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El cantar de Roldán: Poema épico: texto completo -Anónimo francés (c. 1100) (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4

CCXVIII

Los dos primeros cuerpos de batalla se
constituyen de franceses. Más tarde se establece el
tercero, compuesto de vasallos de Baviera: se estima su
número en veinte mil caballeros. Nunca por su lado
habrá de ceder la línea de combate. Excepto los de
Francia, que
conquistan los reinos, no hay
gente bajo el cielo que Carlos quiera más. El conde Ogier
el Danés, buen guerrero, será su jefe, porque es
muy gallarda la tropa.

CCXIX

Cuenta ya Carlos, el emperador, con tres
cuerpos de batalla. El duque Naimón forma entonces el
cuarto con barones de gran denuedo: son oriundos de Alemania y se
calcula su número en veinte mil. Poseen buenos corceles y
magníficas armas.
Jamás por miedo a morir retrocederán un paso.
Herman, duque de Tracia, será su guía; antes
prefiere la muerte a
cometer una villanía.

CCXX

El duque Naimón y Jocerán, el
conde, disponen que el quinto cuerpo de batalla esté
compuesto por normandos. Todos los franceses estiman su
número en veinte millares. Tienen bellas armas y buenos
corceles ligeros; antes morirán que rendirse. No hay bajo
el cielo pueblo que más valga para la lid. Ricardo el
Viejo los conducirá y habrá de dar recios golpes
con su afilada pica.

CCXXI

El sexto cuerpo está integrado por
bretones. Reúnense allí treinta mil caballeros, que
galopan como cumplidos barones: llevan pintadas las astas de sus
lanzas y ondean en la punta los gonfalones. El señor que
los manda tiene por nombre Eudes. Llama al conde Nevelón,
a Tibaldo de Reims y al marqués Atón,
diciéndoles:

-Conducid mi mesnada, os dejo ese
honor.

CCXXII

Ya tiene formados el emperador seis cuerpos
de batalla. El duque Naimón establece entonces el
séptimo, con gente del Poitou y barones de Auvernia.
Habrá allí unos cuarenta mil caballeros. Tienen
buenos corceles y magníficas armas. Se reúnen
aparte en un valle, al pie de una colina y Carlos los bendice con
su mano diestra. Jocerán y Gaucelmo habrán de
mandarlos.

CCXXIII

En cuanto al octavo cuerpo de batalla,
Naimón lo ha formado con flamencos y con barones de
Frisia; son más de cuarenta mil caballeros. Allí
donde ellos se encuentren, jamás decaerá el
combate. Y dice el rey:

-Buen servicio me
habrán de hacer éstos.

Reinaldo y Aimón de Galicia los
conducirán como nobles caballeros.

CCXXIV

Naimón y Jocerán han formado
con valientes el noveno cuerpo de batalla. Son caballeros de
Lorena y Borgoña, y hay allí unos cincuenta mil
bien contados, con el yelmo atado y vestidos con la cota. Tienen
fuertes picas, de asta corta. Si los árabes no rehuyen la
lucha, hallarán en ellos recios adversarios, cuando
arremetan. Los guiará Thierry, duque de Argona.

CCXXV

Barones de Francia integran el
décimo cuerpo de batalla. Hay allí cien mil de
nuestros mejores capitanes. Gallarda es su figura, su porte
altivo; son floridas sus sienes y blancas sus barbas. Los cubren
armaduras y cotas de doble malla, y ciñen espadas de
Francia y de España.
Sus bien cincelados escudos están adornados con
innumerables marcas. Han
montado a caballo y piden combatir a los gritos de
¡Montjoie! Con éstos va Carlomagno. Godofredo de
Anjeo es portador del oriflama. Había pertenecido a San
Pedro y se llamaba Romano, mas cambió su nombre por el de
Montjoie.

CCXXVI

El emperador baja de su caballo. Sobre la
hierba se prosterna, la faz contra la tierra.
Vuélvela luego hacia el sol naciente e
invoca a Dios de todo corazón:

-¡Padre Verdadero! Defiéndeme
en este día, Tú que salvaste a Jonás del
vientre de la ballena, Tú que perdonaste al rey de
Nínive y libraste a Daniel del horrible suplicio en la
fosa de los leones, Tú que protegiste a los tres niños
en el horno ardiente. ¡Válgame tu amor en este
día! ¡Si te place, concédeme por tu gracia
que pueda vengar a mi sobrino Roldán!

Terminada su oración,
yérguese Carlos y traza sobre su frente el signo que
fortalece. Vuelve luego a montar su rápido corcel, cuyo
estribo le han sujetado Naimón y Jocerán. Toma su
escudo y su tajante pica. Su cuerpo es noble, gallarda y airosa
su apostura. Tiene el rostro claro y sereno. Seguidamente,
cabalga, firme sobre los estribos. Al frente y a retaguardia
suenan los clarines; más agudo que los otros, se eleva el
sonido del
olifante. Y lloran los de Francia por la ausencia de
Roldán.

CCXXVII

Gallardamente cabalga el emperador. Su
barba le cubre el pecho, fuera de la cota. Por amor a él
imítanle los demás: así habrán de
reconocerse los cien mil franceses de su cuerpo de batalla.
Salvan los montes y las cumbres rocosas, los valles profundos y
los siniestros desfiladeros. Dejan atrás los puertos y las
comarcas salvajes. Penetran en España y toman
posición en una planicie.

Retornan hacia Baligán sus enviados.
Un sirio le dice el mensaje:

-Hemos visto a Carlos, el rey soberbio.
Orgullosos son sus hombres y no habrán de faltarle. Armaos
al punto: libraréis batalla.

-Espléndida se anuncia -dice
Baligán-. ¡Haced sonar vuestros clarines para que lo
sepan mis sarracenos!

CCXXVIII

Por todo el ejército hacen resonar
los tambores y las bocinas, y el toque agudo y claro de los
olifantes. Desmontan los infieles para armarse. No desea el emir
mostrarse lento: se cubre con su cota de faldones bruñidos
y ata su yelmo guarnecido de oro y de
pedrerías. Después ciñe su espada a su
costado izquierdo; en su vanidad, le ha encontrado nombre. Como
ha oído
hablar de la espada de Carlos, él llama a la suya
Preciosa; tal es su grito de guerra en las
batallas, y lo hace corear por sus caballeros. Suspende
después a su cuello uno de sus escudos, grande y ancho; la
bloca es de oro con los bordes de cristal; la correa es de buen
paño de seda bordado de círculos. Enarbola su pica,
que llama Maltet; el asta es tan gruesa como una maza, el
hierro
sería carga suficiente para un mulo.

