Monografias.com > Política
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

INSTITUCIONES Y GOBERNABILIDAD




Enviado por latiniando



    Indice
    1.
    Introducción

    2.
    Interés general y
    gobernabilidad


    4.
    Participación y
    gobernabilidad

    5.
    Bibliografía

    1.
    Introducción

    El
    análisis precedente de la
    transformación de la sociedad civil y
    el desarrollo del
    corporatismo ha evidenciado el grado de poder de que
    disponen ciertos grupos
    sociales organizados. Esto plantea algunas interrogantes si
    lo contrastamos con el esquema básico de los
    regímenes políticos democráticos: la
    democracia
    representativa atribuye el gobierno de la
    sociedad a
    personas que, directa o indirectamente, son representantes de los
    ciudadanos.

    Los gobernantes ‘mandan’, pero es dudoso que
    siempre lo hagan más o estén en mejores condiciones
    de mandar que algunas corporaciones, de lo que se desprende que
    hay una distancia entre lo que se estipula del gobierno y los
    comportamientos reales de los gobernantes. Las constituciones
    responden en parte a las preguntas tradicionales sobre
    quién manda y cómo manda. Dan una respuesta
    prescriptiva: "en democracia no
    hay más gobernante legítimo que el gobernante
    legal". Así sabemos quién ‘puede’
    mandar y cómo ‘debe’ mandar, en función de
    los mandatos normativos. Pero "los constitucionalistas son
    conscientes de que no siempre los mandatos de la norma
    fundamental configuran plenamente la acción de gobierno".
    A pesar de que establecen los límites
    legales y legítimos de dicha acción, las
    constituciones no nos la explican en su realidad.

    Tampoco sería completa, sin embargo, una descripción del gobierno de la sociedad que se
    detuviera en los actores políticos descritos por la
    legislación. Si se quiere, se puede pasar del interés
    por lo que los gobernantes ‘pueden’ hacer la constitución, al interés
    por lo que la constitución prevé que
    ‘hagan’ los gobernantes: "seguiremos, sin embargo,
    sin alcanzar el panorama general". El proceso de
    gobierno involucra a actores de dentro y de afuera de las
    instituciones,
    atendido el hecho que hay grupos que, como
    se ha visto, evidencian un poder capaz de
    determinar la acción de gobierno de quienes tienen su
    monopolio
    legal.

    Es necesario, pues, señalar diferencias entre el
    poder de los grupos y el poder
    de los gobernantes legales. Los gobernantes legales son elegidos
    a través de procedimientos
    públicos y conocidos, repetidos periódicamente. El
    poder les es atribuido en cuanto que son parte de instituciones
    que, por su propia naturaleza,
    tienen una existencia independiente de las personas que las
    integran. Esto también puede afirmarse en los grupos
    sociales organizados, y no sólo de los gobernantes
    legales, pero "la
    organización en la cual ejercen el poder es el Estado", la
    única que abarca a toda la colectividad y que ostenta el
    poder político en su nombre.

    "El poder político de los gobernantes tiene,
    pues, un carácter
    público", y esto conlleva que su actuación ha de
    ponderar y obedecer al interés general. De hecho, nunca
    está claro cual es el interés general (cada partido
    y facción tiene de él una idea particular) y las
    discrepancias al respecto pueden agravar, precisamente, la
    ingobernabilidad si ponen en cuestión el mínimo
    consenso necesario para la estabilidad. Asimismo, debe justificar
    que los costes que representa una decisión para un sector
    concreto, se
    amortizan en el beneficio común. El gobierno tiene que
    presentarse como agente imparcial de la solidaridad
    colectiva. En cambio, los
    grupos sociales no tienen que hacerlo, a pesar de que, y a
    menudo, sobre todo si se trata de servidores
    públicos, fundamentan una demanda
    sectorial con el argumento de que una respuesta favorable
    redundaría en beneficio general.

