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FILOSOFÍA MORAL Y CIENCIA POLÍTICA (página 2)




Enviado por latiniando



Partes: 1, 2

5. El Estado
democrático para Spinoza

En el capítulo XVI (titulado "De los fundamentos
del Estado; del
derecho
natural y civil del individuo y del derecho de las supremas
potestades") de su Tratado teológico-político, el
filósofo racionalista holandés Baruch Spinoza
analizó los que él consideraba fundamentos del
Estado
democrático. A continuación se puede leer un
fragmento de dicho capítulo.

Fragmento de Tratado
teológico-político.
De Baruch Spinoza.
Capítulo XVI.
Así, pues, se puede formar una sociedad y lograr
que todo pacto sea siempre observado con máxima fidelidad
sin que ello contradiga al derecho
natural, a condición que cada uno transfiera a la
sociedad todo
el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga
el supremo derecho de la naturaleza a
todo, es decir, la potestad suprema, a la que todo el mundo tiene
que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por miedo al
máximo suplicio.
El derecho de dicha sociedad se llama democracia;
ésta se define, pues, la asociación general de los
hombres, que posee colegialmente el supremo derecho a todo lo que
puede. De donde se sigue que la potestad suprema no está
sometida a ninguna ley, sino que
todos deben obedecerla en todo. Todos, en efecto, tuvieron que
hacer, tácita o expresamente, este pacto, cuando le
transfirieron a ella todo su poder de
defenderse, esto es, todo su derecho. Porque, si quisieran
conservar algo para sí, debieran haber previsto
cómo podrían defenderlo con seguridad, pero,
como no lo hicieron ni podían haberlo hecho sin dividir y,
por tanto, destruir la potestad suprema, se sometieron
totalmente, ipso facto al arbitrio de la suprema autoridad.
Puesto que lo han hecho incondicionalmente (ya fuera, como hemos
dicho porque la necesidad les obligó o porque la
razón se lo aconsejó), se sigue que estamos
obligados a cumplir absolutamente todas las órdenes de la
potestad suprema, por más absurdas que sean, a menos que
queramos ser enemigos del Estado y obrar contra la razón,
que nos aconseja defenderlo con todas las fuerzas. Porque la
razón nos manda cumplir dichas órdenes, a fin de
que elijamos de dos males el menor.
Adviértase, además, que cualquiera podía
asumir fácilmente este peligro, a saber, de someterse
incondicionalmente al poder y al
arbitrio de otro. Ya que, según hemos demostrado, las
supremas potestades sólo poseen este derecho de mandar
cuanto quieran, en tanto en cuanto tienen realmente la suprema
potestad; pues, si la pierden, pierden, al mismo tiempo, el
derecho de mandarlo todo, el cual pasa a aquel o aquellos que lo
han adquirido y pueden mantenerlo. Por eso, muy rara vez puede
acontecer que las supremas potestades manden cosas muy absurdas,
puesto que les interesa muchísimo velar por el bien
común y dirigirlo todo conforme al dictamen de la
razón, a fin de velar por sí mismas y conservar el
mando. Pues, como dice Séneca, nadie mantuvo largo
tiempo
gobiernos violentos.
Añádase a lo anterior que tales absurdos son menos
de temer en un Estado democrático; es casi imposible, en
efecto, que la mayor parte de una asamblea, si ésta es
numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo. Lo impide,
además, su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro,
según hemos visto, que evitar los absurdos del apetito y
mantener a los hombres, en la medida de lo posible, dentro de los
límites
de la razón, a fin de que vivan en paz y concordia; si ese
fundamento se suprime, se derrumbará fácilmente
todo el edificio. Ocuparse de todo esto incumbe, pues, solamente
a la suprema potestad; a los súbditos, en cambio,
incumbe, como hemos dicho, cumplir sus órdenes y no
reconocer otro derecho que el proclamado por la suprema autoridad.

