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El escondite




Enviado por romulo



Partes: 1, 2

    Indice
    1.
    Introducción


    3. Pasaportes hacia la
    salvación

    4. Tiempo
    prestado

    5. La barraca
    28

    6. Paraíso en el
    infierno

    1.
    Introducción

    En la ciudad holandesa de Haarlem, en una casa varias
    veces centenaria y de curiosa construcción, vivía la familia Ten
    Boom, compuesta de personas bondadosas, devotas lectoras de la
    Biblia, los mejores relojeros de Holanda. Pero el huracán
    de la ocupación alemana trasformó al barbado
    patriarca y a dos de sus hijas en guerreros clandestinos. La
    pintoresca casa de la Barteljorisstraat se convirtió en
    base de la Resistencia
    holandesa, refugio de perseguidos.., y objetivo de la
    Gestapo.
    Los amables e ingeniosos Ten Boom se enfrentaron al peligro y a
    la muerte de
    manera que constituye un fascinante relato de aventuras. Pero,
    más que eso, es la narración jubilosa,
    extraordinaria y a menudo graciosa, de un triunfo de la fe
    cristiana.
    Por Corrie ten Boom
    Salte de la cama y me incliné fuera de la única
    ventana de mi dormitorio. Frente a mis ojos se alzaban las
    paredes de ladrillo de la parte posterior de otros edificios
    viejos en aquel apiñado centro del antiguo Haarlem; en lo
    alto, encima de los absurdos tejados y las chimeneas torcidas,
    aparecía un cuadrado de perlino firmamento.
    ¡Tendríamos un día de sol para nuestra
    fiesta!

    – Porque ese día de enero de 1937 se
    cumplía el centenario de nuestra tienda. Exactamente un
    siglo antes el padre de mi padre había colocado en el
    escaparate un rotulo que decía: TEN BOOM,
    RELOJERÍA.
    Saqué mi vestido nuevo y
    ensayé unos pasos de vals. El dormitorio mi padre quedaba
    exactamente bajo el mío, pero a los 77 años de edad
    dormía a pierna suelta. Tú tampoco eres una
    pollita, recordé a la imagen del
    espejo: 45 años, soltera, y ya has perdido la silueta. Mi
    amada hermana Betsie, de 52, que también vivía en
    casa, aun conservaba su esbelta gracia que hacía a la
    gente volverse para seguirla con los ojos.
    Allá abajo oí sonar el timbre de puerta. Me
    precipité por las escaleras torcidas y empinadas. Aquellas
    escaleras eran un añadido a nuestra vieja y curiosa
    vivienda, que todos conocían por la Beje. En realidad eran
    dos casas unidas entre sí: una típica construcción de Haarlem, añosa y
    diminuta, de tres pisos, no más ancha que un cuarto con la
    profundidad de dos, unida por detrás a otra casa
    todavía mas estrecha y empinada. El tirabuzón de la
    escalera se abría angosto paso entre las dos.

    Desde las 7 hasta las 8 el timbre e la puerta
    sonó sin parar, a medida que llegaban ramilletes y tiestos
    de flores con las felicitaciones de los amigos. De la puerta
    lateral, que se abría a una minúscula callejuela,
    Betsie y yo los llevábamos hasta el taller, donde se
    reparaba toda clase de relojes. Allí estaba el alto
    banco sobre el
    cual nuestro padre se había inclinado durante tantos
    años en la ejecución de su delicado y minucioso
    trabajo, reputado como el mejor de Holanda.

    Junto a su banco
    había otros tres, inclusive el mío, pues a los 30
    años me había convertido en la primera relojera con
    licencia en Holanda. Frente al taller, en la estrecha
    Barteljorisstraat, estaba la sección de la tienda
    destinada a los clientes, con sus
    relojes de péndulo y su vitrina llena de relojes de
    pulsera y bolsillo. Desde la niñez había sido para
    mí un gozo entrar en aquel cuarto, donde un centenar de
    vocecitas mecánicas me daban la bienvenida con su
    tictac.

    A las 9 de la mañana empezaron a llegar
    visitantes. En poco tiempo el
    callejón estaba atestado de bicicletas, y una corriente
    ininterrumpida de invitados (al parecer la ciudad entera) era
    conducida por la tienda y luego escalera arriba hasta la sala
    para beber café,
    comer taartjes (pastelillos) y estrechar la mano de mi padre.
    Porque en verdad él era "el magnífico anciano de
    Haarlem", a quien todos acudían con sus problemas y a
    quien los niños
    llamaban Opa, es decir, abuelo.

