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Comunidad e identidad (página 2)




Enviado por Leonardo Ramos Lalupu



Partes: 1, 2, 3, 4

Nuestra obra filosófica comprende cuatro
capítulos, el primero presenta los presupuestos
teóricos del hombre como
ser social, presupuestos que van desde Aristóteles con su concepción del
hombre como ser social -en sociedad
el hombre
configura su identidad y
ejerce su libertad
hasta Charles Taylor con su
concepción del hombre como ser de significados y
dialógico.

Hegel señala que sólo existe un yo en
relación a otro yo, una autoconciencia frente a otra
autoconciencia que lo reconoce como tal. Pero también
valoramos las ideas de los filósofos políticos- liberales como
Kant o John Rawls
al valorar la libertad, la autonomía y la autenticidad del
individuo,
pero hacemos ver los peligros del individualismo liberal. En este
capítulo, desde la visión tayloriana, presentamos
un análisis de la sociedad moderna, los males
que la aquejan; el lugar del sujeto en la comunidad y
nuestra postura respecto de las teorías
modernas acerca del sentido de la vida.

Análisis que concluye con el descubrimiento de
ciertos malestares de la modernidad,
malestares como la pérdida de sentido por la vida buena,
el ideal de autencidad que ha desembocado en el individualismo,
la primacía de la razón instrumental (como medio
para dominar) y la pérdida de libertad política que se
expresa en un "despotismo blando". Realizamos este
análisis con el fin de reflexionar sobre la importancia de
recuperar las fuentes
olvidadas de la moral, a la
vez que sugerimos recuperar y articular bienes
sustantivos olvidados para que las fuentes de la moralidad
adquieran nuevas fuerzas.

El segundo capítulo ocupa el estudio central de
nuestra obra: el valor de la
comunidad como configuradora de la identidad humana. Analizamos
el ideal de autenticidad de la modernidad, el individuo
y la necesidad de reconocimiento social, pues la identidad humana
se forja en parte por el reconocimiento social. Estudiamos al
individuo como ser de lenguaje que
se autointerpreta de manera dialógica en una comunidad
lingüística, el hombre es
básicamente un ser hermenéutico, interpretativo y
un ser de significados. Examinamos la relación
intrínseca entre el bien y la identidad; la identidad
humana se construye en relación al bien a través de
unos horizontes de sentido proporcionados por el lenguaje;
el individuo y su relación con la comunidad en la que
define su identidad y ejerce su libertad.

En el tercer capítulo desarrollamos la
comprensión del sujeto tanto en el liberalismo
como en el comunitarismo, presentamos los argumentos centrales
del debate
comunitarismo-liberalismo, la neutralidad del Estado
liberal, señalamos el valor del compromiso
democrático expresado en la virtud cívica,
indicando que el Estado no
debe ser neutral (ante el marcado) sino que debe tomar postura
por la relevancia de la sustantividad de la vida buena de los
ciudadanos.

En el cuarto capítulo desarrollamos el
comunitarismo como opción histórica y el movimiento
comunitarista. No proponemos un regreso a la tradición
aristotélica, como es el caso del filósofo
MacIntyre, sino más bien reorientar el proyecto de la
modernidad, pues las muchas modernidades no tendrían
camino de retorno;[2] en ese sentido nos
declaramos comunitaristas progresistas. Buscamos rescatar el
valor que la comunidad tiene en la configuración de
nuestra identidad y en el ejercicio de nuestra libertad. En este
mismo capítulo desarrollamos el problema del multiculturalismo, la política de la
diferencia, la tolerancia
cultural y el respeto por las
minorías ante el capitalismo
salvaje. Buscamos rescatar el valor cultural de las diferentes
comunidades o grupos menores
portadores de cultura.
Promovemos la unidad en la diversidad cultural, sin
exclusión ni marginación por motivos de raza,
origen, sexo, religión, etc.
Dejamos constancia que en esta obra reflexionamos junto a Charles
Taylor, eminente filósofo canadiense que considera que la
realización plena y propiamente humana se realiza de
manera comunitaria.

Esperamos que nuestra obra pueda ayuda a reflexionar
acerca del valor de nuestras comunidades en las que nos
realizamos y configuramos nuestra identidad. Ante el fuerte
individualismo (egoísta y materialista) es necesario
repensar para re-valorar nuestra vida comunitaria y dejar de lado
nuestros intereses egoístas y mezquinos y comprometernos
con un fuerte sentido de comunidad, en constante apertura a los
nuevos modos de vida que se van sucediendo en nuestro
mundo.

Al finalizar esta introducción quiero agradecer de manera muy
especial a mis maestros, hermanos, padres y amigos que han
contribuido para que esta obra se haga posible. Me daré
por satisfecho si estas reflexiones nos hacen pensar
acerca de nuestra condición de seres humanos en
relación y a revalorar el lugar de la comunidad
como condición necesaria en la formación de nuestra
identidad y realización.

Capítulo 1

El hombre un ser
social

El ser humano es considerado un ser-en-el
mundo
, es decir un ser ubicado en una realidad concreta, en
unas coordenadas espacio-temporales determinadas, en un ambiente donde
la cultura, la historia, el hábitat, la técnica y otras variadas
circunstancias influyen en su ser. Somos seres situados,
seres-ahí. Pero también el ser humano es
percibido como un ser-con-los-demás. El aspecto
social y la
comunicación son dos cuestiones básicas en la
vida humana. Somos seres en relación con los demás,
y esta relación marca, desde el
momento de la concepción, la vida del ser humano. Son
variadas las escuelas de psicología que
afirman que la persona
sólo puede caminar hacia una madurez integral en la medida
en que es capaz de abrirse al otro y de relacionarse a nivel
más profundo e interior con otro. Somos seres en
relación, seres-con. Además el ser humano
es un ser-en-proceso. Es un proyecto inconcluso, un ser
que se va haciendo, un ser-hacia. Ello nos permite
señalar la intrínseca condición social del
hombre.

  • Aristóteles

El gran filósofo Aristóteles se presenta
como uno de los grandes defensores de la "polis" griega
en sus posibilidades históricas y sus grandes
realizaciones civilizadoras. Frente al desarraigo y al exacerbado
individualismo dominantes, y contra los que creen en el "buen
salvaje" y el "primitivo feliz", Aristóteles pone
énfasis en el carácter social del hombre, definido como
"animal cívico", y en el fundamento natural de la ciudad,
anterior por naturaleza a
la familia y a
cada individuo. Según Aristóteles al margen de la
comunidad sólo están las bestias y los dioses; el
hombre salvaje, por el contrario, puede ser más feroz que
las mismas fieras.[3] La ciudad es un logro
distinto, y desde su punto de vista, humanamente insuperable,
frente a las rudas formaciones políticas
de las tribus bárbaras. La ciudad ofrece el marco para la
realización de los objetivos
naturales de la vida humana. El fin de la polis es la
vida bella y feliz, una vida en la que observa y se desarrolla
completamente la virtud (el justo medio).
Aristóteles insiste en la incapacidad del individuo para
realizarse aisladamente; solamente viviendo en sociedad el hombre
puede practicar la virtud y lograr su felicidad.
Aristóteles define el ahombre como animal político,
"animal con lógos", con "pensamiento
racional" (palabra con sentido, texto
comunicable). Argumentaba que sólo el hombre entre los
animales tiene
logos, a diferencia de los animales que sólo tienen voz
(phoné) para manifestar sensaciones. En cambio la
palabra (lógos) existe para manifestar lo conveniente y lo
dañino, lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los
seres humanos.

Es característico del pensamiento de
Aristóteles el énfasis en la sociabilidad del
hombre en la que se despliegan sus virtudes capitales: la
justicia, la
prudencia intelectual (phrónesis) y la amistad, que es
lo que garantiza la cohesión de la vida comunitaria y
conduce a la felicidad. La misma naturaleza del hombre pone de
manifiesto su incapacidad absoluta para vivir aisladamente,
así como la necesidad de mantener relaciones con sus
semejantes en todos los momentos de su existencia para ser
él mismo. Desde los orígenes de la humanidad la
naturaleza ha dividido a los hombres en varones y mujeres, que se
unen para formar la primera comunidad, es decir la familia, para la
procreación y la satisfacción de necesidades
elementales. El filósofo griego concebía al hombre
como un animal político por naturaleza. Que el
hombre sea un animal político quiere decir que el hombre
sólo se realiza plenamente (y alcanzará su
felicidad) si vive solidariamente con otros hombres los valores
que los congregan y si contribuye activamente a instaurar y
mantener el orden institucional que los preserve. El hombre es un
animal político porque sólo a través de la
polis constituye su propia identidad como ser libre,
separado y autónomo. Sólo viviendo en comunidad el
ser humano adquiere y orienta su identidad moral. Para el
pensador griego es esencial la dimensión social del
hombre: "El que no puede entrar a formar parte de una comunidad,
el que no tiene necesidad de nada, bastándose a sí
mismo, no es parte de una ciudad, sino que es una bestia o un
dios" (1986, 7). Aristóteles consideraba que el hombre
sólo podía desarrollar su excelencia en el marco de
una comunidad política,[4] señalando
así la prioridad ontológica de la comunidad sobre
el individuo:

Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de
la ciudad, es evidente que es mucho más grande y
más perfecto alcanzar y salvar el de la ciudad; porque
procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es
más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para
ciudades.[5]

Según Aristóteles el hombre sólo
puede alcanzar su felicidad en comunidad nadie puede ser feliz
aisladamente, por lo que la felicidad personal requiere
de la felicidad social, es decir el bien personal necesita del
bien social. Para el filósofo griego la conciencia del
individuo de pertenecer a su comunidad es importante,
señala que no es bueno que cada ciudadano se considere a
sí mismo como cosa propia; aconseja que todos deben pensar
que pertenecen a la ciudad, porque cada uno forma parte de la
ciudad.