Quizá alguien piense, sin embargo, que de este
modo convertimos a los súbditos en esclavos, por creer que
es esclavo quien obra por una orden, y libre quien vive a su
antojo. Pero esto está muy lejos de ser verdad, ya que, en
realidad, quien es llevado por sus apetitos y es incapaz de ver
ni hacer nada que le sea útil, es esclavo al
máximo; y sólo es libre aquel que vive con
sinceridad bajo la sola guía de la razón. La
acción realizada por un mandato, es decir; la obediencia
suprime de algún modo la libertad; pero
no es la obediencia, sino el fin de la acción, lo que hace
a uno esclavo. Si el fin de la acción no es la utilidad del
mismo agente, sino del que manda, entonces el agente es esclavo e
inútil para sí. Ahora bien, en el Estado y en
el gobierno, donde
la suprema ley es la
salvación del pueblo y no del que manda, quien obedece en
todo a la suprema potestad, no debe ser considerado como esclavo
inútil para sí mismo, sino como súbdito. De
ahí que el Estado más libre será aquel cuyas
leyes
están fundadas en la sana razón, ya que en
él todo el mundo puede ser libre, es decir, vivir
sinceramente según la guía de la razón,
donde quiera. Y así también, aunque los hijos
tienen que obedecer en todo a sus padres, no por eso son
esclavos: porque los preceptos paternos buscan, ante todo, la
utilidad de
los hijos. Admitimos, pues, una gran diferencia entre el esclavo,
el hijo y el súbdito. Los definimos así: esclavo es
quien está obligado a obedecer las órdenes del
señor, que sólo buscan la utilidad del que manda;
hijo, en cambio, es
aquel que hace, por mandato de los padres, lo que le es
útil; súbdito, finalmente, es aquel que hace, por
mandato de la autoridad suprema, lo que es útil a la
comunidad y,
por tanto, también a él.
Con esto pienso haber mostrado, con suficiente claridad, los
fundamentos del Estado democrático. He tratado de
él, con preferencia a todos los demás, porque me
parecía el más natural y el que más se
aproxima a la libertad que
la naturaleza
concede a cada individuo. Pues en este Estado, nadie transfiere a
otro su derecho natural, hasta el punto de que no se le consulte
nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de toda
la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido,
siguen siendo todos iguales, como antes en el estado natural. Por
otra parte, sólo he querido tratar expresamente de este
Estado, porque responde al máximo al objetivo que
me he propuesto, de tratar de las ventajas de la libertad en el
Estado. Prescindo, pues, de los fundamentos de los demás
Estados, ya que, para conocer sus derechos, tampoco es
necesario que sepamos en dónde tuvieron su origen y en
dónde lo tienen con frecuencia; esto lo sabemos ya con
creces por cuanto hemos dicho. Efectivamente, a quien ostenta la
suprema potestad, ya sea uno, ya varios, ya todos, le compete,
sin duda alguna, el derecho supremo de mandar cuanto quiera. Por
otra parte, quien ha transferido a otro, espontáneamente o
por la fuerza, su
poder de defenderse, le cedió completamente su derecho
natural y decidió, por tanto, obedecerle plenamente en
todo, y está obligado a hacerlo sin reservas, mientras el
rey o los nobles o el pueblo conserven la potestad suprema que
recibieron y que fue la razón de que los individuos les
transfirieran su derecho. Y no es necesario añadir
más a esto.
Fuente: Spinoza, Baruch. Tratado
teológico-político. Traducción, introducción, notas e índices de
Atilano Domínguez. Madrid. Alianza Editorial,
1986.

Interpretación de Hobbes por E.
Tierno Galván
En el texto que se
puede leer a continuación, el pensador y político
socialista español
Enrique Tierno Galván interpretó el pensamiento
del teórico político inglés
Thomas Hobbes,
especialmente su concepción de los principios de
Estado y poder.
Estudio preliminar a Del ciudadano y Leviatán (de Thomas
Hobbes).
De Enrique Tierno Galván.
Escribir un prólogo sencillo e informativo sobre Hobbes es
difícil. Más difícil, a mi juicio, que
escribir un ensayo con
una interpretación nueva o renovada de Hobbes. Me parece
que es un criterio que se podía generalizar diciendo que
cuanto más original es un escritor, más
fácil es ser original interpretando sus opiniones.
Tendremos, pues, que hacer un esfuerzo para intentar la exposición
sencilla y tradicional que conviene a una antología.
Thomas Hobbes era hijo de clérigo. Los pueblos
anglosajones han tenido en este sentido una evidente ventaja
sobre los pueblos latinos, en los cuales la cultura
renacentista no ha podido transmitirse, desde el plano
teológico, en un medio familiar a la vez mundanal y
ascético. La cultura latina
moderna es en gran parte obra de sacerdotes; la cultura alemana y
anglosajona, obra de hijos de sacerdotes. Los hijos de los
clérigos pertenecían por derecho propio al
Establishement inglés
en el siglo XVII, y Hobbes estuvo cinco años en Oxford
estudiando literatura clásica y
aprendiendo los modales y costumbres de las clases superiores. En
1608, es decir, a los veinte años, fue preceptor, y
más tarde secretario del hijo del primer conde de
Devonshire. Conoció en este empleo a los
nobles e intelectuales de más importancia en Inglaterra y
Europa, y durante
los años más receptivos oyó y leyó
sobre las materias más dispares. El germen de sus
doctrinas está en la experiencia de estos primeros
años. Experiencia que sobrellevó como un pesado
fardo toda su vida y que se puede reducir a esto: el hombre es
un animal esencialmente egoísta, y la fórmula
primera y fundamental del egoísmo es la supervivencia. La
naturaleza en su plenitud y complejidad tiende a sobrevivir. En
el animal hombre, la
tendencia a sobrevivir se llama egoísmo.