    Todo el día llegaron amigos: jóvenes y
    viejos, pobres y ricos, ilustrados caballeros y sirvientas
    analfabetas. El alcalde, de levita; el cartero, el conductor del
    tranvía, media docena de agentes de la Central de
    Policía de Haarlem, que estaba a la vuelta de la
    esquina…

    Por la tarde empezaron a llegar también niños
    y, como siempre, se dirigieron sin vacilar a mi padre.
    Porque, además de tener ojos azules de bondadosa y
    sonriente expresión, y larga barba a la que se
    adhería el aroma del cigarro puro, papá
    hacía tictac. Los relojes puestos en un anaquel no
    funcionan igual que sobre una persona, por lo
    que llevaba siempre encima los que estaba arreglando. Sus
    chaquetas tenían enormes bolsillos interiores provistos de
    ganchos para colgar una docena de relojes. Así que,
    dondequiera que fuera, le acompañaba el rumor de
    centenares de ruedecillas.

    Mi padre adoraba a los niños. De alguna manera,
    con aquella tienda que nunca había ganado dinero, se las
    arregló para alimentar, vestir y cuidar once hijos
    adoptivos, cuando los cuatro suyos hubieron crecido. Pero no
    tenía idea de los negocios. A
    veces trabajaba muchos días en un difícil problema
    de reparación y luego se olvidaba de mandar la cuenta.
    Cuanto más raro y costoso fuera un reloj, menos capaz era
    él de verlo en términos monetarios.

    "¡ Habría que pagar por el
    privilegio de trabajar en un reloj como este, Corrie!"
    solía decir. Hasta que me hice cargo de los desordenados
    libros (el
    mismo año que mi madre murió) e impuse cierto
    método en
    aquel manicomio, el taller no empezó a ganar
    algo.

    A media tarde mi hermana Nolie llegó a la fiesta
    acompañada por su marido y sus hijos; mi hermano
    llegó al anochecer.
    Único de los Ten Boom que asistió a la universidad,
    Willem se había ordenado ministro en la Iglesia
    Holandesa Reformada. En su tesis
    doctoral, redactada en Alemania diez
    años antes, había escrito que una maldad terrible
    estaba echando raíces en aquel país. En la universidad misma
    se sembraban las semillas de un menosprecio por la vida humana
    como el mundo no había conocido jamás. Los pocos
    que leyeron su tesis
    habían reído.

    Ahora, por supuesto, la gente ya no reía en lo
    tocante a Alemania. La
    mayoría de los buenos relojes llegaba de allí y, en
    los últimos tiempos, varias empresas con las
    que tratamos durante algunos años (judías todas
    ellas) habían suspendido misteriosamente sus actividades.
    Willem encabezaba el programa
    establecido por su iglesia para
    entrar en contacto con los judíos alemanes (aunque
    jamás supe que hubiera convertido a ninguno), y a fuerza de
    sacrificios y economías había construido un asilo
    para judíos ancianos en Hilversum, distante 50
    kilómetros. Sólo que en los últimos meses el
    asilo se había visto inundado de refugiados
    jóvenes, todos procedentes de Alemania. Y con ellos
    llegaban historias de demencia creciente en aquella nación.

    También nos acontecía que, a veces,
    captábamos en la radio una voz
    trasmitida del oriente por nuestros vecinos, una voz que no
    hablaba, que ni siquiera gritaba, sino que se expresaba en
    alaridos. ¿Qué quería, qué buscaba
    aquel hombre en
    Alemania? ¿ La guerra?
    "¿Qué importa?" preguntaba alguien, sentado a la
    mesa de los pásteles. "Allá que peleen entre si las
    grandes potencias. La
    cosa no nos afectará a nosotros".
    En ese momento entró Willem a la habitación. Lo
    acompañaba un judío de poco más de 30
    años, tocado con el característico sombrero de alas anchas y
    vestido de larga levita negra. Pero lo que atrajo todas las
    miradas fue la cara de aquel hombre: estaba
    quemada. La barba había desaparecido y el rostro mostraba
    una piel roja y
    llagada."Les presento a Herr Gutlieber", anuncio Willem.
    "Escapó de Alemania en un camión lechero. Un
    grupo de
    adolescentes
    lo paró en la calle, en Munich, y le quemó las
    barbas.
    El recién llegado se sentó muy rígido para
    tomar una taza de café
    con bizcochos, y yo traté de entablar conversación
    hablándole del tiempo. Alrededor
    de nosotros se reanudó la festiva charla.
    "¡Rufianes!" oí decir a un vendedor de relojes. "Lo
    mismo sucede en todos los países. Pero ya verán: la
    policía los pondrá en su lugar. Alemania es un
    país civilizado".

