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El cantar de Roldán: Poema épico: texto completo -Anónimo francés (c. 1100) (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

-¡Dios me conceda vengarlo! -responde
el conde.

Clava en su corcel las espuelas de oro puro.
Blande Altaclara, cuyo acero chorrea
sangre; con
todas sus fuerzas acomete al infiel. Sacude la hoja en la herida
y se desploma el sarraceno; los demonios se llevan su alma. Luego
mata al duque Alfayén, corta la cabeza a Escababi y
desarzona a siete moros; nunca más volverán
éstos a prestar su brazo en la batalla. Roldán
exclama:

-¡Gran enojo invade a mi
compañero! Bien vale su precio junto a
mí. Por tales lances más nos quiere
Carlos.

Y con sonora voz, añade:

-¡Al ataque, caballeros!

CXVIII

Por otro lado se acerca un infiel,
Valdabrón, quien fue armado caballero por el rey Marsil.
Es dueño en el mar de cuatrocientos bajeles, y no hay un
marinero que no invoque su nombre. Por traición
conquistó Jerusalén y violó el templo de
Salomón, matando delante de las fuentes al
patriarca. Él fue quien, luego de recibir el juramento del
conde Ganelón, le hizo entrega de su espada y de mil
monedas. Tiene por montura al caballo llamado Gramimundo,
más veloz que el halcón. Clava en él sus
agudas espuelas y embiste a Sansón, el opulento duque. Le
parte el escudo, le rompe la cota y le hunde en la carne las
franjas de su oriflama. Con el asta lo arranca de la silla y lo
derriba muerto, gritando:

-¡Matad, sarracenos, que será
fácil la victoria!

Y dicen los franceses:

-¡Dios! ¡Qué duelo por
este barón!

CXIX

Sabed que cuando el conde Roldán ve
muerto a Sansón, se siente invadido por hondo pesar.
Espolea su corcel y persigue al infiel con todos sus
bríos. Enarbola a Durandarte, más valiosa que el
oro puro. Ya lo embiste, el denodado, y golpea con todas sus
fuerzas el yelmo incrustado de piedras preciosas. Le parte la
cabeza, la loriga y el tronco, y la silla guarnecida y aun el
lomo del caballo hiende profundamente. Luego,
¡alábelo quien quiera, o hágale reproche!, a
los dos mata.

-¡Cruel es para nosotros este lance!
-dicen los infieles.

Y Roldán responde:

-No han de serme gratos los vuestros.
¡Con vosotros va el orgullo y la
sinrazón!

CXX

Hay allí un africano, oriundo de
África:
Malquidán es su nombre, hijo del rey Malquid. Llevan sus
armas
incrustaciones de oro y relampaguean al sol, por sobre todas las
demás. El caballo que monta se llama Saltoperdido; no hay
otro que pueda igualarlo a la carrera. Acomete a Anseís y
le asesta un mandoble sobre el escudo, partiéndole los
cuarteles de bermellón y de azur. Le desgarra los
paños de su cota y le hunde en el cuerpo su pica, hierro y
madera. Muerto
está el conde, terminó su tiempo.

-Lástima de vos, barón
-exclaman los franceses.

CXXI

Va por el campo Turpín, el
arzobispo. Jamás cantó misa tonsurado alguno que
llevara a cabo tales hazañas por su mano. Dícele al
infiel:

-¡Así te envíe Dios
todos los males! Has matado a uno caro a mi corazón.

Azuza a su buen corcel y asesta sobre el
escudo toledano del sarraceno golpe tal que lo derriba muerto
sobre la hierba verde.

CXXII

Anda por otra parte un infiel, Grandonio,
hijo de Capuel, rey de Capadocia. Cabalga en un corcel llamado
Marmorio, más rápido que el vuelo de las aves. Le
suelta las riendas, clava las espuelas y corre a herir a
Garín con todo su ánimo. Le parte su escudo
bermejo, desprendiéndoselo del cuello. Después le
abre la cota, le hunde en la carne su oriflama azul y lo derriba
muerto sobre una alta roca. De tal guisa mata también a
Gerer, a Berenguer y a Guido de San Antonio,
corriendo a herir después al opulento duque Austori, quien
tenía su feudo en Valeria y Envers, sobre el
Ródano, y que halla la muerte por
su mano. Regocíjanse los infieles, al tiempo que murmuran
los franceses:

-¡Qué infortunio para los
nuestros!

CXXIII

El conde Roldán enarbola su espada,
tinta en sangre. Bien ha llegado a sus oídos que los
francos pierden ánimo y tan grande es su pesar que
parécele que se le desgarra el corazón. Le dice al
infiel:

-¡Así te envíe Dios
todos los males! ¡Mataste a uno que habrá de
costarte muy caro!

Espolea su corcel: ¿quién
vencerá? He aquí que han trenzado ya
combate.

CXXIV

Era Grandonio valiente y denodado, temible
y atrevido en la batalla. Se ha cruzado Roldán en su
camino. Jamás lo ha visto: no obstante lo reconoce al
punto por su altivo rostro, su porte gallardo, su mirada y su
actitud;
siente temor, no puede defenderse. Intenta huir, pero en vano. El
conde le asesta tan prodigioso golpe que le raja todo el yelmo
hasta el nasal, le parte la nariz, la boca y los dientes, el
tronco todo y la cota de fuertes mallas, y la montura dorada,
desde la perilla hasta el borde de plata, y aun el lomo del
caballo hiere profundamente. Nada puede impedirlo: a los dos ha
dado muerte y se
lamentan por ello todos los de España.

-¡Bien pelea nuestro protector!
-dicen los francos.

CXXV

La batalla se torna prodigiosa y
precipitada. Los franceses combaten con vigor y coraje. Cortan
puños, costados, espaldas, desgarran las ropas hasta la
carne viva y chorrea la sangre en claros hilos sobre la hierba
verde. ¡Tierra de los
Padres, Mahoma te maldiga! ¡Entre todos los pueblos es
más audaz el tuyo! Y no hay un sarraceno que no
grite:

-¡Rey Marsil, a caballo!
¡Necesitamos tu ayuda!

CXXVI

Maravillosa y grande es la batalla. Hieren
los francos con sus bruñidas picas. ¡Hubieseis visto
tanto dolor, tantos hombres muertos, heridos, ensangrentados!
Yacen los unos sobre los otros, vuelta la faz hacia el cielo o
contra la tierra. No
pueden resistir tal quebranto los sarracenos: quiéranlo o
no, abandonan el campo. Y los francos los persiguen con todos sus
bríos.

CXXVII

El conde Roldán llama a Oliveros y
le dice:

-Señor compañero, confesadlo:
el arzobispo es muy cumplido caballero; no lo hay mejor bajo el
firmamento; bien hiere con la lanza y con la pica.

-¡Prestémosle, pues, nuestro
brazo! -responde Oliveros.

A tales palabras han reanudado el combate
los francos. Los golpes son recios, violento el combate. Grande
es el desamparo de los cristianos. ¡Cuán bello
habría sido ver a Roldán y a Oliveros asestar
tajantes mandobles con sus espadas! El arzobispo lidia con su
pica. Pueden calcularse en cuatro mil los que hallaron la muerte
por ellos, pues cuenta la Gesta que está escrito su
número en las cartas y los
breves. Resistieron firmemente los cuatro primeros asaltos, pero
el quinto les infligió gran quebranto. Muchos caballeros
franceses perecieron; sólo quedan sesenta que Dios ha
guardado. Antes de morir, habrán de venderse muy
caro.

CXXVIII

Contempla el conde Roldán la gran
mortandad de los suyos y llama a Oliveros, su amigo:

-¡Buen señor, querido
compañero, por Dios!, ¿qué os parece?
¡Ved cuántos bravos yacen por tierra! ¡Buen
motivo tenemos para apiadarnos de Francia, la
dulce y bella! ¡Cuan desierta quedará, vacía
de tales barones! Ah, rey amigo, ¿por qué no
estáis aquí? ¿Qué podríamos
hacer, hermano Oliveros? ¿Cómo darle noticias de
nosotros?

Responde Oliveros:

-¿Cómo? No lo sé. Ello
podría dar lugar a que se nos afrentase, ¡y antes
prefiero morir!

CXXIX

Roldán dice:

-Tocaré el olifante. Llegará
a oídos de Carlos, que está pasando los puertos. Os
lo juro, retornarán los francos.

Responde Oliveros:

-¡Fuera para todos vuestros parientes
gran deshonor y oprobio y pesará sobre ellos esta afrenta
durante toda la vida! Cuando yo os lo aconsejé, nada
hicisteis. Hacedlo ahora, mas no será por
indicación mía. ¡No fuera propio de un
valiente tocar el cuerno! ¡Ya vuestros dos brazos
tenéis cubiertos de sangre!

-¡Buenos golpes he dado! -dice el
conde.

CXXX

-¡Dura es nuestra batalla! -dice
Roldán-. Tocaré mi cuerno y el rey Carlos lo
escuchará.

-¡No sería propio de un
valiente! -dice Oliveros-. Cuando yo os lo aconsejé,
compañero, no os dignasteis escucharme. Si el rey hubiese
estado
aquí no sufriéramos quebranto alguno. Los que ahora
yacen no merecen reproche. Por mis barbas, que si me es dado
retornar junto a Alda, mi gentil hermana, ¡jamás
habréis de reposar en sus brazos!

CXXXI

-¿Por qué contra mí
volvéis vuestra cólera?
-dice Roldán.

Y responde Oliveros.