La estancia de Hobbes en Europa
está vinculada al miedo político, en particular; al
miedo al poder, en general. La conexión que se puede
descubrir entre su actitud vital
y su pensamiento
político descansa sobre todo en el miedo. Aunque es
posible abstraer la noción de miedo, como Hobbes con tanta
frecuencia hace, cada período cultural parece definido por
una clase de miedo; miedo bíblico, miedo religioso, miedo
moral, miedo
político. En el siglo XVII predominó en Inglaterra, y en
general en Europa, el miedo político. El Estado se
había convertido en un instrumento de poder absoluto que
absorbía los demás temores. Los castigos
procedían del Estado, que asumía las funciones del
poder máximo e incontrolado. De hecho el Estado, es decir,
el complejo de poder organizado como gobierno,
dirimía cualquier litigio. A ojos de los súbditos
inspiraba miedo; el miedo político, que es en intensidad
el más embargante y limitador de los miedos posibles. Para
quien vive el miedo político nada conserva su sitio ni
cualidad. El mundo se transforma en ojos y cadenas; unos vigilan,
otras atan. Es, al mismo tiempo, miedo mental, en cuanto nace de
la previsión del futuro; miedo psíquico, en cuanto
tememos incurrir aquí y ahora en la ira de quien posee el
poder, y miedo moral, en
cuanto hace que nos temamos a nosotros mismos, pues nuestra
propia valoración está disminuida y manchada por la
conciencia de que
tenemos miedo. Ante el miedo político, miedo al poder
instituido como Estado, el miedo religioso es un miedo menor en
cuanto atañe menos a nuestra convivencia. Temer el castigo
del cielo puede ser, en muchos casos, incluso consolador.
Para el hombre
común el miedo político se pierde en el quehacer
cotidiano y no tiene la vivencia aislada de él salvo en
contadas ocasiones, pero el hombre culto
superior teme de continuo al Estado cuando el Estado es una
amenaza permanente en función de
un poder que está a su vez condicionado por el miedo. El
problema fundamental para Hobbes, que vivió bajo el signo
del miedo político, fue, por consiguiente, el de encontrar
una fórmula que pusiese al poder del Estado, concretamente
al Soberano, más allá de cualquier posible temor,
pues un poder que no teme no engendra miedo, sino sumisión
y respeto. Por otra
parte, no incurre en la arbitrariedad, pues el odio, el mal,
etc., son consecuencia del miedo al daño que podemos
sufrir de otro.

Una teoría
que justificase un poder absoluto, que por ser absoluto en el
orden político salvase del miedo, es una de las
preocupaciones constantes de Hobbes. El miedo hobbesiano es muy
concreto, es
el miedo a la revolución, a «… return to the
confusion of a desunite multitude»; pero la solución
al problema debía encontrarla, pues así lo
exigían las condiciones ideológicas de su tiempo,
en un sistema completo
del cual la política y la
teoría
del poder fuesen una parte.

