veces en que necesitamos recurrir al poder. Lo que os estoy sugiriendo es que cuando no queda más remedio que ejercer el poder, el líder debe dejar claro por qué se ha visto obligado a ello y es que si hay que recurrir al ejercicio del poder es porque ha fallado nuestra autoridad. O peor aún, ¡puede que, para empezar, no tuviéramos ninguna autoridad!

—Pero la gente sólo responde al poder —insistió el sargento.

—Eso puede haber sido cierto en alguna época, Greg —asintió el profesor—. Pero hoy en día la respuesta de la gente al poder ha cambiado mucho. Piensa por todo lo que ha pasado este país en los últimos treinta años. Hemos vivido la década de 1960, hemos visto cómo se ponían en tela de juicio el poder y las instituciones. Hemos sido testigos de abusos de poder por parte del gobierno: Watergate, Irangate, Whitewatergate, en fin, todos los «gate» que se te ocurran. Ha habido varios casos de importantes prebostes de la iglesia mezclados en escándalos tan escabrosos como vergonzosos. Hemos pillado a los militares mintiéndonos sobre My Lai, el Agente Naranja, y no está claro si también mienten en lo del Síndrome de la Guerra del Golfo. Los medios de comunicación y Hollywood nos han presentado a grandes líderes del mundo empresarial como insaciables depredadores del medio ambiente, malhechores que no merecen ninguna confianza. Creo que nunca ha habido tanto escepticismo como hoy en relación con la gente que ocupa posiciones de poder.

Intervino el pastor: —La semana pasada leí en USA Today que hace treinta años tres de cada cuatro ciudadanos decían confiar en el gobierno. Hoy en día las estadísticas hablan de uno de cada cuatro. Me parece bastante significativo.

—Todo esto está muy bien en teoría —volvió a objetar la entrenadora—. Pero si, según dices, la autoridad y la influencia son la manera de conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer, ¿cómo puedes conseguir forjarte esa autoridad, teniendo en cuenta la diversidad de gente con la que tenemos que lidiar hoy en día?

—Paciencia, Chris, paciencia —respondió riéndose el profesor—. Ahora llegamos a ello.

El sargento echó una ojeada al reloj y pidió la palabra: —Simeón, tengo ganas de hablar, así que como buen alumno que soy voy a hacerlo. ¿Podemos dar por terminada la sesión de la mañana?, necesito ir al servicio.

Nos servían tres sustanciosas comidas diarias: desayuno a las ocho quince (tras la misa de la mañana), comida a las doce treinta (tras el oficio de nona), y cena a las seis de la tarde (tras vísperas). La comida era sana, simplemente condimentada y deliciosa, y la servía un monje simpático y muy servicial, el hermano Andrew.

Para mi sorpresa, conseguí asistir a todos y cada uno de los cinco servicios diarios durante mi estancia en el monasterio. Todos los días empezaban con los maitines a las cinco treinta, seguía la misa a las siete treinta, luego el oficio de mediodía, las vísperas a las siete treinta y las completas se rezaban a las ocho treinta. Los oficios solían durar entre veinte y treinta minutos, y todos eran ligeramente distintos según la hora. Al principio me parecieron bastante monótonos, pero según iba pasando la semana me sorprendí a mí mismo deseando que llegara la hora del siguiente. Los oficios conseguían centrarme, me regulaban el día y me otorgaban tiempo para reflexionar, algo que hacía años que no practicaba demasiado.

Mi compañero de habitación y yo nos llevábamos bien. Descubrí que Lee era una persona muy abierta, sin demasiadas pretensiones, a diferencia de muchas personas religiosas que yo había conocido. Aunque no pasábamos mucho tiempo juntos, solíamos cambiar impresiones antes de retiramos, al final de cada jornada. De todas formas, generalmente estábamos tan cansados del madrugón y de las actividades cotidianas que nos quedábamos dormidos en seguida. En conjunto era un compañero de habitación ideal.

Como era de esperar, cada uno de los seis participantes del retiro teníamos distinta procedencia; nuestro denominador común era el hecho de que cada uno de nosotros tenía un puesto de liderazgo en nuestras respectivas organizaciones. Todos teníamos gente a nuestro cargo.

El día estaba organizado en torno a los cinco oficios, las tres comidas y las cuatro horas de clase, con alguna pequeña pausa. El resto del tiempo solíamos dedicarlo a la lectura, la conversación, los paseos por aquellos espléndidos parajes, o a bajar los 243 escalones que llevaban hasta el maravilloso lago Michigan, para dar una vuelta por la playa.

Durante la sesión de la tarde, el profesor nos pidió que nos pusiéramos por parejas. Kim me sonrió y me senté con ella, esta vez dispuesto a escucharla.

—Vamos a intentar completar un poco esta idea de forjar autoridad, o influencia, si preferís, en los demás. Quiero que cada uno de vosotros piense en una persona que, en algún momento de vuestra vida, haya tenido sobre vosotros una autoridad, de acuerdo con la definición que dimos esta mañana. Puede ser un profesor, un entrenador, una esposa, un jefe…, da lo mismo. Pensad en alguien que haya sido una autoridad en vuestra vida, alguien por quien estaríais dispuestos a hacer cualquier cosa —pensé de inmediato en mi querida madre, que había muerto diez años antes—.

