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La Ciudad de México ante la influenza humana



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    Luego de seis días desde que las autoridades de
    salud pusieran en
    alerta a la población sobre la "influenza porcina", a
    través de los medios masivos
    de comunicación del país, se
    rebautizó como "Influenza humana" por la
    Organización Mundial de la Salud.

    Siendo el lunes 27 de abril de 2009, mientras me encontraba en
    horas de trabajo en la
    oficina,
    subí a la azotea para fumar un cigarrillo al aire libre. Desde
    un tercer piso escuché un menor rumor de los motores de los
    autos
    proveniente de la cercana avenida. Pensé en lo castigado
    que estaba México con
    semejante problema llamado: "Influenza porcina", cuando en medio
    de un intenso calor
    experimenté un fuerte marea, pensé que se
    debía al hecho de encontrarme bajo los rayos directos del
    sol, sin embargo, cuando vi salir a algunas personas de prisa de
    sus lugares de trabajo a la calle, supuse que se trataba de un
    sismo y no estuve equivocado. 5.7 grados fue el regalo que la
    madre naturaleza nos
    dio esa mañana al filo del medio día.

    "Lo que nos faltaba, crisis
    económica, desempleo,
    narcotráfico, inseguridad,
    influenza porcina, intenso calor y ahora un sismo, sí que
    estamos viviendo un momento sumamente complejo como sociedad. La
    naturaleza nos da una lección también", me dije
    profundamente consternado. "Falta que nos mee un perro",
    comentó más tarde un amigo, a lo que
    respondí: "Todo fuera como eso, nos lavamos los
    píes y se acabó el problema".

    Pasado el susto del movimiento
    telúrico, continué observando el desempeño de la gran metrópoli.
    Desde las alturas, algunas áreas y calles de la ciudad
    lucían con baja afluencia vehicular y de
    transeúntes. Cada vez más frecuentemente, los
    capitalinos solían usar cubre bocas en la vía
    pública. Esa mañana al viajar en metro rumbo a la
    oficina, los usuarios nos veíamos unos a otros
    desconcertados, como diciendo: "Yo no fui". Me agradó que
    muchos cubríamos obedientes nuestras bocas tal como las
    autoridades de salud lo recomendaran, y viajamos con un semblante
    serio, casi solemne, algo nunca antes conocido en los rostros de
    los millones de personas que habitamos en la gran capital.

    De pronto, en medio de la contingencia, un vendedor ambulante
    de música
    hace tocar una sonora cumbia en el vagón en el que viajo,
    no usa cubre bocas, no observa ninguna preocupación por
    tocar los barrotes de donde se sujetan infinidad de personas,
    pareciera ser que con sus notas trataba de hacernos olvidar la
    realidad de una infección que atemorizaba a todos, menos
    al vendedor que buscaba obtener unos pesos para llevar a
    casa.

    Tiempo después sube una indigente joven, buscando la
    caridad de los viajeros luego de explicar que duerme en la calle
    y no tiene para comer. Sugiere que si no estamos en condiciones
    de regalarle una moneda, por lo menos le obsequiemos una sonrisa.
    Me pregunté si esa mujer
    sabría lo que estaba diciendo luego de que aproximadamente
    el ochenta por ciento de los usuarios del transporte
    viajamos con la boca tapada y procurábamos no tener
    contacto con monedas ni pasa manos que pudieran representar un
    riesgo.

    Para mitigar mi saturadamente de aquello que se antojaba como
    una pesadilla, vino a mi memoria que
    cuando México juega un partido de fútbol
    frente a otro país, la mayoría de nosotros suele
    vestir la llamada: "Camiseta verde" que nos identifica como
    mexicanos. Lo mismo ocurre cuando juegan dos equipos locales, los
    aficionados portan camisetas en colores amarillo,
    rojo, rojo con azul, azul con amarillo, etc.

    También ocurre que para la celebración de las
    fiestas patrias, adornamos nuestras ventanas y la fachada de
    edificios y casas con la bandera nacional, usamos sobreros o
    gorros con los colores patrios, o algunos maquillan su cara con
    los tradicionales colores: Verde, blanco y rojo. Sin lugar a
    duda, en ciertos momentos nos unificamos voluntaria,
    alegórica y festivamente como un pueblo que busca
    reafirmar su identidad, y
    ahora, ante la contingencia nacional por la influenza,
    volvíamos a hacerlo, la única diferencia
    consistía en la gama de colores en los que predomina el
    azul cielo, el blanco y ocasionalmente verde tenue sobre las
    bocas silentes de los capitalinos.

    Más que un ambiente de
    fiesta como suele ocurrir en septiembre o para la
    celebración del día de la Virgen de Guadalupe en
    diciembre, ahora reinaba una atmósfera de
    incertidumbre, angustia, duda, confusión ante este
    problema de salud que impera en la ciudad de México y que
    se diseminara al país y a otras latitudes del
    mundo.

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