Baligán monta sobre su caballo;
Márcules de Ultramar le ha sujetado el estribo. Tiene el
esforzado muy grande la horcajadura, las caderas estrechas y
anchos los costados; amplio y bien modelado el pecho, robustos
los hombros, muy clara la tez y altanero el semblante. Su cabello
ensortijado es tan blanco como flor de primavera, y muchas veces
ha probado su denuedo. ¡Dios!, ¡qué
barón, si cristiano fuera! El emir azuza su corcel: brota
clara la sangre bajo la
espuela. Se lanza al galope y salta un fosa cuya anchura puede
calcularse en cincuenta pies. Los infieles exclaman:

-¡Para defender las fronteras
está hecho este varón! ¡No hay francés
que al pretender combatirlo no pierda, quiéralo o no, su
vida! ¡Muy loco está Carlos si no ha batido en
retirada!

CCXXIX

El emir tiene el aspecto de un verdadero
barón. Como flor blanca es su barba. Es doctor muy sabio
en su ley y se muestra soberbio
e intrépido en la lid. Su hijo Malprimís es
también cumplido caballero. Es de alta estatura y fuerte;
tiene la traza de sus antepasados.

-¡Vamos, pues, señor!
¡Adelante! -le dice al padre-. ¡Mucho me
sorprenderá que topemos con Carlos!

Y responde Baligán:

-Lo encontraremos, porque es muy valiente.
Muchas crónicas dicen de él grandes alabanzas. Pero
ya no tiene a su sobrino Roldán, no bastarán sus
fuerzas para enfrentarnos.

CCXXX

Y añade Baligán:

-Malprimís, hijo gentil, el otro
día hallaron la muerte
Roldán, el buen vasallo, y Oliveros, el valeroso y noble,
y con ellos los doce pares que tanto amaba Carlos. Fueron muertos
veinte mil combatientes de los de Francia. A todos los
demás no les otorgo el valor de un
guante. En verdad, regresa el emperador: me lo anunció el
sirio, mi mensajero. Diez grandes cuerpos de batalla se encaminan
hacia aquí. El que toca el olifante es de gran bravura. Su
compañero le responde con un cuerno de sonido claro, y
ambos cabalgan los primeros; con ellos van quince mil franceses
de los bachilleres que Carlos llama sus hijos. Tras de
éstos, otros tantos se aproximan, que muy gallardamente
combatirán.

-Un don os pido -dice Malprimís-:
¡otorgadme que sea yo quien dé el primer
golpe!

CCXXXI

-Malprimís, hijo mío
-responde Baligán-, os concedo lo que me habéis
pedido. Al momento acometeréis a los franceses.
Llevaréis con vos a Torleu, el rey persa y Dapamor, otro
rey leude. Si lográis echar por tierra su
inmenso orgullo, os daré una parte de mi reino, desde el
Jordán hasta Valmarqués.

-¡Gracias os sean dadas,
señor! -responde Malprimís.

Se adelanta, recibe el don, la tierra que
fue del rey Florián. En mala hora la acepta: nunca
había de verla. Nunca será investido de este feudo
ni llegará a poseerlo.

CCXXXII

Cabalga el emir entre las filas de sus
huestes. Su hijo, el de la alta estatura, lo sigue. Al momento,
el rey Torleu y el rey Dapamor establecen treinta cuerpos de
batalla; el número de caballeros es asombroso: el menor
escuadrón cuenta con cincuenta mil. Forman el primero los
de Butrinto, y el segundo los de Misnia, de grandes cabezas; les
crecen en el espinazo, a lo largo de la espalda, cerdas como
tienen los puercos. El tercero está compuesto de nubios y
de blos, y el cuarto de brucios y de esclavones, y el quinto de
sármatas y serbios, y el sexto de armenios y moros. Forman
el séptimo los de Jericó, el octavo los de
Nigricia, el noveno los kurdos y el décimo los de Balida
la Fuerte. Es una raza que jamás persiguió el bien.
Jura el emir, con todos los juramentos que conoce, por los
milagros de Mahoma y por su cuerpo:

-¡Muy loco está Carlos de
Francia, que hacia nosotros cabalga! Si no la rehuye,
tendrá la batalla. Jamás volverá a ostentar
la corona de oro.

CCXXXIII

Organizan después otros diez
escuadrones de combate. Está compuesto el primero de feos
cananeos, que vinieron de Valfuida a campo traviesa; el segundo
de turcos, el tercero de persas y el cuarto de petchenecos.
Forman el quinto los soltras y los ávaros, el sexto los
ormaleses y los egeos, el séptimo los del pueblo de
Samuel, el octavo los de Brusa, el noveno los de Clavers y el
décimo los de Occián la Desierta: componen una
turba que jamás sirvió a Dios. Nunca oiréis
hablar de peores felones. Tienen la piel tan dura
como el hierro, y por eso no necesitan loriga ni yelmo. Son
recios y porfiados en la lucha.

CCXXXIV

Ha organizado el emir otros diez cuerpos de
batalla. El primero está formado de gigantes de Malprosa,
el segundo de hunos y el tercero de húngaros; el cuarto se
compone de los de Baldisa la Luenga, el quinto de los de
Valpenosa y el sexto de los de Marosa. El séptimo lo
integran lituanos y astrimonios, el octavo los de
Argólide, el noveno los de Clarbona y el décimo los
de Fronda, de luengas barbas. Es una turba que jamás quiso
a Dios. Los anales de los francos enumeran de esta guisa treinta
cuerpos de ejército. Imponentes son las huestes, en las
que pregonan las bocinas. Los infieles cabalgan con
denuedo.

CCXXXV

El emir es señor de gran
poderío. Hace llevar ante él su dragón, el
estandarte de Tervagán y de Mahoma, y una imagen de Apolo,
el felón. Diez cananeos cabalgan escoltándolos; en
voz alta van sermoneando de esta suerte:

-¡Aquel que de nuestros dioses espere
la salvación, que los sirva y los adore con todo respeto!

Los infieles inclinan la cabeza; sus yelmos
centelleantes se humillan hasta tierra.