El raciocinio de Hobbes es sumamente claro en sus
líneas esenciales, aunque algo hay que advertir,
después lo advertiremos, sobre la claridad hobbesiana. La
ley natural básica es la ley de la supervivencia: todo lo
que tiene vida tiende a supervivir, es decir, a permanecer
viviendo. El miedo a que se interrumpa la supervivencia es
consecuencia de la condición humana, que hace que cada
hombre tienda a supervivir a costa de los demás. Si,
partiendo de estos supuestos, los hombres actúan sin
condicionar sus impulsos naturales, se destruirán los unos
a los otros y el miedo aumentará constantemente, pues el
más fuerte abusará del débil, pero
temerá siempre a otro más fuerte que él. La
violencia es
progresiva e imparable en la medida en que el miedo lo es
también. Hay, pues, algo parecido a un círculo
vicioso del que sólo se puede salir constituyendo un poder
político absoluto que vaya contra la naturaleza para
garantizar la supervivencia destruyendo el miedo. En su esencia,
pues, el poder político es un artificio que contradice la
naturaleza, aunque es imprescindible para que la especie viva en
el orden y elimine la constante destrucción o guerra de
todos contra todos.
En el seno del gran artificio político, es decir, la
institución que hace posible las demás instituciones,
el Estado o Leviatán, nada que vaya contra el poder
político es lícito. La libertad del ciudadano
está determinada por los términos del acuerdo en
virtud del cual nació el Estado. Como Hobbes dice:
«liberty of subjects cansisteth in liberty from
convenants». En este sentido la religión es un hecho
político y no se pueden mantener las libertades; la
lealtad política es preferente e indivisible. Nadie
puede oponerse al Estado ni servir a otro señor: en este
sentido el Estado es un monstruo que nunca está
satisfecho, y devora a quien se le opone. Pero entiéndase
bien que la cláusula «en este sentido» es
restrictiva y quiere decir que toda actividad del súbdito
que no ponga en peligro el acuerdo que hizo nacer al Estado es
lícita, permisible y buena. En el capítulo XXXI del
Leviatán, en el párrafo
primero, Hobbes lo dice con su acostumbrada exactitud y
concisión: «That the condition of mere nature, that
is to say, of absolute liberty such as is theirs, that neither
are sovereigns, nor subjects is anarchy, and the condition of
war: that the precepts by which men are guided to avoid that
condition, are de laws of nature: that a commonwealth, without
sovereign power, is but a word without
substance, and cannot stand: that subject owe to sovereigns,
simple obedience in all things wherein their obedience is not
repugnant to the laws of God, I have sufficiently proved, in that
which I have already written».

El problema consiste, por consiguiente, en determinar
hasta qué limite las leyes de la
naturaleza, que son las leyes de Dios, autorizan o desautorizan
las órdenes de la República o Estado nacido del
pacto o acuerdo entre los hombres. Pero Dios o naturaleza se
muestran de diverso modo a los hombres, a saber, por
razón, revelación o profecía: el medio
más común y propio es la razón, es decir, la
facultad de utilizar los nombres de mayor comprensión
según las condiciones y significado de nuestro
pensamiento. Siguiendo este criterio, el razonamiento dice que la
única manera de que la naturaleza cumpla el principio de
supervivencia, de acuerdo con el significado propio de las
palabras más generales y las condiciones de nuestro
pensamiento, es la formación del Estado; luego todo cuanto
el Estado haga para garantizar nuestra supervivencia,
según la razón, es propio de su absoluto poder.
Desde este punto de vista, el poder del Estado es un poder
razonable y divino. Pero el poder del Estado deja de ser natural,
y, por consiguiente, divino, y, por consiguiente, razonable en
dos casos:
a) si en lugar de evitar el miedo lo produce y ocasiona la
destrucción de la República o Estado;
b) si traspone los límites de
lo necesario y se constituye en un poder superfluo.
Conviene tener presente que para Hobbes el miedo total, el
terror, el terror pánico (panic terror), es el miedo que
entrevé, pero no acaba de comprender su causa y objeto.
Por otra parte, esta pasión se da en un conjunto o
multitud de hombres. No es miedo personal; es
miedo colectivo. El Estado tiene que cuidar de sus
súbditos, no producir en ellos un terror pánico que
retrotraería las cosas al estado de naturaleza, es decir,
al estado previo al acuerdo o pacto y a la guerra de
todos contra todos.

Por otra parte, no tiene, por ejemplo, por qué
entrar en la religión o culto
privado, ni perseguir a nadie por sus creencias
religiosas o políticas,
siempre que no atenten a la seguridad del
pacto garantizado por el Estado.
Como el lector ve por el anterior breve resumen, es muy
difícil asimilar a Hobbes a la tradición
absolutista. Parece que este criterio nació de la
historiogragía política romántica. Sin
embargo, los seguidores más inmediatos, Spinoza y Locke,
llegaron a conclusiones democráticas partiendo de
fórmulas semejantes a las de Hobbes.