    Por otra parte, el poder de los gobernantes es un poder
    institucionalizado: "se pueden conocer las reglas que crean la
    institución y las que limitan su acción" y, si se
    separa de ellas, se reduce su legitimidad. No todos los grupos
    sociales que efectivamente ejercen poder han sido creados
    mediante reglas que son obra de una asamblea representativa, ni
    siempre se mueven dentro de limites conocidos. Puede darse el
    caso de que su composición no sea pública. Por
    último, la democracia ofrece una característica diferenciadora
    significativa: los gobernantes son elegidos (lo cual no siempre
    es el caso de la dirección de muchos grupos sociales
    influyentes) y ello en elecciones generales en las que puede
    participar el conjunto de ciudadanos sobre los que
    ejercerá, su poder.

    A continuación examinaremos tres elementos que
    determinan la eficacia y la
    legitimidad de la acción de gobierno, y a los que acabamos
    de aludir: el interés general, en cuanto supuesto
    ideológico de la legitimidad; la democracia
    representativa, en cuanto supuesto organizativo; y la
    participación, en cuanto supuesto funcional.

    2. Interés general y
    gobernabilidad

    Hemos señalado la
    ponderación del interés general como una de las
    características de la acción de
    gobierno, y afirmamos que era un elemento de
    justificación, quizás ideológico. Pero "si
    por una parte el elemento el interés general es aceptado
    como principio que ha de inspirar la actuación del
    gobierno, por otra no es demasiado fácil de concretar".
    Habrá casos sencillos, en los que podrá encontrarse
    un consenso casi unánime: quizá las medidas de
    protección civil frente a catástrofes naturales
    podrían servir de ejemplo. En este caso, el interés
    general es el interés de todos y así percibido por
    todos. Otras veces, sin embargo, no hay consenso sobre lo que hay
    que hacer para servir al interés general aunque exista una
    conciencia muy
    extendida de que el interés general está en
    juego; este
    podría ser el caso de los problemas de
    defensa militar. Finalmente, la situación concreta a la
    que deba responder una acción de gobierno, puede no
    involucrar directamente el interés general, pero si
    indirectamente, a consecuencia del tipo de respuesta que de el
    gobierno a una demanda
    motivada por el interés de un grupo social.
    Respuesta que, por otra parte, puede incitar a otros interese
    sectoriales y provocar nuevas demandas.

    Si excluimos una situación limite, como la que
    correspondería al ejemplo de la catástrofe, parece
    claro que no siempre es posible demostrar la coherencia de una
    acción de gobierno con el interés general, desde el
    momento que se tienen diversas concepciones de él. Por el
    contrario, a menudo será posible determinar cuál es
    el interés general por el embrollo de interese parciales
    enfrentados. Entonces puede tomar fuerza una
    perspectiva axiológica, "que de definir el interés
    general en relación al interés de todos o de la
    mayoría de los ciudadanos", pasa a formularlo en
    términos cualitativos, en referencia a "principios
    morales y credenciales universalmente reconocidos, cuando estos
    existen". Lo grave es que, en condiciones de modernidad
    avanzada, ese referente último no está siempre
    claro ni mucho menos.

    Así pues, la acción de gobierno puede
    plantearse en relación a valores. El
    pensamiento
    político medieval europeo, impregnado de influencia
    religiosa, concentró muchos esfuerzos en proponer
    referentes éticos en la conducción de los asuntos
    públicos. En este sentido, "la idea del ‘bien
    común’ como objetivo de la
    ley y su
    asociación con el ‘bien individual’ es
    quizás la formulación más conocida". Pero el
    movimiento de
    la
    Ilustración supuso la voluntad de emancipar de los
    determinantes religiosos externos la libertad
    individual; los parámetros éticos de la
    acción de gobierno debían ser accesibles a la
    razón humana. Así, el ‘bien
    común’ no se definía en relación a la
    doctrina cristiana, sino respecto a lo que cada autor consideraba
    pertinente. Además, planteado el problema de los límites
    del poder, se examina también su justificación en
    nombre del bien común. Ya no es evidente que el bien
    común pueda imponerse siempre al bien individual, o que
    esté siempre asociado a él. Para Montesquieu,
    por ejemplo, "si el bien particular debe ceder ante el bien
    público cuando está en juego la
    libertad del
    ciudadano, el bien público puede imponerse al particular
    cuando se trata de la propiedad".