Y dicen los franceses:

-¡Truhanes, muy pronto habrá
de llegaros la muerte! ¡Que este día siembre la
confusión entre vosotros! ¡Vos, Dios nuestro,
defended a Carlos! ¡Que su nombre quede vencedor de esta
batalla!

CCXXXVI

El emir es un jefe de mucho juicio. Llama a
su hijo y a los dos reyes y les dice:

-Señores barones, cabalgaréis
al frente. Habréis de tomar el mando de todos mis cuerpos
de ejército, pero quiero conservar a mi lado tres de
ellos, entre los mejores: el primero de turcos, el segundo de
ormaleses y el tercero de gigantes de Malprosa. Junto a mí
estarán los de Occián; ellos acometerán a
Carlos y a los franceses. Si el emperador viene a justar conmigo,
le separaré la cabeza de los hombros. ¡Créalo
bien! No habrá de caberle otra suerte.

CCXXXVII

Grandes son los ejércitos, gallardos
los cuerpos de batalla. No hay entre franceses y moros ni monte
ni valle, ni collado, ni selva ni bosque que pueda disimular una
hueste: se contemplan frente a frente, sobre la tierra
llana.

Y dice Baligán:

– ¡Adelante, mis sarracenos!
¡Cabalgad para buscar la lucha!

Amborio de Oliferna es portador de la
insignia. Al verla, los infieles claman "¡Preciosa!", que
es su grito de guerra.

Y dicen los franceses:

-¡Sea este día el de vuestra
perdición! -Y añaden luego, con voz potente-:
¡Montjoie!

El emperador hace tocar los clarines, y el
olifante, que a todos conforta. Los infieles dicen:

-Magnifico es el ejército de Carlos.
Será una batalla de gran violencia y
reciedumbre.

CCXXXVIII

Anchuroso es el llano y a lo lejos se
extiende la comarca. Centellean los yelmos de oro guarnecidos de
piedras preciosas, y los escudos y las cotas bruñidas, y
las picas y los gonfalones atados a los hierros. Pregonan los
clarines; sus voces son muy
claras, y muy agudas las notas del olifante.

El emir llama a su hermano Canabeu, el rey
de Floredea dueño de las tierras hasta Valsevré. Le
muestra los cuerpos de ejército de Carlos y le
dice:

-¡Ved el orgullo de Francia, la
celebrada! El emperador cabalga lleno de soberbia. Forma la
retaguardia con esos ancianos que ostentan sobre las armaduras
sus barbas tan blancas como nieve sobre hielo. Éstos
darán recios golpes con sus espadas y sus lanzas.
Tendremos una batalla dura y encarnizada; nunca se verá
otra semejante.

Al frente de sus mesnadas, más lejos
de lo que se podría arrojar una vara pelada, cabalga
Baligán, gritando:

-¡Vamos, sarracenos, que yo os
señalaré el camino! Enarbola su pica, cuya punta
dirige hacia Carlos.

CCXXXIX

Carlos el grande, cuando ve el emir y el
dragón, la enseña y el estandarte, y cuán
poderosa es la hueste de los árabes, y cómo cubren
toda la comarca menos el terreno en que se mantiene, exclama con
sonora voz, el rey de Francia:

-Barones francos, sois buenos vasallos;
¡en tantas grandes batallas habéis lidiado! Ved los
infieles: son felones y cobardes. Su ley no vale un dinero. Si
esta turba es numerosa, ¿qué nos importa,
señores? Aquel que no quiera seguirme al instante,
¡que se vaya!

Después clava las espuelas en su
corcel. Tencedor da cuatro brincos y dicen los
franceses:

-¡Este rey es un bravo!
¡Cabalgad, barones, ninguno de nosotros habrá de
faltarle!

CCXL

El día es claro y centellea el sol.
Magníficos son los ejércitos, poderosos los cuerpos
de batalla. Los de vanguardia se
acometen. El conde Rabel y el conde Guinemán dejan sueltas
las riendas a sus ligeros corceles y clavan con fuerza las
espuelas en sus costados. Los francos arremeten entonces al
galope y corren a herir con sus tajantes picas.

CCXLI

El conde Rabel es intrépido
caballero, Azuza su corcel con las espuelas de oro fino y ataca a
Torleu, el rey persa: ni el escudo ni la cota resisten el golpe.
Le hunde en las carnes su pica dorada y lo derriba muerto sobre
unos arbustos. Los franceses exclaman:

-¡Dios nos ayude! ¡Con Carlos
está el derecho, no debemos faltarle!

CCXLI I

Lucha Guinemán contra un rey leude.
Le parte la adarga, pintada de flores; después le rompe la
cota, le hunde en la carne todo el gonfalón y, lloren por
ello o se rían, lo derriba muerto. Al contemplar la
hazaña, gritan los de Francia:

-¡Herid, barones, no demoréis!
¡La razón está con Carlos contra la turba
maldita! ¡Dios nos ha elegido para defender el juicio
verdadero!

CCXLIII

Malprimís es jinete de un corcel
todo blanco. Se arroja en la multitud de los franceses, y corre
de uno a otro dando recios mandobles y derribando muerto sobre
muerto. Baligán es el primero en gritar:

-¡Ah, mis barones, largo tiempo os he
mantenido! Mirad a mi hijo: ¡se esfuerza por topar con
Carlos! ¡A cuántos caballeros ha desafiado con sus
armas! ¡Es vano buscar adalid más valeroso que
él! ¡Prestadle el socorro de vuestras tajantes
picas!

A tales palabras, arremeten los infieles,
repartiendo recios golpes: grande es la matanza. La batalla es
prodigiosa y ruda: ni antes ni después se vio otra
más violenta.

CCXLIV

Grandes son los ejércitos,
intrépidas las huestes. Todos los cuerpos de batalla han
trenzado la lucha. Los infieles atacan con singular denuedo.
¡Dios! ¡Cuántas astas partidas en dos,
cuántos escudos rotos, cuántas cotas desgarradas!
La tierra está cubierta de despojos. ¡Ah, la hierba
del prado, tan verde, tan delicada!… El emir arenga a sus
hombres:

-¡Arremeted, barones, sobre esta
turba cristiana!

La batalla es dura y porfiada. Ni antes ni
después se vio ninguna de tamaña reciedumbre. No
tendrá tregua hasta la noche.

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CCXLV

El emir incita a los suyos:

-¡Herid, sarracenos, que sólo
para eso estáis aquí! ¡Os daré nobles
y bellas mujeres, os haré dueños de feudos, de
dominios y de tierras!

