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El cantar de Roldán: Poema épico: texto completo -Anónimo francés (c. 1100) (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

IX

Blancandrín es el primero en hablar.
Dícele al rey:

-¡Os saludo en nombre del glorioso
Dios que debemos adorar! Oíd lo que os manda decir el
valeroso rey Marsil. Se ha instruido en la ley salvadora;
por ello quiere daros riquezas a profusión, osos y leones,
perros que se
pueden llevar con correa, setecientos camellos y mil azores
mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata,
cincuenta carros con los que formaréis un cortejo, y
colmados de tantos besantes de oro fino que podréis pagar
con largueza a vuestros mercenarios. Durante largo tiempo
permanecisteis en esta tierra. A
Aquisgrán, en Francia, os
convendría regresar. Allí os seguirá, os lo
promete, mi señor.

El emperador alza las manos hacia Dios,
inclina la cabeza y se pone a meditar.

X

El emperador mantiene inclinada la cabeza.
Jamás fueron apresuradas sus palabras: tal es su
costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando por
fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.

-Habéis hablado muy bien -contesta a
los mensajeros-. Mas el rey Marsil es mi gran enemigo.
¿Qué garantía tendré yo sobre las
palabras que acabáis de pronunciar?

-Tendréis rehenes -replica el
sarraceno-. Diez, quince o veinte. Así deba perecer,
pondré con ellos a un hijo mío, y
recibiréis, según creo, otros de mayor alcurnia.
Cuando os encontréis en vuestro soberbio palacio, durante
la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a
vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras
fuentes, que
Dios hizo para vos, quiere recibir el bautismo.

Responde Carlos:

-Quizá pueda alcanzar aún la
salvación.

XI

La tarde es hermosa y luce claro el sol. Carlos
ordena que las diez mulas sean conducidas al establo y hace
levantar una tienda en el gran vergel. Allí dará
albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan con esmero
de su servicio.
Reposan esa noche hasta que despunta el claro día. El
emperador se ha levantado temprano; ha escuchado misa y maitines.
Se ha retirado bajo un pino y manda llamar a sus barones para
hacerse aconsejar: en toda circunstancia, quiere que sus
guías sean los de Francia.

XII

El emperador Se halla bajo un pino; ha
llamado a sus barones para escuchar su consejo; el duque Ogier y
el arzobispo Turpín, Ricardo el Viejo y su sobrino
Enrique, y también el animoso conde de Gascuña
Acelino, Tibaldo de Reims y su primo Milón. Vienen
asimismo Gerer y Garín; y con ellos el conde Roldán
y Oliveros, el noble y denodado; son más de mil los
guerreros de Francia; también se halla Ganelón, el
que había de traicionarlos. Da comienzo entonces el
consejo que debía acarrear terrible infortunio.

XIII

-Señores barones -dice el emperador
Carlos-, el rey Marsil me ha enviado sus mensajeros. Desea darme
de sus riquezas a profusión: osos y leones, perros
amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos
camellos y mil azores a punto de ser mudados, cuatrocientas mulas
cargadas de oro de Arabia y además cincuenta carros. Pero
me pide que me retire a Francia: dice que me seguirá a
Aquisgrán, a mi palacio, y que recibirá nuestra
ley, la más santa, según confiesa; será
cristiano, tendrá sus tierras como vasallo mío.
Pero ignoro cuál es el fondo de su corazón.

-Desconfiemos -dicen los
franceses.

XIV

El emperador ha expresado su pensamiento.
El conde Roldán, que no está de acuerdo, al momento
se yergue para contrariarlo. Le dice al rey:

-¡Desdichado de vos, si creéis
las palabras de Marsil! Son ya siete años enteros los que
llevamos en España. He
conquistado para vos Noples y Comibles; he tomado Valtierra y las
tierras de Pina, Balaguer, Tudela y Sevil. Entonces el rey Marsil
llevó a cabo una gran traición: envió a
quince de sus infieles hacia vos, llevaban todos una rama de
olivo en la mano y os dijeron las mismas palabras que ahora.
Pedisteis consejo a vuestros franceses. A fe que os lo dieron muy
insensato: enviasteis al infiel a dos de vuestros condes, uno era
Basan y el otro. Basilio; cerca de Altamira, en pleno monte,
cortó sus cabezas. ¡Continuad la guerra como la
emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la flor de vuestro
ejército; ponedle sitio, así deba durar toda
vuestra vida, y vengad aquellos que el traidor mandó
matar.

XV

El emperador mantiene inclinada la cabeza.
Alisa su barba y manosea su mostacho; ni aprueba a su sobrino, ni
lo regaña: nada responde. Los franceses guardan silencio,
excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo el cuerpo, se
presenta ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar, y dice
al rey:

-¡Ay de vos si escucháis al
villano, sea yo, o cualquier otro, que no os aconsejara para
vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda decir que se
convertirá en vuestro vasallo, juntas las manos, y que
recibirá toda España como un don de vuestra gracia,
y que además acatará la ley que nosotros
observamos, aquel que os aconseje que desechemos semejante
acuerdo en poco aprecia, señor, nuestra vida. No debe
prevalecer un consejo de orgullo. ¡Dejemos a los locos,
atengámonos a los juiciosos!

XVI

Entonces se adelanta Naimón; no
existe mejor vasallo en toda la corte. Le dice al rey:

-Habéis oído la
respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os resta
ponerla en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra:
le habéis tomado todos sus castillos; con vuestras
catapultas habéis destrozado sus murallas; habéis
incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres. Hoy, cuando os
pide que le otorguéis clemencia, sería pecado
causarle más desdichas. Puesto que quiere entregaros
rehenes como garantía, no debéis prolongar esta
gran guerra.

-¡El duque tiene razón! -dicen
los franceses.

XVII

-Señores barones, ¿a
quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia el rey Marsil?
-pregunta Carlos. El duque Naimón responde al
punto:

-Iré yo, con vuestra venia:
entregadme, pues, el guante y el bastón.

-Sois hombre de buen
consejo -dice el rey-; por mis barbas que no os alejaréis
de mi lado tan pronto. ¡Regresad a vuestro sitio, que nadie
os pidió nada!

XVIII

-Señores barones, ¿a
quién podríamos enviar al sarraceno que es
dueño de Zaragoza?

-Muy bien podría ser yo -contesta
Roldán.

-Por cierto que no iréis -dice el
conde Oliveros-. Vuestro corazón es violento y altivo,
llegaríais a las manos, mucho me temo. Si el rey lo desea,
podría ir yo.

-¡Callaos ambos! -interrumpe el rey-.
Ni vos, ni él, pondréis allí los pies. Por
mis barbas, que veis aquí blancas, ¡ay del que me
nombre a alguno de los doce pares!

Los franceses guardan silencio,
intimidados.

XIX

Turpín de Reims se ha incorporado;
sale de la fila y dice al rey:

-¡Dejad tranquilos a vuestros
francos! Siete años permanecisteis en este país:
han soportado muchas penas aquí, muchas fatigas. Mas
dadme, señor, el guante y el bastón, e iré
hacia el sarraceno de España: tengo ganas de ver
cómo está hecho.

-¡Id y sentaos sobre esa alfombra
blanca! ¡No volváis a tomar la palabra sobre este
asunto, a menos que os lo ordene yo! -replica, irritado, el
emperador.

XX

-Caballeros francos -dice el emperador
Carlos-, elegidme a un barón de mis dominios que pueda
llevar a Marsil mi mensaje.

Roldán exclama:

-Que sea Ganelón, mi
padrastro.

Dicen los franceses:

-Por cierto que es el hombre
indicado; no podríais enviar a ninguno más
sensato.

Y el conde Ganelón se siente
penetrado por la angustia. Retira de su cuello las amplias pieles
de marta, descubriendo su brial de seda. Sus ojos son veros, su
rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio: tan hermoso
se muestra que todos
sus pares lo contemplan. Ganelón se encara con
Roldán:

-¡Insensato! ¿Cuál es
el motivo de tu frenesí? Todos aquí saben que soy
tu padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al
encuentro de Marsil. ¡Si Dios permite que regrese de esta
empresa, te
causaré males que durarán hasta el fin de tus
días!

-Son ésas palabras dictadas por el
orgullo y la demencia -replica Roldán-. Bien saben todos
que no me cuido de amenazas; mas para hacerse cargo de un mensaje
se necesita tener juicio. Si lo desea el rey, estoy dispuesto:
iré en vuestro lugar.

XXI

-¡No harás tal! -responde
Ganelón-. Ni eres tú vasallo mío, ni soy yo
tu señor. Carlos me ordena que cumpla su servicio:
iré, pues, a Zaragoza, donde está Marsil; mas antes
de haberse apaciguado en mí la gran cólera
que me invade, habré hecho una de las
mías.

