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Derecho Procesal Civil ; Un estudio de Derecho Comparado (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

En cuanto a la jurisdicción y, en gran medida,
también respecto de la competencia
objetiva, esta Ley se subordina
a los preceptos de la Ley Orgánica del Poder Judicial,
que, sin embargo, remiten a las leyes procesales
para otros mecanismos de la predeterminación legal del
tribunal, como es, la competencia funcional en ciertos extremos
y, señaladamente, la competencia territorial. A estos
extremos se provee con normas
adecuadas.

La presente Ley mantiene los criterios generales para la
atribución de la competencia territorial, sin multiplicar
innecesariamente los fueros especiales por razón de la
materia y sin
convertir todas esas reglas en disposiciones de necesaria
aplicación. Así, pues, se sigue permitiendo, para
buen número de casos, la sumisión de las partes,
pero se perfecciona el régimen de la sumisión
tácita del demandante y del demandado, con especial
previsión de los casos en que, antes de interponerse la
demanda, de
admitirla y emplazar al demandado, se lleven a cabo actuaciones
como las diligencias prellminares o la solicitud y eventual
acuerdo de medidas
cautelares.

Las previsiones de la Ley acerca del domicilio, como fuero
general, dan respuesta, con una regulación más
realista y flexible, a necesidades que la experiencia ha puesto
de relieve,
procurando, en todo caso, el equilibrio
entre el legítimo interés de
ambas partes.

Sobre la base de la regulación jurisdiccional
orgánica y con pleno respeto a lo que
en ella se dispone, se construye en esta Ley una elemental
disciplina del
reparto de asuntos, que, como es lógico, atiende a sus
aspectos procesales y a las garantías de las partes,
procurando, al mismo tiempo, una
mejor realidad e imagen de la
Justicia
civil. No se incurre, por tanto, ni en duplicidad normativa ni en
extralimitación del específico ámbito
legislativo. Una cosa es que la fijación y
aplicación de las normas de reparto se entienda como
función
gubernativa, no jurisdiccional, y otra, bien distinta, que el
cumplimiento de esa función carezca de toda relevancia
procesal o jurisdiccional.

Algún precepto aislado de la Ley de Enjuiciamiento de
1881 ya establecía una consecuencia procesal en
relación con el reparto. Lo que esta Ley lleva a cabo es
un desarrollo
lógico de la proyección procesal de esa
«competencia relativa», como la denominó la
Ley de 1881, con la mirada puesta en el apartado segundo del
artículo 24 de la Constitución, que, según doctrina
del Tribunal Constitucional, no ha estimado irrelevante ni la
inexistencia ni la infracción de las normas de reparto. Es
claro, en efecto, que el reparto acaba determinando «el
juez ordinario» que conocerá de cada asunto. Y si
bien se ha considerado constitucionalmente admisible que esa
última determinación no haya de llevarse a cabo por
inmediata aplicación de una norma con rango formal de ley,
no sería aceptable, en buena lógica
y técnica jurídica, que una sanción
gubernativa fuera la única consecuencia de la
inaplicación o de la infracción de las normas no
legales determinantes de que conozca un «juez
ordinario», en vez de otro. Difícilmente
podría justificarse la coexistencia de esa sanción
gubernativa, que reconocería la infracción de lo
que ha de predeterminar al «juez ordinario», y la
ausencia de efectos procesales para quienes tienen derecho a que
su caso sea resuelto por el tribunal que corresponda según
normas predeterminadas.

Por todo ello, esta Ley prevé, en primer lugar, que se
pueda aducir y corregir la eventual infracción de la
legalidad
relativa al reparto de asuntos y, en caso de que ese mecanismo
resulte infructuoso, prevé, evitando la severa
sanción de nulidad radical -reservada a las infracciones
legales sobre jurisdicción y competencia objetiva y
declarable de oficio-, que puedan anularse, a instancia de parte
gravada, las resoluciones dictadas por órgano que no sea
el que debiera conocer según las normas de reparto.

En esta Ley, la prejudicialidad es, en primer término,
objeto de una regulación unitaria, en lugar de las normas
dispersas e imprecisas contenidas en la Ley de 1881. Pero,
además, por lo que respecta a la prejudicialidad penal, se
sienta la regla general de la no suspensión del proceso civil,
salvo que exista causa criminal en la que se estén
investigando, como hechos de apariencia delictiva, alguno o
algunos de los que cabalmente fundamentan las pretensiones de las
partes en el proceso civil y ocurra, además, que la
sentencia que en éste haya de dictarse pueda verse
decisivamente influida por la que recaiga en el proceso
penal.

Así, pues, hace falta algo más que una querella
admitida o una denuncia no archivada para que la prejudicialidad
penal incida en el proceso civil. Mas, si concurren todos los
elementos referidos, dicho proceso no se suspende basta que
sólo se encuentre pendiente de sentencia.
Únicamente determina una suspensión inmediata el
caso especial de la falsedad penal de un documento aportado al
proceso civil, siempre que tal documento pueda ser determinante
del sentido del fallo.

Para culminar un tratamiento más racional de la
prejudicialidad penal, que, al mismo tiempo, evite indebidas
paralizaciones o retrasos del proceso penal mediante querellas o
denuncias infundadas, se establece expresamente la responsabilidad
civil por daños y perjuicios derivados de la
dilación suspensiva si la sentencia penal declarase ser
auténtico el documento o no haberse probado su
falsedad.

Se prevé, además, el planteamiento de cuestiones
prejudiciales no penales con posibles efectos suspensivos y
vinculantes, cuando las partes del proceso civil se muestren
conformes con dichos efectos. Y, finalmente, se admite
también la prejudicialidad civil, con efectos suspensivos,
si no cabe la acumulación de procesos o uno
de los procesos se encuentra próximo a su
terminación.

VIII

El objeto del proceso civil es asunto con diversas facetas,
todas ellas de gran importancia. Son conocidas las
polémicas doctrinales y las distintas teorías
y posiciones acogidas en la jurisprudencia
y en los trabajos científicos. En esta Ley, la materia es
regulada en diversos lugares, pero el exclusivo propósito
de las nuevas reglas es resolver problemas
reales, que la Ley de 1881 no resolvía ni facilitaba
resolver.

Se parte aquí de dos criterios inspiradores: por un
lado, la necesidad de seguridad
jurídica y, por otro, la escasa justificación de
someter a los mismos justiciables a diferentes procesos y de
provocar la correspondiente actividad de los órganos
jurisdiccionales, cuando la cuestión o asunto litigioso
razonablemente puede zanjarse en uno solo.

Con estos criterios, que han de armonizarse con la plenitud de
las garantías procesales, la presente Ley, entre otras
disposiciones, establece una regla de preclusión de
alegaciones de hechos y de fundamentos jurídicos, ya
conocida en nuestro Derecho y en otros ordenamientos
jurídicos. En la misma línea, la Ley evita la
indebida dualidad de controversias sobre nulidad de los negocios
jurídicos -una, por vía de excepción; otra,
por vía de demanda o acción-, trata diferenciadamente la
alegación de compensación y precisa el
ámbito de los hechos que cabe considerar nuevos a los
efectos de fundar una segunda pretensión en apariencia
igual a otra anterior. En todos estos puntos, los nuevos
preceptos se inspiran en sólida jurisprudencia y
doctrina.

Con la misma inspiración básica de no
multiplicar innecesariamente la actividad jurisdiccional y las
cargas de todo tipo que cualquier proceso conlleva, el
régimen de la pluralidad de objetos pretende la economía procesal y, a la vez, una
configuración del ámbito objetivo de
los procesos que no implique una complejidad inconveniente en
razón del procedimiento que
se haya de seguir o que, simplemente, dificulte, sin razón
suficiente, la sustanciación y decisión de los
litigios. De ahí que se prohíba la
reconvención que no guarde relación con las
pretensiones del actor y que, en los juicios verbales, en
general, se limite la acumulación de acciones.

La regulación de la acumulación de acciones se
innova, con carácter general, mediante diversos
perfeccionamientos y, en especial, con el de un tratamiento
procesal preciso, hasta ahora inexistente. En cuanto a la
acumulación de procesos, se aclaran los presupuestos
que la hacen procedente, así como los requisitos y los
óbices procesales de este instituto, simplificando el
procedimiento en cuanto resulta posible. Además, la Ley
incluye normas para evitar un uso desviado de la
acumulación de procesos: no se admitirá la
acumulación cuando el proceso o procesos ulteriores puedan
evitarse mediante la excepción de litispendencia o si lo
que se plantea en ellos pudo suscitarse mediante
acumulación inicial de acciones, ampliación de la
demanda o a través de la reconvención.

IX

El Título V, dedicado a las actuaciones judiciales,
presenta ordenadamente normas traídas de la Ley
Orgánica del Poder
Judicial, con algunos perfeccionamientos aconsejados por la
experiencia. Cabe destacar un singular énfasis en las
disposiciones sobre la necesaria publicidad y
presencia del Juez o de los Magistrados no sólo el
Ponente, si se trata de órgano colegiado en los actos de
prueba, comparecencias y vistas. Esta insistencia en normas
generales encontrará luego plena concreción en la
regulación de los distintos procesos, pero, en todo caso,
se sanciona con nulidad radical la infracción de lo
dispuesto sobre presencia judicial o inmediación en
sentido amplio. En cuanto a la dación de fe, la Ley
rechaza algunas propuestas contrarias a esa esencial
función de los Secretarios Judiciales, si bien procura no
extender esta responsabilidad de los fedatarios más
allá de lo que resulta verdaderamente necesario y, por
añadidura, posible. Así, la Ley exige la
intervención del fedatario publico judicial para la
constancia fehaciente de las actuaciones procesales llevadas a
cabo en el tribunal o ante él y reconoce la
recepción de escritos en el registro que
pueda haberse establecido al efecto, entendiendo que la fe
pública judicial garantiza los datos de dicho
registro relativos a la recepción.