Y responden los infieles:

-Es nuestro deber hacerlo.

A fuerza de repetir los ataques, numerosas
picas se quiebran; y he aquí que se desenvainan entonces
más de cien mil alfanjes. La contienda se ha tornado
dolorosa y horrible; el que se halla entre los adversarios sabe
lo que es una batalla.

CCXLVI

El emperador exhorta a sus
franceses:

-Señores barones, mucho os estimo,
tengo fe en vosotros. ¡Hartas batallas por mí
librasteis, conquistasteis muchos reinos y destronasteis
monarcas! Lo reconozco, y os debo por ello, en galardón,
mi cuerpo, mis tierras y mis riquezas. Vengad a vuestros hijos,
vuestros hermanos y vuestros herederos, que en Roncesvalles
hallaron la muerte el otro día. Bien lo sabéis: la
razón está conmigo contra los infieles.

Y responden los francos:

-¡Bien decís,
señor!

Son veinte mil los que en torno a él
juran todos a una, por su fe, no faltarle ni en la muerte ni en
la angustia. Para ello, sabrán emplear cada uno su lanza.
Al momento, acometen con sus espadas. La batalla es prodigiosa y
encarnizada.

CCXLVII

Malprimís cabalga por todo el campo,
haciendo gran matanza entre los de Francia. El duque
Naimón lo mira con fiereza y lo acomete con gran denuedo.
Le rompe el brocal de su escudo, le desgarra los dos faldones de
su cota, le hunde en la carne todo su gonfalón amarillo y
lo derriba muerto entre los que yacen innumerables.

CCXLVIII

El rey Canabeu, hermano del emir, clava
fuertemente las espuelas en su corcel. Ha desnudado su espada,
cuyo pomo es de cristal. Golpea a Naimón sobre el yelmo;
se lo parte en dos mitades, cortando cinco lazos con su espada de
acero. De nada le
sirve el capacete; le hiende la cofia hasta la carne y cae por
tierra un pedazo. El golpe fue rudo, el duque está como
fulminado. Va a caer, mas Dios le ayuda. Con ambos brazos se
aferra al pescuezo de su montura. Si el infiel lo vuelve a herir,
hallará la muerte el noble vasallo. Para prestarle socorro
se acerca Carlos de Francia.

CCXLIX

Gran angustia oprime al duque
Naimón. Y lo amenaza el infiel con repetir al instante su
golpe. Carlos le dice:

-¡Truhán, en mala hora
atacaste a ese hombre!

En su intrepidez, acude a herirlo. Rompe el
escudo del infiel y se lo aplasta contra el corazón; le
parte el ventalle de su armadura y lo derriba muerto: la silla
queda vacía.

CCL

Carlomagno, el rey, está penetrado
de dolor al contemplar a Naimón herido ante sus ojos y
viendo cómo se derrama la clara sangre sobre la hierba
verde. E inclinándose sobre él, le dice:

-Gentil duque Naimón, cabalgad a mi
lado. Ya pereció el truhán que os acosaba. El
cuerpo le traspasé con mi pica.

Y responde el duque:

-Señor, en vos confío; si
sobrevivo, nada perderéis.

Después, con todo afecto y toda fe,
cabalgan juntos, y con ellos veinte mil franceses. Ni uno de
éstos deja de cortar y herir.

CCLI

El emir cabalga por el campo. Acude a herir
al conde Guinemán. Contra el corazón le aplasta su
escudo blanco, destroza los faldones de su cota, le abre en dos
el pecho y lo derriba muerto de su rápida montura.
Después da muerte a Gebuino y Lorenzo y a Ricardo el
Viejo, señor de los normandos. Los infieles
exclaman:

-¡Bien demuestra Preciosa su
valía! ¡Atacad, sarracenos, que hay quien vele por
nosotros!

CCLII

¡Qué bello es contemplar a los
caballeros de Arabia, los de Occián, de Argólide y
Vasconia cuando acometen con sus picas! Y por su parte, no
piensan los francos en romper sus filas. Muchos contendientes de
ambos bandos han hallado ya la muerte. Hasta la noche persiste el
fragor de la batalla. ¡Qué estragos ha causado entre
los barones de Francia! ¡Cuántos duelos habrá
antes de que tome fin!

CCLIII

Franceses y moros luchan a cual más.
¡Cuántas astas, cuántas bruñidas picas
se han quebrado! Aquel que viera estos escudos destrozados, que
escuchara resonar las blancas lorigas y rechinar las rodelas
contra los yelmos, aquel que viera desplomarse tantos caballeros
y morir tantos hombres, aullando, sobre la tierra, tendría
memoria de un
gran dolor. Muy dura es de sostener esta batalla. El emir invoca
a Apolo, a Tervagán y también a Mahoma:

-Mis señores dioses: largo tiempo
fui vuestro siervo. ¡De oro puro haré esculpir todas
vuestras imágenes!

Ante él se presenta uno de sus
fieles, Gemalfín, portador de malas nuevas:

-Baligán, señor -le dice-, un
gran infortunio se ha abatido sobre vos: habéis perdido a
vuestro hijo Malprimís. Y Canabeu, vuestro hermano, ha
sido muerto. Dos .franceses tuvieron la suerte de vencerlos. Creo
que uno de los dos es el emperador: es un barón de elevada
estatura, cuya prestancia es propia de un paladín; tiene
la barba blanca como flor de abril.

El emir baja la cabeza, cargada del yelmo.
Se le ensombrece el rostro y es tan agudo su dolor que se siente
morir. Y llama a Jangleu de Ultramar.

CCLIV

Dice el emir:

-Jangleu, acercaos. Sois hombre valeroso y
de juicio cabal: siempre acudí a vos en busca de consejo.
¿Qué pensáis de árabes y franceses?
¿Obtendremos el triunfo en esta batalla?

-Hallasteis la muerte, Baligán -le
es respondido-; vuestros dioses ya no han de protegeros. Carlos
es altivo y esforzados sus hombres. Jamás vi turba tan
intrépida en el combate. Mas llamad en vuestra ayuda a los
barones de Occián, turcos, árabes y gigantes.
¡Sea lo que fuere, no demoréis un
instante!