—Luego —continuó Simeón—, me gustaría que hicierais con vuestra pareja una lista de las cualidades de esa persona. Escribidlas según se os vayan ocurriendo, como la lista de la compra, y luego juntad las dos listas. A continuación quiero que cada equipo reduzca a tres, máximo cinco, las cualidades que os parecen esenciales para desarrollar autoridad sobre la gente, sobre la base de esa experiencia personal.

El ejercicio me resultó fácil porque mi madre ha tenido gran influencia en mi vida, y me habría hecho realmente feliz haber podido hacer lo que fuera por ella, pero desgraciadamente ya no era posible. Escribí rápidamente: «paciente, comprometida, cariñosa, atenta, digna de confianza» y le pasé la hoja a Kim. Me sorprendió descubrir que la lista de Kim era muy parecida a la mía. Su elección había recaído sobre un antiguo profesor de instituto que había tenido mucha influencia en su vida.

Simeón se acercó a la pizarra y pidió a cada grupo su lista. Otra vez me quedé estupefacto de la similitud que presentaban las listas de los diferentes equipos. Las diez respuestas más recurrentes eran:

Honrado, digno de confianza

Ejemplar

Pendiente de los demás

Comprometido

Atento

Exige responsabilidad a la gente

Trata a la gente con respeto

Anima a la gente

Actitud positiva, entusiasta

Aprecia a la gente

Simeón se volvió de espaldas a la pizarra y comentó: —Una lista estupenda, estupenda. Volveremos sobre ella más adelante a lo largo de la semana y la compararemos con otra que muchos de vosotros conocéis. Pero, de momento, tengo dos preguntas que haceros sobre vuestra lista. La primera es: ¿cuántas de estas características, que a vuestro juicio son esenciales para mandar con autoridad, son innatas?

Todos dedicamos un momento a mirar la lista con atención hasta que Kim dijo escuetamente:

—Ninguna. —Yo no estoy tan seguro —objetó el sargento—. La actitud positiva, entusiasta, la capacidad de apreciar son probablemente innatas. Yo nunca he sido ese tipo de persona, ni tengo especial interés en serlo.

—¿Ah, no? Pues puede que cambiaras de idea por 25.000 dólares —replicó el pastor.

—¿A qué viene eso, predicador? —Supón que te digo que te doy una prima de 25.000 dólares si, de aquí a seis meses, muestras una actitud más positiva, de mayor entusiasmo y aprecio hacia la tropa. La pregunta que te hago es la siguiente, Greg: ¿veríamos aumentar por tu parte «el peloteo» hacia la tropa, o no?

El sargento asintió, con la cabeza tan gacha que casi le llegaba a las deportivas, y dijo:

—Entiendo tu punto de vista, Lee. Simeón salió al quite diciendo:

—Todas esas características que habéis dado son comportamientos; y el comportamiento es materia de elección. Vamos con la segunda pregunta: ¿cuántas de estas características, de estos comportamientos, practicáis normalmente?

—Todas ellas —respondió la directora de escuela—. En mayor o menor medida las practicamos todas. Algunas mejor que otras, y algunas casi nada. Por muy mal que se le dé a uno escuchar, alguna vez no queda más remedio que hacerlo; y el más sinvergüenza puede ser un honrado padre de familia.

—Fantástico, Theresa —dijo el profesor sonriendo——. Estos rasgos de carácter se desarrollan muchas veces a una edad temprana y se convierten en comportamientos habituales. Algunos de nuestros hábitos, de nuestros rasgos de carácter, siguen madurando, evolucionan hasta niveles superiores, mientras que otros no cambian prácticamente nada desde la adolescencia. El reto para el líder consiste en identificar aquellos rasgos en los que necesita trabajar y en aplicarles el reto de los 25.000 dólares de Lee. Es un reto que tenemos que aceptar para cambiar nuestros hábitos, nuestro carácter, nuestra naturaleza. Yeso requiere un gran esfuerzo.

—Nadie puede cambiar su naturaleza —dijo el sargento en tono desafiante. "'

—No cambies de canal, Greg, volvemos en seguida: —replicó el profesor con un guiño.

Después de la pausa de la comida, dedicamos el resto del día a discutir la importancia de las relaciones humanas.

Empezó el profesor: —Dicho en términos sencillos, el liderazgo consiste en conseguir que la gente haga una serie de cosas. Cuando trabajamos con gente, cuando queremos conseguir que la gente haga cosas, nos encontramos siempre con dos dinámicas: la tarea y la relación humana. Es fácil que los líderes desequilibren la balanza en favor de una de las dinámicas, y claro está, en detrimento de la otra. Por ejemplo, si nos centramos sólo en que se lleve a cabo la tarea y descuidamos la relación, ¿qué síntomas van a aparecer?

—¡Huy, qué fácil! —respondió la enfermera—. Para detectar a los más tiranos en el hospital no hay más que fijarse en quién tiene más movimiento de personal en su área. Nadie quiere trabajar para ellos.

—Exacto, Kim. Si nos centramos sólo en la tarea y no en la relación humana, nos encontramos con cambios permanentes de personal, rebeldía, falta de calidad, bajo nivel de compromiso, bajo nivel de confianza y otros síntomas igualmente indeseables.