    2. Empieza la
    batalla

    Tres años después, el 9 de mayo de 1940.
    Mi padre tenía cerca de 81 años.
    Todas las noches, precisamente las 8:45, abría la vieja
    Biblia con pastas de latón. Era la señal para decir
    las oraciones familiares.
    Media hora más tarde subía las escaleras hacia su
    cuarto. Sin embargo, esa noche se quedó abajo para
    conversar. Gran Bretaña, Francia y
    Alemania se encontraban ya en guerra. Una
    dolorosa pregunta resonaba por todo el país:

    ¿ También a nosotros nos
    alcanzarían las hostilidades,?
    Mi padre encendió nuestra enorme radio de mesa. Se
    escuchó la voz de un noticiario, sonora y tranquilizadora.
    Se respetaría la neutralidad de Holanda. No había
    nada que temer. Se instaba a los holandeses a conservar la calma
    y a…
    Papá apagó la radio
    bruscamente, con una llama en la mirada que no conocíamos.
    "Es malo dar esperanzas cuando no las hay",
    declaró.

    Y su faz recuperó en seguida la bondadosa
    expresión habitual. "Queridas hijas, en este momento
    siento tristeza por todos los holandeses que no conocen el
    poder divino.
    Porque los alemanes atacarán, y nosotros seremos
    derrotados. Pero Él, no". A Betsie y a mí nos dio
    las buenas noches con un beso y se fue a acostar.

    Cinco horas más tarde me incorporé
    repentinamente en la cama. ¿ Qué había sido
    eso? ¡ Ah, otra vez! Un destello deslumbrador, seguido un
    instante después por una explosión que
    sacudió la cama. Fuera, sobre mi ventana, el trozo de
    cielo brillaba rojo y anaranjado. Me lancé al segundo
    piso, donde encontré a Betsie sentada en su cama. Nos
    abrazamos y juntas exclamamos en voz alta: "¡La
    guerra!"

    El estruendo de las bombas
    parecía venir principalmente del aeropuerto. En la salas
    las sillas, los libreros de caoba, el viejo piano vertical
    reflejaban una luz que bajaba
    del cielo incandescente. Betsie y yo nos arrodillamos junto a la
    banqueta del piano. Oramos por nuestro país, por los
    muertos y heridos de esa noche, por la Reina. Y luego, por
    increíble que parezca, mi hermana empezó a rezar
    por los alemanes que volaban en lo alto, en sus aviones,
    atrapados en el puño de la gigantesca maldad desencadenada
    en Alemania. La mire, de rodillas junto a mi a la luz de la Holanda
    incendiada, "Señor", murmure. "Escucha a Betsie y no a mi,
    porque yo no puedo orar por ellos".

    Holanda resistió 5 días. Nosotros seguimos
    abriendo la tienda porque la gente quería ver a mi padre.
    Algunos le pedían que rezara por los maridos y los hijos
    destacados en las fronteras de Holanda. Otros llegaban
    sólo para verlo sentado ante su banco de trabajo, como
    desde hacía 60 años, y para oír en el tictac
    de los relojes la voz de un mundo de orden y razón. Poco
    después del primer bombardeo, los tanques alemanes
    cruzaron la frontera holandesa. El 14 de mayo por la
    mañana supimos la noticia que temíamos: la Reina
    había partido para Inglaterra. El
    bombardeo de Rótterdam, más tarde en ese mismo
    día, fue el golpe de gracia. ¡A las 7 de la noche
    una voz muy quebrada anunció por la radio "Holanda ha
    capitulado!"
    Poco después apareció en la tienda un muchacho de
    unos 15 años con la cara bañada en
    lagrimas.-¡Yo hubiera peleado! ¡ Jamás me
    abría rendido!
    Mi padre lo miro con ternura. Es bueno saberlo hijo-le contesto-.
    Porque la batalla de Holanda apenas acaba de empezar.

