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Teoría política: Hacia nuevos espacios de participación




Enviado por cmarcano



Partes: 1, 2

    Indice
    1.
    Introducción

    2. Referente
    Histórico

    3. Hacia nuevas formas de
    participación: Ciudadanía, Autonomía y
    Juicio Político.

    4. Educación
    Cívica y Valores Políticos

    5. Acerca del concepto de
    gobernabilidad

    6. Constituciones venezolanas
    y participación ciudadana

    7.
    Conclusiones

    8.
    Bibliografía

    1.
    Introducción

    "Los antiguos que desearon arrojar luz sobre las
    virtudes ilustres por todo el reino, primero ordenaron bien sus
    propios estados. Deseando ordenar bien sus estados, regularon
    primero sus familias. Deseando regular sus familias, cultivaron
    primero sus personas. Deseando cultivar sus personas,
    rectificaron primero sus corazones. Deseando rectificar sus
    corazones, anhelaron primero ser sinceros en sus pensamientos.
    Deseando ser sinceros en sus pensamientos, extendieron primero al
    máximo su conocimiento;
    tal extensión del conocimiento
    descansa en la investigación de las cosas.
    Habiendo investigado las cosas, el
    conocimiento se hizo completo. Habiendo completado su
    conocimiento, sus pensamientos fueron sinceros. Siendo sinceros
    sus pensamientos, entonces sus corazones se rectificaron.
    Habiendo rectificado sus corazones, sus personas se cultivaron
    .Habiendo cultivado sus personas, sus familias se regularon.
    Habiendo regulado sus familias, sus estados fueron realmente
    gobernados. Habiendo gobernado rectamente sus estados, todo el
    reino llegó a ser tranquilo y felíz".
    Es nuestra intención en este ensayo,
    intentar establecer, mediante la revisión de los efectos y
    resultados que ha tenido la práctica democrática en
    Venezuela,
    hasta qué punto nuestra cultura
    política
    es perfectible en aras de una mayor participación de los
    ciudadanos en el proceso de
    desarrollo y
    bienestar social.
    Partiremos de un referente histórico que nos
    colocará en el contexto de análisis de los efectos de un sistema que
    surgió como respuesta a un desafío nacional de
    lucha por la libertad y
    contra la tiranía, pero que en lugar de acentuar las
    capacidades de autodeterminación y creatividad
    del país, le convirtió en una sociedad
    falsamente opulenta y artificialmente sólida, generando
    desmedidas ilusiones de poderío
    y acrecentando la complacencia de las clases dirigentes,
    embriagadas de poder, y
    deslumbradas por la riqueza petrolera.
    Analizaremos el proceso de
    cambio que en
    la década de los noventa ha dado paso a un nuevo liderazgo que,
    capitalizando el descontento generalizado por la torpeza de la
    conducción política democrática, ha
    intentado propiciar las reformas necesarias en procura de la
    depuración del sistema y el
    logro de sus objetivos.
    En este contexto, donde relacionaremos parte de la teoría
    política del autor asignado en la primera fase del
    seminario
    (Karl Marx),
    intentaremos estudiar la factibilidad de
    construir a través de nuevos espacios de
    participación ciudadana, una nueva cultura
    política.
    Nos atrevemos, intuitivamente a adelantar que pareciera existir
    un fuerte vínculo entre la participación
    política, la educación
    cívica y la gobernabilidad: si una población participa activamente en la cosa
    pública, esto debería producir casi de inmediato
    beneficios directos: 1) para el sistema político
    democrático del que se trate (aumenta la gobernabilidad,
    estabilidad, etc.) y 2) para los ciudadanos y su capacidad de
    juzgar adecuadamente los asuntos políticos. La existencia
    de estos beneficiosos vínculos, sin embargo, no resulta
    tan sencilla de demostrar ni es objeto de consenso entre los
    estudiosos. Intentaremos en consecuencia, abordar también
    algunos de los problemas que
    se derivan de la citada relación.

    2. Referente
    Histórico

    Más allá de las preferencias políticas,
    del status o condición social , es una verdad por todos
    aceptada en Venezuela, el
    hecho de que, luego de 40 años de ejercicio, la democracia ha
    perdido el rumbo. El pacto de gobernabilidad (mejor conocido como
    pacto de Punto Fijo) al amparo del cual
    se puso fin a la tiranía y se sentaron las bases del nuevo
    sistema, perdió la brújula. Los gestores del
    cambio que
    entonces suscribieron las mayorías, han sido protagonistas
    de un ejercicio hoy cuestionado por ineficiente, y cuyas
    perniciosas consecuencias han dado paso a un proceso de
    renovación cuyos resultados aún están por
    mostrarse.