CCLV

El emir ha extendido sobre su coraza su
barba blanca como la flor del espino. Sea lo que fuere, no es su
deseo ocultarse. Lleva a sus labios una bocina de timbre claro y
la hace sonar con tal fuerza que el toque llega a oídos de
sus sarracenos: por todo el campo se reagrupan sus huestes. Los
de Occián rebuznan y relinchan, los de Argólide
aúllan como perros.
¡Con qué intrepidez desafían a los franceses!
Arremeten en las filas más compactas, las quebrantan y
dispersan. Y después de su acometida, quedan siete mil
muertos sobre el terreno.

CCLVI

El conde Ogier no supo jamás lo que
era cobardía. Nunca cubrió una cota más
cumplido caballero. Cuando ve quebrantados los cuerpos de
ejército francos, llama a Thierry, el duque de Argona, a
Godofredo de Anjeo y al conde Jocerán. Con gran fiereza
exhorta a Carlos:

-¡Ved -le dice- cómo perecen
vuestros hombres a manos de los infieles! ¡Dios no permita
que ostenten vuestras sienes la corona si no los acometéis
al punto para vengar vuestra deshonra!

Nadie responde una sola palabra. Todos
clavan con fuerza las espuelas, lanzan a la carrera sus corceles
y acuden a herir al enemigo dondequiera que lo
encuentren.

CCLVII

Carlomagno, el rey, asesta prodigiosos
mandobles. Y con él, Naimón el duque, Ogier el
Danés y Godofredo de Anjeo que es portador del estandarte.
Y entre todos sobresale por su bravura mi señor Ogier el
Danés. Espolea su corcel, lo lanza con gran brío y
acude a herir al que lleva el dragón, con fuerza tal que
al instante derriba ante sí a Amborio, con el
dragón y la enseña del rey. Contempla
Baligán cómo cae su gonfalón y se abate el
estandarte de Mahoma. Entonces comienza a comprender el emir que
el error lo acompaña y que el derecho va con Carlomagno.
Los infieles de Arabia se aprestan a la retirada. El emperador
exhorta a sus franceses:

-¡Decid, barones, por Dios, si
habréis de socorrerme! Y los francos responden:

-¿Por qué preguntarlo?
¡Felón es quien no luche a porfía!

CCLVIII

Declina el día y ya se acerca el
crepúsculo. Francos e infieles combaten con sus espadas.
Los que han hecho enfrentarse estos ejércitos son ambos
valerosos. No echan a olvido su divisa:

-¡Preciosa! -exclama el
emir.

Y Carlos le responde con su célebre
grito de guerra:

-¡Montjoie!

Los dos se reconocen por sus voces altas y
claras. En medio del campo se topan y se desafían,
cambiando recios golpes de pica sobre sus adargas adornadas con
círculos. Ambos parten la del adversario por debajo de los
anchos brazales; los faldones de las dos cotas se desgarran, pero
los combatientes no reciben herida en su carne. Se rompen las
cinchas, resbalan las sillas y caen ambos reyes. En el suelo, se
incorporan con presteza y desnudan intrépidamente sus
espadas. Nadie habrá de interponerse en este combate; no
podrá tener término hasta que no perezca uno de los
dos hombres.

CCLIX

Carlos, el de la dulce Francia, es de
singular bravura, y el emir no le tiembla ni se atemoriza.
Enarbolan sus espadas desnudas y descargan sobre sus escudos
recias estocadas. Parten los cueros y las maderas, que son
dobles; los clavos se desprenden, los brazales vuelan en pedazos.
Después, a cuerpo limpio, se golpean sobre sus corazas. De
sus yelmos claros salen chispas. No ha de terminar esta lucha sin
que uno de los dos reconozca su error.

CCLX

Dice el emir:

-¡Carlos, vuelve en ti!
¡Resígnate a mostrarme tu arrepentimiento! En
verdad, has dado muerte a mi hijo y es gran injusticia que
quieras despojarme de mi tierra. Conviértete en mi vasallo
y ríndeme pleitesía, y ven después conmigo a
Oriente para servirme.

Y responde Carlos:

-A fe que sería cometer gran
villanía. No debo otorgar a un infiel ni paz ni amor.
Acepta la ley que nos reveló Dios, la ley cristiana: de
este modo te amaré al instante. Después confiesa y
sirve al rey Todopoderoso.

-¡Mal sermón me estás
predicando! -dice Baligán. Y seguidamente reanudan su
lucha con la espada.

CCLXI

El emir es de gran vigor. Hiere a
Carlomagno sobre su yelmo de acero oscuro, lo quiebra sobre su
cabeza y lo hiende. La hoja penetra hasta la cabellera y corta un
palmo entero de carne, o más; el hueso queda al
descubierto. Carlos se tambalea y por poco cae a tierra. Pero
Dios no quiere que sea muerto ni vencido. San Gabriel retorna
hacia él y le pregunta:

-Rey magno, ¿qué
haces?

CCLXII

Cuando Carlos escucha la santa voz del
ángel, desecha todo temor; sabe que no habrá de
perecer. Al momento recobra vigor y discernimiento. Golpea al
emir con la espada de Francia. Le parte el yelmo, en el que
fulguran las gemas, le abre el cráneo, derramándole
los sesos y, luego de hendirle la cabeza toda hasta la barba
blanca, lo derriba muerto sin esperanza.

-¡Montjoie! -grita después,
para reunir a sus hombres. Al oírlo, acude el duque
Naimón; sujeta a Tencedor y el monarca lo monta
nuevamente. Los infieles se dan a la fuga. Dios no quiere que
puedan resistir. Al fin alcanzaron los franceses la anhelada
meta.

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CCLXIII

Huyen los infieles, porque tal es el deseo
de Dios. Los francos les dan caza, conducidos por el emperador, y
éste les dice:

-Señores, vengad vuestros duelos,
dad rienda suelta a vuestra ira; esclarézcanse vuestros
corazones porque esta mañana he visto vuestros ojos llenos
de lágrimas.

Los francos responden:

-¡Así hemos de hacerlo,
señor!

Todos asestan recios mandobles, tantos como
pueden. Muy pocos infieles habrán de escapar, de entre los
que allí se encuentran.

CCLXIV

El calor es
sofocante y se levantan nubes de polvo. Huyen los infieles,
acosados por los franceses. La caza no termina hasta
Zaragoza.

Abraima ha subido a lo alto de su torre, y
con ella están los monjes y sacerdotes de la falsa ley,
que nunca fue grata a Dios: no fueron ordenados ni ostentan
tonsura. Cuando contempla la singular derrota de los
árabes, exclama en alta voz:

-¡Mahoma, acórrenos!
¡Ah, rey gentil, vencidos han sido nuestros hombres! El
emir fue muerto, ¡y cuan afrentosamente!