Al escuchar tales palabras, Roldán
comienza a reír.

XXII

Al advertir Ganelón la burla de
Roldán, lo invade tal despecho que está a punto de
estallar de rabia; poco le falta para perder el
juicio.

-Mal os quiero, a vos que habéis
hecho recaer sobre mí esta elección injusta -le
dice el conde-. Buen emperador, heme dispuesto; quiero llevar a
cabo vuestra orden.

XXIII

-¡Iré a Zaragoza! Es
necesario, bien lo sé. Quien pone allí los pies, no
ha de regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra
hermana es mi esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso
que existe. Su nombre es Balduino -añade-, ha de ser un
hombre valeroso. A él dejo en herencia mis
tierras y mis feudos. Tomadlo bajo vuestra protección,
pues nunca volverán a contemplarlo mis ojos.

-Muy tierno tenéis el corazón
-contesta Carlos-. Fuerza os es
partir, puesto que así lo ordeno.

XXIV

Dice el rey:

-Acercaos, Ganelón, y recibid el
guante y el bastón. Bien lo habéis oído: la
elección de los francos ha recaído sobre
vos.

-Señor -replica Ganelón-,
¡todo fue por causa de Roldán! Toda mi vida le
guardaré rencor, y también a Oliveros, por ser su
amigo. En cuanto a los doce pares, que tanto lo quieren,
aquí mismo los desafío, señor, ante vuestros
ojos.

-Sois demasiado iracundo -observa el rey-.
Verdad es que iréis, puesto que es mi mandato.

-Tal haré, mas sin ninguna
garantía, como les sucedió a Basilio y a su hermano
Basan.

XXV

El emperador le entrega el guante, aquel
que lleva en la mano derecha. Mas el conde Ganelón hubiera
deseado hallarse a muchas leguas. Cuando se decide a tomarlo, el
guante cae a tierra. Los franceses dicen:

-¡Dios! ¿Qué augurio es
ése? Grandes males habrá de acarrearnos esta
empresa.

-Caballeros -dice Ganelón-,
¡ya tendréis noticias de
ello!

XXVI

-Señor -prosigue Ganelón-,
dadme vuestra venia para partir. Ya que debo marchar, nada ha de
retardarme. Y responde el rey:

-¡Id en nombre de Jesús y con
mi venia!

Lo absuelve con su mano diestra y traza
sobre él el signo de la cruz. Luego le entrega el
bastón y la misiva.

XXVII

El conde Ganelón se dirige hacia su
campamento. Adorna su persona con los
mejores aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas
de oro y ciñe a su costado su espada Murglés. Monta
sobre Techebrún, su corcel, cuyo estribo le sostiene su
tío Guinemer. Entonces hubierais visto llorar a muchos
caballeros, que se lamentaban:

-¡Lástima grande de vuestro
valor! Largo
tiempo pertenecisteis a la corte del rey, donde se os
tenía por noble vasallo. Ni siquiera Carlos podrá
proteger ni salvar al que os señaló para esta
misión.
No, el conde Roldán no tendría que haber pensado en
vos: vuestra estirpe es demasiado ilustre.

Y luego añaden:

-¡Señor, llevadnos con
vos!

-¡No lo permita Dios, nuestro
Señor! Más vale que yo solo muera, para que vivan
tantos buenos caballeros. A Francia, la dulce, habréis de
regresar, señores. Saludad a mi esposa de mi parte, a
Pinabel, par y amigo mío y a mi hijo Balduino… Brindadle
vuestra ayuda y reconocedlo como vuestro señor -responde
Ganelón. Y emprende el camino.

XXVIII

Cabalga Ganelón bajo los altos
olivares, hasta dar alcance a los mensajeros sarracenos. Y he
aquí que Blancandrín demora largo tiempo a su lado:
ambos conversan con gran astucia. Blancandrín
exclama:

-¡Qué hombre tan maravilloso
es Carlos! Conquistó Apulia y toda Calabria; ha cruzado el
mar salado, obteniendo para San Pedro el tributo de Inglaterra.
¿Qué más ha de encontrar aquí, en
nuestro país?

-Tal es su gusto -responde Ganelón-.
Jamás alcanzará hombre alguno su
valía.

XXIX

-Son los francos hombres de gran nobleza
-observa Blancandrín-. Mas causan graves males a su
señor esos duques y esos condes que en tal manera lo
aconsejan: lo agotan y lo pierden, y con él a los que lo
rodean.

Replica Ganelón:

-Eso no reza con nadie, que yo sepa, si no
es con Roldán, a quien le habrá de pesar
algún día. La otra mañana, hallábase
sentado a la sombra el emperador. Llegó su sobrino,
cubierto con su loriga, trayendo el botín que había
conquistado en Carcasona. Tenía en la mano una
espléndida manzana. "Tomad, mi buen señor",
díjole a su tío, "os ofrezco como presente las
coronas de todos los reyes". Su orgullo habrá de perderlo,
pues todos los días se brinda a la muerte como
presa. ¡Venga quien lo mate! Gozaríamos entonces de
una paz completa.

XXX

-¡Bien se merece el odio
Roldán -dice Blancandrín-, pues ambiciona someter a
su dominio a
todas las naciones y pretende apoderarse de todas las tierras!
Mas, ¿quiénes habrán de respaldarlo en tales
empresas?

-¡Los franceses! Tanto lo aman que
jamás podrán abandonarlo. Les da oro y plata en
abundancia, mulas y corceles, telas de seda y armaduras. Al mismo
emperador le regala cuanto desea: habrá de conquistarle
estas tierras hasta Oriente.

XXXI

Tanto cabalgaron juntos Ganelón y
Blancandrín que llegan a hacerse una promesa mutua,
jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que muera
Roldán. Tanto cabalgaron por caminos y senderos que
pusieron finalmente pie a tierra en Zaragoza, bajo un tejo. A la
sombra de un pino se alza un trono, cubierto de seda de
Alejandría. Ahí se sienta el rey que tiene a toda
España bajo su dominio, rodeado de veinte mil sarracenos.
Todos guardan silencio, ansiosos por escuchar las nuevas. Y he
aquí que se aproximan Ganelón y
Blancandrín.

XXXII

Blancandrín se presenta ante Marsil;
lleva de la mano al conde Ganelón. Dice,
dirigiéndose al rey:

Salud, en nombre de Mahoma y
de Apolo, cuyas santas leyes observamos!
Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos
hacia los cielos y alabó a su Dios, sin responder cosa
alguna. Mas os envía uno de sus nobles barones,
éste que aquí veis, y que todos consideran en
Francia como ilustre caballero. Él os dirá si
tendremos paz o no.

-¡Que hable -responde Marsil-, lo
escucharemos!

XXXIII

Mas el conde Ganelón había
estado
pensándolo mucho. Comienza desplegando grandes artes, cual
hombre versado en el discurso.
Dícele al rey:

-¡Salud, en nombre del glorioso Dios
que debemos adorar! He aquí lo que os manda decir
Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley cristiana, y
él habrá de entregaros como feudo la mitad de
España. Si no os place aceptar este acuerdo, se os
tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza, seréis
conducido a Aquisgrán; allí se os juzgará y
pondrase fin a vuestra vida: vuestra muerte
será vil y ultrajante.

Se estremece el rey Marsil. En la mano
tiene un dardo, emplumado de oro: su deseo es herir, pero lo
retienen.

XXXIV

El rey Marsil ha mudado de color y apresta
su jabalina. Al verlo Ganelón, lleva la mano a su espada,
desenvainándola la largura de dos dedos. Dice,
dirigiéndose a ella:

-Muy bella eres, y muy clara. ¡No en
vano te llevé tan largo tiempo en la real corte! No
habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí
solo en tierra extraña sin que los más valientes te
hayan comprado a tu precio.

-¡Impidamos el combate! -dicen los
infieles.

XXXV

Tantos han sido los ruegos de los
más ilustres sarracenos que Marsil ha vuelto a sentarse en
su trono. Dice el califa:

-Nos hubierais dejado en mala postura,
pretendiendo herir al francés; más os valía
escuchar y comprender.

-Señor -dice Ganelón-, son
éstas cosas que debo por fuerza soportar. Pero no
dejaría de trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y
por todas las riquezas de este país, lo que Carlos, el
poderoso rey, os manda decir por mi boca, si es que me dais
lugar, considerándoos como a mortal enemigo.

Lo cubre un manto de marta cebellina,
forrado de seda de Alejandría. Lo hace a un lado y
Blancandrín lo recibe en sus manos; mas se guarda muy bien
de soltar su espada. En su puño derecho, la mantiene
sujeta por el dorado pomo. Y dicen los infieles:

-¡Es noble barón!

