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Relaciones juridico historicas del pueblo romano (página 10)




Enviado por amartha tapias



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

c) Relación jurídica de los
adpromitentes entre sí –
Cualquiera de los
adpromitentes podía ser obligado a pagar la totalidad de
la deuda. Cuando existía el beneficio de
división
podría suceder que si se hacía
dividir la obligación de pagar, entre los distintos
adpromitentes, cada uno tendría el derecho de pedir el
reembolso de lo que hubiera pagado; pero cuando había
pagado uno solo, bien porque fuese el único solvente o
porque hubiera invocado el beneficio de
discusión
, surgía una relación
jurídica entre todos los adpromitentes, relación
que fue establecida por la ley
Publiblia. Esta ley presuponía una sociedad de
intereses entre los adpromitentes, y en ese caso, la
fidejussio de la ley le concedía la acción
pro-socio, en virtud de la cual todos tenían que
responder de la deuda.

d) Extinción de la adpromissio –
Tenemos que aplicar a la adpromissio los diversos modos
de extinción de las obligaciones, que ya vimos.
Estos eran de dos clases: modos ipso jure, y modos
relativos o exceptionis ope. Los modos ipso
jure
aplicados en la persona del
principal deudor eran absolutos, y libraban al fiador por
vía de consecuencia, en casos de pago, novación,
aceptilación, etc., según la regla general de que
lo accesorio sigue la suerte de lo principal, aun sin conocimiento
de ellos.

La litis-contestatio, antes de Justiniano,
producía los mismos efectos; de modo que si el acreedor
demandaba al deudor y se producía en el juicio el
fenómeno de la litis-contestatio, la
obligación quedaba extinguida; y si después el
acreedor demandaba al fiador, la demanda
podía fracasar si el fiador proponía la
excepción que surgía de la
litis-contestatio. El modo de la extinción
ipso jure por la capitis deminutio del deudor,
no libraba al fiador de la obligación.

Los modos de extinción exceptionis ope
verificados en cabeza del deudor principal, extinguían la
deuda, pero no de pleno derecho sino que había de ser
invocado por el fiador; pero no todos los modos exceptionis
ope
aprovechaban al fiador: pro ejemplo, podía oponer
el pacto de non petendo in rem, y la
compensación; pero no podía invocar el pacto de
non petendo in personam cuando se había hecho
constar que era un beneficio concedido al deudor
principal.

Los modos de extinción en cabeza del
adpromitente, por regla general no aprovechaban al deudor
principal.

Todas las especies de fianzas que hemos mencionado
tenían la calidad de ser
solemnes, pues todas ellas estaban comprendidas en la
adpromissio. Nos quedan por examinar dos maneras de
prestar fianzas, que nacieron en el desarrollo de
los contratos. Vamos
ver este desarrollo; en los primeros siglos de Roma no hubo sino
contratos solemnes, y ya en la época clásica
aparecieron los contratos reales, que se perfeccionaban por la
entrega de la cosa. Posteriormente, dentro de la misma
época, hubo un desarrollo mayor, cual fue el de los
contratos consensuales, que se perfeccionaban por el solo
consentimiento de las partes. Mas tarde se establecieron los
pactos provistos de acción, que en el Derecho Civil
carecían de ella; tales fueron los pactos adjuntos, pactos
innominados y pretorianos, y por último, pactos
legítimos. Ahora bien, al lado de esta evolución, la fianza, que hasta ahora la
hemos conocido como solemne en las diferentes especies de
adpromisiones, tuvo un desarrollo paralelo. Con esta
reseña podemos concretar el estudio de las fianzas en las
formas solemnes. Conocido el desarrollo de los contratos, la
práctica comercial hizo que se otorgaran fianzas en formas
consensuales, hechas por medio de alguno de los contratos de esa
especie.

e) Mandatum pecuniae credendae – El
mandato era un contrato
consensual, por el cual una persona encargaba a otra la gestión, administración o ejecución de uno o
más negocios. La
parte que daba el encargo se llamaba mandante, y la que
lo recibía, mandatario. Este último
tenía obligación de rendir cuentas, y su
misión
era gratuita. Por esta segunda condición se diferencia el
mandato romano del moderno. Por medio del mandato se otorgaban
fianzas no solemnes, de la siguiente manera: supongamos que una
persona tenía dinero para
colocar a interés y
que tuviera relaciones con otra persona, de buen crédito
pecuniario, y que este último tuviese un amigo que
necesitara dinero a interés: en tal caso, la persona
intermediaria le daba mandato al prestamista para que le prestara
dinero al mutuario, haciéndose el mandante responsable de
los gastos y
perjuicios. El fiador venía a ser el mandante, y el
prestamista el mandatario. Esta especie de fianza, llamada
mandatum pecuniae credendae, tenía la
anomalía de que primero se celebraba el contrato accesorio
de mandato que el principal de mutuo. Si se extinguía la
obligación principal del mutuo, se extinguía la
accesoria del mandato. Si el deudor no pagaba al mutuante o
acreedor, éste podía repetir contra el mandante,
por los gastos y perjuicios ocasionados con la demora del deudor;
esto en virtud de su carácter de mandatario (actio mandati
contraria
).