Parece, ciertamente, que Hobbes buscaba el medio de
fortalecer el poder político superando el miedo
político, para lo cual imaginó un Estado en que el
poder estuviese en manos del Soberano absolutamente, pero que se
ejerciese democráticamente, es decir, con el
consentimiento explícito de la mayoría.
Críticos e historiadores han confundido la posesión
absoluta del poder con el ejercicio absoluto del poder. En uno u
otro contexto el valor de la
expresión «absoluto» cambia. En el primer caso
posee connotaciones metafísicas y quiere decir que no
tiene superior en su orden; en el segundo posee connotaciones
específicamente políticas
y administrativas y quiere decir que impide, arbitrariamente, la
participación de los ciudadanos en la formación y
aplicación de las leyes. Esto último depende de la
forma de gobernarse de cada República o Estado, pero lo
primero es un atributo esencial de la soberanía admitido así desde Bodino,
a quien Hobbes se limita en este caso a comentar. Pudiera citar
muchos textos en ayuda de mi tesis, pero
creo que el más significativo y aclarador es el párrafo
6 del capítulo XXVI, que se refiere a las «locas
opiniones de algunos juristas relativas a la formación de
las leyes». Es patente dice Hobbes, que todas las leyes,
escritas y no escritas toman su autoridad y fuerza de la
comunidad
constituida por el pacto, es decir, del pueblo o de quien le
representa («that is to say, from the will of the
representantive»): si es una monarquía, un monarca; si es una democracia,
una asamblea. Pero es absurdo pensar que quienes no son soberanos
hagan la ley. Hacer las leyes es atributo específico del
soberano. «Así, por ejemplo —dice—, que
la ley común sólo puede controlarse por el
Parlamento es verdad sólo cuando un Parlamento tiene el
poder soberano y no puede reunirse o disolverse sino por su
propia voluntad… Pero si no tiene tal derecho, quien controla
la ley no es el Parlamento (Parliamentum), sino el rey en el
Parlamento, rex in Parliamento.»

Desde luego Hobbes defendía la monarquía absoluta y estaba convencido de
que era la mejor forma de Gobierno, pero la monarquía
absoluta no es una consecuencia de los principios
lógicos del pacto político fundamental ni implica
un ejercicio arbitrario y por completo personal del
poder. De los principios lógicos del pacto se deriva
cualquier forma de gobierno, y el proceso
histórico del pensamiento político posterior
demuestra que en la teoría hobbesiana del pacto estaba
incoada la moderna teoría democrática.

Por otra parte, quizás sea conveniente corregir
la simplificación implícita en cualquier resumen de
una teoría complicada. El pensamiento de Hobbes es siempre
un poco ajeno. El lector piensa que queda algo detrás que
no se dice, bien por temor, bien porque no se ha encontrado
fórmula adecuada para decirlo. La pretensión de
coherencia formal completa, es decir, construir un sistema poderoso
y resistente, de Hobbes, cae principalmente por motivos
psicológicos. Desde joven daba vueltas a los mismos temas,
hasta el punto de repetirse con cambios muy ligeros en las
diferentes obras y haber podido incluir una obra intelectual
abundante en un solo libro, el
Leviatán. Esta obsesión por muy pocos temas,
enlazados entre sí inextricablemente, da una especial
opacidad a su pensamiento, pues de un modo u otro todo lo que los
demás han dicho quiere decirlo él de nuevo y a su
modo. Es cierto que trató de casi todas las cosas que
despertaban la curiosidad intelectual de su tiempo, pero pensando
siempre desde estos temas fundamentales: el lenguaje,
la sensibilidad, la guerra y el poder. En el conjunto de su obra
hay una lógica
formal que procede de un análisis semántico, una teoría del
conocimiento que procede del análisis de la sensación, una
teoría de la convivencia que nace del análisis de
la guerra como condición primordial de la naturaleza
gregaria del hombre y una teoría del poder político
que nace de la necesidad de vivir sin miedo. Es más que
probable que la gloria de la originalidad le viniera a Hobbes de
Bacon. Pero el orgullo intelectual de Hobbes le impide
testimoniar algo tan evidente como la dependencia
estilística e intelectual con el autor del Novum Organon.
Entre millones de diferencias les une algo irrompible, la natural
y cultivada condición de rechazar los
prejuicios.