El estagirita enseña lo relevante que es la
participación ciudadana en la
política, los ciudadanos deben participar en la
política con el fin de que estos tomen las riendas sobre
la dirección de sus propias comunidades; la
participación en la polis es el procedimiento
más adecuado para conseguir el autogobierno. Aconsejaba
que no basta con dedicarse a la contemplación, a la vida
teorética sino que además es preciso y bueno
ocuparse de los asuntos públicos, asumiendo nuestro papel
de ciudadanos. El ciudadano debía participar activa y
responsablemente de los problemas y
conducción de la polis. Para Aristóteles
la filosofía moral, la ética y la
política están íntimamente vinculadas, es
decir la ética y la política son dos caras de la
misma moneda. La ética y política se refieren al
mismo bien del hombre. El bien de la ciudad y el del individuo
coinciden porque la felicidad del Estado es la felicidad total de
cada individuo que integra la
comunidad.[6]

Para Aristóteles es relevante la dimensión
teleológica de la acción
humana, los actos humanos tienden hacia un fin, tienen una meta.
El filósofo griego presupone la unidad del fin y del bien,
no llegando a considerar en ningún momento la posibilidad
de conflicto
entre fines y bienes. El filósofo considera que el bien
supremo que persigue el hombre es la felicidad, la
contemplación (será la sabiduría la que
procure al hombre la verdadera felicidad): "Sobre el nombre del
bien supremo casi todo el mundo está de acuerdo, pues
tanto el vulgo como los cultos dicen que es la felicidad, y
piensan que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz"
(1985, 132). Inspirado en la visión aristotélica
del hombre como ser social -para explicar lo que considera una
vida floreciente- consideramos que el individuo se encuentra
estrechamente vinculado a su comunidad.

El hombre desarrollaría plenamente sus
capacidades propiamente humanas –racionalidad, su
condición de agente moral y su autonomía- en el
seno de una comunidad. Con Taylor rescatamos la importancia
esencial que tiene la comunidad en la configuración de la
identidad del individuo (como horizonte ineludible), del
ejercicio de su libertad, de los espacios comunes, de los
horizontes valorativos y significativos que hacen posible nuestra
realización. Consideramos relevante los lazos de una
identidad colectiva para revitalizar el interés de
los ciudadanos hacia la comunidad con el fin de que éstos
tomen las riendas sobre la dirección de sus comunidades
(1996, 51-52). Aristóteles también desarrolla una
concepción teleológica del bien, que interpela la
vida buena. La vida buena debe posibilitar la adquisición
y potenciación de diversas actividades que respondan a la
compleja caracterización de la identidad humana.
Señala la necesaria orientación del sujeto hacia el
bien, pues es en relación con unos bienes determinados
como el sujeto define su identidad. Ello nos lleva a valorar con
Aristóteles, la concepción teleológica de la
acción humana: toda actividad tiende hacia un fin, la
acción humana es propositiva, tiene una intencionalidad.
La filosofía de Aristóteles escapa de los
planteamientos abstractos y más bien encontramos una
atención a lo concreto, a lo
particular. La teoría
política aristotélica intenta partir de las
prácticas políticas para dar estabilidad y
dinamismo a las instituciones
de la polis.

  • G. W. F. Hegel

Hegel representa para la historia de la
filosofía una figura bisagra, significativa, cierra
una época, la de la modernidad y la lleva a su
culminación, la filosofía de la subjetividad
autónoma, autosuficiente, confirmada por la revolución
francesa, donde el yo pienso se confirma por el yo puedo.
Hegel nos
lleva a un modo nuevo de pensar, nos abre a la relación
con el otro. Hegel, considerando las etapas de la conciencia
–desde la conciencia sensible, pasando por la
autoconciencia hasta el saber absoluto que se sabe a sí
mismo- valora la dimensión social del hombre. Hegel
señala que sólo hay una autoconciencia, un yo, un
sujeto frente a otra autoconciencia, a otro sujeto, a otro yo:
"la autoconciencia en cuanto es un ser-para-sí,
sólo lo es para-sí mediante
otro".[7]

Para Hegel el ser humano es todo en su otro y en la
síntesis con su otro, es decir, en el
pensamiento de Hegel el ingreso del otro es esencial en nuestra
vida como seres humanos en relación. Hegel postula una
concepción del hombre como ser social, los individuos son
íntegros en la medida en que mantienen relaciones
sociales, por ello el único contexto en el que el deber
puede existir de hecho es en el plano social. Hegel considera que
la pertenencia al Estado es uno de los mayores deberes posibles
que cabe asumir al individuo. El Estado es de forma ideal la
manifestación de la voluntad general, la más alta
expresión del espíritu ético, el
sometimiento a esa voluntad general es el acto propio de un
individuo libre y racional. Hegel afirma que la limitación
de la libertad por parte del Estado es inaceptable en el orden
moral. Admira el ideal de vida del griego según el cual la
vida del individuo está armonizada con su comunidad.
Hegel, a diferencia del liberalismo procedimental, no fundamenta
la naturaleza del Estado en el contrato, rechaza
las teorías contractualistas, porque presumen que el
estado proviene de algo artificial (Marías, J. 1974,
61).

El reconocimiento es uno de los temas centrales en el
pensamiento de Hegel, señala que el hombre no queda
satisfecho con ser un sujeto consciente y libre sino que necesita
ser reconocido por los demás. El deseo de reconocimiento
engendra lucha entre las conciencias por el reconocimiento. En
esta lucha llega un momento en que el hombre se somete a otro
hombre para evitar la muerte.
Entonces se encuentran frente a frente un señor y un
esclavo. El señor no reconoce al esclavo como sujeto
libre; éste queda alienado, está sometido a la
voluntad del señor, vive y trabaja para el señor.
Pero el señor depende también del esclavo, porque
no es señor sino para un esclavo que lo reconoce
como tal y trabaja para él (1966, 294-8). Así Hegel
señala que los deseos vitales del hombre le llevan a
buscar el reconocimiento de los otros. El hombre no
sólo necesita de los hombres para subsistir, sino que
necesita del reconocimiento mutuo. Así pasa de la pura
individualidad de su yo a poder decir
"nosotros".

Hegel señala que cada hombre necesita ser
reconocido
por los otros no simplemente como un ser vivo que
está atado por el afán de sobrevivir, sino como ser
libre capaz de "jugarse" la vida vegetativa a favor de la
afirmación de su libertad. La historia es el registro de la
evolución de la libertad humana, porque la
libertad humana es una progresión desde una libertad menor
hacia un estado de libertad máxima.[8]
Hegel desarrolla también una concepción de la
acción como expresión de nuestro mundo interior.
Según Hegel las acciones
humanas son actividades del espíritu humano que van
cargadas de expresiones –valoraciones- cualitativas. Hegel
llega a identificar al agente humano con su acción, al
sujeto con su objeto, identificación en la que la meta del
espíritu es una comprensión clara y consciente de
sí mismo.

Según Hegel toda la vida espiritual se encarna en
dos dimensiones: es la vida de un ser viviente que piensa en
donde el pensar de éste es en esencia expresión
(1966, 564-8). La comunidad es el espacio de la
realización de la autonomía y del ejercicio de la
libertad humana. Así se justifica la existencia de una
moral que reconcilie al individuo con las normas existentes
de su comunidad, rechazamos los subjetivismos, las decisiones
arbitrarias del individuo, como instauradoras del orden.
Rechazamos el sentimiento subjetivo y abstracto de las
teorías liberales, la convicción particular, porque
tienen como consecuencia la destrucción de la moral del
orden público y de las leyes del Estado.
Recurrimos a los "horizontes de valor", a los marcos culturales
de nuestra moral que hace referencia a una fuente normativa que
no se puede instrumentalizarse porque existe previamente al
sujeto y representa el contexto que no puede dejarse de lado.
Desde la visión neohegeliana acentuamos el carácter
holista de la sociedad y a su luz la identidad
de los sujetos es analizada en su contexto de socialización, de surgimiento y de constitución (2005, 225-254).

1.3. Taylor

Este filósofo canadiense considera que en la
necesidad de reconocimiento el lenguaje ocupa un lugar relevante.
En la sociedad contemporánea diversos movimientos se
interesaron por el lenguaje sobre todo en la
significación, no sólo se interesaron por él
como uno de los problemas de la filosofía sino que
también fueron lingüísticos, en cuanto que la
comprensión filosófica está esencialmente
ligada a la comprensión del medio, del
lenguaje.

