Jorge era –y digo era porque acabó en forma
poco satisfactoria- un muchachón de 35 años, de
buen comer y vestir (actividades que paulatinamente fueron
decreciendo), aficionado a las chicas menores que él por
diez años y con harto billete. Lo único malo es que
a partir de los 30 se volvió un
maniático.
Salimos –él, yo, Martín, Jorge Dos,
Juan Carlos y el Gordo- del Inmaculada saboreando las glorias de
mejor equipo de fulbito, integrantes del equipo fútbol de
Adecore (Asociación Deportiva de Colegios Religiosos) por
nuestro colegio y también del grupo
más expulsado de las aulas. La verdad es que no sabemos
como nunca nos sacaron del cole. En 5to. de media, hicimos llorar
a un profe, y por ello, castigaron a toda el aula. Toda el aula
nos echó la culpa. Y los seis pagamos el pato. Jorge
lideraba al grupo y
potencialmente él realizó la labor de hacer llorar
al profesor, pero nunca lo echamos. O todos moríamos o
todos nos salvábamos.
Cuando nos autoinvitábamos a las casas de cada
uno de nosotros, siempre era muestra de
cariño de parte del papá y la mamá. Pero las
pocas veces –y fueron muy, muy pocas- que llegábamos
a la casa de Jorge, sabíamos que la pasaríamos en
grande, pues el viejo nos daba cerveza y a veces
whisky, mientras que la señora nos besuqueaba y abrazaba
hasta el hastío. Lo que me parecía raro es que,
cuando llegaba a mi casa y les decía a mis papás
que estuve en casa de Jorge invariablemente, cambiaban de cara,
fruncían el ceño, y exclamaban "¡Ah!" por
toda respuesta, dejándome a mí extrañado y
dolido, considerando que ni Jorge ni su familia les
caían bien.
Cada uno ingreso a la universidad y por
lo tanto nos dejamos de ver seguido, salvo los días del
colegio y del exalumno. En esos momentos de reunión,
recordábamos los momentos gloriosos, o de lo contrario
conversábamos con el profesor al que hicimos llorar una
vez. Cinco de nosotros seguíamos siendo los mismos
podridos de siempre, fregando a todos, ganando partidos de
fulbito y lo demás, pero Jorge estaba cambiando. No era
tan expansivo y jaranero, sino que se estaba volviendo reposado y
nervioso. Tanto que nos hacía recordar a su
madre.
Al salir a libar, la primera muestra de su
cambio
ocurrió cuando teníamos 25 años. Ni el
anteaño ni el año pasado fue al día del
colegio ni a la reunión de exalumnos. Pero ahora que
estábamos todos juntos, lo notamos raro, flemático,
taciturno, ido. En el hueco donde nos reuníamos los seis
desde que salimos del cole para tomar, cuando a Jorge le pasaban
el vaso, lo miraba con aprensión y temor, como si una
amenaza invisible estuviera ahí, pero venciendo su
repugnancia tomaba las aguas. Ese fue el inicio de un
tobogán muy empinado por donde Jorge caería y que
llegaría a su fin no esperado.
A los 27 años, cuando llegué de trabajar,
mi mamá me dijo que llamó Jorge Dos para informar
que los papás de su tocayo habían fallecido y que
los estaban velando en su casa. Me quedé de una pieza y
procedí a bañarme, cambiarme y salir disparado a su
casa. La pandilla estaba alrededor de Jorge que estaba
extrañamente tranquilo, soltando una que otra
lágrima. Permanecimos juntos como en todas las ocasiones
difíciles, formando una unidad que nada ni nadie
disolvería (que lejos estaba de la realidad). Cuando me
acerqué a los féretros, la señora presentaba
costurones en la cara hinchada y un esparadrapo gigantesco en el
costado del cuello. Extrañado, me acerqué al otro
ataúd, y con horror observé que el señor
tenía otro esparadrapo gigantesco tapándole la
parte frontal de la garganta. Intuí que pasó,
creyendo que el autor de tales atrocidades, (quizá de
forma inconsciente) era Jorge, por verlo tan tranquilo. Me
acerqué al grupo y jalé a Juan Carlos del brazo
para preguntarle que había pasado. Él me
explicó que en un arranque de locura, el señor
atacó a su esposa con un cuchillo de cocina,
cortándole la cara, la yugular y el resto del cuerpo.
Luego, todo indica que él se cortó la
garganta.