-Compañero, vuestra es la culpa,
pues valor sensato
y locura son dos cosas distintas, y más vale mesura que
soberbia. Si tantos franceses murieron, fue por vuestra ligereza.
Nunca más volveremos a servir a Carlos. Si me hubierais
escuchado, habría retornado mi señor; la batalla
estaría ganada y muerto o prisionero el rey Marsil. En
mala hora, Roldán, contemplamos vuestro denuedo. Carlos el
Grande, que no tendrá su par hasta el juicio final, no
volverá a recibir nuestra ayuda. Vais a morir y Francia
será por ello afrentada. Hoy toca a su fin nuestro leal
compañerismo: antes de esta noche habremos de separarnos,
y nos será muy duro.

CXXXII

Óyelos disputar el arzobispo, y
clavando en su corcel las espuelas de oro puro, va hacia ellos y
les hace reproche:

-¡Señor Roldán, y vos,
señor Oliveros, por Dios os ruego que pongáis fin a
esta querella! Tocar el cuerno no podría ya salvarnos, mas
tocadlo de todos modos, será mucho mejor. Vendrá el
rey y podrá vengarnos: no habrán de retornar
alegres los de España. Nuestros franceses echarán
aquí pie a tierra y nos encontrarán muertos y
mutilados; nos pondrán en ataúdes, nos
cargarán en acémilas y nos llorarán, llenos
de dolor y piedad. Nos darán sepultura en atrios de
iglesias y no seremos pasto de los lobos, los cerdos y los
perros.

-¡Bien hablasteis, señor!
-responde Roldán.

CXXXIII

Roldán lleva el olifante a sus
labios. Lo emboca bien y sopla con todas sus fuerzas. Los montes
son altos y larga la voz del cuerno; a treinta leguas se escucha
prolongarse su sonido. Carlos lo
oye, y como él todos sus guerreros. Exclama el
rey:

-¡Han trenzado combate los
nuestros!

Y Ganelón responde,
llevándole la contraria:

-Si otro fuera quien tal dijese,
ciertamente se le tacharía de gran embustero.

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CXXXIV

El conde Roldán, con esfuerzo y
grandes espasmos, toca dolorosamente su olifante. Por su boca
brota la sangre clara, y se ha roto su sien. El sonido del cuerno
se difunde a lo lejos. Carlos, que cruza los puertos, lo ha
oído. El
duque Naimón escucha y como él todos los francos. Y
exclama el rey:

-¡Es el olifante de Roldán!
¡No lo tocaría si no estuviese en trance de
batalla!

-¡No hay tal batalla! -responde
Ganelón-. Sois ya viejo, vuestras sienes están
blancas y floridas; por vuestras palabras parecéis un
niño. Bien conocéis el gran orgullo de
Roldán: es maravilla que lo haya tolerado Dios tanto
tiempo. ¿No ha llegado, pues, a conquistar Noples sin
esperar vuestras órdenes? Los sarracenos hicieron una
salida y presentaron batalla a Roldán, el buen vasallo.
Para borrar las huellas del encuentro, éste mandó
inundar los prados cubiertos de sangre. Por una sola liebre se
pasa el día tocando el olifante. Hoy será
algún juego que
lleva a cabo entre sus pares. ¿Quién bajo el
firmamento se atrevería a ofrecerle batalla? Cabalguemos,
pues. ¿Por qué detenernos? Lejos, frente a
nosotros, está aún la Tierra de los
Padres.

CXXXV

El conde Roldán tiene la boca
ensangrentada. Se le ha roto la sien. Toca su olifante
dolorosamente, con angustia. Carlos lo oye, y como él
todos los franceses. Y dice el rey:

-¡Largo aliento tiene este
olifante!

-¡Es que un valiente se emplea en
ello! -responde el duque Naimón-. Estoy seguro de que ha
trenzado batalla. El mismo que lo traicionó intenta ahora
que faltéis a vuestro deber. Tomad las armas, clamad
vuestro grito de guerra y
corred en auxilio de vuestra buena mesnada. Harto lo oís:
es Roldán que pierde esperanzas.

CXXXVI

El emperador manda tocar sus olifantes. Los
franceses echan pie a tierra y se arman con sus cotas, sus yelmos
y sus espadas recamadas de oro. Tienen escudos bien labrados,
largas y fuertes picas y gonfalones blancos, rojos y azules.
Todos los barones del ejército cabalgan en sus corceles y
clavan espuelas durante el paso de los desfiladeros. Y van
diciéndose los unos a los otros:

-Si cuando veamos a Roldán
está aún con vida, ¡qué recios golpes
daremos con él!

Mas, ¿de qué sirven las
palabras? Llegarán demasiado tarde.

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CXXXVII

Avanza el día, resplandece la tarde.
Las armaduras centellean bajo el sol. Fulguran
las cotas y los yelmos, y los escudos que llevan flores pintadas,
y las picas y los dorados gonfalones. El emperador cabalga
invadido de cólera, y los franceses pesarosos e iracundos.
Todos vierten doloroso llanto, todos sienten gran angustia por
Roldán. El rey ha mandado prender al conde Ganelón
y lo ha entregado a los cocineros de su corte. Llama a
Besgón, el jefe de éstos y le dice:

-Guárdame bien a este felón:
ha traicionado a mis mesnadas.

Recíbelo Besgón bajo su
vigilancia y lo hace custodiar por cien pinches de su cocina; los
hay de los mejores y también de los peores. Le arrancan
los pelos de la barba y de los mostachos, cuatro veces cada uno
lo golpean con el puño, lo apalean con varas y bastones y
le ponen alrededor del cuello una cadena, como a un oso. Luego lo
cargan con gran menoscabo sobre un mulo, guardándolo de
esta suerte hasta el día en que habrán de
devolverlo a Carlos.

CXXXVIII

Altas y tenebrosas son las cumbres, los
valles profundos y violentas las aguas. Resuenan los clarines por
todas partes y responden juntos al olifante. El emperador cabalga
irritado y los franceses pesarosos e iracundos. Ni uno solo deja
de llorar y lamentarse. Ruegan a Dios que preserve a
Roldán hasta que lleguen al campo de batalla todos juntos:
entonces, con él, combatirán. Mas, ¿de
qué sirven las súplicas? En nada habrán de
valerles: han tardado demasiado, no podrán llegar a
tiempo.

CXXXIX

Cabalga el rey Carlos lleno de enojo. Su
barba blanca se esparce sobre su loriga. Todos los barones de
Francia clavan con fuerza las
espuelas. Ni uno hay que no se lamente por no estar junto a
Roldán, el capitán, cuando enfrenta a los
sarracenos de España. Tal es su quebranto que no creen que
sobreviva. ¡Dios! ¡Que barones son los sesenta que
aún lo acompañan! Jamás los tuvo mejores
ningún rey o capitán.

CXL

Mira Roldán hacia los montes y las
colinas. Contemplan sus ojos a tantos de los de Francia que yacen
muertos, y los llora como cumplido caballero:

-¡Señores barones, así
Dios os tenga en su gracia! ¡Que otorgue a todas vuestras
almas el paraíso! ¡Que las reciba entre las santas
flores! Jamás vi vasallos mejores que vosotros.
¡Cuán largamente me habéis servido, luchando
sin descanso, conquistando para Carlos extensos países!
Para su mal os ha mantenido el emperador. ¡Tierra de
Francia, eres un dulce país, mas el peor azote te ha
desolado en este día! Barones franceses, os veo morir por
mí, y no me es dado defenderos ni salvaros:
¡así os ayude Dios, quien jamás dijo mentira! Hermano
Oliveros, no os habré de faltar. Me matará el
dolor, si no muero por otra causa. ¡Señor
compañero, volvamos al combate!

CXLI

El conde Roldán ha retornado a la
batalla. Enarbola a Durandarte y lucha como valiente. Ha
descuartizado a Faldrón de Puy y a otros veinticuatro
enemigos, de entre los más nobles. Jamás hombre alguno
deseará con tanto ahínco tomar venganza. Así
como el ciervo corre ante los perros, así huyen de
Roldán los infieles. Y dice el arzobispo:

-¡He aquí algo bueno!
Así debe mostrarse un caballero, portador de buenas armas
y jinete en buen caballo: fuerte y altivo en la batalla, o de
otro modo no vale cuatro ochavos. ¡Mejor fuera que se
metiera a monje en un monasterio para rogar todos los días
por nuestros pecados!

Y responde Roldán:

-¡Herid, no les hagáis
merced!

A tales palabras reanudan el combate los
franceses. Mas los cristianos sufrieron grandes
pérdidas.

CXLII

Al saber que en tal batalla no
habrán de hacerse prisioneros, todos se defienden con
fiereza. Por ello los franceses se tornan más audaces que
leones. He aquí que hacia ellos viene, como verdadero
barón, el rey Marsil. Cabalga en un corcel al que llama
Gañún. Clava fuertemente las espuelas y corre a
herir a Bevón, señor de las tierras de Dijón
y de Beaune. Le rompe el escudo, le desgarra la cota y sin que
sea menester dar otro golpe, lo derriba muerto. Luego mata a Ivon
y a Ivores; y con ellos a Gerardo de Rosellón. El conde
Roldán no anda lejos, y le dice al infiel:

-¡Dios te maldiga! ¡Tan
injustamente has dado muerte a mis compañeros! Antes de
que nos separemos habrás de pagarlo, y conocerás el
nombre de mi espada.

Como cumplido barón lo acomete y le
corta la muñeca derecha. Luego le rebana la cabeza a
Jurfaret el Blondo, hijo de Marsil.

Los infieles claman:

-¡Ayúdanos, Mahoma!
¡Dioses nuestros, vengadnos de Carlos! A esta tierra ha
traído tales felones que así deban morir, no
abandonarán el campo.

Y dícense los unos a los
otros-:

-¡Huyamos, pues!

Y vanse cien mil: llámelos quien
quiera, no retornarán.