    Herir a Dios en lo más vivo
    En los primeros meses de la ocupación la vida no fue
    totalmente insoportable. Lo más difícil era
    acostumbrarse a ver por todas partes uniformes, camiones y
    tanques alemanes, y a oír que el alemán se hablaba
    en las tiendas. También se molestaba la imposición
    del carnet de identidad que
    todos los ciudadanos de más de 15 años de edad
    debían llevar consigo; las colas que debíamos
    formar en todas partes; la propaganda
    nazi y los periodicos que ya no publicaban noticias. Pero solo
    paulatinamente cobramos conciencia del
    verdadero horror de la ocupacion.

    Durante los seis primeros meses solamente se produjeron
    ataques menores contra los judíos de Holanda: una piedra
    arrojada al escaparate de una tienda de propietario judío,
    una palabrota garabateada en el muro de una sinagoga. Pero a
    medida que pasaban los meses la Unión Nacionalsocialista,
    es decir, el organismo de colaboracionistas en Holanda, aumentaba
    en numero y audacia. En los paseos, que , mediado el día,
    solíamos dar mi padre y yo, advertíamos los
    síntomas de la
    contaminación antisemitica. Un letrero en algún
    escaparate decía: Aqui no servimos a judíos;
    a la entrada de un parque público: No se admiten
    judíos. Lo peor eran las desapariciones. Un reloj
    ya reparado y listo para entregar, permanecía colgado en
    la trastienda mes tras mes. Una casa, en la manzana donde
    vivía Nollie, quedó misteriosamente deshabitada,
    mientras la hierba crecía en el jardín. Nunca
    supimos si aquellas personas fueron secuestradas por la Gestapo o
    lograron esconderse antes de que les echaran mano.

    Los arrestos en público empezaron a menudear. Un
    día mi padre y yo encontramos el Grote Markt, plaza
    principal de Haarlem, rodeada por un doble anillo de
    policías y soldados. Frente al Fish Mart había un
    camión estacionado, al que subían hombres, mujeres
    y niños; todos llevaban la estrella amarilla con la
    palabra Jood (judío).
    —¡Pobre gente papá! —exclamé
    cuando el camión se alejaba.
    —Pobre gente, sí —repitió mi padre.
    Pero él miraba a los soldados—. Me dan pena los
    pobres alemanes, Corrie. Han herido a Dios en lo más
    vivo.

    Bajo la llovizna de una mañana de noviembre de
    1941 cuatro soldados alemanes recorrían la
    Barteljorisstraat comprobando los números de las tiendas.
    Al llegar a la tienda de Weil, el peletero judío que
    vivía frente a nosotros, se detuvieron. Un soldado
    golpeó la puerta con la culata del fusil."¡Betsie!"
    llamé. "¡Apresúrate!"
    Salimos a la puerta principal y vimos al señor Weil, que
    salía espaldas mientras el cañón de fusil le
    apuntaba al estómago. pues los soldados volvieron a en la
    tienda y cerraron la puerta de golpe. No era, pues, un
    arresto.
    Dentro oímos ruido de
    cristales que se rompían. Empezaron a salir soldados
    cargados con brazadas de pieles. El señor Weil no se
    había movido. Una ventana se abrió sobre su cabeza
    y le llovió encima su propia ropa: pijamas, camisas,
    prendas interiores. El anciano peletero se inclinó
    mecánicamente y empezó a recogerlas.

    Betsie y yo corrimos hacia él. Levantando
    calcetines y pañuelos de la acera, empujamos al aturdido
    anciano para cruzar la calle hasta nuestra casa. Papá
    saludó al
    señor Weil, y la naturalidad de su actitud
    pareció tranquilizar algo al peletero. Su esposa, dijo,
    estaba de visita con una hermana en Ámsterdam.

    "Debemos advertirle que no vuelva", recomendó
    Betsie.
    ¿ Pero adónde iría en ese caso? ¿
    Dónde vivirían los Weil? Mi padre, Betsie y yo nos
    miramos dijimos: "¡Willem!" Sabíamos desde principios de la
    ocupación nuestro hermano había localizado en
    granjas de zonas rurales donde había pocas tropas,
    escondites seguros para los
    jóvenes judíos alemanes refugiados en su
    asilo.

