Indice
1.
Introducción
2. Referente
Histórico
3. Hacia nuevas formas de
participación: Ciudadanía, Autonomía y
Juicio Político.
4. Educación
Cívica y Valores Políticos
5. Acerca del concepto de
gobernabilidad
6. Constituciones venezolanas
y participación ciudadana
7.
Conclusiones
8.
Bibliografía
"Los antiguos que desearon arrojar luz sobre las
virtudes ilustres por todo el reino, primero ordenaron bien sus
propios estados. Deseando ordenar bien sus estados, regularon
primero sus familias. Deseando regular sus familias, cultivaron
primero sus personas. Deseando cultivar sus personas,
rectificaron primero sus corazones. Deseando rectificar sus
corazones, anhelaron primero ser sinceros en sus pensamientos.
Deseando ser sinceros en sus pensamientos, extendieron primero al
máximo su conocimiento;
tal extensión del conocimiento
descansa en la investigación de las cosas.
Habiendo investigado las cosas, el
conocimiento se hizo completo. Habiendo completado su
conocimiento, sus pensamientos fueron sinceros. Siendo sinceros
sus pensamientos, entonces sus corazones se rectificaron.
Habiendo rectificado sus corazones, sus personas se cultivaron
.Habiendo cultivado sus personas, sus familias se regularon.
Habiendo regulado sus familias, sus estados fueron realmente
gobernados. Habiendo gobernado rectamente sus estados, todo el
reino llegó a ser tranquilo y felíz".
Es nuestra intención en este ensayo,
intentar establecer, mediante la revisión de los efectos y
resultados que ha tenido la práctica democrática en
Venezuela,
hasta qué punto nuestra cultura
política
es perfectible en aras de una mayor participación de los
ciudadanos en el proceso de
desarrollo y
bienestar social.
Partiremos de un referente histórico que nos
colocará en el contexto de análisis de los efectos de un sistema que
surgió como respuesta a un desafío nacional de
lucha por la libertad y
contra la tiranía, pero que en lugar de acentuar las
capacidades de autodeterminación y creatividad
del país, le convirtió en una sociedad
falsamente opulenta y artificialmente sólida, generando
desmedidas ilusiones de poderío
y acrecentando la complacencia de las clases dirigentes,
embriagadas de poder, y
deslumbradas por la riqueza petrolera.
Analizaremos el proceso de
cambio que en
la década de los noventa ha dado paso a un nuevo liderazgo que,
capitalizando el descontento generalizado por la torpeza de la
conducción política democrática, ha
intentado propiciar las reformas necesarias en procura de la
depuración del sistema y el
logro de sus objetivos.
En este contexto, donde relacionaremos parte de la teoría
política del autor asignado en la primera fase del
seminario
(Karl Marx),
intentaremos estudiar la factibilidad de
construir a través de nuevos espacios de
participación ciudadana, una nueva cultura
política.
Nos atrevemos, intuitivamente a adelantar que pareciera existir
un fuerte vínculo entre la participación
política, la educación
cívica y la gobernabilidad: si una población participa activamente en la cosa
pública, esto debería producir casi de inmediato
beneficios directos: 1) para el sistema político
democrático del que se trate (aumenta la gobernabilidad,
estabilidad, etc.) y 2) para los ciudadanos y su capacidad de
juzgar adecuadamente los asuntos políticos. La existencia
de estos beneficiosos vínculos, sin embargo, no resulta
tan sencilla de demostrar ni es objeto de consenso entre los
estudiosos. Intentaremos en consecuencia, abordar también
algunos de los problemas que
se derivan de la citada relación.
Más allá de las preferencias políticas,
del status o condición social , es una verdad por todos
aceptada en Venezuela, el
hecho de que, luego de 40 años de ejercicio, la democracia ha
perdido el rumbo. El pacto de gobernabilidad (mejor conocido como
pacto de Punto Fijo) al amparo del cual
se puso fin a la tiranía y se sentaron las bases del nuevo
sistema, perdió la brújula. Los gestores del
cambio que
entonces suscribieron las mayorías, han sido protagonistas
de un ejercicio hoy cuestionado por ineficiente, y cuyas
perniciosas consecuencias han dado paso a un proceso de
renovación cuyos resultados aún están por
mostrarse.