f) Diferencias con las fianzas solemnes –
Vamos a hacer ahora un estudio comparativo entre el mandatum
pecuniae credendae
y las fianzas solemnes, aun con la
última que estudiamos, que fue la de fidejussio,
la cual tuvo relativa amplitud; esta fue la única de las
fianzas solemnes que subsistió en tiempo de
Justiniano.

Las diferencias son las siguientes:

1ª Se diferenciaba por la naturaleza del
contrato. El mandatum pecuniae credendae era un contrato
consensual, de buena fe, sinalagmático imperfecto,
accesible a los sordos, mudos y ausentes. La fidejussio
era un contrato solemne, unilateral y de derecho
estrito.

2ª Por la no identidad de
la obligación del mandato con la del contrato principal.
La obligación del fidejussor era idéntica,
en cuanto al objeto, a la del deudor principal; por consiguiente,
en rigor de derecho al acreedor podía dirigirse primero
contra el fidejussor, puesto que él estaba
obligado in solidum; no acontecía lo mismo en el
mandatum, por que en éste la obligación
del fiador no era la misma del deudor principal. El mandante se
obligaba a indemnizar las pérdidas, gastos y la parte del
capital que el
acreedor no hubiera podido obtener del deudor.

3ª Por el tiempo en que se efectuaban. Ya vimos que
en el mandato se otorgaba primero la fianza que la
obligación principal; en la fidejussio
sucedía lo contrario: primero se hacía el contrato
principal, como es lo lógico.

4ª Por las operaciones a que
se aplicaban. El mandatum se aplicaba a negocios
contractuales, especialmente para el mutuo o crédito; pero
no para obligaciones
que nacieran de delitos, o de
cuasicontratos, provenientes del solo hecho del deudor. La
fidejussio era más amplia, pues servía
para toda clase de
obligaciones. Como se ve por esta última diferencia, el
mandatum no hizo desaparecer la fidejussio, cuyo
carácter era más estricto y riguroso.

g) Pacto de constituto – Otra especie de
fianza, más sencilla, fue la conocida con el nombre de
pacto de constituto. Ya estudiamos el pacto de
constituto como medio de extinguir obligaciones, y ahora lo
estudiaremos como creador de obligaciones. Esta última
forma es la de un contrato accesorio. ¿ Cómo se
celebraba el pacto? De la manera siguiente: supongamos una
persona que da a otra una suma de dinero, y para evitar que la
acosen con el cobro, consigue una tercera persona que pida al
acreedor una prórroga, señalando un día para
pagar la deuda, y haciéndose cargo de pagarla si el deudor
principal no paga. Esta tercera persona pide la prórroga
sin tener ánimo de hacer una liberalidad; el deudor
siempre quedaba obligado como deudor principal de la
obligación preexistente. Ahí tenemos un pacto de
constituto debiti alieni, es decir, que garantiza la
deuda ajena. Este pacto era de Derecho honrario, y estaba
sancionado por una acción pretoriana llamada de
pecunia constituta.

h) Diferencias con la fidejussio –En
ésta, como en la anterior, lo comparamos con la
fidejussio. Las diferencias son: 1ª, por el tiempo
en que se constituyen las obligaciones; el constituto
tenía lugar después de la formación de la
obligación principal. Por este primer aspecto era
semejante a la fidejussio, pero se apartaba del
mandatum pecuniae credendae; 2ª, por los efectos de
la litis-contestatio proveniente de una demanda
intentada contra uno de los deudores, se extinguía la
obligación del fidejussor; no así la
obligación del constituto: en este sólo el pago
extinguía la obligación para todos; 3ª, en el
constituto el constituyente podía obligarse
in duriorem causam, esto es, podía hacer su
obligación más gravosa que la del deudor principal
sin que esto hiciese nula la obligación, pero sí la
hacía reducible; en la fidejussio la
obligación del fidejussor no podía ser
más gravosa que la del deudor principal; 4ª, por la
forma en que se otorgaban las obligaciones: la del constituyente
se hacía por un simple pacto, y la del fidejussor
por un contrato solemne; 5ª, la ley Cicereia, que
exigía la praedictio del acreedor, y la ley
Cornelia, que limitaba la extensión de la
intercessio, no se aplicaban al constituto; 6ª, la
acción del constituto (de pecunia constituta) se
acompañaba de una sponsio dimidiae partis, que
obligaba a la parte que perdía el proceso, a
pagar una suma igual a la mitad del valor
litigioso, no se aplicaba a la fidejussio; 7ª, como
el constituto era un pacto pretoriano, no exigía
formas solemnes, y podía tener lugar entre
ausentes.