    Pero no era asunto que se pudiera tratar por teléfono. Alguien tenía que hacer en
    tren el viaje de 50 kilómetros hasta Hilversum.
    Cuando llegué al asilo, poco después de
    mediodía, no estaba Willem. Referí el asunto a su
    mujer, Tine, y a
    su hijo Kik, de 22 años, alto y rubio.
    "Dile al señor Weil qué esté listo cuando
    oscurezca", contestó mi sobrino. Pero era casi la hora del
    toque de queda cuando Kik llamó con los nudillos a la
    puerta de la Beje que daba al callejón. Puso al
    señor Weil su atado de ropa bajo el brazo y juntos se
    alejaron al amparo de la
    noche.

    Dos semanas más tarde volví a ver al
    muchacho y le pregunté qué había sucedido.
    Con su enorme sonrisa lenta, que me encantaba me
    contestó:
    —Si vas a trabajar con la Resistencia,
    tía Corrie, tienes que aprender a no hacer preguntas:
    —¡La Resistencia!

    ¿ Estaban Kik y Willem trabajando con ella? Los
    rumores que corrían sobre este organismo clandestino
    hablaban de robos, mentiras, sabotajes y asesinatos. ¿ Era
    esto lo que Dios esperaba de un cristiano en tiempos como
    aquellos?

    3. Pasaportes hacia la
    salvación

    Mayo de 1943. Una llamada a la puerta que da al
    callejón, a las 7:55 le la noche, me hizo mirar al espejo
    de la ventana del comedor. A la luz del crepúsculo
    vespertino, vi a una mujer. Llevaba
    consigo un maletín y, cosa rara en una noche de primavera,
    se cubría con un abrigo de pieles y un espeso velo.
    Abrí la puerta. "¿ Puedo entrar?"
    preguntó la desconocida con voz quebrada por el miedo. "Me
    llamo Kleermaker. Soy judía".

    Meses antes su esposo había sido arrestado y el
    hijo de ambos se había escondido. El día anterior
    la policía política le
    había ordenado cerrar la tienda de ropa, propiedad de
    la familia, y
    ahora la señora Kleermaker temía volver al
    apartamento, situado encima de la tienda. Se enteró de que
    nosotros habíamos auxiliado a un hombre que…
    —En esta casa —declaró mi padre—, el
    pueblo del Señor es siempre bien recibido.
    —Arriba tenemos cuatro camas vacías —interpuso
    Betsie—. Su único problema será decidir en
    cuál quiere usted dormir.

    Dos noches después llegó a nuestra puerta
    una pareja de ancianos judíos. La misma historia. Mas por estar
    nosotros tan cerca de la Central de Policía, nuestro
    domicilio resultaba peligroso para albergar huéspedes
    permanentes. Así que al día siguiente volví
    a visitar a Willem.
    —Tenemos tres judíos alojados en la Beje —le
    dije—. ¿Podrías hallarles alojamiento en el
    campo?
    —La escasez de alimentos se
    está dejando sentir incluso en las granjas
    —comentó—. No quieren ya aceptar a nadie si no
    lleva su cartilla de racionamiento.
    —¡Pero no hay cartillas’para los judíos
    escondidos! —repliqué, y por vez primera me pregunte
    como estarían arreglándoselas el y Tine para
    alimentar a los ancianos que cuidaban— ¿ Qué
    podemos hacer?
    —No se pueden falsificar esas cartillas. Las cambian con
    demasiada frecuencia y son muy fáciles de identificar. Es
    necesario robarlas, Corrie.

    Me quedé mirando a aquel clérigo de la
    Iglesia Reformada:
    —Entonces, Willem, ¿ no podrías tú
    robar…? Quiero decir, ¿no podrías conseguir..,
    tres cartillas robadas? —pregunté.
    —No, Corrie, me vigilan. Es mejor que tú organices
    tus propias fuentes.
    Cuanto menos te relaciones conmigo o con nadie, mejor
    será.
    "Tus propias fuentes".
    ¡Aquello sonaba tan…tan profesional! Pero al volver a
    casa en el tren atestado de gente, acudió a mi pensamiento un
    nombre: Fred Koornstra. Durante unos 20 años yo
    había estado
    encargada de una "iglesia" para retrasados mentales, y
    asistía a ella una hija de Fred, el cual ocupaba ahora un
    empleo en la
    Oficina de
    Comestibles de Haarlem.

    Al caer la noche me dirigí a casa de los
    Koornstra dando sacudidas en la bicicleta por las calles
    adoquinadas. Como ya había acabado con los
    neumáticos, me desplazaba trepidando sobre las llantas de
    metal.
    —Nos han caído en casa huéspedes inesperados
    —le dije a Fred en cuanto se cerró la puerta a
    nuestras espaldas—. Judíos.