El lenguaje se ha convertido en un elemento central en
la comprensión del hombre (2005, 34). La
comprensión de los seres humanos, a través del
lenguaje se han dado dos concepciones antagónicas que
implican una visión distinta del hombre y del conocimiento.
La primera concepción surge con el Renacimiento y
será compartida en sus rasgos fundamentales por autores
como Hobbes, Locke
y Condillac, es el modelo
designativo. En ella se concibe al lenguaje como un
instrumento (que puede ser potencialmente inventado por
los individuos) utilizado por el ser humano para construir y
describir su imagen del mundo
y ordenarlo en función de
sus intereses. La segunda concepción, el modelo
expresivista, nace en el período
romántico, con Herder, Hamann, y Humboldt (recogida y
desarrollada por Heidegger y
Wittgenstein). Se gesta como oposición a la
concepción instrumental del lenguaje.

Esta concepción destaca la dimensión
expresiva del lenguaje mostrando que la lengua es
mucho más que una herramienta, es una dimensión
constitutiva, un modo de "estar en el mundo" y
consiguientemente trasmite una identidad diferente – en
ella se expresa el ser y los sentimientos (1994, 21-22). No
sólo se trata del medio en el que estamos sumergidos y en
virtud del cual podemos describir el mundo sino también el
que nos permite experimentar emociones y
entablar relaciones mutuas específicamente humanas (2005,
60). Comprender y estudiar a las personas "es estudiar a los
seres que sólo existen en un cierto lenguaje o en parte
son constituidos por el lenguaje" (1996, 51). En la
comprensión del hombre las ciencias del
hombre, de la vida y de la acción humana no se equiparan a
las ciencias de la naturaleza, sino que la ciencia del
hombre ha de ser una ciencia
hermenéutica[9](Llamas, 2001, 50). Para
Charles Taylor el hombre es fundamentalmente un ser
hermenéutico, interpretativo, el hombre es un ser que se
autointerpreta en un lenguaje valorativo: "somos en esencia
animales que nos autointerpretamos a si mismos", en primera
persona (2005, 19). No cabe una ciencia de la vida y de la
acción humana equiparable a las ciencias de la naturaleza,
sino que ha de ser una ciencia hermenéutica que considere al hombre como
un ser contextualizado y que sea al mismo tiempo
consciente de su contextualización. El hombre es un animal
de lenguaje no sólo porque puede reformular cosas y hacer
representaciones de manera dialógica sino porque "lo que
consideramos preocupaciones propiamente humanas esenciales
comparecen sólo en el lenguaje, y pueden ser sólo
preocupaciones de un animal de lenguaje" (2005, 35).

Siempre ha habido una tendencia, al menos en la
tradición occidental, a definir a los seres humanos como
animales de lenguaje (1997, 13). Esta concepción del
hombre parece ser una traducción de la idea aristotélica
del hombre como un animal racional poseedor de lenguaje: cuando
Aristóteles dice que el hombre es un animal que tiene
razón (ser vivo que piensa) comprobamos que dice "animal
poseedor de logos", donde logos significa
"palabra", "pensamiento", "razonamiento", "exposición
razonada".[10] Incluye una idea de la
relación entre el discurso y el
pensamiento" –puesto que expresamos nuestros pensamientos a
través del lenguaje (2005, 36).

Sin embargo desde el renacimiento, la
comprensión de los seres humanos a través del
lenguaje ha adquirido un nuevo significado: instrumental y
expresivo (1997, 13). El expresivismo significó el
desarrollo de
nuevos modos de expresión: ser capaces de expresar
nuestros sentimientos, de darles una dimensión reflexiva
que los transforma, haciendo que sean las emociones de un ser
capaz de esa clase de
conciencia de sí, las hace humanas. Las formas
básicas de expresión de nuestra subjetividad moral
están marcadas fuertemente por esa matriz
expresiva del pos-romanticismo
literario y artístico (Thiebaut, 1992, 97).

El hombre es fundamentalmente un ser expresivo
cuyo pensamiento siempre y necesariamente se expresa a
través de un medio (lenguaje). El lenguaje no es
simplemente un conjunto de palabras sino la capacidad de expresar
una cierta forma de estar en el mundo, el de la conciencia
reflexiva. Expresión es articulación,
formulación, constitución, de aspectos del sujeto y
de la realidad, es decir el lenguaje es una actividad
constituyente de nuestra conciencia de las cosas y de nuestra
capacidad de expresarlas (Llamas, 2001, 97). Toda inteligibilidad
humana es expresiva, porque es significativa y por tanto, es
lingüística: conocemos en una articulación
expresiva, porque sólo en ella se delimita la forma
significativa en que nos es dado un significado (Llamas, 2001,
99). El hombre es un ser de significados, puesto que el lenguaje
va cargado de contenido, las palabras tienen significado,
expresan cierta conciencia de nosotros mismos. Una
expresión no puede explicarse sólo por su
relación con otra cosa sino únicamente mediante
otra expresión, es decir se expresa a través del
lenguaje mismo (2005, 40). El agente humano es un ser de
significados, porque:

Las interpretaciones que hace el hombre de sí
mismo
y de los motivos de su acción están
transidas de valoraciones y ponderaciones cualitativas no
sólo algo es preferido por un motivo sino que
también los motivos de esa preferencia sólo pueden
tomar cuerpo al materializarse en la expresión de los
mismos en un lenguaje valorativo dado. Ese lenguaje, por lo tanto
es esencial para comprender los actos, los motivos y la identidad
del sujeto que los realiza y que los
formula.[11]

Desde esta perspectiva hermenéutica y expresiva
consideramos que el hombre es un animal que se autointerpreta en
un lenguaje dado. La interpretación que el hombre hace de
sí mismo no se realiza de manera monológica sino de
manera dialógica. Buena parte de nuestra
comprensión del yo, de la sociedad y del mundo se lleva a
cabo por medio de la acción dialógica,
pues:

A través del lenguaje permanecemos relacionados
con los interlocutores del discurso tanto en los intercambios
reales y vivos como en las confrontaciones indirectas. La
naturaleza de nuestro lenguaje, y la independencia
fundamental que nuestro pensamiento tiene del lenguaje hacen que
la interlocución sea ineludible (Taylor, Fuentes del
yo
, 54).

El pensamiento científico pretende ser objetivo desde
la perspectiva del observador (en tercera persona) olvidando los
elementos de autointerpretación (en primera persona, la
autocomprensión) que son elementos definitorios de la
acción humana (1994, 15-16). El lenguaje objetivista de
las ciencias
sociales modernas –que pretenden entender al hombre con
modelos
naturalistas, relegando la interpretación
hermenéutica- y las teorías políticas
liberales habrían oscurecido la visibilidad de las
consideraciones ontológicas-sociales en la
comprensión del ser humano. Este lenguaje habría
contribuido a disolver los lazos comunitarios de los ciudadanos y
la práctica de la participación
democrática.

La mejor explicación de nuestro comportamiento
humano requiere que superemos los límites
del naturalismo que intenta comprender lo humano con los moldes
del modelo científico de las ciencias
naturales. El hombre es un ser expresivo y "en sí
misma la expresión es un fenómeno relacionado con
los sujetos y por ende no puede dar cabida a una ciencia
objetiva" (2005, 19). Contra la pretensión moderna de la
posibilidad de un lenguaje privado, que las personas tendemos que
decir que los humanos somos seres dialógicos, porque "nos
convertimos en seres humanos en plenitud por medio de la
adquisición de ricos lenguajes, en un espacio
público en relación a otros seres portadores de
significados lingüísticos, los humanos somos agentes
que compartimos un lenguaje con otros agentes" (1996, 57). El
agente humano construye su identidad a través de su
dimensión dialógica, en una comunidad
lingüística:

Los hombres hablan juntos y se hablan unos a otros. El
lenguaje se modela en el diálogo,
en la vida de la comunidad discursiva, en ella construye su
identidad. El lenguaje es forjado por el discurso y por ende
sólo puede desarrollarse en una comunidad discursiva. El
lenguaje que hablo, la red que nunca puedo dominar
y controlar del todo, jamás puede ser sólo
lenguaje: siempre es en vasta medida
nuestro lenguaje.[12]

Una conversación no es la coordinación de acciones de diferentes
individuos sino una acción común en sentido fuerte
e irreductible, se trata de nuestra acción.
Iniciar una conversación es inaugurar una acción
común. Según nuestro autor "el paso del
para-ti-y-para mí- al para-nosotros, al espacio
público, es una de las cosas más importantes que
ocasionamos en el lenguaje y cualquier teoría del lenguaje
debe tenerlo en cuenta" (1997, 249-250). Uno es un yo sólo
entre otros yos, el yo jamás se describe sin referencia a
quienes le rodean:

Cuando tú y yo hablamos sobre algo hacemos de ese
algo un objeto para nosotros dos, es decir, no sólo un
objeto para mí, que también es un objeto para ti,
incluso si añadimos a ello el que yo sepa que es un objeto
para ti y tú sepas lo que es para mí, etc. En un
sentido fuerte el objeto es para nosotros. Los diferentes usos
del lenguaje establecen constituyen espacios
comunes.[13]

Según Taylor a mente humana es dialógica y
que la identidad se genera en función de los lazos que nos
unen a una comunidad lingüística: "nuestra identidad
siempre se define en parte en la conversación con los
otros o a través de la comprensión común que
fundamenta las prácticas de nuestra sociedad" (2005, 254).
El lenguaje abre al sujeto a un mundo específicamente
humano en el que los sujetos pueden hacer articulaciones y
a través de las cuales obtienen una conciencia
explícita de su mundo y de ellos mismos; también
pueden a través del lenguaje exponer las cosas en un
espacio público que queda constituido a
través de sucesivos actos de habla.

