Indice
1.
Introducción
2. Posibilidades de
rescate
3. Busca
inútil
4. El alud
5. Hacia la
cima
6. El
salvamento
7. "Tal como
ocurrió"
El Fairchild F-227, bimotor de turbohélice de la
Fuerza
Aérea Uruguaya, despegó de Montevideo rumbo a
Santiago de Chile.
Normalmente este viaje se hace en unas cuatro horas, pero los
informes de
mal tiempo en los
Andes obligaron al avión a aterrizar en una población de la vertiente Argentina de la
cordillera. Preocupaba a los tripulantes de la nave cruzar las
montañas, pues los Andes se elevan en promedio a casi 4000
metros sobre el nivel del mar, y algunos picos llegan hasta los
6100. El Aconcagua, cerca de la ruta que debían seguir,
tiene una altitud de aproximadamente 6950 metros, y es la cumbre
más alta del Hemisferio Occidental. El techo del Fairchild
era de 6860 metros.
Al día siguiente, 13 de octubre de 1972, el cielo se
despejó parcialmente y el Fairchild volvió a
despegar, esta vez rumbo al sur hacia el paso del
Planchón. Iba a los mandos el copiloto, teniente Dante
Héctor Lagurara, que enfiló hacia Malargüe,
población situada en la parte Argentina del
paso. El avión tomó una altitud de 18.000 pies
(5486 metros) y surcó los aires con un viento de cola
variable de 20 a 60 nudos.
Al llegar a Malargüe el aparato viro para volar sobre la
cordillera; la muralla de piedra parda y gris se erguía
hasta el cielo. Lagurara calculaba llegar al Planchón
(paso situado a mitad de la cordillera donde cambiaría del
control argentino
del tráfico aéreo al chileno) a las 3:21 de la
tarde. Al penetrar en la zona montañosa, un manto de nubes
le ocultaba la topografía, pero encima de él la
visibilidad era buena; en cualquier caso, como la gigantesca
cordillera estaba cubierta de nieve, el copiloto no habría
podido identificar el Planchón. Sólo
advirtió un cambio
importante: el moderado viento de cola se había
trasformado en un fuerte viento frontal. Por tanto, el avance
real del avión había disminuido de 210 a 180
nudos.
A las 3:21 Lagurara radió a Santiago que volaba sobre el
paso del Planchón y que, según sus cálculos,
pasaría sobre Curicó (pueblo chileno de la
vertiente occidental de los Andes) al cabo de 11 minutos, esto
es, a las 3:32. Con todo, apenas tres minutos después el
Fairchild volvió a comunicarse con Santiago e
informó que ya estaba sobre Curicó. El avión
dio un viraje de 90 grados y enfiló hacia el norte. En
vista de los datos radiados
por el copiloto, la torre de control de
Santiago lo autorizó a iniciar un descenso lento. A 4600
metros de altitud el avión penetró en una nube y
comenzó a bambolearse. Lagurara encendió los
letreros luminosos que prohíben fu mar y ordenan sujetarse
los cinturones de seguridad, y
pidió al sobrecargo que vigilara el cumplimiento de estas
instrucciones en la cabina. El aparato había sido fletado
por 15 jugadores de un equipo de rugby de aficionados, la
mayoría de los cuales acababa de terminar sus estudios en
el Colegio Stella Maris de Montevideo. Además, con ellos
viajaban 25 parientes y amigos para verlos jugar en Chile.
Entre los jóvenes reinaba el regocijo; llevaban consigo su
balón y se lo arrojaban de unos a otros en la cabina. En
la parte posterior un grupo jugaba
una partida de naipes, y más allá, cerca de la
cocina, el sobrecargo y el navegante jugaban al truco. Al volver
de la cabina de mandos para reanudar el juego, el
sobrecargo indicó a los muchachos que aún estaban
de pie en el pasillo que volvieran a sus asientos. "Se anuncia
mal tiempo", dijo.
"Pero no se preocupen; pronto aterrizaremos.
El avión se internó por un segundo banco de nubes y
empezó a estremecerse y a cabecear en forma alarmante. Uno
de los muchachos tomó el micrófono que estaba en la
parte trasera de la cabina y dijo en broma: "Señoras y
señores, sírvanse ponerse los paracaídas.
Estamos a punto de aterrizar en la cordillera".
En ese momento el aparato entró en una fuerte corriente
descendente y bajó violentamente varios cientos de metros.
Sin
embargo, algunos jóvenes no se habían abrochado los
cinturones cuando el Fairchild penetró en una segunda
corriente de aire y se
desplomó como una piedra otros cientos de metros.
"¡01e, o1e, y ole!" gritaron los muchachos; mejor dicho,
los que no podían ver por las ventanillas. Quienes iban
mirando quedaron petrificados de espanto. Porque con el segundo
descenso el aparato había quedado bajo las nubes, y la
vista no era del central de Chile, sino del rocoso canto de una
montaña nevada, a sólo tres metros del
avión.
Rugieron los motores al tratar
el Fairchild de volver a ganar altitud. El avión
ascendió un poco, pero en seguida se oyó un
estruendo ensordecedor: el ala derecha había dado contra
la pared de la montaña, se desprendió, fue a dar
contra el fuselaje y arrancó la cola del aparato. Por los
aires helados cayo el sobrecargo, el navegante y naipes, seguidos
por tres muchachos atados aun a sus asientos. Un momento
después se desprendió el ala izquierda.
Sin alas y sin cola, el avión se precipitó hacia la
escarpada montaña. Sin embargo, en vez de hacerse
añicos contra una pared rocosa, aterrizó de vientre
y empezó a deslizarse como un tobogán por la nieve
de la empinada cuesta.
Otros dos muchachos salieron disparados del aparato; el resto de
los viajeros quedó en el fuselaje, que se deslizaba
velozmente montaña abajo. La fuerza de la
desaceleración hizo que las butacas se desprendieran de su
base y se fueran hacia adelante: aplastaron a quienes se
encontraban en medio y derribaron el mamparo que separaba la
cabina de pasajeros del compartimiento de equipajes
delantero.
Los pocos viajeros que aún conservaban el juicio
aguardaban el choque del fuselaje contra las rocas. Pero no
hubo tal sacudida. El joven Carlos Páez rezaba el
avemaría, que había iniciado cuando el ala
pegó en la montaña. Al recitar las últimas
palabras de la oración, el aparato se detuvo.