Cuando la oye Marsil, se vuelve hacia la
pared; sus ojos derraman llanto y deja caer su cabeza. Ha muerto
de dolor, cargando con sus pecados. Y los demonios se llevan su
alma.

CCLXV

Han perecido los infieles, y Carlos es
vencedor de la batalla. Ha derribado la puerta de Zaragoza: sabe
que nadie habrá de defender la ciudad. Toma
posesión de ella, sus tropas la invaden: por derecho de
conquista,
allí pernoctarán sus soldados. El rey de la barba
blanca se muestra pleno de orgullo. Abraima le ha rendido las
diez torres mayores y las cincuenta pequeñas. Aquel que
obtiene la ayuda de Dios lleva a buen término sus empresas.

CCLXVI

Pasa el día; es ya noche cerrada.
Luce clara la luna y fulguran las estrellas. El emperador ha
tomado Zaragoza. Mil franceses han sido encargados de reconocer a
fondo la ciudad, sus sinagogas y sus mezquitas. Con mazas de
hierro y grandes hachas destrozan las imágenes y todos los
ídolos: no perdurará allí ningún
maleficio ni sortilegio. El rey cree en Dios; quiere servirlo
debidamente, y sus obispos bendicen las aguas. Hace llevar a los
infieles hasta el baptisterio; si alguno resiste ante Carlos, el
rey lo manda colgar, o le da muerte por el fuego o el acero.
Más de cien mil se vuelven verdaderos cristianos por el
bautismo, excepto la reina, que será conducida a Francia,
la dulce, en cautiverio: el rey quiere que se convierta por
amor.

CCLXVII

La noche pasa, despunta el claro
día. En las torres de Zaragoza, Carlos ha dejado una
guarnición. Son mil caballeros de probado valor los que
guardan la plaza en nombre del emperador. El monarca monta su
corcel; todos sus hombres lo imitan, y también Abraima,
que lleva en cautiverio; mas tan sólo bien quiere hacerle.
Ya retornan, henchidos de orgullo y alegría. Ocupan
Narbona por la fuerza y prosiguen su camino. Carlos llega a
Burdeos; sobre el altar del barón San Severino, deposita
el olifante, repleto de oro y de monedas: los peregrinos que
allí van pueden verlo aún. Cruza el Girona en las
grandes naves que allí encuentra. Hasta Valle ha llevado a
su sobrino, y a Oliveros, su noble compañero, y al
arzobispo, que fue juicioso y denodado. En blancos ataúdes
mandó colocar los tres paladines; allí, en San
Román, yacen los valientes. Los francos los encomiendan a
Dios y a sus santos.

Por valles y montes avanza Carlos; hasta
Aquisgrán no quiere detenerse. Tanto cabalga que al fin
desmonta en el atrio. En cuanto llega a su real palacio,
envía mensajeros a sus jueces, con orden de presentarse
ante él. Llama a los bávaros, los sajones,
loreneses y frisones, y también a los alemanes, los
borgoñones, los del Poitou, Normandía y
Bretaña, y los de Francia, que entre todos descuellan por
su prudencia. Entonces da comienzo el juicio de
Ganelón.

CCLXVIII

Ha retornado de España el emperador.
Llega a Aquisgrán, el mejor dominio de
Francia. Sube al palacio y penetra en la sala. Y he aquí
que sale a recibirlo Alda, una doncella de gran belleza.
Dícele al rey:

-¿Dónde está
Roldán, el adalid, que juró tomarme por
esposa?

Carlos se siente pleno de dolor y
pesadumbre. Llora y se mesa la barba blanca, y
responde:

-¡Hermana, amiga querida! ¿Por
quién preguntas? Por un muerto. Mas yo haré por ti
el mejor cambio: Luis
será tu prometido. No sé qué decirte que
más pueda agradarte. Es mi hijo; él será el
heredero de mis dominios.

-Singulares son vuestras palabras -responde
Alda-. ¡No plegué a Dios, ni a sus santos ni a sus
ángeles,
que sobreviva a Roldán!

Pierde el color y cae a los
pies de Carlomagno. Ha muerto al instante; ¡Dios se apiade
de su alma! Los barones franceses no escatiman por ella llanto y
lamentaciones.

CCLXIX

Alda, la bella, ha llegado a su fin. El rey
cree que se ha desmayado, y llora conmovido. La toma de las
manos, la levanta. Mas la cabeza se inclina sobre los hombros.
Cuando ve Carlos que está muerta, llama al punto a cuatro
condesas. La llevan a un convento de monjas y la velan toda la
noche, hasta el alba. Junto a
un altar, la entierran con gran pompa. El rey le ha hecho grandes
honras fúnebres.

CCLXX

El emperador retorna a Aquisgrán.
Ganelón, el vil, cargado de cadenas de hierro, está
en la ciudad, ante el palacio. Los siervos lo han atado a un
poste; le aprisionan las manos con correas de cuero de gamo
y lo apalean fuertemente con estacas y bastones. No ha merecido
otra suerte. Con gran sufrimiento, espera su juicio.

CCLXXI

Está escrito en la Gesta antigua que
Carlos mandó venir a sus vasallos de todos los
países. Están reunidos en Aquisgrán, en la
capilla. Es el gran día de una fiesta solemne, la del
barón San Silvestre, al decir de muchos. Entonces da
comienzo el juicio, y he aquí lo que acaeció al
traidor Ganelón. El emperador lo ha hecho arrastrar ante
él.

CCLXXII

-Señores barones -dice Carlomagno,
el rey-; juzgadme a Ganelón según derecho.
Él me siguió con el ejército hasta
España: me ha arrebatado veinte mil de mis franceses, y mi
sobrino, que nunca más veréis, y Oliveros, el
esforzado y cortés; ha traicionado a los doce pares por
dinero.

Dice Ganelón:

-¡Caiga la deshonra sobre mí,
si trato de ocultarlo! Roldán me perjudicó en mi
oro y en mis bienes, y por
eso busqué su muerte y su ruina. Mas no concedo que exista
en ello la menor traición.

-Habremos consejo -responden los
francos.