Taylor argumenta que no es posible ser un yo en
solitario, somos yos sólo en relación con ciertos
interlocutores, no habría manera posible de ser
introducidos a la "personeidad" sino fuera por la
iniciación en un lenguaje. Por tanto, a través del
lenguaje permanecemos relacionados con nuestros interlocutores en
los intercambios reales y vivos como también en las
confrontaciones indirectas. La naturaleza de nuestro lenguaje y
la dependencia fundamental que nuestro pensamiento tienen del
lenguaje hacen que la interlocución sea en cierta forma
ineludible (1996, 55). Los lenguajes ayudan a definirnos a
nosotros mismos, y además son dependientes de la
comunidad: "Todos nos incorporamos al lenguaje por obra de una
comunidad lingüística existente, aprendemos a hablar
no sólo por el hecho de que nuestros padres y otras
personas nos dan las palabras, sino también porque nos
hablan y, por tanto nos asignan el estatus de interlocutores"
(2005, 62). Para Taylor una palabra "sólo tiene
significado dentro de un léxico y de un contexto de usos
del lenguaje, vale decir en una comunidad
lingüística, en último término el
lenguaje está incrustado en un modo de vida" (1997,
133).

Es relevante el lugar que ocupa la comunidad en
el proceso de
constitución del lenguaje y la identidad del ser humano,
puesto que el lenguaje sólo existe y se mantiene en una
comunidad lingüística (1996, 51). El lenguaje "se
forma en el habla de modo que sólo puede crecer en una
comunidad de hablantes" (1997, 140). El lenguaje es una capacidad
humana que se desarrolla a través de la comunidad y es
condición de posibilidad para la expresión y
comprensión del sujeto ante otros sujetos. El agente
humano sólo puede reconocerse a sí mismo como tal
por referencia a una comunidad que permita la comprensión
de los significados esenciales en la medida en que son
lingüísticos.

Las relaciones entre el sujeto y su propia
interpretación debe entenderse a la luz del vínculo
entre el sujeto y la comunidad porque las interpretaciones son
articulaciones que el sujeto efectúa a través de un
vocabulario otorgado por la comunidad lingüística. El
significado de los valores que el
sujeto maneja se construye mediante la experiencia común,
en una interlocución con aquellos sujetos que son
esenciales para llegar a la autodefinición y a la
autocomprensión. El lenguaje permite un espacio de
significados comunes que dan un lugar relevante a la comunidad
como conformadora de lenguaje: "nuestra identidad se perfila
permanentemente a través del diálogo y la
convivencia con los otros a través del lenguaje" (Gamio,
2001, 64). El espíritu humano, es un humano entre humanos,
"cuando la relación con el otro -a través del
lenguaje- penetra en la intimidad más profunda de cada uno
el lenguaje encuentra su peso gestual y por tanto su fuerza
constituyente y, más allá, su verdadera naturaleza
dialógica, cuando se consagra a pensar la
encarnación" (2005, 12). ¿Qué llega a ser
entonces el lenguaje?, es un patrón de actividad mediante
el cual expresamos y realizamos una cierta manera de ser
en el mundo, el de la conciencia reflexiva, un
patrón que sólo puede desplegarse contra un
telón de fondo –un contexto- que nunca podemos
dominar del todo y que tampoco puede dominarse por completo
porque lo remodelamos constantemente.

A través del lenguaje, cargado de contenido,
expresamos nuestro mundo interior, nuestro ser, pasando por la
conciencia reflexiva, en un horizonte y de manera
dialógica: hablar es expresar significados. Así el
lenguaje es constituyente para el ser humano porque: constituye
las cosas para el sujeto, junto con la conciencia que tiene de
ellas, genera un espacio público y porque el mundo es
significativo para él mediante su uso. El lenguaje forma
parte de un horizonte inevitable del ser humano. Las nociones
éticas sustantivas de nuestra vida moral requieren de la
concurrencia a nuevos lenguaje morales cargados de fuertes
acentos expresivos (significativos), porque el hombre es un ser
de significados, en el lenguaje nos expresamos. Estos nuevos
lenguajes deberán atender a la pluralidad de bienes que
compartimos en una comunidad lingüística en la que
constituimos nuestra identidad de manera
dialógica.[14]

Capítulo II

El hombre de nuestro
tiempo

  • Individuo y sociedad moderna

Fuentes del yo, describe el desarrollo de la
formación y constitución de la identidad moderna y
de las formas complejas de subjetividad moral, dedica el cuerpo
central de su obra a exponer cómo la interioridad, la
afirmación de la vida corriente y de la naturaleza en
sentido romántico se convierten en claves de
comprensión de la concepción moderna de la
identidad humana. Se propone una revisión del estado de la
ética moderna y una consideración de sus
límites y de sus obstáculos. Hablar de identidad
moderna implica hablar de un conjunto de comprensiones -casi
siempre inarticuladas- acerca de lo que es ser un yo, un
agente humano. Se explora el trasfondo que subyace a nuestra vida
moral, desarrolla una ontología moral con la finalidad de
recuperar las fuentes olvidadas de la moral que la filosofía
moderna no ha comprendido adecuadamente.

El análisis de la ética moderna quiere
mostrar la compleja continuidad del proceso mismo de
creación de la subjetividad moral desde el giro
internalista socrático, pasando por el agustinismo (giro
hacia la interioridad) y el renacimiento (humanismo)
para llegar a la modernidad (Descartes,
"Yo pienso"). La idea de sujeto moral tiene
raíces históricas de largo alcance,
complejas,[15] y que la pretensión moderna
–liberal- de haber creado de la nada al sujeto
epistémico (de conocimiento, pero también
político) se basa sobre la elisión de toda esa
historia anterior en la que colaboran no una sino muchas
tradiciones y momentos
teóricos.[16]

Al analizar la sociedad moderna, reconocemos con los
filósofos, tres formas de malestar: un primer malestar se
manifiesta en la pérdida de sentido, es decir en
el abandono de la búsqueda por la vida buena y por los
ideales que merezcan la pena vivirse. La vida buena para los
seres humanos de hoy no debe buscarse ya en alguna actividad
superior –sea ésta la contemplación o el
ascetismo religioso- sino en el centro mismo de la existencia
cotidiana. Esta pérdida de sentido, por la vida buena, se
debe a lo que Max Weber ha
llamado "desencantamiento del mundo", se trata de la
pérdida de sentido del cosmos como orden significativo, el
mundo ya no tiene un sentido espiritual que ofrecer. Este
"desencanto" ha destruido los horizontes morales con los
cuales la gente vivía sus vidas espirituales; en la
modernidad el individuo se ha desligado de su marco
cósmico y pasa a refugiarse en su vida privada. Esta
pérdida se sentido surge de desvincular al ser humano del
orden natural y social.

En la modernidad, la gente ya no se propone fines
más elevados, algo por lo que valga la pena morir,
sufrimos una falta de pasión por vivir, los fines que
deberían guiar nuestras vidas se ven eclipsados. El
individualismo moderno ha aislado al hombre de su mundo natural y
social, lo ha llevado a "centrarse en su yo", ha roto los
horizontes morales y la consecuencia es la pérdida del
sentido de la vida. En la sociedad premoderna los horizontes
morales daban sentido al mundo y a las actividades humanas: todo
tenía su lugar en la cadena del ser. Un segundo malestar
se haya en el desenfreno y primacía de la razón
instrumental.
Por razón instrumental" se entiende la
clase de racionalidad de la que nos servimos cuando calculamos la
aplicación más económica de los medios a un
fin dado. La eficiencia
máxima, la mejor relación coste-rendimiento, es su
medida del éxito.
Esto quiere decir que nuestras vidas son valoradas a partir de la
eficiencia, la producción, de aquello que da
satisfacción inmediata y económica: la
afirmación de la vida corriente. Al suprimirse el orden
cósmico y los horizontes de sentido, la razón
instrumental se ha ampliado "inmensamente", esto ha llevado a que
las cosas dejen de tener sentido y sean tratados como
materias primas o instrumentos para los proyectos
humanos. La concepción de la razón instrumental se
deriva de la visión del yo desvinculado, si las cosas no
son portadoras de identidad, de significado, cabe tomar ante
ellas una actitud
exclusivamente de uso, de dominio. La
supremacía de la razón instrumental ha influido
grandemente en la
organización social de las instituciones de la
sociedad limitando nuestras opciones morales.

La sociedad estructurada en torno a la
razón instrumental nos lleva a señalar un tercer
malestar: la pérdida de libertad de las personas y de
los grupos
. El hecho de que la gente dé importancia a
la vida corriente, a la búsqueda de bienestar personal, al
disfrute de su vida privada, los lleva a encerrase en sí
mismas y a caer en el individualismo:

El lado oscuro del individualismo supone centrarse en el
yo, lo que empobrece el sentido de nuestras vidas y las hace
perder interés por los demás y por la sociedad,
esta pérdida de sentido toma formas individualistas como
el narcisismo y la permisividad, cuya consecuencia son vidas
más angostas y chatas.[17]

Este individualismo es resultado de ciertas visiones
erróneas de la formación de la identidad moderna y
ha traído como consecuencia el distanciamiento de los
ciudadanos de los asuntos políticos de tal manera que
estos poco quieren participar en los asuntos del gobierno y por lo
tanto estarían delegando al Estado un poder tutelar que
controla sus vidas. Poder que ha sido denominado por Tocqueville
"despotismo blando". Despotismo que amenazaría con la
pérdida de nuestra "dignidad como
ciudadanos":

Los mecanismos interpersonales pueden reducir nuestro
grado de libertad como sociedad, pero la pérdida de
libertad política vendría a significar que hasta
las opciones que se nos dejan ya no serían objeto de
nuestra elección como ciudadanos, sino la de un poder
tutelar irresponsable.[18]

Aun cuando esto es así, el peligro de la sociedad
moderna no lo constituiría el despotismo blando como
pérdida de libertad política, sino la
fragmentación
, el individualismo, vivimos en una
sociedad cada vez más incapaz de proponerse objetivos
comunes y llevarlos acabo. La fragmentación aparece cuando
la gente comienza a considerarse de forma cada vez más
atomista, es decir los ciudadanos se sienten cada vez menos
ligados a sus comunidades a proyectos y propósitos
comunes, y no se comprometen para llevarlos acabo (1994,
138).

