Vivimos una época de ofertas excesivas en cuanto
a bienes
culturales caracterizados por su pobreza de
contenidos. Los teóricos críticos de la
comunicación aludían esto hace varios lustros,
con la fetichización de la información y la estandarización de
tales productos
simbólicos, repetitivos de manera sistemática como
parte fundamental de una estrategia
neoliberal-global. El cine, como
elemento esencial de la industria
cultural estadounidense, tiene muchos años de haberse
posicionado en el gusto y en el consumo de
espectadores mexicanos que ven colmadas sus preferencias
(involuntarias en la mayoría de los casos) de
entretenimiento. Como plantea Carlos Monsiváis (2002,
p.21), la
globalización cultural se ha asentado en el lugar
común latinoamericano que la identifica con los centros de
poder de la
comunicación y con el triunfo de la
industria del espectáculo. En este contexto, la moda y la
música se
determinan por decreto de las transnacionales, asimismo las
películas que norman las conversaciones de grupo y de
pareja.
Hablar de cine, en este contexto, se ha vuelto una
acción
que se repite cotidianamente cuando en las pláticas
familiares o entre amigos se discierne acerca de la posibilidad
de apreciar una película, de reseñarla o de
criticarla. El arte de la
cinematografía es tan popular que no se presenta
ningún problema existencial cuando animadamente
convergemos en una discusión en torno suyo, en
torno a una película; es más, disfrutamos al
elegirlo como tema de conversación. La
participación constante en estos debates aparentemente
cinéfilos confiere, de una forma igualmente
engañosa pero automática, una sabiduría
fílmica deslumbrante a quien genera polémica y
opiniones en esas discusiones. Lo anterior puede explicarse como
un fenómeno de homogenización cultural y del
predominio de una única definición de lo que hoy se
entiende por cine, el cine de Hollywood, desde luego.
Opinar sobre cine, entonces, nos vuelve doctos en el
tema de manera milagrosa e inmediata y podemos definir si una
cinta es buena o mala sin que nadie oponga restricciones sobre la
historia del
cine, sobre el lenguaje
cinematográfico o acerca de su apreciación estética. La libertad de
opinar existe y se respeta, sin embargo, hay opiniones más
fundamentadas en el
conocimiento. Es decir, muchos hablan de cine sin conocer su
historia ni su peculiar conjunto de códigos de
expresión, pero esos mismos hablantes no discurren con
igual "garra" sobre otras artes como la pintura, la
música o la danza. Esto se
debe al carácter masivo del cine. Las grandes
audiencias tienen fácil acceso a él y se lo
apropian para generar divertidas mitologías que
evidentemente ofrecen una explicación de primera mano a
sus características como arte.
Roland Barthes (2003) indicaba que el mito era una
variable ciudadana, pública, vulgar, etc. de interpretación y explicación del
mundo, en sí constituía (y constituye) un sistema de
comunicación y a la vez de introspección, de
autocomprensión del papel del sujeto en su propia
realidad. Antonio Dueñas (2003) advierte sin embargo que
hoy vivimos una auténtica "mitofagia", es decir, un
consumo voraz e irreflexivo de mitos sin
ningún detenimiento para indagar en su esencia. Eso ocurre
con el cine: el público asiste a las salas de
exhibición, consume un filme, no piensa mucho y, como dice
el cineasta mexicano Arturo Ripstein, responde alegremente a
estímulos muy primarios, sobre todo vertidos en el cine
comercial hollywoodense.
A continuación enlisto, explico y polemizo, con
un afán igualmente de diversión, varios de estos
mitos que he identificado en mis observaciones cotidianas
(quizá no muy científicas) entre la audiencia
cinematográfica mexicana (en especial de las ciudades de
Culiacán, Sinaloa y el Distrito Federal) y en mi
experiencia como aficionado al séptimo arte.
El cine es un entretenimiento. Sin duda lo
es. Entretener es una de sus funciones y muchos cineastas son
y han sido unos auténticos magos para lograrlo, sin
embargo ésta no es la única función del
cine. El cine como arte es un vehículo de
expresión personal y asimismo es, como ya
indiqué, un lenguaje amplio y complejo, por lo que
reducirlo a su mera función de entretener es limitar
sus múltiples posibilidades expresivas. He aquí
la influencia contundente de las industrias
culturales.
Una película debe ser divertida. Se
entiende como diversión el hacer reír o llorar,
el lograr estremecer, el causar horror, etc., y hay
películas que cumplen de manera excelente con este
cometido. Sin embargo, divertir significa también
diversificar, generar ideas, causar reflexión. Hay
películas que "atrapan", dicen por ahí, pero
creo que debe existir reciprocidad y los espectadores deben
capturar al filme y analizarlo, criticarlo aunque sea un
poco. Eso también resulta divertido.
Las películas "nuevas" son mejores que las
películas "viejas". Esta sentencia relega
automáticamente al cine mudo, a las aportaciones
documentales de Edison y de los hermanos Lumiére y a
las maravillosas obras de Max Linder, de la Escuela de
Brighton, de Chaplin, de Keaton, de Méliès, de
Griffith, de Eisenstein, etc. Igualmente las vanguardias
europeas de los años 20"s, el Realismo Poético
Francés, el Neorrealismo Italiano y las Nuevas Olas de
los 50"s-60"s quedan sin sentido para la gran masa de
espectadores. Las nuevas generaciones poco a poco van
deslindándose del pasado y se sienten actualizados y
complacidos al mirar cintas de no más de diez
años de antigüedad. Todo lo demás es
viejo, excepto, en este caso, Pedro Infante y Cantinflas,
quienes han sobrevivido al olvido. En esta percepción
influye sin duda el estado físico de la
película, con rayones o con sonido muy degradado, pero
aún remasterizadas o reparadas, las películas
de antaño no son valoradas por los jóvenes.
Muchos de ellos no dan a crédito a la
designación constante, cada diez años, de
El Ciudadano Kane[1](Citizen
Kane, Orson Welles, 1940) como la mejor película de la
historia. La edad de un filme no es un factor determinante:
se han realizado películas buenas y malas a lo largo
de toda la historia del cine. En fin, aquí se
patentiza una de las características de la realidad
postmoderna: la negación de la historia y sus grandes
relatos.
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