CCLXXIII

Ante el rey, permanece erguido
Ganelón. Tiene gallardo el cuerpo y de buen color el
semblante; si fuera leal, se le tomaría por un caballero.
Mira a los de Francia, a todos los jueces y a treinta de sus
parientes que responden por él; después grita con
voz alta y fuerte:

-¡Por el amor de
Dios, barones, escuchadme! Con el ejército,
señores, seguí al emperador. Lo servía con
buena fe y amor. Roldán, su sobrino, me tomó
aversión y me condenó a la muerte y al dolor. Fui
enviado como mensajero al rey Marsil, mas por mi habilidad
logré salvarme. Desafié al valeroso Roldán y
a Oliveros, y a todos sus compañeros: Carlos y sus nobles
barones escucharon mis palabras. ¡Tomé venganza, mas
no traicioné!

-Habremos consejo -responden los
francos.

CCLXXIV

Ganelón ve que ha dado comienzo su
gran juicio. Treinta de sus parientes están allí,
con él. A uno de ellos recurren todos los demás; es
Pinabel, del castillo de Sórnese. Discurre bien y sabe
decir sus razones como conviene. Es valeroso cuando se trata de
defender sus armas. Dícele Ganelón:

-¡Amigo, arrancadme a la muerte!
¡Apartadme de este juicio!

-Pronto estaréis salvado -responde
Pinabel-. Si hay un francés que juzgue que merecéis
la horca, pónganos frente a frente en el campo el
emperador: mi espada de acero le dará el
mentís.

Ganelón, el conde, se inclina a sus
pies.

CCLXXV

Bávaros y sajones han entrado en
consejo, y también los del Poitou, de Normandía y
de Francia. Hay allí gran número de alemanes y
germanos; los de Auvernia son los más corteses. Bajan la
voz a causa de Pinabel y se dicen los unos a los
otros:

-Conviene dejar así las cosas.
Suspendamos el juicio y roguemos al rey que absuelva por esta vez
a Ganelón; que éste lo sirva en el futuro con toda
lealtad y todo amor. Roldán está muerto, nunca
más lo verán nuestros ojos; ni oro ni riquezas
podrán devolvérnoslo. ¡Gran locura
cometería quien quisiera combatir!

Ni uno solo de los presentes deja de
aprobarlo, excepto Thierry, el hermano de monseñor
Godofredo.

CCLXXVI

Hacia Carlomagno vuelven sus barones, y
dicen al rey:

-Señor, os lo suplicamos, absolved
al conde Ganelón. ¡Que os sirva en el futuro con
todo amor y toda lealtad! Perdonadle la vida, porque es muy noble
señor. Ni oro ni riquezas habrían de devolveros a
Roldán.

Y les responde el rey:

-Sois unos felones.

CCLXXVII

Cuando ve Carlos que todos le han fallado,
baja la cabeza, presa de dolor, y exclama:

-¡Desdichado de mí!

Mas he aquí que ante él se
presenta un caballero, Thierry, hermano de Godofredo, un duque
angevino. Tiene delgado el cuerpo, menudo y esbelto; los cabellos
negros, y moreno el rostro. No es demasiado alto, pero tampoco de
corta estatura. Dice cortésmente al emperador:

-Buen rey y señor, no os
apenéis de ese modo. Os he servido durante largos
años, bien lo sabéis. Por fidelidad al ejemplo que
me dieron mis antepasados, es mi deber sostener la
acusación en este juicio. Aun si Roldán hubiera
perjudicado a Ganelón, hallábase a vuestro
servicio: eso debía bastar para su salvaguardia.
Felonía cometió Ganelón al traicionarlo:
contra vos se mostró perjuro y vil. Por esto juzgo yo que
merece la horca y la muerte, y su cuerpo debe ser tratado como el
de un felón que traicionó. Sí tiene un
pariente que me quiera desmentir, quiero defender al instante mi
juicio con esta espada que llevo ceñida.

-Bien dijisteis -exclaman los
francos.

CCLXXVIII

Ante el rey avanza Pinabel. Es alto y
robusto, de gran valor y agilidad; el que reciba un golpe de
él, habrá llegado a su fin. Dícele al
rey:

-Señor, es ésta vuestra
audiencia: ¡ordenad, pues, que no se haga tanto ruido! Veo
aquí presente a Thierry, que ha dado su juicio. Yo deseo
desmentirlo y combatiré contra él.

Le entrega al rey, en el puño, un
guante de piel de ciervo; es el de la mano derecha.

El emperador responde:

-Exijo buenos rehenes.

Treinta parientes se ofrecen en leal
garantía.

-Os pondré a vos en libertad bajo
caución -dice el rey a Pinabel.

Coloca bajo severa guardia a los rehenes
hasta que se haga justicia.

CCLXXIX

Al ver Thierry que habrá de
combatir, presenta a Carlos su guante derecho. El emperador lo
pone en libertad bajo caución, y luego hace disponer
cuatro bancos en la
plaza. En ellos toman asiento los que habrán de
enfrentarse. Al juicio de todos, se han desafiado según
las reglas. Ogier de Dinamarca es el que ha acordado el doble
reto. Después piden los adversarios sus caballos y sus
armas.

CCLXXX

Puesto que están dispuestos a
contender, ambos se confiesan, y son absueltos y bendecidos.
Escuchan sus misas y reciben la comunión. Dejan a las
iglesias cuantiosas ofrendas.
Después, los dos vuelven ante Carlos. Han calzado sus
espuelas, se cubren con sus blancas lorigas, fuertes y ligeras, y
se atan sus claros yelmos. Ciñen sus espadas, cuyas
empuñaduras son de oro puro, cuelgan de sus cuellos los
escudos acuartelados, toman en el puño diestro sus
tajantes picas y se acomodan en las sillas de sus rápidos
corceles. Entonces vierten llanto cien mil caballeros, que por
amor a Roldán, se apiadan de Thierry. Mas Dios sabe bien
cómo terminará esto.

CCLXXXI

Bajo Aquisgrán es muy espaciosa la
pradera; allí habrán de enfrentarse los dos
barones. Ambos son animosos y de gran denuedo, y sus corceles se
muestran ligeros y briosos. Los espolean con fuerza y dejan
sueltas las riendas. Con todo ímpetu corren al ataque. Los
escudos se rompen y vuelan en pedazos; se desgarran las lorigas,
estallan las cinchas. Las monturas resbalan y caen por tierra las
sillas. Y cien mil hombres lloran al contemplarlos.