Tal y como lo plantea Aníbal Romero en sus
interminables análisis de la situación
política venezolana, uno de los grandes mitos que se
erigen en el país es el de la eficiencia de la
democracia
como poder representativo o "gobierno del
pueblo". ¿Cómo podría considerarse que la
democracia es el gobierno del
pueblo cuando cada vez éste se empobrece más,
cuando cada vez se deteriora más su calidad de
vida, se reducen sus oportunidades de participación y
superación?. Tal punto de reflexión sirve a Romero
para sostener que la democracia, como sistema político
está en decadencia. "El problema central que se deriva de
esa decadencia puede sintetizarse en pocas palabras: la economía petrolera,
que sustentó la democracia puntofijista, hace años
que dejó de ser suficiente, y los venezolanos no hemos
sido capaces lo cual no indica de modo necesario que no lo seamos
en el futuro de crear una economía alternativa
y complementaria lo suficientemente sólida y productiva ,
como para asegurar mayores niveles de vida a las
mayorías"
El que el análisis se ubique en este escenario un siglo
después, nos coloca en la forzosa remembranza de uno de
los puntos de partida para la reflexión del autor
estudiado en la primera fase de nuestro seminario: la
discusión planteada por Marx en el
sentido de llamar la atención sobre el hecho de que la vida
económica no es más que una parte integrante de la
vida social, y que nuestra representación de lo que
acontece en la vida económica resulta falseada en tanto no
advirtamos que bajo el capital, la
mercancía, el valor, el
precio, la
distribución de los bienes, se
ocultan la sociedad y los
hombres que forman parte de la misma. Creemos pertinente en este
momento, detenernos en la definición que de la democracia
aporta Juan J. Linz: "…puede resumirse diciendo que es la
libertad legal
para formular y proponer alternativas políticas
con derechos
concomitantes de libertad de asociación, libertad de
expresión y otras libertades básicas de la
persona;
competencia libre
y no violenta entre líderes con una revalidación
periódica de su derecho para gobernar; inclusión de
todos los cargos políticos efectivos en el proceso
democrático, y medidas para la participación de
todos los miembros de la comunidad
política, cualesquiera que fuesen sus preferencias
políticas. Prácticamente esto significa libertad
para crear partidos
políticos y para realizar elecciones libres y honestas
a intervalos regulares, sin excluir ningún cargo
político efectivo de la responsabilidad directa o indirecta ante el
electorado".
Al intentar compaginar los términos de la
definición anterior con la realidad de la práctica
democrática venezolana, es insoslayable el hecho de que su
aplicación y muy probablemente su desgaste e ineficiencia
han estado
mediatizados por los intereses de las clases políticas
dirigentes que, embriagadas de poder, fueron cercenando su
esencia, hasta convertirla en un sistema ineficiente de acuerdo a
lo que propugna, pero altamente efectivo para el cultivo de la
corrupción, la polarización del
poder político, el manejo torpe y errático de su
economía y desarrollo, y
la pérdida de oportunidades. Aunque como bien analiza
Linz, "Lo que distingue a un régimen como
democrático, no es tanto la oportunidad incondicional para
expresar opiniones, sino la oportunidad legal e igual para todos
de expresar todas las opiniones, y la protección del
Estado contra
arbitrariedades, especialmente la interferencia violenta contra
ese derecho".
Vistas así las cosas, democracia y libertad
podrían mostrarse, a la luz de los
resultados cosechados hasta ahora, como conquistas
débiles, pues apenas se asoman por encima de una historia plagada de caudillismo,
autoritarismo, violencia e
irrespeto a los derechos de los ciudadanos.
Dice Joaquín Marta Sosa al respecto que "en el populismo
democrático, lo primordial es la capacidad distribuidora
más que la productiva, o la asignación de
beneficios más que la eficiencia.
Allí está la clave para entender la gradual debacle
del liderazgo.
Sencillamente porque su experiencia era la de gerentes del
clientelismo más que la de decisores políticos". No
obstante, Romero enfatiza que el problema no se limita
exclusivamente a la actitud del
liderazgo, sino que tiene su correlato en la actitud del
pueblo mitologizado, propenso a creer lo que desea creer, a
evadir la realidad y a adoptar como "segunda naturaleza" la
posición rentista, que atribuye a fuerzas extrañas
los fracasos, y espera los triunfos de las dádivas del
Estado.
Quizá es precisamente a la luz de análisis
como el anterior, cuando podemos inferir la importancia renovada
o el rescate inusitado para muchos del pensamiento de
Karl Marx,
específicamente en su llamado de atención sobre la necesidad de que el Estado
desaparezca una vez triunfe la revolución
del proletariado. En vista de lo pernicioso que ha resultado el
manejo del Estado por los gobiernos democráticos, no es
desdeñable del todo la propuesta. En todo caso, lo
anterior nos lleva inexorablemente al análisis de lo que
ha dado sentido a la cultura política desarrollada en
bases semejantes a las descritas hasta ahora. Si entendemos por
"cultura política" el "conjunto de creencias, ideales,
valores,
tradiciones que caracterizan y dotan de significado al sistema
político en sus relaciones con la sociedad" , tenemos que,
como ha señalado Juan Carlos Rey, el cuerpo de valores
desarrollado bajo la democracia ha tenido y tiene un carácter
predominantemente instrumental y utilitario, y que el consenso
desarrollado estas pasadas décadas ha sido el resultado no
ya de una comunidad de
valores u orientaciones normativas, sino fundamentalmente un
conjunto de mecanismos clientelares. En sus palabras, "la
legitimidad de un sistema, en tanto que orientación
normativa , supone la creencia en que las instituciones
existentes son las más adecuadas para la sociedad,
aún si , en ciertos casos, su funcionamiento pudiera
afectar negativamente las preferencias concretas del
evaluador".