Siguió un instante de silencio, y luego, poco a poco, de
todos los puntos de la
cabina destrozada fueron surgiendo señales de vida:
gemidos, oraciones, gritos que imploraban auxilio.
Algunos de los pasajeros más jóvenes, temerosos de
que el avión estallara, saltaron fuera por el enorme
boquete abierto en la
popa. Alrededor de ellos no había más que nieve, y
más allá, en tres lados,. sólo se
veían las grises paredes de las montañas. El
Fairchild se había detenido de proa a la hondonada, en un
tramo ligeramente ascendente. Al otro lado del valle se
veían mas montañas, lejanas y ocultas en parte por
nubes grises.
Los primeros jóvenes que se pusieron en movimiento en
el interior de la cabina creyeron al principio ser los
únicos sobrevivientes, pero comenzaron a surgir otros de
los restos del aparato. En realidad, sólo tres pasajeros
que se hallaban todavía en el fuselaje murieron en el
choque. Un cuarto viajero, que sangraba copiosamente por una
pierna cercenada, falleció poco después. De todas
partes salían gritos de socorro de los lesionados.
Dos muchachos, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, estudiantes de
medicina,
auxiliaron a cuantos pudieron. Improvisaron vendas con las fundas
de los respaldos de las butacas, pero fueron lamentablemente
ineficaces para muchas lesiones. A un chico se le había
torcido la pantorrilla de la pierna derecha hasta la espinilla y
tenía el hueso totalmente expuesto. Zerbino asió el
músculo, lo acomodó en su sitio y ató con
una camisa la pierna herida.
Otro muchacho, Enrique Platero, fue en busca de Zerbino. Llevaba
un tubo de acero clavado en
el vientre. El estudiante de medicina se
alarmó, pero recordó que un buen médico
trata siempre de infundir animo a su paciente, así que le
dijo en tono jovial: "No te preocupes. Eres fuerte. Ven a
ayudarme".
Platero aceptó al parecer la opinión de Zerbino y
se dispuso a auxiliar a los demás. De pronto el segundo
asió el tubo, apoyó la rodilla en Platero y
tiró con fuerza. El trozo de acero
salió, pero también con el lo que parecían
ser unos 15 cm. del intestino de Enrique. El joven se fajó
rápidamente, y a continuación, animado sin cesar
por Gustavo Zerbino, siguió ocupándose de los
heridos.
Todos los sobrevivientes estaban seguros de que ya
se habría difundido la noticia de la desaparición
del avión, y pensaban que facilitarían el rescate
si lograban radiar señales. La entrada a la cabina de los
pilotos, estaba bloqueada por las butacas apiladas al frente del
compartimiento de pasajeros; pero desde el otro lado llegaban
señales de vida, y Ram6n "Moncho" Sabella se
ofreció a tratar de comunicarse con los pilotos desde
fuera.
Era casi imposible andar sobre la gruesa capa de nieve, pero
Sabella discurri6 valerse de los cojines de los asientos a manera
de escalones para alcanzar la proa del avi6n. Allí
encontr6 al piloto y al copiloto atrapados en sus asientos;
tenían clavados en el pecho los instrumentos del aparato
destrozado. El piloto estaba muerto, pero el copiloto,
consciente, pedía agua. El.
joven puso un poco de nieve en un pañuelo se lo aplic6 a
la boca. En seguida trato de conectar trato de conectar el
aparato de radio, que no
funciono.
Declinaba la luz del
día. A las 6 ya casi había anochecido, y la
temperatura
era de varios grados bajo cero. Era evidente que aquel día
ya no llegarían a salvarlos. Así, acurrucados en el
interior del avión los 32 sobrevivientes se dispusieron a
pasar la noche.
Muerte y
desolación
La rotura de la parte trasera del fuselaje era muy irregular;
había dejado siete ventanillas en el costado izquierdo del
avi6n, pero solamente cuatro en el derecho. La distancia entre la
cabina de los pilotos y el boquete abierto en la popa era apenas
de seis metros, y en casi todo ese espacio se hacinaban
desordenadamente las retorcidas butacas. El único espacio
que habían conseguido despejar antes de anochecer era el
contiguo al boquete, y allí acomodaron a los heridos de
gravedad.
Los sobrevivientes podían tenderse casi horizontalmente,
pero el fuselaje apenas los protegía de la nieve y del
áspero viento que soplaba en las tinieblas. El
capitán del equipo de rugby, Marcelo Pérez, con la
ayuda de un fornido jugador llamado Roy Harley, se afanó
en levantar una barrera contra el frío con todo lo que
encontró a mano; especialmente las maletas y los
asientos, pero el viento soplaba tan intensamente que la
improvisada barrera se derrumbaba una y otra vez.
Durante toda la noche se estuvieron oyendo en la oscuridad los
gritos, gemidos y desvaríos de los heridos, así
como las débiles exclamaciones del desesperado Lagurara.
"Ya pasamos Curicó", decía. "Pasamos
Curicó":
A pesar de las grandes molestias que sufrían, algunos
jóvenes lograron conciliar el sueño, pero la noche
parecía interminable. En cierto momento Zerbino
creyó ver la débil luz del alba a
través de la barrera protectora. Vio su reloj y eran
apenas las 9 de la noche. Poco después los que
yacían en el centro del aparato oyeron unas palabras
extrañas al lado dé la puerta. Imaginaron que
algún grupo
acudía en su auxilio, pero pronto se
desengañaron:
era un herido que oraba en inglés.
La mañana del sábado 14 de octubre, al salir
el Sol,
iluminó la masa informe del
Fairchild, semisepultada en la nieve. El avión destrozado
estaría a algo más de 3.500 m. de altitud, entre el
volcán Tinguiririca, en Chile, y el monte Sosneado, en
Argentina. En todas direcciones se alzaban las paredes de
gigantescas montañas. Aquí y allá
aparecía entre la nieve la áspera piedra
volcánica, pero en aquellos parajes no crecía nada:
ni una mata, ni un arbusto; ni siquiera una brizna de hierba.
En el interior del avi6n, Canessa y Zerbino empezaron una vez mas
a examinar a los heridos, y descubrieron que otros tres
habían muerto durante la noche. Poco era lo que
podían hacer por los lesionados. El aparato no llevaba
medicamentos, y Roberto Canessa se limitó a aconsejar a
los que tenían un brazo o una pierna fracturados que
extendieran sobre la nieve la extremidad lesionada para reducir
la inflamación.