CXLIII

Mas, ¿de qué sirve su
desbandada? Si ha huido Marsil, ha quedado su tío
Marganice, que es dueño de Cartago, Alfrere, Garmalia y
Etiopía, una tierra maldita: su señorío
abarca la raza de los negros. Tienen éstos grande la nariz
y amplias las orejas, y se encuentran allí juntos
más de cincuenta mil. Dejan la rienda suelta a sus
corceles y arremeten con furia y audacia, al tiempo que claman el
grito de guerra de los infieles.

Y dice entonces Roldán:

-Recibiremos aquí nuestro martirio,
y bien veo ahora que nos queda poco tiempo de vida. ¡Mas
caiga la deshonra sobre el que no se haya vendido a alto precio!
¡Herid, señores, con vuestros bruñidos aceros
y disputad vuestros muertos y vuestras vidas para que Francia, la
dulce, no sea menoscabada por nuestra causa! Cuando llegue a este
campo Carlomagno, mi señor, y vea qué cuenta dimos
de los sarracenos, y encuentre quince infieles muertos por cada
uno de nosotros, por cierto que no dejará de
bendecirnos.

CXLIV

Al ver Roldán a la turba maldita,
más negra que la tinta y que sólo los dientes tiene
blancos, dice:

-En verdad, ahora lo sé: hoy
será el día de nuestra muerte. ¡Atacad,
franceses, que yo vuelvo al combate!

Y añade Oliveros:

-¡Maldito sea el más
lerdo!

A tales voces,
arremeten los francos contra la multitud.

CXLV

Cuando los infieles ven que los franceses
son pocos, se enorgullecen y se alientan los unos a los otros,
diciéndose:

-¡Es que va la injusticia con el
emperador!

Marganice monta su caballo alazano. Le
clava fuertemente las espuelas doradas y hiere a Oliveros por
detrás, en plena espalda. Desgarrando la brillante loriga,
la pica se ha hundido en el cuerpo y luego de atravesar el pecho
aparece por delante. Y dice Marganice:

-¡Recio golpe recibisteis! El rey
Carlomagno os dejó en los puertos para vuestra desdicha.
Si nos causó muchos males, no tiene ya motivo para
ufanarse: sólo con vos, bien he vengado a los
nuestros.

CXLVI

Olliveros siente que está herido de
muerte. Enarbola a Altaclara, de bruñido acero, y golpea a
Marganice sobre el yelmo puntiagudo, de oro todo él. Hace
saltar por tierra sus florones y sus cristales y le parte la
cabeza hasta los dientes. Sacude la hoja en la herida y lo
derriba muerto, diciéndole:

-¡Maldito seas, infiel! No digo que
Carlos nada haya perdido; pero al menos no podrás retornar
a tu reino para vanagloriarte ante ninguna mujer o dama de
haberme despojado de un mal ochavo ni de haber causado perjuicio
a mí, ni a nadie en el mundo.

Después llama a Roldán para
que le preste ayuda.

CXLVII

Siente Oliveros que lo han herido de
muerte. Nunca llevará a cabo venganza suficiente. En lo
más compacto de la turba, acomete como verdadero
barón. Hace pedazos escudos y picas, pies y puños,
monturas y espinazos. Quien lo hubiera visto descuartizar
infieles, amontonar los muertos sobre los muertos, tendría
memoria de un
buen caballero. No hay cuidado de que olvide la contraseña
de Carlos y lanza su grito, alto y claro:

-¡Montjoie!

Luego llama a Roldán, su par y
amigo, y le dice:

-Señor compañero, venid a mi
lado, muy cerca, ¡con gran dolor habremos de separarnos en
este día!

CXLVIII

Roldán mira el semblante de
Oliveros: lo ve desencajado, pálido, sin color. Corre su
clara sangre a los costados de su cuerpo y van cayendo los
coágulos a tierra.

-¡Dios! -exclama el conde-, ¡no
sé qué hacer! Señor compañero,
¡lástima grande de vuestro denuedo! Nadie
habrá de igualaros jamás. ¡Ah, dulce Francia!
¡Cuan desierta quedarás sin tus mejores vasallos,
humillada y vencida! ¡Gran daño
sufrirá el emperador!

Y con estas palabras, se desmaya sobre su
corcel.

CXLIX

He aquí a Roldán sin conocimiento
sobre su montura y a Oliveros mortalmente herido. Perdió
tanta sangre que se han empañado sus ojos: ya no ve, ni de
lejos ni de cerca, para reconocer a nadie. Al aproximarse a su
compañero, lo golpea sobre el yelmo cubierto de oro y de
piedras preciosas, y se lo parte hasta el nasal, mas sin herirle
la cabeza. Ante la acometida, Roldán vuelve hacia
él sus ojos y le pregunta con dulzura y afecto:

-Señor compañero,
¿sabéis lo que estáis haciendo? ¡Soy
yo, Roldán, aquel que tanto os ama! ¡Nunca
recibí vuestro reto!

-Oigo ahora vuestra voz -responde
Oliveros-. Mas no os ven mis ojos: ¡plegué a Dios,
nuestro Señor, no apartar de vos los suyos! Os he herido,
perdonádmelo.

-No me habéis causado daño
-responde Roldán-. Os perdono aquí y ante
Dios.

A estas palabras, se inclinan el uno hacia
el otro. Y así se separan, con gran afecto.

CL

Siente Oliveros la angustia de la muerte.
Se le ponen en blanco los ojos, va perdiendo el oído y se
apaga su vista. Baja del caballo y se recuesta sobre la tierra.
En alta voz hace acto de contrición, juntas y alzadas al
cielo ambas manos, rogando a Dios que le otorgue el
paraíso, que bendiga a Carlos y a Francia, la dulce, y a
Roldán, su compañero, por sobre todos los hombres.
Le flaquea el corazón, se le desprende el yelmo y todo su
cuerpo se abate contra la tierra. Ha muerto el conde, no ha
demorado por más tiempo su partida; el esforzado
Roldán llora por él y se lamenta; nunca os
será dado ver en la tierra hombre más
dolorido.

CLI

Ve Roldán que ha muerto su amigo, y
que yace con el rostro contra el suelo. Con gran
dulzura, le dirige palabras de adiós:

-¡Señor compañero,
lástima grande de vuestra intrepidez! Días y
años nos vieron juntos: jamás me causasteis
daño alguno, ni yo a vos. Ahora que os veo muerto, me es
ya dolor vivir.

A estas palabras, el marqués pierde
el sentido sobre su corcel, cuyo nombre es Briador. Sus estribos
de oro fino lo mantienen derecho en la silla: por dondequiera que
se incline, no podrá caer.

CLII

Antes de volver en sí y reanimarse
Roldán, recobrándose de su desmayo, lo alcanza un
gran infortunio: han muerto los franceses, a todos ha perdido,
menos al arzobispo y a Gualterio de Ulmo. Gualterio bajó
de los montes y contra los de España peleó
reciamente. Sus hombres han muerto, vencidos por los infieles.
Quiéralo o no, debe darse a la fuga hacia los valles,
invocando la ayuda de Roldán:

-¡Ah, gentil conde, valiente
caballero! ¿Dónde estás? ¡Nunca tuve
miedo cuando estuviste a mi lado! Soy yo, Gualterio, el que
conquistó Monteagudo; yo, el sobrino de Droón,
viejo y canoso. Entre todos tus hombres, me querías por mi
valor. Está mi lanza quebrada y traspasado mi escudo, y
desgarradas las mallas de mi cota. Voy a morir, pero me he
vendido a alto precio.

Han llegado a oídos de Roldán
las últimas palabras. Espolea a su corcel y a toda brida
corre hacia Gualterio.

CLIII

El dolor y la cólera embargan a
Roldán. En lo más compacto de la turba emprende la
lidia. Veinte de los de España derriba muertos, Gualterio
seis y cinco el arzobispo.

Y dicen los infieles:

-¡Qué felonía
contemplamos! ¡Cuidad, señores, de que no escapen
vivos! ¡Traidor el que no corra a atacarlos y cobarde el
que les permita la huida!

Prorrumpen entonces en gritos y alaridos y
de todas partes retornan al asalto.

CLIV

Noble guerrero es el conde Roldán,
Gualterio de Ulmo cumplido caballero y el arzobispo hombre de
probado valor. Ninguno de los tres quiere faltar a los otros dos.
En lo más recio de la lid, acometen a los infieles. Mil
sarracenos han echado pie a tierra; a caballo son cuarenta
millares. Miradlos: ¡no osan aproximarse! Desde lejos les
arrojan lanzas y picas, flechas, dardos y venablos. A los
primeros golpes matan a Gualterio. A Turpín de Reims le
traspasan el escudo y le parten el yelmo, hiriéndolo en la
cabeza; desgarran las mallas de su cota y atraviesan su cuerpo
cuatro picas. Su caballo es muerto bajo él.
¡Lástima grande que haya caído el
arzobispo!

CLV

Cuando Turpín de Reims se ve
derribado del caballo, y con el cuerpo traspasado por cuatro
picas, rápidamente se incorpora, el intrépido.
Busca a Roldán con los ojos, corre hacia él y le
dice tan sólo:

-No estoy vencido. ¡Mientras vive, un
valiente no se rinde!

Desenvaina a Almaza, su espada de
bruñido acero, y en lo más apretado de las filas,
asesta más de mil mandobles. Luego, Carlos dirá que
a nadie dio cuartel, pues hallará a su alrededor
cuatrocientos sarracenos, heridos los unos, otros traspasados de
uno a otro costado y algunos con las cabezas cortadas. Así
reza en la Gesta; así lo relata aquel que presenció
la batalla: el barón Gil, que Dios favorece con sus
milagros y que escribió antaño la crónica en
el monasterio de Laon. Quien estas cosas ignora, nada entiende de
esta historia.