    Tal y como lo plantea Aníbal Romero en sus
    interminables análisis de la situación
    política venezolana, uno de los grandes mitos que se
    erigen en el país es el de la eficiencia de la
    democracia
    como poder representativo o "gobierno del
    pueblo". ¿Cómo podría considerarse que la
    democracia es el gobierno del
    pueblo cuando cada vez éste se empobrece más,
    cuando cada vez se deteriora más su calidad de
    vida, se reducen sus oportunidades de participación y
    superación?. Tal punto de reflexión sirve a Romero
    para sostener que la democracia, como sistema político
    está en decadencia. "El problema central que se deriva de
    esa decadencia puede sintetizarse en pocas palabras: la economía petrolera,
    que sustentó la democracia puntofijista, hace años
    que dejó de ser suficiente, y los venezolanos no hemos
    sido capaces lo cual no indica de modo necesario que no lo seamos
    en el futuro de crear una economía alternativa
    y complementaria lo suficientemente sólida y productiva ,
    como para asegurar mayores niveles de vida a las
    mayorías"
    El que el análisis se ubique en este escenario un siglo
    después, nos coloca en la forzosa remembranza de uno de
    los puntos de partida para la reflexión del autor
    estudiado en la primera fase de nuestro seminario: la
    discusión planteada por Marx en el
    sentido de llamar la atención sobre el hecho de que la vida
    económica no es más que una parte integrante de la
    vida social, y que nuestra representación de lo que
    acontece en la vida económica resulta falseada en tanto no
    advirtamos que bajo el capital, la
    mercancía, el valor, el
    precio, la
    distribución de los bienes, se
    ocultan la sociedad y los
    hombres que forman parte de la misma. Creemos pertinente en este
    momento, detenernos en la definición que de la democracia
    aporta Juan J. Linz: "…puede resumirse diciendo que es la
    libertad legal
    para formular y proponer alternativas políticas
    con derechos
    concomitantes de libertad de asociación, libertad de
    expresión y otras libertades básicas de la
    persona;
    competencia libre
    y no violenta entre líderes con una revalidación
    periódica de su derecho para gobernar; inclusión de
    todos los cargos políticos efectivos en el proceso
    democrático, y medidas para la participación de
    todos los miembros de la comunidad
    política, cualesquiera que fuesen sus preferencias
    políticas. Prácticamente esto significa libertad
    para crear partidos
    políticos y para realizar elecciones libres y honestas
    a intervalos regulares, sin excluir ningún cargo
    político efectivo de la responsabilidad directa o indirecta ante el
    electorado".

    Al intentar compaginar los términos de la
    definición anterior con la realidad de la práctica
    democrática venezolana, es insoslayable el hecho de que su
    aplicación y muy probablemente su desgaste e ineficiencia
    han estado
    mediatizados por los intereses de las clases políticas
    dirigentes que, embriagadas de poder, fueron cercenando su
    esencia, hasta convertirla en un sistema ineficiente de acuerdo a
    lo que propugna, pero altamente efectivo para el cultivo de la
    corrupción, la polarización del
    poder político, el manejo torpe y errático de su
    economía y desarrollo, y
    la pérdida de oportunidades. Aunque como bien analiza
    Linz, "Lo que distingue a un régimen como
    democrático, no es tanto la oportunidad incondicional para
    expresar opiniones, sino la oportunidad legal e igual para todos
    de expresar todas las opiniones, y la protección del
    Estado contra
    arbitrariedades, especialmente la interferencia violenta contra
    ese derecho".

    Vistas así las cosas, democracia y libertad
    podrían mostrarse, a la luz de los
    resultados cosechados hasta ahora, como conquistas
    débiles, pues apenas se asoman por encima de una historia plagada de caudillismo,
    autoritarismo, violencia e
    irrespeto a los derechos de los ciudadanos.
    Dice Joaquín Marta Sosa al respecto que "en el populismo
    democrático, lo primordial es la capacidad distribuidora
    más que la productiva, o la asignación de
    beneficios más que la eficiencia.
    Allí está la clave para entender la gradual debacle
    del liderazgo.
    Sencillamente porque su experiencia era la de gerentes del
    clientelismo más que la de decisores políticos". No
    obstante, Romero enfatiza que el problema no se limita
    exclusivamente a la actitud del
    liderazgo, sino que tiene su correlato en la actitud del
    pueblo mitologizado, propenso a creer lo que desea creer, a
    evadir la realidad y a adoptar como "segunda naturaleza" la
    posición rentista, que atribuye a fuerzas extrañas
    los fracasos, y espera los triunfos de las dádivas del
    Estado.

    Quizá es precisamente a la luz de análisis
    como el anterior, cuando podemos inferir la importancia renovada
    o el rescate inusitado para muchos del pensamiento de
    Karl Marx,
    específicamente en su llamado de atención sobre la necesidad de que el Estado
    desaparezca una vez triunfe la revolución
    del proletariado. En vista de lo pernicioso que ha resultado el
    manejo del Estado por los gobiernos democráticos, no es
    desdeñable del todo la propuesta. En todo caso, lo
    anterior nos lleva inexorablemente al análisis de lo que
    ha dado sentido a la cultura política desarrollada en
    bases semejantes a las descritas hasta ahora. Si entendemos por
    "cultura política" el "conjunto de creencias, ideales,
    valores,
    tradiciones que caracterizan y dotan de significado al sistema
    político en sus relaciones con la sociedad" , tenemos que,
    como ha señalado Juan Carlos Rey, el cuerpo de valores
    desarrollado bajo la democracia ha tenido y tiene un carácter
    predominantemente instrumental y utilitario, y que el consenso
    desarrollado estas pasadas décadas ha sido el resultado no
    ya de una comunidad de
    valores u orientaciones normativas, sino fundamentalmente un
    conjunto de mecanismos clientelares. En sus palabras, "la
    legitimidad de un sistema, en tanto que orientación
    normativa , supone la creencia en que las instituciones
    existentes son las más adecuadas para la sociedad,
    aún si , en ciertos casos, su funcionamiento pudiera
    afectar negativamente las preferencias concretas del
    evaluador".