Podemos resumir la sociedad moderna en estos
términos:

Es una cultura individualista: aprecia la
autonomía; da un papel importante a la
autoexploración, en particular del sentimiento; y sus
visiones de la vida buena implican, por regla general, un
compromiso personal. Como consecuencia de su lenguaje
político formula las inmunidades debidas a las personas en
términos de derechos subjetivos; y, dada
su inclinación igualitaria, concibe dichos derechos como
universales.[19]

La sociedad moderna ha dado un paso notable respecto de
la concepción de la sociedad misma, ha pasado de la
justificación tradicional del orden social a una
justificación de orden racional fundada en la
autonomía del sujeto. El hombre premoderno estaba atado al
yugo del plan de Dios, a
la estructura del
cosmos, a los discursos
acerca de los fines inmanentes de la naturaleza
humana o a los dictámenes de la comunidad en la que
éste se encontraba y a la que pertenecía. La
deliberación acerca del orden cósmico tanto en su
dimensión natural como social, pretendía asignarle
un lugar a cada clase de ser, según su propia naturaleza,
y asignarle una determinada función en la estructura de
las cosas. El hombre, como las demás especies de la tierra,
poseía un rol propio que había de cumplir a fin de
actuar conforme a la "esencia" que le era propia.

En la tradición seguir la naturaleza propia del
hombre equivalía a que el individuo tuviese que observar
rigurosamente el rol social que le correspondía. Rechazar
los compromisos que exigía el propio rol, o pretender
asumir alguno diferente equivalía a cambiar el orden de
las cosas. Para el hombre premoderno la vida buena era aquella
que se ajustaba al orden natural.[20] En el pasado
los individuos orientaban sus vidas, comprendían el mundo
y se entendían en él a partir de una
cosmovisión unitaria, en la modernidad aparecen diversos
relatos acerca del bien que compiten por nuestra lealtad. Para la
concepción moderna, el mundo ya no tendría nada que
ofrecer, el hombre se ha "desencantado" de él. Ahora el
mundo es un sistema de entes
objetivados y susceptibles de cálculos dentro de los
parámetros de la ciencia y de la racionalidad
instrumental. A partir de la ruptura moderna del orden social
tradicional el individuo logra construir un mundo de instrumentos
que garantiza la posibilidad de movilizarse socialmente en virtud
de sus méritos y que protege ciertos espacios de inmunidad
relativos a la vida, la libertad y la propiedad bajo
la figura de derechos.

La modernidad empezó a considerar al hombre ya no
en su sentido natural sino moral como algo distinto y opuesto a
lo físico, no como un elemento de la naturaleza sino como
alguien que está por encima de ella. El hombre, se va a
decir ahora, no es un ser natural sino moral. El orden moral no
es del orden de la naturaleza sino del orden humano. Entonces se
comienza a cuestionar el orden natural y a repensar su legitimación en términos de
contrato. Por tanto si no hay un orden moral y social dado para
todos por la naturaleza es deber del hombre darse uno a sí
mismo, construir su propia
identidad.[21]

Aún cuando en la modernidad el hombre parece
sentirse libre, separado de la naturaleza, con desarrollos y
progresos no obstante su ideal de autonomía posee
un aspecto negativo. Si bien el principio de la subjetividad
libre de la modernidad ha logrado generar nuevas formas de vida
social y cultural fundadas en el respeto a la dignidad
del individuo sin embargo abandonar las tradiciones implica
suprimir los lenguajes de trasfondo con los que el
hombre se autointerpreta -articula su interpretación- y
dirige su vida en el seno de una comunidad. Justamente son esos
lenguajes valorativos los que ofrecen la matriz de significados
que permite que el agente pueda juzgar una vida como "buena" y
"feliz". En los discursos sobre los fines encuentra los recursos
deliberativos para determinar su orientación en la vida.
Tal orientación se convertiría en
problemática para el hombre moderno cuyo mayor temor no es
la condenación de su alma o la
exclusión del cuerpo político sino el sinsentido de
su vida, la vaciedad. La modernidad representa el final de una
visión simbólica y sacralizada del mundo. El hombre
moderno ha roto la visión holística de mundo y ha
pasado a una visión en donde el mundo ya no es cosmos, ya
no tiene un contenido espiritual que ofrecer, ahora la naturaleza
es un conjunto de leyes al servicio del
hombre que funcionan con autonomía total sin referencia
alguna. Se hace necesario pues, realizar una reorientación
de la identidad moderna, desde sus supuestos, recuperar las
fuentes de la moral omitidos por la filosofía moderna y
revalorar el sentido fuerte de comunidad. De allí que
compartimos la tesis de
Taylor que sin un sentido fuerte de comunidad y de
cohesión ciudadana, sin sentimientos de lealtad colectiva
y respecto de las instituciones una sociedad no
sobreviviría.

En la sociedad contemporánea se postulan
además, dos posiciones respecto de nuestros modos de vida,
posiciones que nos sitúan frente a dos realidades
cruciales: individualismo moderno o fundamentalismo tradicional.
La posición del liberalismo procedimental con pretensiones
de universalidad que suscribe el paradigma de
la autonomía individual frente a los "comunitaristas" que
rescatan el valor de los lazos de la sociedad fundados en la
pertenencia a una comunidad. El liberalismo
procedimental,[22] (cuyo gestor intelectual
sería Locke y actualmente tendría a Rawls como su
exponente más importante), cuya fuente reside en el
contrato social,
sostiene que dada la pluralidad de bienes en conflicto se hace
necesario postular un conjunto de reglas de derecho, neutrales
respecto a lo que sea una vida buena, pero justas, en tanto que
sean principios que
todo individuo racional elegiría en condiciones de
imparcialidad y que nos permita asegurar la paz y la estabilidad
social, además que sean capaz de suscitar un
consentimiento racional de todos los individuos e independientes
de sus tradiciones.

El principio central de esta teoría es el
principio de la libertad del individuo, una libertad que se
afirma sólo mediante el respeto de la libertad de todos.
Para esta teoría la mejor manera de vivir es construir una
sociedad justa, imparcial, para todos los seres humanos. Lo que
se quiere poner en el primer plano es la posibilidad de que la
convivencia pacífica se funde en el respeto de la
autonomía mediante la constitución de un orden
social de imparcialidad. Según Rawls la sociedad
estaría marcada por el pluralismo de visiones de bien,
relatos que aspiran a dar cuenta de la totalidad de la vida
humana y su dirección y que "ninguna de estas doctrinas
cuenta con el consenso de los ciudadanos en
general".[23] Para la teoría liberal los
principios de justicia se constituyen como parte de una regla que
aspira a dar cuenta de la estructura básica de la sociedad
en la que sus miembros se conciben a sí mismos como
sujetos de derechos.

El objetivo fundamental de esta perspectiva es el de
asegurar la estabilidad del Estado y las leyes y desde esa
estabilidad, garantizar la supervivencia de los individuos, su
acceso al bienestar y a la libertad, en términos de la
posibilidad de diseñar un proyecto de vida sin ninguna
interferencia externa.[24] Para esta teoría
ética de la imparcialidad, que aspira a tener una validez
universal, el criterio normativo orientador de la conducta de las
personas y la marcha de la sociedad debe buscarse en un ideal
imaginario
–abstracto, en tercera persona- de
convivencia que promueva el respeto de la libertad de cada
individuo sin distinción -ni compromiso-
alguno.

La segunda posición, de los llamados
"comunitaristas", (que tendrían por representante a
Alasdair MacIntyre), se inspira en la ética griega de la
felicidad y del bien común. Para esta posición la
mejor manera de vivir es la de respetar y cultivar un sistema de
valores propios de una comunidad. La fuente de esta teoría
reside en el propio ethos de la comunidad. Esta
teoría ética del bien común es concebida y
formulada desde la perspectiva de la primera persona, de la
primera persona en plural. Que el ideal moral de la vida sea
común significa que es considerado por sus adherentes como
el ideal de un nosotros. Donde este nosotros es por
naturaleza relativo siempre a la comunidad por tanto expresa una
ética de tipo
contextualista.[25]

Los comunitaristas sostienen que frente al hecho del
pluralismo moral, propio del mundo moderno, no es una
solución legítima el declarar principios
imparciales de justicia que permitan reglamentar el intercambio o
distribución de los bienes sociales.
Sostienen que la justicia procedimental no sería realmente
neutral sino expresión de la tradición liberal. Los
comunitaristas acusan al liberalismo procedimental de postular un
atomismo político fragmentador de la vida comunitaria y de
los horizontes culturales en los que configuramos nuestra
identidad. MacIntyre sostiene en Tras la virtud que el
proyecto moderno habría fracasado y que la única
solución a la crisis de la
modernidad, no sería estableciendo principios de justicia
imparcial sino formando pequeñas comunidades, al modo
benedictino, a fin de preservar la sabiduría
clásica en los tiempos de oscuridad que se anuncian. Por
su parte los liberales acusan los neoaristotelismos
contramodernos de defender una posición que exalta la
figura del ethos de tal manera que convierte la
ética de la tradición en represora de la
individualidad y del respeto a sus derechos fundamentales como la
autonomía y la libertad.