XXXVI

Ganelón avanza hacia el rey y le
dice:

-Os irritáis sin motivo, ya que
Carlos, que reina en Francia, os manda decir esto: recibid la ley
de los cristianos, os entregará como feudo la mitad de
España. La otra mitad será para Roldán, su
sobrino: de ese modo habréis de compartir con un altivo
señor. Si no os place aceptar este acuerdo, vendrá
el rey a poner sitio a Zaragoza: se os tomará cautivo y de
viva fuerza se os cargará de ligaduras; seréis
conducido derechamente a Aquisgrán y no tendréis
para el camino palafrén ni corcel, mulo ni mula, para
poder
cabalgar; se os arrojará sobre mala bestia de carga. Una
vez allí, luego de juzgaros, se os cortará la
cabeza. He aquí la misiva que os envía nuestro
emperador.

Se lo entrega al infiel, con la mano
diestra.

XXXVII

Marsil palidece de ira. Rompe el sello,
tira la cera, mira el breve y lee lo que lleva
escrito:

-Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su
dominio, me dice que traiga a mi memoria el dolor
y la cólera que lo invadieron cuando corté las
cabezas de Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira.
Si quiero preservar mi vida, es preciso que le envíe a mi
tío, el califa; de otro modo, jamás gozaré
de su favor.

Entonces toma la palabra el hijo de
Marsil:

-Ganelón ha hablado como un loco -le
dice al rey-. Ha llegado demasiado lejos: no tiene derecho a la
vida. Entregádmelo, y yo haré justicia.

Al oír estas palabras
Ganelón, blande su espada, corre hacia un pino y toma
apoyo en su tronco.

XXXVIII

Marsil se ha retirado en el vergel. Ha
llevado consigo a los mejores de entre sus vasallos. Con ellos va
Blancandrín, el de la cabellera encanecida, y Jurfaret, su
hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel amigo.
Blancandrín dice:

-Llamad al francés: me ha jurado
sobre su fe servirnos.

-Traedlo, entonces -responde
Marsil.

Y Blancandrín, tomándolo de
la mano diestra, lo conduce por el vergel hasta donde se halla el
rey. Allí conciertan entre todos la infame
traición.

XXXIX

-Buen caballero Ganelón
-dícele Marsil-, os traté con alguna ligereza
cuando cegado por la cólera, estuve a punto de heriros.
Ofrezco en prenda de mi palabra estas pieles de marta cebellina,
cuyo precio vale más de quinientas libras: mañana,
antes de la caída del sol, os habré pagado una
buena multa.

-No la rechazo -responde Ganelón-.
¡Que Dios os recompense, si le place!

XL

-Ganelón -dice Marsil-, sabed que,
en verdad, me siento impulsado a apreciaros en alto grado. Deseo
que me habléis de Carlomagno. Es ya muy viejo, ha cumplido
su tiempo; según mi parecer, debe tener más de
doscientos años. Por tantas tierras ha llevado su cuerpo,
tantas estocadas ha recibido su escudo, tantos opulentos reyes se
vieron por su culpa convertidos en mendigos,
¿cuándo estará harto de guerrear?

-Carlos no es cual vos pensáis
-responde Ganelón-. No hay hombre que al verlo y al
aprender a conocerlo, no diga: "el emperador es un valiente". No
podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente:
hay en él más honor y más virtudes de las
que puedo expresar. ¿Quién podría describir
su inmenso valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en
su persona! Preferiría morir antes que faltar a sus
barones.

XLI

-Buen motivo tengo para maravillarme
-añade el infiel-. Carlomagno es viejo y blanca su cabeza;
en mi opinión, debe tener más de doscientos
años; por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo,
ha recibido tantos tajos y lanzazos, tantos opulentos reyes se
han convertido por su culpa en mendigos, ¿cuándo se
cansará de guerrear?

-Nunca -responde Ganelón-, mientras
viva su sobrino. No hay hombre más valeroso que
Roldán bajo el firmamento. Y también es
varón esforzado su amigo Oliveros. Y los doce pares, que
tanto ama Carlos, forman su vanguardia con
veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a
ningún ser viviente.

XLII

-Me maravilla en gran manera -repite el
sarraceno-. Carlomagno tiene el cabello blanco; calculo que debe
tener doscientos años, si no más; por tantas
tierras ha llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas
penetrantes recibió, tantos opulentos reyes fueron muertos
y vencidos por él en la batalla, ¿cuándo se
cansará por fin de guerrear?

-Nunca -dice Ganelón-, mientras viva
Roldán.

No hay ninguno tan valeroso como él
desde aquí hasta el Oriente. Y también su
compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce
pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil
franceses. Carlos está bien seguro; no teme a
ningún ser viviente.

XLIII

-Buen caballero Ganelón -dice el rey
Marsil-, tengo un ejército tan brioso como nunca lo
veréis; puedo contar con cuatrocientos mil caballeros:
¿podré combatir a Carlos y sus
franceses?

-¡Eso se dice pronto! Vuestras
mesnadas se perderían en masa. ¡Desechad las
locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador tantos
regalos que todos los franceses queden maravillados. Con
sólo mandarle veinte rehenes, al punto veréis al
rey regresar a Francia, la dulce. Dejará su retaguardia a
sus espaldas. Con ella quedará, supongo, su sobrino, el
conde Roldán y también el animoso y cortés
Oliveros: pueden darse por muertos los dos condes, si encuentro
quien atienda a mis consejos. Carlos verá quebrantarse su
orgullo; por siempre perderá el deseo de contender
nuevamente con vos.

XLIV

-Buen caballero Ganelón, ¿de
qué medio puedo valerme para que Roldán
perezca?

-Os lo voy a decir -responde
Ganelón-. Partirá el rey hacia los mejores puertos
de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella
quedará el poderoso conde Roldán y Oliveros, en
quien tanto confía éste, al mando de veinte mil
franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la
primera batalla. Las huestes de Francia hallarán gran
quebranto, aunque también habrán de sufrir los
vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya
sea en la una o en la otra, no habrá de salvarse
Roldán. Habréis llevado a cabo, entonces, una gran
proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener
guerra.

XLV

-Aquel que logre la muerte de
Roldán, habrá privado a Carlos del brazo derecho de
su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos
ejércitos. No reunirá ya Carlos tan numerosas
mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra de
los Padres!

Al oír Marsil estas palabras, besa a
Ganelón en el cuello; luego ordena que le traigan sus
tesoros.

XLVI

-Los consejos se van en humo -dice Marsil-.
Juradme que traicionaréis a Roldán.

-¡Sea, según vuestro deseo!
-responde Ganelón. Sobre las reliquias de su espada
Murglés, jura la traición; y su acción
es vil.

XLVII

Había ahí un asiento, todo de
marfil. El rey hace traer un libro: en
él está escrita la ley de Mahoma y de
Tervagán. Y el sarraceno de España jura que si
encuentra a Roldán en la retaguardia, habrá de
combatirlo con toda su gente, y que si de él depende, el
conde hallará la muerte en esa acción.

-¡Así se cumplan vuestros
deseos! -responde Ganelón.

XLVIII

Se acerca entonces un infiel,
Valdabrún, presentándose ante el rey Marsil. Con
faz risueña, dícele a Ganelón:

-Tomad mi espada, nadie posee otra mejor;
su pomo tan sólo vale más de mil escudos. Os la doy
en prenda de amistad, buen
caballero, y vos nos ayudaréis a encontrar en la
retaguardia al animoso Roldán.

-Así será -responde el conde
Ganelón. Luego se besan en la cara y en la
barba.

XLIX

-Luego se acerca otro infiel, Climonn. Con
faz risueña, le dice a Ganelón:

-Tomad mi yelmo, jamás vi otro
más rico, y ayudadnos contra el marqués
Roldán, de tal guisa que podamos afrentarlo.

-Así será -responde
Ganelón. Y se besan en la boca y la mejilla.

L

Viene entonces la reina Abraima, y le dice
al conde:

-Mucho os aprecio, caballero, pues mi
señor y sus hombres os tienen gran afecto. Quiero enviarle
a vuestra esposa dos collares: son de oro puro, incrustados de
amatistas y jacintos; valen más que todas las riquezas de
Roma, nunca los
poseyó tan bellos vuestro emperador.

El conde los toma y los guarda en su
faldriquera.

LI

El rey llama a Malduit, su tesorero, y le
pregunta:

-¿Están preparados ya los
presentes para Carlos?

-Sí, señor -responde-, de
inmejorable manera: setecientos camellos cargados de oro y plata
y veinte rehenes, de los más nobles que existen bajo el
firmamento.