    Al tratar de establecer el cuerpo de creencias que
    orienta el comportamiento
    político del venezolano, Romero echa mano de lo que
    califica como "sólidos estudios empíricos de
    Alfredo Keller", que le han permitido organizar la respuesta a
    modo de silogismo formulado así:

    • Nuestro país es un país
      rico.
    • Todos somos dueños de esa riqueza
    • El reparto de la riqueza es una cuestión de
      justicia
    • Yo soy bueno y merezco por ello parte de la riqueza
      de mi país
    • Para que sea justo, mi parte debe ser igual a la de
      los demás
    • El juez que distribuye la riqueza debe ser el
      Estado
    • El Estado es una instancia
      política

    Este cuerpo de creencias es contrastado con algunas
    constataciones sobre la distribución de la riqueza:
    Yo soy pobre, mientras otros son ricos; los ricos son la
    élite del país, los políticos son
    también élite…
    Todo lo cual arroja la siguiente conclusión:
    El Estado no reparte con justicia la
    riqueza, porque la élite política es incompetente
    (la malgasta) y corrupta (la roba).
    De acuerdo con Keller, el
    petróleo ha jugado un papel clave en
    la formación de este cuerpo de creencias: 91 por ciento de
    los venezolanos considera que el país efectivamente es un
    país rico; 82 por ciento considera que esa riqueza debe
    ser repartida entre todos sin distinción ni privilegios;
    75 por ciento considera que el recurso de los hidrocarburos,
    por sí solo, es suficiente para cubrir todas las
    necesidades financieras, que abarcan tanto las necesidades reales
    como las aspiraciones de la población. Por otra parte, sólo 27
    por ciento de los venezolanos siente que se ha beneficiado en
    algo de ese recurso.

    Al analizar los razonamientos de Keller, Romero plantea
    entonces que "El sistema democrático-populista, en lugar
    de minimizar el peso de este cuerpo de creencias
    ‘mágicas’, lo que de hecho ha logrado es
    reforzarlo, mediante la absurda competencia de
    las falsas promesas electorales, y el aprovechamiento oportunista
    de circunstancias singulares, como por ejemplo las actitudes de
    Rafael Caldera durante los intentos de golpe militar de 1992. En
    consecuencia, a medida que se ha hecho más sólida
    la mentalidad rentista de los venezolanos, se han agudizado las
    frustraciones, todo ello culminando en una demanda
    creciente de liderazgos mesiánicos, redistribuidores y
    autoritarios, un rompimiento con los instrumentos normativos de
    contención social y una creciente pérdida de fe en
    los mecanismos de participación
    democrática".

    Justamente aquí encontramos otra oportuidad para
    evocar los planteamientos de la tesis Marxiana
    a propósito del orden y la riqueza social que debe
    asegurar la práctica democrática. Mientras la
    teoría
    neoliberal se apoya en la modernización de la democracia
    en base a la hegemonía de lo mercantil, y la
    exacerbación del individualismo, la tesis de
    Marx plantea
    que ésta solo es posible a partir de un sujeto
    desarrollado, en un medio que no suponga escasez sino abundancia,
    oportunidades, por ende riqueza en un mundo de desigualdades,
    pero con un elevado nivel de conciencia. En
    Venezuela, los despropósitos de la democracia han
    propiciado la alienación del individuo, tal y como
    avisoraba Marx en su teoría. La conducción de los
    gobiernos democráticos ha tergiversado el papel del
    Estado a extremos de confundirlos en un solo instrumento de
    procura del poder que les ha dado una riqueza petrolera que bien
    ha cultivado la pobreza y la
    desigualdad.

    Es innegable que el populismo en
    Venezuela ha significado la imposición de un conjunto de
    ideas y un estilo de hacer política profundamente
    dañinos al sistema democrático, en tanto ha sido el
    elegido para procurar el bien común. "En términos
    políticos, el populismo en Venezuela se origina en una
    noción de la política como manipulación,
    como mero intento de preservar el poder en lugar de utilizarlo
    sistemáticamente en función de
    los objetivos del
    interés
    público. El estilo populista refleja en primer lugar la
    vocación demagógica que lleva a ofrecer más
    de lo que se puede lograr y a generar expectativas que no es
    posible satisfacer; en segundo lugar la visión de
    túnel electoral que obstaculiza la voluntad creadora y
    merma la potencialidad de los partidos
    políticos para actuar como agentes de la
    superación ciudadana y nacional".

    En Venezuela, durante décadas, las élites
    dirigentes , a través de los partidos políticos,
    ejercieron un rol tutelar sin mayores contratiempos; pero
    perdieron de vista que su función de
    liderazgo no debió limitarse a una simple función
    administrativa, sino que debió preparar y educar a la
    población para afrontar retos superiores, por ejemplo el
    reto de ir más allá de la protección del
    Estado. Sin esta herramienta, es difícil, por no decir
    imposible que el sistema se procure la renovación no solo
    de su propio aparato, sino de los líderes que han de
    hacerlo perfectible.

    Dentro de este contexto de desaciertos , resulta
    inevitable preguntarse ¿cómo es que en medio de
    semejante panorama, todavía la democracia se
    mantiene?.

    Si bien los movimientos insurgentes de 1992, más
    bien, la
    motivación planteada por sus protagonistas fue
    compartida por las mayorías, llama la atención por
    ejemplo el hecho de que no contasen con el respaldo popular. Las
    masas no se movieron, pero sí observaron interesadas el
    desarrollo de un sorpresivo alzamiento cuyos motivos
    compartían: las élites políticas
    habían perdido el rumbo; la democracia no había
    procurado ni el bien ni el desarrollo del pueblo, por el
    contrario, hasta entonces había sido el mejor caldo de
    cultivo para la corrupción, para el enriquecimiento de unos
    pocos en detrimento de las mayorías; los partidos
    habían dejado de ser el espacio de debate de las
    ideas y habían soslayado su rol de
    intermediación.