La documentación de las actuaciones
podrá llevarse a cabo, no sólo mediante actas,
notas y diligencias, sino también con los medios
técnicos que reúnan las garantías de
integridad y autenticidad. Y las vistas y comparecencias orales
habrán de registrarse o grabarse en soportes aptos para la
reproducción.

Los actos de comunicación son regulados con orden,
claridad y sentido práctico. Y se pretende que, en su
propio interés, los litigantes y sus representantes asuman
un papel más activo y eficaz, descargando de paso a los
tribunales de un injustificado trabajo gestor
y, sobre todo, eliminando tiempos muertos), que retrasan la
tramitación.

Pieza importante de este nuevo diseño
son los procuradores de los Tribunales, que, por su
condición de representantes de las partes y de
profesionales con conocimientos técnicos sobre el proceso,
están en condiciones de recibir notificaciones y de llevar
a cabo el traslado a la parte contraria de muchos escritos y
documentos.

Para la tramitación de los procesos sin dilaciones
indebidas, se confía también en los mismos Colegios
de Procuradores para el eficaz funcionamiento de sus servicios de
notificación, previstos ya en la Ley Orgánica del
Poder Judicial.

La preocupación por la eficacia de los
actos de comunicación, factor de indebida tardanza en la
resolución de no pocos litigios, lleva a la Ley a optar
decididamente por otorgar relevancia a los domicilios que consten
en el padrón o en entidades o Registros
públicos, al entender que un comportamiento
cívica y socialmente aceptable no se compadece con la
indiferencia o el descuido de las personas respecto de esos
domicilios. A efectos de actos de comunicación, se
considera también domicilio el lugar de trabajo no
ocasional. En esta línea! son considerables los cambios en
el régimen de los citados actos de comunicación,
acudiendo a los edictos sólo como último y extremo
recurso. Si en el proceso es preceptiva la intervención de
procurador o si, no siéndolo, las partes se personan con
esa representación, los actos de comunicación,
cualquiera que sea su objeto, se llevan a cabo con los
procuradores.

Cuando no es preceptiva la representación por
procurador o éste aún no se ha personado, la
comunicación se intenta en primer lugar mediante
correo certificado con acuse de recibo al lugar designado como
domicilio o, si el tribunal lo considera más conveniente
para el éxito
de la comunicación, a varios lugares. Sólo si este
medio fracasa se intenta la comunicación mediante entrega
por el tribunal de lo que haya de comunicarse, bien al
destinatario, bien a otras personas expresamente previstas, si no
se hallase al destinatario. A efectos del emplazamiento o
citación para la comparecencia inicial del demandado, es
al demandante a quien corresponde señalar uno o varios
lugares como domicilios a efectos de actos de
comunicación, aunque, lógicamente, comparecido el
demandado, puede éste designar un domicilio distinto. Si
el demandante no conoce el domicilio o si fracasa la
comunicación efectuada al lugar indicado, el tribunal ha
de llevar a cabo averiguaciones, cuya eficacia refuerza esta Ley.
En materia de plazos, la Ley elimina radicalmente los plazos de
determinación judicial y establece los demás con
realismo, es
decir, tomando en consideración la experiencia de los
protagonistas principales de la Justicia civil y los resultados
de algunas reformas parciales de la Ley de 1881. En este sentido,
se ha comprobado que un sistemático acortamiento de los
plazos legalmente establecidos para los actos de las partes no
redunda en la deseada disminución del horizonte temporal
de la sentencia. No son los plazos muy breves ninguna panacea
para lograr que, en definitiva, se dicte, con las debidas
garantías, una resolución que provea sin demora a
las pretensiones de tutela
efectiva.

La presente Ley opta, pues, en cuanto a los actos de las
partes, por plazos breves pero suficientes. Y por lo que respecta
a muchos plazos dirigidos al tribunal, también se
prevén breves, con seguridad en la debida diligencia de
los órganos jurisdiccionales. Sin embargo, en lo referente
al señalamiento de audiencias, juicios y vistas -de
capital
importancia en la estructura de
los nuevos procesos declarativos, dada la concentración de
actos adoptada por la Ley-, se rehuyen las normas imperativas que
no vayan a ser cumplidas y, en algunos casos, se opta por confiar
en que los calendarios de los tribunales, en cuanto a esos actos,
se ajustarán a la situación de los procesos y al
legal y reglamentario cumplimiento del deber que incumbe a todos
los servidores de
la
Administración de Justicia.

Por lo que respecta a los plazos para dictar sentencia en
primera instancia, se establecen el de diez días, para el
juicio verbal, y el de veinte, para el juicio ordinario. No se
trata de plazos que, en sí mismos, puedan considerarse
excesivamente breves, pero sí son razonables y de posible
cumplimiento. Porque es de tener en cuenta que la aludida
estructura nueva de los procesos ordinarios comporta el que los
jueces tengan ya un importante conocimiento
de los asuntos y no hayan de estudiarlos o reestudiarlos
enteramente al final, examinando una a una las diligencias de
prueba llevadas a cabo por separado, así como las
alegaciones iniciales de las partes y sus pretensiones, que,
desde su admisión, frecuentemente no volvieron a
considerar.

En los juicios verbales, es obvia la proximidad del momento
sentenciadora las pruebas y a
las pretensiones y sus fundamentos. En el proceso ordinario, el
acto del juicio opera esa proximidad de la sentencia respecto de
la prueba -y, por tanto, en gran medida, del caso, y la audiencia
previa al juicio, en la que ha de perfilarse lo que es objeto de
la controversia, aproxima también las pretensiones de las
partes a la actividad jurisdiccional decisoria del litigio.

La Ley, atenta al presente y previsora del futuro, abre la
puerta a la presentación de escritos y documentos y a los
actos de notificación por medios
electrónicos, telemáticos y otros semejantes,
pero sin imponer a los justiciables y a los ciudadanos que
dispongan de esos medios y sin dejar de regular las exigencias de
esta comunicación. Para que surtan plenos efectos los
actos realizados por esos medios, será preciso que los
instrumentos utilizados entrañen la garantía de que
la comunicación y lo comunicado son con seguridad
atribuibles a quien aparezca como autor de una y otro. Y ha de
estar asimismo garantizada la recepción integra y las
demás circunstancias legalmente relevantes.

Es lógico prever, como se hace, que, cuando esas
seguridades no vengan proporcionadas por las
características del medio utilizado o éste sea
susceptible de manipulación con mayor o menor facilidad,
la eficacia de los escritos y documentos, a efectos de
acreditamiento o de prueba, quede supeditada a una
presentación o aportación que sí permita el
necesario examen y verificación. Pero estas razonables
cautelas no deben, sin embargo, impedir el reconocimiento de los
avances científicos y técnicos y su posible
incorporación al proceso civil.

En este punto, la Ley evita incurrir en un reglamentismo
impropio de su naturaleza y
de su deseable proyección temporal. La instauración
de medios de
comunicación como los referidos y la
determinación de sus características técnicas
son, por lo que respecta a los órganos jurisdiccionales,
asuntos que encuentran la base legal apropiada en las
atribuciones que la Ley Orgánica del Poder Judicial
confieren al Consejo General del Poder Judicial y al Gobierno. En
cuanto a los procuradores y abogados e incluso a no pocos
justiciables lo razonable es suponer que irán
disponiendo de medios de comunicación distintos de los
tradicionales, que cumplan los requisitos establecidos en esta
Ley, en la medida de sus propias posibilidades y de los medios de
que estén dotados los tribunales.

Para el auxilio judicial, en cuyo régimen, entre otros
perfeccionamientos, se precisa el que corresponde prestar a los
Juzgados de Paz, la Ley cuenta con el sistema
informático judicial. En esta materia, se otorga a los
tribunales una razonable potestad coercitiva y sancionadora
respecto de los retrasos debidos a la falta de diligencia a las
partes.

Otras innovaciones especialmente dignas de mención,
dentro del antes citado Título V del Libro primero,
son la previsión de nuevo señalamiento de vistas
antes de su celebración, para evitar al máximo que
se suspendan, así como las normas que, respecto de la
votación y fallo de los asuntos, tienden a garantizar la
inmediación en sentido estricto, estableciendo, con
excepciones razonables, que hayan de dictar sentencia los Jueces
y Magistrados que presenciaron la práctica de las pruebas
en el juicio o vista.

Con tales normas, la presente Ley no exagera la importancia de
la inmediación en el proceso civil ni aspira a una
utopía, porque, además de la relevancia de la
inmediación para el certero enjuiciamiento de toda
clase de
asuntos, la ordenación de los nuevos procesos civiles en
esta Ley impone concentración de la práctica de la
prueba y proximidad de dicha práctica al momento de dictar
sentencia.

En el capítulo relativo a las resoluciones judiciales,
destacan como innovaciones las relativas a su invariabilidad.,
aclaración y corrección. Se incrementa la seguridad
jurídica al perfilar adecuadamente los casos en que
éstas dos últimas proceden y se introduce un
instrumento para subsanar rápidamente, de oficio o a
instancia de parte, las manifiestas omisiones de pronunciamiento,
completando las sentencias en que, por error, se hayan cometido
tales omisiones.

La ley regula este nuevo instituto con la precisión
necesaria para que no se abuse de él y es de notar, por
otra parte, que el precepto sobre forma y contenido de las
sentencias aumenta la exigencia de cuidado en la parte
dispositiva, disponiendo que en ésta se hagan todos los
pronunciamientos correspondientes a las pretensiones de las
partes sin permitir los pronunciamientos tácitos con
frecuencia envueltos hasta ahora en los fundamentos
jurídicos.

De este modo, no será preciso forzar el mecanismo del
denominado «recurso de aclaración» y
podrán evitarse recursos
ordinarios y extraordinarios fundados en incongruencia por
omisión de pronunciamiento. Es claro, y claro queda en la
ley, que este instituto en nada ataca a la firmeza que, en su
caso, deba atribuirse a la sentencia incompleta. Porque, de un
lado, los pronunciamientos ya emitidos son, obviamente, firmes y,
de otro, se prohíbe modificarlos, permitiendo sólo
añadir los que se omitieron.