LII

Marsil posa su mano en el hombro de
Ganelón, diciéndole:

-Muy valiente sois, y muy juicioso. Por esa
ley, que tenéis por sacrosanta, ¡guardaos de apartar
vuestro corazón de nuestra causa! Deseo ofreceros riquezas
a profusión, diez mulos cargados con el oro más
fino de Arabia; todos los años habrá de renovarse
este regalo. Tomad: he aquí las llaves de esta gran
ciudad; presentad al rey Carlos sus innumerables tesoros; luego,
haced que Roldán quede a retaguardia. Si logro hallarlo en
algún puerto o desfiladero, lo combatiré hasta la
muerte.

Responde Ganelón:

-Me parece que he demorado
demasiado.

Y montando en su caballo, emprende el
camino.

LIII

El emperador se acerca nuevamente a sus
dominios. Ha llegado a la villa de Gulina, que el conde
Roldán había tomado y destruido; a partir de ese
día, permaneció desierta por espacio de cien
años. El rey espera noticias de Ganelón y el
tributo de la vasta tierra de España.

Al alba, cuando
comienza a despuntar la aurora, el conde Ganelón llega al
campamento.

LIV

El emperador ha abandonado temprano su
lecho. Ha escuchado misa y maitines, y se mantiene erguido sobre
la hierba verde, delante de su tienda. A su lado está
Roldán, y el esforzado Oliveros, el duque Maimón y
muchos otros. He aquí que llega Ganelón, el conde
villano y perjuro, y comienza a hablar con gran
astucia:

-¡Dios os salve! -le dice al rey-. He
aquí las llaves de Zaragoza, y un espléndido
tesoro, y veinte rehenes: ponedlos a buen recaudo. El valeroso
rey Marsil me ha mandado deciros que si no os entrega al califa,
no debéis por ello censurarlo, pues con mis propios ojos
he visto cuatrocientos mil hombres en armas, cubiertos
con sus cotas y llevando muchos de ellos el yelmo atado y
ceñidas las espadas con pomo de oro nielado, que
acompañaban al califa allende el
mar. Huían de Marsil a causa de la ley cristiana que no
deseaban recibir ni guardar. No se habían alejado cuatro
leguas de la costa, cuando los sorprendieron el viento y la
tormenta: todos perecieron ahogados, no volveréis a ver
ninguno de ellos. De hallarse vivo el califa, yo os lo hubiera
traído. En cuanto al rey sarraceno, tened por cierto,
señor, que no veréis tocar a su fin este primer mes
sin que él os haya dado alcance en el reino de Francia:
recibirá la ley que vos observáis; juntas las
manos, se convertirá en vuestro vasallo; por vuestra
voluntad aceptará el reino de España.

-¡Alabado sea Dios! -exclama el rey-.
Ya que tan bien me habéis servido, obtendréis gran
recompensa.

A través del ejército,
resuenan mil clarines. Los francos alzan el campamento, cargan
los mulos y se encaminan hacia Francia, la dulce.

LV

Carlomagno ha devastado España;
tomó sus castillos y violó sus ciudades. Él
mismo dice que toca a su fin la guerra. Hacia Francia, la dulce,
cabalga el emperador. El conde Roldán ata el
gonfalón a su lanza; desde una altura, la eleva hacia el
firmamento: a esta señal, los francos establecen sus
campamentos por toda la región. Mientras tanto, a
través de los anchos valles, cabalgan los infieles,
cubiertos con sus cotas, atado el yelmo, con el escudo al cuello
y la espada ceñida, y con las lanzas enristradas. Al
llegar a la cima de unos montes, hacen alto en una espesura. Son
cuatrocientos mil, esperando el alba. ¡Dios!
¡Qué dolor que no lo sepan los franceses!

LVI

Huye el día, la noche se ha hecho
oscura. Carlos, el poderoso emperador, reposa. Ha tenido un
sueño: hallábase en los más grandes puertos
de Cize; sostenían sus manos su lanza de fresno. El conde
Ganelón se la arrebataba y tan violentamente la
blandía que hasta el cielo volaban las
astillas.

Carlos duerme; no se ha
despertado.

LVII

Después de esta visión, lo
asedia otra. Sueña que está en Francia, en
Aquisgrán, su capilla. Una bestia cruel le muerde el brazo
derecho. Del lado de las Ardenas, ve llegar un leopardo, que con
gran osadía se arroja sobre su cuerpo. Del fondo de la
sala surge un lebrel que corre hacia Carlos, galopando y
brincando; de una dentellada, parte al primer animal la oreja
derecha y entabla feroz combate con el leopardo. Y los franceses
dicen: "¡Qué terrible batalla!" ¿Quién
de los dos vencerá? Nadie lo sabe.

Carlos duerme, no se ha
despertado.

LVIII

Pasa la noche íntegra, el alba
despunta clara. El emperador cabalga gallardamente entre las
filas del ejercito.

-Señores barones -dice el emperador
Carlos-, he aquí los puertos y los estrechos desfiladeros:
elegidme el hombre que deba quedar a retaguardia.

-Ha de ser Roldán, mi hijastro
-responde Ganelón-, no hay barón que le iguale en
fiereza.

Óyelo el rey y lo mira duramente.
Luego le dice:

-Sois un demonio. Un odio mortal posee
vuestro cuerpo. ¿Quién, entonces, habrá de
mandar mi vanguardia?

-Ogier de Dinamarca -responde
Ganelón-; no tenéis barón que mejor que
él pueda hacerlo.

LIX

El conde Roldán ha oído
pronunciar su nombre. Habla entonces como cumplido
caballero:

-Señor padrastro; buenos motivos
tengo para estimaros: me habéis elegido para mandar la
retaguardia. Carlos, el rey que es dueño de Francia, no
habrá de perder palafrén ni corcel, mulo ni mula
para cabalgar, ni tampoco caballo de silla ni de carga que no
haya sido defendido con la espada.

-Bien sé que decís verdad
-responde Ganelón.

LX

Cuando Roldán oye que habrá
de mandar la retaguardia, se encara, airado, con su
padrastro:

-¡Ah, truhán! ¡Mal
hombre, de vil estirpe! ¿Habías creído que
yo dejaría caer a tierra el guante, como hiciste tú
con el bastón, ante Carlos?

LXI

-Noble emperador -dice el barón
Roldán-, dadme el arco que lleváis en el
puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado
caer, como hizo Ganelón con el bastón que
recibió en su mano diestra.

El emperador mantiene la cabeza gacha.
Alisa su barba y retuerce su mostacho. Y no puede contener el
llanto.

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LXII

Acércase entonces Naimón: no
hay mejor vasallo en toda la corte.

-Ya lo habéis oído -le dice
al rey-, la cólera invade al conde Roldán. Ya ha
sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de
vuestros barones puede cambiar la elección.
¡Entregadle el arco que habéis tendido y hallad
quien pueda valerle!

El rey le da el arco y Roldán lo
recibe.

LXIII

Dice el emperador a su sobrino
Roldán:

-Buen caballero, sobrino mío, os
ofrezco la mitad de mis mesnadas. Bien lo sabéis.
Conservadlas con vos, serán vuestra
salvación.

-Nada de eso haré -responde el
conde-. ¡Dios me confunda, si desmiento mi estirpe!
Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad vos
los puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a
nadie, estando vivo yo.

 

LXIV

El conde Roldán ha montado su
corcel. Hacia él se dirige su compañero, Oliveros.
Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y
Berenguer, e igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y
también se le acercan Gerardo de Rosellón, el
viejo, y el opulento duque Gaiferos.

-¡Por mi testa -exclama el arzobispo-
que he de acompañaros!

-¡Y yo iré con vos! -dice el
conde Gualterio-; soy leal a Roldán, y no he de
faltarle.

Y todos ellos eligen los veinte mil
caballeros que habrán de acompañarlos.

LXV

El conde Roldán llama a Gualterio de
Ulmo y le dice:

-Tomad mil franceses, de Francia, nuestra
tierra, y ocupad las cumbres y los desfiladeros, para que el
emperador no pierda a uno solo de los hombres que lo
acompañan.

-Así he de hacerlo, por vos
-responde Gualterio.

Con mil franceses de Francia, que es su
patria, Gualterio sale de las filas y alcanza los desfiladeros y
las alturas. Ninguno descenderá, para conocer las
más penosas nuevas, antes de que se hayan desenvainado
innumerables espadas. Ese mismo día, entablaron una dura
batalla con el rey Almaris, del país de
Balferna.

LXVI

Altos son los montes y tenebrosas las
quebradas, sombrías las rocas, siniestras
las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con
grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el
ruido de la
marcha de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y
avistan Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria
de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles
esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de
enternecimiento. Más aún que los otros, se siente
pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de
España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede
contener el llanto.