    Si bien las masas no apoyaron en las calles a los
    insurgentes, cuando éstos decidieron participar del
    juego
    democrático, entonces las mayorías le
    acompañaron. Es por tanto viable inferir que la Democracia
    como sistema era defendida tácitamente. El surgimiento de
    nuevos líderes que capitalizaron un descontento
    generalizado abrió las compuertas hacia la búsqueda
    de un nuevo rumbo, pero siempre en democracia.
    No obstante, a la luz el análisis anterior, hay otras
    tesis, como por ejemplo la que plantea Aníbal Romero, y
    que pone de manifiesto que, el miedo y los mitos
    constituyen el verdadero cemento de las
    sociedades.
    "Sobre ellos dice Romero se yergue una estructura de
    valores, creencias, compromisos, y eventualmente instituciones,
    que en conjunto conforman las sociedades y
    sistemas de
    dominación política (…) la decadencia de los
    mitos, así como la progresiva pérdida del miedo a
    la sanción y la anarquía, son indicios
    inequívocos de que el orden al que servían de
    sostén ha comenzado a experimentar un proceso de
    resquebrajamiento".

    Pero la tesis de Romero va más allá,
    otorga un papel clave a la perspectiva Hobbesiana del "bien
    supemo" y el "estado de naturaleza". Dice
    Romero que la cohesión social surge de la
    regularización del conflicto, que
    puede también interpretarse como la canalización
    del miedo. Analizando a Hobbes, dice
    Romero que "no se trata de que los individuos actúen de
    forma irracional en el estado de naturaleza, dejándose
    dominar por el miedo; al contrario, es precisamente el hecho de
    que son racionales lo que les lleva a anticipar el peligro en las
    motivaciones de los otros, y lo que convierte a cada uno en el
    enemigo potencial de todos los demás. En vista de
    semejante situación de anarquía el desafío
    crucial de la política no consiste, como lo presentaba la
    visión clásica, en la determinación de un
    bien superior, sino en le definición del mal supremo. Este
    último no es otro según Hobbes, que la
    ausencia de orden, es decir, el imperio irrestricto de los
    conflictos por
    posesiones, seguridad
    personal y
    prestigio, que generan la guerra de
    todos contra todos. La superación de este estado de
    ansiedad habitado por el miedo, sólo es posible mediante
    la transferencia del derecho de cada cual a la
    auto-protección y la entrega de ese derecho a una autoridad
    superior, la autoridad
    política o poder soberano, cuya misión se
    traduce en la regularización del conflicto y el
    establecimiento de la paz social".

    Pero, ¿cuál es el gran mito
    venezolano y sobre qué bases descansa el miedo?. Sin duda
    que el gran mito es el de
    la democracia como poder del pueblo, y el miedo, quizá,
    encuentre su gran respuesta en los sucesos de febrero de 1989,
    cuando la expresión libre de un profundo descontento
    originó muertes, represión y violencia.
    En este panorama, una nueva alternativa de cambio, liderizada por
    Hugo Chávez, una figura carismática y caudillesca
    sin duda, fue percibida de algún modo como distinta a lo
    existente. Focalizó los odios y engendró la
    esperanza de que los cambios son viables, sólo con
    voluntad de hacerlos y mediante el compromiso de erradicar los
    errores del pasado.
    Chávez llamó al pueblo para que tomara las riendas
    de su destino; reivindicó en su discurso el
    papel del "soberano", y se erigió en su genuino
    representante para lograr su adhesión, prometiendo
    accionar los cambios en consulta y permanente
    participación de las mayorías. Con ese discurso,
    comenzó a plantearse un nuevo patrón de reformas
    cuyo eje central, como decimos, lo ocupa el "soberano".
    El hecho de que Chávez apele al apoyo y
    participación del soberano para lograr los cambios
    encuentra su mejor respaldo en la convocatoria de una Asamblea
    Constituyente como punto de partida para rescatar el rol
    protagónico de las mayorías. Su propuesta evoca la
    fórmula de la tabla rasa: arrasar con el pasado y comenzar
    a construir de nuevo sobre bases de enaltecimiento al ciudadano y
    rescate de su poder decisorio sobre el destino que habrá
    de seguir bajo su mando. Quizá encuentre su discurso algo
    de inspiración en el ideal Marxista de
    reivindicación del ser social. Es innegable esta
    inspiración cuando el Chavismo invoca una revolución, que califica como
    pacífica, pero que sin duda apela a la misma voluntad de
    cambio señalada por Marx como base de sustentación
    para lograr los cambios. Decía Marx que el hombre es
    preso de condiciones que él mismo ha creado, pero no por
    ello debe permanecer así para siempre. No obstante, los
    hechos de ésta, la llamada revolución
    pacífica, no comulgan por ahora con la esencia vital del
    término, vale decir, transformación radical.
    Sería necesario un análisis más profundo del
    discurso chavista para precisar con más detalle algunas
    otras analogías con el ideal del Marxismo. Pero
    en líneas generales, es pues el proceso de la
    revolución y la lucha de clases algo del resúmen
    que en esta vinculación se puede encontrar.