CLVI

El conde Roldán pelea noblemente,
mas su cuerpo está empapado de sudor, ardiente; siente en
su cabeza un dolor violento: al hacer resonar su olifante, se
rompieron sus sienes. Pero quiere saber si ha de llegar Carlos.
Toma el cuerno y lo toca, pero es débil el sonido. El
emperador se detiene y escucha:

-¡Señores! -exclama-,
¡gran infortunio nos alcanza! En este día,
Roldán, mi sobrino, habrá de dejarnos. La voz de su
olifante me dice que le resta poca vida. ¡Quien quiera
valerle, clave espuelas a su corcel! ¡Tocad vuestros
clarines, todos cuantos haya en este ejército!

Resuenan sesenta mil clarines, y tan alto
que retumban las cumbres y responden las hondonadas.
Óyenlos los infieles, y no se sienten movidos a
risa.

-Muy pronto nos dará alcance
Carlomagno -dícense los unos a los otros.

CLVII

-¡Retorna el emperador! -dicen los
infieles-, escuchad los clarines de las huestes de Francia. Si
vuelve Carlos, grandes males nos alcanzarán. Si
Roldán sobrevive, recomenzará la guerra;
España, nuestra tierra, está perdida.

Júntanse cuatrocientos, cubiertos
con sus yelmos, de los que se estiman óptimos en las
batallas y llevan contra Roldán un asalto duro y violento.
Recia tarea le espera al conde.

CLVIII

Cuando los ve venir, el conde se siente
más fuerte, más fiero y ardoroso. No cederá
el terreno mientras le quede vida. Va jinete en el corcel llamado
Briador. Le clava las espuelas de oro fino y arrojándose
en lo más compacto de las filas, a todos acomete. Con
él está el arzobispo Turpín. Los infieles se
dicen entre sí:

-Amigo, ¡vámonos de
aquí! Hemos escuchado los clarines de los franceses:
¡Carlos retorna, el poderoso rey!

CLIX

Nunca el conde Roldán sintió
inclinación por un cobarde, ni un soberbio, ni un malvado,
ni tampoco por un caballero que no fuera guerrero irreprochable.
Llama, pues, al arzobispo Turpín:

-Señor -le dice-, estáis a
pie y yo monto un caballo. Por afecto hacia vos, resistiré
firmemente en este lugar. Juntos quedaremos aquí para bien
o para mal; no os abandonaré por ningún hombre
hecho de carne. Vamos a devolver a los infieles esta acometida.
Los más recios mandobles serán los de
Durandarte.

Y responde el arzobispo:

-¡Malhaya quien afloje en la lid!
¡Retorna Carlos, quien habrá de
vengarnos!

CLX

-¡En mala hora nacimos! -dicen los
sarracenos-. ¡Que día de dolor despuntó para
nosotros! Hemos perdido a nuestros señores y a nuestros
pares. Retorna Carlos, el valiente, con su poderoso
ejército. Ya se oye el claro sonido de los clarines de
Francia; gran clamor levantan al gritar: "¡Montjoie!" Tan
fiera intrepidez anima al conde Roldán que ningún
hombre hecho de carne habrá de vencerlo jamás.
Arrojemos contra él nuestras jabalinas y
abandonémosle el campo.

Y disparan en efecto dardos y jabalinas
innumerables, picas, lanzas y flechas emplumadas. Rompen y
taladran su escudo, y desgarran las mallas de su cota, mas no
alcanzan a herir su cuerpo. Empero, Briador ha recibido treinta
heridas y se desploma sin vida bajo el conde. Huyen los moros,
dejándole libre el campo. Queda solo el conde
Roldán, desmontado.

CLXI

Huyen los infieles, llenos de pesar y
enojo. Hacia España apresuran el paso, con gran trabajo. El
conde Roldán no puede darles caza: ha perdido a Briador,
su corcel. Le plazca o no, allí se queda, desmontado.
Acude hacia el arzobispo Turpín para auxiliarlo. Le desata
de la cabeza su yelmo guarnecido de oro y le quita su cota,
blanca y ligera. Toma su brial y lo corta en bandas que luego
introduce en las terribles heridas. Después lo estrecha
entre sus brazos, contra su pecho; sobre la verde hierba lo
recuesta con gran suavidad. Y le ruega quedamente:

-Ah, gentil señor, dadme vuestra
venia; he aquí muertos a los compañeros que tan
caros nos fueron, no debemos abandonarlos. Quiero ir a buscarlos
y a reconocerlos, para depositarlos todos juntos en una fila ante
vos.

Responde el arzobispo:

-¡Id, pues, y volved! Vuestro es el
campo, ¡a Dios gracias!, vuestro y mío.

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CLXII

Parte Roldán. A través del
campo se encamina, solo. Por valles y montes va buscando. Halla
entonces a Ivon e Ivores, y luego a Angeleros, el Gascón.
Después encuentra a Garín y a su compañero
Gerer, y también a Berenguer y a Otón. Descubre
allí a Anseís y a Sansón, y más tarde
halla a Gerardo el Viejo, de Rosellón. Uno a uno los alza
en sus brazos, el esforzado, y cargado con ellos regresa junto al
arzobispo. Ante sus rodillas los ha alineado. Prorrumpe en llanto
Turpín, no puede contenerse. Levanta la mano para
bendecirlos y les dice luego:

-¡Lástima de vosotros,
señores! ¡Que Dios, el glorioso, acoja todas
vuestras almas! ¡Que las recueste en el paraíso
sobre las flores santas! ¡Cuán angustiosa, a mi vez,
se me presenta la muerte! Nunca más verán mis ojos
al poderoso emperador.

CLXIII

Parte nuevamente Roldán, recorriendo
el campo en sus búsquedas. Encuentra a su compañero
Oliveros y lo estrecha contra su pecho, fuertemente abrazado.
Como puede, regresa junto al arzobispo. Recuesta a Oliveros al
lado de los demás, sobre un escudo, y el arzobispo lo
absuelve, trazando sobre él la señal de la cruz.
Redoblan entonces el dolor y la piedad, y exclama
Roldán:

-Oliveros, gentil compañero, hijo
erais del duque Raniero, soberano de la marca del Val de
Runer. Para quebrar una lanza y romper los escudos, para vencer y
humillar a los soberbios, para sostener y aconsejar a los hombres
de bien, ¡no hubo en toda la tierra adalid que os
aventajara!

CLXIV

Cuando el conde Roldán ve muertos a
sus pares y a Oliveros, a quien tanto amaba, se enternece y
prorrumpe en llanto. Su semblante pierde el color. Tan grande es
su duelo que no pueden sostenerlo sus piernas: quiéralo o
no, cae por tierra privado de sentido.

-¡Lástima de vos,
barón! -dice el arzobispo.

CLXV

Al contemplar desmayado a Roldán, un
dolor, el más profundo que jamás haya sentido,
invade al arzobispo. Extiende la mano y toma el olifante. Hay una
corriente de agua en
Roncesvalles: quiere llegar hasta ella y traerle un poco a
Roldán. Se aleja a pasos cortos, vacilantes. Tan
débil se encuentra que no puede avanzar. Flaquean sus
fuerzas, ha perdido demasiada sangre; en menos tiempo del que
necesita para atravesar un arpende de tierra, le falla el
corazón y cae de cabeza. La muerte lo oprime con
dureza.

CLXVI

El conde Roldán recobra el
conocimiento y se incorpora, mas padece crueles sufrimientos.
Mira hacia arriba y hacia abajo: sobre la hierba verde,
más allá de sus compañeros, ve que yace en
el suelo el noble barón, el arzobispo, que Dios
había enviado entre los hombres para representarlo. Hace
el arzobispo su acto de contrición, vuelve los ojos al
cielo y, juntando sus manos, las eleva: ruega a Dios que le
otorgue el paraíso. Ya se muere el guerrero de Carlos. Fue
durante toda su vida su adalid contra los infieles, por sus
recias batallas y sus sermones admirables. ¡Así le
otorgue Dios su santa bendición!

CLXVII

El conde Roldán ve al arzobispo
caído en tierra. Ve derramarse por el suelo sus
entrañas, fuera del cuerpo, y gotear sus sesos por la
frente. Bien en el medio del pecho le ha cruzado las manos
blancas, tan bellas. Roldán comienza a lamentarse sobre
él, según la ley de su
tierra:

-¡Ah!, gentil señor, caballero
de buena raza, en esta hora te encomiendo al Todopoderoso del
cielo. Jamás habrá quien mejor lo sirva.
Jamás, desde los apóstoles, hubo profeta como vos
para amparar la ley y atraer a los hombres. ¡Que no sufra
vuestra alma privación alguna! ¡Que le sean abiertas
las puertas del paraíso!

CLXVIII

Siente Roldán que se aproxima su
muerte. Por los oídos se le derraman los sesos. Ruega a
Dios por sus pares, para que los llame a Él; y luego, por
sí mismo, invoca al ángel Gabriel. Toma el
olifante, para que nadie pueda hacerle reproche, y con la otra
mano se aferra a Durandarte, su espada. A través de un
barbecho, se encamina hacia España, recorriendo poco
más que el alcance de un tiro de ballesta. Trepa por un
altozano. Allí, bajo dos hermosos árboles, hay cuatro gradas de
mármol. Cae de espaldas sobre la hierba verde. Y se
desmaya nuevamente, porque está próximo su
fin.

CLXIX

Altas son las cumbres y grandes los
árboles. Hay allí cuatro gradas, hechas de
mármol, que relucen. Sobre la verde hierba el conde
Roldán ha caído desmayado. Y he aquí que un
sarraceno no cesa de vigilarlo; ha simulado estar muerto y yace
entre los demás, con el cuerpo y el rostro manchados de
sangre. Se yergue sobre sus pies y se aproxima corriendo. Es
gallardo y robusto, y de gran valor; su orgullo lo empuja a
cometer la locura que lo perderá. Toma en sus brazos a
Roldán, su cuerpo y sus armas, y dice estas
palabras:

-¡Vencido está el sobrino de
Carlos! ¡Esta espada a Arabia me la he de
llevar!