Zerbino examinó la punción que Enrique Platero
tenía en el vientre, de donde había sacado la
víspera el tubo de acero. Desenrolló la camisa que
servía de venda al herido y encontró, como
temía, que le salía un tramo de intestino. Zerbino
lo ató con hilo para contener la hemorragia, lo
desinfectó con agua de
Colonia y enseguida dijo a Platero que se lo introdujera de nuevo
en la cavidad abdominal y que se volviera a vendar la herida
inmediatamente. Enrique obedeció sin quejarse.
No faltaba a ambos estudiantes de medicina una enfermera. Entre
los sobrevivientes había una mujer casada,
Liliana Methol, en quien los más jóvenes (muchos de
ellos eran menores de 20 años) hallaron una fuente natural
de consuelo. Los chicos, en general, estaban rodeados en sus
hogares de las atenciones solícitas de madres y hermanas
afectuosas. Y al encontrarse en aquella imprevista
situación de terror y desesperación buscaron
amparo en la
señora, que les infundía ánimos con la
dulzura de sus palabras.
Durante todo el día Liliana y los estudiantes de medicina
se dedicaron a atender a los heridos. La cabina de mando
recibió su última visita. Lagurara no había
dado señal de vida desde las primeras horas de la
mañana; cuando se abrieron paso hasta él por el
compartimiento de equipajes, encontraron que el copiloto ya
había muerto.
Aquella muerte
privó a los sobrevivientes del único hombre que
podría haberles dicho qué debían hacer para
facilitar su salvamento. El otro tripulante con vida, el
mecánico, les comunicó que el Fairchild no llevaba
equipo ni bengalas para casos de urgencia. Por añadidura,
dijo que el aparato de radio
únicamente funcionaría con las baterías del
avión, perdidas desde el momento de desprenderse la
cola.
Marcelo Pérez aún estaba seguro de que
pronto recibirían auxilio. Sin embargo se convino en que
necesario racionar los alimentos, y
Marcelo mismo hizo el inventario de
todos los víveres disponibles.
Había algo de vino y whisky pero de alimento sólido
sólo contaban con 13 barras de chocolate, unos caramelos
que encontraron esparcidos por el piso de la cabina, unos cuantos
dátiles y ciruelas pasas, un paquete de galletas saladas,
dos latas de almejas y una de almendras, tres frasquitos de
melocotón, manzana y zarzamora en conserva no
constituía alimento suficiente para 28 personas, y como
ignoraban cuántos días tendrían que esperar
decidieron hacer durar las provisiones lo más posible.
Aquel día Marcelo distribuyó a cada uno a la hora
del almuerzo un trozo de chocolate y el vino contenido en la tapa
de una lata de desodorante.
La noche los sorprendió antes de lo que esperaban, si bien
estaban mejor preparados. Habían despejado más
espacio en el avión y levantaron una barrera mas
resistente contra el viento. Por parte, había mayor
holgura, eran menos.
Una idea insensata
Por la mañana del domingo 15 de octubre, los que salieron
del avión vieron que el cielo estaba despejado; no
obstante su aflicción, les impresionó la grandeza
de aquel valle silencioso. El buen tiempo hizo creer que aquel
mismo día los salvarían, o que al menos los
avistarían. Mientras tanto debían resolver varios
problemas. La
carencia mas apremiante era la de agua. Se les dificultaba
derretir la nieve en cantidad suficiente para saciar la sed, al
tratar de comerla sólo conseguían helarse la boca.
Fue Adolfo Strauch el que ideó un medio para licuar la
nieve. Adolfo, a quien llamaban cariñosamente Fito, no
formaba parte del equipo de rugby; su primo Eduardo Strauch lo
había convencido de que lo acompañara a Chile. Al
observar cómo derretía el sol la capa de
nieve, Fito pensó que podrían utilizar el calor solar
para obtener agua. Su mirada encontró un rectángulo
de aluminio,
parte del respaldo de un asiento destrozado. Lo dobló
hasta darle forma de cuenco; luego plegó un pedazo para
improvisar un caño. Puso a continuación en el
recipiente una delgada capa de nieve y expuso el artefacto a los
rayos solares. Al poco tiempo caía un continuo y fino
chorro de agua en la botella que Adolfo tenía ya
dispuesta. Cada uno de los asientos tenía uno de aquellos
rectángulos de aluminio,
así que pronto funcionaban varios dispositivos para
obtener agua.
A partir de ese día hubo otra boca más: Fernando
(Nando) Parrado, e1 que había estado en coma
por haberse dado un golpe en la cabeza al estrellarse el
avión y había pasado por muerto. De pronto
recobró el
conocimiento, y su primer pensamiento
fue para su madre y para Susana, su hermana, que viajaban con
él. Le dijeron entonces que su madre había muerto y
que su hermana, aunque gravemente aun vivía.
Poco después del mediodía los muchachos avistaron
un avión reactor que pasaba precisamente encima de ellos.
Volaba a gran altura sobre las montañas, pero cuando se
encontraban allí, entre la nieve agitaron los brazos,
gritaron y trataron de hacer señales con trozos brillantes
de metal. Muchos lloraron de alegría.
Por la tarde un aparato de turbohélice paso volando de
este a oeste a menor altura que el anterior, y poco
después otro avión cruzó de norte a sur. De
nuevo los sobrevivientes agitaron los brazos y gritaron pero las
aeronaves pasaron de largo.
A las 4 :30 surgió un biplano cuya ruta pasaba exactamente
encima de los accidentados. Ya nada podía impedir que
estos creyesen lo tanto deseaban creer, y algunos se sentaron en
la nieve a esperar los helicópteros. Sin embargo, poco
después empezó a oscurecer; el frió
inclemente se intensifico y los helicópteros no
llegaron.
Parrado durmió estrechando a Susana entre los brazos; la
cubría con el largo cuerpo para darle todo el calor que
pudiese. Percibía la respiración irregular de su hermana, que
gemía llamando a su madre muerta. Otros dormían a
intervalos acurrucados y tapados con mantas improvisadas de
trozos de cubre-asientos. En un espacio de seis metros por dos y
medio, solo conseguían acomodarse tendiéndose por
parejas, unos detrás de otros, con los pies apoyados en
los hombros del que estaba delante. El menor movimiento
resultaba intolerable para los que sufrían contusiones o
fracturas.
