Hablar de campo y sociedad es
hablar de lo mismo.
Como muestra el cuadro
un 68% de la sociedad tenia conocimiento
de lo que sucedía en el país con los secuestrados,
ya sea por la causa que fuese, que eran llevados a estos campos
de concentración; en los que se aplicaba todo tipo de
tortura.
Una cantidad bastante significativa (32%), dice no tener
conocimiento de los campos, lo cual parece bastaste irreal que
personas de edades aproximadas de 40 para arriba o hayan tenido
conocimiento alguno de estos establecimientos; ya que hay mas de
30.000 desaparecidos en el país, según la CONADEP.
Este fragmento de la sociedad prefirió callar, silenciar,
eligió no saber.
Pero, la existencia misma de los campos de
concentración no era un secreto, en sentido
estricto.[1]
La alta jerarquía eclesiástica y muchos
sacerdotes conocían las violaciones de los derechos humanos
y se solidarizaron con la junta militar. Al igual que jueces y
prácticamente todos los políticos del país
que, no solo conocían de la existencia de estos campos
sino, incluso las dependencias en las que funcionaban algunos de
ellos y tenían contacto con secuestrados y conocían
a la perfección la metodología de
desaparición.[2]
Al sumarse, son muchísimas personas las que formaban
partes de estos grupos y su
porcentaje en relación con la población es significativo.
No obstante, una buena parte de la sociedad optó
por no saber.
Todos estos casos y silencios, hicieron posible la existencia
y multiplicación de la política de
desaparición.
No puede haber campos de concentración en cualquier
sociedad o en cualquier momento de la sociedad; la existencia de
los campos, a su vez, cambia, remodela, reformatea a la sociedad
misma. Cuando se produjo el golpe militar, la sociedad estaba
agotada. Así como los desaparecidos llegaban a los campos
de concentración con su capacidad de defensa disminuida,
así también la sociedad estaba agotada.
El control sobre la
población fue despiadado. Se prohibieron las actividades
políticas y sindicales; se vigiló
todo tipo de reunión; cualquier movimiento
extraño en una casa, oficina o local
era visto como subversión y ameritaba la detención
de los sospechosos. Se pretendía una sociedad,
fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente. Una sociedad
que pudiera ignorar y ordenar en compartimientos impenetrables
según la voluntad militar. Lograr una sociedad pasiva e
inerte, callada por el miedo y obligada a no ver ni saber.
Esta estrategia parece
haber sido muy efectiva si pensamos que el 32% de los encuestados
dice no saber acerca de los centros clandestinos.
Toda la sociedad ha sido victima y victimaría, toda la
sociedad padeció y a su vez tiene, por lo menos, alguna
responsabilidad. Pensar en la historia que
transcurrió entre 1976 y 1980 como una aberración;
pensar en los campos de concentración como una cruel
casualidad más o menos excepcional, es negarse a mirar en
ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de entonces y
la actual.[3]
El general Videla decía: "una guerra que fue
reclamada y aceptada como respuesta válida por la
mayoría del pueblo argentino, sin cuyo concurso no hubiera
sido posible la obtención del
triunfo".[4]
Hubo quienes reclamaron eso que Videla llamó guerra
pero hubo una gran parte de la sociedad que la sufrió;
hubo una enorme mayoría que la aceptó pero no tan
fácilmente puesto que se debió recurrir al terror;
en efecto sin el concurso del pueblo no se hubiera obtenido el
triunfo, pero ese "concurso" se obtuvo sometiendo a todo el
país al poder
desaparecedor.
El campo de
concentración
Los centros clandestinos de detención (CCD), que en
número aproximado de 340 existieron en toda la
extensión de nuestro territorio, constituyeron el presupuesto
material indispensable de la política de
desaparición de personas. Por allí pasaron millares
de hombres y mujeres, ilegítimamente privados de su
libertad, en
estadías que muchas veces se extendieron por años o
de las que nunca retornaron. Allí vivieron su
desaparición; allí estaban cuando las autoridades
respondían negativamente a los pedidos de informes en
los recursos de
hábeas
corpus; allí transcurrieron sus días a merced
de otros hombres de mentes trastornadas por la practica de
tortura y el exterminio, mientras las autoridades militares que
frecuentaban esos centros respondían a la opinión
publica nacional e internacional afirmando que los desaparecidos
estaban en el exterior, o que habrían sido victimas de
ajustes de cuenta entre ellos.
Estos centros sólo fueron clandestinos para la opinión
pública y familiares o allegados de las victimas, por
cuanto las autoridades negaban sistemáticamente toda
información sobre el destino de los
secuestrados. Pero va de suyo que su existencia y funcionamiento
fueron sólo posibles merced al empleo de
recursos financieros y humanos del Estado.
[5]
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