CCLXXXII

Los dos caballeros han dado contra el
suelo. Prestamente se incorporan sobre sus pies. Pinabel es
robusto, ágil y ligero. Se provocan el uno al otro; ya no
tienen sus corceles. Con sus espadas guarnecidas de oro puro, se
golpean repetidamente los yelmos de acero. Son tan recios los
mandobles que terminan por partirlos. Gran angustia oprime a los
caballeros franceses. Y Carlos exclama:

-¡Ah, Dios mío! ¡Haced
que resplandezca el derecho!

CCLXXXIII

Pinabel dice:

-¡Date por vencido, Thierry!
Seré tu vasallo con toda lealtad y todo amor; a tu antojo
te colmare de mis riquezas, ¡mas logra un acuerdo entre el
rey y Ganelón!

-No tardará mi decisión
-responde Thierry-. ¡Quede yo deshonrado si consiento en
ello! ¡Que en este día señale Dios el derecho
entre nosotros!

CCLXXXIV

Dice Thierry:

-Pinabel, muy denodado eres; te muestras
alto y robusto, tus miembros están bien modelados y tus
pares conocen todos tu valor: ¡renuncia a esta contienda!
Te reconciliaré con Carlomagno. En cuanto a
Ganelón, se le hará justicia, ¡y en forma tal
que se hablará de ella hasta el fin de los
días!

-¡No plegué a Dios, nuestro
Señor! -responde Pinabel-. Quiero sostener a todos mis
parientes. No me rendiré a ningún hombre vivo.
¡Prefiero morir a merecer tal reproche!

Y recomienzan a herir con sus espadas los
yelmos incrustados de oro. Al cielo brotan las claras centellas.
Nadie podría separarlos. No puede terminar este combate
sin la muerte de un hombre.

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CCLXXXV

Pinabel de Sorence ostenta gran denuedo.
Hiere a Thierry sobre el yelmo de Provenza. Saltan chispas, la
hierba se enciende. Le presenta la punta de su hoja de acero, que
se desliza por su frente y por su rostro. La mejilla derecha
quedó ensangrentada. Le hiende la cota hasta más
abajo del vientre. Dios lo protege. Pinabel no lo ha derribado
muerto.

CCLXXXVI

Advierte Thierry que está herido en
el rostro. Su sangre se derrama clara sobre la hierba del prado.
Golpea a Pinabel sobre su yelmo de acero bruñido, lo parte
y lo hiende hasta el nasal. Hace derramarse los sesos del
cráneo; sacude la hoja en la herida y lo derriba muerto.
Por este lance obtiene la victoria en la batalla. Los franceses
gritan:

-¡Dios hizo un milagro! Es justicia
que Ganelón sea ahorcado, y con él los parientes
que han respondido por él.

CCLXXXVII

Cuando Thierry hubo ganado la pelea, viene
hacia él el emperador Carlos. Cuatro de sus barones lo
acompañan: el duque Naimón, Ogier de Dinamarca,
Godofredo de Anjeo y Guillermo de Blaye. El rey ha estrechado a
Thierry entre sus brazos. Con las anchas pieles de marta de su
manto, le enjuga el rostro; después lo arroja y se cubre
con otro. Con grandes cuidados desarman al caballero. Lo izan en
una mula árabe y lo llevan alegremente y con gran aparato.
Retornan a Aquisgrán los barones y echan pie a tierra en
la plaza. Entonces da comienzo la ejecución de los
otros.

CCLXXXVIII

Llama Carlos a sus duques y a sus condes, y
les dice:

-¿Qué me aconsejáis
hacer con los que he retenido?

Habían venido a las cortes para
defender a Ganelón, y se han entregado como rehenes de
Pinabel.

-Ninguno tiene derecho a la vida -responden
los francos.

El rey llama a Basbrún, un veedor a
su servicio, y le dice:

-Ve y ahorca a esos del árbol
maldito. Por esta barba de pelos encanecidos, si se escapa uno
solo, hallarás muerte y perdición.

-¿Qué otra cosa podría
hacer? -responde Basbrún. Con cien sargentos, los arrastra
a viva fuerza; son treinta los que perecieron por la
horca.

El que traiciona pierde a los otros
consigo.

CCLXXXIX

Entonces se retiran bávaros y
alemanes, potevinos, bretones y normandos. Todos están de
acuerdo, y los franceses los primeros, en que Ganelón debe
perecer en medio de terrible angustia.

Se traen cuatro corceles, y a ellos se atan
los pies y manos de Ganelón. Los caballos son veloces y
briosos. Ante ellos, cuatro sargentos los azuzan hacia un arroyo
que atraviesa el campo. Ganelón ha llegado a su
perdición. Todos sus nervios se distienden, todos los
miembros de su cuerpo se desgarran; sobre la hierba verde se
derrama clara su sangre. Ha hallado Ganelón la muerte que
merece un felón probado. Cuando un hombre traiciona a
otro, no es justo que saque de ello vanidad.

CCXC

Cuando hubo tomado venganza el emperador,
llama a sus obispos de Francia, de Baviera y Alemania, y les
dice:

-Mora en mi casa una noble prisionera. Ha
escuchado tantos sermones y parábolas, que desea creer en
Dios y pide hacerse cristiana. Bautizadla, para que vaya a Dios
su alma.

-Encontradle madrinas -responden
ellos.

En las fuentes de
Aquisgrán es bautizada la reina de España; le han
puesto por nombre Juliana. Cristiana se ha hecho por verdadero
conocimiento
de la santa ley.

CCXCI

Cuando hizo justicia el emperador y
apaciguó su gran enojo, convirtió a Abraima al
cristianismo.

Huye el día, la noche se torna
oscura. El rey se ha retirado a su aposento abovedado. Por
mandato de Dios, San Gabriel viene a decirle:

-¡Carlos, alza tus ejércitos
por todo tu imperio! Irás de viva fuerza a la tierra de
Bira a socorrer al rey Viviano en su ciudad de Orfa a la que han
puesto sitio los infieles. ¡Allí te llaman y te
invocan los cristianos!

El emperador hubiera deseado no
ir.

-¡Dios! -exclama-.
¡Cuántos sinsabores trae mi vida!

Brotan lágrimas de sus ojos y se
mesa su barba blanca.

Ci falt la geste que Turoldus
declinet. [
Aquí termina la gesta que Turoldo
firma.]

FIN

 

 

 

 

 

Autor:

Adrian

Partes: 1, 2, 3, 4
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