Frente a propuestas de muy diverso sentido, la Ley mantiene
las diligencias de ordenación, aunque ampliando su
contenido, y suprime las propuestas de resolución, ambas
hasta ahora a cargo de los Secretarios Judiciales. Dichas medidas
se sitúan dentro del esfuerzo que la Ley realiza por
aclarar los ámbitos de actuación de los tribunales,
a quienes corresponde dictar las providencias, autos y
sentencias, y de los Secretarios Judiciales, los cuales, junto a
su insustituible labor, entre otras muchas de gran importancia,
de fedatarios públicos judiciales, deben encargarse
además, y de forma exclusiva, de la adecuada
ordenación del proceso, a través de las diligencias
de ordenación.

Las propuestas de resolución, introducidas por la Ley
Orgánica del Poder Judicial en 1985, no han servido de
hecho para aprovechar el indudable conocimiento técnico de
los Secretarios Judiciales, sino más bien para incrementar
la confusión entre las atribuciones de éstos y las
de los tribunales, y para dar lugar a criterios de
actuación diferentes en los distintos Juzgados y
Tribunales, originando con frecuencia inseguridades e
insatisfacciones. De ahí que no se haya considerado
oportuno mantener su existencia, y sí plantear
fórmulas alternativas que redunden en un mejor
funcionamiento de los órganos judiciales.

En este sentido, la Ley opta, por un lado, por definir de
forma precisa qué debe entenderse por providencias y
autos, especificando, en cada precepto concreto,
cuándo deben dictarse unas y otros. Así, toda
cuestión procesal que requiera una decisión
judicial ha de ser resuelta necesariamente por los tribunales,
bien por medio de una providencia bien a través de un
auto, según los casos. Pero, por otra parte, la Ley
atribuye la ordenación formal y material del proceso, en
definitiva, las resoluciones de impulso procesal, a los
Secretarios Judiciales, indicando a lo largo del texto
cuándo debe dictarse una diligencia de ordenación a
través del uso de formas impersonales, que permiten
deducir que la actuación correspondiente deben realizarla
aquéllos en su calidad de
encargados de la correcta tramitación del proceso.

Novedad de esta Ley son también las normas que,
conforme a la jurisprudencia y a la doctrina más
autorizadas, expresan reglas atinentes al contenido de la
sentencia. Así, los preceptos relativos a la regla
«iuxta allegata et probata», a la carga de la prueba,
a la congruencia y a la cosa juzgada material. Importantes
resultan también las disposiciones sobre sentencias con
reserva de liquidación, que se procura restringir a los
casos en que sea imprescindible, y sobre las condenas de
futuro.

En cuanto a la carga de la prueba, la Ley supera los
términos, en sí mismos poco significativos, del
único precepto legal hasta ahora existente con
carácter de norma general, y acoge conceptos ya
concretados con carácter pacífico en la
Jurisprudencia.

Las normas de carga de la prueba, aunque sólo se
aplican judicialmente cuando no se ha logrado certeza sobre los
hechos controvertidos y relevantes en cada proceso, constituyen
reglas de decisiva orientación para la actividad de las
partes. Y son, asimismo, reglas, que,.bien aplicadas, permiten al
juzgador confiar en el acierto de su enjuiciamiento
fáctico, cuando no se trate de casos en que, por estar
implicado un interés público, resulte exigible que
se agoten, de oficio, las posibilidades de esclarecer los hechos.
Por todo esto, ha de considerarse de importancia este esfuerzo
legislativo.

El precepto sobre la debida exhaustividad y congruencia de las
sentencias, además de haberse enriquecido con algunas
precisiones, se ve complementado con otras normas, algunas de
ellas ya aludidas, que otorgan a la congruencia toda su
virtualidad. En cuanto a la cosa juzgada, esta Ley, rehuyendo de
nuevo lo que en ella sería doctrinarismo, se aparta,
empero, de superadas concepciones de índole casi
metajurídica y, conforme a la mejor técnica
jurídica, entiende la cosa juzgada como un instituto de
naturaleza esencialmente procesal, dirigido a impedir la
repetición indebida de litigios y a procurar, mediante el
efecto de vinculación positiva a lo juzgado anteriormente,
la armonía de las sentencias que se pronuncien sobre el
fondo en asuntos preiudicialmente conexos.

Con esta perspectiva, alejada de la idea de la
presunción de verdad, de la tópica «santidad
de la cosa juzgada» y de la confusión con los
efectos jurídico-materiales de
muchas sentencias, se entiende que, salvo excepciones muy
justificadas, se reafirme la exigencia de la identidad de
las partes como presupuesto de la
específica eficacia en que la cosa juzgada consiste. En
cuanto a otros elementos, dispone la Ley que la cosa juzgada
opere haciendo efectiva la antes referida regla de
preclusión de alegaciones de hechos y de fundamentos
jurídicos.

La nulidad de los actos procesales se regula en esta Ley
determinando, en primer término, los supuestos de nulidad
radical o de pleno derecho. Se mantiene el sistema ordinario de
denuncia de los casos de nulidad radical a través de los
recursos o de su declaracióv, de oficio, antes de dictarse
resolución que ponga fin al proceso.

Pero se reafirma la necesidad, puesta de relieve en su
día por el Tribunal Constitucional, de un remedio procesal
específico para aquellos casos en que la nulidad radical,
por el momento en que se produjo el vicio que la causó, no
pudiera ser declarada de oficio ni denunciada por vía de
recurso, tratándose, sin embargo, de defectos graves,
generadores de innegable indefensión. Así, por
ejemplo, la privación de la posibilidad de actuar en
vistas anteriores a la sentencia o de conocer ésta a
efectos de interponer los recursos procedentes.

Sin embargo, se excluye la incongruencia de esta vía
procesal. Porque la incongruencia de las resoluciones que pongan
fin al proceso, además de que no siempre entraña
nulidad radical, presenta una entidad a todas luces diferente, no
reclama en muchos casos la reposición de las actuaciones
para la reparación de la indefensión causada por el
vicio de nulidad y, cuando se trate de una patente incongruencia
omisiva, esta Ley ha previsto, como ya se ha expuesto, un
tratamiento distinto.

Verdad es que,. mediante el incidente excepcional de nulidad
de actuaciones, pueden verse afectadas sentencias y otras
resoluciones finales, que han de considerarse firmes. Pero el
legislador no puede, en aras de la firmeza, cerrar los ojos a la
antecedente nulidad radical, que afecta a la resolución,
con todas sus características -firmeza incluida y con
todos sus efectos. La Ley opta, pues, por afrontar la nulidad
conforme a su naturaleza y no según la similitud con las
realidades que determinan la existencia de otros institutos, como
el denominado recurso de revisión o la audiencia del
condenado en rebeldía.

En los casos previstos como base del remedio excepcional de
que ahora se trata, no se está ante una causa de
rescisión de sentencias firmes y no ha parecido oportuno
mezclar la nulidad con esas causas ni se ha considerado
conveniente, para una tutela judicial efectiva, seguir el
procedimiento establecido a los efectos de la rescisión ni
llevar la nulidad al órgano competente para
aquélla.

Aunque, como respecto de otros derechos procesales, siempre
cabe el riesgo de abuso
de la solicitud excepcional de nulidad de actuaciones, la Ley
previene dicho riesgo, no sólo con la cuidadosa
determinación de los casos en que la solicitud puede
fundarse, sino con otras reglas: no suspensión de la
ejecución, condena en costas en caso de
desestimación de aquélla e imposición de
multa cuando se considere temeraria. Además, los
tribunales pueden rechazar las solicitudes manifiestamente
infundadas mediante providencia sucintamente motivada, sin que en
esos casos haya de sustanciarse el incidente y dictarse auto.

X

El Libro II de la presente Ley, dedicado a los procesos
declarativos comprende, dentro del Capítulo referente a
las disposiciones comunes, las reglas para determinar el proceso
que se ha de seguir. Esta determinación se lleva a cabo
combinando criterios relativos a la materia y a la
cuantía. Pero la materia no sólo se considera en
esta Ley, como en la de 1881, factor predominante respecto de la
cuantía, sino elemento de muy superior relevancia, como
lógica consecuencia de la preocupación de esta Ley
por la efectividad de la tutela judicial. Y es que esa
efectividad reclama que por razón de la materia, con
independencia
de la evaluación
dineraria del interés del asunto, se solvente con rapidez
-con más rapidez que hasta ahora gran número de
casos y cuestiones. Es éste un momento oportuno para dar
razón del tratamiento que, con la mirada puesta en el
artículo 53.2 de la Constitución, esta Ley otorga,
en el ámbito procesal civil, a una materia plural, pero
susceptible de consideración unitaria: los derechos
fundamentales.

Además de entender, conforme a unánime interpretación, que la sumariedad a que se
refiere el citado precepto de la Constitución no ha de
entenderse en el sentido estricto o
técnico-jurídico, de ausencia de cosa juzgada a
causa de una limitación de alegaciones y prueba, resulta
imprescindible, para un adecuado enfoque del tema, la
distinción entre los derechos fundamentales cuya
violación se produce en la realidad extraprocesal y
aquellos que, por su sustancia y contenido, sólo pueden
ser violados o infringidos en el seno de un proceso.

En cuanto a los primeros, pueden y deben ser llevados a un
proceso para su rápida protección, que se tramite
con preferencia: el hecho o comportamiento, externo al proceso,
generador de la pretendida violación del derecho
fundamental, se residencia después jurisdiccionalmente. Y
lo que quiere el concreto precepto constitucional citado es, sin
duda alguna, una tutela judicial singularmente rápida. En
cambio,
respecto de los derechos fundamentales que, en sí mismos,
consisten en derechos y garantías procesales, sería
del todo ilógico que a su eventual violación
respondiera el Derecho previendo, en el marco de la
jurisdicción ordinaria, tanto uno o varios procedimientos
paralelos como un proceso posterior a aquél en que tal
violación se produzca y no sea reparada. Es patente que
con lo primero se entraría de lleno en el territorio de lo
absurdo. Y lo segundo supondría duplicar los procesos
jurisdiccionales. Y aún cabría hablar de
duplicación -del todo ineficaz y paradójicamente
contraria a lo pretendido como mínimo, pues en ese segundo
proceso, contemplado como hipótesis, también podría
producirse o pensarse que se había producido una nueva
violación de derechos fundamentales, de contenido
procesal.