Ningún otro pensador de su tiempo, Spinoza
incluido, conexionó como elementos básicos de un
sistema sectores del conocimiento
tan lejanos entre sí como el lenguaje y la
guerra. Hobbes lo hace y rompe, pudiéramos decir, la
dignidad metafísica
de la abstracción. En el método
hobbesiano hay una especie de igualdad en el
tratamiento y atención respecto de las cosas, que no
sólo corresponde a un criterio pragmático, sino a
una clara aversión al mecanismo intelectual de la
escolástica y una gran vitalidad que en el fondo le
hacía enemigo de conceder nada sin haber puesto su sello
primero. No deja al lector que induzca y complete; a Hobbes hay
que leerle interpretándole.

Esta peculiaridad mental, que es muy propia de la
cultura británica, oscurece los sistemas, y el
lector continental encuentra un escritor huidizo y de un modo u
otro siempre un poco ajeno. Sin embargo, siempre que la inteligencia
piensa desde los intereses más inmediatos, Hobbes tiene,
por su inmediaticidad vital, un interés
moderno. No es tan sólo un clásico. Parece cierto
lo que dice M. Oakeshott en la introducción a su edición
(Blackwell's Political Tests, Oxford), del Leviatán: que
en Hobbes no hay ningún hiatus entre su personalidad y
su filosofía.
Por último, advertiremos que esta antología no
pretende otra cosa más que aproximar, al lector interesado
por los temas y autores clásicos que aún tienen
vigencia, a los textos directos de la obra de Hobbes en las
partes más expresivas.
Fuente: Hobbes, Thomas. Del ciudadano y Leviatán. Estudio
preliminar y antología de Enrique Tierno Galván.
Traducción de Enrique Tierno Galván y M.
Sánchez Sarto. Madrid. Editorial Tecnos, 1987.

6.
Bibliografía

Blas, Andrés y Pastor, Jaime (coordinadores).
Fundamentos de Ciencia
Política. Madrid: Universidad
Nacional de Educación a
Distancia, 1997. Interesante manual de
referencia, con abundantes datos
bibliográficos.
Caminal, M. (coord.). Manual de
Ciencia
Política. Madrid: Editorial Tecnos, 1996. Texto
introductorio, con carácter
de manual, realizado por diversos especialistas.
Duverger, Maurice. Introducción a la política.
Barcelona:
Editorial Ariel, 8ª ed., 1983. Clásico e interesante
estudio, con una estructura de
gran claridad.
García Cotarelo, Ramón.
Introducción a la ciencia
política. Madrid: Universidad
Nacional de Educación a
Distancia, 6ª ed., 1994. Obra de referencia, con carácter
de manual, sobre los aspectos fundamentales de la ciencia
política.
Mars, D. y Stocker, G. Teoría y métodos en
Ciencia Política. Madrid: Alianza Editorial, 1997.
Competente análisis de los métodos de
investigación fundamentales en el estudio de la
teoría política.
Pastor, Manuel. Fundamentos de la ciencia política.
Madrid: McGraw-Hill – Interamericana de España,
1994. Válida descripción de algunos aspectos centrales
de la teoría política.
Adam Smith
Blaug, Mark. Teoría económica en
retrospección. México, D.
F.: Fondo de Cultura Económica, 1985. Completo y
sintético análisis del entramado teórico de
Adam
Smith.
Napoleoni, Claudio. Fisiocracia, Smith, Ricardo, Marx. Barcelona:
Oikos-Tau Ediciones, 5ª ed., 1983. Análisis
comparativo de gran interés.
O'Brien, D. P. Los economistas clásicos. Madrid: Alianza
Editorial, 1989. Revisión de los economistas
clásicos como comunidad científica, subrayando las
aportaciones específicas de cada uno.
Rae, John. Life of Adam Smith.
Nueva York,
1965. La mejor de todas las biografías escritas
sobre Smith.
Schumpeter, Joseph A. Historia del Análisis
Económico. Barcelona: Editorial Ariel, 1971. El punto de
vista es sorprendente, puesto que Schumpeter parte de la idea de
que Smith no aportó nada original a la economía.

 

 

Autor:

Lic. José Luis Dell'Ordine
Buenos Aires –
Argentina


http://fundaciontm.ecomundo.com.ar

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