Al tratar de establecer el cuerpo de creencias que
orienta el comportamiento
político del venezolano, Romero echa mano de lo que
califica como "sólidos estudios empíricos de
Alfredo Keller", que le han permitido organizar la respuesta a
modo de silogismo formulado así:
- Nuestro país es un país
rico. - Todos somos dueños de esa riqueza
- El reparto de la riqueza es una cuestión de
justicia - Yo soy bueno y merezco por ello parte de la riqueza
de mi país - Para que sea justo, mi parte debe ser igual a la de
los demás - El juez que distribuye la riqueza debe ser el
Estado - El Estado es una instancia
política
Este cuerpo de creencias es contrastado con algunas
constataciones sobre la distribución de la riqueza:
Yo soy pobre, mientras otros son ricos; los ricos son la
élite del país, los políticos son
también élite…
Todo lo cual arroja la siguiente conclusión:
El Estado no reparte con justicia la
riqueza, porque la élite política es incompetente
(la malgasta) y corrupta (la roba).
De acuerdo con Keller, el
petróleo ha jugado un papel clave en
la formación de este cuerpo de creencias: 91 por ciento de
los venezolanos considera que el país efectivamente es un
país rico; 82 por ciento considera que esa riqueza debe
ser repartida entre todos sin distinción ni privilegios;
75 por ciento considera que el recurso de los hidrocarburos,
por sí solo, es suficiente para cubrir todas las
necesidades financieras, que abarcan tanto las necesidades reales
como las aspiraciones de la población. Por otra parte, sólo 27
por ciento de los venezolanos siente que se ha beneficiado en
algo de ese recurso.
Al analizar los razonamientos de Keller, Romero plantea
entonces que "El sistema democrático-populista, en lugar
de minimizar el peso de este cuerpo de creencias
‘mágicas’, lo que de hecho ha logrado es
reforzarlo, mediante la absurda competencia de
las falsas promesas electorales, y el aprovechamiento oportunista
de circunstancias singulares, como por ejemplo las actitudes de
Rafael Caldera durante los intentos de golpe militar de 1992. En
consecuencia, a medida que se ha hecho más sólida
la mentalidad rentista de los venezolanos, se han agudizado las
frustraciones, todo ello culminando en una demanda
creciente de liderazgos mesiánicos, redistribuidores y
autoritarios, un rompimiento con los instrumentos normativos de
contención social y una creciente pérdida de fe en
los mecanismos de participación
democrática".
Justamente aquí encontramos otra oportuidad para
evocar los planteamientos de la tesis Marxiana
a propósito del orden y la riqueza social que debe
asegurar la práctica democrática. Mientras la
teoría
neoliberal se apoya en la modernización de la democracia
en base a la hegemonía de lo mercantil, y la
exacerbación del individualismo, la tesis de
Marx plantea
que ésta solo es posible a partir de un sujeto
desarrollado, en un medio que no suponga escasez sino abundancia,
oportunidades, por ende riqueza en un mundo de desigualdades,
pero con un elevado nivel de conciencia. En
Venezuela, los despropósitos de la democracia han
propiciado la alienación del individuo, tal y como
avisoraba Marx en su teoría. La conducción de los
gobiernos democráticos ha tergiversado el papel del
Estado a extremos de confundirlos en un solo instrumento de
procura del poder que les ha dado una riqueza petrolera que bien
ha cultivado la pobreza y la
desigualdad.
Es innegable que el populismo en
Venezuela ha significado la imposición de un conjunto de
ideas y un estilo de hacer política profundamente
dañinos al sistema democrático, en tanto ha sido el
elegido para procurar el bien común. "En términos
políticos, el populismo en Venezuela se origina en una
noción de la política como manipulación,
como mero intento de preservar el poder en lugar de utilizarlo
sistemáticamente en función de
los objetivos del
interés
público. El estilo populista refleja en primer lugar la
vocación demagógica que lleva a ofrecer más
de lo que se puede lograr y a generar expectativas que no es
posible satisfacer; en segundo lugar la visión de
túnel electoral que obstaculiza la voluntad creadora y
merma la potencialidad de los partidos
políticos para actuar como agentes de la
superación ciudadana y nacional".
En Venezuela, durante décadas, las élites
dirigentes , a través de los partidos políticos,
ejercieron un rol tutelar sin mayores contratiempos; pero
perdieron de vista que su función de
liderazgo no debió limitarse a una simple función
administrativa, sino que debió preparar y educar a la
población para afrontar retos superiores, por ejemplo el
reto de ir más allá de la protección del
Estado. Sin esta herramienta, es difícil, por no decir
imposible que el sistema se procure la renovación no solo
de su propio aparato, sino de los líderes que han de
hacerlo perfectible.
Dentro de este contexto de desaciertos , resulta
inevitable preguntarse ¿cómo es que en medio de
semejante panorama, todavía la democracia se
mantiene?.
Si bien los movimientos insurgentes de 1992, más
bien, la
motivación planteada por sus protagonistas fue
compartida por las mayorías, llama la atención por
ejemplo el hecho de que no contasen con el respaldo popular. Las
masas no se movieron, pero sí observaron interesadas el
desarrollo de un sorpresivo alzamiento cuyos motivos
compartían: las élites políticas
habían perdido el rumbo; la democracia no había
procurado ni el bien ni el desarrollo del pueblo, por el
contrario, hasta entonces había sido el mejor caldo de
cultivo para la corrupción, para el enriquecimiento de unos
pocos en detrimento de las mayorías; los partidos
habían dejado de ser el espacio de debate de las
ideas y habían soslayado su rol de
intermediación.