Por todo esto, para los derechos fundamentales del primer
bloque aludido, aquellos que se refieren a bienes
jurídicos del ámbito vital extrajudicial, la
presente Ley establece que los procesos correspondientes se
sustancien por un cauce procedimental, de tramitación
preferente, más rápido que el establecido por la
Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos
Fundamentales, de 1978: el de los juicios ordinarios, con demanda
y contestación por escrito, seguidas de vista y
sentencia.

En cambio, respecto de los derechos fundamentales de
naturaleza procesal, cuya infracción puede producirse a lo
largo y lo ancho de cualquier litigio, esta Ley descarta un
ilógico procedimiento especial ante las denuncias de
infracción y considera que las posibles violaciones han de
remediarse en el seno del proceso en que se han producido. A tal
fin responden, respecto de muy diferentes puntos y cuestiones,
múltiples disposiciones de esta Ley, encaminadas a una
rápida tutela de las garantías procesales
constitucionalizadas. La mayoría de esas disposiciones
tienen carácter general pues aquello que regulan es
susceptible siempre de originar la necesidad de tutelar derechos
fundamentales de índole procesal, sin que tenga sentido
por tanto, establecer una tramitación preferente. En
cambio, y a título de meros ejemplos de reglas singulares,
cabe señalar la tramitación preferente de todos los
recuros de queja y de los recursos de apelación contra
ciertos autos que inadmitan demandas. Conforme a la experiencia,
también se ocupa la Ley de modo especial, según se
verá, de los casos de indefensión, con nulidad
radical, que, por el momento en que pueden darse, no es posible
afrontar mediante recursos o con actuación del tribunal,
de oficio. Volviendo a la atribución de tipos de asuntos
en los distintos cauces procedimentales, la Ley, en síntesis,
reserva para el juicio verbal, que se inicia mediante demanda
sucinta con inmediata citación para la vista, aquellos
litigios caracterizados, en primer lugar, por la singular
simplicidad de lo controvertido y, en segundo término, por
su pequeño interés económico. El resto de
litigios han de seguir el cauce del juicio ordinario, que
también se caracteriza por su concentración,
inmediación y oralidad. De cualquier forma, aunque la
materia es criterio determinante del procedimiento en numerosos
casos, la cuantía sigue cumpliendo un papel no
desdeñable y las reglas sobre su determinación
cambian notablemente, con mejor contenido y estructura, conforme
a la experiencia, procurándose, por otra parte, que la
indeterminación inicial quede circunscrita a los casos
verdaderamente irreductibles a toda cuantificación,
siquiera sea relativa.

Las diligencias preliminares del proceso establecidas en la
Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 no distaban mucho del
completo desuso, al no considerarse de utilidad, dadas
las escasas consecuencias de la negativa a llevar a cabo los
comportamientos preparatorios previstos, pese a que el tribunal
considerara justificada la solicitud del interesado. Por estos
motivos, algunas iniciativas de reforma procesal civil se
inclinaron a prescindir de este instituto. Sin embargo, la
presente Ley se asienta sobre el convencimiento de que caben
medidas eficaces para la preparación del proceso. Por un
lado, se amplían las diligencias que cabe solicitar,
aunque sin llegar al extremo de que sean indeterminadas. Por otra
parte, sin incurrir en excesos coercitivos, se prevén, no
obstante, respecto de la negativa injustificada, consecuencias
prácticas de efectividad muy superior a la responsabilidad
por daños y perjuicios.

Buscando un equilibrio equitativo, se exige al solicitante de
las medidas preliminares una caución para compensar los
gastos,
daños y perjuicios que se pueda ocasionar a los sujetos
pasivos de aquéllas, con la particularidad de que el mismo
tribunal competente para las medidas decidirá sumariamente
sobre el destino de la caución. En los momentos iniciales
del proceso, además de acompañar a la demanda o
personación los documentos que acrediten ciertos
presupuestos procesales, es de gran importancia, para información de la parte contraria, la
presentación de documentos sobre el fondo del asunto, a
los que la regulación de esta Ley añade medios e
instrumentos en que consten hechos fundamentales (palabras,
imágenes y cifras, por ejemplo) para las
pretensiones de las partes, así como los dictámenes
escritos y ciertos informes sobre
hechos. Las nuevas normas prevén, asimismo, la
presentación de documentos exigidos en ciertos casos para
la admisibilidad de la demanda y establecen con claridad que,
como es lógico y razonable, cabe presentar en momentos no
iniciales aquellos documentos relativos al fondo, pero cuya
relevancia sólo se haya puesto de manifiesto a
consecuencia de las alegaciones de la parte contraria.

Aquí como en otros puntos, la Ley acentúa las
cargas de las partes, restringiendo al máximo la
posibilidad de remitirse a expedientes, archivos o
registros públicos. Los supuestos de presentación
no inicial de los documentos y otros escritos e instrumentos
relativos al fondo se regulan con exactitud y se sustituye la
promesa o juramento de no haberlos conocido o podido obtener con
anterioridad por la carga de justificar esa circunstancia.

Congruentemente, el tribunal es facultado para decidir la
improcedencia de tener en cuenta los documentos si, con el
desarrollo de las actuaciones, no apareciesen justificados el
desconocimiento y la imposibilidad. En casos en que se aprecie
mala fe o ánimo dilatorio en la presentación del
documento, el tribunal podrá además imponer
multa.

En cuanto a la regulación de la entrega de copias de
escritos y documentos y su traslado a las demás partes, es
innovación de importancia la ya aludida de
encomendar el traslado a los Procuradores,.cuando éstos
intervengan y se hayan personado. El tribunal tendrá por
efectuado el traslado desde que le conste la entrega de las
copias al servicio de
notificación organizado por el Colegio de Procuradores. De
este modo, se descarga racionalmente a los órganos
jurisdiccionales y, singularmente, al personal no
jurisdiccional de un trabajo, que, bien mirado, resulta
innecesario e impropio que realicen, en inevitable detrimento de
otros. Pero, además, el nuevo sistema permitirá,
como antes se apuntó, eliminar «tiempos
muertos», pues desde la presentación con traslado
acreditado, comenzarán a computarse los plazos para
llevara cabo cualquier actuación procesal ulterior.

XI

Por tratarse de normas comunes a todos los procesos
declarativos en primera instancia y, cuando proceda, en la
segunda, parece más acertado situar las normas sobre la
prueba entre las disposiciones generales de la actividad
jurisdiccional declarativa que en el seno de las que articulan un
determinado tipo procedimental.

La prueba, así incardinada y con derogación de
los preceptos del Código
Civil carentes de otra relevancia que la procesa!, se regula
en esta Ley con la deseable unicidad y claridad, además de
un amplio perfeccionamiento, en tres vertientes distintas.

Por un lado, se determina el objeto de la prueba, las reglas
sobre la iniciativa de la actividad probatoria y sobre su
admisibilidad, conforme a los criterios de pertinencia y
utilidad, al que ha de añadirse la licitud, a cuyo
tratamiento procesal, hasta ahora inexistente, se provee con
sencillos preceptos.

Por otro lado, en cuanto a lo procedimental, frente a la
dispersión de la práctica de la prueba, se
introduce una novedad capital, que es la práctica de toda
la prueba en el juicio o vista, disponiéndose que las
diligencias que, por razones y motivos justificados, no puedan
practicarse en dichos actos públicos, con garantía
plena de la presencia judicial, habrán de llevarse a cabo
con anterioridad a ellos. Además, se regula la prueba
anticipada y el aseguramiento de la prueba, que en la Ley de 1881
apenas merecían alguna norma aislada.

Finalmente, los medios de prueba, junto con las presunciones,
experimentan en esta Ley numerosos e importantes cambios. Cabe
mencionar, como primero de todos ellos, la apertura legal a la
realidad de cuanto puede ser conducente para fundar un juicio de
certeza sobre las alegaciones fácticas, apertura
incompatible con la idea de un número determinado y
cerrado de medios de prueba. Además resulta obligado el
reconocimiento expreso de los instrumentos que permiten recoger y
reproducir palabras, sonidos e imágenes o datos, cifras y
operaciones
matemáticas.

En segundo término, cambia, en la línea de la
mayor claridad y flexibilidad, el modo de entender y practicar
los medios de prueba más consagrados y perennes.

La confesión, en exceso tributaria de sus
orígenes históricos, en gran medida superados, y,
por añadidura, mezclada con el juramento, es sustituida
por una declaración de las partes, que se aleja
extraordinariamente de la rigidez de la «absolución
de posiciones». Esta declaración ha de versar sobre
las preguntas formuladas en un interrogatorio libre, lo que
garantiza la espontaneidad de las respuestas, la flexibilidad en
la realización de preguntas y, en definitiva, la
integridad de una declaración no preparada.

En cuanto a la valoración de la declaración de
las partes, es del todo lógico seguir teniendo en
consideración, a efectos de fijación de los hechos,
el dato de que los reconozca como ciertos la parte que ha
intervenido en ellos y para la que resultan perjudiciales. Pero,
en cambio, no resulta razonable imponer legalmente, en todo caso,
un valor
probatorio pleno a al reconocimiento o confesión. Como en
las últimas décadas ha venido afirmando la
jurisprudencia y justificando la mejor doctrina, ha de
establecerse la valoración libre, teniendo en cuenta las
otras pruebas que se practiquen.

Esta Ley se ocupa de los documentos, dentro de los preceptos
sobre la prueba, a los solos efectos de la formación del
juicio jurisdiccional sobre los hechos, aunque, obviamente, esta
eficacia haya de ejercer una notable influencia indirecta en el
tráfico jurídico. Los documentos públicos,
desde el punto de vista procesal civil, han sido siempre y deben
seguir siendo aquéllos a los que cabe y conviene atribuir
una clara y determinada fuerza a la
hora del referido juicio fáctico. Documentos privados, en
cambio, son los que, en sí mismos, no gozan de esa fuerza
fundamentadora de la certeza procesal y, por ello, salvo que su
autenticidad sea reconocida por los sujetos a quienes puedan
perjudicar, quedan sujetos a la valoración libre o
conforme a las reglas de la sana crítica.

