"Debemos comprender que el
amor
no nos hace daño ni
nos anula"
(Hugh Prather).
Hay un pasaje del Evangelio que de entrada parece
particularmente perturbador. Me refiero a la parábola del
Hijo pródigo. Un pasaje que nunca deja que afiancemos
nuestros esquemas mentales y reforcemos nuestra punitiva
visión de la vida. Cuando hemos logrado alzar y edificar
nuestras creencias correctivas y enmendadoras, éste pasaje
las desmonta y las vuelve pedazos. Así una y mil veces. Es
un pasaje sobre el cual hay que estar alertas.
A este propósito alguien pudiera objetar:
¿de qué tendríamos que estar alertas si, en
realidad, el pasaje en cuestión se encuentra envuelto en
una forma literaria francamente campechana, escueta, humilde, que
no deberíamos tomar en serio y que, por lo mismo, tampoco
debería alterarnos? Es cierto que el pasaje
evangélico al que nos enlazamos, no cuenta, en efecto, con
la credibilidad de un texto
filosófico como puede ser una obra de Aristóteles ni con la seguridad de un
documento científico. A todas luces el Hijo pródigo
es una ficción literaria.
Una parábola que, por consiguiente,
debería resultarnos inofensiva. Amenazadora es la lectura del
Marqués de Sade o Así Habló
Zarathustra de Nietzsche;
arriesgada es la lectura de
El porvenir de una Ilusión de Freud; bravucona
y temida es la novela
Trópico de Cáncer de Henry Miller, contra
quien se celebraron más de sesenta juicios por indecente y
conflictivo. La parábola del Hijo pródigo, en
cambio, es una
narración cándida, con una trama bonachona,
bastante avispada por cierto, a lo sumo piadosa, con un final
feliz, pero definitivamente no puede calificarse como
peligrosa.
La verdad, sin embargo, es otra. Y aunque la
parábola del Hijo pródigo como forma literaria
narra algo en términos alegóricos, de manera
atractiva y sugestiva, aparentemente distante de la realidad, en
el fondo, la parábola propone un punto de vista
inquietante: cuando el corazón
está cerrado, la razón no sólo no sirve de
nada, sino que se vuelve peligrosa.
No podemos desconocer o ignorar la parábola del
Hijo pródigo como si nunca hubiera sido relatada. Fue
contada, y no importa hace cuanto tiempo y ni
siquiera si tenemos alguna noticia de ella. Su valor y su
impacto en la historia no depende de que
nosotros hayamos leído el capítulo 15 del Evangelio
de Lucas, así como la importancia de Sócrates
no depende de que conozcamos su pensamiento.
Lo que cuenta es que se comunicó en algún lugar de
Galilea y desde ahí y desde entonces, irrumpe denunciando
con fuerza
nuestras infinitas formas de odiarnos a nosotros mismos y las
muchas maneras que conoce el ser humano para ser deshumano, su
inagotable afán de amonestar, enderezar y controlar a los
otros.
Pero lo inhumano no es básicamente la
órbita de la parábola. El núcleo alrededor
de cual se construye y se teje toda su trama es lo humano. La
parábola del Hijo pródigo no sólo manifiesta
lo inhumano que es el hombre
consigo mismo y con los demás, no sólo dice en
qué consiste esa inhumanidad, sino que ilumina lo humano a
fondo como nadie lo hecho. Si alguien quiere darse a la tarea de
detectar dónde despunta lo humano y dónde se
extingue, necesita salir de la propia comodidad mental y revisar
esta parábola. De aquí que ésta
aparentemente inocua y mansa parábola amenace nuestro
sosiego. La Terapia de la imperfección tiene la
parábola del Hijo pródigo como una pieza
fundamental de su construcción teórica, por esta
razón quiero volver a ocuparme de ella. ¿Qué
es lo que realmente advierte la parábola del Hijo
pródigo que la vuelve tan valiosa?
La parábola comunica una cosa que nos conmueve y
alborota, pero que a la vez nos desconcierta y nos turba, que nos
inquieta y tal vez nos disgusta. La cuestión de fondo de
la parábola del Hijo pródigo es la dificultad para
amar a un ser humano como nosotros.
La capacidad de amar es una cualidad
específicamente humana. Amando es como el hombre da el
salto hacia lo humano, que es donde radica la grandeza del
hombre. Pero quien no es capaz de amarse a sí mismo, no es
capaz de amar a nadie. E incluso puede decirse también que
quien sólo es capaz de amar a los demás (el famoso
"candil de la calle"), no es capaz de amarse a sí
mismo.
Quien no es capaz de probar compasión por
sí mismo no es capaz de amar a nadie en absoluto y quien
no es capaz de amarse es un peligro. Es una amenaza para
sí mismo, un riesgo para la
vida de los demás y, en términos generales, es una
desgracia para la vida misma. Por esto decía que la
parábola del Hijo pródigo tiene un aspecto que
perturba.
A la pregunta: ¿por qué es tan
difícil amarnos? La parábola del Hijo
pródigo permite formular la siguiente respuesta: cuando
hay falta de amor a
sí mismo, se deja de sentir y cuando se deja de sentir
entonces se duplica el razonar y, como el amor no es
resultado de un razonamiento, cuando se deja de sentir, se
acrecienta el razonamiento, que es de donde procede el asunto del
desprecio, del rechazo y de la condena cuando se incurre en la
falta.
Página siguiente |