    3. Hacia nuevas formas
    de participación: Ciudadanía, Autonomía y
    Juicio Político
    .

    En el caso venezolano, el desmontaje de toda una cultura
    política encarnada en el discurso chavista por el ataque
    al "puntofijismo", es uno de los pilares fundamentales del nuevo
    discurso con el cual una emergente clase renovadora posiciona su
    estrategia. El
    chavismo ha apelado a viejos pero "maquillados" recursos para dar
    forma a su proyecto:
    convocatoria a una asamblea Constituyente, reforma a la Constitución, y en general a las leyes
    vigentes.
    La reforma a la Constitución ha sido la base de
    sustentación del nuevo discurso, que propugna mejores
    condiciones de participación para el soberano, y promete
    respeto a las
    leyes que
    éste dictare para lograr los cambios evolutivos,
    amén de la promesa de una nueva cultura y ejercicio de la
    política donde el soberano tomará de nuevo las
    riendas de su destino alienado por la conducción de los
    líderes de la democracia.

    Pero es menester analizar también algunos
    aspectos teóricos. Existe lo que creemos es uno de los
    primeros documentos que
    argumentan en favor de la justificación de la
    participación democrática en la historia de la teoría
    política. Se trata de un texto del
    sofista Protágoras en el que sostiene, contra la
    opinión de Sócrates,
    que todos los ciudadanos deben participar en el gobierno de la
    ciudad, puesto que todos ellos poseen igual competencia
    política e igual capacidad de juicio para los asuntos
    políticos. En efecto, el sentido moral y el
    sentido de la justicia son compartidos por todos los ciudadanos,
    y esto les permite participar, deliberar, discutir y decidir
    sobre lo público. Debido a que todos poseemos lo que
    provisionalmente llamaremos capacidad de juicio político
    (la combinación de sentido moral y
    justicia), todos podemos y debemos participar. Es la capacidad de
    juicio la que nos iguala. Es la posesión de esa capacidad
    la que justifica un sistema político
    democrático.

    Es curioso que la teoría política haya
    dedicado, comparativamente hablando, poca atención a este
    tema y a esa justificación. Y todavía resulta
    más curioso que la idea sofista, convenientemente
    invertida, haya servido como argumento para procurar la
    exclusión y el cierre de la esfera pública.
    En efecto, cuando, no hace tanto tiempo, se
    excluía a los trabajadores del derecho al voto o cuando se
    negaba el sufragio a la mujer o cuando
    se relegaba a la condición de paria político a una
    minoría racial (o a una mayoría racial), la
    razón para hacerlo siempre era la misma: esos grupos
    sociales carecían de capacidad de juicio
    político. De hecho, hoy seguimos utilizando esta
    argumentación para justificar exclusiones que consideramos
    razonables: los niños o
    los locos. ¿Por qué excluimos a niños y
    a locos?: porque suponemos que su incapacidad para el
    autogobierno les excluye del gobierno común. Y este fue
    casi siempre el caso de las exclusiones antedichas: a las
    mujeres, por ejemplo, se les negaba autonomía individual
    tanto o más que capacidad de participación
    política; si los trabajadores no poseían otra
    propiedad que
    su fuerza de
    trabajo, esa era razón suficiente para demostrar su falta
    de autonomía en la esfera económica, que
    tenía como consecuencia la exclusión de la esfera
    política, etc.

    La perspectiva antiparticipativa
    liberal-conservadora
    Este tema resulta complejo. Incluso entre liberales partidarios
    fuertes de la autonomía individual, se ha dudado de que la
    igualdad de
    juicio político existiese realmente y de que, caso de
    existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así,
    Jeremy Bentham consideraba que cada uno es el mejor juez de sus
    propios intereses, pero eso no fue óbice para que
    recomendara formas de sufragio fuertemente restringidas. John
    Stuart Mill, por su lado, afirmaba que era preferible equivocarse
    por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al
    tiempo
    consideraba más conveniente una forma de sufragio
    cualificado que el sufragio universal. Contemporáneamente,
    Joseph Schumpeter y Giovanni Sartori creen que, debido a la
    complejidad de los asuntos políticos y al tipo de
    conocimiento especializado que requieren, un cierto grado de
    apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en
    cualquier democracia representativa e, igualmente, que las
    decisiones políticas básicas y cruciales deben ser
    dejadas en manos de nuestros representantes.

    La idea de implicación política siempre ha
    levantado sospechas entre los conservadores, que creían -y
    creen- que la participación intensiva de la
    ciudadanía divide profundamente a la sociedad en demandas,
    ambiciones y necesidades excluyentes. El faccionalismo y el
    conflicto son sus corolarios. Por lo demás, las masas de
    ciudadanos serían, en ese supuesto, manipuladas
    fácilmente por demagogos, como, por ejemplo,
    ocurrió en los años de la república de
    Weimar. Y, en este caso, los índices de
    participación señalarían, no a la fortaleza,
    sino precisamente, a la debilidad del régimen
    democrático. La alta participación sería,
    pues, señal de insatisfacción o de
    deslegitimación del sistema e impactaría
    negativamente en la gobernabilidad.