La específica fuerza probatoria de los documentos
públicos deriva de la confianza depositada en la
intervención de distintos fedatarios legalmente
autorizados o habilitados. La ley procesal ha de hacerse eco, a
sus específicos efectos y con lenguaje
inteligible, de tal intervención, pero no es la sede
normativa en que se han de establecer los requisitos, el
ámbito competencia1 y otros factores de la dación
de fe. Tampoco corresponde a la legislación procesal
dirimir controversias interpretativas de las normas sobre la
función de dar fe o acerca del asesoramiento
jurídico con el que se contribuye a la instrumentación documental de los negocios
jurídicos. Menos propio aún de esta Ley ha parecido
determinar requisitos deforma documental relativos a tales
negocios o modificar las opciones legislativas preexistentes.

Frente a corrientes de opinión que, mirando a otros
modelos y a
una pretendida disminución de los costes económicos
de los negocios jurídicos, propugnan una radical
modificación de la fe pública en el tráfico
jurídico privado, civil y mercantil, la presente Ley es
respetuosa con esa dación de fe. Se trata, no obstante, de
un respeto compatible con el legítimo interés de
los justiciables y, desde luego, con el interés de la
Administración de Justicia misma, por lo
que, ante todo, la Ley pretende que cada parte fije netamente su
posición sobre los documentos aportados de contrario, de
suerte que, en caso de reconocerlos o no impugnar su
autenticidad, la controversia fáctica desaparezca ose
aminore.

Ha de señalarse también que determinados
preceptos de diversas leyes atribuyen carácter de
documentos públicos a algunos respecto de los que, unas
veces de modo expreso y otras implícitamente, cabe la
denominada «prueba en contrario». La presente Ley
respeta esas disposiciones de otros cuerpos legales, pero
está obligada a regular diferenciadamente estos documentos
públicos y aquéllos otros, de los que hasta
aquí se ha venido tratando, que por sí mismos hacen
prueba plena. Sobre estas bases, la regulación unitaria de
la prueba documental, que esta Ley contiene, parece completa y
clara. Por lo demás, otros aspectos de las normas sobre
prueba resuelven cuestiones que, en su dimensión
práctica, dejan de tener sentido. No habrá de
forzarse la noción de prueba documental para incluir en
ella lo que se aporte al proceso con fines de fijación de
la certeza de hechos, que no sea subsumible en las nociones de
los restantes medios de prueba. Podrán confeccionarse y
aportarse dictámenes e informes escritos, con sólo
apariencia de documentos, pero de índole pericial o
testifical y no es de excluir, sino que la ley lo prevé,
la utilización de nuevos instrumentos probatorios, como
soportes, hoy no convencionales, de datos, cifras y cuentas, a los
que, en definitiva, haya de otorgárseles una
consideración análoga a la de las pruebas
documentales.

Con las excepciones obligadas respecto de los procesos civiles
en que ha de satisfacerse un interés público, esta
Ley se inclina coherentemente por entender el dictamen de peritos
como medio de prueba en el marco de un proceso, en el que, salvo
las excepciones aludidas, no se impone y se responsabiliza al
tribunal de la
investigación y comprobación de la veracidad de
los hechos relevantes en que se fundamentan las pretensiones de
tutela formuladas por las partes, sino que es sobre éstas
sobre las que recae la carga de alegar y probar. Y, por ello, se
introducen los dictámenes de peritos designados por las
partes y se reserva la designación por el tribunal de
perito para los casos en que así le sea solicitado por las
partes o resulte estrictamente necesario.

De esta manera, la práctica de la prueba pericial
adquiere también una simplicidad muy distinta de la
complicación procedimental a que conducía la
regulación de la Ley de 188 1. Se excluye la
recusación de los peritos cuyo dictamen aporten las
partes, que sólo podrán ser objeto de tacha, pero a
todos los peritos se exige juramento o promesa de
actuación máximamente objetiva e imparcial y
respecto de todos ellos se contienen en esta Ley disposiciones
conducentes a someter sus dictámenes a explicación,
aclaración y complemento, con plena
contradicción.

Así, la actividad pericial, cuya regulación
decimonónica reflejaba el no resuelto dilema acerca de su
naturaleza -si medio de prueba o complemento o auxilio del
juzgador, responde ahora plenamente a los principios
generales que deben regir la actividad probatoria, adquiriendo
sentido su libre valoración. Efecto indirecto, pero nada
desdeñable, de esta necesaria clarificación es la
solución o, cuando menos, importante atenuación del
problema práctico, muy frecuente, de la adecuada y
tempestiva remuneración de los peritos.

Mas, por otra parte, la presente Ley, al entender la enorme
diversidad de operaciones y manifestaciones que entraña
modernamente la pericia, se aparta decididamente de la
regulación de 1881 para reconocer sin casuismos la
diversidad y amplitud de este medio de prueba, con atención a su frecuente carácter
instrumental respecto de otros medios de prueba, que no
sólo se manifiesta en el cotejo de letras.

En cuanto al interrogatorio de testigos, consideraciones
semejantes a las reseñadas respecto de la
declaración de las partes, han aconsejado que la Ley opte
por establecer que el interrogatorio sea libre desde el
principio. En esta sede se regula también el
interrogatorio sobre hechos consignados en informes previamente
aportados por las partes y se prevé la declaración
de personas jurídicas, públicas y privadas, de modo
que junto a especialidades que la experiencia aconseja, quede
garantizada la contradicción y la inmediación en la
práctica de la prueba.

La Ley, que concibe con más amplitud el reconocimiento
judicial, acoge también entre los medios de prueba, como
ya se ha dicho, los instrumentos que permiten recoger y
reproducir, no sólo palabras, sonidos e imágenes,
sino aquéllos otros que sirven para el archivo de datos
y cifras y operaciones matemáticas.

Introducidas en la presente Ley las presunciones como método de
fijar la certeza de ciertos hechos y regulada suficientemente la
carga de la prueba, pieza clave de un proceso civil en el que el
interés público no sea predominante, puede
eliminarse la dualidad de regulaciones de la prueba civil,
mediante la derogación de algunos preceptos del Código
Civil.

XII

Enseña la experiencia, en todo el mundo, que si, tras
las iniciales alegaciones de las partes, se acude de inmediato a
un acto oral, en que, antes de dictar sentencia también de
forma inmediata, se concentren todas las actividades de
alegación complementaria y de prueba, se corre casi
siempre uno de estos dos riesgos: el
gravísimo, de que los asuntos se resuelvan sin observancia
de todas las reglas que garantizan la plena contradicción
y sin la deseable atención a todos los elementos que han
de fundar el fallo, o el consistente en que el tiempo que en
apariencia se ha ganado acudiendo inmediatamente al acto del
juicio o vista se haya de perder con suspensiones e incidencias,
que en modo alguno pueden considerarse siempre injustificadas y
meramente dilatorias, sino con frecuencia necesarias en
razón de la complejidad de los asuntos.

Por otro lado, es una exigencia racional y constitucional de
la efectividad de la tutela judicial que se resuelvan, cuanto
antes, las eventuales cuestiones sobre presupuestos y
óbices procesales, de modo que se eviten al máximo
las sentencias que no entren sobre el fondo del asunto litigioso
y cualquier otro tipo de resolución que ponga fin al
proceso sin resolver sobre su objeto, tras costosos esfuerzos
baldíos de las partes y del tribunal.

En consecuencia, como ya se apuntó, sólo es
conveniente acudir a la máxima concentración de
actos para asuntos litigiosos desprovistos de complejidad o que
reclamen una tutela con singular rapidez. En otros casos, la
opción legislativa prudente es el juicio ordinario, con su
audiencia previa dirigida a depurar el proceso y a fijar el
objeto del debate.

Con estas premisas, la Ley articula con carácter
general dos cauces distintos para la tutela jurisdiccional
declarativa: de un lado, la del proceso que, por la sencillez
expresiva de la denominación, se da en llamar
«juicio ordinario» y, de otro, la del «juicio
verbal».

Estos procesos acogen, en algunos casos gracias a
disposiciones particulares, los litigios que hasta ahora se
ventilaban a través de cuatro procesos ordinarios,
así como todos los incidentes no regulados expresamente,
con lo que cabe suprimir también el procedimiento
incidental común. Y esta nueva Ley de Enjuiciamiento Civil
permite también afrontar, sin merma de garantías,
los asuntos que eran contemplados hasta hoy en más de una
docena de leyes distintas de la procesal civil común.
Buena prueba de ello son la disposición derogatoria y las
disposiciones finales.

Así, pues, se simplifican, con estos procedimientos,
los cauces procesales de muchas y muy diversas tutelas
jurisdiccionales. Lo que no se hace, porque carecería de
razón y sentido, es prescindir de particularidades
justificadas, tanto por lo que respecta a presupuestos especiales
de admisibilidad o procedibilidad como en lo relativo a ciertos
aspectos del procedimiento mismo.

Lo exigible y deseable no es unificar a ultranza, sino
suprimir lo que resulta innecesario y, sobre todo, poner
término a una dispersión normativa a todas luces
excesiva. No cabe, por otra parte, ni racional ni
constitucionalmente, cerrar el paso a disposiciones legales
posteriores, sino sólo procurar que los preceptos que esta
Ley contiene sean, por su previsión y flexibilidad,
suficientes para el tratamiento jurisdiccional de materias y
problemas nuevos.

La Ley diseña los procesos declarativos de modo que la
inmediación, la publicidad y la oralidad hayan de ser
efectivas. En los juicios verbales, por la trascendencia de la
vista; en el ordinario, porque tras demanda y
contestación, los hitos procedimentales más
sobresalientes son la audiencia previa al juicio y el juicio
mismo, ambos con la inexcusable presencia del juzgador.