Al sentirlo forcejear, el conde vuelve un
poco en sí.

CLXX

Roldán siente que lo quieren
despojar de su espada. Abre los ojos y exclama:

-¡Tú no eres de los nuestros,
que yo sepa!

Tiene aún en la mano el olifante,
que no ha querido soltar; con él golpea al infiel sobre su
yelmo adornado con pedrerías y recamado de oro. Rompe el
acero, el cráneo y los huesos, hace
rodar fuera de la cabeza los dos ojos y ante sus pies lo derriba
muerto. Después le dice:

-Infiel, hijo de siervo,
¿cómo tuviste bastante osadía para
apoderarte de mí, fuera o no tu derecho? ¡Todo aquel
que te lo oyera decir te tendría por loco! He aquí
quebrado el pabellón de mi olifante; el oro y el cristal
se han desprendido.

CLXXI

Roldán siente que se le nubla la
vista. Se incorpora, poniendo en ello todo su esfuerzo. Su rostro
ha perdido el color. Tiene ante él una roca parda; da
contra ella diez golpes, lleno de dolor y encono. Gime el acero,
mas no se rompe ni se mella.

-¡Ah! -exclama el conde-.
¡Socórreme, Santa María! ¡Ah,
Durandarte, mi buena Durandarte, lástima de vos! Voy a
morir, y dejaréis de estar a mi cuidado. ¡He ganado
por vos tantas batallas campales, por vos he conquistado tantos
anchos territorios que ahora domina Carlos, el de la barba
blanca! ¡No caeréis jamás en las manos de un
hombre que ante su semejante pueda darse a la fuga! Durante largo
tiempo pertenecisteis a un buen vasallo; jamás
habrá espada que os valga en Francia, la Santa.

CLXXII

Hiere Roldán las gradas de
sardónice. Gime el acero, mas no se astilla ni se mella.
Al ver el conde que no puede quebrarla, comienza a lamentarse
para sí:

-¡Ah, Durandarte, qué bella
eres, qué clara y brillante! ¡Cómo luces y
centelleas al sol! Hallábase Carlos en los valles de
Moriana cuando le ordenó Dios por intermedio de un
ángel que te donase a uno de sus condes capitanes:
entonces te ciñó a mi lado, el rey grande y gentil.
Por ti conquisté el Anjeo y la Bretaña, por ti me
apoderé del Poitou y del Maine. Gracias a ti lo hice
dueño de la franca Normandía, de Provenza y
Aquitania, de Lombardía y de toda la Romana. Por ti
vencí en Baviera, conquisté Flandes y
Borgoña, y la Apulia toda; y también
Constantinopla, de la que recibió pleitesía, y
Sajonia, donde es amo y señor. Por ti domeñé
Escocia e Inglaterra, su
cámara, según él decía. Por ti
gané cuantas comarcas posee Carlos, el de la barba blanca.
Por esta espada siento dolor y lástima. ¡Antes morir
que dejársela a los infieles! ¡Dios, Padre nuestro,
no permitáis que Francia sufra tal menoscabo!

CLXXIII

Hiere Roldán la parda roca, y la
quiebra de un
modo que no os podría decir. Rechina la espada, mas no se
astilla ni se parte, y rebota hacia los cielos. Cuando advierte
el conde que no podrá romperla, la plañe, para
sí, con gran dulzura:

-¡Ah, Durandarte, qué bella
eres, y qué santa! Tu pomo de oro rebosa de reliquias: un
diente de San Pedro, sangre de San Basilio, cabellos de
monseñor San Dionisio y un pedazo del manto de Santa
María. No es justicia que
caigas en poder de los
infieles; cristianos han de ser los que te sirvan.
¡Plegué a Dios que nunca vengas a manos de un
cobarde! Tantas anchurosas tierras he conquistado contigo para
Carlos, el de la barba florida. Por ellas alcanzó el
emperador poderío y riqueza.

CLXXIV

Siente Roldán que la muerte arrebata
todo su cuerpo: de su cabeza desciende hasta el corazón.
Corre apresurado a guarecerse bajo un pino, y se tiende de bruces
sobre la verde hierba. Debajo de él pone su espada y su
olifante. Vuelve la faz hacia las huestes infieles, pues quiere
que Carlos y los suyos digan que ha muerto vencedor, el gentil
conde. Débil e insistentemente, golpea su pecho, diciendo
su acto de contrición. Por sus pecados, tiende hacia Dios
su guante.

CLXXV

Roldán siente que ha llegado su
última hora. Está recostado sobre un abrupto
altozano, con el rostro vuelto hacia España. Con una de
sus manos se golpea el pecho:

-¡Dios, por tu gracia, mea
culpa
por todos los pecados, grandes y leves, que
cometí desde el día de mi nacimiento hasta
éste, en que me ves aquí postrado!

Enarbola hacia Dios el guante derecho. Los
ángeles
del cielo descienden hasta él.

CLXXVI

Recostado bajo un pino está el conde
Roldán, vuelto hacia España su rostro. Muchas cosas
le vienen a la memoria:
las tierras que ha conquistado el valiente de Francia, la dulce;
los hombres de su linaje; Carlomagno, su señor, que lo
mantenía. Llora por ello y suspira, no puede contenerse.
Mas no quiere echarse a sí mismo en olvido; golpea su
pecho e invoca la gracia de Dios:

-¡Padre verdadero, que jamás
dijo mentira, Tú que resucitaste a Lázaro de entre
los muertos, Tú que salvaste a Daniel de los leones, salva
también mi alma de todos los peligros, por los pecados que
cometí en mi vida!

A Dios ha ofrecido su guante derecho: en su
mano lo ha recibido San Gabriel. Sobre el brazo reclina la
cabeza; juntas las manos, ha llegado a su fin. Dios le
envía su ángel Querubín y San Miguel del
Peligro, y con ellos está San Gabriel. Al paraíso
se remontan llevando el alma del conde.

 CLXXVII

Ha muerto Roldán; Dios ha recibido
su alma en los cielos. El emperador llega a Roncesvalles. No hay
ruta ni sendero, ni un palmo ni un pie de terreno libre donde no
yazca un franco o un infiel. Y exclama Carlos:

-¿Dónde estáis, gentil
sobrino? ¿Dónde está el arzobispo?
¿Qué fue del conde Oliveros? ¿Dónde
está Garín, y Gerer, su compañero?
¿Dónde están Otón y el conde
Berenguer, dónde Ivon e Ivores, tan caros a mi
corazón? ¿Qué ha sido del gascón
Angeleros? ¿Y el duque Sansón? ¿Y el
valeroso Anseís? ¿Dónde está Gerardo
de Rosellón, el Viejo? ¿Dónde están
los doce pares que aquí dejé?

¿De qué le sirve llamarlos,
si ninguno le ha de responder?

-¡Dios! -dice el rey-. ¡Buenos
motivos tengo para lamentarme! ¿Por qué no
habré estado aquí desde el comienzo de la
batalla?

Y se mesa la barba, como hombre invadido
por la angustia. Lloran sus barones y caballeros; veinte mil
francos caen por tierra sin sentido. El duque Naimón
siente por ello gran piedad.

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CLXXVIII

No hay barón ni caballero que, lleno
de lástima, no derrame doloroso llanto. Lloran a sus
hijos, sus hermanos, sus sobrinos y sus amigos, y también
a sus señores; muchos se han desmayado. Como hombre
juicioso, el duque Naimón es el primero que le dice al
emperador:

-Mirad hacia adelante, a dos leguas de
nosotros; podréis ver elevarse grandes polvaredas por los
caminos, de tan numerosa como es la turba sarracena.
¡Cabalgad, pues! ¡Vengad este dolor!

-¡Ah, Dios! -exclama Carlos-.
¡Cuán lejos están ya! ¡Otorgadme mi
derecho, concededme una merced! ¡Me han arrebatado la flor
de Francia, la dulce!

Llama a Atón y a Gebuino, a Tibaldo
de Reims y al conde Milón, y les dice:

-Montad guardia en el campo de batalla, por
los montes y las quebradas. Dejad tendidos a los muertos, tal
como están. ¡Que no se acerque a ellos león
ni bestia alguna! ¡Que no los toque escudero ni lacayo!
Permanezcan así, os lo ordeno, hasta que Dios nos permita
retornar a este campo!

Y ellos responden con dulzura y
afecto:

-Así lo haremos, buen emperador,
amado soberano. Y junto a ellos conservan a mil de sus
caballeros.

CLXXIX

El emperador hace sonar los clarines, luego
cabalga, el esforzado, a la cabeza de su gran ejército.
Los de España se ven forzados a volver la espalda, y los
otros les dan caza sostenidos por un mismo afán. Cuando el
emperador ve declinar la tarde, se apea del caballo en un prado,
sobre la verde hierba: se prosterna en el suelo y ruega a Dios
nuestro Señor que, para favorecerlo, detenga el curso del
sol, que se demore la noche y se alargue el día. Entonces
se le aparece un ángel, el mismo que acostumbra hablarle,
y con gran prisa le ordena:

-Carlos, a caballo; no habrá de
faltarte la luz. Has perdido
a la flor de Francia, y Dios lo sabe. ¡Podrás tomar
venganza de la turba criminal!

Tales son sus palabras, y el emperador
monta de nuevo.