—Sí, sí —me encontré diciendo—; hace poco en mi empresa tuvimos que pararle los pies al sindicato, tal vez porque nos habíamos centrado demasiado en la tarea. Lo único que me importaba era el resultado final, y las relaciones humanas probablemente se resintieron de ello.

—¡Pero la tarea es importante! —señaló el sargento—. No creo que ninguno de nosotros dure mucho en su trabajo si no consigue que se haga lo que hay que hacer.

—Eso es absolutamente cierto, Greg —asintió Simeón—. Si el líder no consigue que se lleven a cabo las tareas asignadas, y sólo se ocupa de la relación humana, puede que sea estupendo como canguro, pero desde luego no será lo que se dice un líder. Por lo tanto, la clave del liderazgo es llevar a cabo las tareas asignadas fomentando las relaciones humanas.

Se me ocurrió una idea que quise poner en común. —Yo pienso que es posible que esto esté cambiando un poco, pero muchos, por no decir la mayoría de la gente que asciende hoy en día a puestos de liderazgo, llega a ellos por sus capacidades técnicas o relacionadas con el trabajo. Es una trampa muy habitual en la que he reparado muchas veces a lo largo de mi carrera. Promovemos a nuestro mejor conductor de carretillas elevadoras al puesto de supervisor, y de paso creamos dos problemas nuevos: ¡perdemos a nuestro mejor conductor y nos encontramos con un supervisor infame! Así que debido a esta perniciosa tendencia, los que se encuentran en la mayoría de los puestos de liderazgo son probablemente en su mayoría gente orientada hacia la técnica o la tarea.

—Bien puede ser que estés en lo cierto, John —replicó el profesor—. Antes dijimos que el poder puede acabar con las relaciones humanas. Ahora la pregunta que tenemos que planteamos es la siguiente: ¿son importantes las relaciones humanas en vuestro ámbito de liderazgo? Me ha llevado prácticamente toda la vida el aprender que la gran verdad de todo en esta vida son las relaciones, las relaciones con Dios, con uno mismo y con los demás. y esto es especialmente cierto en los negocios, porque si no hay gente, no hay negocio. Las familias que funcionan, los equipos que funcionan, las iglesias que funcionan, los negocios que funcionan, todos tienen que ver con relaciones humanas que funcionan. Los grandes líderes de verdad poseen el arte de construir relaciones que funcionan.

—¿Podrías ser más concreto, Simeón? —pidió la entrenadora—. Para mí los negocios tienen que ver con ladrillos, hormigón y máquinas. ¿A qué relaciones exacta mente te refieres?

Para tener un negocio que funcione y que prospere, tienen que funcionar las relaciones con los A.C.E.P en la organización. Y no me estoy refiriendo a los Altos Cargos de Empresa Pistonudos, precisamente. Me refiero a los Accionistas (o Propietarios), a los Clientes, a los Empleados y a los Proveedores. Por ejemplo, si nuestros clientes se nos van, o se van a la competencia, tenemos un problema de relación. No estamos identificando y satisfaciendo sus necesidades legítimas. y la :regla número uno de todo negocio es que si no somos capaces de satisfacer las necesidades de nuestros clientes, otros lo harán.

Estas palabras me hicieron reaccionar: —Desde luego, se acabó la época en que bastaba con hacerle unas fiestas al cliente e invitarle a comer para firmar el contrato. Ahora lo importante es la calidad, el servicio y los precios.

El profesor asintió: —Eso es, John, se trata de satisfacer sus legítimas necesidades. Y el mismo principio vale para los empleados. La agitación obrera, el malestar, las huelgas, la moral baja, a falta de confianza y el bajo nivel de compromiso son meros síntomas de un problema de relación. Las legítimas .1ecesidades de los empleados no están siendo satisfechas.

Recordé inmediatamente a mi jefe cuando me dijo que a campaña sindicalista en la fábrica era un problema de gestión y yo preferí no hacerle caso.

—Voy a ir incluso más allá. Si no satisfacemos las necesidades de los propietarios o de los accionistas, también se verá la empresa en un serio problema. Los accionistas tienen la legítima necesidad de conseguir unos dividendos justos de su inversión, y si, como empresa, no satisfacemos su necesidad, las relaciones con los accionistas no van a ser precisamente buenas. Intervino el pastor:

—Eso es cierto, hermano Simeón… y si los accionistas están contentos, no creo que vayamos a durar mucho como empresa. Tuve ocasión de aprender esto de forma bastante dolorosa hace muchos años, cuando era director general de un gran centro turístico en Arizona. Todos nos o pasábamos muy bien trabajando y no prestábamos mucha atención a los resultados económicos, hasta que se terminó la bonanza. Fui directamente de la cola del paro al seminario.

El profesor siguió con su argumento. —El mismo principio de relación es válido para nuestros vendedores y proveedores, para los recursos financieros, y para cualquier área o servicio en nuestra empresa. En resumen, una relación de simbiosis que funcione con os clientes, los empleados, los propietarios y los proveedores, es el seguro para que un negocio funcione. Los verladeros líderes entienden perfectamente este sencillo principio.