Si bien las masas no apoyaron en las calles a los
insurgentes, cuando éstos decidieron participar del
juego
democrático, entonces las mayorías le
acompañaron. Es por tanto viable inferir que la Democracia
como sistema era defendida tácitamente. El surgimiento de
nuevos líderes que capitalizaron un descontento
generalizado abrió las compuertas hacia la búsqueda
de un nuevo rumbo, pero siempre en democracia.
No obstante, a la luz el análisis anterior, hay otras
tesis, como por ejemplo la que plantea Aníbal Romero, y
que pone de manifiesto que, el miedo y los mitos
constituyen el verdadero cemento de las
sociedades.
"Sobre ellos dice Romero se yergue una estructura de
valores, creencias, compromisos, y eventualmente instituciones,
que en conjunto conforman las sociedades y
sistemas de
dominación política (…) la decadencia de los
mitos, así como la progresiva pérdida del miedo a
la sanción y la anarquía, son indicios
inequívocos de que el orden al que servían de
sostén ha comenzado a experimentar un proceso de
resquebrajamiento".
Pero la tesis de Romero va más allá,
otorga un papel clave a la perspectiva Hobbesiana del "bien
supemo" y el "estado de naturaleza". Dice
Romero que la cohesión social surge de la
regularización del conflicto, que
puede también interpretarse como la canalización
del miedo. Analizando a Hobbes, dice
Romero que "no se trata de que los individuos actúen de
forma irracional en el estado de naturaleza, dejándose
dominar por el miedo; al contrario, es precisamente el hecho de
que son racionales lo que les lleva a anticipar el peligro en las
motivaciones de los otros, y lo que convierte a cada uno en el
enemigo potencial de todos los demás. En vista de
semejante situación de anarquía el desafío
crucial de la política no consiste, como lo presentaba la
visión clásica, en la determinación de un
bien superior, sino en le definición del mal supremo. Este
último no es otro según Hobbes, que la
ausencia de orden, es decir, el imperio irrestricto de los
conflictos por
posesiones, seguridad
personal y
prestigio, que generan la guerra de
todos contra todos. La superación de este estado de
ansiedad habitado por el miedo, sólo es posible mediante
la transferencia del derecho de cada cual a la
auto-protección y la entrega de ese derecho a una autoridad
superior, la autoridad
política o poder soberano, cuya misión se
traduce en la regularización del conflicto y el
establecimiento de la paz social".
Pero, ¿cuál es el gran mito
venezolano y sobre qué bases descansa el miedo?. Sin duda
que el gran mito es el de
la democracia como poder del pueblo, y el miedo, quizá,
encuentre su gran respuesta en los sucesos de febrero de 1989,
cuando la expresión libre de un profundo descontento
originó muertes, represión y violencia.
En este panorama, una nueva alternativa de cambio, liderizada por
Hugo Chávez, una figura carismática y caudillesca
sin duda, fue percibida de algún modo como distinta a lo
existente. Focalizó los odios y engendró la
esperanza de que los cambios son viables, sólo con
voluntad de hacerlos y mediante el compromiso de erradicar los
errores del pasado.
Chávez llamó al pueblo para que tomara las riendas
de su destino; reivindicó en su discurso el
papel del "soberano", y se erigió en su genuino
representante para lograr su adhesión, prometiendo
accionar los cambios en consulta y permanente
participación de las mayorías. Con ese discurso,
comenzó a plantearse un nuevo patrón de reformas
cuyo eje central, como decimos, lo ocupa el "soberano".
El hecho de que Chávez apele al apoyo y
participación del soberano para lograr los cambios
encuentra su mejor respaldo en la convocatoria de una Asamblea
Constituyente como punto de partida para rescatar el rol
protagónico de las mayorías. Su propuesta evoca la
fórmula de la tabla rasa: arrasar con el pasado y comenzar
a construir de nuevo sobre bases de enaltecimiento al ciudadano y
rescate de su poder decisorio sobre el destino que habrá
de seguir bajo su mando. Quizá encuentre su discurso algo
de inspiración en el ideal Marxista de
reivindicación del ser social. Es innegable esta
inspiración cuando el Chavismo invoca una revolución, que califica como
pacífica, pero que sin duda apela a la misma voluntad de
cambio señalada por Marx como base de sustentación
para lograr los cambios. Decía Marx que el hombre es
preso de condiciones que él mismo ha creado, pero no por
ello debe permanecer así para siempre. No obstante, los
hechos de ésta, la llamada revolución
pacífica, no comulgan por ahora con la esencia vital del
término, vale decir, transformación radical.
Sería necesario un análisis más profundo del
discurso chavista para precisar con más detalle algunas
otras analogías con el ideal del Marxismo. Pero
en líneas generales, es pues el proceso de la
revolución y la lucha de clases algo del resúmen
que en esta vinculación se puede encontrar.
3. Hacia nuevas formas
de participación: Ciudadanía, Autonomía y
Juicio Político.