CLXXX

Para Carlomagno hizo Dios un gran milagro:
detiénese el sol y queda inmóvil. Huyen los
infieles y los francos los persiguen en recia acometida.
Finalmente les dan alcance en el Valle Tenebroso y los rechazan
arrolladoramente hacia Zaragoza, descargando sobre ellos, con
todo su ánimo, mortíferos mandobles. Les han
cortado las rutas y los caminos más anchos. Ante ellos
tienen el Ebro; profundas son sus aguas, temibles y violentas. No
hay en sus márgenes lancha, barcaza o almadía.
Invocan los infieles a uno de sus dioses, Tervagán, y
luego se precipitan al agua, mas nadie habrá de
protegerlos. Los que llevan yelmo y loriga son los que más
pesan, y se hunden en gran número; otros van flotando a la
deriva; los más afortunados tragan grandes cantidades de
agua, hasta que finalmente perecen todos ahogados, con gran
angustia. Y exclaman los franceses:

-¡Lástima grande vuestra
muerte, Roldán!

CLXXXI

Cuando ve Carlos que han muerto todos los
infieles, los unos por el hierro y la mayoría ahogados, y
el rico botín que han recogido sus caballeros, echa pie a
tierra, el rey gentil, y postrado en el suelo da gracias a Dios.
Cuando se incorpora, se ha puesto ya el sol. Y dice el
emperador:

-Es hora de establecer nuestro campamento;
para volver a Roncesvalles es ya muy tarde. Nuestros caballos
están rendidos y maltrechos. Quitadles las sillas y los
frenos y dejadlos refrescarse en estos prados.

-Bien dijisteis, señor -responden
los francos.

CLXXXII

El emperador Carlos ha establecido su
campamento. Desmontan los franceses en el país desierto,
desensillan a sus corceles y les quitan de la cabeza los frenos
dorados. Los dejan sueltos por los prados, donde hallarán
hierba fresca a profusión; no pueden recibir otros
cuidados. Los más extenuados duermen tendidos en el suelo.
Esa noche no se monta guardia en el campo.

CLXXXIII

El emperador se ha recostado en un prado.
Junto a su cabeza coloca su fuerte pica, el esforzado. No ha
querido esa noche desarmarse; conserva su blanca cota
bruñida, y mantiene atado su yelmo de oro incrustado de
piedras preciosas, y ciñe su costado su espada Joyosa, que
jamás tuvo su par: cambia de color treinta veces por
día. Sabemos bien lo que aconteció con la lanza que
hirió a Nuestro Señor en la cruz: Carlos posee la
punta, por la gracia de Dios, y la ha hecho engastar en el pomo
de oro; a causa de este honor y esta merced, ha recibido la
espada el nombre de Joyosa. No deben echarlo en olvido los
barones de Francia: de ahí tomaron su grito de guerra:
"¡Montjoie!" y por ello ningún pueblo puede
ofrecerles resistencia.
:

CLXXXIV

Clara es la noche y rutilante la luna.
Carlos está recostado, mas lo invade gran duelo por
Roldán, y pesa en su corazón la muerte de Oliveros,
de los doce pares y de los franceses: en Roncesvalles los ha
dejado muertos y ensangrentados. Llora y se lamenta, sin poder
contenerse, y suplica a Dios que salve sus almas. Está
exhausto y es inmenso su dolor. Se duerme, no puede más.
Por toda la pradera reposan los francos. Ningún caballo
puede mantenerse en pie; el que quiere hierba, debe pacer echado.
Mucho aprendió quien sufrió gran dolor.

CLXXXV

Carlos duerme, como un hombre atormentado
por profundo pesar. Dios le manda a San Gabriel,
encargándole velar sobre el emperador. Toda la noche, el
ángel permanece a su cabecera. Por una visión, le
anuncia que habrá de librar una batalla, y se la muestra bajo
funestos augurios. Carlos alza la vista hacia el firmamento:
contempla en él truenos y vendavales, granizadas,
borrascas y tempestades prodigiosas, un aparato de fuegos y
centellas que se abate, de repente, sobre su ejército. Se
inflaman las lanzas de fresno y de manzano, y los escudos hasta
sus blocas de oro puro. Estallan las astas de las afiladas picas
y se retuercen las cotas y los yelmos de acero. Carlos ve a sus
cabalgaduras en gran cuita. Aparecen después osos y
leopardos que se aprestan a devorarlos, serpientes y reptiles,
dragones y demonios. Y hay allí más de treinta mil
grifos que se arrojan sobre los franceses, al tiempo que
éstos gritan:

-¡Acórrenos,
Carlomagno!

Dolor y piedad conmueven al rey; quiere ir
hacia ellos, mas no puede. Entonces sale de una selva un gran
león, lleno de rabia, de altivez y de audacia, y
desafiando a su persona, lo
ataca. Ambos ruedan cuerpo a cuerpo en la lucha, mas no puede
distinguir Carlos cuál de los dos está debajo o
encima. Y no se ha despertado el emperador.

CLXXXVI

Después de esta visión, otra
lo asalta: hállase en Francia, en Aquisgrán, sobre
una grada y tiene a un oso atado por dos cadenas. Del lado de la
Ardena ve llegar a treinta osos, hablando todos ellos como
hombres.

-Señor -le decían-,
¡devolvédnoslo! No es justicia que lo
retengáis por más tiempo. Es pariente nuestro, le
debemos nuestra ayuda.

Desde su palacio, acude prestamente un
lebrel. Sobre la hierba verde, ataca al oso más grande
entre los demás. Contempla el rey un combate maravilloso;
mas no sabe cuál es el vencedor y cuál el vencido.
He aquí lo que el ángel de Dios ha mostrado al
barón. Carlos duerme hasta la mañana, cuando luce
claro el día.

CLXXXVII

Huye hacia Zaragoza el rey Marsil. Echa pie
a tierra bajo un olivo, a la sombra, y confía a sus
hombres su espada, su yelmo y su coraza. Se tiende sobre la
hierba verde, miserablemente. Ha perdido su mano derecha,
cercenada de un tajo; tanta sangre derrama por la herida, que se
desmaya de angustia. Ante él, gime y llora su esposa
Abraima, lamentándose, a gritos. Con ella, son más
de veinte mil los que maldicen a Carlos y a Francia, la dulce.
Corren hacia una cripta, donde está la efigie de Apolo, y
lo increpan, ultrajándolo con viles palabras:

-¡Ah, dios maligno! ¿Por
qué permites semejante agravio? ¿Por qué has
consentido la ruina de nuestro rey? ¡Mal pagas a los que te
sirven con abnegación! Después lo despojan de su
cetro y de su corona y lo cuelgan por las manos de una columna.
Por tierra, ante sus pies, lo derriban, y con gruesos palos lo
golpean y quebrantan. Luego le arrancan a Tervagán, su
carbunclo, y arrojan a Mahoma en un foso, para que lo muerdan y
lo pisoteen los cerdos y los perros.

CLXXXVIII

Ha vuelto en sí Marsil,
después de su desmayo. Se hace llevar a su aposento
abovedado; hay allí pinturas y signos
trazados con diversos colores. Y la
reina Abraima vierte lágrimas sobre él y se mesa
los cabellos.

-¡Desdichada de mí! -murmura,
y exclama luego en voz alta-: ¡Ah, Zaragoza! ¡Cuan
desierta quedas al perder al rey gentil que en su feudo te
tenía! Gran felonía cometieron nuestros dioses, que
lo desampararon esta mañana en la batalla. ¡El emir
pasará por un cobarde si no acude a luchar contra esa
intrépida turba, esos valientes orgullosos que en nada
estiman sus vidas! Esforzado y pleno de soberbia es el emperador
de la barba florida: si le presenta batalla el emir, no
habrá de rehuirla. ¡Gran duelo es que no haya
ninguno para darle muerte!

CLXXXIX

El emperador, merced a su gran
poderío, siete años enteros permaneció en
España. Castillos y ciudades conquistó en gran
número. El rey Marsil se esfuerza por resistirle. Desde el
primer año mandó sellar sus breves, requiriendo la
ayuda del emir de Babilonia, Baligán: un anciano cargado
de días que vivió más que Virgilio y que
Homero. Acude
a Zaragoza a socorrer a Marsil: si tal no hace, el rey
renegará de sus dioses y de todos los ídolos que
venera; observará la ley cristiana y tratará la paz
con Carlomagno.

Mas el emir está lejos, ha tardado
mucho. Lanzo su llamamiento a los pueblos de cuarenta reinos; ha hecho
preparar sus grandes naves, embarcaciones ligeras y
falúas, sus galeras y bajeles. Cerca de Alejandría,
hay un puerto junto al mar: allí reúne toda su
flota. Es en mayo, en los primeros días del estío,
cuando se hacen a la mar todas sus tropas.

CXC

Poderosos son los ejércitos de esa
raza odiada. Los infieles navegan a toda vela, reman y gobiernan
el timón.

En la punta de los mástiles y de las
altas proas, brillan numerosos carbunclos y linternas; tal
resplandor arrojan desde la altura en la noche, que el mar se
halla embellecido. Al aproximarse a la tierra de España,
toda la costa centellea de luces. La noticia llega hasta
Marsil.

CXCI

Las huestes sarracenas no detienen un
instante su travesía. Dejan el mar y se adentran en las
aguas dulces. Pasan ante Marbrisa y Marbrosa, y remontan el Ebro
con todas sus naves. Innumerables linternas y carbunclos
centellean, brindándoles gran claridad durante toda la
noche. De madrugada, llegan a Zaragoza.

CXCII

El día luce claro, y brilla el sol.
El emir ha descendido de su bajel. A su derecha avanza Espanelis,
y diecisiete reyes forman su cortejo; luego vienen condes y
duques, cuyo número ignoro. Bajo un laurel, en medio de
una explanada, se recubre la hierba verde con una alfombra de
seda blanca y se dispone allí un trono, todo él de
marfil. En él toma asiento Baligán, el sarraceno, y
todos los demás quedan de pie. El soberano es el primero
en tomar la palabra:

-¡Oídme, libres y valerosos
caballeros! El rey Carlos, emperador de los francos, no tiene
derecho a comer si no es por mi orden. A través de toda
España me ha combatido en recia guerra, y ahora he de ir a
presentarle batalla en Francia, la dulce. No cejaré
durante toda mi vida hasta que él no reciba la muerte o se
declare vencido.