Por la mañana del cuarto día, lunes, algunos
heridos dieron muestras de recuperación. La de Nando
Parrado fue especialmente rápida, y el estado de
Susana no le alarmaba. Mientras la mayoría de sus
compañeros sólo pensaban en ser rescatados,
él meditaba en la posibilidad de volver a la
civilización por su propio esfuerzo.
-Eso es imposible! -exclamó Carlitos Páez-
Morirías helado.
-Si me abrigo bien, no.
-Morirías de hambre. No es posible escalar montañas
sin más alimento que un pedazo de chocolate y un trago de
vino.
-Entonces cortaré carne del cadáver de uno de los
aviadores.
Si bien Carlitos no tomó en serio aquella sugerencia, en
su fuero íntimo se sentía más inquieto a
medida que trascurría el tiempo sin que los auxiliaran. Y
también él empezó a tramar la forma de salir
de allí.
La dificultad mayor consistía en que no tenían la
menor idea de dónde estaban. Por las repetidas veces que
el copiloto se había referido a Suricó, y tras
estudiar las cartas de
navegación halladas en la cabina del piloto, los
jóvenes creían que, yendo hacia occidente,
llegarían pronto a los verdes valles y a los poblados
chilenos. Pero las gigantescas montañas bloqueaban el paso
hacia el oeste, y el valle en que estaban atrapados
conducía hacia el este; es decir -pensaban ellos-, los
llevaría otra vez al centro de la cordillera.
Por añadidura, no habían podido alejarse del
avión después de las 9 de la mañana. Pasada
esta hora bastaba un poco de sol para que la capa de hielo
empezara a derretirse y los muchachos se hundían hasta los
muslos en la nieve blanda. Si embargo, Fito Strauch, el inventor,
descubrió que los cojines de las butacas, atados a las
botas, servia como raquetas para andar sobre la nieve. Él
y Canessa decidieron explorar inmediatamente montaña
arriba, no sólo para saber qué había del
lado opuesto, sino también par averiguar si
sobrevivía alguno de sus amigos que habían
caído con la cola del avión.
También Carlitos Páez y Numa Turcatti ansiaban
escalar la montaña; así pues, los cuatro se
pusieron en camino a las 7 de la mañana del 17 de octubre.
Tras andar una hora descansaron un rato y luego reanudaron la
marcha. El aire estaba
enrarecido y avanzaban penosamente a medida que el Sol se
elevaba, la capa de hielo se iba derritiendo, por lo cual los
caminantes tuvieron que atarse a las botas los cojines, que a
poco tiempo se empaparon. Ninguno había comido nada
sustancioso desde hacía cerca de cinco días;
Canessa les propuso regresar. Rechazada esta iniciativa, todos
siguieron adelante trabajosamente. Pero cuando Fito
se hundió en la nieve hasta la cintura, al borde de una
grieta, el incidente los alarmó. Y no se veía por
allí ni una maleta, ni rastro de la cola del
Fairchild.
-No será fácil salir de aquí -comentó
Canessa-. Ya ven qué débiles estamos por la falta
de alimento.
-~ ¿Saben lo que me dijo Nando?
-preguntó Páez- Que si no nos llegara auxilio, se
comería a uno de los aviadores -y tras un silencio
añadió
El golpe en la cabeza debió de trastornarlo.
-No lo sé -replicó Fito-. Tal vez sea ese el
único medio de sobrevivir.
Carlitos no dijo nada más, y los cuatro emprendieron el
regreso cuesta abajo.
Cuando la dirección del tráfico aéreo
de Santiago perdió contacto con el Fairchild uruguayo,
telefoneó inmediatamente al Servicio
Aéreo de Rescate. EL comandante del SAR estaba ausente,
así que llamaron a dos ex comandantes, Carlos
García y Jorge Massa, para que dirigieran la
operación de localización y salvamento.
Aquella misma tarde un avión DC-6 empezó a
registrar el corredor aéreo que va de Curicó a
Santiago, a partir de la última posición dada por
el aparato perdido. Al no descubrir nada, el DC-6 tomó la
ruta que debía haber seguido el Fairchild, hasta la zona
situada entre Curicó y el Planchón. Una ventisca
que azotaba este último lugar no les permitió ver
nada, y el avion regresó a Santiago.
Al día siguiente García y Massa estudiaron con
más detenimiento los datos de que
disponían.. Los comandantes llegaron a la
conclusión de que el Fairchild no podo estar sobre
Curicó a la hora que en el copiloto había
comunicado tal posición, sino que estaría sobre
Planchón, y que, en vez de virar hacia Santiago, el
avión perdido había volado hacia el centro de los
Andes. Massa y García delimitaron cuidadosamente en el
mapa un cuadrado de 50 centímetros de que representaba la
zona donde debió de ocurrir el desastre. Luego despacharon
desde Santiago varios aviones para explorarla.
No era labor sencilla. Las montañas de la región
llegan a 4500 metros sobre el nivel del mar. Si el Fairchild se
hubiese estrellado entre ellas, seguramente habría
caído en uno de los valles que se abren a 3600 metros de
altitud y donde la nieve alcanza de cinco a 30 m de espesor.
Además, como la parte superior del fuselaje estaba pintada
de blanco, resultaría invisible para cualquier
avión que volara encima de los picos andinos. No obstante
un convenio internacional prescribe que el país donde
ocurra un accidente aéreo habrá de buscar los
restos del aparato desaparecido durante diez días. Tal era
el deber que correspondía al Servicio
Aéreo de Rescate.
La busca continuó hasta el 17 de octubre; ese día
cubrían la región nubes espesas y grandes capas de
nieve. Mientras tanto llegaron a Chile 22 parientes de los
pasajeros, dispuestos a ayudar en lo que pudieran, a la vez que
elaboraban diversas hipótesis acerca del sitio de caída
del avión.
El 19 de octubre el SAR reanudó la busca, que se
prolongó hasta la mañana del 21. Al mismo tiempo
unos aviones argentinos hicieron sobre Mendoza vuelos de
reconocimiento. No se encontró ni rastro de1
Fairchild.
Desde el principio los hombres del SAR abrigaron pocas esperanzas
que pudiera sobrevivir alguien a un desastre en la cordillera. En
esa época del año la temperatura
desciende por la noche hasta 30 o 40 grados C. bajo cero, de
suerte que por un capricho del destino, unos cuantos viajeros
hubiesen sobrevivido al accidente, sin duda habrían muerto
de frío la primera noche mientras tanto, los del SAR
arriesgaban la vida en sus vuelos y gastaban grandes cantidades
de combustible. El 21, a mediodía, los ex comandantes
García y Massa, convencidos de que sería
inútil continuar buscando, anunciaron que en "vista de los
resultados negativos, se suspende la busca del avión
uruguayo".