    Su cara impasible no se alteró.
    —Podemos hallarles un escondite seguro
    —añadí—, pero necesitan cartillas de
    racionamiento.

    A los ojos de Fred asomó una sonrisa.
    —Entiendo. Pero no hay nada que hacer, Corrie. Las
    cartillas pasan por muchas revisiones. A menos que… que
    ocurriera un asalto. La Oficina de
    Comestibles en Utrecht fue robada el mes de marzo ¿
    Recuerdas que…?
    —No me digas dónde, ni quién, ni cómo.
    Limítate a conseguirme las cartillas. Necesito…
    Iba a decir cinco, pero dije "cien". Cuando Fred me abrió
    la puerta una semana más tarde, ya me tenía las
    cartillas: cien pasaportes hacia la salvación.

    El cuarto secreto
    Los perseguidos llegaban sin cesar, y muy a menudo sus
    necesidades eran complicadas. ¿ Adónde podía
    acudir una judía encinta para dar a luz? Si un
    judío escondido moría, ¿ dónde se le
    podía enterrar? ¿ Y si hacía falta una
    urgente operación de apéndice? Pero como
    éramos amigos de la mitad de los habitantes de Haarlem y
    siempre conocíamos a alguien en todo negocio o servicio,
    nuestra casa se estaba convirtiendo en centro de necesidades y de
    recursos para
    satisfacerlas.

    Una noche, mucho después del toque de queda,
    sonó el timbre de la puerta del callejón. Era mi
    sobrino. "Toma tu bicicleta", me ordenó. "Quiero que
    vengas a conocer a unas personas".

    La bicicleta de Kik no tenía neumáticos, y
    había envuelto en trapos las llantas. Hizo lo mismo con
    las de la mía para atenuar el ruido, y poco
    después pedaleábamos de prisa por las calles en
    tinieblas. En el elegante barrio de Aerdenhout tomamos por una
    entrada de coches. Una sirvienta nos abrió: el
    vestíbulo estaba atestado de bicicletas.

    Vi entonces a nuestro anfitrión. Era Herman
    Sluring, el más acaudalado de nuestros clientes en la
    relojería, viejo amigo que nos había mandado un
    gigantesco ramo de flores en la celebración del centenario
    de la casa. Se asemejaba de modo increíble a las
    ilustraciones de nuestro ejemplar de la novela
    Pickwick Papers, de Dickens. Corto de estatura, inmensamente
    gordo, de ojos saltones, calvo como un queso holandés,
    "Pickwick" era el hombre
    más feo de Haarlem, pero bueno y generoso.

    Apretujado en su sala (¡ comiendo pastelillos y
    saboreando café auténtico!) estaba un grupo de
    hombres y mujeres de aspecto por demás distinguido.
    Pickwick me presentó con varias personas. Ninguna dio su
    nombre: sólo uno que otro domicilio, o bien la frase:
    "Pregunte usted por la señora Smit". Finalmente Kik me
    explicó sonriendo que "Smit" era el único apellido
    usado en la Resistencia.

    ¡De manera que aquel era un grupo de la
    Resistencia, disciplinado, profesional, que, junto con otras
    unidades análogas, mantenía contacto con las
    fuerzas de Gran Bretaña y de Holanda Libre y ayudaba a las
    tripulaciones de los aviones aliados derribados a llegar a la
    costa del mar del Norte! Enrojecí al oír que se me
    describía como "la cabeza de una operación,
    aquí mismo en la ciudad". Pero ellos se mostraron
    inmediatamente bien dispuestos, comunicándome en un
    murmullo qué era lo que podían ofrecer: documentos
    falsos; el uso de un automóvil con matrícula
    oficial; falsificaciones diversas.

    "Nuestro anfitrión me informa", dijo un
    hombrecito con perilla rala, "que a la central de ustedes le
    falta un cuarto secreto. Si me permiten, les haré una
    visita".