A grandes rasgos, el desarrollo del proceso ordinario puede
resumirse como sigue.

En la audiencia previa, se intenta inicialmente un acuerdo o
transacción de las partes, que ponga fin al proceso y, si
tal acuerdo no se logra, se resuelven las posibles cuestiones
sobre presupuestos y óbices procesales, se determinan con
precisión las pretensiones de las partes y el
ámbito de su controversia, se intenta nuevamente un
acuerdo entre los litigantes y, en caso de no alcanzarse y de
existir hechos controvertidos, se proponen y admiten las pruebas
pertinentes.

En el juicio, se practica la prueba y se formulan las
conclusiones sobre ésta, finalizando con informes sobre
los aspectos jurídicos, salvo que todas las partes
prefieran informar por escrito o el tribunal lo estime oportuno.
Conviene reiterar, además, que de todas las actuaciones
públicas y orales, en ambas instancias, quedará
constancia mediante los instrumentos oportunos de
grabación y reproducción, sin perjuicio de las
actas necesarias.

La Ley suprime las denominadas «diligencias para mejor
proveer», sustituyéndolas por unas diligencias
finales, con presupuestos distintos de los de aquéllas. La
razón principal para este cambio es la coherencia con la
ya referida inspiración fundamental que, como regla, debe
presidir el inicio, desarrollo y desenlace de los procesos
civiles. Además, es conveniente cuanto refuerce la
importancia del acto del juicio, restringiendo la actividad
previa a la sentencia a aquello que sea estrictamente necesario.
Por tanto, como diligencias finales sólo serán
admisibles las diligencias de pruebas, debidamente propuestas y
admitidas, que no se hubieren podido practicar por causas ajenas
a la parte que las hubiera interesado.

La Ley considera improcedente llevar a cabo nada de cuanto se
hubiera podido proponer y no se hubiere propuesto, así
como cualquier actividad del tribunal que, con merma de la
igualitaria contienda entre las partes, supla su falta de
diligencia y cuidado. Las excepciones a esta regla han sido
meditadas detenidamente y responden a criterios de equidad, sin
que supongan ocasión injustificada para desordenar la
estructura procesal o menoscabar la igualdad de la
contradicción.

En cuanto al carácter sumario, en sentido
técnico-jurídico, de los procesos, la Ley dispone
que carezcan de fuerza de cosa juzgada las sentencias que pongan
fin a aquéllos en que se pretenda una rápida tutela
de la posesión o tenencia, las que decidan sobre
peticiones de cese de actividades ilícitas en materia de
propiedad
intelectual o industrial, las que provean a una inmediata
protección frente obras nuevas o ruinosas, así como
las que resuelvan sobre el desahucio o recuperación de
fincas por falta de pago de la renta o alquiler o sobre la
efectividad de los derechos
reales inscritos frente a quienes se opongan a ellos o
perturben su ejercicio, sin disponer de título inscrito
que legitime la oposición o la perturbación. La
experiencia de ineficacia, inseguridad
jurídica y vicisitudes procesales excesivas aconseja, en
cambio, no configurar como sumarios los procesos en que se
aduzca, como fundamento de la pretensión de desahucio, una
situación de precariedad: parece muy preferible que el
proceso se desenvuelva con apertura a plenas alegaciones y prueba
y finalice con plena efectividad. Y los procesos sobre alimentos, como
otros sobre objetos semejantes, no han de confundirse con medidas
provisionales ni tienen por qué carecer, en su desenlace,
de fuerza de cosa juzgada. Reclamaciones ulteriores pueden estar
plenamente justificadas por hechos nuevos.

XIII

Esta Ley contiene una sola regulación del recurso de
apelación y de la segunda instancia, porque se estima
injustificada y perturbadora una diversidad de regímenes.
En razón de la más pronta tutela judicial, dentro
de la seriedad del proceso y de la sentencia, se dispone que,
resuelto el recurso de reposición contra las resoluciones
que no pongan fin al proceso, no quepa interponer
apelación y sólo insistir en la eventual
disconformidad al recurrir la sentencia de primera instancia.
Desaparecen, pues, prácticamente, las apelaciones contra
resoluciones interlocutorias. Y con la oportuna
disposición transitoria, se pretende que este nuevo
régimen de recursos sea de aplicación lo más
pronto posible.

La apelación se reafirma como plena revisión
jurisdiccional de la resolución apelada y, si ésta
es una sentencia recaída en primera instancia, se
determina legalmente que la segunda instancia no constituye un
nuevo juicio, en que puedan aducirse toda clase de hechos y
argumentos o formularse pretensiones nuevas sobre el caso. Se
regula, coherentemente, el contenido de la sentencia de
apelación, con especial atención a la singular
congruencia de esa sentencia.

Otras disposiciones persiguen aumentar las posibilidades de
corregir con garantías de acierto eventuales errores en el
juicio fáctico y, mediante diversos preceptos, se procura
hacer más sencillo el procedimiento y lograr que, en el
mayor número de casos posible, se dicte en segunda
instancia sentencia sobre el fondo.

Cabe mencionar que la presente Ley, que prescinde del concepto de
adhesión a la apelación, generador de
equívocos, perfila y precisa el posible papel de quien, a
la vista de la apelación de otra parte y siendo
inicialmente apelado, no sólo se opone al recurso sino
que, a su vez, impugna el auto o sentencia ya apelado, pidiendo
su revocación y sustitución por otro que le sea
más favorable.

La Ley conserva la separación entre una inmediata
preparación del recurso, con la que se manifiesta la
voluntad de impugnación, y la ulterior
interposición motivada de ésta. No parece oportuno
ni diferir el momento en que puede conocerse la firmeza o el
mantenimiento
de la litispendencia, con sus correspondientes efectos, ni
apresurar el trabajo de
fundamentación del recurso. Pero, para una mejor
tramitación, se introduce la innovación
procedimental consistente en disponer que el recurrente lleve a
cabo la preparación y la interposición ante el
tribunal que dicte la resolución recurrida,
remitiéndose después los autos al superior. Lo
mismo se establece respecto de los recursos extraordinarios.

XIV

Por coherencia plena con una verdadera preocupación por
la efectividad de la tutela judicial y por la debida
atención a los problemas que la Administración de Justicia presenta en todo
el mundo, esta Ley pretende una superación de una idea, no
por vulgar menos influyente, de los recursos extraordinarios y,
en especial, de la casación, entendidos, si no como
tercera instancia, si, muy frecuentemente, como el último
paso necesario, en muchos casos, hacia la definición del
Derecho en el caso concreto.

Como quiera que este planteamiento resulta insostenible en la
realidad y entraña una cierta degeneración o
deformación de importantes instituciones
procesales, está siendo general, en los países de
nuestro mismo sistema jurídico e incluso en
aquéllos con sistemas muy
diversos, un cuidadoso estudio y una detenida reflexión
acerca del papel que es razonable y posible que desempeñen
los referidos recursos y el órgano u órganos que
ocupan la posición o las posiciones supremas en la
organización jurisdiccional.

Con la convicción de que la reforma de la Justicia, en
este punto como en otros, no puede ni debe prescindir de la
historia, de la
idiosincrasia particular y de los valores
positivos del sistema jurídico propio, la tendencia de
reforma que se estima acertada es la que tiende a reducir y
mejorar, a la vez, los grados o instancias de enjuiciamiento
pleno de los casos concretos para la tutela de los derechos e
intereses legítimos de los sujetos jurídicos,
circunscribiendo, en cambio, el esfuerzo y el cometido de los
tribunales superiores en razón de necesidades
jurídicas singulares, que reclamen un trabajo
jurídico de especial calidad y autoridad.

Desde hace tiempo, la casación civil presenta en
España
una situación que, como se reconoce generalmente, es muy
poco deseable, pero en absoluto fácil de resolver con un
grado de aceptación tan general como su crítica.
Esta Ley ha partido, no sólo de la imposibilidad, sino
también del error teórico y práctico que
entrañaría concebir que la casación perfecta
es aquélla de la que no se descarta ninguna materia ni
ninguna sentencia de segunda instancia.

Además de ser ésa una casación
completamente irrealizable en nuestra sociedad, no
es necesario ni conveniente, porque no responde a criterios
razonables de justicia, que cada caso litigioso, con los derechos
e intereses legítimos de unos justiciables aún en
juego, pueda
transitar por tres grados de enjuiciamiento jurisdiccional,
siquiera el último de esos enjuiciamientos sea el limitado
y peculiar de la casación. No pertenece a nuestra
tradición histórica ni constituye exigencia
constitucional alguna que la función nomofiláctica
de la casación se proyecte sobre cualesquiera sentencias
ni sobre cualesquiera cuestiones y materias.

Nadie ha cuestionado, sin embargo, que la renovación de
nuestra Justicia civil se haga conforme a los valores
positivos, sólidamente afianzados, del propio sistema
jurídico y jurisdiccional, sin incurrir en la imprudencia
de desechar instituciones enteras y sustituirlas por otras de
nueva factura o por
piezas de modelos jurídicos y judiciales muy diversos del
nuestro. Así, pues, ha de mantenerse en sustancia la
casación, con la finalidad y efectos que le son propios,
pero con un ámbito objetivo coherente con la necesidad,
antes referida, de doctrina jurisprudencial especialmente
autorizada.

Los límites de
cuantía no constituyen por sí solos un factor capaz
de fijar de modo razonable y equitativo ese ámbito
objetivo. Y tampoco parece oportuno ni satisfactorio para los
justiciables, ávidos de seguridad jurídica y de
igualdad de trato, que la configuración del nuevo
ámbito casacional, sin duda necesaria por razones y
motivos que trascienden elementos coyunturales, se lleve a cabo
mediante una selección
casuística de unos cuantos asuntos de
«interés casacional», si este elemento se deja
a una apreciación de índole muy subjetiva.