    Cuando más tarde el liberalismo
    consagre la economía de mercado, al homo
    economicus le será mucho más familiar la
    constatación de que el interés preside muchas
    motivaciones de las conductas individuales. El bien es una
    categoría ética que
    se sitúa en un plano menos inmediato al individuo que el
    interés. Bentham, a mediados del siglo XIX,
    discutió la noción de interés común
    y, de paso, la propia noción de comunidad: "The
    community is a fictious body, composed of the individual person
    who are considered as constituting as it where its members. The
    interest of the community then is, what? -The sum of interest of
    the several members who compose it".

    Y no encaja demasiado bien con esta concepción
    liberal individualista el que los poderes públicos, y no
    cada ciudadano, se ocupen de un interés común
    distinto del interés de los ciudadanos. A pesar de todo,
    junto a esta concepción que entiende el interés
    colectivo como un mero agregado de intereses individuales, el
    liberalismo
    contribuye a engendrar un movimiento
    político que atenúa el individualismo: el nacionalismo
    se fundamenta en la titularidad del poder político supremo
    atribuida a la nación,
    y en la consideración del interés nacional como
    interés superior al interés individual.
    Sintomáticamente, la defensa de la nación
    es la que justifica la economía de guerra,
    drástica limitación de la economía de
    mercado.

    No hay, en realidad, ninguna situación
    histórica sin un poder público que actúe en
    función
    de algunos intereses generales; "por lo menos el de asegurar un
    mínimo status vivendi entre los intereses parciales"
    desigualmente servidos. Pero también hay que constatar la
    dificultad actual de concretar en cada coyuntura el
    interés general. En primer lugar, hay que mencionar
    factores internos, entre los cuales el más importante es
    probablemente la multiplicación de intereses parciales que
    se manifiestan y a los que los poderes públicos deben
    responder. En una sociedad democrática en las que las
    demandas sectoriales pueden expresarse libremente, los poderes
    públicos han de considerarlas, de modo que su
    actuación no puede moverse sólo por propia
    iniciativa. Por el contrario, son los poderes públicos
    quienes por su propio carácter
    deben orientar su actuación en función del
    interés general.

    Hay dos momentos en los que una democracia
    representativa (en la que participan los ciudadanos como
    electores, y no como miembros de un sector determinado) puede
    formularse el interés general, por lo menos determinando
    prioridades: las elecciones, en las que cada fuerza
    política
    presenta un programa de
    gobierno, y la legislación. Las elecciones son previas a
    la formación de gobierno, pero quienquiera que resulte de
    ellas deberá sentirse obligado a tomar como referencia sus
    propios programas
    electorales. Esto, como es sabido, no obsta para que una vez en
    el gobierno, los que estén en él cambien de
    orientación alegando que ‘las circunstancias han
    cambiado’. En cualquier caso, y en los Estados de derecho,
    "la legislación es el momento en que a través de
    estos procedimientos
    públicos se fija la pauta de actuación de los
    poderes de Estado". Por
    eso los grupos de presión
    con interés permanentes procuran situarse cerca de los
    legisladores a fin de influirles, especialmente donde la
    escasísima disciplina del
    grupo
    parlamentario puede hacer más receptivo al legislador
    individual. El caso de los Estado Unidos
    es el ejemplo más habitual, pero la presión
    sobre el legislador puede operar de forma indirecta, por ejemplo,
    entre sindicato y
    partido.

    Hay que tener presente, además, que ni los
    legisladores ni los gobernantes en general pueden optar por
    cualquier respuesta a cualquier demanda que se les formule. Su
    legitimidad política deriva del
    acatamiento de normas, y por
    encima de toda la constitución. Sus formas de
    actuación están limitadas, pero también, en
    muchos casos, les son impuestos
    determinados valores
    constitucionales. Así, no pueden responder a demandas que
    sean contradictorias con la constitución: con los valores,
    derechos y
    procedimientos recogidos en ella. Y en algunos países como
    España
    o los Estados Unidos,
    un tribunal puede determinar si se ha producido o no una
    transgresión de la norma suprema.