Aquella noche, en la montaña, Nando Parrado
despertó al sentir que Susana se le había helado en
los brazos. Al momento aplicó los labios a la boca de su
hermana y, mientras las lágrimas le rodaban por las
mejillas, trató de insuflar aire en los pulmones de la
joven. Cuando el cansancio lo obligó a cejar en su
empeño, Carlitos Páez lo remplazó,
pero en vano. Susana había
muerto.
Tabú primitivo
Los sobrevivientes despertaron la mañana del domingo 22 de
octubre para enfrentarse al décimo día de
permanencia en la montaña. Los primeros en salir del
fuselaje fueron Marcelo Pérez y Roy Harley. Este
último había encontrado una radio de transistores, con
la cual consiguieron captar partes de trasmisiones chilenas. Pero
no oyeron noticias de que se hicieran esfuerzos para
salvarlos.
De los demás jóvenes, pocos se molestaron en salir
a la nieve. El hambre empezaba a hacer estragos. Cuando se
ponían en pie, se mareaban y les costaba trabajo mantener
el equilibrio.
Sentían frío, incluso cuando el Sol estaba lo
bastante alto para calentarlos, y ya la piel se les
iba arrugando como si fueran ancianos. Para todos resultaba claro
que no podrían sobrevivir mucho tiempo.
Se concentraron en buscar nuevas fuentes de
alimento. En partes de roca donde no había nieve
encontraron algunos líquenes; los arrancaron e hicieron
con ellos y con nieve una pasta que resultó amarga y
nauseabunda, sin ningún valor
nutritivo. Algunos pensaron en los cojines de las butacas, pero
estaban rellenos con nailon y espuma de caucho, y no de paja como
esperaban.
No les quedaba sino una espantosa posibilidad. Alrededor del
avión yacían en la nieve los cadáveres de
las víctimas, que el intenso frío había
conservado. Repugnaba a todos pensar en cortar la carne de los
que habían sido sus amigos, mas una lúcida
comprensión del trance en que se hallaban los llevó
paulatinamente a considerar tal posibilidad.
Canessa se atrevió por fin a plantear la cuestión
con toda franqueza. Arguyó con persuasiva energía
que nadie acudiría a auxiliarlos; que tendrían que
salir de allí por sus propios medios; que no
podrían hacer nada si no comían y que el
único alimento disponible era la carne humana.
Subrayó que tenían el deber moral de
conservar la vida por cualquier medio a su alcance. Como el joven
tenía firmes convicciones religiosas (todos ellos eran
católicos), sus palabras adquirían gran
importancia.
-Esa carne es alimento -prosiguió-. Las almas de nuestros
compañeros ya han abandonado sus cuerpos y están
con Dios en el cielo. Lo único que queda aquí son
los despojos, que ya no son seres humanos, sino carne, como la
del ganado que comemos en casa.
Otros intervinieron en el debate.
-~ No han visto el esfuerzo tremendo que nos costó avanzar
apenas cien metros montaña arriba?
-preguntó Fito Strauch- Piensen cuánta
energía necesitaremos para llegar a la cima.
Se convocó a una reunión al interior del Fairchild,
y por primera vez los 27 sobreviviente discutieron si
debían o no debían comer la carne de los muertos
para seguir viviendo. Canessa y Fito reiteraron sus
argumentos.
-~ Qué hemos hecho -pregunto Marcelo Pérez- para
que ahora Dios nos ponga en el trance de comernos los
cadáveres de nuestros amigos?
Siguió un momento de vacilación, y luego Zerbino se
volvió hacia el capitán del equipo para
rebatir:
-Pero ¿qué crees qué pensarían ellos?
Por mi parte, estoy de que si mi cadáver les fuera
útil querría que lo aprovecharan.
Esta reflexión del muchacho disipo muchas dudas, pues por
mas que cada uno de ellos se resistiera a comer la carne de sus
amigos, fundamentalmente estuvieron de acuerdo con Zerbino.
Los jóvenes siguieron discutiendo el punto durante la
mayor parte del día; ya entrada la tarde, resolvieron
proceder sin tardanza, pues de otra manera ya no lo harían
nunca. Sin embargo, permanecieron en silencio absoluto en el
interior del avión. Por fin cuatro de ellos; Canessa,
Zerbino, Fito Strauch y Daniel Maspons, salieron a la nieve. Sin
que ninguno pronunciara una palabra, el primero se arrodillo, le
descubrió la piel de uno de
los cadáveres y le hizo un corte con un trozo de vidrio. La carne
estaba congelada y se dificultaba cortarla, pero Canessa
persistió hasta hacer 20 tiras del tamaño de un
fósforo.
Los muchachos seguían en el Fairchild, encogidos y
silenciosos. Canessa les anunció que la comida se secaba
al sol en el techo del aparato, y que los que quisieran
podían ir a buscarla. Nadie se movió, y de nuevo el
joven demostró su entereza. Oró pidiendo a Dios que
le ayudara a hacer lo que consideraba justo, y luego cogió
una tira de carne. Pero vaciló; a pesar de su inconmovible
voluntad, lo paralizó el horror de lo que se
disponía a hacer. No podía llevarse la mano a la
boca ni dejarla caer; luchaban en él la repulsión y
el firme propósito, que al fin prevaleció.
Alzó entonces la mano, se metió en la boca el trozo
de carne y lo deglutió.
Tuvo una sensación de triunfo; había superado un
tabú primitivo. Sobreviviría.
Aquella noche, más tarde, los muchachos salieron del
avión en grupos
pequeños para seguir el ejemplo de Canessa. Zerbino
tomó una tira y quiso tragarla, pero se le atascó
en la garganta. Se introdujo un puñado de nieve en la boca
y con ella logró pasarla. Fito Strauch hizo lo mismo, y luego otros.
4. El alud
A la mañana siguiente Roy Harley encendió
la radio de
transistores y
se enteró de que el SAR había desistido de buscar
al Fairchild. Cuando lo supieron los demás empezaron a
rezar entre sollozos… Todos, excepto Parrado, que fijaba la
vista en los picos de las montañas erguidas al
occidente.