En el caso venezolano, el desmontaje de toda una cultura
política encarnada en el discurso chavista por el ataque
al "puntofijismo", es uno de los pilares fundamentales del nuevo
discurso con el cual una emergente clase renovadora posiciona su
estrategia. El
chavismo ha apelado a viejos pero "maquillados" recursos para dar
forma a su proyecto:
convocatoria a una asamblea Constituyente, reforma a la Constitución, y en general a las leyes
vigentes.
La reforma a la Constitución ha sido la base de
sustentación del nuevo discurso, que propugna mejores
condiciones de participación para el soberano, y promete
respeto a las
leyes que
éste dictare para lograr los cambios evolutivos,
amén de la promesa de una nueva cultura y ejercicio de la
política donde el soberano tomará de nuevo las
riendas de su destino alienado por la conducción de los
líderes de la democracia.
Pero es menester analizar también algunos
aspectos teóricos. Existe lo que creemos es uno de los
primeros documentos que
argumentan en favor de la justificación de la
participación democrática en la historia de la teoría
política. Se trata de un texto del
sofista Protágoras en el que sostiene, contra la
opinión de Sócrates,
que todos los ciudadanos deben participar en el gobierno de la
ciudad, puesto que todos ellos poseen igual competencia
política e igual capacidad de juicio para los asuntos
políticos. En efecto, el sentido moral y el
sentido de la justicia son compartidos por todos los ciudadanos,
y esto les permite participar, deliberar, discutir y decidir
sobre lo público. Debido a que todos poseemos lo que
provisionalmente llamaremos capacidad de juicio político
(la combinación de sentido moral y
justicia), todos podemos y debemos participar. Es la capacidad de
juicio la que nos iguala. Es la posesión de esa capacidad
la que justifica un sistema político
democrático.
Es curioso que la teoría política haya
dedicado, comparativamente hablando, poca atención a este
tema y a esa justificación. Y todavía resulta
más curioso que la idea sofista, convenientemente
invertida, haya servido como argumento para procurar la
exclusión y el cierre de la esfera pública.
En efecto, cuando, no hace tanto tiempo, se
excluía a los trabajadores del derecho al voto o cuando se
negaba el sufragio a la mujer o cuando
se relegaba a la condición de paria político a una
minoría racial (o a una mayoría racial), la
razón para hacerlo siempre era la misma: esos grupos
sociales carecían de capacidad de juicio
político. De hecho, hoy seguimos utilizando esta
argumentación para justificar exclusiones que consideramos
razonables: los niños o
los locos. ¿Por qué excluimos a niños y
a locos?: porque suponemos que su incapacidad para el
autogobierno les excluye del gobierno común. Y este fue
casi siempre el caso de las exclusiones antedichas: a las
mujeres, por ejemplo, se les negaba autonomía individual
tanto o más que capacidad de participación
política; si los trabajadores no poseían otra
propiedad que
su fuerza de
trabajo, esa era razón suficiente para demostrar su falta
de autonomía en la esfera económica, que
tenía como consecuencia la exclusión de la esfera
política, etc.
La perspectiva antiparticipativa
liberal-conservadora
Este tema resulta complejo. Incluso entre liberales partidarios
fuertes de la autonomía individual, se ha dudado de que la
igualdad de
juicio político existiese realmente y de que, caso de
existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así,
Jeremy Bentham consideraba que cada uno es el mejor juez de sus
propios intereses, pero eso no fue óbice para que
recomendara formas de sufragio fuertemente restringidas. John
Stuart Mill, por su lado, afirmaba que era preferible equivocarse
por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al
tiempo
consideraba más conveniente una forma de sufragio
cualificado que el sufragio universal. Contemporáneamente,
Joseph Schumpeter y Giovanni Sartori creen que, debido a la
complejidad de los asuntos políticos y al tipo de
conocimiento especializado que requieren, un cierto grado de
apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en
cualquier democracia representativa e, igualmente, que las
decisiones políticas básicas y cruciales deben ser
dejadas en manos de nuestros representantes.
La idea de implicación política siempre ha
levantado sospechas entre los conservadores, que creían -y
creen- que la participación intensiva de la
ciudadanía divide profundamente a la sociedad en demandas,
ambiciones y necesidades excluyentes. El faccionalismo y el
conflicto son sus corolarios. Por lo demás, las masas de
ciudadanos serían, en ese supuesto, manipuladas
fácilmente por demagogos, como, por ejemplo,
ocurrió en los años de la república de
Weimar. Y, en este caso, los índices de
participación señalarían, no a la fortaleza,
sino precisamente, a la debilidad del régimen
democrático. La alta participación sería,
pues, señal de insatisfacción o de
deslegitimación del sistema e impactaría
negativamente en la gobernabilidad.
Todo ello, según esta perspectiva,
aconsejaría como más razonable para lograr
gobernabilidad el uso de herramientas
tales como la representación, los políticos
profesionales, los expertos. El sistema representativo
proveería de salidas a estas dificultades mediante la
interposición de unas elites encargadas de agregar y
articular intereses y demandas. Después de todo, lo
importante para el liberal, en este caso, sería garantizar
el ejercicio de la libertad individual, no la
participación o el juicio político ciudadano.