    En segundo lugar, junto a factores internos hay otros
    externos que también dificultan la formulación del
    interés general. Hay que recordar que la autoridad de
    los gobernantes de cada Estado hace ya tiempo que ha
    dejado de ser plenamente soberana. Las decisiones de los
    gobernantes son sólo relativamente independientes, como es
    fácil de ver con dos ejemplos. En materia
    económica, el proceso de
    integración europea, y en defensa de la
    participación en organizaciones
    militares supranacionales, no sólo limitan la
    autonomía de decisión, sino que, en Europa,
    sitúan la definición del interés general
    fuera del ámbito estatal que es el propio de los
    gobernantes.

    Se examina siempre los problemas de
    la gobernabilidad teniendo en cuenta dos dimensiones. La
    legitimidad y la eficacia. La
    legitimidad de los gobernantes proviene del carácter
    representativo de las instituciones públicas desde las
    cuales ejercen el poder. En las elecciones que renuevan
    periódicamente la representación popular,
    participan candidatos con programas
    planteados en función del interés general de la
    sociedad. Pero desde el momento en que alcanzan la
    condición de gobernantes, su actuación se ve
    determinada por las demandas que presentan grupos que defienden
    intereses sectoriales. Y a los gobernantes se les valora por la
    eficacia con que responden a las peticiones de los grupos
    portadores de intereses parciales. Estos grupos tienen una clara
    conciencia de su
    propio interés, y pueden medir el grado con que es
    satisfecho. En cambio, no sucede así con el interés
    general, que con frecuencia responde más a un principio
    ideológico susceptible de interpretaciones diversas, que a
    la percepción subjetiva de una conveniencia
    concreta.

    Demostrar que la prosperidad de un país depende
    hoy de la prosperidad mundial, o que la gobernación de una
    región o estado depende también de la mundial es
    demostrar que hoy, el interés general no reconoce
    fronteras. Y, por lo tanto, que la noción de
    interés general (de interés común) debe ser
    ampliada, hasta abarcar a la humanidad completa. Se tarta de una
    tarea que, a pesar de su vasto alcance, no es abstracta. Es una
    tarea práctica de gobierno tal y como se halla hoy la
    situación de nuestro universo social,
    en el que tareas y problemas, escollos y soluciones han
    sufrido un proceso de mundialización.

    3. Democracia
    Representativa

    Ya se ha dicho que la legitimidad de
    los gobiernos democráticos es patente en las instituciones
    representativas. La estructura de
    las que hoy conocemos sigue el patrón organizativo del
    constitucionalismo liberal inspirado por Montesquieu,
    el principio de la ‘separación de poderes’.
    Con esto se quería conseguir un mecanismo de contrapesos
    adaptado a los criterios de lo que debía ser la
    acción de gobierno: la mínima intervención
    posible en la vida de sociedad. Hay que recordar, sin embargo,
    que no es este el liberalismo al que se asocia la idea actual de
    democracia. El sufragio universal es lo que hace posible la
    democracia y permite el paso del gobierno por consentimiento a
    una forma indirecta de autogobierno como la democracia
    representativa. Con esta fórmula política el
    parlamento legislador adquiere una gran importancia: de él
    depende la producción normativa a la que los poderes
    públicos han de someterse, comenzando por el poder
    ejecutivo.

    La denominación de ‘ejecutivo’ parece
    indicar una carencia originaria de iniciativa del órgano
    así designado, procedente de un tiempo en que
    gobernar era entendido como realización (ejecución)
    de los mandatos de la voluntad general que se expresaban por boca
    de los legisladores. Obviamente, la realidad es muy distinta
    desde hace tiempo. "La potestad legislativa ya no es monopolio del
    Parlamento, sino que el constitucionalismo moderno reconoce
    también, con limitaciones explícitas, la facultad
    de dictar normas al
    gobierno, sea como propia o delegada por el Parlamento.
    Más aún, la producción legislativa parlamentaria es con
    mucha frecuencia el resultado de iniciativas gubernamentales,
    salvo en el caso notorio de los Estados Unidos, a
    causa de la rigidez constitucional de su separación de
    poderes.