    Todo ello, según esta perspectiva,
    aconsejaría como más razonable para lograr
    gobernabilidad el uso de herramientas
    tales como la representación, los políticos
    profesionales, los expertos. El sistema representativo
    proveería de salidas a estas dificultades mediante la
    interposición de unas elites encargadas de agregar y
    articular intereses y demandas. Después de todo, lo
    importante para el liberal, en este caso, sería garantizar
    el ejercicio de la libertad individual, no la
    participación o el juicio político ciudadano.
    Así, para la tradición liberal-conservadora se
    trataría de dar cabida al individualismo moderno,
    comprendiendo la democracia no como una forma de vida
    participativa, sino como un conjunto de instituciones y
    mecanismos que garantizaran a cada individuo la posibilidad de
    realizar sus intereses sin interferencia o con el mínimo
    de interferencia posible. Cada uno, movido por el
    autointerés, tratará de promocionar sus deseos,
    conectarlos con los de otros y hacerlos presentes, mediante
    agregación, en el proceso de toma de
    decisiones. Y, así por ejemplo, los partidos
    políticos serían maquinarias, no de
    participación, sino de articulación y
    agregación de intereses. El bien público
    consistiría en el total (o el máximo) de los
    intereses individuales seleccionados y agregados de acuerdo con
    algún principio legítimo justificable (por ejemplo,
    el principio de mayoría).

    El tipo de ciudadano que se promueve desde esta
    visión está alejado del ideal participativo. Se
    supone, además, que el ciudadano liberal descrito es una
    construcción más realista.
    Básicamente porque: 1) Parece más fácil
    comprender los propios intereses que el bien común, 2) Los
    incentivos
    para participar se hallan más ligados al egoísmo de
    promocionar el propio interés
    que al logro del interés general, y 3) La promoción del propio interés asegura
    el incentivo para los mínimos de participación
    requeridos en una democracia . Esto conduce a la creación
    de una categoría de ciudadano en términos ligados a
    los intereses de los individuos. Como consecuencia, la actividad
    política y la participación pública se
    desincentivan al tiempo que se profesionalizan. Y esto es
    así, según la visión liberal, porque lo que
    resulta importante para la autorealización no tiene
    conexión con la participación política, sino
    con el autodesarrollo en la esfera privada o profesional y con el
    control de los
    mecanismos de agregación de intereses. Ese control
    estaría ligado a la existencia de elecciones en las que
    los individuos, armados con el
    conocimiento de sus propios intereses e informados
    suficientemente respecto de las alternativas, eligen entre
    productos
    políticos en competición y los sujetan a su control
    en la elección subsiguiente. Esta comprensión de la
    ciudadanía no exige su participación, sino que
    recomienda un prudente equilibrio
    entre participación y apatía como una
    fórmula al tiempo "barata" y eficiente de gestión
    de la complejidad.
    Carlos Marx ya
    advirtió que este cambio de acento, centrado ahora en los
    intereses, los derechos y las libertades individuales,
    acabaría concretándose bajo el capitalismo en
    la defensa de los derechos de propiedad,
    olvidando todo lo demás. Y hay que confesar que lo que
    Margaret Thatcher o Ronald Reagan tiene buena cuota de
    inspiración en el reproche marxiano: la nueva derecha
    enfatiza los derechos de propiedad y seguridad a
    expensas de la participación y la libertad
    política. Desde este punto de vista, de lo que se trata es
    de conseguir un gobierno eficiente y justo, y tal objetivo
    será mejor servido por un pequeño grupo de
    políticos, burócratas y representantes, con el
    mínimo de interferencias, que por el uso generalizado de
    las habilidades de juicio ciudadano a través de la
    participación.

    La teoría elitista de la democracia ha tratado de
    fundamentar empíricamente el punto de vista liberal-
    conservador. Sus hallazgos han sido, en cierto sentido,
    demoledores para el ideal participativo: los ciudadanos son
    profundamente apáticos, ignoran los temas políticos
    de debate
    más importantes, no desean participar, no poseen el
    necesario conocimiento de los asuntos políticos, prefieren
    centrar su autodesarrollo personal en la
    esfera privada o en la esfera profesional, resienten
    negativamente el «imperialismo» del rol político, etc.
    Dicho de otro modo: los ciudadanos de nuestras democracias no
    poseen juicio político ni aspiran a desarrollarlo y, para
    procurar gobernabilidad, estabilidad y democracia, de lo que se
    trata es de: 1) difundir el valor de la
    tolerancia
    política entre los ciudadanos y la responsabilidad entre las elites, y 2) establecer
    marcos institucionales que garanticen ciertas reglas del juego. Pero en
    ningún caso resultaría conveniente impulsar o
    incentivar excesivamente la participación directa de los
    ciudadanos en los asuntos políticos. De hecho, el
    establecimiento institucional de canales de participación,
    que raramente son utilizados por la ciudadanía, refuerza
    este prejuicio liberal: el equilibrio
    entre participación moderada y apatía, unido a
    reglas de tolerancia y
    protección de derechos, produce gobernabilidad; la
    incentivación de la participación extensiva produce
    inestabilidad, intolerancia, sobrecarga del sistema,
    etc.

    Y esta tesis se entiende como más adecuada
    todavía en los casos de regímenes
    democráticos jóvenes que recientemente han
    experimentado una transición desde el autoritarismo. En
    efecto, ahora parecería que una desincentivación de
    la participación extensiva, un cierto grado de
    apatía, la desmovilización de algunos de los
    sectores más fuertemente implicados en el proceso de
    transición, la cesión de amplias esferas de poder a
    los representantes, la extensión de valores como la
    tolerancia, la búsqueda de éxito
    individual, la privatización de las diferencias entre la
    población, etc., producirían más
    gobernabilidad que sus contrarios.
    Sin embargo, ¿no estaríamos en este supuesto
    creando alienación política en la mayoría de
    los ciudadanos? ¿no sería el alejamiento de la
    ciudadanía respecto de la participación
    política más peligrosa, a la larga, para la
    gobernabilidad que sus contrarios? Al menos así lo cree la
    perspectiva de análisis opuesta a la
    reseñada.