La presente Ley ha operado con tres elementos para determinar
el ámbito de la casación. En primer lugar, el
propósito de no excluir de ella ninguna materia civil o
mercantil; en segundo término, la decisión, en
absoluto gratuita, como se dirá, de dejar fuera de la
casación las infracciones de leyes procesales; finalmente,
la relevancia de la función de crear autorizada doctrina
jurisprudencial. Porque ésta es, si se quiere, una
función indirecta de la casación, pero está
ligada al interés público inherente a ese instituto
desde sus orígenes y que ha persistido hasta hoy.

En un sistema jurídico como el nuestro: en el que el
precedente carece de fuerza vinculante -solo atribuida a la ley y
a las demás fuentes del
Derecho objetivo-, no carece ni debe carecer de un relevante
interés para todos la singularísima eficacia
ejemplar de la doctrina ligada al precedente, no autoritario,
pero sí dotado de singular autoridad jurídica.

De ahí que el interés casacional, es decir, el
interés trascendente a las partes procesales que puede
presentar la resolución de un recurso de casación,
se objetive en esta Ley, no sólo mediante un
parámetro de cuantía elevada, sino con la exigencia
de que los asuntos sustanciados en razón de la materia
aparezcan resueltos con infracción de la ley sustantiva,
desde luego, pero, además, contra doctrina jurisprudencial
del Tribunal Supremo (o en su caso, de los Tribunales Superiores
de Justicia) o sobre asuntos o cuestiones en los que exista
jurisprudencia contradictoria de las Audiencias Provinciales. Se
considera, asimismo, que concurre interés casacional
cuando las normas cuya infracción se denuncie no lleven en
vigor más tiempo del razonablemente previsible para que
sobre su aplicación e interpretación haya podido
formarse una autorizada doctrina jurisprudencial, con la
excepción de que sí exista tal doctrina sobre
normas anteriores de igual o similar contenido.

De este modo, se establece con razonable objetividad la
necesidad del recurso. Esta objetivación del
«interés casacional», que aporta más
seguridad jurídica a los justiciables y a sus abogados,
parece preferible al método consistente en atribuir al
propio tribunal casacional la elección de los asuntos
merecedores de su atención, como desde algunas instancias
se ha propugnado. Entre otras cosas, la objetivación
elimina los riesgos de desconfianza y desacuerdo con las
decisiones del tribunal.

Establecido un nuevo sistema de ejecución provisional,
la Ley no considera necesario ni oportuno generalizar la
exigencia de depósito para el acceso al recurso de
casación (o al recurso extraordinario por
infracción de ley procesal). El depósito previo,
además de representar un factor de encarecimiento de la
Justicia, de desigual incidencia sobre los justiciables, plantea,
entre otros, el problema de su posible transformación en
obstáculo del ejercicio del derecho fundamental a la
tutela judicial efectiva, conforme al principio de igualdad. La
ejecutividad provisional de las sentencias de primera y segunda
instancia parece suficiente elemento disuasorio de los recursos
temerarios o de intención simplemente dilatoria.

El sistema de recursos extraordinarios se completa confiando
en todo caso las cuestiones procesales a las Salas de lo Civil de
los Tribunales Superiores de Justicia.

La separación entre el recurso de casación y el
recurso extraordinario dedicado a las infracciones procesales ha
de contribuir, sin duda, a la seriedad con que éstas se
aleguen. Además, este recurso extraordinario por
infracción procesal amplía e intensifica la tutela
judicial ordinaria de los derechos fundamentales de índole
procesal, cuyas pretendidas violaciones generan desde hace
más de una década gran parte de los litigios.

Nada tiene de heterodoxo, ni orgánica ni procesalmente
y menos aún, si cabe, constitucionalmente, cuando ya se
han consumido dos instancias, circunscribir con rigor
lógico el recurso extraordinario de casación y
exigir a quien esté convencido de haberse visto
perjudicado por graves infracciones procesales que no pretenda,
simultáneamente, la revisión de infracciones de
Derecho sustantivo.

Si se está persuadido de que se ha producido una grave
infracción procesal, que reclama reposición de las
actuaciones al estado
anterior a esa infracción, no cabe ver imposición
irracional en la norma que excluye pretender al mismo tiempo una
nueva sentencia, en vez de tal reposición de las
actuaciones. Si el recurso por infracción procesal es
estimado, habrá de dictarse una nueva sentencia y si
ésta incurriere en infracciones del Derecho material o
sustantivo, podrá recurrirse en casación la
sentencia, como en el régimen anterior a esta Ley.

Verdad es que, en comparación con el tratamiento
dispensado a los limitados tipos de asuntos accesibles a la
casación según la Ley de 1881 y sus numerosas
reformas, en el recurso de casación de esta Ley no
cabrá ya pretender la anulación de la sentencia
recurrida con reenvío a la instancia y, a la vez,
subsidiariamente, la sustitución de la sentencia de
instancia por no ser conforme al Derecho sustantivo. Pero,
además de que esta nueva Ley contiene mejores instrumentos
para la corrección procesal de las actuaciones, se ha
considerado más conforme con las necesidades sociales, con
el conjunto de los institutos jurídicos de nuestro
Ordenamiento y con el origen mismo del instituto casacional, que
una razonable configuración de la carga competencial del
Tribunal Supremo se lleve a cabo concentrando su actividad en lo
sustantivo.

No cabe olvidar, por lo demás, que, conforme a la Ley
de 1881, si se interponía un recurso de casación
que adujese! a la vez, quebrantamiento de forma e infracciones
relativas a la sentencia, se examinaba y decidía primero
acerca del pretendido quebrantamiento de forma y si el recurso se
estimaba por este concepto, los autos eran reenviados al Tribunal
de instancia, para que dictara nueva sentencia, que, a su vez,
podría ser, o no, objeto de nuevo recurso de
casación, por «infracción de ley- por
quebrantamiento de las formas esenciales del juicio» o por
ambos conceptos. Nada sustancialmente distinto, con mecanismos
nuevos para acelerar los trámites, se prevé en esta
Ley para el caso de que, respecto de la misma sentencia,
distintos litigantes opten, cada uno de ellos, por un distinto
recurso extraordinario.

El régimen de recursos extraordinarios establecido en
la presente Ley quizá es, en el único punto de la
opción entre casación y recurso extraordinario por
infracción procesal, menos «generoso» que la
casación anterior con los litigantes vencidos y con sus
Procuradores y Abogados, pero no es menos «generoso»
con el conjunto de los justiciables y, como se acaba de apuntar,
la opción por una casación circunscrita a lo
sustantivo se ha asumido teniendo en cuenta el conjunto de los
institutos jurídicos de tutela previstos en nuestro
ordenamiento.

No puede desdeñarse, en efecto, la consideración
de que al amparo del
artículo 24 de la Constitución, tienen cabida legal
recursos de amparo -la gran mayoría de ellos sobre muchas
cuestiones procesales. Esas cuestiones procesales son, a la vez,
«garantías constitucionales» desde el punto de
vista del artículo 123 de la Constitución. Y como
quiera que, a la vista de los artículos 161.1, letra b) y
53.2 del mismo texto constitucional, parece constitucionalmente
inviable sustraer al Tribunal Constitucional todas las materias
incluidas en el artículo 24 de nuestra norma fundamental,
a la doctrina del Tribunal Constitucional hay que atenerse. Hay,
pues, según nuestra norma fundamental, una instancia
única y suprema de interpretación normativa en
muchas materias procesales. Para otras, como se verá, se
remodela por completo el denominado recurso en interés de
la ley.

Los recursos de amparo por invocación del
artículo 24 de la Constitución han podido alargar
mucho, hasta ahora, el horizonte temporal de una sentencia
irrevocable, ya excesivamente prolongado en la
jurisdicción ordinaria según la Ley de 1881 y sus
posteriores reformas.

Pues bien: esos recursos de amparo fundados en violaciones del
artículo 24 de la Constitución dejan de ser
procedentes si no se intentó en cada caso el recurso
extraordinario por infracción procesal.

Por otro lado, con este régimen de recursos
extraordinarios, se reducen considerablemente las posibilidades
de fricción o choque entre el Tribunal Supremo y el
Tribunal Constitucional. Este deslindamiento no es un principio
inspirador del sistema de recursos extraordinarios, pero
sí un criterio en absoluto desdeñable, con un
efecto beneficioso. Porque el respetuoso acatamiento de la
salvedad en favor del Tribunal Constitucional en lo relativo a
«garantías constitucionales» puede ser y es
conveniente que se armonice con la posición del Tribunal
Supremo, una posición general de superioridad que el
artículo 123 de la Constitución atribuye al alto
Tribunal Supremo con la misma claridad e igual énfasis que
la referida salvedad.

El recurso de casación ante el Tribunal Supremo puede
plantearse, en resumen, con estos dos objetos:

1.º las sentencias que dicten las Audiencias Provinciales
en materia de derechos fundamentales, excepto los que reconoce el
artículo 24 de la Constitución, cuando infrinjan
normas del ordenamiento jurídico aplicables para resolver
las cuestiones objeto del proceso; 2.º las sentencias
dictadas en segunda instancia por las Audiencias Provinciales,
siempre que incurran en similar infracción de normas
sustantivas y, además, el recurso presente un
interés trascendente a la tutela de los derechos e
intereses legítimos de unos concretos justiciables,
establecido en la forma que ha quedado dicha.

Puesto que los asuntos civiles en materia de derechos
fundamentales pueden ser llevados en todo caso al Tribunal
Constitucional, cabría entender que está de
más su acceso a la casación ante el Tribunal
Supremo. Siendo éste un criterio digno de atenta
consideración, la Ley ha optado, como se acaba de decir,
por una disposición contraria.

Las razones de esta opción son varias y diversas.

De una parte, los referidos asuntos no constituyen una grave
carga de trabajo jurisdiccional. Por otra, desde el momento
constituyente mismo se estimó conveniente establecer la
posibilidad del recurso casacional en esa materia, sin que se
hayan manifestado discrepancias ni reticencias sobre este
designio, coherente, no sólo con el propósito de
esta Ley en el sentido de no excluir de la casación
ninguna materia civil y lo son, desde luego, los derechos
inherentes a la
personalidad, máximamente constitucionalizados, sino
también con la idea de que el Tribunal Supremo es
también, de muy distintos modos, Juez de la
Constitución, al igual que los restantes órganos
jurisdiccionales ordinarios. Además, la subsidiariedad del
recurso de amparo ante el Tribunal no podía dejar de
gravitar en el trance de esta opción legislativa.