LXVII

Han quedado en España los doce
pares; y con ellos veinte mil franceses que no conocen el miedo
ni temen a la muerte. El emperador retorna a Francia; esconde su
angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque Naimón,
quien le dice:

-¿Qué puede causaros tan
grande cuita?

Responde Carlos:

-Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan
grande es mi dolor que no puedo ocultarlo. Ganelón
habrá de destruir a Francia. Esta noche un ángel me
otorgó esta visión: Ganelón rompía mi
lanza entre mis manos, y he aquí que ha elegido a mi
sobrino para mandar la retaguardia. Lo he dejado en tierra
extraña. ¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré
quien pueda reemplazarlo.

LXVIII

Llora Carlomagno, no puede
contenerse.

Cien mil franceses se entristecen por
él y temen por Roldán, invadidos por extraña
angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha
recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata,
ciclatones y paños de seda, mulos y corceles, y camellos y
leones. Marsil ha mandado por toda España a barones,
condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de
caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil
guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre
más alta se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran
y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a
través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los
montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de Francia.
La retaguardia de los doce compañeros no dejará de
aceptar la batalla.

LXIX

El sobrino de Marsil, tocando con un palo
el mulo que monta, se adelanta y le dice a su tío con
semblante risueño:

-Buen rey y señor mío,
¡os he servido por espacio de largos años! ¡Y
por todo salario,
recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas
batallas y tantas gané! Dadme un feudo: la honra de llevar
contra Roldán el primer ataque. Perecerá por mi
afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de libertar todas
las comarcas de España, desde los puertos hasta
Durestante. Desfallecerá Carlos, los franceses se
rendirán y en vuestra vida no volveréis a tener
guerra.

El rey Marsil le entrega, pues, el
guante.

LXX

El sobrino de Marsil alza el guante en el
puño y se dirige a su tío con altivas
palabras:

-Buen rey y señor mío: me
habéis hecho gran don. Elegidme ahora doce de vuestros
barones, que con ellos habré de combatir a los doce
pares.

Falsarón, hermano del rey Marsil, es
el primero en responder:

-Sobrino, buen caballero, iremos, pues, vos
y yo y por cierto que daremos batalla a la retaguardia del gran
ejército de Carlos. ¡Está escrito:
perecerán por nuestras manos!

LXXI

Por otro lado llega el rey
Corsablín. Es oriundo de Berbería y conocedor de
las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni
por todo el oro de Dios consentiría en cometer una
villanía.

Se acerca también al galope
Malprimís de Brigantia: son tan ligeros sus pies que
aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora,
grita ante Marsil:

-Estaré presente en Roncesvalles. Si
allí encuentro a Roldán, bien sabré
derrotarlo.

LXXII

Un noble de Balaguer se halla entre ellos.
Su cuerpo se muestra lleno de gallardía y su rostro es
abierto y esforzado. Una vez montado en su corcel y cubierto con
su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le ha granjeado
gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano
fuera!

Ante Marsil, exclama:

-He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida.
Si encuentro a Roldán, bien muerto está, y muerto
también Oliveros y los doce pares, y muertos todos los
franceses, para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya
un anciano y chochea; desfallecerá y abandonará la
guerra. España quedará en nuestro poder,
libertada.

El rey Marsil le da rendidas
gracias.

LXXIII

Otro jefe se encuentra allí, oriundo
de Moriana: no hay otro más felón en toda
España. Ante Marsil, hace también su vanidoso
discurso:

-A Roncesvalles habré de conducir a
mis mesnadas: son veinte mil hombres armados de escudos y lanzas.
Si encuentro a Roldán en mi camino, dadlo por muerto: lo
juro por mi fe. Y todos los días habrá de
lamentarlo Carlos.

LXXIV

Por otro lado, se acerca Turgis de Tortosa:
tiene título de conde, y la ciudad le pertenece. Anhela
que mala muerte alcance a los franceses. Junto a los
demás, se presenta ante el rey Marsil y le
dice:

-¡Nada temáis! Más vale
Mahoma que San Pedro de Roma: si vos lo servís, vuestro ha
de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Roldán
en Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la
muerte. Ved cuan buena y larga es mi espada: quiero esgrimirla
contra Durandarte. ¿Cuál de las dos habrá de
vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán
los franceses, si contra nosotros emprenden la lucha. Dolor y
afrenta alcanzarán a Carlos el Viejo. Nunca más
llevará corona en esta tierra.

LXXV

Llega de otro lugar Escremis de Valtierra.
Es sarraceno y Valtierra es su feudo. Entre la multitud, su voz
clama ante Marsil:

-Para afrentar el orgullo, iré yo a
Roncesvalles. Si hallo a Roldán, habrá de perder
allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros,
el que manda entre los demás. La muerte ha marcado ya a
los doce pares. Perecerán todos los franceses y Francia
quedará vacía. No quedarán ya buenos
vasallos para servir a Carlos.

LXXVI

Y he aquí que se aproximan por otro
costado dos sarracenos: Estorgán y su compañero
Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A ellos se
dirige Marsil:

-¡Señores, avanzad!
Iréis a Roncesvalles, cruzando los desfiladeros, y
ayudaréis a conducir mis mesnadas.

-Obedeceremos vuestro mandato -responden-.
Atacaremos a Roldán y a Oliveros; no tendrán los
doce pares quien les valga ante la muerte. Son buenas y tajantes
nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la
cálida sangre.
Perecerán los franceses y Carlos derramará su
llanto; os devolveremos la Tierra de los Padres. Creedlo,
señor; en verdad habréis de verlo: os entregaremos
al propio emperador.

LXXVII

Corriendo se acerca Margaris de Sevilla. A
él pertenece la tierra hasta Cazmarina. Su donosura le
granjea el favor de todas las damas; ni una sola deja de
solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay
entre los infieles mejor caballero. Se acerca por entre el
gentío e interpela al rey, cubriendo su voz todas las
demás:

-¡Nada temáis! A Roncesvalles
iré para matar a Roldán; no logrará salvar
la vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce
pares para recibir el martirio. He aquí la espada que me
envió el emir de Primes; es de oro su pomo. Os lo juro,
habré de templarla en sangre carmesí.
Perecerán los franceses y Francia será ultrajada.
Carlos el Viejo, el de la barba florida, sufrirá por ello
cada día pesar y cólera. Antes de que transcurra un
año, contaremos a Francia entre nuestro botín y
podremos conciliar el sueño en el burgo de San
Dionisio.

El rey sarraceno se inclina ante él
profundamente.

LXXVIII

Por otro lado acude Chernublo de Monegros.
Su cabellera flotante arrastra por los suelos. Es para
él juego de
niños,
cuando está de humor para ello, llevar largamente la carga
de cuatro mulos enalbardados. Se dice que en su país el
sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae lluvia ni se
forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos dicen
que allí moran los diablos.

-He ceñido mi buena espada -dice
Chernublo-. He de teñirla de rojo en Roncesvalles. Si se
cruza en mi camino el valeroso Roldán sin que yo lo
ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi
espada conquistaré a Durandarte. Perecerán los
franceses, y Francia quedará desierta.

Al escuchar tales razones, reúnense
los doce pares. Llevan con ellos a cien mil sarracenos que arden
en deseos de combatir y aprietan el paso. Y todos juntos se
dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.

LXXIX

Ármanse los infieles con sus cotas
sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus
excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de
acero
vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y
gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y
palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas
filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen
todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil
clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los
franceses. Y dice el conde Oliveros:

-Señor compañero, puede ser
que nos topemos con los sarracenos.

-¡Ah! ¡Así lo permita
Dios! -responde Roldán-. Aquí habremos de resistir,
por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores
fatigas, soportar los grandes calores y los grandes fríos,
y perder la piel y aun el
pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para
que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la
causa de los infieles y con los cristianos está el
derecho. ¡Nunca contarán de mí acción
que no sea ejemplar!

LXXX

Oliveros ha subido a una colina. Mira
hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles
por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Roldán,
su compañero, y le dice:

-¡Tan crecido rumor oigo llegar por
el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos
yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave
aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía
Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos
eligió.

-¡Callad, Oliveros -responde
Roldán-; es mi padrastro y no quiero que digáis ni
una palabra más acerca de él!

LXXXI

Oliveros ha trepado hasta una altura. Sus
ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los
sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los
yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los
escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y
los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la
suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan
numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente
fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas,
desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo
lo que sabe.

LXXXII

-He visto a los infieles -dice Oliveros-.
Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa
multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante
nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con
blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el
hierro
enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se
ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista!
¡Resistid firmemente, para que no puedan
vencernos!