    Una mañana de la semana siguiente ese hombre fue
    nuestro primer cliente del
    día.
    —¡Smit! —comentó mi padre con interés— Yo conozco a varios Smit.
    ¿ Por casualidad no estará usted emparentado
    con…?
    —Papá —le interrumpí—, el
    señor es la persona de quien
    te hablé. Viene a… a inspeccionar la casa.
    -¡Ah, un inspector de construcciones! Entonces usted debe
    ser el Smit cuya oficina está en…
    —¡Papá! —le supliqué. Tratamos de
    explicarle las cosas, pero él era incapaz de
    engañar o aceptar engaños, y, al llevarme al
    señor Smit, todavía pude oír a mi padre
    murmurando: "Pero yo conocí a un Smit, de Koning Straat".
    El señor Smit aprobó el escondite que yo
    había preparado para las cartillas de racionamiento, bajo
    el último peldaño de la escalera en el pasillo
    trasero. También aprobó nuestro sistema de
    advertencia: un letrero triangular, con un anuncio de los relojes
    Alpina, colocado en la ventana del comedor. Si estaba a la vista
    era porque se podía entrar en la Beje sin
    peligro.

    Le mostré un estrecho espacio, detrás de
    la alacena rinconera del comedor, que había quedado
    allí al modificarse la casa, mucho tiempo atrás, y
    que, de ser necesario, podía dar cabida a una persona.
    Pero Smit no lo aceptó. "Esto es lo primero que
    registrarían",declaró. Echó por la estrecha
    escalera de caracol, y a medida que subía su
    animación iba en aumento. Se detenía en los
    caprichosos rellanos, encantado, así como en los antiguos
    rincones. Golpeaba con el puño los viejos muros y
    reía a carcajadas al ver cómo los niveles de los
    pisos de las dos viejas casas se continuaban en forma desigual.
    Al llegar a lo más alto, entró en mi dormitorio y
    dejó escapar. un grito de alegría:

    "¡Aquí está! El escondite debe estar
    en lo más alto. Le da a uno tiempo de meterse en él
    mientras registran abajo".
    Se inclinó fuera de la ventana mirando a uno y otro lado.
    Después empezó a tomar medidas. "Aquí es
    donde debe ir el muro falso". Trazó con lápiz una
    línea a lo largo del piso, a 80 centímetros de
    distancia del muro del fondo. "Esto es lo más que me
    atrevería a aconsejar".

    En los días siguientes él y sus
    trabajadores estuvieron entrando y saliendo constantemente. En
    cada visita traían consigo algo: unos ladrillos en una
    cartera; herramientas
    en un periódico
    doblado. Seis días después de que empezaron la
    obra, Smit llamó a mi padre, a Betsie y a mí para
    que la viéramos.

    Nos quedamos boquiabiertos. El olor de pintura fresca
    saturaba el ambiente
    ¡pero sin duda en aquel cuarto no había nada que se
    acabara de pintar! Las cuatro paredes se veían igualmente
    sucias; las antiguas molduras, astilladas y desconchadas,
    corrían ininterrumpidamente en torno al techo.
    Viejas manchas de agua
    aparecían en la falsa pared trasera, de ladrillo enyesado,
    y a lo largo se extendían estantes empotrados en ella,
    anaqueles de viejas tablas combadas. En el ángulo del
    extremo izquierdo, debajo del anaquel inferior, un tablero
    corredizo, de 60 centímetros por lado, daba acceso al
    cuarto secreto. Una vez dentro era posible estar de pie,
    sentarse, o incluso tenderse sobre una colchoneta. Un respiradero
    oculto en el muro verdadero dejaba entrar aire
    fresco.

    "Tengan siempre aquí una jarra de agua", nos
    pidió Smit. "Cambien el agua una
    vez por semana. Las galletas y las vitaminas se
    conservan indefinidamente. Siempre que haya alguien ajeno a la
    casa deberán guardar aquí todas sus pertenencias,
    salvo la ropa que lleve puesta
    Pegó con el puño en la gruesa pared de ladrillo.
    "Esto jamás lo descubrirá la Gestapo",
    concluyó.

    Preparativos para el desastre
    En la primavera de 1943 docenas de judíos pasaron por
    nuestra estación clandestina, y 50 holandeses, entre
    hombres y mujeres, componían nuestro grupo: "la
    Resistencia de Dios", como solíamos llamarnos a veces en
    broma. Los del grupo no se veían en general unos a otros,
    pero todos conocían la Beje

    ¿ Hasta cuándo seguirían creyendo
    los curiosos que nuestra tiendecita era un negocio tan activo
    como parecía con tanto ir y venir?
    Cada vez resultaba más difícil encontrar
    alojamiento seguro para los
    judíos, y, como era. inevitable, la Beje adquirió
    algunos residentes fijos por varias razones. En algunos casos,
    porque sus rasgos faciales marcadamente semíticos los
    convertían en un riesgo mayor.
    Cierta noche, en su casa, Pickwick me soltó un
    sermón.