    En cualquier caso, puede afirmarse que la legitimidad
    del sistema
    democrático ha encontrado en el sufragio universal y en la
    representatividad del poder
    legislativo dos componentes indispensables. Por el
    ‘imperio de la ley’, el
    Estado de derecho
    mantiene bien delimitadas las atribuciones de sus gobernantes,
    para el bien de la libertad de los ciudadanos. Sin embargo, el
    problema no surge normalmente por lo que las normas prohiben
    hacer a los gobernantes, sino en el hecho de que estos han de
    basarse en normas para llevar a cabo su tarea. Así,
    paralelamente al fenómeno de sobrecarga de demandas que se
    apuntaba como posible factor de la crisis de
    gobernabilidad, se ha podido hablar de una sobreproducción
    normativa propia de todo Estado asistencial, y que los gobiernos
    conservadores de los años ochenta han querido corregir
    mediante la llamada
    ‘desregularización’.

    Pero independientemente del signo político de los
    gobernantes, la estructura
    organizativa de la democracia contemporánea se caracteriza
    por un peso determinante de los elementos normativos. Estos
    obligan a calibrar la acción de gobierno no sólo en
    relación a la "eficacia técnica", entendida como
    consecución de los objetivos,
    sino por un impulso normativo previo (y a veces ad hoc) a cada
    actuación material del gobierno. El gobierno no puede
    desbordar el marco de legalidad, pero a veces entiende esto
    último como la necesidad de que todas y cada una de las
    decisiones, individualmente consideradas, deben ir precedidas por
    alguna norma precisa.

    Si con esta práctica quizás aumenta la
    seguridad
    jurídica de los ciudadanos, lo cierto es que se paga un
    precio nada
    despreciable por lo que respecta a la eficacia del funcionamiento
    de la máquina gubernamental, a causa de la hipertrofia
    normativa que ello provoca y la lenta toma de
    decisiones consiguientes. El viejo principio jurídico
    legem patere quam fecisti, destinado a presidir el régimen
    jurídico del gobierno como manifestación de
    principio de legalidad, describe también ciertas
    consecuencias negativas que la sobreproducción normativa
    tiene sobre los propios legisladores y sobre los
    gobernantes.

    Esto puede explicar la pesadez y lentitud que con tanta
    frecuencia se reprochan la acción de gobierno y que se
    intenta corregir reconociendo la autorregulación generada
    por los acuerdos entre determinados grupos sociales: ya hemos
    visto cómo los convenios colectivos entre empresarios y
    trabajadores son un ejemplo característico de la
    difusión material del poder normativo en las sociedades
    contemporáneas. Algunos ven esta situación como la
    vía de salida de la crisis de
    Estado asistencial, pero ello plantea más de una
    dificultad. Quizás la esencial sea la de los efectos a
    terceros: las normas generadas por los acuerdos entre
    corporaciones pueden afectar negativamente a ciudadanos que no
    están vinculados a ellas, que no han podido participar ni
    directa ni indirectamente en su elaboración y que, a
    menudo, no pueden beneficiarse de la garantía que supone
    el control
    jurisdiccional de las normas públicas.

    Se trata, pues, de un importante efecto perverso del
    corporatismo. No se debe olvidar que la democracia representativa
    lo es de toda la sociedad con la participación formal de
    los electores individuales, y no de las diversas organizaciones de
    intereses. De todas formas, la inercia parece ir en sentido
    contrario, al del abandono de las potestades normativas
    públicas. Es más, en algunas ocasiones los
    gobiernos llegan a elevar a categoría oficial algunos
    acuerdos entre ‘interlocutores sociales’. Otras
    veces, la necesidad de producir normas lleva a entendimientos
    informales (y de constitucionalidad más que
    indiscutible).

    Todo esto nos induce a pensar que la estructura
    institucional de la democracia representativa, muy bien dotada en
    teoría
    de controles y garantías frente a posibles excesos de los
    gobernantes, presenta aspectos que no acaban de encajar con las
    necesidades o las prácticas de la acción de
    gobierno. En particular, el indispensable sometimiento a las
    leyes es una
    condición que no resulta suficiente por sí misma
    para asegurar la consecución de los objetivos de
    la acción, aunque sea la premisa bajo la que es controlada
    por los tribunales. La producción normativa no equivalen a
    la formulación de las políticas
    públicas adecuadas a la consecución de los
    objetivos gubernamentales. Por esto hay que buscar, más
    allá de la legislación, en el proceso de
    ejecución material de la acción de gobierno,
    criterios que permitan al público su evaluación
    a fin de juzgar tanto su eficacia como su legitimidad.