El sargento seguía sin convencerse:

—Pero, a fin de cuentas, Simeón, ¿quieres que te diga lo que realmente hace que la tropa, los empleados y todos los demás estén contentos? La respuesta siempre es la misma: «la pasta».

—Por supuesto que el dinero es importante, Greg. Retén un cheque de paga y verás si el dinero es importante. Sin embargo, en las encuestas que se han hecho en este país desde hace décadas, el dinero ocupa sistemáticamente el cuarto o el quinto lugar en la lista de lo que la gente espera de su empresa. El ser tratados con dignidad y respeto, el ser capaces de contribuir al éxito de la empresa, el sentirse parte de ella, siempre aparecen por encima del dinero. Desgraciadamente, los líderes, en su mayoría, han optado por no dar crédito a las encuestas.

El pastor, que no paraba de rebullirse en la silla y que a todas luces estaba deseando hablar, dijo finalmente:

Pensemos en la institución del matrimonio en este país; casi la mitad de esas asociaciones, que podríamos definir como organizaciones, fracasan. ¿Sabéis cuál es la razón número uno que se esgrime para explicar el fracaso? ¡Dinero y problemas financieros! Pero vamos, ¿quién de vosotros puede creérselo? ¡Eso es como decir que los pobres no pueden estar felizmente casados! ¡Qué absurdo! He sido consejero matrimonial durante años en mi oficio pastoral y puedo asegurar os que todo el mundo le echa la culpa siempre al dinero porque es algo tangible, a lo que se pueden agarrar. Pero la raíz de estos problemas es siempre la pobreza de las relaciones.

—Buen punto —salté yo—. En una reciente reunión con los sindicatos en nuestra fábrica todo el mundo insistía en que el problema principal era el económico, hasta el punto de que llegué a convencerme de que así era. Pero el asesor de asuntos sindicales que contratamos para que nos ayudara ante la campaña sindicalista no paraba de decirme que el problema no era el dinero. Insistía en que se trataba de un problema de relaciones, pero yo no le creí. Puede que tuviera razón.

La directora de escuela preguntó: —Simeón, si las relaciones humanas son tan importantes en la empresa y en la vida, y en eso estoy de acuerdo contigo, ¿cuál es, a tu juicio, el ingrediente más importante para conseguir una relación que funcione?

—Me alegro de que lo preguntes, Theresa ——contestó en el acto el profesor—. La respuesta es muy sencilla: confianza. Sin confianza es difícil, por no decir imposible, mantener una buena relación. La confianza es lo que permite cimentar los distintos elementos de una relación. Si no estás muy segura de que esto sea así, por qué no te preguntas cuántas buenas relaciones mantienes tú con gente de la que no te fías ¿Te apetece salir a cenar con esa gente un sábado por la noche? Sin unos niveles básicos de confianza, los matrimonios se rompen, las familias se descomponen, las empresas se arruinan, los países se vienen abajo. Y la confianza llega cuando uno se la merece. Hablaremos más del tema en esta semana.

Estoy seguro de que, en esa primera lección de aquel primer domingo de octubre, discutimos sobre muchas más cosas, pero esos son los puntos que recuerdo con más claridad. Me venían a la cabeza tantos pensamientos y me embargaban tantas emociones a la vez que me costó mucho trabajo mantener la atención hasta el final del día. No dejaba de pensar en las responsabilidades que había asumido: jefe, padre, marido, entrenador… Y estas responsabilidades, unidas a mi estilo de liderazgo de poder, me daban verdadero vértigo. Cuando me derrumbé aquella noche sobre la cama me sentía deprimido y absolutamente exhausto.

CAPÍTULO II

El paradigma antiguo

Si no cambias de dirección, acabarás en el lugar exacto al que te diriges.

Antiguo proverbio chino

A las cuatro cuarenta y cinco de la mañana estaba ya completamente despierto, pero no tenía muchas ganas de salir de la cama. Sabía que el profesor me estaría esperando en la capilla, así que conseguí arrancarme de mis cálidas mantas, me eché un poco de agua en la cara y me dirigí a su encuentro.

Simeón estaba sentado en el mismo asiento que ocupaba durante los cinco servicios diarios. Me hizo una seña con la mano y fui a sentarme a su lado.

—Siento sacarte de la cama a estas horas para que vengas a reunirte conmigo —dije disculpándome.

—No te apures John, ya llevo en pie un buen rato. Me alegro de que tengamos ocasión de vemos. Le pregunté al abad si podía reunirme contigo en el desayuno, pero no me ha contestado todavía. Nos ha autorizado a romper el Gran Silencio antes del servicio de las cinco treinta, cosa que le agradezco mucho.

«Qué magnánimo», pensé yo para mis adentros. —Así pues, dime, John, ¿qué has aprendido?

—Todo tipo de cosas —repliqué sin mucho entusiasmo——. Esa historia sobre el poder y la autoridad era muy interesante. Pero oye, Simeón, desde luego ayer me pillaste en lo de no escuchar a Kim.

—Ah, sí, John. Me he dado cuenta de que no escuchas demasiado bien.

—¿Qué quieres decir? —pregunté a la defensiva—. Siempre he pensado que sabía escuchar.