Los franceses exclaman:

-¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la
muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!

LXXXIII

Dice Oliveros:

-Muy crecido es el número de los
sarracenos y escaso me parece el de nuestros franceses.
Roldán, mi compañero, tocad vuestro olifante:
Carlos lo escuchará y volverá el
ejército.

-Locura fuera -responde Roldán-.
Perdería por ello mi renombre en Francia, la dulce. Muy
pronto habré de asestar recios golpes con Durandarte.
Sangrará su hoja hasta el oro del pomo. Los viles
sarracenos vinieron a los puertos para labrar su infortunio. Os
lo juro: a todos les espera la muerte.

LXXXIV

-¡Roldán, mi compañero,
tocad vuestro olifante! Carlos habrá de oírlo y
volverá con el ejército; podrá socorrernos
con todos sus barones.

-¡No permita Dios que por mi culpa
sean menoscabados mis parientes y que Francia, la dulce, arrostre
el desprecio! -replica Roldán-. ¡Más bien
habré de dar recios golpes con Durandarte, mi buena espada
que llevo ceñida al costado! Veréis su hoja
cubierta de sangre. Los felones sarracenos se han reunido para
desdicha suya. Os lo juro: todos ellos están
señalados para la muerte.

LXXXV

-¡Roldán, mi compañero,
tocad vuestro olifante! Carlos, que está cruzando los
puertos, habrá de oírlo. Os lo juro:
volverán los franceses.

-¡No plegue a Dios que jamás
hombre vivo pueda decir que por causa de los infieles
toqué mi olifante! -responde Roldán-. Nunca
escucharán mis deudos tal reproche. Cuando se entable la
feroz batalla, mil y setecientos golpes habré de asestar y
veréis ensangrentarse el acero de Durandarte. Los
franceses son denodados y pelearán valientemente; no
escaparán a la muerte los de España.

LXXXVI

-¿Por qué habrían de
menoscabarnos? -insiste Oliveros-. He contemplado a los
sarracenos de España: son tantos que cubren montes y
valles, colinas y llanuras. ¡Poderosos son los
ejércitos de esta turba extranjera y muy reducido el
nuestro!

Y responde Roldán:

-¡Ello me enardece más!
¡No plegué al Dios de los cielos ni a sus ángeles
que por mi culpa pierda Francia su valer! ¡Antes prefiero
la muerte a soportar el escarnio! ¡Cuanto más recios
sean nuestros golpes, más habrá de querernos el
emperador!

LXXXVII

Roldán es esforzado y Oliveros
juicioso. Ambos ostentan asombroso denuedo. Una vez armados y
montados en sus corceles, jamás esquivarían una
batalla por temor a la muerte. Los dos condes son valerosos y
nobles sus palabras.

Los felones sarracenos cabalgan
furiosamente.

-Ved, Roldán, cuán numerosos
son -dice Oliveros-. ¡Muy cerca están ya de
nosotros, pero Carlos se halla demasiado lejos! No os
habéis dignado tocar vuestro olifante. Si el rey estuviera
aquí, no nos amenazaría tal peligro. Mirad a
vuestras espaldas, hacia los puertos de España;
podrán ver vuestros ojos un ejército digno de
compasión: quien se encuentre hoy a retaguardia, nunca
más podrá volver a hacerlo.

-¡No pronunciéis tan locas
palabras! ¡Malhaya el corazón que se ablande en el
pecho! En este lugar resistiremos firmemente. Por nuestra cuenta
correrán los lances y refriegas.

LXXXVIII

Cuando advierte Roldán que
está por entablarse la batalla, ostenta más coraje
que un león o leopardo. Interpela a los franceses y a
Oliveros:

-Señor compañero, amigo:
¡contened semejante lenguaje! El
emperador que nos dejó sus franceses ha elegido a estos
veinte mil: sabía que no hay ningún cobarde entre
ellos. Es menester soportar grandes fatigas por su señor,
sufrir fuertes calores y crudos fríos, y también
perder la sangre y las carnes. Herid con vuestra lanza, que yo
habré de hacerlo con Durandarte, la buena espada que me
dio el rey. Si vengo a morir, podrá decir el que la
conquiste: "Ésta fue la espada de un noble
vasallo."

LXXXIX

Por otro lado, he aquí que se acerca
el arzobispo Turpín. Espolea a su caballo y sube por la
pendiente de una colina. Interpela a los franceses y les echa un
sermón:

-Señores barones, Carlos nos ha
dejado aquí: Por nuestro rey debemos morir. ¡Prestad
vuestro brazo a la cristiandad! Vais a entablar la lucha;
podéis tener esa seguridad pues
con vuestros propios ojos habéis visto a los infieles.
Confesad vuestras culpas y rogad que Dios os perdone; os
daré mi absolución para salvar vuestras almas. Si
vinierais a morir, seréis santos mártires y los
sitiales más altos del paraíso serán para
vosotros.

Bajan del caballo los franceses y se
prosternan en la tierra. El arzobispo les da su bendición
en nombre de Dios y como penitencia les ordena que hieran bien al
enemigo.

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XC

Se yerguen los franceses y se ponen de pie.
Están bien absueltos, libres de todas sus culpas y el
arzobispo los ha bendecido en nombre de Dios. Luego montan
nuevamente en sus ligeros corceles. Están armados como
conviene a caballeros y todos ellos se muestran bien aprestados
para el combate.

El conde Roldán llama a
Oliveros:

-Señor compañero, bien
hablasteis al decir que Ganelón nos había
traicionado. Recibió como salario oro, riquezas y dineros.
¡Séale dado vengarnos al emperador! El rey Marsil
nos compró como quien compra en un mercado,
¡pero esa mercancía, sólo habrá de
obtenerla por el acero!

XCI

Pasa Roldán por los puertos de
España cabalgando a Briador, su rápido corcel. Se
halla cubierto de su coraza que realza su figura y blande
denodadamente su lanza. Hacia los cielos endereza la punta; un
gonfalón todo blanco está atado al hierro y las
franjas le azotan las manos. Noble es su apostura, risueño
y claro su rostro. Le sigue su compañero, y los caballeros
de Francia lo proclaman su baluarte. Su mirada se dirige
amenazadoramente hacia los sarracenos y luego humilde y mansa
hacia los franceses, a los que dice con gran cortesía
estas palabras:

-Señores barones, ¡despacio,
cabalgad al paso! Estos infieles van en busca de su martirio.
Antes de que caiga la noche habremos ganado un botín tan
bello como suntuoso: nunca rey de Francia conquistó otro
igual.

Y al tiempo que así hablaba,
topáronse los dos ejércitos.

XCII

Dice Oliveros:

-No me impulsa el ánimo a discursos. No
os dignasteis tocar vuestro olifante, y Carlos no está
aquí para sosteneros. Ni una palabra sabe de esto, el
esforzado rey, y no es suya la culpa, como tampoco merecen
reproche alguno todos estos valientes. ¡Así pues,
cabalgad con todo vuestro denuedo contra esas huestes!
Señores barones, ¡manteneos firmemente en la
contienda! En nombre de Dios os exhorto a bien herir.
¡Golpe dado por golpe recibido! Y no olvidemos la divisa de
Carlos.

Al oír tales palabras, los francos
claman el grito de guerra:

-¡Montjoie!

Quien así los hubiera escuchado
gritar, tendría memoria de un magnífico denuedo.
Luego cabalgan, ¡Dios, cuán fieramente!; para llegar
antes, clavan las espuelas y comienzan a herir pues,
¿qué otra cosa les queda por hacer? Los sarracenos
los reciben sin miedo. Y he aquí que se trenzan en combate
moros y franceses.

XCIII

El sobrino de Marsil, llamado Aelrot,
cabalga el primero ante el ejército y va diciendo a
nuestros franceses palabras afrentosas:

-Francos felones, hoy habréis de
combatir contra los nuestros. Aquel que os tenía bajo su
custodia os traicionó. ¡Insensato el rey que os
dejó en los desfiladeros! ¡Perderá su
prestigio en este día Francia, la dulce, y Carlomagno el
brazo diestro de su cuerpo!

Cuando esto escucha Roldán,
¡Dios, lo invade gran cuita! Clava espuelas a su corcel,
deja rienda suelta a sus bríos y corre a herir a Aelrot
con todas sus fuerzas. Le rompe el escudo y le desgarra la cota,
le abre el pecho, destrozándole los huesos y le
quebranta el espinazo. Le arranca el alma con su
lanza y la tira afuera. Hunde violentamente el hierro,
estremeciendo al cuerpo; con el asta lo derriba muerto del
caballo y al caer se le parte la nuca en dos mitades. No por ello
deja Roldán de hablarle de esta guisa:

-No, hijo de siervo, no está loco
Carlos, y jamás amó la traición. Dejarnos en
los desfiladeros fue en él valentía. No
habrá de perder en este día su prestigio Francia,
la dulce. ¡Herid, franceses, fue nuestro el primer golpe!
¡Con nosotros está el derecho y el error
acompaña a estos felones!