    4. Participación y
    gobernabilidad

    La participación política
    tiene su manifestación más clara y repetida en las
    elecciones. "A través del voto, todos los ciudadanos
    adultos pueden participar en la designación directa o
    indirecta de los gobernantes, mediante el ejercicio de un derecho
    que parece obvio en una democracia contemporánea". Pero no
    lo encontramos en sus raíces liberales. Hasta la
    eliminación de las discriminaciones económicas que
    conlleva el sufragio censitario, la participación era
    considerada más una función política
    reservada a las minorías (cultas y con propiedades o
    dinero), que
    un derecho de todos. El liberalismo de la primera mitad del siglo
    pasado, que Benjamin Constant podría representar muy bien,
    consideraba la libertad de participar en los asuntos
    públicos como una característica del mundo de las
    ciudades-estado de la Antigüedad. Prefería claramente
    la libertad entendida como autonomía individual, libre de
    inherencias a fin de vivir su vida sin miedo al poder
    político. Es la libertad como derecho a que los entes
    públicos dejen en paz.

    La indiferencia respecto a la participación en
    los asuntos públicos se corresponde con el sueño
    liberal de una sociedad sin trabas para los individuos. Pero este
    sueño incluye un presupuesto que
    no se da en las sociedades
    occidentales contemporáneas: la economía de mercado
    ‘perfecta’. El sufragio universal abrió la
    participación política a los sectores marginados
    del primer liberalismo. Para poder incidir en las decisiones
    públicas y mejorar las condiciones de vida de los
    asalariados, se formaron partidos
    políticos de orientación socialista o
    socialdemócrata. Su intención era rentabilizar a
    favor de los trabajadores la participación que
    permitía el sufragio universal. El resultado de su impulso
    es el Estado
    asistencial que, con su intervencionismo, conlleva ciertas
    correcciones en el funcionamiento del mercado. Actualmente, la
    participación en las instituciones políticas
    adquiere una nueva trascendencia, dado el fenómeno de la
    expansión estatal.

    Esta expansión ha permitido también
    aumentar las áreas donde es posible la
    participación de los ciudadanos y "ha provocado la
    multiplicación de los canales de participación"
    para que puedan circular las demandas de los individuos y los
    grupos. Las instituciones tradicionales como el Parlamento y las
    organizaciones centenarias como los partidos, ya no son las
    únicas que canalizan las demandas de la sociedad, a pesar
    de que aún determinan considerablemente la respuesta que
    obtienen. Se ha llegado, quizás exageradamente, a expresar
    la sospecha de que "la representación política no
    es ya ‘representativa". Tal vez sea más prudente
    afirmar que no todas las demandas encuentran los canales de
    participación para influir en la respuesta que esperan los
    grupos que las formulan.

    Hay que recordar que la participación
    (institucionalizada o no) tiene como objetivo
    influir en una decisión y, en principio, parece que hay
    muchos centros de decisión fuera del alcance de los
    ciudadanos. Las empresas
    transnacionales son el ejemplo más conocido. Pero por lo
    que se refiere a las decisiones que toman los gobiernos, la
    relativa falta de influencia de los ciudadanos en la actual
    democracia representativa se ve compensada por la fuerza de
    ciertos movimientos sociales, como los ecologistas y feministas,
    y la de las organizaciones corporativas a que ya se ha aludido, y
    que constituyen de hecho importantes instrumentos de
    participación como, por ejemplo, los medios de
    comunicación social (mass media). En cualquier caso,
    en la medida en que provocan conflictos y
    ‘desordenan’ el ámbito político
    tradicional, parece bastante claro que crean turbulencias
    políticas importantes que han transformado la
    situación política contemporánea e
    incrementado el grado ‘aceptable’ de desobediencia
    cívica para muchos gobiernos.