Nos encontramos frente a dos posiciones extremas que han
elaborado un diagnostico de la situación moral de la
sociedad moderna a partir del discurso weberiano acerca del
"desencantamiento del mundo" y la diversidad de concepciones
rivales del bien. El centro de gravedad de la racionalidad
práctica se desplaza o hacia la libertad individual o
hacia la vida buena excluyéndose mutuamente. El profesor Gamio
señala que "Taylor piensa que es preciso
sobrepasar esta lectura
weberiana del "desencantamiento del mundo", para comprender en su
complejidad y especificidad los problemas éticos que tiene
que afrontar la conciencia moderna".[26] La lectura de
la modernidad desde el "desencantamiento del mundo"
resultaría insuficiente para explicar la adhesión
de los individuos con determinados valores que en buena medida
constituyen su identidad: el respeto y la dignidad
intrínsecas del individuo, la afirmación de la vida
corriente, la importancia de la libre "expresión" de
nuestra visión de la vida, son bienes que la
civilización moderna estima de manera especial. El
compromiso moderno con tales valores sólo puede hacerse
ineludible desde la composición de una historia
narrativa,
en donde la presencia de nuestra herencia cultural
cristiana ilustrada y romántica resulta ineludible. Pero
tal historia requiere para ser contada de manera coherente de una
epistemología moral diferente al modelo
procedimental que rechaza los lenguajes sustantivos en los que la
vida adquieren sentido, la referencia a los fines y a las
prácticas ordinarias de deliberación
práctica son importantes. Por tanto la
reconstrucción narrativa de los horizontes morales de la
modernidad necesita recurrir a una fenomenología de la ética donde el
tema de los bienes vuelva a ser nuevamente objeto de
reflexión racional.

Las éticas liberales del deber y del contrato
suscriptoras ambas de una concepción procedimental de la
racionalidad práctica fundan la validez de sus programas en la
noción de dignidad, en la comprensión de que el
individuo humano es un ser racional cuya integridad y libertad
debe ser respetada y promovida socialmente. Las concepciones
subjetivistas asumen como un bien intensamente valorado el
cuidado de la dignidad y de la libertad del individuo. Es
interesante constatar en esta línea que si bien las
éticas deontológicas y emotivistas difieren
profundamente entre ellas en el plano de los fundamentos como en
el normativo ambas inspiran su propio discurso en el valor del
individuo: si esto es así entonces nuestro mundo no
estaría totalmente "desencantado", pues el valor de tales
bienes sería reconocida por las diferentes posiciones.
Entonces el recurso a bienes y fuentes morales constitutivas de
la cultura moral moderna permitirían explicar de manera
más compleja las motivaciones y los objetivos
fundamentales de estas visiones de la praxis e
incluso someter a crítica
sus propias falencias pragmáticas. Con Taylor y Gamio nos
ubicamos en una "posición intermedia", respecto a
la valoración crítica de la sociedad moderna entre
los defensores acríticos de la modernidad -que no
reconocen ningún malestar de la cultura que parezca
agravarse a medida que pasa el tiempo- y los detractores
radicales de la modernidad que no perciben en nuestra
civilización ideal moral alguno que se mantenga operativo
u oculto entre nosotros. Buscamos conciliar la remisión a
la sustancia ética (racionalidad práctica: red de
instituciones y relaciones histórico-sociales que
constituyen nuestro mundo vital) con el principio moderno de la
subjetividad, el reconocimiento del derecho universal del
individuo a la autonomía, la crítica y el
bienestar. Nos negamos a adoptar una posición frontalmente
crítica frente a las éticas de la modernidad y a su
patrimonio
moral (como las ideas de dignidad, de igualdad o de
respeto) pues consideramos que también esas aportaciones
forman parte irrenunciable de nosotros mismos. En esas
aportaciones y en su crítica –romántica y
moderna- se configura gran parte de nuestra actual identidad
moral.

Consideramos que una lectura más atenta a las
fuentes morales de la historia moderna puede hacernos
caer en la cuenta de que existen genuinos valores subyacentes a
esta tradición -como la defensa de la dignidad del
individuo, o el cultivo de la identidad -que permitirían
explicar el sentido de nuestros males y quien sabe incluso
corregirlos sin salirnos del marco cultural y político del
sistema liberal de derechos y de instituciones
democráticas. Lo que queremos mostrar es que uno puede ser
a la vez "sustancialista" (en lo que respecta al carácter
de la racionalidad práctica) y "liberal" (en aquello que
atañe más bien a las consideraciones propiamente
éticas como la defensa de las libertades y los derechos de
los individuos). Que el lenguaje sustancialista de los bienes
resulta útil para dar razón de los valores que
constituyen y orientan la cultura moral moderna. Queremos mostrar
cómo la retórica del "desencantamiento del mundo" y
la subjetividad moderna no pueden responder a la pregunta por
nuestra identidad (¿quién soy?). La pregunta indaga
sólo parcialmente por la clase de ente que soy, apunta
más bien a un quién a lo que me constituye como
este individuo en particular. Consideramos que las preguntas
relativas a la identidad humana no pueden desligarse de los
compromisos que el agente contrae con los bienes con aquello que
hace que mi vida pueda ser evaluada por mí y por otros
como significativa, plena, libre, etc. Dado que el individuo
liberal no puede ser concebido como un sujeto abstracto, los
contextos en los que la identidad se forma tienen que ser tomados
en cuenta para que los derechos que los amparan puedan ser
realmente invocados y ejercitados. Consideramos también
que no podemos comprender nuestra identidad humana si no
vinculamos este problema con el tema de las evaluaciones
fuertes, –
cualitativas- las formas de
deliberación práctica que nos remite a la pregunta
por los bienes, a aquello que hace que una vida sea
significativa.

Queremos mostrar que no podemos hacer inteligibles
nuestras consideraciones morales independientemente de marcos
referenciales, horizontes de significación desde los que
extraemos las distinciones cualitativas que ofrecen una pauta
para nuestra propia orientación en la vida. Los marcos
referenciales proporcionarían el trasfondo
implícito o explícito a nuestros juicios y
reacciones morales en el nivel de las obligaciones,
de los fines de la vida y aún en lo que respecta a nuestra
condición como seres humanos. La presencia de marcos
referenciales sería condición trascendental de la
racionalidad práctica en cuanto tal. La tesis defendida
por nuestro autor choca abiertamente con la teoría
weberiana de la modernidad y con la imagen atomista del hombre
como elector racional sin trabas.

Capítulo 2

Identidad y la
comunidad

Presentamos a continuación los argumentos
centrales de nuestra obra: la identidad y comunidad, el ideal
moderno de autenticidad, el individuo y la necesidad de
reconocimiento, el hombre como ser de lenguaje, la
orientación teleológica respecto al bien por el que
se define la identidad, el hombre y el ejercicio de su libertad.
La concepción antropológica que postulamos con
Taylor es que el hombre es un ser de significados, un animal de
lenguaje que define su identidad dentro de unos horizontes de
sentido en una comunidad lingüística.

  • Individuo e ideal de autenticidad

El ideal constitutivo de la modernidad es el de la
autenticidad. Ideal que nace a fines del siglo XVIII y
que se erige sobre formas anteriores de individualismo como el
individualismo de la racionalidad no comprometida de Descartes o
el individualismo político de Locke. El ideal de
autenticidad "es hija del período romántico que se
mostraba crítico con la racionalidad no comprometida y con
un atomismo que no reconocía los lazos de la
comunidad".[27] Consideramos que fue Rousseau el
autor que ayudó a producir el cambio de este ideal:
"Rousseau presenta, frecuentemente, la cuestión moral como
la atención que le prestamos a una voz de la naturaleza
que hay dentro de nosotros" (Taylor, La libertad de los modernos,
49). Sin embargo será Herder[28]el
principal articulador de la noción de autenticidad. Herder
planteó la idea de que cada uno de nosotros es un modo
original de ser humano, cada persona tiene su propia "medida" y
por tanto debe vivir con su propia originalidad y no a
imitación de ningún otro. La idea de Herder expresa
la obligación de vivir con modo propio, lo que implica que
cada individuo tiene un camino original que debe seguir (1994,
61).