Quería iniciar la marcha en seguida, y sus
compañeros lo disuadieron a duras penas. Al fin y al cabo
diez días antes lo habían dado por muerto.
Así pues, se acordó que un grupo de los más
fuertes hiciera el intento, y, poco después de una hora,
Zerbino, Turcatti y Maspons iniciaron la ascensión. Sus
amigos los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron.
Los tres emprendieron la marcha tan impulsivamente que no
pensaron en equiparse como era debido. Calzaban mocasines o
zapatos con suelas de caucho y sólo vestían camisa,
suéter y una chaqueta ligera; se cubrían las
piernas con delgados pantalones. Creían que su
expedición sería corta, pero estuvieron dos
días en la montaña, y la única noche que
pasaron allí sufrieron tanto frío como si hubieran
ido desnudos. Tuvieron que golpearse unos a otros con manos y
pies para activar la
circulación sanguínea; ninguno de ellos
creyó sobrevivir.
Al día siguiente reanudaron la marcha, pero, conforme iban
ascendiendo, la empresa les
parecía desesperada. Cada vez que creían haber
llegado a la cima veían en realidad sólo
habían franqueado un collado; la cumbre se alzaba
aún muy por encima de ellos.
Por fin encontraron parte de restos del avión, y
allí se explicaron lo sucedido a las víctimas cuyo
paradero ignoraban. No encontraron, sin embargo, ni rastro de la
cola. Agotados, iniciaron el regreso montaña abajo.
-En mi opinión -declaró Maspons cuando iban a
llegar al Fairchild-, debemos ocultar a los demás lo
difícil de nuestra situación.
No era necesario, pues los tres arrastraban los congelados pies y
a Zerbino lo había cegado el resplandor de la nieve. Para
nadie era un secreto que la corta expedición había
estado a punto
de acabar con tres de los jóvenes más vigorosos del
grupo.
Al anochecer del decimoséptimo día Roy Harley se
disponía a dormirse cuando sintió una leve sacudida
y un segundo después oyó que caían al
suelo unos
trozos de metal. Se puso en pie de un salto, pero al hacerlo se
hundió en la nieve hasta la cintura. Al mirar en torno
quedó horrorizado. Un alud había derrumbado la
barrera levantada a la entrada del avión, y quedó
sepultado todo lo que estaba en el interior del fuselaje:
personas dormidas, mantas, cojines. Roy escarbó
febrilmente en busca de Carlitos, que dormía cerca.
Descubrió al fin el rostro, y en seguida el torso de su
amigo.
Luego vio que salían de entre la nieve las manos de otros
compañeros; Harley dejó a Carlitos. Sintió
desesperación; al parecer sólo él estaba en
condiciones de auxiliarlos. Desenterró a Canessa y se
dirigió a la parte delantera de la cabina, donde
halló a Fito Strauch. Pero pasaban los minutos y muchos
seguían sepultados por la nieve.
Carlos Roque, el mecánico del avión, y Juan Carlos
Menéndez murieron casi instantáneamente aplastados
por la barrera de la entrada y las toneladas de nieve que les
cayeron encima. Numa Turcatti y Alfredo "Pancho" Delgado quedaron
atrapados bajo la curvada puerta de emergencia del avión,
que usaban como parte de la barrera. Bajo la cóncava
superficie tenían aire suficiente para respirar.
Permanecieron allí seis o siete minutos hasta que otros
compañeros los sacaron.
Todos trabajaron con tanta en energía como pudieron,
escarbando la nieve y desenterrando a una persona tras
otra. A unas las sacaron sólo a medias para que lograra
respirar mientras buscaban a otra. Pero pasado aquel trance,
cuando todos los que seguían con vida se apretujaban entre
sí en el reducido espacio que quedaba entre el techo del
Fairchild y el glacial piso de nieve, comprobaron que varios de
amigos más queridos yacían sepultados bajo sus
píes. Marcelo Pérez, el capitán del equipo
de rugby, había muerto. Fallecieron también Enrique
Platero, cuya herida del vientre ya había cicatrizado;
Gustavo Nicolich; Daniel Maspons, el mejor amigo de Canessa;
Liliana Methol, la que había consolado todos, y Diego
Storm. En total, el alud había matado a ocho personas
Al caer la noche los sobrevivientes estaban empapados,
entumecidos, tiritando de frío. No tenían mantas,
zapatos ni cojines para abrigarse, y apenas quedaba lugar donde
sentarse o estar de pie. Lo único que podían hacer
era permanecer tendidos, apretados unos contra otros, y darse
manotazos para que la sangre les
circulara, pero sin saber siquiera a quién
pertenecían las piernas o brazos que golpeaban.
El poco aire que circulaba, enrarecido y sofocante, fue causa de
que varios chicos estuvieran a punto de desmayarse. Parrado
tomó una barra de acero, parte de la herramienta del
avión, y trató de perforar con ella el techo de la
cabina. Trabajaba a la luz de cinco encendedores mientras los
jóvenes que lo rodeaban lo miraban inquietos, pues
ignoraban si la nieve que los cubría tendría medio
metro o cinco metros de espesor. Pero en cuanto el muchacho
consiguió atravesar el techo y sacar la barra por el
agujero, la sintió salir al aire libre sin ninguna
dificultad.
El avión había quedado con la proa hacia arriba,
por lo que, al parecer, la cabina de mandos ofrecía la
mejor vía de escape. Pero cuando Roy Hanley rompió
al fin una de las ventanillas delanteras, comunico a sus
compañeros que soplaba una furiosa ventisca.
La tormenta se prolongó otros dos días, durante los
cuales no pudieron comer nada. Los muertos al estrellarse el
Fairchild estaban bajo la nieve, afuera del avión;
así pues, varios muchachos desenterraron un cadáver
de las víctimas del alud, y la vista de todos cortaron de
él unos trozos de carne. Anteriormente aquel alimento se
había puesto al menos a secar al sol, peno esta vez no
tuvieron más remedio que comerlo crudo. Fue una
impresión terrible; algunos no pudieron comer pedazos de
la carne del cadáver de un amigo que dos días a
aún vivía entre ellos.
El primero de noviembre dejó nevar, y seis jóvenes
salieron a calentarse al sol en el techo del avión.
Canessa y Zerbino quitaron la nieve de las ventanillas para que
penetrara más luz; Fito y Eduardo Strauch y Daniel
Fernández licuaron nieve para convertirla en agua potable,
mientras Carlitos fuma un cigarrillo pensando en su familia, pues
aquel día era cumpleaños de su padre y de su
hermana. Tenía la certeza de que volvería a verlos.
