El cantar de Roldán: Poema épico: texto completo -Anónimo francés (c. 1100)
I
El rey Carlos, nuestro emperador, el
Grande, siete años enteros permaneció en España:
hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un
solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni
ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña. La
tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le
reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el
infortunio.
II
El rey Marsil se encuentra en Zaragoza. Se
ha ido hacia un vergel, bajo la sombra. En una terraza de
mármoles azules se reclina; son más de veinte mil
en torno a
él. Llama a sus condes y a sus duques:
-Oíd, señores, qué
azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la
dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo
ejército que pueda darle batalla; para vencer a su gente,
no es de talla la mía. Aconsejadme, pues, hombres
juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la
deshonra!
No hay infiel que conteste una palabra,
salvo Blancandrín, del castillo de Vallehondo.
III
Entre los infieles, Blancandrín es
juicioso: por su valor, buen
caballero; por su nobleza, buen consejero de su señor. Le
dice al rey:
-¡Nada temáis! Enviad a
Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel
y de gran amistad. Le
daréis osos, y leones y perros,
setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas,
cargadas de oro y plata y
cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con
largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle
decir que combatió bastante en esta tierra; que a
Aquisgrán, en Francia, debería volverse, que
allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que
recibiréis la ley de los
cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra
y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien,
mandémosle diez o veinte, para darle confianza. Enviemos a
los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le
entregaré el mío. Más vale que caigan sus
cabezas y no perdamos nosotros libertad y
señorío, hasta vernos reducidos a
mendigar.
IV
Prosigue Blancandrín:
-Por esta diestra mía, y por la
barba que flota al viento sobre mi pecho, al momento
veréis deshacerse el ejército del adversario. Los
francos regresarán a Francia: es su país. Cuando
cada uno de ellos se encuentre nuevamente en su más caro
feudo, y Carlos en Aquisgrán, su capilla, tendrá,
para San Miguel, una gran corte. Llegará la fiesta,
vencerá el plazo: el rey no tendrá de nosotros
palabra ni noticia. Es orgulloso, y cruel su corazón:
mandará cortar las cabezas de nuestros rehenes.
¡Más vale que así mueran ellos antes de
perder nosotros la bella y clara España, y padecer los
quebrantos de la desdicha!
Los infieles dicen:
-Quizá tenga
razón.
V
El rey Marsil ha escuchado a sus
consejeros. Llama a Clarín de Balaguer, Estamarín y
su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo,
y a Machiner y su tío Maheu, y a Jouner y a Malbián
de Ultramar, y a Blancandrín, para hablar en su nombre.
Entre los más felones, toma a diez aparte y les
dice:
-Señores barones, iréis hacia
Carlos. Está ante la ciudad de Cordres, a la que ha puesto
sitio. Llevaréis en las manos ramas de olivo, en
señal de paz y humildad. Si gracias a vuestra habilidad,
podéis llegar a un acuerdo con él, os daré
oro y plata a profusión, tierras y feudos a la medida de
vuestros deseos.
-¡Nos colmáis con ello! -dicen
los infieles.
VI
El rey Marsil ha escuchado a sus
consejeros. Dice a sus hombres:
-Señores, partiréis.
Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis
al rey Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no
verá pasar este primer mes sin que yo esté junto a
él con mil de mis fieles; que recibiré la ley
cristiana y me convertiré en su deudor con todo amor y toda
fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en verdad, los
tendrá.
-Con ello obtendréis un buen acuerdo
-dice Blancandrín.
VII
Marsil manda traer diez mulas blancas, que
le había enviado el rey de Adalia. Son de oro sus frenos;
las sillas tienen incrustaciones de plata. Los mensajeros montan;
llevan en las manos ramas de olivo. Van hacia Carlos, que en
Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos: lo
engañarán.
VIII
El emperador se muestra alegre;
está de buen humor, pues ya conquistó Cordres. Ha
destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus
catapultas. Sus caballeros han hallado gran botín: oro,
plata y preciosas armaduras. Ni un solo infiel quedó en la
villa: todos murieron o fueron bautizados.
El emperador se halla en un gran vergel:
junto a él, están Roldán y Oliveros, el
duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de
Anjeo, gonfalonero del rey, y también Garín y
Gerer, y con ellos muchos más: son quince mil de Francia,
la dulce. Los caballeros se sientan sobre blancas alfombras de
seda; los más juiciosos y los ancianos juegan a las tablas
y al ajedrez para
distraerse, y los ágiles mancebos esgrimen sus espadas.
Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro puro
todo él: allí se sienta el rey que domina a
Francia, la dulce. Su barba es blanca, y floridas sus sienes; su
cuerpo es hermoso, su porte altivo: no hay necesidad de
señalarlo al que lo busque. Y los mensajeros echan pie a
tierra y lo saludan con amor y respeto.
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