    "Cornelia", me dijo, "tú sabes que de un momento
    a otro pueden irrumpir en tu casa. El cuarto secreto será
    inútil si tus huéspedes no pueden meterse en
    él a tiempo. Ese Leendert que está viviendo con
    ustedes es un buen electricista. Pídele que instale un
    sistema de
    alarma".
    Ese fin de semana Leendert instaló cerca del remate de la
    escalera un zumbador suficientemente fuerte para que se oyera en
    toda la casa, pero no desde afuera. Luego puso botones que
    activaran el zumbador en todos los aposentos que tenían
    ventana o puerta a la calle.
    Por entonces contábamos con tres residentes permanentes
    extraoficiales: el maestro de escuela y
    electricista Leendert, el abogado Henk, y un cantor de sinagoga,
    Meyer Mossel. Dos veces al día subían los tres al
    cuarto secreto: por la mañana para guardar la ropa de cama
    y los colchones; por la noche para ‘guardar su ropa de
    día. Con eso el tráfico era muy intenso en la
    estrecha habitación donde yo seguía durmiendo como
    antes.

    Cierto día llegó un hombre alto y
    pálido enviado por Pickwick:
    "Las horas de la comida", me advirtió al seguirme escalera
    arriba, "son muy favorecidas para los registros.
    También la medianoche". Recorrió los cuartos de uno
    en uno, señalando todos los indicios de que en la casa
    vivían más de tres personas. "Ojo con los ceniceros
    y las’ cestas de desperdicios", advirtió.

    Se detuvo a la puerta de uno de los dormitorios. "Si la
    incursión acontece de noche, sus huéspedes no
    sólo deben llevarse sus mantas y sus sábanas, sino
    que también deben volver los colchones al revés.
    Uno de los recursos
    favoritos del enemigo es tocar la cama para ver si está
    caliente".

    El señor Smit se quedó a almorzar. Betsie
    acababa de hacer circular un estofado sin carne, cuando el
    invitado se echó hacia atrás y oprimió el
    botón que había debajo de la ventana. Encima de
    nosotros sonó el zumbador. Todos se pusieron de pie, vasos
    y platos en mano, y corrieron hacia la escalera. Mi padre, Betsie
    y yo arreglamos apresuradamente la mesa y las sillas para que
    aquello pareciera un almuerzo de tres personas
    solamente.

    "No, dejen ustedes mi cubierto", nos aconsejó
    Smit. "¿ Por qué no habían de tener
    un invitado?"
    Poco después ya estábamos otra vez sentados a la
    mesa. En el movimiento
    entero habíamos tardado cuatro minutos. Demasiado lento.
    Nos señaló los indicios delatores que
    ‘habíamos dejado a la vista: dos cucharas y un trozo
    de zanahoria en la escalera, cenizas de tabaco en un
    dormitorio "desocupado".
    A la noche siguiente redujimos en 93 segundos la
    operación; el quinto ensayo lo
    completamos en dos minutos. Nunca logramos alcanzar el ideal de
    menos de un minuto; pero con la práctica aprendimos a
    ocultar en 70 segundos a los huéspedes
    extraoficiales.

    No tardamos en adquirir cuatro huéspedes
    permanentes más: Hans Polij, estudiante que vivía
    con nosotros porque ningún varón holandés
    joven estaba a salvo en la calle con la repentina campaña
    para reclutar trabajadores para las fábricas de municiones
    de Alemania; Thea Dacosta, Meta Monsanto y Mary van Itallie.
    Así se constituyó nuestra familia. Otros se
    quedaban un día o una semana, pero aquellos siete
    permanecieron. Que la vida en casa fuera feliz constituye un
    homenaje a Betsie. A veces mi hermana organizaba conciertos: el
    abogado Henk tocaba el violín, y el cantor Meyer Mossel el
    piano. Una noche a la semana teníamos lecciones de hebreo;
    en otra, de italiano. Había sesiones de lectura: de
    historia, de
    novela, de
    teatro. Mi padre
    se acostaba siempre después de las oraciones, a las 9:15,
    pero los demás nos quedábamos levantados, deseosos
    de que la velada prosiguiera, no obstante que la población sólo disponía de
    electricidad
    durante unas horas de la noche y había que conservar las
    velas.

    Partes: 1, 2

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