Si Dios lo había salvado de morir en el choque y en el
alud, era para devolverlo a sus seres queridos. Reforzaba esta
convicción al sentir la presencia del Creador en el
paisaje que lo rodeaba.
El tiempo siguió despejado los días siguientes. No
ocurrieron grandes nevadas, y los más fuertes y activos de los 19
muchachos sobrevivientes pudieron abrir un segundo túnel
en la parte posterior del aparato. Así se dedicaron a
retirar la cabina la nieve y los cadáveres sepultados. La
nieve estaba dura como la roca y la herramienta era inapropiada
para la tarea. Les fue difícil mover aquellos cuerpos,
congelados en un último ademán defensivo; algunos
quedaron con los brazos en alto para protegerse el rostro, como
las víctimas del Vesubio en Pompeya.
Los sobrevivientes tardaron ocho días en convertir los
restos del avión en un sitio medianamente habitable. Pero
sintiendo que Dios los ayudaría si se ayudaban a sí
mismos, empezaron a hacer planes para escapar.
Operación
Navidad
Los sobrevivientes decidieron formar un grupo de cuatro
expedicionarios. Varios muchachos se ofrecieron de voluntarios,
pero era evidente que unos constituían mejores candidatos
que otros. Parrado estaba tan decidido a escapar que, si no lo
hubieran elegido, se habría marchado por su propia cuenta.
También Turcatti insistió en formar parte del
cuarteto; ya había participado en dos cortas expediciones
en que dio pruebas de su
vigor. Canessa, apodado "Músculos", se creía en el
deber de tomar parte en ha empresa por su
excepcional fuerza física. El cuarto del
grupo fue Antonio Vizintín.
Una vez elegidos, a los cuatro se les consideró una casta
de guerreros con privilegios especiales. Comían mas carne
que los demás; dormían donde querían y el
tiempo que desearan. Ya no se les exigía que hicieran
ninguna labor. Por la noche se decían plegarias por su
salud y
bienestar, y en presencia de ellos todas las conversaciones eran
optimistas.
A los expedicionarios no se les consideraba jefes, sino una clase
aparte. Los tres que en realidad gobernaban a la pequeña
comunidad eran
Eduardo y Fito Strauch, y Daniel Fernández (primos los
tres entre sí). Seguían en la escala
jerárquica Carlitos Páez, Pedro Algorta y Gustavo
Zerbino, que actuaban como ayudantes de Daniel Fernández y
de los Strauch. El sistema
funcionaba a la perfección.
Dos sobrevivientes no podían trabajar con el equipo:
Rafael Echavarren y Arturo Nogueira. Echavarren, el muchacho al
que se le desprendió parcialmente la pantorrilla,
tenía la pierna llena de pus; además se le
había helado el pie y se le iba extendiendo desde los
dedos el negror de la gangrena.
Al principio Arturo Nogueira había estado en mejores
condiciones físicas, pero él también
sufría una lesión infectada en una pierna, y
después del alud decayó rápidamente.
Pasó toda una semana sin que advirtieran que el muchacho
no había comido su ración. Entonces Pedro Algorta
le metía en la boca los trocitos de carne. Pero en vano;
Nogueira falleció dos días después, mientras
dormía en brazos de Algorta.
La muerte de
Nogueira echó por tierra la
suposición de que los sobrevivientes del alud estaban
destinados a salvarse, con lo cual fue más acuciante la
necesidad de escapar. Al aproximarse la primavera andina, los
expedicionarios se dedicaron a preparar la ropa que
llevarían. El único contratiempo fue que alguien
pisó a Turcatti en la pierna y la magulladura
empezó a infectársele. Numa declaró que
aquello no tenía importancia, y por le tanto nadie
pareció preocuparse. Pensaban sobre todo en la ruta que
deberían seguir. Todos sabían, luego, que Chile
quedaba al occidente; pero también que el agua corre
siempre hacia el mar. Por tanto, razonaban, el valle en que
estaban (y que bajaba al oriente) doblaría en algún
punto hacia el oeste. Basados en esta hipótesis, los
expedicionarios se proponían emprender la marcha valle
abajo. Las montañas que se alzaban al poniente eran
demasiado altas para intenta escalarlas.
Tuvieron que diferir la partida fijada para el 15 de noviembre:
una fuerte ventisca obligó a los expedicionarios a
regresar a las pocas horas de marcha y el viento siguió
soplando dos días, durante los cuales empeoró la
pierna de Turcatti. Todos pensaban que sólo
retrasaría a los demás.
Al despertar por la mañana del viernes 17 de noviembre,
cuando llevaban ya cinco semanas en la montaña, vieron
todos un cielo azul y despejado; Parrado, Canessa y
Vizintín no tardaron en ponerse en camino. Sin embargo,
tras dos de marcha ocurrió un incidente les hizo alterar
los planes: encontraron la cola del avión. Aquello
equivalió al hallazgo de un tesoro, porque iba allí
la mayor parte del equipaje, así como las baterías
que, según había dicho el mecánico,
necesitaba la radio del
Fairchild para funcionar.
Los tres expedicionarios decidieron regresar al avión,
retirar el emisor de radio y llevarlo adonde estaba la cola. Al
tomar esta resolución tuvieron también en cuenta un
segundo factor: observaron desde su posición que, al
parecer, el valle no torcía hacia occidente, sino que se
prolongaba hacia el este. Pasaron dos días guarecidos en
la cola, tras lo cual volvieron a emprender la subida de regreso
hasta el avión; llevaban un improvisado trineo y alforjas
con ropa para sus compañeros.
Al reunirse con el resto del grupo, lo encontraron presa del
desaliento y la desesperación: el día anterior
había muerto Echavarren.
En otros lugares del mundo, no todos los padres de los viajeros
perdidos consideraban definitivo el fallo del SAR. El 5 de
diciembre un grupo de padres de los desaparecidos visitó
al comandante en jefe de la Fuerza Aérea Uruguaya para
pedirle que enviara un avión a inspeccionar la cordillera.
El comandante llamó a un oficial subalterno que
había colaborado con el SAR en la investigación del desastre. El oficial
informó que no se podría intentar nada antes de
febrero. Aquel invierno cayeron en los Andes las más
fuertes nevadas de los 30 años últimos. El
avión debía de estar completamente sepultado bajo
la nieve y, por otra parte, no cabía que quedara viva
alguna victima.