En garantía de sus palabras, golpea
con su guante diestro su rodilla.

CXCIII

Puesto que tal ha dicho, se promete
firmemente que no dejará de ir, por todo el oro que hay
bajo los cielos, a Aquisgrán, donde tiene Carlos sus
cortes. Sus hombres lo elogian y lo aconsejan en igual forma.
Llama entonces el emir a dos de sus caballeros; Clarifán
es el uno y el otro Clariano.

-Sois hijos del rey Maltrayén -les
dice-, aquel que gustosamente solía prestarse para llevar
mensajes. Os ordeno que vayáis a Zaragoza, para anunciarle
de mi parte al rey Marsil que acudo en su ayuda contra los
franceses. Si la ocasión se me presenta, libraré
una gran batalla. En fe de mis palabras, entregadle plegado este
guante adornado con oro, para que se lo ponga en su mano diestra.
Llevadle también esta varita de oro puro, y decidle que
venga a mi para reconocer su feudo. He de ir a Francia, a hacerle
la guerra a Carlos. Si no implora mi merced, rendido a mis
plantas, y no
reniega de la fe cristiana, le quitaré de la cabeza la
corona.

-Bien dijisteis, señor -responden
los infieles.

CXCIV

-¡Barones, cabalgad! -ordena
Baligán-. ¡Que lleve uno de vosotros el guante y el
otro el bastón!

-¡Así lo haremos, amado
señor! -responden ellos.

Tanto cabalgan que al fin llegan a
Zaragoza. Pasan bajo diez puertas, atraviesan cuatro puentes y
recorren las calles donde se cruzan con los burgueses. Al
aproximarse a la parte alta de la ciudad, llega hasta ellos un
fuerte rumor desde el palacio. Encuentran allí reunida a
la turba sarracena, llorando, en medio de un gran clamoreo y
sumida en profundo duelo; los infieles añoran a sus
dioses, Tervagán, Mahoma y Apolo, y se dicen entre
sí:

-¡Pobres de nosotros!
¿Qué haremos ahora? ¡Un terrible azote nos
abruma! Hemos perdido al rey Marsil: el conde Roldán le
cercenó ayer la mano diestra; y tampoco está a
nuestro lado Jurfaret el Blondo. ¡Toda España
será por siempre dominada!

Los dos mensajeros echan pie a tierra junto
a las gradas.

CXCV

Dejan ambos los caballos bajo un olivo; dos
sarracenos los toman de las riendas. Los mensajeros se agarran de
sus mantos y suben luego a lo más alto del palacio. Cuando
penetran en el aposento abovedado, hacen por amistad un saludo
inoportuno:

-¡Que Mahoma y Tervagán, que
en sus manos nos tienen, y Apolo, nuestro señor, salven al
rey y guarden a la reina!

-¡Oigo palabras muy insensatas!
-exclama Abraima-. Esos dioses que invocáis, nuestros
dioses, nos han desamparado. En Roncesvalles hicieron tristes
milagros: dejaron exterminar a nuestros caballeros y mi
señor, que aquí veis, fue abandonado por ellos en
la lid. Ha perdido la mano derecha; Roldán, el poderoso
conde, fue quien se la cortó. ¡Extenderá
Carlos su señorío por toda España!
¿Qué será de mí, desdichada?
¡Ay!, ¿no habrá nadie, pues, que me dé
muerte?

CXCVI

Clariano responde:

-Señora, ¡no
pronunciéis tan vanas palabras! Somos mensajeros de
Baligán, el sarraceno. Él promete socorrer a
Marsil, y en prenda de ello le envía su guante y su
bastón. Tenemos en el Ebro cuatro mil lanchones, bajeles,
barcazas y rápidas galeras, y tantas naves que no puedo
hacer su cuenta. El emir es fuerte y poderoso. Irá a
Francia, en busca de Carlomagno. Está en su ánimo
darle muerte o avasallarlo.

-¿Por qué ir tan lejos?
-exclama Abraima-. Podéis topar a los franceses más
cerca de aquí. Son ya siete años los que lleva el
emperador en este país; es intrépido y buen
adversario; antes moriría que huir de un campo de batalla.
No hay bajo el cielo rey a quien tema más de lo que se
temería a una criatura. ¡Carlos no recela de hombre
viviente!

CXCVII

-¡Basta! -dice el rey Marsil; y
añade, hablando a los mensajeros-: Señores,
dirigíos a mí. Ya lo veis, la muerte me acongoja, y
no tengo hijo ni hija, ni heredero. Tenía uno, y me lo
mataron ayer noche. Decidle a mi señor que venga a verme.
El emir tiene derechos sobre la tierra de
España. Se la devuelvo en franquía, si la quiere,
¡pero que la defienda contra los franceses! Le daré
también un buen consejo en cuanto a Carlomagno: dentro de
un mes será prisionero del emir. Le llevaréis las
llaves de Zaragoza, y le diréis que si da fe a mis
palabras, así sucederá.

-Bien hablasteis, señor -responden
ellos.

CXCVIII

-Carlos, el emperador, ha dado muerte a mis
hombres -prosigue Marsil-; asoló mis tierras, forzó
y violó mis ciudades. Esta noche se detuvo a orillas del
Ebro; está a siete leguas de aquí, las he contado.
Decidle al emir que conduzca a ese lugar su ejército. Por
vuestro intermedio le mando este mensaje: ¡que presente
batalla al momento!

Les hace entrega de las llaves de Zaragoza.
Los mensajeros se inclinan ambos, piden licencia y se disponen a
regresar.

CXCIX

Los dos mensajeros han montado sus
corceles. Abandonan la ciudad con premura y vanse hacia el emir
presa de gran ansiedad. Le presentan las llaves de la ciudad de
Zaragoza, y dice Baligán:

-¿Qué nuevas me
traéis? ¿Dónde está Marsil, a quien
mandé comparecer ante mí?

-Está herido de muerte -responde
Clariano-. Encontrábase ayer el emperador en el paso de
los desfiladeros, porque deseaba regresar a Francia, la dulce.
Había formado una retaguardia digna de él, ya que
con ella se quedó el conde Roldán, su sobrino, y
Oliveros y los doce pares, y veinte mil hombres de Francia, todos
ellos caballeros. Presentoles batalla el valeroso rey Marsil, y
vinieron a encontrarse él y Roldán. Éste le
infirió tal golpe con su espada Durandarte, que le
separó del cuerpo la mano derecha. También dio
muerte a su hijo, que Marsil tanto amaba, y a los barones que con
él estaban. Retirose Marsil huyendo, incapaz de
resistirle, y el emperador lo ha perseguido con gran violencia. El
rey os ruega que le prestéis ayuda; os devuelve en
franquía el reino de España.

Quédase pensativo Baligán. Es
tan grande su duelo que casi se vuelve loco.

CC

-Señor emir -dice Clariano-, ayer en
Roncesvalles se libró una batalla. Roldán
halló la muerte, y con él el conde Oliveros, y los
doce pares que tanto amaba Carlos; veinte mil de sus franceses
perecieron. El rey Marsil perdió la mano diestra y el
emperador le ha dado caza con violencia: no queda en esta tierra
un caballero que no haya sido muerto por el hierro o se haya
ahogado en el Ebro. Los franceses han acampado en sus riberas: se
encuentran en esta comarca tan cerca de nosotros que, si vos lo
queréis, muy dura ha de serles la retirada.

La mirada de Baligán se torna
altanera; su corazón rebosa de alegría y
entusiasmo. Se yergue en su trono y exclama:

-¡Barones, apresuraos! ¡Dejad
las naves y cabalgad vuestros corceles! Si el viejo Carlomagno no
se da a la fuga, el rey Marsil tendrá pronto venganza:
¡por la mano que perdió le entregaré la
cabeza del emperador!

CCI

Los infieles de Arabia han abandonado sus
navíos, y van jinetes en los corceles y los mulos. Dieron
ya comienzo a su cabalgata; ¿qué otra cosa
podrían hacer? El emir, que a todos ha puesto en movimiento,
llama a Gemalfín, uno de sus fieles:

-A ti confío el mando de todas mis
huestes -le dice, y monta después en su caballo bayo.
Cuatro duques lo acompañan. Tanto cabalga que al fin
avista Zaragoza. Echa pie a tierra en un zaguán de
mármol y cuatro condes le sujetan el estribo. Por las
gradas sube hasta el palacio, y Abraima corre a recibirlo,
diciéndole:

-¡Desdichada de mí! ¡En
mala hora nací, señor, que he perdido a mi rey con
tal menoscabo!

Cae a los pies del emir, que la levanta, y
suben ambos a la cámara, llenos de
aflicción.

CCII

Cuando el rey Marsil distingue a
Baligán, llama a dos sarracenos de España y les
ordena:

-Tomadme en vuestros brazos e
incorporadme.

Con su mano izquierda toma uno de sus
guantes y dice:

-Señor rey, emir, os devuelvo todas
mis tierras, y Zaragoza, con el feudo que de ella depende. He
venido a mi perdición, y conmigo he perdido a todo mi
pueblo.

-Gran pesadumbre siento por ello -responde
el emir-; mas no puedo demorar por más tiempo junto a vos:
sé que Carlos no me esperará. No obstante, acepto
vuestro guante.

Abismado en su dolor, se aleja llorando.
Desciende las gradas del palacio, monta su corcel y retorna hacia
sus huestes hincando espuelas. Cabalga con tal premura que deja
atrás a los otros, y grita a cada instante:

-¡Adelante, sarracenos! ¡Ya
apresuran su huida los francos!