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XCIV

Un duque, llamado Falsarón, se
encuentra allí. Es hermano del rey Marsil y posee las
tierras de Datan y de Abirón. No existe peor truhán
bajo los cielos. Es tan amplia su frente que puede medirse medio
pie entre sus dos ojos. Cuando ve muerto a su sobrino, lo invade
gran duelo. Sale de entre la multitud, retando al primero que
encuentra, clama el grito de guerra de los infieles y lanza a los
franceses palabras injuriosas:

-¡En este día, Francia, la
dulce, perderá su honor!

Oliveros lo oye y lo invade gran
irritación. Clava las doradas espuelas en su montura y
corre a herirlo como barón de buena ley. Le rompe el
escudo, le desgarra la cota; le hunde en el cuerpo las franjas de
su gonfalón y con el asta de la lanza lo arranca de los
arzones y lo derriba muerto. Mira en el suelo al traidor
que yace y le dice entonces fieramente:

-No me cuido de tus bravatas, hijo de
siervo. ¡Atacad, franceses, que hoy habremos de
vencer!

Y grita la divisa de Carlos:

-¡Montjoie!

XCV

Un rey, llamado Corsablín, se
encuentra allí. Es oriundo de Berbería, una lejana
comarca.

-Bien podemos entablar esta batalla -les
grita a los demás sarracenos-: son muy pocos los franceses
y tenemos derecho a menoscabarlos. No será Carlos quien
salve a uno solo. Ha llegado para ellos el día de su
muerte.

El arzobispo Turpín lo ha
oído muy bien. No existe bajo el firmamento otro hombre a
quien más odie. Clava sus espuelas de oro fino y lo
acomete con violencia. Ya
le ha roto el escudo, destrozándole la cota, le ha hundido
en el cuerpo su larga lanza. Con fuerza la empuja,
sacudiéndola en las carnes del infiel hasta hacerlo
vacilar; luego, con el asta, lo derriba muerto en el camino.
Mirando hacia atrás, ve al felón caído y no
deja de decirle unas palabras:

-Infiel, hijo de siervo, ¡cuán
falsamente habéis hablado! Siempre podrá
auxiliarnos mi señor Carlos; no está el huir en el
ánimo de nuestros franceses, y todos vuestros
compañeros habrán de quedar inmóviles por
nuestra mano. Oíd esta nueva: preciso es que
halléis aquí la muerte. ¡Acometed, franceses!
¡No flaquee ninguno! ¡Es nuestro este primer golpe, a
Dios gracias!

Y grita Turpín para quedar
dueño del campo:

-¡Montjoie!

XCVI

Y Garín acomete a Malprimís
de Brigantia. El buen escudo del infiel de nada le vale.
Garín le rompe la bloca de cristal y la mitad cae a
tierra. Le desgarra la cota hasta la carne y le hunde su buena
pica en el cuerpo. El sarraceno se desploma como una masa.
Satanás se lleva su alma.

XCVII

Su compañero Gerer ataca al emir. Le
destroza la coraza, le desmalla la cota y en las entrañas
le hunde su buena pica; apoya con fuerza, hasta que el hierro le
atraviesa el cuerpo y con el asta lo derriba muerto en el
campo.

-¡Qué magnífica
batalla! -dice Oliveros.

XCVIII

El duque Sansón acomete al jefe
moro. Le rompe el escudo que ostenta adornos de oro y florones.
De nada le sirve su buena coraza. Le atraviesa el corazón,
el hígado y el pulmón y lo derriba muerto,
¡haya de llorarlo quien quiera!

-¡Este golpe es de un valiente!
-exclama el arzobispo.

XCIX

Y Anseís deja rienda suelta a su
corcel y corre a atacar a Turgis de Tortosa. Le quiebra el escudo
bajo la dorada bloca, desgarra de arriba abajo su doble cota y le
hunde en el cuerpo el hierro de su buena pica. Empuja con fuerza
y sale la punta por la espalda del adversario; con el asta lo
derriba muerto sobre el campo.

-¡Ese golpe es de un valiente! -dice
Roldán.

C

Y Angkleros, el Gascón, de Burdeos,
espolea a su caballo, suelta las riendas y acomete a Escremis de
Valtierra. Le quiebra el escudo que lleva al cuello, descoyunta
sus partes, le rompe el ventalle de la armadura y lo hiere en el
pecho, bajo la garganta; con el asta, lo derriba muerto de su
silla. Luego le dice:

-¡Heos perdido!

CI

Y Otón golpea a un infiel,
Estorgán, en el borde superior de su escudo, de tal suerte
que le desgarra los cuarteles de blanco y bermellón; le
rompe las partes de su coraza, le hunde en el cuerpo su afilada
pica y lo derriba muerto sobre su rápido corcel. Luego le
dice:

-¡Buscad quien os valga!

CII

Y Berenguer hiere a Estramariz. Le rompe el
escudo, le desgarra la loriga, a través del cuerpo le
hunde su poderosa pica; entre mil sarracenos lo derriba muerto.
De los doce pares, diez. hallaron la muerte; ya sólo
quedan vivos dos: Chernublo y el conde Margaris.

CIII

Margaris es un cumplido caballero, de gran
donosura y firmeza, ágil y ligero. Espoleando a su caballo
corre a herir a Oliveros. Le rompe su escudo bajo la bloca de oro
puro. A lo largo de sus costados endereza su pica, mas Dios
guarda a Oliveros: su cuerpo no ha sido tocado. El asta se
quiebra, mas él no fue derribado. Margaris pasa a su lado
sin que nadie le estorbe; hace sonar su trompa para reunir a los
suyos.

CIV

El combate es magnífico, la lucha se
torna general. El conde Roldán no preserva su persona.
Hiere con su pica mientras le dura el asta; después de
quince golpes la ha roto, destrozándola completamente.
Entonces desnuda a Durandarte, su buena espada. Espolea a su
caballo y acomete a Chernublo. Le parte el yelmo en el que
centellean los carbunclos, le desgarra la cofia junto con el
cuero
cabelludo, le hiende el rostro entre los dos ojos y la cota
blanca de menudas mallas, y el tronco hasta la horcajadura. A
través de la silla, con incrustaciones de oro, la espada
se hunde en el caballo. Le parte el espinazo sin buscar la
juntura y lo derriba muerto con su jinete sobre la abundante
hierba del prado. Luego le dice:

-¡Hijo de siervo! ¡En mala hora
os pusisteis en camino! No será Mahoma quien os preste su
ayuda. ¡Un truhán como vos no habría de ganar
una batalla!

CV

El conde Roldán cabalga por todo el
campo. Enarbola a Durandarte, afilada y tajante. Gran matanza
provoca entre los sarracenos. ¡Si lo hubierais visto
arrojar muerto sobre muerto y derramar en charcos la clara
sangre! Cubiertos de ella están sus dos brazos y su cota,
y su buen corcel tiene rojos el pescuezo y el lomo. No le va en
zaga Oliveros, ni los doce pares, ni los francos que hieren con
redoblado ardor.

Mueren los infieles, algunos desfallecen. Y
el arzobispo exclama:

-¡Benditos sean nuestros barones!
¡Montjoie! Es el grito de guerra de Carlomagno.

CVI

Oliveros cabalga a través del caos
reinante en el campo. El asta de su lanza se ha quebrado y
sólo le queda un pedazo. Va a herir a un infiel,
Malón. Le rompe el escudo, guarnecido de oro y de
florones, fuera de la cabeza le hace saltar los dos ojos y se le
derraman los sesos hasta los pies. Y entre los innumerables
cadáveres lo derriba muerto. Después mata a Turgis
y Esturgoz. Pero el asta se le ha roto y la madera se
astilla hasta sus puños.

-Compañero, ¿qué
hacéis? -le dice Roldán-. En una batalla como
ésta, de poco me serviría un palo. Sólo
valen aquí el hierro y el acero. ¿Dónde
está, pues, vuestra espada, cuyo nombre es Altaclara?
Tiene guarnición de oro y su pomo es de
cristal.

-No he podido aún desenvainarla
-respóndele Oliveros-, ¡tan ocupado me
hallaba!