    La tesis de la
    crisis de la gobernabilidad remite directamente al grado de
    participación en las democracias contemporáneas.
    Refiriéndose a los estados Unidos, Huntington presenta el
    ciclo siguiente:

    1. El incremento de la participación
      política lleva hacia una mayor polarización en la
      sociedad;
    2. El aumento de la polarización produce
      desconfianza en las instituciones y la sensación entre
      los individuos de una creciente ineficacia
      política;
    3. Esta sensación conduce a su vez a una baja en
      la participación. 

    Hay que decir que no parece haberse dado ninguna
    relación proporcional entre participación y
    polarización. Los grupos terroristas, los movimientos
    pacifistas, feministas y ecologistas han protagonizado una
    ‘participación’ crítica respecto las
    instituciones que no siempre canalizan adecuadamente sus
    demandas. Además, articulados flexiblemente en torno de un
    único tema, sus demandas han contribuido a la
    ‘sobrecarga’ del sistema
    político.

    La eficacia de la acción de gobierno, durante el
    último medio siglo, se ve afectada por las presiones
    sociales que obligan a formular objetivos insólitos (el
    equilibrio del
    medio natural) y a emplear instrumentos discutibles para la
    tradición liberal como la discriminación positiva (affirmative
    action), destinados a hacer igual la igualdad de
    oportunidades. Así, a la expansión del
    ámbito del gobierno generada por los mandatos
    constitucionales o por la decisión de los partidos
    parlamentarios, hay que añadir la que resulta de las
    demandas de estos movimientos. En este sentido, quizá
    sí podría establecerse una relación
    inversamente proporcional entre participación y
    gobernabilidad. Dentro y fuera de las instituciones aumenta la
    participación de grupos, proliferan las demandas
    contradictorias y los gobernantes tienen que dar respuesta a
    problemas imprevistos. Además, la respuesta gubernamental
    establece un precedente: se tenderá a exigir la misma
    receptividad al mismo tipo de demandas de forma permanente.
    Difícilmente la eficacia de la acción de gobierno
    puede mantenerse constante si los objetivos que desea o que debe
    asumir se multiplican indefinidamente.

    Sin embargo, también podría decirse que
    cada demanda dirigida a los gobernantes comporta un
    reconocimiento de la función que cumplen, aunque sea
    critica respecto a sus orientaciones o ponga en dificultades su
    capacidad de actuar eficazmente. En otras palabras, el incremento
    de la participación, en ciertos casos, ofrece a las
    instituciones gubernamentales la oportunidad (quizás no
    deseada) de ensanchar la propia legitimidad. Dentro de la
    democracia gozan de la legitimidad necesaria proveniente de su
    carácter representativo y de su actuación
    respetuosa con el imperio de la ley. Con algunos sectores, que
    lleven la participación critica hasta el extremo de
    cuestiones de principio (como los grupos nacionalistas
    independentistas, que no reconocen la legitimidad originaria de
    la representatividad política) el enfrentamiento es
    inevitable. Pero los grupos que participan para obtener
    decisiones concretas, y no para cambiar el centro del cual
    emanan, no se pone en juego lo que podríamos llamar el
    mínimo constitucional de legitimidad, sino el grado de
    satisfacción que cada sector o grupo considera suficiente
    en función de la respuesta que reciben sus
    demandas.

    La pretensión de restringir la
    participación a fin de facilitar la gobernabilidad
    limitando las demandas parece ocultar el fantasma del despotismo
    ilustrado, por no evocar otros más próximos y
    desagradables. En cualquier caso, resulta una tentación
    demasiado fácil, pero incompatible con una sociedad
    democrática regida por gobernantes representativos y lo
    suficientemente libre para que sus miembros expresen sus
    pretensiones legítimas y consigan una mínima
    respuesta por parte de los gobernantes.