Para el ideal moderno de autenticidad la fuente moral ya
no es Dios o el bien sino la misma interioridad humana: el hombre
debe buscar su identidad en si mismo, en su propio modo de ser.
Esta autenticidad consiste, en ser fiel a una manera original de
ser humano que es sólo mía y que procede
de mi voz interior. Ser fiel a sí mismo significa ser fiel
a mí propia originalidad, que es algo que sólo yo
puedo articular y descubrir; y al articularla también
estoy definiéndome a mí mismo. Estoy realizando una
potencialidad que es mi propiedad:

Ser fiel a uno mismo significa ser fiel a la propia
originalidad, y eso es algo que sólo yo puedo enunciar y
descubrir. Al enunciarlo me estoy definiendo a mí mismo.
Estoy realizando un potencial que es en verdad el mío
propio. En ello reside la comprensión del trasfondo del
ideal moderno de autenticidad, y de las metas de
autorrealización y desarrollo de uno mismo en las que
habitualmente nos encerramos.[29]

El ideal de autenticidad consistirá en ser fiel a
uno mismo, en tanto que la fuente de la moral radica en la
profundidad interior del individuo y no en un orden externo. El
ideal ético de la modernidad se articula a través
de este concepto de
autenticidad, según el cual el individuo escoge su propio
modo de vida, ya que en la modernidad ha quedado claro que el
sujeto es ante todo un sujeto racional de elección. Por
consiguiente en la modernidad la autenticidad es un componente
relevante de la identidad de cada individuo. Proponemos una
autenticidad personal como alternativa moral, entendida en el
marco de un planteamiento liberal no individualista. La
adscripción a esta noción de autenticidad declara
nuestro compromiso con la modernidad y con una definición
de persona caracterizada por la facultad de autonomía,
creación y originalidad. No pretendemos renunciar al ideal
de autencidad de la modernidad con su carga de originalidad y
creación, más bien pretendemos recuperar el ideal
de autenticidad, para lo cual revaloramos la idea kantiana de
libertad autodeterminada, donde la libertad esté asociada
a la noción de dignidad y no de honor. Así
pretendemos reforzar el ideal de autenticidad considerando la
necesidad de horizontes de significados compartidos. En este
proyecto de recuperación del ideal de autenticidad, la
persona no es el de un ser aislado de su contexto sino una forma
de él. El ideal de autenticidad de la modernidad cobija en
su seno formas de autorrealización erróneas que se
enlazan con la crítica al individualismo liberal. La
autenticidad alienta una comprensión puramente personal:
la autorrealización. El desarrollo de la modernidad trajo
consigo la aparición de una razón autónoma
entendida como independiente de las tradiciones, donde la
noción de autenticidad ha consistido en creer que el
individuo debe buscar reglas nuevas al margen de su propia
naturaleza, de su contexto. Las formas de autorrealización
que olvidan los contextos resultan inadecuadas, son un modo de
individualismo egocéntrico.

Conjuntamente con la crítica al ideal de
autenticidad de sesgo individualista, sostenemos que la libertad
de elección de las teorías liberales pervierte el
ideal de autenticidad en tanto pretende que somos fieles a
nosotros mismos cuando escogemos por si solos el modo de vida que
deseamos, pero se cae en la trivialidad cuando la única
razón aducida a favor de la propia elección es la
elección misma. Si sólo se escoge por
motivos de preferencia meramente subjetivos e individuales,
entonces la propia elección es una banalidad y la
razón no ocupa ningún lugar en la elección
ya que no puede argumentarse razonadamente a favor de un
determinado valor. La autenticidad parece definirse de forma que
se centra en el yo, en la elección individual, que nos
distancia de nuestras relaciones con los otros. Consideramos
relevante corregir el concepto moderno de autenticidad, que
alienta al individualismo, con la finalidad de recuperar su
fuerza moral. La idea de que la identidad individual se genera a
partir de la propia interioridad de cada persona se degenera
cuando este se confunde con la idea de crear la propia identidad
aisladamente sin tener en cuenta a los demás.

La autenticidad entraña originalidad pero esa
originalidad debe darse desde la comprensión de lo
común situándola en relación al lenguaje y a
horizontes de sentido. El verdadero ideal de autenticidad revela
que el sujeto puede encontrar su definición, el ideal de
sí mismo y su propia realización, en un contexto
social. Este contexto u horizonte de sentido no basta, no es
condición suficiente para que podamos hablar de
autenticidad real, pues el individuo encuentra su identidad
auténtica en relación al reconocimiento, por parte
de la autoconciencia, de ciertos fines que lo
trasciendan o que reflejan algún bien mayor: en
alguna causa política, social, en Dios, etc. La real
autenticidad requiere de la posibilidad de elegir entre
fines, y además comunes, que pongan de
manifiesto la originalidad del sujeto, para que pueda expresar su
autenticidad. La recuperación del ideal de autenticidad
lleva consigo aceptar tres cosas: primero aceptar la autenticidad
como ideal válido y "digno de adhesión", para hacer
frente a los críticos de ella; segundo aceptar que se
puede argumentar racionalmente sobre los ideales y la conformidad
de las prácticas con tales ideales, con ello se supera el
subjetivismo; tercero aceptar que estas argumentaciones
entrañan diferencias en la práctica, es decir que
es incompatible con las imágenes
de la modernidad como el capitalismo, la sociedad industrial o
burocrática (1994, 59). El individuo sólo puede
encontrar su propia identidad y ser fiel a sí mismo
persiguiendo una meta que contenga un significado, un objetivo
que sea elegido autónomamente y compartido en un
contexto:

Sólo puedo definir mi identidad si existo en un
mundo en el que la historia o las exigencias de la naturaleza, o
las necesidades de mi prójimo, o los deberes del
ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor
tiene importancia que es crucial, puedo yo definir mi identidad
para mí mismo que no sea trivial, la autenticidad no es
enemiga de las exigencias que emanan de más allá
del yo; presupone esas exigencias.[30]

Elegimos sobre un trasfondo de cosas que tienen
importancia para nosotros y por tanto la significatividad no
puede depender de mi elección, sino por el contrario,
elijo en función de aquello que se me presenta como
valioso, significativo. La elección que el individuo haga
debe ser autónoma, libre, pero al mismo tiempo
comprometida y responsable. Existe pues, la necesidad de
considerar los horizontes como marcos de inteligibilidad
ineludibles y significativos desde los cuales configuramos
nuestra autenticidad. Sólo si se producen valoraciones en
sentido fuerte, es decir cualitativas, las elecciones pueden
resultar significativas. En este sentido nos propones
recuperar la importancia del contexto, el horizonte de
significados. Cuando el sujeto intenta comprenderse a sí
mismo y quiere llegar a su autodefinición, necesita un
horizonte de significados acerca de lo que es importante o
significativo para él.

2.2. Individuo y reconocimiento

El reconocimiento en nuestro mundo es universalmente
manifiesto ya que en diversos aspectos la política
contemporánea gira en torno a la necesidad y, a veces, a
la exigencia de reconocimiento. Muchas instituciones han sido el
blanco de severas críticas por no reconocer la identidad
particular de los individuos. Sin embargo en nuestra sociedad
notamos una pérdida de reconocimiento, consideramos que no
hay un reconocimiento social de la identidad de cada individuo.
Consideramos que existe una cierta conexión entre el
reconocimiento y nuestra identidad y que ella (la identidad)
está parcialmente moldeada por el reconocimiento o por su
ausencia. El ser humano necesita reconocimiento de los otros para
poder afirmarse: necesita amor, respeto,
solidaridad, etc.
El reconocimiento no es sólo una cortesía, sino una
necesidad humana vital. Si no se produce el reconocimiento, el
ser humano sufriría un maltrato que podría
dañar su identidad. La falta de reconocimiento
podría convertirse en una forma de marginación; el
falso reconocimiento no sólo muestra la falta
del debido respeto, puede infligir una herida dolorosa.
Además consideramos que el ser humano llega a ser tal en
su dimensión social, por tanto se concluye en la necesidad
apremiante del reconocimiento.[31] Desde
esta perspectiva del reconocimiento consideramos que los mandatos
morales, como por ejemplo, el respeto a la
vida,[32] la integridad y el bienestar no son
imposiciones externas sino intuiciones
morales, profundas, intensas y universales.

En la modernidad con el llamado "desencantamiento del
mundo" y el desplome de las jerarquías sociales, que
solían ser la base del honor, se ha pasado a exigir el
reconocimiento desde la dignidad personal y colectiva
como derecho contractual: todos somos iguales y todos esperamos
ser reconocidos como tales. Hemos pasado de la ética del
honor a la ética de la dignidad. Frente a esta
noción de honor tenemos la noción moderna de
dignidad, actualmente usada en sentido universalista e
igualitario, con la que nos referimos a la inherente dignidad de
los seres humanos o "la dignidad ciudadana". La idea
intrínseca de dignidad del individuo moderno tiene como
telón de fondo social, tanto el derrumbe del antiguo
régimen, como a la afirmación de la vida corriente:
la extensión de los espacios de la vida buena, el
énfasis que se da al bienestar, al ámbito del
trabajo, la
producción, las relaciones familiares y
sentimentales.

Una vez que las jerarquías tradicionales se
vienen abajo se instaura un régimen político con
pretensiones igualitarias y universalistas a instancias del
pensamiento ilustrado cuya perspectiva ética se
encarnó jurídicamente en la declaración de
los derechos del hombre y del ciudadano, se declara así la
igualdad civil como principio rector de las relaciones
humanas en la esfera pública. En la modernidad todos
los hombres son reconocidos iguales ante la ley, poseen los
mismos derechos en tanto personas, de modo que queda abolida
cualquier consideración dirigida a distinguir entre
ciudadanos de primera y segunda clase, ya sea por cuestiones de
raza, origen, sexo o religión.