CVII

Mi señor Oliveros desnuda su buena
espada, a instancias de su compañero Roldán y como
noble caballero, le muestra el uso que de ella hace. Hiere a un
infiel, Justino de Valherrado. En dos mitades le divide la
cabeza, hendiendo el cuerpo y la acerada cota, la rica montura de
oro en la que se engastan las piedras preciosas y aun el cuerpo
del caballo, al que parte el espinazo. Jinete y corcel caen sin
vida en el prado ante él. Y exclama
Roldán:

-¡Ahora os reconozco, hermano!
¡Por golpes como ése nos quiere el
emperador!

Por todas partes estalla el mismo
grito:

CVIII

El conde Garín monta el caballo
Sorel, y el de su compañero Gerer tiene por nombre
Paso-de-Ciervo. Ambos sueltan las riendas, espolean a sus
corceles y van a herir a un infiel, Timocel, el uno sobre el
escudo y el otro sobre la coraza. Las dos picas se rompen en el
cuerpo. Lo derriban muerto en un campo. ¿Cuál de
los dos llegó antes? Nunca lo oí decir, y no lo
sé.

El arzobispo Turpín ha matado a
Siglorel, el hechicero que había estado ya en los
infiernos: merced a un sortilegio de Júpiter logro tal
empresa.

-¡He aquí a uno que
merecía morir por nuestra mano! -dice
Turpín.

Y responde Roldán:

-¡Vencido está, el hijo de
siervo! ¡Oliveros, hermano mío, tales lances me son
gratos!

CIX

La batalla se ha tornado encarnizada.
Francos y sarracenos cambian golpes que es maravilla verlos. El
uno ataca y el otro se defiende. ¡Tantas astas se han roto,
ensangrentadas! ¡Tantos gonfalones yacen desgarrados y
tantas enseñas! ¡Son tantos los buenos franceses que
han perdido sus jóvenes vidas! Jamás
volverán a ver a sus madres ni a sus esposas, ni a las
huestes de Francia que los aguardan en los desfiladeros.
Llorará por ello, y gemirá Carlomagno; mas
¿de qué le valdrán sus lamentaciones? Nadie
podrá socorrerlos. Mala faena le hizo Ganelón, el
día en que se fue a Zaragoza para vender a sus fieles. Por
haber llevado a cabo tal acción, perdió los
miembros de su cuerpo y aun la vida en Aquisgrán, donde
fue juzgado y condenado a la horca, pereciendo con él
treinta de sus parientes que no se esperaban esta
muerte.

CX

La batalla es prodigiosa y dura.
Roldán hiere sin descanso, y con él Oliveros. El
arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los
doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y
miles mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no
hallará luego escapatoria: quiéralo o no,
dejará allí su vida. Los francos van perdiendo su
mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y
parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros. En
Francia se levanta una extraña tormenta, una tempestad
cargada de truenos y de viento, de lluvia y granizo,
desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en rápida
sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del
Peligro hasta los Santos, desde Besanzón hasta el puerto
de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes
resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno
mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo.
A todo el que lo ve, invade el espanto. Algunos dicen:

-¡Esto es la consumación de
los tiempos, ha llegado el fin del
mundo!

Pero ellos nada saben, no son ciertas sus
palabras: es un inmenso duelo por la muerte de
Roldán.

CXI

Los franceses han combatido con entereza,
firmemente. Han perecido multitudes de infieles, por millares.
Apenas lograron salvarse dos sobre los cien mil que se
habían juntado. Y dice el arzobispo:

-¡Valerosos son nuestros guerreros!
Nadie los tuvo mejores bajo el firmamento. Está escrito en
los Anales de Francia que nuestro emperador tiene buenos
vasallos.

Recorren el campo, en busca de los suyos;
lloran su duelo y su compasión por sus parientes, de todo
corazón, con todo afecto. Contra ellos se adelanta, entre
tanto, el numeroso ejército del rey Marsil.

CXII

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Viene Marsil a lo largo de un valle, con el
poderoso ejército que ha juntado. Puede contar con veinte
cuerpos de tropa que ha formado en batalla. Centellean los yelmos
de oro, incrustados de pedrería, y también los
escudos, y las lorigas recamadas. Siete mil clarines pregonan la
carga, resuena el clamor por toda la región. Dice
Roldán:

-Oliveros, mi compañero y hermano,
Ganelón, el villano, ha jurado nuestra muerte. No ha de
quedar oculta su traición; tomará el emperador
ejemplar venganza. Vamos a entablar una batalla áspera y
violenta; jamás habrá visto hombre alguno encuentro
semejante. Blandiré a Durandarte, mi espada, y vos,
compañero, heriréis con Altaclara. ¡Por
cuántas tierras las hemos llevado! ¡Cuántas
batallas nos fueron por ellas favorables! ¡No habrán
de cantarlas en afrentosa canción!

CXIII

Contempla Marsil el martirio de los suyos.
Hace sonar sus cuernos y sus trompas, luego cabalga con la flor
de su poderoso ejército. Entre los primeros galopa un
sarraceno. Abismo: no hay otro más felón en la
turba. Está lleno de vicios y de crímenes, y no
cree en Dios, el hijo de Santa María. Es tan negro como la
pez derretida, y más que todo el oro de Galicia lo tientan
la traición y la matanza. Nunca lo vio alguno jugar ni
reír. Pero es valeroso y temerario y por ello es grato al
felón rey Marsil. Enarbola un dragón, en torno al cual se
reúnen las huestes sarracenas. Mal había de
quererlo el arzobispo, y desde el instante en que lo ve,
sólo tiene el deseo de matarlo.

-Gran herejía ostenta ese pagano
-dícese por lo bajo-. Mucho mejor será que corra a
matarlo: jamás gusté de cobardía ni
cobarde.

CXIV

El arzobispo comienza la batalla. Monta el
caballo que tomó a Gresalle, un rey al que había
matado en Dinamarca. El corcel es de los buenos, muy
rápido; tiene ligeros los cascos, las piernas delgadas, el
muslo corto y ancha la grupa; sus flancos son largos y alto su
espinazo. Su cola es blanca, amarillas sus crines, las orejas son
pequeñas y tiene la cabeza leonada. Ningún otro
corcel puede igualarlo a la carrera. ¡Con qué
denuedo lo espolea el arzobispo! Acomete a Abismo, nadie
podrá impedírselo. Corre a golpearle sobre su
escudo mágico, en el que se engastan piedras preciosas,
amatistas y topacios, y centellean los carbunclos: un demonio lo
había donado al emir Califa, en el Val Metas, y
éste lo ha obsequiado a Abismo. Hiere Turpín, sin
miramientos; después de su acometida, no creo que el
escudo valga ya un mal dinero.
Atraviesa al sarraceno de parte a parte y lo derriba muerto sobre
la tierra desnuda. Y dicen los franceses:

-¡Admirable denuedo! ¡Nadie
habrá de escarnecer la cruz mientras la tenga en sus manos
el arzobispo!

CXV

Observan los franceses la numerosa hueste
de los infieles: por todo el campo van apareciendo más
soldados. Ocurre que llamen a Oliveros y a Roldán, y a los
doce pares, para que les presten su ayuda. Entonces les dice su
parecer el arzobispo:

-Señores barones: no penséis
mal. Por Dios os suplico que no os deis a la fuga, para que
ningún valiente pueda cantar de vosotros afrentosa
canción. Mejor nos vale morir combatiendo. Pronto,
según nos parece prometido, llegará nuestro fin, no
viviremos más allá de este día; pero una
cosa os puedo asegurar: abiertas de par en par están para
vosotros las puertas del santo Paraíso; allí os
sentaréis junto a los Inocentes.

Al oír tales palabras,
siéntense los francos tan confortados, que ni uno solo
deja de gritar:

-¡Montjoie!

CXVI

Hay allí un moro, de Zaragoza (la
mitad de la villa le pertenece); su nombre es Climorín, y
no es hombre de ley. Él es quien recibió el
juramento del conde Ganelón, y luego de besarlo en la boca
en señal de amistad, le hizo don de su yelmo y de su
carbunclo. Él afrentará a la Tierra de los Padres,
dice, y al emperador arrebatará su corona. Monta en su
corcel Barbamosca, que es más ligero que el gavilán
o la golondrina. Lo espolea con fuerza, le suelta las riendas y
acomete a Angeleros de Gascuña. Ni el escudo ni la coraza
le son de alguna garantía. El infiel le hunde en el cuerpo
la punta de su lanza; apoya con fuerza, el hierro lo traspasa de
parte a parte; con el asta lo derriba de espaldas en el campo,
gritando:

-¡Estos engendros están hechos
para ser destruidos! ¡Herid, sarracenos, para romper las
filas

Los franceses exclaman:

-¡Dios! ¡Qué valiente
perdemos!

CXVII

El conde Roldán llama a Oliveros y
le dice:

-Señor compañero, ha muerto
Angeleros; no teníamos caballero más
valiente.

Partes: 1, 2, 3, 4
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