El comandante se volvió a los hombres que tenía
frente así; suponía que aceptarían el
informe del
oficial. Pero, aunque en el fondo todos estaban convencidos de
que una nueva busca seria infructuosa, insistieron en que era
necesaria. El comandante cedió: "Señores
declaró, "la Fuerza Aérea Uruguaya pondrá un
avión a disposición de ustedes". El 11 de diciembre
salieron cinco de los padres rumbo a Santiago desde donde
volarían sobre los Andes. Llamaron a su empresa
"Operación Navidad".
Motivo de orgullo
EL INTENTO de hacer funcionar el aparato de radio fracasó.
Sin más herramienta que un destornillador, una navaja y
unos alicates, los jóvenes desconectaron los
audífonos, el micrófono y el trasmisor, y
desmontaron la antena del techo del avión. Tardaron varios
días hacerlo, y luego Canessa, Parrado y Vizintín,
seguidos por Roy bajaron hasta el lugar en que estaba la cola.
Permanecieron afuera ocho días; Parrado y Vizintín
volvieron en una ocasión en busca de comida
Harley y Canessa hicieron todas las conexiones entre la
batería, la radio y la antena, pero no conseguían
captar ninguna señal por los audífonos. Pensando
que la antena estaría estropeada, arrancaron unos pedazos
de alambre de los circuitos
eléctricos y con ellos improvisaron otra antena de
unos 20 metros de longitud. Cuando la conectaron a la radio de
transistores, lograron escuchar muchas radiodifusoras de Chile,
Argentina y Uruguay. Sin
embargo, al conectarla al receptor de1 avión no lograron
captar ninguna señal.* No era posible captarla. Para que
funcionara el aparato de radio del avión necesitaban una
corriente alterna
de 110 voltios, que normalmente se obtenía de un generador
acoplado a los motores del
Fairchild . La batería solo producía una corriente
continua de 28 voltios.
Siguieron trabajando, y en eso oyeron por la radio de
transistores un boletín en que se anunciaba la
reanudación de la busca de los sobrevivientes con un
avión Douglas C-47 del Uruguay. Los
muchachos resolvieron formar una gran cruz en la nieve, junto a
la cola, utilizando para ello las maletas esparcidas a su
alrededor. Pero antes de partir Vizintín desprendió
el material aislante del sistema de
calefacción del Fairchild, instalado en la cola. Esta
material haría las veces de excelente saco de dormir y les
resolvería el problema que los había atormentado
cómo calentarse durante la noche sin tener que refugiarse
en el avión.
Al volver Canessa al Fairchild, la desolación del cuadro
que se ofrecía a la vista lo dejó consternado.
Después de ocho días de ausencia pudo observar con
cierta objetividad la demacración de los barbados rostros
de sus amigos. Vio también con otros ojos un horripilante
espectáculo sobre la nieve: cráneos y
cadáveres desgarrados, y se dijo que antes de que
acudieran a auxiliarlos tendrían que "limpiar" aquel
lugar.
Los expedicionarios comunicaron a los demás lo que
habían oído por
la radio, aunque estaban decididos a arrostrar los peligros de
una nueva expedición. La noticia del Douglas C-47 no
había afectado un ápice la resolución de
escapar que animaba a Parrado, pero en Canessa provocaba cierta
vacilación. "Tendremos que esperarlos diez días
cuando menos", argüía, "y luego tal vez nos pondremos
en marcha. Es una locura arriesgar la vida sin necesidad".
Este retraso encolerizó al grupo. No habían tratado
a Canessa con toda clase de mimos por espacio de tanto tiempo
para que él, llegado el momento, se negara a partir.
Tampoco confiaban en que el C-47 los encontrara; primero oyeron
por la radio que el avión de rescate había tenido
que aterrizar en Buenos Aires por
una avería del motor, y que
luego debió hacer reparaciones en Los Cernillos. Fito
preguntó a Canessa: "¿ No comprendes que no buscan
sobrevivientes? Vienen en busca de cadáveres.
Tomarán fotografías aéreas y
regresarán a revelarlas, a estudiarlas. Tardarán
semanas en descubrirnos .
El 8 de diciembre es la festividad de la Inmaculada
Concepción. En honor de la Virgen, y para rogarle que
intercediera por el éxito
de la expedición, los muchachos decidieron rezar los 15
misterios del rosario. Pero apenas habían recitado los
cinco primeros, se fueron apagando las voces y los jóvenes
se quedaron dormidos uno tras otro. Por tanto, completaron el
rosario a la noche siguiente, cuando Parrado cumplía 23
años. Para festejar la ocasión, la comunidad le
regaló uno de los cigarros habanos encontrados en la cola
del Fairchild.
El 10 de diciembre Canessa seguía insistiendo en que
aún no estaban preparados para salir. El saco de dormir no
estaba bien cosido, según él, ni había
reunido el equipo necesario. No obstante, en vez de dedicarse a
cumplir las tareas pendientes, Canessa permanecía
acostado, "ahorrando energías", o se limitaba a curar los
abscesos que se le habían formado en las piernas a Roy
Harley.
A la mañana siguiente los Strauch se levantaron temprano y
se pusieron a arreglar el saco de dormir decididos a que, llegada
noche, no quedaran excusas para nuevas demoras. Pero aquel
día ocurrió algo ante lo cual resultaron superfluas
sus advertencias y reconvenciones. *
Numa Turcatti estaba cada más débil. Desde antes
del accidente, su mejor amigo era Pancho Delgado, quien se
encargó de velar por él e incluso de proporcionarle
raciones extraordinarias. Turcatti, embargo, seguía
decayendo. A veces deliraba, y el 11 de diciembre cayó en
estado de coma. Delgado se apresuró a ir a su lado. Numa
yacía con los ojos abiertos, pero no parecía
advertir la presencia de su amigo. Respiraba lenta y penosamente.
Pancho, de rodillas, empez6 a rezar el rosario. Mientras oraba
Numa dejó de respirar.
La muerte de
Turcatti convencía a Canessa de que no podrían
esperar más. Roy Harley, José Luis Inciarte y
Moncho Sabella estaban muy débiles y a menudo desvariaban.
El retraso de un solo día podría ser para ellos la
muerte. En
consecuencia, todos acordaron que la expedición
saldría al día siguiente rumbo a Chile, hacia el
oeste.
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