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Enviado por romulo



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    Indice
    1.
    Introducción

    2. Posibilidades de
    rescate

    3. Busca
    inútil

    4. El alud
    5. Hacia la
    cima

    6. El
    salvamento

    7. "Tal como
    ocurrió"

    1.
    Introducción

    El Fairchild F-227, bimotor de turbohélice de la
    Fuerza
    Aérea Uruguaya, despegó de Montevideo rumbo a
    Santiago de Chile.
    Normalmente este viaje se hace en unas cuatro horas, pero los
    informes de
    mal tiempo en los
    Andes obligaron al avión a aterrizar en una población de la vertiente Argentina de la
    cordillera. Preocupaba a los tripulantes de la nave cruzar las
    montañas, pues los Andes se elevan en promedio a casi 4000
    metros sobre el nivel del mar, y algunos picos llegan hasta los
    6100. El Aconcagua, cerca de la ruta que debían seguir,
    tiene una altitud de aproximadamente 6950 metros, y es la cumbre
    más alta del Hemisferio Occidental. El techo del Fairchild
    era de 6860 metros.
    Al día siguiente, 13 de octubre de 1972, el cielo se
    despejó parcialmente y el Fairchild volvió a
    despegar, esta vez rumbo al sur hacia el paso del
    Planchón. Iba a los mandos el copiloto, teniente Dante
    Héctor Lagurara, que enfiló hacia Malargüe,
    población situada en la parte Argentina del
    paso. El avión tomó una altitud de 18.000 pies
    (5486 metros) y surcó los aires con un viento de cola
    variable de 20 a 60 nudos.
    Al llegar a Malargüe el aparato viro para volar sobre la
    cordillera; la muralla de piedra parda y gris se erguía
    hasta el cielo. Lagurara calculaba llegar al Planchón
    (paso situado a mitad de la cordillera donde cambiaría del
    control argentino
    del tráfico aéreo al chileno) a las 3:21 de la
    tarde. Al penetrar en la zona montañosa, un manto de nubes
    le ocultaba la topografía, pero encima de él la
    visibilidad era buena; en cualquier caso, como la gigantesca
    cordillera estaba cubierta de nieve, el copiloto no habría
    podido identificar el Planchón. Sólo
    advirtió un cambio
    importante: el moderado viento de cola se había
    trasformado en un fuerte viento frontal. Por tanto, el avance
    real del avión había disminuido de 210 a 180
    nudos.
    A las 3:21 Lagurara radió a Santiago que volaba sobre el
    paso del Planchón y que, según sus cálculos,
    pasaría sobre Curicó (pueblo chileno de la
    vertiente occidental de los Andes) al cabo de 11 minutos, esto
    es, a las 3:32. Con todo, apenas tres minutos después el
    Fairchild volvió a comunicarse con Santiago e
    informó que ya estaba sobre Curicó. El avión
    dio un viraje de 90 grados y enfiló hacia el norte. En
    vista de los datos radiados
    por el copiloto, la torre de control de
    Santiago lo autorizó a iniciar un descenso lento. A 4600
    metros de altitud el avión penetró en una nube y
    comenzó a bambolearse. Lagurara encendió los
    letreros luminosos que prohíben fu mar y ordenan sujetarse
    los cinturones de seguridad, y
    pidió al sobrecargo que vigilara el cumplimiento de estas
    instrucciones en la cabina. El aparato había sido fletado
    por 15 jugadores de un equipo de rugby de aficionados, la
    mayoría de los cuales acababa de terminar sus estudios en
    el Colegio Stella Maris de Montevideo. Además, con ellos
    viajaban 25 parientes y amigos para verlos jugar en Chile.
    Entre los jóvenes reinaba el regocijo; llevaban consigo su
    balón y se lo arrojaban de unos a otros en la cabina. En
    la parte posterior un grupo jugaba
    una partida de naipes, y más allá, cerca de la
    cocina, el sobrecargo y el navegante jugaban al truco. Al volver
    de la cabina de mandos para reanudar el juego, el
    sobrecargo indicó a los muchachos que aún estaban
    de pie en el pasillo que volvieran a sus asientos. "Se anuncia
    mal tiempo", dijo.
    "Pero no se preocupen; pronto aterrizaremos.
    El avión se internó por un segundo banco de nubes y
    empezó a estremecerse y a cabecear en forma alarmante. Uno
    de los muchachos tomó el micrófono que estaba en la
    parte trasera de la cabina y dijo en broma: "Señoras y
    señores, sírvanse ponerse los paracaídas.
    Estamos a punto de aterrizar en la cordillera".
    En ese momento el aparato entró en una fuerte corriente
    descendente y bajó violentamente varios cientos de metros.
    Sin
    embargo, algunos jóvenes no se habían abrochado los
    cinturones cuando el Fairchild penetró en una segunda
    corriente de aire y se
    desplomó como una piedra otros cientos de metros.
    "¡01e, o1e, y ole!" gritaron los muchachos; mejor dicho,
    los que no podían ver por las ventanillas. Quienes iban
    mirando quedaron petrificados de espanto. Porque con el segundo
    descenso el aparato había quedado bajo las nubes, y la
    vista no era del central de Chile, sino del rocoso canto de una
    montaña nevada, a sólo tres metros del
    avión.
    Rugieron los motores al tratar
    el Fairchild de volver a ganar altitud. El avión
    ascendió un poco, pero en seguida se oyó un
    estruendo ensordecedor: el ala derecha había dado contra
    la pared de la montaña, se desprendió, fue a dar
    contra el fuselaje y arrancó la cola del aparato. Por los
    aires helados cayo el sobrecargo, el navegante y naipes, seguidos
    por tres muchachos atados aun a sus asientos. Un momento
    después se desprendió el ala izquierda.
    Sin alas y sin cola, el avión se precipitó hacia la
    escarpada montaña. Sin embargo, en vez de hacerse
    añicos contra una pared rocosa, aterrizó de vientre
    y empezó a deslizarse como un tobogán por la nieve
    de la empinada cuesta.
    Otros dos muchachos salieron disparados del aparato; el resto de
    los viajeros quedó en el fuselaje, que se deslizaba
    velozmente montaña abajo. La fuerza de la
    desaceleración hizo que las butacas se desprendieran de su
    base y se fueran hacia adelante: aplastaron a quienes se
    encontraban en medio y derribaron el mamparo que separaba la
    cabina de pasajeros del compartimiento de equipajes
    delantero.
    Los pocos viajeros que aún conservaban el juicio
    aguardaban el choque del fuselaje contra las rocas. Pero no
    hubo tal sacudida. El joven Carlos Páez rezaba el
    avemaría, que había iniciado cuando el ala
    pegó en la montaña. Al recitar las últimas
    palabras de la oración, el aparato se detuvo.
    Siguió un instante de silencio, y luego, poco a poco, de
    todos los puntos de la
    cabina destrozada fueron surgiendo señales de vida:
    gemidos, oraciones, gritos que imploraban auxilio.
    Algunos de los pasajeros más jóvenes, temerosos de
    que el avión estallara, saltaron fuera por el enorme
    boquete abierto en la
    popa. Alrededor de ellos no había más que nieve, y
    más allá, en tres lados,. sólo se
    veían las grises paredes de las montañas. El
    Fairchild se había detenido de proa a la hondonada, en un
    tramo ligeramente ascendente. Al otro lado del valle se
    veían mas montañas, lejanas y ocultas en parte por
    nubes grises.