—Ayer por la mañana, cuando nos encontramos en mi habitación, me cortaste por lo menos tres veces en mitad de una frase. Bueno, eso es alg9 que mi ego puede soportar, John, pero me espanta pensar en el mensaje que haces llegar a la gente que diriges, interrumpiéndoles de esa manera. ¿No te ha hablado nadie de esta mala costumbre tuya?

—Pues, no —mentí, a sabiendas de que una de las mayores quejas de Rachael era que nunca dejaba a nadie acabar una sola frase, sin meter yo baza. A mis hijos aquello les frustraba lo indecible. Rachael mantenía que probablemente hacía lo mismo en el trabajo e insistía en que seguro que nadie se atrevía a decírmelo a la cara. Sin embargo, en una ocasión eso fue precisamente lo que sucedió. Ocurrió durante una entrevista con un director de producción que dejaba el puesto para irse a trabajar con la competencia. Me dijo que nunca había encontrado a nadie que escuchara menos que yo. No hice mucho caso de aquello, porque di por sentado que los que dejaban la empresa y los traidores poco podían enseñarme.

—Cuando se corta así a la gente, dejándola con la palabra en la boca, se están emitiendo mensajes poco positivos. Primero, si me cortan así la palabra, es evidente que no me estaban escuchado muy atentamente, puesto que ya tenían la respuesta en mente; segundo, no me valoran en absoluto, no valoran mi opinión, y, finalmente, deben pensar que lo que tienen que decir es mucho más importante que lo que yo tengo que decir. Estos, John, son mensajes que indican una falta de respeto, que como líder no puedes permitirte emitir.

—Pero eso no es así, Simeón —protesté—. Yo te tengo muchísimo respeto.

—Tus sentimientos de respeto deben ser acordes con tus actos de respeto, John.

—Sospecho que tendré que trabajar sobre ello —contesté precipitadamente, deseando cambiar de tema. —Cuéntame algo sobre ti, John —me pidió el profesor como si me leyera el pensamiento.

Hice para Simeón una autobiografía en cinco minutos y dediqué otros cinco a la descripción de las «coincidencias con Simeón» y a mi sueño recurrente.

Simeón me escuchó con atención, como si lo único que importara en el mundo fuera lo que yo estaba contando. Me miraba directamente a los ojos y sacudía de vez en cuando la cabeza, para hacerme ver que entendía, pero no pronunció una sola palabra hasta que acabé del todo.

Después de un par de minutos en silencio, dijo:

—Gracias por hacerme partícipe de tu historia, John. Ha sido fascinante. Me encanta oír contar la vida de la gente.

—Bueno, no es nada del otro mundo —dije con modestia—. Y, dime, ¿qué opinas de tanta coincidencia con Simeón?

—De momento no estoy seguro, John ——contestó acariciándose el mentón—. Me inclino a pensar, como tu mujer, que probablemente tienen algún significado. Nuestro inconsciente y los sueños que produce están cargados de una fabulosa riqueza de significados que apenas si empezamos a entender.

—Ya, eso supongo. —Vamos a ver, ¿en qué puedo serte de utilidad durante esta semana, John?

—Pues supongo, Simeón, que me gustaría sacar algún partido de tu experiencia, si es que puedo. Realmente no me siento muy en paz últimamente, tengo la mente muy agitada. Pensarás que un tipo que lo tiene todo tendría que estar feliz y satisfecho. Pero como acabo de decirte, ese no es mI caso.

—John, me ha llevado muchos años aprender que no son las cosas materiales de la vida las que le hacen a uno feliz —dijo Simeón como si estuviera diciendo una verdad universal—. Y si no, mira a tu alrededor. Los mayores placeres de la vida son absolutamente gratis.

—¿De veras lo crees, Simeón? —Así de entrada, John, piensa en el amor; el matrimonio; los amigos; los hijos; los nietos; las puestas de sol; los amaneceres; las noches estrelladas; los bebés; el don del tacto, del gusto, del olfato, del oído, de la vista; la salud; las flores; los lagos; las nubes; el sexo; la capacidad para elegir; incluso la propia vida. Todo eso es gratis, John.

Empezaba a entrar en la capilla una fila de monjes y me di cuenta de que casi se nos había acabado el tiempo.

—Se supone que tengo que aprender algo de ti en esta semana, Simeón. No sé muy bien qué, pero estoy deseando averiguarlo. Sé perfectamente que tengo que recomponer mi vida si no quiero quedarme sin trabajo, e incluso sin familia. Pero si he de serte sincero, te diré que aquí no sólo no me encuentro mejor, sino que de hecho me encuentro peor. Cuanto más te escucho, más me doy cuenta de lo mal encaminado que iba. Creo que nunca he tenido el ánimo tan por los suelos.

—Es el punto de partida perfecto —replicó Simeón.

El aula era un hervidero cuando dieron las nueve en el reloj el lunes por la mañana.

El profesor dirigió una sonrisa al grupo y dijo amablemente:

—Tengo la impresión de que hay unos cuantos que han estado planteándose algunos de los principios que discutimos ayer.

—¡Y tanto que sí! —saltó el sargento, como si hablara en nombre de todo el grupo—. Esa película que nos contaste ayer va en contra de todos los principios que nos han enseñado fuera de aquí, en el mundo real.

El pastor sacudió la cabeza y dijo: —¿Qué quieres decir con «nos»? ¡Puede que sencillamente tengas que poner en tela de juicio alguno de tus antiguos paradigmas, soldado!