    La perspectiva democrático-participativa
    En contraposición a la perspectiva liberal-conservadora,
    la democrático-participativa intenta, precisamente,
    incentivar la participación y, a través de ella,
    desarrollar el juicio político ciudadano.
    Allí donde hayan de tomarse decisiones que afecten a la
    colectividad, la participación ciudadana se convierte en
    el mejor método (o
    el más legítimo) para hacerlo. Y no es
    únicamente que la participación garantice el
    autogobierno colectivo y, por ende, aumente la gobernabilidad.
    Además, como ya se ha aludido más arriba, produce
    efectos políticos beneficiosos ligados a la idea de
    autodesarrollo de los individuos. Para los griegos era la
    participación en el autogobierno la que convertía a
    los seres humanos en dignos de tal nombre. La discusión,
    la competencia pública y la deliberación en
    común de ciudadanos iguales colaboraban a la dignidad de
    los participantes y a la construcción ordenada y pacífica del
    bien colectivo. Para los humanistas del Renacimiento el
    compromiso con la vida activa constituía el vínculo
    comunitario creador de virtud cívica. Para Tocqueville, en
    fin, la implicación ciudadana en todo tipo de asociaciones
    (civiles, sociales, políticas, económicas,
    recreativas, etc.) constituía un rasgo distintivo del
    régimen democrático. Para John Stuart Mill o John
    Dewey la democracia no era únicamente un sistema de reglas
    e instituciones, sino un conjunto de prácticas
    participativas dirigido a la creación de autonomía
    en los individuos y a la generación de una forma de vida
    específica. Los partidarios contemporáneos de la
    democracia «fuerte» o «expansiva» aspiran
    igualmente a hacer de la participación el centro de
    gravedad de sus argumentaciones.

    En general, la participación es un valor clave de
    la democracia según esta tradición. Y esa
    posición privilegiada se legitima en relación con
    tres conjuntos de
    efectos positivos. Primero, la participación crea
    hábitos interactivos y esferas de deliberación
    pública que resultan claves para la consecución de
    individuos autónomos. Segundo, la participación
    hace que la gente se haga cargo, democrática y
    colectivamente, de decisiones y actividades sobre las cuales es
    importante ejercer un control dirigido al logro del autogobierno
    y al establecimiento de estabilidad y gobernabilidad. Tercero, la
    participación tiende, igualmente, a crear una sociedad civil
    con fuertes y arraigados lazos comunitarios creadores de identidad
    colectiva, esto es, generadores de una forma de vida
    específica construida alrededor de categorías como
    bien común y pluralidad.
    La combinación de estos tres efectos positivos resulta
    favorecedora del surgimiento, en esta forma de vida, de otros
    importantes valores: creación de distancia crítica
    y capacidad de juicio ciudadano, educación
    cívica solidaria, deliberación, interacción
    comunicativa y acción concertada, etc. En una palabra, la
    forma de vida construida alrededor de la categoría de
    participación tiende a producir una justificación
    legítima de la democracia, basada en las ideas de
    autonomía y autogobierno.

    Los ciudadanos serán juiciosos, responsables y
    solidarios, únicamente si se les da la oportunidad de
    serlo mediante su implicación en diversos foros
    políticos de deliberación y decisión. Y
    cuantos más ciudadanos estén implicados en ese
    proceso, mayor será la fortaleza de la democracia, mejor
    funcionará el sistema, mayor será su legitimidad,
    e, igualmente, mayor será su capacidad para controlar al
    gobierno e impedir sus abusos. La participación
    creará mejores ciudadanos y quizá simplemente
    mejores individuos. Les obligará a traducir en
    términos públicos sus deseos y aspiraciones,
    incentivará la empatía y solidaridad, les
    forzará a argumentar racionalmente ante sus iguales y a
    compartir responsablemente las consecuencias (buenas y malas) de
    las decisiones. Y estos efectos beneficiosos de la
    participación se conjugan con la idea de que la democracia
    y sus prácticas, lejos de entrar en conflicto con la
    perspectiva liberal, son el componente indispensable para el
    desarrollo de la autonomía individual que presumiblemente
    aquellas instituciones quieren proteger. Dicho de otro modo,
    existe una conexión interna entre participación,
    democracia y soberanía popular, por un lado, y derechos,
    individualismo y representación, por otro. Esa
    conexión se apreciaría, por ejemplo, en el hecho de
    que estas últimas constituyen precisamente las condiciones
    legal-institucionales bajo las cuales las variadas formas de
    participación y deliberación política
    conjunta pueden hacerse efectivas .

    En esta etapa de fin de milenio que hace coincidir la
    universalización de la democracia liberal con
    altísimos grados de corrupción política y de
    deslegitimación de los sistemas, el
    demócrata participativo ve en la implicación
    política de la ciudadanía la única salida.
    Es hoy casi un lugar común en muchos sistemas
    democráticos la idea de que resulta necesario reforzar la
    sociedad civil
    y los lazos cívicos que ésta crea. El
    demócrata participativo aspira a seguir esa línea y
    a construir nuevos y variados ámbitos de
    participación democrática institucional y no
    institucional.