    2. Posibilidades de rescate

    Los primeros jóvenes que se pusieron en movimiento en
    el interior de la cabina creyeron al principio ser los
    únicos sobrevivientes, pero comenzaron a surgir otros de
    los restos del aparato. En realidad, sólo tres pasajeros
    que se hallaban todavía en el fuselaje murieron en el
    choque. Un cuarto viajero, que sangraba copiosamente por una
    pierna cercenada, falleció poco después. De todas
    partes salían gritos de socorro de los lesionados.
    Dos muchachos, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, estudiantes de
    medicina,
    auxiliaron a cuantos pudieron. Improvisaron vendas con las fundas
    de los respaldos de las butacas, pero fueron lamentablemente
    ineficaces para muchas lesiones. A un chico se le había
    torcido la pantorrilla de la pierna derecha hasta la espinilla y
    tenía el hueso totalmente expuesto. Zerbino asió el
    músculo, lo acomodó en su sitio y ató con
    una camisa la pierna herida.
    Otro muchacho, Enrique Platero, fue en busca de Zerbino. Llevaba
    un tubo de acero clavado en
    el vientre. El estudiante de medicina se
    alarmó, pero recordó que un buen médico
    trata siempre de infundir animo a su paciente, así que le
    dijo en tono jovial: "No te preocupes. Eres fuerte. Ven a
    ayudarme".
    Platero aceptó al parecer la opinión de Zerbino y
    se dispuso a auxiliar a los demás. De pronto el segundo
    asió el tubo, apoyó la rodilla en Platero y
    tiró con fuerza. El trozo de acero
    salió, pero también con el lo que parecían
    ser unos 15 cm. del intestino de Enrique. El joven se fajó
    rápidamente, y a continuación, animado sin cesar
    por Gustavo Zerbino, siguió ocupándose de los
    heridos.
    Todos los sobrevivientes estaban seguros de que ya
    se habría difundido la noticia de la desaparición
    del avión, y pensaban que facilitarían el rescate
    si lograban radiar señales. La entrada a la cabina de los
    pilotos, estaba bloqueada por las butacas apiladas al frente del
    compartimiento de pasajeros; pero desde el otro lado llegaban
    señales de vida, y Ram6n "Moncho" Sabella se
    ofreció a tratar de comunicarse con los pilotos desde
    fuera.
    Era casi imposible andar sobre la gruesa capa de nieve, pero
    Sabella discurri6 valerse de los cojines de los asientos a manera
    de escalones para alcanzar la proa del avi6n. Allí
    encontr6 al piloto y al copiloto atrapados en sus asientos;
    tenían clavados en el pecho los instrumentos del aparato
    destrozado. El piloto estaba muerto, pero el copiloto,
    consciente, pedía agua. El.
    joven puso un poco de nieve en un pañuelo se lo aplic6 a
    la boca. En seguida trato de conectar trato de conectar el
    aparato de radio, que no
    funciono.
    Declinaba la luz del
    día. A las 6 ya casi había anochecido, y la
    temperatura
    era de varios grados bajo cero. Era evidente que aquel día
    ya no llegarían a salvarlos. Así, acurrucados en el
    interior del avión los 32 sobrevivientes se dispusieron a
    pasar la noche.