    5.
    Bibliografía

    Almond, G. A. y Powell Jr., G. B. Comparative Politics.
    Little Brown. Boston-Toronto. 1978.
    Aquino, Tomás de. Suma Teológica. Biblioteca de
    Autores Cristianos. Madrid. 1946.
    Árbos, X. La crisis de la regulación estatal, en
    Revista de
    Estudios Políticos. # 71, enero-marzo. Madrid. 1990.
    Ardigò, A. Crisi di governabilità e mondi vitali.
    Capelli. Bolonia. 1982.
    Barcellona, P. I soggetti e le norme. Giuffrè.
    Milán. 1983.
    Béjar, H. El ámbito íntimo. Alianza. Madrid.
    1988.
    Bentham, J. An Introduction to the Principles of Morals and
    Legislation. University of London/The Athlone Press. London.
    1979.
    Bentley, A. F. The Process of Government. University of Chicago
    Press. Chicago. 1908.
    Beyme, K. von. The Role of the State and the Growth of
    Government, en International Political Science Review, vol. VI, #
    1, New York.
    1985.
    Blankenburg, E. The Waning of Legality in the Concept of Policy
    Implementation, en Law and Policy, vol. VII, # 4. New York.
    1985.
    Bobbio, N. La crisis de la democracia y la lección de los
    clásicos, en Bobbio, N., Pontara, G., y Veca, S. Crisis de
    la democracia. Ariel. Barcelona.
    1985.
    Cerroni, U. La libertad de los modernos. Martínez Roca.
    Barcelona. 1968.
    Colomer, J. M. El utilitarismo. Una teoría
    de la elección racional. Montesinos. Barcelona. 1987.
    Constant, B. Del l’esprit de conquête et
    l’usurpation. Flamarion. París. 1986.Crozier, M.
    Etat modeste, Etat moderne. Stratégies pour un autre
    changement. Fayard. París. 1987
    Crozier, M., Huntington, S . P., y Watanuki, J. The crisis of the
    democracy. University Press. New York. 1975.
    Dahrendorf, R. Effectiveness and legitimacy: on the Governability
    of Democracies, en Political Quaterly, vol. LI, # 4. New York.
    1980.
    Díaz, E. De la maldad del Estado y la soberanía popular. Debate.
    Madrid. 1984.
    Díaz, E. Estado de derecho
    y sociedad democrática. Taurus. Madrid. 1981.
    Dogliani, M. Interpretazioni della Costituzione. F. Angeli.
    Milán. 1985.
    Dyson, K. The State Tradition in Western Europe. Martin
    Robertson. Oxford. 1980.
    Ferrajoli, L. Stato sociale e stato di diritto, en Politica del
    diritto, vol. XIII, # 1. Roma. 1982.
    Ferrarotti, F. Legitimation, Representation and Power, en Current
    Sociology, vol. XXXV, # 2. New York. 1987.
    García-Pelayo, M. Las transformaciones del Estado
    contemporáneo. Alianza. Madrid. 1977.
    Giannini, M. S. Il pubblico potere. Stati e amministrazioni
    pubbliche. Il Mulino. Bolonia. 1986.
    Giner, S. Ensayos
    Civiles. Península. Barcelona. 1987.
    Habermas, J. Historia y crítica de
    la opinión
    pública. La transformación estructural de la
    vida pública. Gustavo Gili. Barcelona. 1962.
    Hamilton, A., Madison, J., y JAY, J. The Federalist Papers. New
    American Library. New York. 1961.
    Heller, H. Teoría del Estado. Fondo de Cultura
    Económica. México.
    1974
    Mirkine-Guetzevitch, B. Les Constitutions européennes. 2
    vols. PUF. París. 1951.
    Montesquieu. De l’esprit des lois. 2 vols. Garnier
    Flammarion. París. 1979.
    Nieto, A. La organización del desgobierno. Ariel.
    Barcelona. 1984.
    Oppenheim, F. E. Political Concepts. A Reconstruction. Basil
    Blackwell. Oxford. 1981.
    Otto, I de. La función política de la
    legislación, en APARICIO, M. A. (Coord.), Parlamento y
    sociedad
    civil. Publicaciones de la
    Universidad de
    Barcelona. Barcelona. 1980.
    Peces-Barba,
    G. Los valores
    superiores. Tecnos. Madrid. 1984.
    Raphael, D. D. Problemas de Filosofía Política.
    Alianza. Madrid. 1976.
    Rosanvallon, P. La crise de L’Etat-providence. De. Du
    Seuil. París. 1981.

     

     

    Autor:

    Lic. José Luis Dell'ordine

    Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

    Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

    Categorias
    Newsletter