—¿Y qué es eso de «paradigma», predicador? —gruñó el sargento—, ¿te lo has sacado de la Biblia?

Simeón aprovechó la pregunta.

—Paradigma; bien, es una buena palabra. Los paradigmas son sencillamente patrones psicológicos, modelos, mapas que nos valen para no perder el rumbo en la vida. Nuestros paradigmas pueden ser útiles e incluso pueden salvamos la vida si hacemos un uso apropiado de ellos. Pero también pueden llegar a ser peligrosos si los consideramos verdades inmutables que valen para todo, y los utilizamos como filtros de la información nueva y de la mudanza de los tiempos a lo largo de nuestra vida. Aferrarse a paradigmas obsoletos puede paralizamos mientras el mundo avanza.

—Vale, ya lo entiendo —

Todos nos reímos, y Simeón más que nadie. —Bueno Greg, supongo que tengo que darte las gracias —respondió el profesor con una sonrisa—. Como ejemplo de paradigma peligroso, pensad en la visión del mundo que puede desarrollar una niña que haya sufrido malos tratos por parte de su padre. La idea, el paradigma, de que no debe confiar en los hombres puede servirle durante su infancia, llevándola a evitar a su padre. Sin embargo, si transfiere este paradigma al mundo de los adultos a medida que vaya creciendo, probablemente tendrá serias dificultades en su trato con los hombres.

—Entiendo —comentó la enfermera—. El paradigma de la niña es que hay que desconfiar de todos los hombres, pero el paradigma apropiado sería que hay que desconfiar de algunos hombres. Así pues, un modelo que le fue útil mientras vivió en la casa familiar con ese impresentable se transfiere de forma inadecuada a un contexto más amplio en el mundo adulto.

—Exacto, Kim —continuó Simeón—. Por lo tanto, es importante que reconsideremos continuamente nuestros paradigmas respecto a nosotros mismos, al mundo que nos rodea, a nuestras empresas y a otra gente. Además nuestros paradigmas no siempre son ajustados.

Yo añadí: —Leí en alguna parte que no vemos el mundo tal y como es, vemos el mundo tal y como somos. El mundo aparece en formas muy distintas según la perspectiva de cada uno. El mundo ofrece aspectos muy distintos dependiendo de que uno sea rico o pobre, joven o viejo, blanco o negro, o de que uno esté enfermo o tenga buena salud… Os aseguro que mi mujer ve el mundo de muy distinta forma que yo.

Intervino la directora de escuela: —Creo que fue Mark Twain quien dijo que debemos poner mucho cuidado en extraer las lecciones adecuadas de nuestras experiencias; para no hacer lo del gato que se sentó sobre una estufa encendida. Porque el gato que se ha sentado sobre una estufa encendida no volverá a sentarse nunca sobre una estufa encendida, pero tampoco volverá a sentarse sobre una estufa apagada.

—Excelente, excelente —respondió el profesor con su habitual sonrisa—. Pensad en los antiguos paradigmas: el mundo es plano, el Sol se mueve alrededor de la Tierra, la salvación se consigue siendo una buena persona, las mujeres no deben votar, las personas de color son inferiores, las monarquías deben gobernar los pueblos, no se deben llevar botas blancas de tacos en un campo de fútbol, el pelo largo y los pendientes son cosa de mujeres…, pues eso. Se tiende con frecuencia a poner en tela de juicio las nuevas ideas, las nuevas formas de hacer las cosas, tildándolas incluso de herejías, obras del demonio o del comunismo. Poner en tela de juicio lo antiguo supone un gran esfuerzo, pero no hacerlo, también. El mundo cambia a tanta velocidad que, si no revisamos nuestras creencias y nuestros paradigmas, nos estamos arriesgando, en el mejor de los casos, a quedamos paralizados.

Intervino la entrenadora: —Me pregunto si no será esto lo que explica por qué es tan importante, hoy en día, la mejora continua. A la empresa que no revisa sus planteamientos y sus métodos, sencillamente la adelanta la competencia porque se queda desfasada. Pero a la gente le cuesta mucho cambiar; ¿a qué crees que puede deberse, Simeón?

El profesor respondió inmediatamente: —El cambio nos hace salir de un ámbito que nos resulta cómodo y nos obliga a hacer las cosas de modo diferente, yeso es duro. No dar por sentadas las cosas nos obliga a replanteamos nuestra posición, yeso siempre es incómodo. Hay mucha gente que, para no tener que aguantar la incomodidad y el duro esfuerzo de ir progresando, se conforma con permanecer aferrada a sus pequeñas rutinas.

—Una rutina —afirmó la directora de escuela con una mueca burlona es poco más que un ataúd del que sólo se pueden sacar los pies. —

La entrenadora comentó: —La mejora continua es crucial tanto para las personas como para las organizaciones, porque nada en esta vida es permanente. La naturaleza nos muestra con claridad que sólo si estás creciendo estás vivo, si no, estás muriéndote, estás muerto o te estás pudriendo.

El profesor añadió: —Casi todo el mundo admite la idea de mejora continua, pero, por definición, no es posible mejorar sin cambiar. Esos espíritus animosos, que andan en el filo poniendo en cuestión las cosas y haciéndose preguntas sobre ellas son los que abren el camino para los demás.