    Muerte y
    desolación

    La rotura de la parte trasera del fuselaje era muy irregular;
    había dejado siete ventanillas en el costado izquierdo del
    avi6n, pero solamente cuatro en el derecho. La distancia entre la
    cabina de los pilotos y el boquete abierto en la popa era apenas
    de seis metros, y en casi todo ese espacio se hacinaban
    desordenadamente las retorcidas butacas. El único espacio
    que habían conseguido despejar antes de anochecer era el
    contiguo al boquete, y allí acomodaron a los heridos de
    gravedad.
    Los sobrevivientes podían tenderse casi horizontalmente,
    pero el fuselaje apenas los protegía de la nieve y del
    áspero viento que soplaba en las tinieblas. El
    capitán del equipo de rugby, Marcelo Pérez, con la
    ayuda de un fornido jugador llamado Roy Harley, se afanó
    en levantar una barrera contra el frío con todo lo que
    encontró a mano; especialmente las maletas y los
    asientos, pero el viento soplaba tan intensamente que la
    improvisada barrera se derrumbaba una y otra vez.
    Durante toda la noche se estuvieron oyendo en la oscuridad los
    gritos, gemidos y desvaríos de los heridos, así
    como las débiles exclamaciones del desesperado Lagurara.
    "Ya pasamos Curicó", decía. "Pasamos
    Curicó":
    A pesar de las grandes molestias que sufrían, algunos
    jóvenes lograron conciliar el sueño, pero la noche
    parecía interminable. En cierto momento Zerbino
    creyó ver la débil luz del alba a
    través de la barrera protectora. Vio su reloj y eran
    apenas las 9 de la noche. Poco después los que
    yacían en el centro del aparato oyeron unas palabras
    extrañas al lado dé la puerta. Imaginaron que
    algún grupo
    acudía en su auxilio, pero pronto se
    desengañaron:
    era un herido que oraba en inglés.
    La mañana del sábado 14 de octubre, al salir
    el Sol,
    iluminó la masa informe del
    Fairchild, semisepultada en la nieve. El avión destrozado
    estaría a algo más de 3.500 m. de altitud, entre el
    volcán Tinguiririca, en Chile, y el monte Sosneado, en
    Argentina. En todas direcciones se alzaban las paredes de
    gigantescas montañas. Aquí y allá
    aparecía entre la nieve la áspera piedra
    volcánica, pero en aquellos parajes no crecía nada:
    ni una mata, ni un arbusto; ni siquiera una brizna de hierba.
    En el interior del avi6n, Canessa y Zerbino empezaron una vez mas
    a examinar a los heridos, y descubrieron que otros tres
    habían muerto durante la noche. Poco era lo que
    podían hacer por los lesionados. El aparato no llevaba
    medicamentos, y Roberto Canessa se limitó a aconsejar a
    los que tenían un brazo o una pierna fracturados que
    extendieran sobre la nieve la extremidad lesionada para reducir
    la inflamación.
    Zerbino examinó la punción que Enrique Platero
    tenía en el vientre, de donde había sacado la
    víspera el tubo de acero. Desenrolló la camisa que
    servía de venda al herido y encontró, como
    temía, que le salía un tramo de intestino. Zerbino
    lo ató con hilo para contener la hemorragia, lo
    desinfectó con agua de
    Colonia y enseguida dijo a Platero que se lo introdujera de nuevo
    en la cavidad abdominal y que se volviera a vendar la herida
    inmediatamente. Enrique obedeció sin quejarse.
    No faltaba a ambos estudiantes de medicina una enfermera. Entre
    los sobrevivientes había una mujer casada,
    Liliana Methol, en quien los más jóvenes (muchos de
    ellos eran menores de 20 años) hallaron una fuente natural
    de consuelo. Los chicos, en general, estaban rodeados en sus
    hogares de las atenciones solícitas de madres y hermanas
    afectuosas. Y al encontrarse en aquella imprevista
    situación de terror y desesperación buscaron
    amparo en la
    señora, que les infundía ánimos con la
    dulzura de sus palabras.
    Durante todo el día Liliana y los estudiantes de medicina
    se dedicaron a atender a los heridos. La cabina de mando
    recibió su última visita. Lagurara no había
    dado señal de vida desde las primeras horas de la
    mañana; cuando se abrieron paso hasta él por el
    compartimiento de equipajes, encontraron que el copiloto ya
    había muerto.
    Aquella muerte
    privó a los sobrevivientes del único hombre que
    podría haberles dicho qué debían hacer para
    facilitar su salvamento. El otro tripulante con vida, el
    mecánico, les comunicó que el Fairchild no llevaba
    equipo ni bengalas para casos de urgencia. Por añadidura,
    dijo que el aparato de radio
    únicamente funcionaría con las baterías del
    avión, perdidas desde el momento de desprenderse la
    cola.
    Marcelo Pérez aún estaba seguro de que
    pronto recibirían auxilio. Sin embargo se convino en que
    necesario racionar los alimentos, y
    Marcelo mismo hizo el inventario de
    todos los víveres disponibles.
    Había algo de vino y whisky pero de alimento sólido
    sólo contaban con 13 barras de chocolate, unos caramelos
    que encontraron esparcidos por el piso de la cabina, unos cuantos
    dátiles y ciruelas pasas, un paquete de galletas saladas,
    dos latas de almejas y una de almendras, tres frasquitos de
    melocotón, manzana y zarzamora en conserva no
    constituía alimento suficiente para 28 personas, y como
    ignoraban cuántos días tendrían que esperar
    decidieron hacer durar las provisiones lo más posible.
    Aquel día Marcelo distribuyó a cada uno a la hora
    del almuerzo un trozo de chocolate y el vino contenido en la tapa
    de una lata de desodorante.
    La noche los sorprendió antes de lo que esperaban, si bien
    estaban mejor preparados. Habían despejado más
    espacio en el avión y levantaron una barrera mas
    resistente contra el viento. Por parte, había mayor
    holgura, eran menos.