Así, para la tradición liberal-conservadora se
trataría de dar cabida al individualismo moderno,
comprendiendo la democracia no como una forma de vida
participativa, sino como un conjunto de instituciones y
mecanismos que garantizaran a cada individuo la posibilidad de
realizar sus intereses sin interferencia o con el mínimo
de interferencia posible. Cada uno, movido por el
autointerés, tratará de promocionar sus deseos,
conectarlos con los de otros y hacerlos presentes, mediante
agregación, en el proceso de toma de
decisiones. Y, así por ejemplo, los partidos
políticos serían maquinarias, no de
participación, sino de articulación y
agregación de intereses. El bien público
consistiría en el total (o el máximo) de los
intereses individuales seleccionados y agregados de acuerdo con
algún principio legítimo justificable (por ejemplo,
el principio de mayoría).
El tipo de ciudadano que se promueve desde esta
visión está alejado del ideal participativo. Se
supone, además, que el ciudadano liberal descrito es una
construcción más realista.
Básicamente porque: 1) Parece más fácil
comprender los propios intereses que el bien común, 2) Los
incentivos
para participar se hallan más ligados al egoísmo de
promocionar el propio interés
que al logro del interés general, y 3) La promoción del propio interés asegura
el incentivo para los mínimos de participación
requeridos en una democracia . Esto conduce a la creación
de una categoría de ciudadano en términos ligados a
los intereses de los individuos. Como consecuencia, la actividad
política y la participación pública se
desincentivan al tiempo que se profesionalizan. Y esto es
así, según la visión liberal, porque lo que
resulta importante para la autorealización no tiene
conexión con la participación política, sino
con el autodesarrollo en la esfera privada o profesional y con el
control de los
mecanismos de agregación de intereses. Ese control
estaría ligado a la existencia de elecciones en las que
los individuos, armados con el
conocimiento de sus propios intereses e informados
suficientemente respecto de las alternativas, eligen entre
productos
políticos en competición y los sujetan a su control
en la elección subsiguiente. Esta comprensión de la
ciudadanía no exige su participación, sino que
recomienda un prudente equilibrio
entre participación y apatía como una
fórmula al tiempo "barata" y eficiente de gestión
de la complejidad.
Carlos Marx ya
advirtió que este cambio de acento, centrado ahora en los
intereses, los derechos y las libertades individuales,
acabaría concretándose bajo el capitalismo en
la defensa de los derechos de propiedad,
olvidando todo lo demás. Y hay que confesar que lo que
Margaret Thatcher o Ronald Reagan tiene buena cuota de
inspiración en el reproche marxiano: la nueva derecha
enfatiza los derechos de propiedad y seguridad a
expensas de la participación y la libertad
política. Desde este punto de vista, de lo que se trata es
de conseguir un gobierno eficiente y justo, y tal objetivo
será mejor servido por un pequeño grupo de
políticos, burócratas y representantes, con el
mínimo de interferencias, que por el uso generalizado de
las habilidades de juicio ciudadano a través de la
participación.
La teoría elitista de la democracia ha tratado de
fundamentar empíricamente el punto de vista liberal-
conservador. Sus hallazgos han sido, en cierto sentido,
demoledores para el ideal participativo: los ciudadanos son
profundamente apáticos, ignoran los temas políticos
de debate
más importantes, no desean participar, no poseen el
necesario conocimiento de los asuntos políticos, prefieren
centrar su autodesarrollo personal en la
esfera privada o en la esfera profesional, resienten
negativamente el «imperialismo» del rol político, etc.
Dicho de otro modo: los ciudadanos de nuestras democracias no
poseen juicio político ni aspiran a desarrollarlo y, para
procurar gobernabilidad, estabilidad y democracia, de lo que se
trata es de: 1) difundir el valor de la
tolerancia
política entre los ciudadanos y la responsabilidad entre las elites, y 2) establecer
marcos institucionales que garanticen ciertas reglas del juego. Pero en
ningún caso resultaría conveniente impulsar o
incentivar excesivamente la participación directa de los
ciudadanos en los asuntos políticos. De hecho, el
establecimiento institucional de canales de participación,
que raramente son utilizados por la ciudadanía, refuerza
este prejuicio liberal: el equilibrio
entre participación moderada y apatía, unido a
reglas de tolerancia y
protección de derechos, produce gobernabilidad; la
incentivación de la participación extensiva produce
inestabilidad, intolerancia, sobrecarga del sistema,
etc.
Y esta tesis se entiende como más adecuada
todavía en los casos de regímenes
democráticos jóvenes que recientemente han
experimentado una transición desde el autoritarismo. En
efecto, ahora parecería que una desincentivación de
la participación extensiva, un cierto grado de
apatía, la desmovilización de algunos de los
sectores más fuertemente implicados en el proceso de
transición, la cesión de amplias esferas de poder a
los representantes, la extensión de valores como la
tolerancia, la búsqueda de éxito
individual, la privatización de las diferencias entre la
población, etc., producirían más
gobernabilidad que sus contrarios.
Sin embargo, ¿no estaríamos en este supuesto
creando alienación política en la mayoría de
los ciudadanos? ¿no sería el alejamiento de la
ciudadanía respecto de la participación
política más peligrosa, a la larga, para la
gobernabilidad que sus contrarios? Al menos así lo cree la
perspectiva de análisis opuesta a la
reseñada.