Y no es desdeñable, por ende, el efecto que sobre todos
los recursos, también los extraordinarios, es previsible
que ejerza el nuevo régimen de ejecución
provisional, del que no están excluidas, en principio, las
sentencias de condena en materia de derechos fundamentales, en
las que no son infrecuentes pronunciamientos condenatorios
pecuniarios.

Por su parte, el ya referido recurso extraordinario por
infracción procesal, ante las Salas de lo Civil y Penal de
los Tribunales Superiores de Justicia, procede contra sentencias
de las Audiencias Provinciales en cuestiones procesales de
singular relieve y, en general, para cuanto pueda considerarse
violación de los derechos fundamentales que consagra el
artículo 24 de la Constitución.

XV

Por último, como pieza de cierre y respecto de
cuestiones procesales no atribuidas al Tribunal, se mantiene el
recurso en interés de la ley ante la Sala de lo Civil del
Tribunal Supremo, un recurso concebido para la deseable unidad
jurisprudencial, pero configurado de manera muy distinta que el
actual, para los casos de sentencias firmes divergentes de las
Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de
Justicia.

Están legitimados para promover esta actividad, no
sólo el Ministerio Fiscal, sino
el Defensor del Pueblo y las personas jurídicas de
Derecho
público que acrediten interés legítimo
en la existencia de doctrina jurisprudencial sobre la
cuestión o cuestiones procesales que en el recurso se
susciten. No se trata, es cierto, de un recurso en sentido
propio, pues la sentencia que se dicte no revocará otra
sentencia no firme (ni rescindirá la firme), pero se opta
por mantener esta denominación, en aras de lo que resulta,
por los precedentes, más expresivo y comunicativo.

Merced al recurso en interés de la ley, además
de completarse las posibilidades de crear doctrina
jurisprudencial singularmente autorizada, por proceder del
Tribunal Supremo, no quedan las materias procesales excluidas del
quehacer del alto tribunal, mientras no se produzca
colisión con el recurso de amparo que corresponde al
Tribunal Constitucional. Por el contrario, la competencia, el
esfuerzo y el interés de los legitimados garantizan que el
Tribunal Supremo, constitucionalmente superior en todos los
órdenes, pero no llamado por nuestra Constitución a
conocer de todo tipo de asuntos, como es obvio, habrá de
seguir ocupándose de cuestiones procesales de
importancia.

Entre las sentencias que dicte el Tribunal Supremo en virtud
de este instrumento y las sentencias pronunciadas por el Tribunal
en su ámbito propio, no faltará una doctrina
jurisprudencial que sirva de guía para la
aplicación e interpretación de las normas
procesales en términos de seguridad jurídica e
igualdad, compatibles y armónicos con la libertad de
enjuiciamiento propia de nuestro sistema y con la oportuna
evolución de la jurisprudencia.

En este punto, y para terminar lo relativo a los recursos
extraordinarios, parece oportuno recordar que, precisamente en
nuestro sistema jurídico, la jurisprudencia o el
precedente goza de relevancia práctica por su autoridad y
fuerza ejemplar, pero no por su fuerza vinculante.

Esa autoridad, nacida de la calidad de la decisión, de
su justificación y de la cuidadosa expresión de
ésta, se está revelando también la
más importante en los sistemas jurídicos del
llamado «case law». Y ha sido y seguirá siendo
la única atribuible, más allá del caso
concreto, a las sentencias dictadas en casación.

Por todo esto, menospreciar las resoluciones del Tribunal
Supremo en cuanto carezcan de eficacia directa sobre otras
sentencias o sobre los derechos de determinados sujetos
jurídicos no sería ni coherente con el valor
siempre atribuido en nuestro ordenamiento a la doctrina
jurisprudencial ni acorde con los más rigurosos estudios
iuscomparatísticos y con las modernas tendencias, antes ya
aludidas, sobre el papel de los órganos jurisdiccionales
situados en el vértice o cúspide de la
Administración de Justicia.

XVI

La regulación de la ejecución provisional es,
tal vez, una de las principales innovaciones de este texto
legal.

La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil representa una decidida
opción por la confianza en la Administración de
Justicia y por la importancia de su impartición en primera
instancia y, de manera consecuente, considera provisionalmente
ejecutables, con razonables temperamentos y excepciones, las
sentencias de condena dictadas en ese grado jurisdiccional.

La ejecución provisional será viable sin
necesidad de prestar fianza ni caución, aunque se
establecen, de una parte, un régimen de oposición a
dicha ejecución, y, de otra, reglas claras para los
distintos casos de revocación de las resoluciones
provisionalmente ejecutadas, que no se limitan a proclamar
retóricamente la responsabilidad por daños y
perjuicios, remitiendo al proceso ordinario correspondiente, sino
que permiten su exacción por la vía de apremio.

Solicitada la ejecución provisional, el tribunal la
despachará, salvo que la sentencia sea de las
inejecutables o no contenga pronunciamiento de condena. Y,
despachada la ejecución provisional, el condenado puede
oponerse a ella, en todo caso, si entiende que no concurren los
aludidos presupuestos legales. Pero la genuina oposición
prevista es diferente según se trate de condena dineraria
o de condena no dineraria. En este último caso, la
oposición puede fundarse en que resulte imposible o de
extrema dificultad, según la naturaleza de las actuaciones
ejecutivas, restaurar la situación anterior a la
ejecución provisional o compensar económicamente al
ejecutado mediante el resarcimiento de los daños y
perjuicios que se le causaren, si la sentencia fuere
revocada.

Si la condena es dineraria, no se permite la oposición
a la ejecución provisional en su conjunto, sino
únicamente a aquellas actuaciones ejecutivas concretas del
procedimiento de apremio que puedan causar una situación
absolutamente imposible de restaurar o de compensar
económicamente mediante el resarcimiento de daños y
perjuicios. El fundamento de esta oposición a medidas
ejecutivas concretas viene a ser, por tanto, el mismo que el de
la oposición a la ejecución de condenas no
dinerarias: la probable irreversibilidad de las situaciones
provocadas por la ejecución provisional y la imposibilidad
de una equitativa compensación económica, si la
sentencia es revocada.

En el caso de ejecución provisional por condena
dineraria, la Ley exige a quien se oponga a actuaciones
ejecutivas concretas que indique medidas alternativas viables,
así como ofrecer caución suficiente para responder
de la demora en la ejecución: si las medidas alternativas
no fuesen aceptadas por el tribunal y el pronunciamiento de
condena dineraria resultare posteriormente confirmado.

Si no se ofrecen medidas alternativas ni se presta
caución, la oposición no procederá.

Es innegable que establecer, como regla, tal ejecución
provisional de condenas dinerarias entraña el peligro de
que quien se haya beneficiado de ella no sea luego capaz de
devolver lo que haya percibido, si se revoca la sentencia
provisionalmente ejecutada. Con el sistema de la Ley de 1881 y
sus reformas, la caución exigida al solicitante eliminaba
ese peligro, pero a costa de cerrar en exceso la ejecución
provisional, dejándola sólo en manos de quienes
dispusieran de recursos económicos líquidos. Y a
costa de otros diversos y no pequeños riesgos: el riesgo
de la demora del acreedor en ver satisfecho su crédito
y el riesgo de que el deudor condenado dispusiera del tiempo de
la segunda instancia y de un eventual recurso extraordinario para
prepararse a eludir su responsabilidad.

Con el sistema de esta Ley, existe, desde luego, el peligro de
que el ejecutante provisional haya cobrado y después haya
pasado a ser insolvente, pero, de un lado, este peligro puede ser
mínimo en muchos casos respecto de quienes dispongan a su
favor de sentencia provisionalmente ejecutable. Y, por otro lado,
como ya se ha dicho, la Ley no remite a un proceso declarativo
para la compensación económica en caso de
revocación de lo provisionalmente ejecutado, sino al
procedimiento de apremio, ante el mismo órgano que ha
tramitado o está tramitando la ejecución forzosa
provisional.

Mas el factor fundamental de la opción de esta Ley,
sopesados los peligros y riesgos contrapuestos, es la efectividad
de las sentencias de primera instancia, que, si bien se mira, no
recaen con menos garantías sustanciales y procedimentales
de ajustarse a Derecho que las que constituye el procedimiento
administrativo, en cuyo seno se dictan los actos y resoluciones
de las Administraciones Públicas, inmediatamente
ejecutables salvo la suspensión cautelar que se pida a la
Jurisdicción y por ella se otorgue.

La presente Ley opta por confiar en los Juzgados de Primera
Instancia, base, en todos los sentidos, de
la Justicia civil. Con esta Ley, habrán de dictar
sentencias en principio inmediatamente efectivas por la
vía de la ejecución provisional; no sentencias en
principio platónicas, en principio inefectivas, en las que
casi siempre gravite, neutralizando lo resuelto, una
apelación y una segunda instancia como acontecimientos que
se dan por sentados.

Ni las estadísticas disponibles ni la realidad
conocida por la experiencia de muchos profesionales -Jueces,
Magistrados, abogados, profesores de derecho, etc.- justifican
una sistemática, radical y general desconfianza en la
denominada «Justicia de primera instancia». Y, por
otra parte, si no se hiciera más efectiva y se
responsabilizara más a esta Justicia de primera instancia,
apenas cabría algo distinto de una reforma de la Ley de
Enjuiciamiento Civil en cuestiones de detalle, aunque fuesen
muchas e importantes.

Ante este cambio radical y fijándose en la
oposición a la ejecución provisional, parece
conveniente caer en la cuenta de que la decisión del
órgano jurisdiccional sobre dicha oposición no es
más difícil que la que entraña resolver
sobre la petición de medidas cautelares. Los factores
contrapuestos que han de ponderarse ante la oposición a la
ejecución provisional no son de mayor dificultad que los
que deben tomarse en consideración cuando se piden medidas
cautelares.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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