    Una idea insensata
    Por la mañana del domingo 15 de octubre, los que salieron
    del avión vieron que el cielo estaba despejado; no
    obstante su aflicción, les impresionó la grandeza
    de aquel valle silencioso. El buen tiempo hizo creer que aquel
    mismo día los salvarían, o que al menos los
    avistarían. Mientras tanto debían resolver varios
    problemas. La
    carencia mas apremiante era la de agua. Se les dificultaba
    derretir la nieve en cantidad suficiente para saciar la sed, al
    tratar de comerla sólo conseguían helarse la boca.
    Fue Adolfo Strauch el que ideó un medio para licuar la
    nieve. Adolfo, a quien llamaban cariñosamente Fito, no
    formaba parte del equipo de rugby; su primo Eduardo Strauch lo
    había convencido de que lo acompañara a Chile. Al
    observar cómo derretía el sol la capa de
    nieve, Fito pensó que podrían utilizar el calor solar
    para obtener agua. Su mirada encontró un rectángulo
    de aluminio,
    parte del respaldo de un asiento destrozado. Lo dobló
    hasta darle forma de cuenco; luego plegó un pedazo para
    improvisar un caño. Puso a continuación en el
    recipiente una delgada capa de nieve y expuso el artefacto a los
    rayos solares. Al poco tiempo caía un continuo y fino
    chorro de agua en la botella que Adolfo tenía ya
    dispuesta. Cada uno de los asientos tenía uno de aquellos
    rectángulos de aluminio,
    así que pronto funcionaban varios dispositivos para
    obtener agua.
    A partir de ese día hubo otra boca más: Fernando
    (Nando) Parrado, e1 que había estado en coma
    por haberse dado un golpe en la cabeza al estrellarse el
    avión y había pasado por muerto. De pronto
    recobró el
    conocimiento, y su primer pensamiento
    fue para su madre y para Susana, su hermana, que viajaban con
    él. Le dijeron entonces que su madre había muerto y
    que su hermana, aunque gravemente aun vivía.
    Poco después del mediodía los muchachos avistaron
    un avión reactor que pasaba precisamente encima de ellos.
    Volaba a gran altura sobre las montañas, pero cuando se
    encontraban allí, entre la nieve agitaron los brazos,
    gritaron y trataron de hacer señales con trozos brillantes
    de metal. Muchos lloraron de alegría.
    Por la tarde un aparato de turbohélice paso volando de
    este a oeste a menor altura que el anterior, y poco
    después otro avión cruzó de norte a sur. De
    nuevo los sobrevivientes agitaron los brazos y gritaron pero las
    aeronaves pasaron de largo.
    A las 4 :30 surgió un biplano cuya ruta pasaba exactamente
    encima de los accidentados. Ya nada podía impedir que
    estos creyesen lo tanto deseaban creer, y algunos se sentaron en
    la nieve a esperar los helicópteros. Sin embargo, poco
    después empezó a oscurecer; el frió
    inclemente se intensifico y los helicópteros no
    llegaron.
    Parrado durmió estrechando a Susana entre los brazos; la
    cubría con el largo cuerpo para darle todo el calor que
    pudiese. Percibía la respiración irregular de su hermana, que
    gemía llamando a su madre muerta. Otros dormían a
    intervalos acurrucados y tapados con mantas improvisadas de
    trozos de cubre-asientos. En un espacio de seis metros por dos y
    medio, solo conseguían acomodarse tendiéndose por
    parejas, unos detrás de otros, con los pies apoyados en
    los hombros del que estaba delante. El menor movimiento
    resultaba intolerable para los que sufrían contusiones o
    fracturas.
    Por la mañana del cuarto día, lunes, algunos
    heridos dieron muestras de recuperación. La de Nando
    Parrado fue especialmente rápida, y el estado de
    Susana no le alarmaba. Mientras la mayoría de sus
    compañeros sólo pensaban en ser rescatados,
    él meditaba en la posibilidad de volver a la
    civilización por su propio esfuerzo.
    -Eso es imposible! -exclamó Carlitos Páez-
    Morirías helado.
    -Si me abrigo bien, no.
    -Morirías de hambre. No es posible escalar montañas
    sin más alimento que un pedazo de chocolate y un trago de
    vino.
    -Entonces cortaré carne del cadáver de uno de los
    aviadores.
    Si bien Carlitos no tomó en serio aquella sugerencia, en
    su fuero íntimo se sentía más inquieto a
    medida que trascurría el tiempo sin que los auxiliaran. Y
    también él empezó a tramar la forma de salir
    de allí.
    La dificultad mayor consistía en que no tenían la
    menor idea de dónde estaban. Por las repetidas veces que
    el copiloto se había referido a Suricó, y tras
    estudiar las cartas de
    navegación halladas en la cabina del piloto, los
    jóvenes creían que, yendo hacia occidente,
    llegarían pronto a los verdes valles y a los poblados
    chilenos. Pero las gigantescas montañas bloqueaban el paso
    hacia el oeste, y el valle en que estaban atrapados
    conducía hacia el este; es decir -pensaban ellos-, los
    llevaría otra vez al centro de la cordillera.
    Por añadidura, no habían podido alejarse del
    avión después de las 9 de la mañana. Pasada
    esta hora bastaba un poco de sol para que la capa de hielo
    empezara a derretirse y los muchachos se hundían hasta los
    muslos en la nieve blanda. Si embargo, Fito Strauch, el inventor,
    descubrió que los cojines de las butacas, atados a las
    botas, servia como raquetas para andar sobre la nieve. Él
    y Canessa decidieron explorar inmediatamente montaña
    arriba, no sólo para saber qué había del
    lado opuesto, sino también par averiguar si
    sobrevivía alguno de sus amigos que habían
    caído con la cola del avión.
    También Carlitos Páez y Numa Turcatti ansiaban
    escalar la montaña; así pues, los cuatro se
    pusieron en camino a las 7 de la mañana del 17 de octubre.
    Tras andar una hora descansaron un rato y luego reanudaron la
    marcha. El aire estaba
    enrarecido y avanzaban penosamente a medida que el Sol se
    elevaba, la capa de hielo se iba derritiendo, por lo cual los
    caminantes tuvieron que atarse a las botas los cojines, que a
    poco tiempo se empaparon. Ninguno había comido nada
    sustancioso desde hacía cerca de cinco días;
    Canessa les propuso regresar. Rechazada esta iniciativa, todos
    siguieron adelante trabajosamente. Pero cuando Fito
    se hundió en la nieve hasta la cintura, al borde de una
    grieta, el incidente los alarmó. Y no se veía por
    allí ni una maleta, ni rastro de la cola del
    Fairchild.
    -No será fácil salir de aquí -comentó
    Canessa-. Ya ven qué débiles estamos por la falta
    de alimento.
    -~ ¿Saben lo que me dijo Nando?
    -preguntó Páez- Que si no nos llegara auxilio, se
    comería a uno de los aviadores -y tras un silencio
    añadió
    El golpe en la cabeza debió de trastornarlo.
    -No lo sé -replicó Fito-. Tal vez sea ese el
    único medio de sobrevivir.
    Carlitos no dijo nada más, y los cuatro emprendieron el
    regreso cuesta abajo.

    3. Busca
    inútil

    Cuando la dirección del tráfico aéreo
    de Santiago perdió contacto con el Fairchild uruguayo,
    telefoneó inmediatamente al Servicio
    Aéreo de Rescate. EL comandante del SAR estaba ausente,
    así que llamaron a dos ex comandantes, Carlos
    García y Jorge Massa, para que dirigieran la
    operación de localización y salvamento.
    Aquella misma tarde un avión DC-6 empezó a
    registrar el corredor aéreo que va de Curicó a
    Santiago, a partir de la última posición dada por
    el aparato perdido. Al no descubrir nada, el DC-6 tomó la
    ruta que debía haber seguido el Fairchild, hasta la zona
    situada entre Curicó y el Planchón. Una ventisca
    que azotaba este último lugar no les permitió ver
    nada, y el avion regresó a Santiago.
    Al día siguiente García y Massa estudiaron con
    más detenimiento los datos de que
    disponían.. Los comandantes llegaron a la
    conclusión de que el Fairchild no podo estar sobre
    Curicó a la hora que en el copiloto había
    comunicado tal posición, sino que estaría sobre
    Planchón, y que, en vez de virar hacia Santiago, el
    avión perdido había volado hacia el centro de los
    Andes. Massa y García delimitaron cuidadosamente en el
    mapa un cuadrado de 50 centímetros de que representaba la
    zona donde debió de ocurrir el desastre. Luego despacharon
    desde Santiago varios aviones para explorarla.
    No era labor sencilla. Las montañas de la región
    llegan a 4500 metros sobre el nivel del mar. Si el Fairchild se
    hubiese estrellado entre ellas, seguramente habría
    caído en uno de los valles que se abren a 3600 metros de
    altitud y donde la nieve alcanza de cinco a 30 m de espesor.
    Además, como la parte superior del fuselaje estaba pintada
    de blanco, resultaría invisible para cualquier
    avión que volara encima de los picos andinos. No obstante
    un convenio internacional prescribe que el país donde
    ocurra un accidente aéreo habrá de buscar los
    restos del aparato desaparecido durante diez días. Tal era
    el deber que correspondía al Servicio
    Aéreo de Rescate.
    La busca continuó hasta el 17 de octubre; ese día
    cubrían la región nubes espesas y grandes capas de
    nieve. Mientras tanto llegaron a Chile 22 parientes de los
    pasajeros, dispuestos a ayudar en lo que pudieran, a la vez que
    elaboraban diversas hipótesis acerca del sitio de caída
    del avión.
    El 19 de octubre el SAR reanudó la busca, que se
    prolongó hasta la mañana del 21. Al mismo tiempo
    unos aviones argentinos hicieron sobre Mendoza vuelos de
    reconocimiento. No se encontró ni rastro de1
    Fairchild.
    Desde el principio los hombres del SAR abrigaron pocas esperanzas
    que pudiera sobrevivir alguien a un desastre en la cordillera. En
    esa época del año la temperatura
    desciende por la noche hasta 30 o 40 grados C. bajo cero, de
    suerte que por un capricho del destino, unos cuantos viajeros
    hubiesen sobrevivido al accidente, sin duda habrían muerto
    de frío la primera noche mientras tanto, los del SAR
    arriesgaban la vida en sus vuelos y gastaban grandes cantidades
    de combustible. El 21, a mediodía, los ex comandantes
    García y Massa, convencidos de que sería
    inútil continuar buscando, anunciaron que en "vista de los
    resultados negativos, se suspende la busca del avión
    uruguayo".
    Aquella noche, en la montaña, Nando Parrado
    despertó al sentir que Susana se le había helado en
    los brazos. Al momento aplicó los labios a la boca de su
    hermana y, mientras las lágrimas le rodaban por las
    mejillas, trató de insuflar aire en los pulmones de la
    joven. Cuando el cansancio lo obligó a cejar en su
    empeño, Carlitos Páez lo remplazó,
    pero en vano. Susana había
    muerto.

