Iniciaré buscando responder tres preguntas:
¿existe un elemento que diferencie más radicalmente
a la especie humana del resto de las criaturas animales?,
¿a qué debemos aquellos esfuerzos de los grupos de
poder por
mutilar el «habla» y a los hablantes?, ¿es
posible hacer algo desde lo educativo y cómo
actuar?
Aventuraré decir que aquello que nos hace
diferentes del resto de las creaciones biológicas es
precisamente el «lenguaje». Veámoslo como la
máxima hechura civilizatoria; producto de un
dilatado, azaroso, difícil y complejo trajinar del
grupo humano
sobre la superficie de esta roca que vaga entre un océano
de polvo cósmico, lengüetadas de calor y olas
de magnetismo.
Digamos que el «lenguaje» es resultado de un
largo combate contra las fuerzas de la naturaleza (y
por supuesto de tardes placenteras con cielos incendiados de
naranja y de intercambios amorosos de sales y sudores). Contra la
opinión de todas las escuelas místicas o
teosóficas, diremos que no hay un día exactamente
determinado para decir: «este fue el momento en que
aparecieron las primeras palabras con las que dimos nombre a las
cosas». Dicho así, nada que nos haya sido dado por
una potencia divina,
como narran todas las mitologías de la antigüedad,
incluida la cristiana.
Preguntemos con el fresco asombro de los niños
cuando comienzan a interrogarse por el espectáculo de las
cosas en que ellos mismos participan y mientras hacen punto fino
con sus redes
neuronales: «¿Dime, padre, por qué la
luna tiene ese nombre? ¿Quién puso nombre a las
piedras? ¿Qué significa zapato? ¿Por
qué decimos rama?»
Existe un impresionante acervo teórico que la
misma humanidad ha venido elaborando para explicarse los
orígenes y evolución del «habla» y de la
comunidad de
los hablantes. No será motivo de estos apuntes bordar por
allí: solamente diremos que las primeras palabras no
fueron idénticas a estas cadenas de significantes que hoy
poseemos. Ocurre así, porque efectivamente nada hay en la
naturaleza que permanezca en reposo; y el «lenguaje»
y los hablantes, asimismo, evolucionan, cambian, experimentan
transformaciones.
Quizás nuestros antepasados simplemente hayan
emitido gruñidos y enseguida esos gruñidos imitaran
los sonidos producidos por las cosas que les rodeaban y que sus
oídos escuchaban: las gotas de lluvia sobre los estanques,
el canto o los ruidos de las aves, el golpe
de una piedra sobre el cráneo de un mastodonte.
Todavía contamos con fósiles
lingüísticos de aquellos remotos días que nos
permiten sostener esa idea. Por ejemplo, graznar, croar, crujir,
piar, chupar, rumiar, etcétera, todas son voces de
nuestra «lengua»
que representan el sonido de las
cosas.
He dicho que éste ha sido el producto
máximo de las capacidades simbolizadoras de nuestra
especie. No sería exagerado decir incluso que gracias al
«lenguaje» o a las diversas formas que éste
adquiere ha sido posible expandir nuestras capacidades
intelectivas. Por supuesto, reconozco la peligrosidad de llegar a
un extremo de decir: todo cuanto es humano es gracias al
«lenguaje». Por allí andaríamos a un
idealismo
peligroso, porque tendría el mismo equivalente de
sentenciar: todo es «lengua». Y esto no es
así.
El «habla» es producto de una comunidad de
hablantes en acción
con el mundo; nos referimos con eso a un cocido histórico
entre cuyos ingredientes figuran buscar alimento,
protección, enfrentar fieras, reproducirnos y transformar
cuanta materialidad nos rodea. Es decir: nuestra especie
trabajó y simultáneamente debió haber dado
los primeros gruñidos, además de atender otras
faenas.
Quizás los sonidos fundacionales del
«habla» hayan sido semejantes a los sonidos
producidos por la rusticidad de las piedras no pulidas, empleadas
para romper los huesos de las
bestias y disfrutar su tuétano. Si la cosa es
dialéctica, no debemos caer en el error de sentenciar:
esto fue primero y luego esto otro. Muy posiblemente trabajo y
simbolización hayan venido dándose
simultáneamente.
Respecto del origen del «lenguaje», Marx nos
dice:
«El lenguaje es
tan viejo como la conciencia: el
lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real,
que existe también para los otros hombres y que, por
tanto, comienza a existir también para mí mismo y
el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los
apremios del intercambio con los demás
hombres».[1]
Tuve necesidad de entrar en esta verborrización,
porque me parecía que debía pepenarme adecuadamente
del juicio de que el «lenguaje» es una de las mayores
hechuras civilizatorias. Pudiera invocar igualmente en mi socorro
aquella tesis
antropológica, según la cual pudieron encontrarse
en una misma coordenada histórico-geográfica dos
proyectos de
hominización: neandertales y sapiens. Tenían
aproximaciones fenotípicas y genéticas.
Pero había una pequeña y al mismo notable
diferencia entre ambos: aquellos neandertales no simbolizaban el
mundo. Sucumbieron por causas desconocidas, que aún hoy
siguen desconcertando a los científicos. Quienes
permanecieron como proyecto
único de hominización fueron precisamente los
hablantes. O sea, quienes operaban simbolizaciones
complejas.
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