El entierro fue al día siguiente. Estuvimos con
Jorge un rato y la pandilla se dirigió a mi casa a tomar
un trago. Le contamos a mi mamá lo que vimos y ella no se
sorprendió gran cosa. En ese momento descubrí la
causa de sus "¡Ah!" cuando venía de su casa:
-Tanto Jorge papá como Elda tenían alteraciones
mentales. Creo que Jorge era esquizofrénico o algo
así y Elda epiléptica. Ambos tomaban medicinas para
tener controlada su enfermedad. A veces nos salía con cada
cosa en las reuniones desde que estuvieron en primeros grados,
que la verdad, nos daba risa. Una vez en una reunión, a
Elda le dio tal ataque, que tuvimos que contenerla entre varios.
Fuimos a visitarla al hospital y ella nos dio la noticia. Desde
ahí empezó el distanciamiento de parte de ellos
porque nos ofrecimos para ayudarles en lo que sea, pero no se
porque se negaron en redondo. Se perdió contacto salvo en
las reuniones del colegio.
Nos quedamos asombrados.
En ese tiempo, visitamos
a Jorge un poco seguido. Lo encontramos más raro, viendo
ahora, con insistencia, las paredes, la silla, y cuanto le
rodeaba. Ese comportamiento
resultaba muy extraño. Él nos contó
–nosotros no le dijimos que sabíamos- sobre su
historia
clínica familiar. Nos lo tuvo oculto todo este tiempo. Siempre
pensamos que su familia era el
modelo
perfecto, con un papá amigo y una madre cariñosa.
Siguiendo con su relato, nos dijo que había mucha bronca
con el papá, al grado que este le acusó a Jorge de
tener relaciones con su madre, que querían su dinero y una
serie de disparates más. Como resultado, Jorge se
unió más a ella, que con todo y ataques
epilépticos, lo defendía a capa y espada. Luego de
dos décadas y pico, conocimos algo más de nuestro
amigo, que apesadumbrado, llevaba una carga sobre sus espaldas,
de un par de padres patológicos que tenía que
soportar por necesidad.
Tenía 30 años. Llegué de Madrid, terminando mi
post-grado en Psicología
Clínica. Luego de saludarme con los míos,
llamé a la pandilla para hacer ver que estaba ahí y
que contaran conmigo para lo que fuera. Un domingo fuimos a jugar
fulbito con el primer equipo que encontráramos por
ahí. Jorge no llegaba. Sin él, la defensa
estaría incompleta.
-¿Qué es de Jorge? –interrogué a
Martín- ¿Por qué no llega?
– La verdad no sé. Está raro. Sólo habla que
le duele esto y aquello y que cuando va al doctor lo cura de una
cosa, pero que le sale otra.
-¿Franco?
– Sí. A todos nos tiene con ese cuento. Para
que veas, pregúntale a los demás.
Hablamos antes que llegara el aludido. El Gordo
refirió que una noche le llamó para decirle que no
sentía su pierna, que le dolía horrores y que
necesitaba ayuda. Gordo acudió y le ayudó. En una
reunión, Jorge se quejó del dolor de espalda, y que
le salía un líquido terriblemente maloliente de un
grano, que apestaba toda la casa. En otra ocasión, al
caerle Juan Carlos en su hogar, lo sorprendió lavando
furiosamente su ropa. Juan Carlos, atónito, escuchó
algo sobre hongos y bacterias y
que éstas "le comerían vivo" y "le causaban las
enfermedades y
dolores".
En esos momentos Jorge llegó. Nos juntamos como
otras tantas veces, pero esta vez el recién llegado dijo
que ocuparía el puesto del Gordo, es decir, de arquero.
Aceptamos extrañados, no sin antes discutirlo, pero el
recién llegado mantuvo estoicamente su posición y
dio a entender que no daría su brazo a torcer.
Fue el peor partido de nuestra vida
futbitolística. Nos ganaron diez a dos, no por culpa de la
defensa, sino del arquero, que no rechazaba con los puños
sino con los antebrazos, dejando la pelota ahí
nomás, viniendo un pícaro a puntearla y meter gol.
En otras le dábamos pase para que agarre la bola, pero
Jorge se negaba a cogerla y otro adversario se la colaba entre
las piernas. Al cuarto gol lo sacamos por la fuerza y
pusimos al invencible Gordo, que confiaba en su defensa. Si no,
él resolvía todo con una volada espectacular. Por
mi lado, nadie pasaba, cual Muralla China, pero
por el otro decir coladera era poco. Jorge no metía la
pierna como antes, quedándose parado, dejando que cada
ataque del rival sea peligroso o mortal.