    Tabú primitivo
    Los sobrevivientes despertaron la mañana del domingo 22 de
    octubre para enfrentarse al décimo día de
    permanencia en la montaña. Los primeros en salir del
    fuselaje fueron Marcelo Pérez y Roy Harley. Este
    último había encontrado una radio de transistores, con
    la cual consiguieron captar partes de trasmisiones chilenas. Pero
    no oyeron noticias de que se hicieran esfuerzos para
    salvarlos.
    De los demás jóvenes, pocos se molestaron en salir
    a la nieve. El hambre empezaba a hacer estragos. Cuando se
    ponían en pie, se mareaban y les costaba trabajo mantener
    el equilibrio.
    Sentían frío, incluso cuando el Sol estaba lo
    bastante alto para calentarlos, y ya la piel se les
    iba arrugando como si fueran ancianos. Para todos resultaba claro
    que no podrían sobrevivir mucho tiempo.
    Se concentraron en buscar nuevas fuentes de
    alimento. En partes de roca donde no había nieve
    encontraron algunos líquenes; los arrancaron e hicieron
    con ellos y con nieve una pasta que resultó amarga y
    nauseabunda, sin ningún valor
    nutritivo. Algunos pensaron en los cojines de las butacas, pero
    estaban rellenos con nailon y espuma de caucho, y no de paja como
    esperaban.
    No les quedaba sino una espantosa posibilidad. Alrededor del
    avión yacían en la nieve los cadáveres de
    las víctimas, que el intenso frío había
    conservado. Repugnaba a todos pensar en cortar la carne de los
    que habían sido sus amigos, mas una lúcida
    comprensión del trance en que se hallaban los llevó
    paulatinamente a considerar tal posibilidad.
    Canessa se atrevió por fin a plantear la cuestión
    con toda franqueza. Arguyó con persuasiva energía
    que nadie acudiría a auxiliarlos; que tendrían que
    salir de allí por sus propios medios; que no
    podrían hacer nada si no comían y que el
    único alimento disponible era la carne humana.
    Subrayó que tenían el deber moral de
    conservar la vida por cualquier medio a su alcance. Como el joven
    tenía firmes convicciones religiosas (todos ellos eran
    católicos), sus palabras adquirían gran
    importancia.
    -Esa carne es alimento -prosiguió-. Las almas de nuestros
    compañeros ya han abandonado sus cuerpos y están
    con Dios en el cielo. Lo único que queda aquí son
    los despojos, que ya no son seres humanos, sino carne, como la
    del ganado que comemos en casa.

    Otros intervinieron en el debate.
    -~ No han visto el esfuerzo tremendo que nos costó avanzar
    apenas cien metros montaña arriba?
    -preguntó Fito Strauch- Piensen cuánta
    energía necesitaremos para llegar a la cima.
    Se convocó a una reunión al interior del Fairchild,
    y por primera vez los 27 sobreviviente discutieron si
    debían o no debían comer la carne de los muertos
    para seguir viviendo. Canessa y Fito reiteraron sus
    argumentos.
    -~ Qué hemos hecho -pregunto Marcelo Pérez- para
    que ahora Dios nos ponga en el trance de comernos los
    cadáveres de nuestros amigos?
    Siguió un momento de vacilación, y luego Zerbino se
    volvió hacia el capitán del equipo para
    rebatir:
    -Pero ¿qué crees qué pensarían ellos?
    Por mi parte, estoy de que si mi cadáver les fuera
    útil querría que lo aprovecharan.
    Esta reflexión del muchacho disipo muchas dudas, pues por
    mas que cada uno de ellos se resistiera a comer la carne de sus
    amigos, fundamentalmente estuvieron de acuerdo con Zerbino.
    Los jóvenes siguieron discutiendo el punto durante la
    mayor parte del día; ya entrada la tarde, resolvieron
    proceder sin tardanza, pues de otra manera ya no lo harían
    nunca. Sin embargo, permanecieron en silencio absoluto en el
    interior del avión. Por fin cuatro de ellos; Canessa,
    Zerbino, Fito Strauch y Daniel Maspons, salieron a la nieve. Sin
    que ninguno pronunciara una palabra, el primero se arrodillo, le
    descubrió la piel de uno de
    los cadáveres y le hizo un corte con un trozo de vidrio. La carne
    estaba congelada y se dificultaba cortarla, pero Canessa
    persistió hasta hacer 20 tiras del tamaño de un
    fósforo.
    Los muchachos seguían en el Fairchild, encogidos y
    silenciosos. Canessa les anunció que la comida se secaba
    al sol en el techo del aparato, y que los que quisieran
    podían ir a buscarla. Nadie se movió, y de nuevo el
    joven demostró su entereza. Oró pidiendo a Dios que
    le ayudara a hacer lo que consideraba justo, y luego cogió
    una tira de carne. Pero vaciló; a pesar de su inconmovible
    voluntad, lo paralizó el horror de lo que se
    disponía a hacer. No podía llevarse la mano a la
    boca ni dejarla caer; luchaban en él la repulsión y
    el firme propósito, que al fin prevaleció.
    Alzó entonces la mano, se metió en la boca el trozo
    de carne y lo deglutió.
    Tuvo una sensación de triunfo; había superado un
    tabú primitivo. Sobreviviría.
    Aquella noche, más tarde, los muchachos salieron del
    avión en grupos
    pequeños para seguir el ejemplo de Canessa. Zerbino
    tomó una tira y quiso tragarla, pero se le atascó
    en la garganta. Se introdujo un puñado de nieve en la boca
    y con ella logró pasarla. Fito Strauch hizo lo mismo, y luego otros.