—George Bernard Shaw —intervino de nuevo la directora de escuela— dijo una vez que el hombre sensato se adapta al mundo, y que el insensato se empeña en intentar adaptar el mundo a sí mismo; por lo tanto todo progreso depende del hombre insensato.

—Yo les digo con frecuencia a mis jugadores —añadió la entrenadora— que en un trineo de perros es mejor ser el que va en cabeza por tres razones. La primera es que pisas siempre nieve limpia, la segunda, que eres el primero en ver paisajes nuevos, y la tercera ¡que no vas todo el camino viendo el trasero de los otros!

—Gracias, Chris, ésa no la conocía yo —dijo riéndose el profesor.

Se acercó a la pizarra y escribió unos ejemplos de paradigmas antiguos y paradigma s nuevos mientras el grupo seguía con la discusión.

Simeón continuó diciendo: —Por supuesto, puede que tengamos que cambiar algunos de nuestros antiguos paradigmas de cara al próximo milenio. Igual que la niña del ejemplo, puede que estemos acarreando un equipaje anticuado y unos paradigmas de organización inapropiados para un mundo nuevo y siempre cambiante. ¿Cuáles son, a vuestro juicio, los paradigmas predominantes hoy en día en el ámbito empresarial?

El sargento, como siempre, saltó rápidamente: —Gestión de estilo piramidal; verticalismo. Tipo: haz lo que digo; si quiero tu opinión ya te la pediré. Prima la conocida regla de oro según la cual «Manda el que tiene la sartén por el mango».

—Creo que has dado en el clavo, Greg —dijo la directora de escuela—. y realmente no parece que esté habiendo ningún cambio. La nueva generación de líderes, los del Baby Boom y los de la Generación X, bueno, por un momento algunos de nosotros pensamos que quizás hicieran las cosas de otro modo, tal vez mejor, pero parece que están siguiendo los pasos de sus predecesores.

Simeón volvió lentamente a la pizarra, diciendo: —Vamos a hablar del paradigma de gestión de estilo piramidal y de cómo se hizo tan popular en este país. —Dibujó un gran triángulo y lo dividió en cinco secciones—. Nuestro estilo piramidal de gestión, con una organización vertical, es un concepto muy antiguo que heredamos de épocas guerreras y monárquicas. En lo militar, por ejemplo, tenemos en el vértice a un general, con coroneles, o lo que sea, en el siguiente nivel, seguidos por capitanes y tenientes, y más abajo por sargentos, y vamos a ver, ¿a quién le toca estar abajo del todo?

—¡A los soldados rasos! —dijo Greg—. Los soldados rasos son los que están siempre en primera línea, y bien orgullosos que se sienten de ello.

—Gracias, Greg. ¿Y quién está más en contacto con el enemigo, el general o los soldados rasos?

—Hombre, los soldados rasos, por supuesto —replicó la entrenadora.

El profesor empezó a escribir nombres de cargos empresariales sobre cada uno de los nombres de grados militares y añadió:

—Vamos a dar un paso más traduciendo el modelo militar al modelo empresarial actual. Pongamos a los consejeros delegados y presidentes en la casilla de los generales, a los vicepresidentes en la de los coroneles, a los directores en la de los capitanes y tenientes y a los supervisores en la de los sargentos. Ahora, a ver, ¿a quién le toca estar abajo del todo en la organización clásica?

—A los «currantes» —respondimos tres al unísono. —Ya no —anunció el pastor—. ¡Ahora que nos hemos hecho más cultos nos referimos a ellos como los asociados!

—Gracias, Lee ——el profesor sonrió. —¿Y dónde está el cliente en este modelo? ¿Quién está más cerca del cliente, los presidentes y consejeros delegados o los operarios que hacen el trabajo y le ponen al producto el valor añadido? Espero que la respuesta os resulte obvia.

Intervine yo: —Mi mentor en materia empresarial solía recordarme que la gente que empaqueta los vidrios en las cajas en nuestra fábrica es la que está más cerca del cliente. Me refiero a que yo puedo conocer personalmente a los clientes, incluso puedo salir a comer con ellos alguna vez, pero lo que realmente le importa al cliente es lo que hay dentro de la caja cuando la abre. Y los últimos en tocar el vidrio son esos trabajadores. Supongo que por eso son los que más cerca están del cliente.

—Sí, he oído a algunos altos ejecutivos quejarse de la soledad del que está arriba. ¡Pero si están tan solos es porque todos los demás estamos ocupados sacando adelante el trabajo! —saltó Theresa.

—De este modo conseguimos un modelo que podríamos representar así —anunció Simeón alejándose de la pizarra y mirando a los asistentes—. ¿Es éste un buen modelo o paradigma para llevar hoy en día una empresa? —continuó preguntando el profesor.

—¡Pues lo que está claro es que es una manera efectiva de resolver las cosas! —replicó el sargento, un tanto a la defensiva— Estados Unidos lo ha utilizado con éxito durante mucho tiempo y ha conseguido que se hicieran las cosas con orden.