    De hecho, existe evidencia empírica de que el
    retrato del ciudadano ofrecido por el liberal-conservador no es
    del todo exacto. No es que la apatía sea funcional, es que
    no hay que confundir un seguimiento «de segundo
    orden» de la política con mera pasividad. En las
    circunstancias adecuadas, los ciudadanos reaccionan y se
    movilizan en defensa de sus intereses políticos y de lo
    que creen justo o necesario. Además, la débil
    voluntad de participación a veces refleja defectos del
    sistema, pues la utilidad de la
    participación para los ciudadanos no siempre es evidente.
    Así pues, cuanto mayores sean las expectativas de que la
    implicación política obtendrá resultados,
    mayor será la participación. Por último, el
    pluralismo de intereses y opiniones existente en nuestras
    sociedades hace que la participación no siempre deba
    seguir la senda institucional, sino que se disperse en una
    miríada de ámbitos, no exclusivamente relacionados
    con la política institucional, que acogen las aspiraciones
    políticas ciudadanas cuando otros lugares (los partidos,
    por ejemplo) ya no parecen los apropiados para
    hacerlo. De hecho, los partidos políticos han
    sufrido una importante crisis en su
    conexión con su función de canales de
    participación ciudadana. Veámoslo con algún
    detalle.

    Hubo un tiempo en el que los partidos políticos
    pudieron aspirar, al menos parcialmente, a justificar su
    existencia a través de ese valor de la
    participación. Durante buena parte de los siglos XIX y XX
    los partidos de masas incentivaban y catalizaban la
    participación. En tanto que organizaciones
    políticas, aspiraban a promover la educación
    política o la discusión sobre decisiones y procesos
    colectivos o la explicación deliberativa de las opciones y
    alternativas políticas, etc. También, a crear una
    «cultura» propia, a desarrollar ciertos valores y
    hábitos, a generar prácticas de solidaridad y
    ayuda mutua, a aumentar la capaciad de juicio político de
    los ciudadanos, etc. La lucha por la extensión del
    sufragio se unía así a la creación de
    «sentido de comunidad» en el seno de las organizaciones de
    partido. Según el discurso prevaleciente, los partidos
    podían funcionar como catalizadores de la
    participación y como canales a través de los cuales
    el pueblo soberano ejercía su soberanía.

    Pero esta imagen y estos
    partidos no han sobrevivido al paso del tiempo. Aunque gran parte
    del discurso político que trata de legitimarlos (o sea, de
    ligar sus funciones a
    valores queridos para nosotros) continúa describiendo sus
    actividades de acuerdo con la imagen
    recién apuntada, la transformación de sus funciones
    dificulta extraordinariamente esa tarea. Es cierto que siguen
    siendo una pieza fundamental en el entramado institucional de las
    democracias, y también lo es que a través de ellos
    los ciudadanos pueden hacerse presentes como unidad de
    acción efectiva en el proceso de toma de
    decisiones. Pero también es verdad que su
    conversión en maquinarias electorales ha roto con sus
    tendencias participativas y ha modificado sus funciones. Junto a
    cambios que no podemos detallar aquí (transformaciones en
    la estructura de
    clases, etc.), la transformación institucional y
    electoralista de los partidos tiende a convertir a éstos
    en organizaciones desincentivadoras de la participación. Y
    esto en dos sentidos: 1) tanto en lo que hace a su intento de
    monopolizar y disciplinar movimientos participativos que suceden
    al margen de su control, 2) como en lo que se refiere a los
    mecanismos de participación interna de los afiliados y
    simpatizantes. En ambas zonas los partidos intentan controlar
    «desde arriba» los procesos,
    siendo su preocupación máxima lograr una cierta
    estabilidad en la participación. Es decir, una especie de
    equilibrio entre participación y apatía que les
    garantice el control de esos procesos. Las razones esgrimidas
    para ello son variadas, pero lo cierto es que parecen encontrar
    eco en la población, puesto que ésta castiga
    severamente en las elecciones a aquellas organizaciones de
    partido en las que cree advertir fuertes disensiones internas
    (debidas, según algunos, a un exceso de democracia y
    participación en el seno de la
    organización).
    En opinión de J.J. Linz , esto sugeriría que
    modelos como
    el schumpeteriano estarían en lo cierto: en la actualidad,
    lo que el ciudadano vota es a un primer ministro y a un gobierno
    y al partido que les apoya. Los partidos no son mecanismos
    incentivadores de la participación política, sino
    alternativas electorales. Pero este hecho, nos recuerda Linz,
    conduciría a la depreciación de la discusión, de los
    debates internos y de la formación colectiva y
    democrática de opiniones en el seno de los partidos. E,
    igualmente, crearía las condiciones para la
    subordinación oligárquica de los partidos a los
    gobiernos y de los gobiernos a sus líderes . Todo parece
    colaborar, pues, a esta tendencia antiparticipativa y, por tanto,
    a contribuir a debilitar los lazos legitimantes de los partidos
    con la categoría de participación.

    Así pues, la participación en la
    tradición democrático-participativa no debe ser
    entendida en términos exclusivamente institucionales o
    ligada de manera excesiva a los partidos como canales de
    participación. Sin embargo, su valor esencial como
    mecanismo de educación
    cívica quedaría intocado para esta perspectiva,
    pese a las dificultades de convertir en prácticas
    institucionales lo que se extiende a otros ámbitos no
    institucionales de tomas de decisión. De hecho, hay quien
    opina que esos nuevos lugares de participación, tales como
    el movimiento
    feminista o el movimiento
    ecologista, pueden resultar de enorme importancia para el
    desarrollo de una ciudadanía crítica y con
    capacidad de juicio autónomo.

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