    4. El alud

    A la mañana siguiente Roy Harley encendió
    la radio de
    transistores y
    se enteró de que el SAR había desistido de buscar
    al Fairchild. Cuando lo supieron los demás empezaron a
    rezar entre sollozos… Todos, excepto Parrado, que fijaba la
    vista en los picos de las montañas erguidas al
    occidente.
    Quería iniciar la marcha en seguida, y sus
    compañeros lo disuadieron a duras penas. Al fin y al cabo
    diez días antes lo habían dado por muerto.
    Así pues, se acordó que un grupo de los más
    fuertes hiciera el intento, y, poco después de una hora,
    Zerbino, Turcatti y Maspons iniciaron la ascensión. Sus
    amigos los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron.
    Los tres emprendieron la marcha tan impulsivamente que no
    pensaron en equiparse como era debido. Calzaban mocasines o
    zapatos con suelas de caucho y sólo vestían camisa,
    suéter y una chaqueta ligera; se cubrían las
    piernas con delgados pantalones. Creían que su
    expedición sería corta, pero estuvieron dos
    días en la montaña, y la única noche que
    pasaron allí sufrieron tanto frío como si hubieran
    ido desnudos. Tuvieron que golpearse unos a otros con manos y
    pies para activar la
    circulación sanguínea; ninguno de ellos
    creyó sobrevivir.
    Al día siguiente reanudaron la marcha, pero, conforme iban
    ascendiendo, la empresa les
    parecía desesperada. Cada vez que creían haber
    llegado a la cima veían en realidad sólo
    habían franqueado un collado; la cumbre se alzaba
    aún muy por encima de ellos.
    Por fin encontraron parte de restos del avión, y
    allí se explicaron lo sucedido a las víctimas cuyo
    paradero ignoraban. No encontraron, sin embargo, ni rastro de la
    cola. Agotados, iniciaron el regreso montaña abajo.
    -En mi opinión -declaró Maspons cuando iban a
    llegar al Fairchild-, debemos ocultar a los demás lo
    difícil de nuestra situación.
    No era necesario, pues los tres arrastraban los congelados pies y
    a Zerbino lo había cegado el resplandor de la nieve. Para
    nadie era un secreto que la corta expedición había
    estado a punto
    de acabar con tres de los jóvenes más vigorosos del
    grupo.
    Al anochecer del decimoséptimo día Roy Harley se
    disponía a dormirse cuando sintió una leve sacudida
    y un segundo después oyó que caían al
    suelo unos
    trozos de metal. Se puso en pie de un salto, pero al hacerlo se
    hundió en la nieve hasta la cintura. Al mirar en torno
    quedó horrorizado. Un alud había derrumbado la
    barrera levantada a la entrada del avión, y quedó
    sepultado todo lo que estaba en el interior del fuselaje:
    personas dormidas, mantas, cojines. Roy escarbó
    febrilmente en busca de Carlitos, que dormía cerca.
    Descubrió al fin el rostro, y en seguida el torso de su
    amigo.
    Luego vio que salían de entre la nieve las manos de otros
    compañeros; Harley dejó a Carlitos. Sintió
    desesperación; al parecer sólo él estaba en
    condiciones de auxiliarlos. Desenterró a Canessa y se
    dirigió a la parte delantera de la cabina, donde
    halló a Fito Strauch. Pero pasaban los minutos y muchos
    seguían sepultados por la nieve.
    Carlos Roque, el mecánico del avión, y Juan Carlos
    Menéndez murieron casi instantáneamente aplastados
    por la barrera de la entrada y las toneladas de nieve que les
    cayeron encima. Numa Turcatti y Alfredo "Pancho" Delgado quedaron
    atrapados bajo la curvada puerta de emergencia del avión,
    que usaban como parte de la barrera. Bajo la cóncava
    superficie tenían aire suficiente para respirar.
    Permanecieron allí seis o siete minutos hasta que otros
    compañeros los sacaron.
    Todos trabajaron con tanta en energía como pudieron,
    escarbando la nieve y desenterrando a una persona tras
    otra. A unas las sacaron sólo a medias para que lograra
    respirar mientras buscaban a otra. Pero pasado aquel trance,
    cuando todos los que seguían con vida se apretujaban entre
    sí en el reducido espacio que quedaba entre el techo del
    Fairchild y el glacial piso de nieve, comprobaron que varios de
    amigos más queridos yacían sepultados bajo sus
    píes. Marcelo Pérez, el capitán del equipo
    de rugby, había muerto. Fallecieron también Enrique
    Platero, cuya herida del vientre ya había cicatrizado;
    Gustavo Nicolich; Daniel Maspons, el mejor amigo de Canessa;
    Liliana Methol, la que había consolado todos, y Diego
    Storm. En total, el alud había matado a ocho personas
    Al caer la noche los sobrevivientes estaban empapados,
    entumecidos, tiritando de frío. No tenían mantas,
    zapatos ni cojines para abrigarse, y apenas quedaba lugar donde
    sentarse o estar de pie. Lo único que podían hacer
    era permanecer tendidos, apretados unos contra otros, y darse
    manotazos para que la sangre les
    circulara, pero sin saber siquiera a quién
    pertenecían las piernas o brazos que golpeaban.
    El poco aire que circulaba, enrarecido y sofocante, fue causa de
    que varios chicos estuvieran a punto de desmayarse. Parrado
    tomó una barra de acero, parte de la herramienta del
    avión, y trató de perforar con ella el techo de la
    cabina. Trabajaba a la luz de cinco encendedores mientras los
    jóvenes que lo rodeaban lo miraban inquietos, pues
    ignoraban si la nieve que los cubría tendría medio
    metro o cinco metros de espesor. Pero en cuanto el muchacho
    consiguió atravesar el techo y sacar la barra por el
    agujero, la sintió salir al aire libre sin ninguna
    dificultad.
    El avión había quedado con la proa hacia arriba,
    por lo que, al parecer, la cabina de mandos ofrecía la
    mejor vía de escape. Pero cuando Roy Hanley rompió
    al fin una de las ventanillas delanteras, comunico a sus
    compañeros que soplaba una furiosa ventisca.
    La tormenta se prolongó otros dos días, durante los
    cuales no pudieron comer nada. Los muertos al estrellarse el
    Fairchild estaban bajo la nieve, afuera del avión;
    así pues, varios muchachos desenterraron un cadáver
    de las víctimas del alud, y la vista de todos cortaron de
    él unos trozos de carne. Anteriormente aquel alimento se
    había puesto al menos a secar al sol, peno esta vez no
    tuvieron más remedio que comerlo crudo. Fue una
    impresión terrible; algunos no pudieron comer pedazos de
    la carne del cadáver de un amigo que dos días a
    aún vivía entre ellos.
    El primero de noviembre dejó nevar, y seis jóvenes
    salieron a calentarse al sol en el techo del avión.
    Canessa y Zerbino quitaron la nieve de las ventanillas para que
    penetrara más luz; Fito y Eduardo Strauch y Daniel
    Fernández licuaron nieve para convertirla en agua potable,
    mientras Carlitos fuma un cigarrillo pensando en su familia, pues
    aquel día era cumpleaños de su padre y de su
    hermana. Tenía la certeza de que volvería a verlos.
    Si Dios lo había salvado de morir en el choque y en el
    alud, era para devolverlo a sus seres queridos. Reforzaba esta
    convicción al sentir la presencia del Creador en el
    paisaje que lo rodeaba.
    El tiempo siguió despejado los días siguientes. No
    ocurrieron grandes nevadas, y los más fuertes y activos de los 19
    muchachos sobrevivientes pudieron abrir un segundo túnel
    en la parte posterior del aparato. Así se dedicaron a
    retirar la cabina la nieve y los cadáveres sepultados. La
    nieve estaba dura como la roca y la herramienta era inapropiada
    para la tarea. Les fue difícil mover aquellos cuerpos,
    congelados en un último ademán defensivo; algunos
    quedaron con los brazos en alto para protegerse el rostro, como
    las víctimas del Vesubio en Pompeya.
    Los sobrevivientes tardaron ocho días en convertir los
    restos del avión en un sitio medianamente habitable. Pero
    sintiendo que Dios los ayudaría si se ayudaban a sí
    mismos, empezaron a hacer planes para escapar.