—Bueno —comentó el pastor—, es muy natural que, tras las grandes victorias que ha conocido este país en este siglo, la gente volviera a casa pensando que este estilo de poder, caracterizado por el verticalismo y la obediencia ciega, era la manera de conseguir resolver las cosas. Probablemente muchos volvieron a sus casas pensando que era la mejor, tal vez la única forma de llevar sus negocios, sus hogares, sus equipos deportivos, sus iglesias y demás organizaciones no militares.

—No cabe duda de que el modelo militar fue efectivo para ganar las guerras —asintió el profesor—; yo soy un ciudadano libre y me siento agradecido por la libertad de que puedo disfrutar ahora mismo. Pero me pregunto, como en el caso de la niña maltratada de la que hablábamos antes, si no habremos trasladado de modo inapropiado un modelo perfectamente válido en la defensa de la patria y los niños, a un mundo donde este modelo no va a ser igual de efectivo. ¿Es válido hoy en día este modelo, o existe una manera mejor de hacer las cosas?

—Sabes —empezó a decir Lee—, cuando miro el modelo de la pizarra, me llama la atención que el cliente esté en la misma casilla que el enemigo. ¿No pensaréis en serio que la empresa ve al cliente como el enemigo, verdad?

—Ciertamente, espero que no, al menos no conscientemente —replicó Kim—. Pero cuando considero este estilo vertical de gestión, me preocupa el mensaje que se está haciendo llegar a la organización.

—¿A qué te refieres? —pregunté. —Cada elemento de la organización está mirando hacia la casilla de arriba, hacia el jefe, no hacia el cliente —respondió de inmediato.

—¡Es una muy buena observación, Kim! —exclamó Simeón—. Eso es exactamente lo que ocurre con una mentalidad o paradigma piramidal. Si yo me presentara en vuestras empresas y preguntara a los empleados, asociados o como queráis llamarles: «¿A quién trata usted de agradar?» o «¿Al servicio de quién está usted?», ¿cuál creéis que sería la respuesta?

Esta vez contesté yo inmediatamente: —Me gustaría pensar que dirían «al cliente», pero me temo que dirían «al jefe». En realidad estoy casi seguro de que los empleados de mi fábrica dirían algo así como «Yo estoy aquí para tener contento al jefe. Mientras el jefe esté contento todo va bien». Es triste, pero así es, más o menos.

—Gracias por tu sinceridad, John —dijo el profesor—. Mi experiencia coincide con la tuya. Hoy en día, en muchas organizaciones, la gente está más pendiente del de arriba que del de abajo, y lo que le preocupa es tener al jefe contento. Y mientras todos se esfuerzan en tener contento al jefe, ¿quién se ocupa de tener contento al cliente?

La directora de escuela parecía algo preocupada: —No deja de ser irónico, aunque es más bien triste. Tal vez la pirámide esté invertida. Puede que haya que poner al cliente en lo alto de la pirámide. Parece que tendría más sentido, ¿no?

—Desde luego que tendría más sentido, Theresa ——contestó el pastor—, porque si no se sirve al cliente y no se le tiene contento, no vamos a tener gran cosa que decir en el próximo seminario, porque se nos va a acabar pronto el negocio.

El profesor se acercó a la pizarra diciendo: —Para seguir con lo que decía Theresa, supongamos que nuestro paradigma piramidal está invertido. Supongamos que ese modelo que fue perfecto en su día ya no lo es. ¿Qué pasaría si, como ha sugerido Theresa, invirtiéramos el triángulo y pusiéramos al cliente arriba del todo? Como decíamos antes, los que estarían más cerca del cliente serían los asociados o los empleados, que se apoyarían sobre los supervisores de primera línea y el resto. El nuevo modelo podría ser algo así. Simeón se retiró de la pizarra.

—Para mí que estás en las nubes, Simeón —insistió el sargento—. Estás diciendo que los empleados estarían en el lugar de mando. Quiero decir que toda esta simpática y deshilvanada charla es muy divertida en teoría, pero impensable en el mundo real.

—Por favor, Greg, atiéndeme un momentito más —dijo Simeón—. Trata de pensar en una organización enfocada a servir al cliente que está arriba del todo, una organización donde, tal como describe la pirámide invertida, los empleados en primera línea están realmente dando servicio a los clientes y asegurándose de que se están satisfaciendo sus legítimas necesidades. Y supón que los supervisores de primera línea empiezan a considerar a sus empleados como clientes suyos, y se ponen a identificar y satisfacer sus necesidades. Y así sucesivamente en toda la pirámide. Esto obligaría a todos los mandos a asumir una nueva mentalidad, un paradigma nuevo, y a reconocer que el papel del líder no es mandar y dominar al de la casilla de abajo. El papel del líder es más bien servir; interesante paradoja… ¿Qué pasaría si la aplicamos de arriba a abajo en toda la pirámide? Tal vez ponemos al servicio de los otros sea la mejor manera de dirigir. Tal vez dirigimos mejor sirviendo.

—Yo siempre les digo a mis supervisores de departamento —medió la enfermera—. Que su trabajo es quitar obstáculos, quitar todas las obstrucciones que estorban a su gente en el servicio a los pacientes. Les pido que piensen que están igualando el firme de una carretera, quitando los badenes para facilitar el paso a su gente. Me imagino Simeón, para decirlo en tus palabras, que quitar los obstáculos sería servir a la gente.

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