CCIII

De madrugada, al primer albor del
día, Carlos, el emperador, se ha despertado. San Gabriel,
que por mandato de Dios lo guarda, alza la mano y traza sobre
él el signo de la cruz. El rey se yergue, se despoja de
todas sus armas y, como él, todos los de su
ejército se desarman a su vez. Después montan en
sus corceles y con gran brío, cabalgan por las largas
huellas y los anchos caminos. Van a contemplar la prodigiosa
catástrofe de Roncesvalles, donde tuvo lugar la
batalla.

CCIV

Carlomagno ha llegado a Roncesvalles, y
vierte llanto por los muertos que allí
encuentra.

-Señores -dice a sus franceses-, id
al paso, porque es necesario que me adelante a vosotros, por mi
sobrino, que anhelo encontrar. Estaba yo en Aquisgrán, el
día de una fiesta solemne, cuando mis valerosos caballeros
se vanagloriaban de recios asaltos y grandes batallas que
más tarde llevarían a cabo. Entonces oí
decir a Roldán que si había de hallar la muerte en
un reino extranjero, se adelantaría a sus hombres y sus
pares en terreno enemigo, y se lo encontraría con la faz
vuelta hacia el adversario: así habría muerto
victorioso, el esforzado.

Un poco más lejos de lo que se puede
arrojar un palo, separándose de los demás, el
emperador sube a un collado.

CCV

Mientras va Carlos en busca de su sobrino,
¡tantas hierbas del prado y tantas flores encuentra
enrojecidas por la sangre de nuestros barones! La piedad lo
invade, y no puede contener las lágrimas. Llega finalmente
a la sombra de dos árboles. Sobre tres rocas reconoce
los golpes de Roldán y entre la hierba verde contempla a
su sobrino que yace. ¿Quién se asombrará, si
se estremece de dolor? Baja del caballo, acude corriendo. Entre
sus manos toma el cuerpo… Tanto lo abruma la angustia que sobre
él se desmaya.

CCVI

Ha vuelto en sí el emperador. El
duque Naimón, el conde Acelino, Godofredo de Anjeo y su
hermano Thierry lo toman en sus brazos, lo incorporan bajo un
pino. Carlos mira a tierra y ve a su sobrino tendido. Con gran
dulzura, dice sobre él su lamento:

-¡Roldán, amigo mío!
¡Que Dios te haga merced! Jamás hombre alguno
conoció un caballero que como tú entablara las
grandes batallas y lograse la victoria. Mi prestigio comienza a
declinar.

No puede contenerse Carlos por más
tiempo, y pierde el sentido.

CCVII

El emperador ha vuelto de su desmayo.
Cuatro de sus barones lo sostienen en sus manos. Mira a tierra, y
ve a su sobrino tendido. Su cuerpo sigue siendo hermoso, pero ha
perdido el color; han girado en las órbitas sus ojos, y
los invaden las tinieblas. Con amor y fe,
Carlos dice sobre él su lamento;

-¡Roldán, amigo mío.
¡Que Dios coloque tu alma entre las flores, en el
paraíso, junto a los que disfrutan de la gloria!
¡Mal señor fue el que a España te
llevó! No habrá de despuntar un día en que
por ti no sufra. ¡Cómo van a decaer mí fuerza
y mis bríos! Ya no habrá nadie para defender mi
honor; me parece no tener ya ni un solo amigo bajo el cielo.
¡Entre los parientes que conmigo quedan, ninguno tiene tu
valor!

A puñados se arranca los cabellos.
Cien mil franceses sienten tan agudo dolor que ni uno solo deja
de derramar lágrimas.

CCVIII

-Roldán, amigo mío, a Francia
tornaré. Cuando llegue a Laon, mi dominio privado,
de muchos reinos acudirán vasallos extranjeros y me
preguntarán: "¿dónde está el conde
capitán?" Yo les responderé que halló la
muerte en España. Ya mi reino estará siempre
marcado por el dolor, y no viviré un día sin llorar
y gemir.

CCIX

-¡Roldán, amigo mío,
valiente, gallarda juventud!
Cuando me encuentre en Aquisgrán, mi dominio,
vendrán los vasallos a conocer las nuevas. Yo se las
diré, extrañas y penosas: "¡Ha muerto mi
sobrino, aquel que conquistó para mí tantos
territorios!" Contra mí se alzarán en
rebelión los sajones, los húngaros y los
búlgaros, y tantos otros pueblos malditos; los romanos y
los de Apulia, y todos los de Palermo, los de África y los
de Califerna. Comenzarán entonces mis penas y calamidades.
¿Quién conducirá mis huestes con tal
denuedo, ahora que ha muerto aquel que siempre las guió?
¡Ah, Francia, cuan desolada quedas! ¡Es tan grande mi
duelo que más quisiera estar muerto!

El emperador mesa su barba blanca y con
ambas manos se arranca los cabellos de la cabeza! Cien mil
franceses quedan por tierra sin sentido.

CCX

-¡Roldán, amigo mío,
que Dios se apiade de ti! ¡Que acoja tu alma en el
paraíso! ¡Aquel que te dio muerte, a Francia
dejó desamparada! ¡Tan agudo es mi dolor que
quisiera morir! ¡Ay, mis caballeros, que por mí
perdisteis la vida! ¡Plegue a Dios, el hijo de María
Santísima, que antes de alcanzar los grandes puertos de
Cize, mi alma se separe de mi cuerpo en este día, para ser
colocada entre vuestras almas, y mi carne sepultada con la
vuestra!

Llora y se mesa la barba blanca. Y dice el
duque Naimón:

-¡Grande es la angustia de
Carlos!

CCXI

-Señor emperador -dice Godofredo de
Anjeo-, ¡no deis rienda suelta a este dolor! Haced buscar
por todo el campo los nuestros, a quienes los de España
dieron muerte en la lid. Ordenad que se les dé sepultura
en una misma fosa.

Y responde el rey:

-Tocad vuestro olifante, para que la orden
sea dada.

CCXII

Godofredo de Anjeo ha tocado su olifante.
Echan pie a tierra los franceses, tal corno lo ha dispuesto
Carlos. Al momento llevan a una fosa común a todos los
amigos que encuentran muertos. En el ejército hay obispos
y abades en gran número, monjes, canónigos y
sacerdotes tonsurados; ellos les dan la absolución en
nombre de Dios y los bendicen. Queman después mirra y
tomillo, inciensan los cuerpos con esmero y los entierran con
todos los honores. Luego los dejan: ¿qué más
podrían hacer por ellos ahora?

CCXIII

El emperador hace preparar a Roldán,
a Oliveros y al arzobispo Turpín para la sepultura. Ante
sus ojos, manda abrir a los tres y ordena que se recojan sus
corazones en un cendal de seda y se guarden en un ataúd de
mármol blanco. Luego toman los cuerpos de los tres barones
y los envuelven en pieles de ciervo, no sin antes haberlos lavado
con aromas y vino. El rey llama a Tibaldo y Gebuino, al conde
Milón y a Atón, el marqués, y les
dice:

-Llevadlos en tres carros.

Los tres están bien cubiertos con
lienzos de seda de Calada.

Monografias.com

CCXIV

El emperador se dispone a regresar, y he
aquí que ante él surge la vanguardia de
los sarracenos. De la tropa más cercana se destacan dos
mensajeros que, en nombre del emir, le anuncian la
batalla:

-Rey soberbio, no habrás de retornar
tan pronto. ¡Mira como tras de ti cabalga Baligán!
Poderosos son los ejércitos que trae consigo de Arabia.
¡Antes de la noche pondremos a prueba tu valor!

Carlos, el rey, lleva la mano a su barba y
queda pensativo, recordando su duelo y todo lo que perdió.
Pasea sobre sus mesnadas una mirada llena de fiereza y exclama
con voz fuerte y clara:

-¡Barones franceses! ¡A caballo
y a las armas!

CCXV

El emperador se arma el primero. Con gran
premura reviste su cota, se anuda el yelmo y ciñe Joyosa,
cuyo centelleo ni el mismo sol puede apagar. Suspende de su
cuello un escudo de Biterna, y toma su pica,
enarbolándola. Monta después en Tencedor, su buen
corcel, que conquistó en los vados de Marsona cuando
desarzonó y derribó muerto a Malpalín de
Narbona. Suelta las riendas a su montura, le hinca repetidamente
las espuelas y se lanza al galope a la vista de cien mil hombres.
E invoca a Dios y al apóstol de Roma.

CCXVI

Por todo el campo, los de Francia echan pie
a tierra; son más de cien mil los que se arman a la vez.
Tienen equipos a su gusto, sus corceles son briosos y lucidas sus
armas. Saltan gallardamente sobre sus monturas. Si llega la hora,
se prometen librar batalla. Ondean los gonfalones hasta tocar los
yelmos. Al contemplar Carlos tan cabal prestancia, llama a
Jocerán de Provenza, al duque Naimón y a Antelmo de
Maguncia, diciéndoles:

-Podemos contar con estos valientes.
¡Insensato el que entre ellos sienta algún temor! Si
no renuncian a la lucha los árabes, espero cobrarme muy
cara la muerte de Roldán.

Y responde el duque
Naimón:

-¡Así lo quiera
Dios!

CCXVII

Carlos llama a Rabel y Guinemán y
les dice:

-Señores, os lo ordeno, tomad los
puestos de Roldán y Oliveros: lleve uno de vosotros la
espada y el otro el olifante. Cabalgad los primeros, delante de
los demás, y con vosotros quince mil franceses, todos
ellos bachilleres y de los más valientes entre nuestros
valientes. Otros tantos habrán de seguiros, al mando de
Gebuino y Lorenzo: El duque Naimón y Jocerán, el
conde, disponen los dos cuerpos de batalla en arrogante
formación. Cuando llegue la hora, muy dura habrá de
ser la contienda.

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