    Operación
    Navidad

    Los sobrevivientes decidieron formar un grupo de cuatro
    expedicionarios. Varios muchachos se ofrecieron de voluntarios,
    pero era evidente que unos constituían mejores candidatos
    que otros. Parrado estaba tan decidido a escapar que, si no lo
    hubieran elegido, se habría marchado por su propia cuenta.
    También Turcatti insistió en formar parte del
    cuarteto; ya había participado en dos cortas expediciones
    en que dio pruebas de su
    vigor. Canessa, apodado "Músculos", se creía en el
    deber de tomar parte en ha empresa por su
    excepcional fuerza física. El cuarto del
    grupo fue Antonio Vizintín.
    Una vez elegidos, a los cuatro se les consideró una casta
    de guerreros con privilegios especiales. Comían mas carne
    que los demás; dormían donde querían y el
    tiempo que desearan. Ya no se les exigía que hicieran
    ninguna labor. Por la noche se decían plegarias por su
    salud y
    bienestar, y en presencia de ellos todas las conversaciones eran
    optimistas.
    A los expedicionarios no se les consideraba jefes, sino una clase
    aparte. Los tres que en realidad gobernaban a la pequeña
    comunidad eran
    Eduardo y Fito Strauch, y Daniel Fernández (primos los
    tres entre sí). Seguían en la escala
    jerárquica Carlitos Páez, Pedro Algorta y Gustavo
    Zerbino, que actuaban como ayudantes de Daniel Fernández y
    de los Strauch. El sistema
    funcionaba a la perfección.
    Dos sobrevivientes no podían trabajar con el equipo:
    Rafael Echavarren y Arturo Nogueira. Echavarren, el muchacho al
    que se le desprendió parcialmente la pantorrilla,
    tenía la pierna llena de pus; además se le
    había helado el pie y se le iba extendiendo desde los
    dedos el negror de la gangrena.
    Al principio Arturo Nogueira había estado en mejores
    condiciones físicas, pero él también
    sufría una lesión infectada en una pierna, y
    después del alud decayó rápidamente.
    Pasó toda una semana sin que advirtieran que el muchacho
    no había comido su ración. Entonces Pedro Algorta
    le metía en la boca los trocitos de carne. Pero en vano;
    Nogueira falleció dos días después, mientras
    dormía en brazos de Algorta.
    La muerte de
    Nogueira echó por tierra la
    suposición de que los sobrevivientes del alud estaban
    destinados a salvarse, con lo cual fue más acuciante la
    necesidad de escapar. Al aproximarse la primavera andina, los
    expedicionarios se dedicaron a preparar la ropa que
    llevarían. El único contratiempo fue que alguien
    pisó a Turcatti en la pierna y la magulladura
    empezó a infectársele. Numa declaró que
    aquello no tenía importancia, y por le tanto nadie
    pareció preocuparse. Pensaban sobre todo en la ruta que
    deberían seguir. Todos sabían, luego, que Chile
    quedaba al occidente; pero también que el agua corre
    siempre hacia el mar. Por tanto, razonaban, el valle en que
    estaban (y que bajaba al oriente) doblaría en algún
    punto hacia el oeste. Basados en esta hipótesis, los
    expedicionarios se proponían emprender la marcha valle
    abajo. Las montañas que se alzaban al poniente eran
    demasiado altas para intenta escalarlas.
    Tuvieron que diferir la partida fijada para el 15 de noviembre:
    una fuerte ventisca obligó a los expedicionarios a
    regresar a las pocas horas de marcha y el viento siguió
    soplando dos días, durante los cuales empeoró la
    pierna de Turcatti. Todos pensaban que sólo
    retrasaría a los demás.
    Al despertar por la mañana del viernes 17 de noviembre,
    cuando llevaban ya cinco semanas en la montaña, vieron
    todos un cielo azul y despejado; Parrado, Canessa y
    Vizintín no tardaron en ponerse en camino. Sin embargo,
    tras dos de marcha ocurrió un incidente les hizo alterar
    los planes: encontraron la cola del avión. Aquello
    equivalió al hallazgo de un tesoro, porque iba allí
    la mayor parte del equipaje, así como las baterías
    que, según había dicho el mecánico,
    necesitaba la radio del
    Fairchild para funcionar.
    Los tres expedicionarios decidieron regresar al avión,
    retirar el emisor de radio y llevarlo adonde estaba la cola. Al
    tomar esta resolución tuvieron también en cuenta un
    segundo factor: observaron desde su posición que, al
    parecer, el valle no torcía hacia occidente, sino que se
    prolongaba hacia el este. Pasaron dos días guarecidos en
    la cola, tras lo cual volvieron a emprender la subida de regreso
    hasta el avión; llevaban un improvisado trineo y alforjas
    con ropa para sus compañeros.
    Al reunirse con el resto del grupo, lo encontraron presa del
    desaliento y la desesperación: el día anterior
    había muerto Echavarren.
    En otros lugares del mundo, no todos los padres de los viajeros
    perdidos consideraban definitivo el fallo del SAR. El 5 de
    diciembre un grupo de padres de los desaparecidos visitó
    al comandante en jefe de la Fuerza Aérea Uruguaya para
    pedirle que enviara un avión a inspeccionar la cordillera.
    El comandante llamó a un oficial subalterno que
    había colaborado con el SAR en la investigación del desastre. El oficial
    informó que no se podría intentar nada antes de
    febrero. Aquel invierno cayeron en los Andes las más
    fuertes nevadas de los 30 años últimos. El
    avión debía de estar completamente sepultado bajo
    la nieve y, por otra parte, no cabía que quedara viva
    alguna victima.
    El comandante se volvió a los hombres que tenía
    frente así; suponía que aceptarían el
    informe del
    oficial. Pero, aunque en el fondo todos estaban convencidos de
    que una nueva busca seria infructuosa, insistieron en que era
    necesaria. El comandante cedió: "Señores
    declaró, "la Fuerza Aérea Uruguaya pondrá un
    avión a disposición de ustedes". El 11 de diciembre
    salieron cinco de los padres rumbo a Santiago desde donde
    volarían sobre los Andes. Llamaron a su empresa
    "Operación Navidad".