La perspectiva democrático-participativa
En contraposición a la perspectiva liberal-conservadora,
la democrático-participativa intenta, precisamente,
incentivar la participación y, a través de ella,
desarrollar el juicio político ciudadano.
Allí donde hayan de tomarse decisiones que afecten a la
colectividad, la participación ciudadana se convierte en
el mejor método (o
el más legítimo) para hacerlo. Y no es
únicamente que la participación garantice el
autogobierno colectivo y, por ende, aumente la gobernabilidad.
Además, como ya se ha aludido más arriba, produce
efectos políticos beneficiosos ligados a la idea de
autodesarrollo de los individuos. Para los griegos era la
participación en el autogobierno la que convertía a
los seres humanos en dignos de tal nombre. La discusión,
la competencia pública y la deliberación en
común de ciudadanos iguales colaboraban a la dignidad de
los participantes y a la construcción ordenada y pacífica del
bien colectivo. Para los humanistas del Renacimiento el
compromiso con la vida activa constituía el vínculo
comunitario creador de virtud cívica. Para Tocqueville, en
fin, la implicación ciudadana en todo tipo de asociaciones
(civiles, sociales, políticas, económicas,
recreativas, etc.) constituía un rasgo distintivo del
régimen democrático. Para John Stuart Mill o John
Dewey la democracia no era únicamente un sistema de reglas
e instituciones, sino un conjunto de prácticas
participativas dirigido a la creación de autonomía
en los individuos y a la generación de una forma de vida
específica. Los partidarios contemporáneos de la
democracia «fuerte» o «expansiva» aspiran
igualmente a hacer de la participación el centro de
gravedad de sus argumentaciones.
En general, la participación es un valor clave de
la democracia según esta tradición. Y esa
posición privilegiada se legitima en relación con
tres conjuntos de
efectos positivos. Primero, la participación crea
hábitos interactivos y esferas de deliberación
pública que resultan claves para la consecución de
individuos autónomos. Segundo, la participación
hace que la gente se haga cargo, democrática y
colectivamente, de decisiones y actividades sobre las cuales es
importante ejercer un control dirigido al logro del autogobierno
y al establecimiento de estabilidad y gobernabilidad. Tercero, la
participación tiende, igualmente, a crear una sociedad civil
con fuertes y arraigados lazos comunitarios creadores de identidad
colectiva, esto es, generadores de una forma de vida
específica construida alrededor de categorías como
bien común y pluralidad.
La combinación de estos tres efectos positivos resulta
favorecedora del surgimiento, en esta forma de vida, de otros
importantes valores: creación de distancia crítica
y capacidad de juicio ciudadano, educación
cívica solidaria, deliberación, interacción
comunicativa y acción concertada, etc. En una palabra, la
forma de vida construida alrededor de la categoría de
participación tiende a producir una justificación
legítima de la democracia, basada en las ideas de
autonomía y autogobierno.
Los ciudadanos serán juiciosos, responsables y
solidarios, únicamente si se les da la oportunidad de
serlo mediante su implicación en diversos foros
políticos de deliberación y decisión. Y
cuantos más ciudadanos estén implicados en ese
proceso, mayor será la fortaleza de la democracia, mejor
funcionará el sistema, mayor será su legitimidad,
e, igualmente, mayor será su capacidad para controlar al
gobierno e impedir sus abusos. La participación
creará mejores ciudadanos y quizá simplemente
mejores individuos. Les obligará a traducir en
términos públicos sus deseos y aspiraciones,
incentivará la empatía y solidaridad, les
forzará a argumentar racionalmente ante sus iguales y a
compartir responsablemente las consecuencias (buenas y malas) de
las decisiones. Y estos efectos beneficiosos de la
participación se conjugan con la idea de que la democracia
y sus prácticas, lejos de entrar en conflicto con la
perspectiva liberal, son el componente indispensable para el
desarrollo de la autonomía individual que presumiblemente
aquellas instituciones quieren proteger. Dicho de otro modo,
existe una conexión interna entre participación,
democracia y soberanía popular, por un lado, y derechos,
individualismo y representación, por otro. Esa
conexión se apreciaría, por ejemplo, en el hecho de
que estas últimas constituyen precisamente las condiciones
legal-institucionales bajo las cuales las variadas formas de
participación y deliberación política
conjunta pueden hacerse efectivas .
En esta etapa de fin de milenio que hace coincidir la
universalización de la democracia liberal con
altísimos grados de corrupción política y de
deslegitimación de los sistemas, el
demócrata participativo ve en la implicación
política de la ciudadanía la única salida.
Es hoy casi un lugar común en muchos sistemas
democráticos la idea de que resulta necesario reforzar la
sociedad civil
y los lazos cívicos que ésta crea. El
demócrata participativo aspira a seguir esa línea y
a construir nuevos y variados ámbitos de
participación democrática institucional y no
institucional.