Cuando al noveno gol le dije que mierda le pasaba, me
dijo algo que me puso en alerta:
– No quiero que me peguen sus microbios.
El partido fue el inicio del fin del grupo inseparable. Jorge
arreció en sus quejas y obsesiones. Le dolía el
cuerpo echado pero cuando se paraba, le dolía la cabeza.
Cuando iba al doctor le recetaba pastillas, pero éstas no
le quitaban el dolor, sino que se lo acrecentaban. Y en una
ocasión salió furioso de la consulta vociferando
que el doctor no sabía nada de nada. Nos llamaba
constantemente para contarnos sus aventuras con el doc y sus
molestias corporales.
El primero en cambiar de número telefónico
fue Martín, harto ya de las llamadas de 9 a 11 de la
noche; luego los demás, quienes tenían sus propios
problemas que
resolver y no tenían ya paciencia para escuchar a un
quejoso que no resolvía sus propios líos. Solamente
yo, por mi entrenamiento de
psicólogo le escuchaba, le recomendaba, le relajaba,
sabiendo de antemano que sería algo inútil con un
hipocondríaco que comenzaba a tener obsesiones e ideas con
delirio y lo peor, que no se dejaba medicar.
Jorge se fue aislando más y más. No
salía ni siquiera a las festividades colegiales o
universitarias, ni visitaba a ninguna chica, quienes huían
de él por sus ideas y actitudes
extrañas. Al final, él huía de ellas, pues
no vaya a pegársele algún virus de fulanita
o sutanita por medio de los besos o por agarrarse de las manos.
Se sintió triste al ver que los otros no le llamen ya, ni
que él se pudiera comunicar. Le dije visítalos
pues, sal y agarra tu carro, cáeles un domingo, pero me
contestó que no, que en la calle hay mucha contaminación, los microbios, hongos, bacilos,
virus, etc.,
lo esperaban afuera para atacarlo y él los evitaría
a toda costa.
Lo visité un día en su casa. Todo estaba
con plástico,
todo. A mí me recibió con una mascarilla y me
saludó con
un guante descartable puesto, mismo del que se deshizo al momento
y se enfundó otro. Conversé una media hora y me
fui, acortando mi entrevista
porque el olor a aerosol era penetrante. No es de
extrañar. Jorge lo esparcía cada cinco minutos con
precisión castrense.
No me quedó duda. Su hipocondría derivó en
una obsesión-compulsión por la limpieza. Jorge
estaba en la parte final del tobogán de la locura.
Una noche llegué a mi casa cansado. Sonó el
teléfono cuando ya me estaba acostando,
saboreando de antemano el placer del descanso. Molesto,
decidí que si era Jorge lo mandaría al diablo.
– Aló-.
-¡Alo, Miguel! –gritó Jorge- ¡Me
están atacando, me cercan, tengo miedo, ven por
favor…
-¡Jorge! ¿Qué pasa? –respondí
asustado- ¿Quién te ataca?
– ¡Los microbios!, me cercan, el hongo cuelga de mi pared,
me cae sobre la cabeza –siguió gritando- me suben
por el cuerpo ¡Ayuda…!
-¡Espera, espera, ya voy! –pedí- resiste, voy
para tu casa.
Antes de colgar escuche gritos, insultos y
súplicas. Corriendo hacia el carro, llamé por
celular a los otros y les dije que nos encontraríamos en
la casa de Jorge, que algo pasaba. Todos, como antes, respondimos
a la antigua unidad de ayuda, misma que Jorge se había
encargado de desmontar.
Casi al unísono llegamos y tocamos frenéticamente
el timbre. Nadie abría. Tocamos la puerta, la pateamos,
pero ésta no cedía. Era una hoja muy gruesa.
Desesperados, rodeamos la casa y rompimos el vidrio de una
ventana, la que daba al cuarto de sus padres. El cuarto estaba
abandonado, con telas de arañas y polvo. Fuimos hacia la
sala y todo seguía con plástico,
todo seguía igual, inalterable, salvo que Jorge ya
había saltado del tobogán y estaba en la arenilla
de la muerte. Por
tratar de matar a los "visibles" virus, hongos y bichos, se
cortó con un cuchillo en todo el cuerpo. Se
desangró y murió. Ya no le molestarían
más los microbios.
Autor:
Miguel Angel Girón Salas