    Motivo de orgullo
    EL INTENTO de hacer funcionar el aparato de radio fracasó.
    Sin más herramienta que un destornillador, una navaja y
    unos alicates, los jóvenes desconectaron los
    audífonos, el micrófono y el trasmisor, y
    desmontaron la antena del techo del avión. Tardaron varios
    días hacerlo, y luego Canessa, Parrado y Vizintín,
    seguidos por Roy bajaron hasta el lugar en que estaba la cola.
    Permanecieron afuera ocho días; Parrado y Vizintín
    volvieron en una ocasión en busca de comida
    Harley y Canessa hicieron todas las conexiones entre la
    batería, la radio y la antena, pero no conseguían
    captar ninguna señal por los audífonos. Pensando
    que la antena estaría estropeada, arrancaron unos pedazos
    de alambre de los circuitos
    eléctricos y con ellos improvisaron otra antena de
    unos 20 metros de longitud. Cuando la conectaron a la radio de
    transistores, lograron escuchar muchas radiodifusoras de Chile,
    Argentina y Uruguay. Sin
    embargo, al conectarla al receptor de1 avión no lograron
    captar ninguna señal.* No era posible captarla. Para que
    funcionara el aparato de radio del avión necesitaban una
    corriente alterna
    de 110 voltios, que normalmente se obtenía de un generador
    acoplado a los motores del
    Fairchild . La batería solo producía una corriente
    continua de 28 voltios.
    Siguieron trabajando, y en eso oyeron por la radio de
    transistores un boletín en que se anunciaba la
    reanudación de la busca de los sobrevivientes con un
    avión Douglas C-47 del Uruguay. Los
    muchachos resolvieron formar una gran cruz en la nieve, junto a
    la cola, utilizando para ello las maletas esparcidas a su
    alrededor. Pero antes de partir Vizintín desprendió
    el material aislante del sistema de
    calefacción del Fairchild, instalado en la cola. Esta
    material haría las veces de excelente saco de dormir y les
    resolvería el problema que los había atormentado
    cómo calentarse durante la noche sin tener que refugiarse
    en el avión.
    Al volver Canessa al Fairchild, la desolación del cuadro
    que se ofrecía a la vista lo dejó consternado.
    Después de ocho días de ausencia pudo observar con
    cierta objetividad la demacración de los barbados rostros
    de sus amigos. Vio también con otros ojos un horripilante
    espectáculo sobre la nieve: cráneos y
    cadáveres desgarrados, y se dijo que antes de que
    acudieran a auxiliarlos tendrían que "limpiar" aquel
    lugar.
    Los expedicionarios comunicaron a los demás lo que
    habían oído por
    la radio, aunque estaban decididos a arrostrar los peligros de
    una nueva expedición. La noticia del Douglas C-47 no
    había afectado un ápice la resolución de
    escapar que animaba a Parrado, pero en Canessa provocaba cierta
    vacilación. "Tendremos que esperarlos diez días
    cuando menos", argüía, "y luego tal vez nos pondremos
    en marcha. Es una locura arriesgar la vida sin necesidad".
    Este retraso encolerizó al grupo. No habían tratado
    a Canessa con toda clase de mimos por espacio de tanto tiempo
    para que él, llegado el momento, se negara a partir.
    Tampoco confiaban en que el C-47 los encontrara; primero oyeron
    por la radio que el avión de rescate había tenido
    que aterrizar en Buenos Aires por
    una avería del motor, y que
    luego debió hacer reparaciones en Los Cernillos. Fito
    preguntó a Canessa: "¿ No comprendes que no buscan
    sobrevivientes? Vienen en busca de cadáveres.
    Tomarán fotografías aéreas y
    regresarán a revelarlas, a estudiarlas. Tardarán
    semanas en descubrirnos .
    El 8 de diciembre es la festividad de la Inmaculada
    Concepción. En honor de la Virgen, y para rogarle que
    intercediera por el éxito
    de la expedición, los muchachos decidieron rezar los 15
    misterios del rosario. Pero apenas habían recitado los
    cinco primeros, se fueron apagando las voces y los jóvenes
    se quedaron dormidos uno tras otro. Por tanto, completaron el
    rosario a la noche siguiente, cuando Parrado cumplía 23
    años. Para festejar la ocasión, la comunidad le
    regaló uno de los cigarros habanos encontrados en la cola
    del Fairchild.
    El 10 de diciembre Canessa seguía insistiendo en que
    aún no estaban preparados para salir. El saco de dormir no
    estaba bien cosido, según él, ni había
    reunido el equipo necesario. No obstante, en vez de dedicarse a
    cumplir las tareas pendientes, Canessa permanecía
    acostado, "ahorrando energías", o se limitaba a curar los
    abscesos que se le habían formado en las piernas a Roy
    Harley.
    A la mañana siguiente los Strauch se levantaron temprano y
    se pusieron a arreglar el saco de dormir decididos a que, llegada
    noche, no quedaran excusas para nuevas demoras. Pero aquel
    día ocurrió algo ante lo cual resultaron superfluas
    sus advertencias y reconvenciones. *
    Numa Turcatti estaba cada más débil. Desde antes
    del accidente, su mejor amigo era Pancho Delgado, quien se
    encargó de velar por él e incluso de proporcionarle
    raciones extraordinarias. Turcatti, embargo, seguía
    decayendo. A veces deliraba, y el 11 de diciembre cayó en
    estado de coma. Delgado se apresuró a ir a su lado. Numa
    yacía con los ojos abiertos, pero no parecía
    advertir la presencia de su amigo. Respiraba lenta y penosamente.
    Pancho, de rodillas, empez6 a rezar el rosario. Mientras oraba
    Numa dejó de respirar.
    La muerte de
    Turcatti convencía a Canessa de que no podrían
    esperar más. Roy Harley, José Luis Inciarte y
    Moncho Sabella estaban muy débiles y a menudo desvariaban.
    El retraso de un solo día podría ser para ellos la
    muerte. En
    consecuencia, todos acordaron que la expedición
    saldría al día siguiente rumbo a Chile, hacia el
    oeste.

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