De hecho, existe evidencia empírica de que el
retrato del ciudadano ofrecido por el liberal-conservador no es
del todo exacto. No es que la apatía sea funcional, es que
no hay que confundir un seguimiento «de segundo
orden» de la política con mera pasividad. En las
circunstancias adecuadas, los ciudadanos reaccionan y se
movilizan en defensa de sus intereses políticos y de lo
que creen justo o necesario. Además, la débil
voluntad de participación a veces refleja defectos del
sistema, pues la utilidad de la
participación para los ciudadanos no siempre es evidente.
Así pues, cuanto mayores sean las expectativas de que la
implicación política obtendrá resultados,
mayor será la participación. Por último, el
pluralismo de intereses y opiniones existente en nuestras
sociedades hace que la participación no siempre deba
seguir la senda institucional, sino que se disperse en una
miríada de ámbitos, no exclusivamente relacionados
con la política institucional, que acogen las aspiraciones
políticas ciudadanas cuando otros lugares (los partidos,
por ejemplo) ya no parecen los apropiados para
hacerlo. De hecho, los partidos políticos han
sufrido una importante crisis en su
conexión con su función de canales de
participación ciudadana. Veámoslo con algún
detalle.
Hubo un tiempo en el que los partidos políticos
pudieron aspirar, al menos parcialmente, a justificar su
existencia a través de ese valor de la
participación. Durante buena parte de los siglos XIX y XX
los partidos de masas incentivaban y catalizaban la
participación. En tanto que organizaciones
políticas, aspiraban a promover la educación
política o la discusión sobre decisiones y procesos
colectivos o la explicación deliberativa de las opciones y
alternativas políticas, etc. También, a crear una
«cultura» propia, a desarrollar ciertos valores y
hábitos, a generar prácticas de solidaridad y
ayuda mutua, a aumentar la capaciad de juicio político de
los ciudadanos, etc. La lucha por la extensión del
sufragio se unía así a la creación de
«sentido de comunidad» en el seno de las organizaciones de
partido. Según el discurso prevaleciente, los partidos
podían funcionar como catalizadores de la
participación y como canales a través de los cuales
el pueblo soberano ejercía su soberanía.
Pero esta imagen y estos
partidos no han sobrevivido al paso del tiempo. Aunque gran parte
del discurso político que trata de legitimarlos (o sea, de
ligar sus funciones a
valores queridos para nosotros) continúa describiendo sus
actividades de acuerdo con la imagen
recién apuntada, la transformación de sus funciones
dificulta extraordinariamente esa tarea. Es cierto que siguen
siendo una pieza fundamental en el entramado institucional de las
democracias, y también lo es que a través de ellos
los ciudadanos pueden hacerse presentes como unidad de
acción efectiva en el proceso de toma de
decisiones. Pero también es verdad que su
conversión en maquinarias electorales ha roto con sus
tendencias participativas y ha modificado sus funciones. Junto a
cambios que no podemos detallar aquí (transformaciones en
la estructura de
clases, etc.), la transformación institucional y
electoralista de los partidos tiende a convertir a éstos
en organizaciones desincentivadoras de la participación. Y
esto en dos sentidos: 1) tanto en lo que hace a su intento de
monopolizar y disciplinar movimientos participativos que suceden
al margen de su control, 2) como en lo que se refiere a los
mecanismos de participación interna de los afiliados y
simpatizantes. En ambas zonas los partidos intentan controlar
«desde arriba» los procesos,
siendo su preocupación máxima lograr una cierta
estabilidad en la participación. Es decir, una especie de
equilibrio entre participación y apatía que les
garantice el control de esos procesos. Las razones esgrimidas
para ello son variadas, pero lo cierto es que parecen encontrar
eco en la población, puesto que ésta castiga
severamente en las elecciones a aquellas organizaciones de
partido en las que cree advertir fuertes disensiones internas
(debidas, según algunos, a un exceso de democracia y
participación en el seno de la
organización).
En opinión de J.J. Linz , esto sugeriría que
modelos como
el schumpeteriano estarían en lo cierto: en la actualidad,
lo que el ciudadano vota es a un primer ministro y a un gobierno
y al partido que les apoya. Los partidos no son mecanismos
incentivadores de la participación política, sino
alternativas electorales. Pero este hecho, nos recuerda Linz,
conduciría a la depreciación de la discusión, de los
debates internos y de la formación colectiva y
democrática de opiniones en el seno de los partidos. E,
igualmente, crearía las condiciones para la
subordinación oligárquica de los partidos a los
gobiernos y de los gobiernos a sus líderes . Todo parece
colaborar, pues, a esta tendencia antiparticipativa y, por tanto,
a contribuir a debilitar los lazos legitimantes de los partidos
con la categoría de participación.
Así pues, la participación en la
tradición democrático-participativa no debe ser
entendida en términos exclusivamente institucionales o
ligada de manera excesiva a los partidos como canales de
participación. Sin embargo, su valor esencial como
mecanismo de educación
cívica quedaría intocado para esta perspectiva,
pese a las dificultades de convertir en prácticas
institucionales lo que se extiende a otros ámbitos no
institucionales de tomas de decisión. De hecho, hay quien
opina que esos nuevos lugares de participación, tales como
el movimiento
feminista o el movimiento
ecologista, pueden resultar de enorme importancia para el
desarrollo de una ciudadanía crítica y con
capacidad de juicio autónomo.
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