En la civilización premoderna, el paradigma del
honor aludía al estado de cosas en donde el reconocimiento
de una persona dependía en gran medida de su status social,
de su función pública, del lugar que ocupaba en el
sistema jerárquico basado en la sangre, en una
suerte de orden natural. En la modernidad, la categoría de
reconocimiento se ha centrado en la noción de dignidad en
términos de derechos olvidando la dimensión social.
Las formas de reconocimiento igualitario se han convertido en
esenciales para la cultura democrática, han conducido a
una política de reconocimiento igualitario, una exigencia
de igual estatuto para culturas y géneros. Tal
reconocimiento refiere a la comprensión de una identidad
individualizada, que es particularmente mía y que puedo
descubrir por mí mismo.

Esta noción surgió junto con el ideal de
la autenticidad, ideal de ser fiel a mí mismo y a mi
particular modo de ser. Frente a esta igualación de
derechos y merecimientos, tendremos que encontrar en la idea de
una "política de reconocimiento" la base de una
reconceptualización de la esfera pública que
atienda a su vez a las demandas de igualdad de las democracias
modernas y al reconocimiento de las particularidades de
las tradiciones culturales y de las formas de identidad
históricamente constituidas. Frente al supuesto moderno de
dignidad como derecho, queremos entender esa noción desde
la categoría de valor: La dignidad es una capacidad que
compartimos todos los seres humanos, un potencial humano
universal que debe ser respetado igualmente para todos. Con la
política de la igualdad de dignidad se pretende que lo que
se establece tenga un valor universal.

En el plano social la comprensión de la identidad
personal se forma en diálogo abierto con otros y en el
debido reconocimiento: "Mi propia identidad depende de modo
crucial de mi relación dialógica con los
otros".[33] En este reconocimiento el lenguaje es
relevante porque nos convertimos en agentes humanos plenos,
capaces de comprendernos a nosotros mismos y por tanto de definir
nuestra identidad, a través de la adquisición de
ricos lenguajes expresivos humanos. De modo que definimos nuestra
identidad siempre en diálogo con lo que los otros sujetos
quieren ver en nosotros como significativo en el reconocimiento
mutuo. Consideramos relevante el aporte de Hegel en la
política del reconocimiento. Este filósofo
considera fundamental el hecho de que sólo podemos
prosperar en la medida en que somos reconocidos por los
demás. Toda conciencia busca el reconocimiento en otra
conciencia sin que ello sea signo de falta de virtud. La lucha
por el deseo de reconocimiento sólo puede hallar una
solución satisfactoria, y ésta se encuentra en un
régimen de reconocimiento recíproco entre
iguales.[34]

2.4. Identidad y Bien

La identidad humana posee unas condiciones de
posibilidad: el bien y la comunidad. Asumimos bajo visión
aristotélica una concepción teleológica de
la acción humana, los actos humanos tienden hacia un fin,
la acción humana es propositiva e intencional, ello nos
permite afirmar una ética sustantiva de la vida frente a
la ética procedimental de las teorías liberales
modernas. La acción humana es siempre intencional e
intencionada, por tanto el bien será consecuencia de una
elección humana inevitable en un planteamiento
ético racional. Queremos destacamos la relación
intrínseca que existe entre el ser humano y el bien. El
bien es fuente de identidad personal-moral ya que unos
bienes determinados configuran nuestra identidad. Como
señalaría Taylor "imposible sostenernos sin una
cierta orientación al bien, por el hecho de que cada uno
de nosotros esencialmente "somos" (nos definimos a nosotros
mismos) por el lugar en que nos situamos con relación al
bien".[35] Para encontrar un mínimo de
sentido a nuestras vidas, para tener una identidad, necesitamos
una orientación al bien.

El sujeto es en esencia un agente encarnado comprometido
con el mundo por tanto necesita orientarse en el espacio moral
(en relación al bien) como una obligación
ineludible. Se trata de sostener que el bien es parte integrante
y constitutivo de la experiencia humana y que siempre una
concepción del bien subyace a toda concepción
formal de la ética (sea esa concepción la justicia,
la dignidad del sujeto moral o su
autonomía).[36] La identidad personal y el
bien no pueden separarse sino que van inextricablemente
entretejidos.

La imagen que tenemos de nosotros mismos o la
opinión de lo que es un ser humano va siempre tejido y
presupone una ontología moral, un trasfondo a partir del
cual podemos adquirir una identidad. Se trata del reconocimiento
de la realidad de las formas de bien y de la vida moral que se
deja ver en las apelaciones valorativas que constituyen nuestro
modo de vida.

Las cuestiones relativas a la identidad humana son
inseparables del examen de las valoraciones fuertes
(cualitativas). Estas no pueden desligarse de los compromisos que
el agente contrae con los bienes, aquello que hace que mi vida
pueda ser evaluada por mí y por los otros como
significativa, plena, libre. La identidad del sujeto se define
por los compromisos morales que se articulan dentro de unos
marcos de valoraciones cualitativas, respecto al bien:
"mi identidad se define por los compromisos e identificaciones
que proporciona el marco u horizonte desde el cual yo intento
determinar lo que es menos o más valioso, lo que se debe
hacer, lo que apruebo o me propongo".[37] Todo
acto y toda valoración moral están insertos en una
serie de marcos valorativos que constituyen el horizonte sin el
cual no podrían realizarse. Esos marcos irrenunciables, de
los que no podemos escapar, son de hecho la matriz de nuestra
moral, el horizonte sobre cuyo fondo y a cuya luz se recortan e
iluminan todos nuestros actos de valoración, de
preferencia de elección. Estos marcos constituyen una
especie de espacio moral en el que nos movemos y sin ellos
sería imposible la moral misma. Ese espacio moral es
"anterior" a toda elección, a todo criterio, a todo cambio
cultural. Ese espacio previo es el reino de la diferencia y de la
pluralidad y se resiste a toda simplificación, a toda
reducción, a un único factor.[38]
Así, las evaluaciones fuertes insertos en unos marcos
valorativos (necesarias e inevitables de la experiencia humana)
designan la consideración de un bien que es más que
una mera preferencia y elección, hablaremos así de
evaluación fuerte cuando los bienes
presuntamente identificados no se consideran buenos por el hecho
de que los deseemos o los elijamos sino más bien por
constituir normas para el deseo porque deseamos bienes
intrínsecos porque son buenos.[39] Por
tanto la elección de unos bienes y su posición
respecto de estos, en una comunidad significativamente
configurada, definen nuestra identidad:

Mi identidad se define por los compromisos e
identificaciones que proporciona el marco u horizonte dentro del
cual yo intento determinar lo que es bueno, valioso, lo que se
debe hacer. La gente puede percibir que su identidad está
en parte definida por ciertos compromisos morales o espirituales.
Ello le proporciona el marco dentro del cual determinan su
postura acerca de lo que es el bien. Si perdieran ese compromiso
quedarían a la deriva y entrarían a una crisis de
identidad, una forma aguda de desorientación, de no saber
quien se es. Saber donde nos encontramos orientados es saber
responder quiénes somos, responder acerca de nuestra
identidad.[40]

Por tanto no es posible ser un yo y configurar nuestra
identidad sin hacer referencia a unos bienes que definen la vida
del agente como significativa. La construcción de la identidad humana no
puede ser autogenerada, es más bien el resultado de un
proceso de interacción social al interior de un mundo
significativo común. Consideramos que la dimensión
del bien es parte integrante y constitutiva de la experiencia
humana. La referencia al tema de los bienes resulta esencial para
plantear correctamente la cuestión del yo -de la
identidad- así como para desocultar algunos problemas
importantes en lo que concierne a los conflictos
entre las identidades colectivas y la cultura de los derechos. La
identidad del sujeto depende de su orientación y
vinculación al bien, pues sólo somos yos en la
medida en que nos movemos en un espacio de interrogantes,
mientras buscamos y encontramos una orientación al bien.
El yo no consiste solamente en dirigir nuestras acciones a la luz
de ciertos deseos o capacidades privadas, sino que ser un agente
humano, una persona o un yo, implica tomar posición
respecto del bien.

El yo consiste en existir en un espacio definido, en
donde la orientación al bien es fundamental a la hora de
decidirnos por lo que es bueno o de suma importancia en nuestras
vidas, porque "lo que soy como un yo, mi identidad, está
esencialmente definido por la manera en que las cosas son
significativas para mí".[41] La identidad
del sujeto se construye sobre la base de la orientación
moral hacia el bien, de manera que el agente humano queda
definido por su ubicación respecto del bien. El
desvelamiento de los bienes se produce a través de un
proceso hermenéutico, es decir a través de la
autocomprensión del sujeto como participante de una forma
de vida, atendiendo al lenguaje y a la historia común que
definen los significados. Los tipos de bienes sólo existen
mediante un determinado tipo de articulación que
explore el trasfondo a partir del cual algo se concibe como un
bien; y explica que articular un bien constitutivo es esclarecer
lo que está implícito en la vida buena a la que uno
se adhiere: cada sujeto es libre para decidir qué bienes
son esenciales para su ser moral, a qué bienes adherirse,
de qué forma y con qué grado de adhesión. La
diversidad de bienes puede resultar problemática para la
convivencia, sin embargo es posible resolverla acudiendo a la
superioridad de unos bienes sobre otros, donde los bienes de
mayor valor se adhieren a otros de menor valor.

Partes: 1, 2, 3, 4
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