Contratos no
solemnes

El antiguo Derecho se caracterizaba por el formalismo.
Respecto a los contratos puede decirse que en los primeros siglos
de la legislación romana todos debían ser solemnes
; sólo más tarde en los albores de la época
clásica se vino a ampliar el estrecho molde y a reaccionar
contra el formalismo contractual. El primer paso fue la
agregación de un nuevo sistema: de
contratos reales; los primeros que aparecieron como no
solemnes, consistentes en la entrega o tradición de la
cosa para perfeccionar el contrato. Antiguamente no se
concebía un contrato en que un acuerdo de voluntades
seguido de entrega pudiera generar obligaciones sin que aquello
estuviese revestido de alguna ritualidad solemne. Así,
verbigracia, rememorando el estudio de las prendas e hipotecas,
vimos que primitivamente había que acudir a la
enajenación fiduciaria, pues la entrega o
tradición de la prenda implicaba traspaso del dominio al
prendario, y era menester otra enajenación inversa para la
readquisición de la prenda; enajenaciones que iban de
ordinario revestidas con las solemnidades de la
mancipatio o de la in jure cesio. Fue solamente
más tarde, y precisamente cuando se estableció el
sistema de los contratos reales, no solemnes, cuando el
contrato de prenda, uno de ellos, vino a admitirse
perfeccionándose por la tradición acompañada
del acuerdo de voluntades, encaminado a la restitución de
la prenda cuando el acreedor prendario fuese pagado de su
crédito.

Los contratos reales eran cuatro, a saber:
mutuo o préstamo de consumo,
comodato o préstamo de uso, el depósito y
la prenda. El primero era unilateral y de derecho
estricto; los otros tres eran bilaterales o sinalagmáticos
imperfectos, por cuanto las obligaciones de una de las partes
nacían desde la celebración del contrato, pero las
de la otra surgían accidentalmente, con posterioridad, en
virtud de circunstancias eventuales. El mutuo se
distinguía de los toros contratos reales en que la
tradición transfería el dominio, obligándose
el mutuario a volver a transferir el dominio de cosas de la misma
calidad y cantidad, a la expiración del término o
plazo; en tanto que en los otros tres contratos no se
transfería sino la tenencia de la cosa. El mutuo
recaía sobre cosas fungibles; no así los otros
contratos reales. El mutuo necesitaba cierta capacidad
para celebrarlo, y había algunas personas afectadas de
incapacidad especial para él; tal sucedía con los
hijos de familia, conforme
al senado-consulto Macedoniano. Para contratar en este negocio
era menester ser dueño y tener capacidad para hacer peor
su condición, o sea tener la libre administración de sus bienes.
Así, el pupilo no podía celebrar este contrato sin
la auctoritas del tutor, o por lo menos que el tutor lo
celebrara por sí, en el ejercicio de la gestio
tutoris
.

Las obligaciones en este contrato unilateral iban a
cargo del mutuario, quien debía devolver la suma prestada
de dinero o de cosas fungibles, a su debido tiempo; no en especie
sino en género, es
decir, no con las mismas monedas u objetos fungibles, sino con
otros tantos de la misma calidad y en la misma cantidad. Si yo
estoy obligado a pagar cierta cantidad de trigo, y me descuido y
dejo mal cerrada una puerta y me lo roban, no cometo culpa
ninguna: genera non pereunt; yo conseguiré otra
cantidad de trigo para hacer el pago. No sucedería lo
mismo si se tratara de un cuerpo cierto, y cometiera culpa
contractual in omittendo, pues tendría que
indemnizar plenamente los perjuicios en este caso.

El mutuo de cosa ajena no era válido, por ser
éste un contrato en que se transfería o
debía transferirse el dominio desde el momento en que se
perfeccionaba mediante la tradición. Si por acaso se daban
en mutuo cosas ajenas, no valía el contrato, a menos que
el mutuario las hubiera consumido de buena fe, caso que llamaban
de reconciliatio mutui. La etimología de la
palabra no indicaba reciprocidad de obligaciones, pues al
mutuante no le incumbían ningunas, una vez perfeccionado
el contrato mediante la tradición que él
hacía.

La etimología, según Ortolán, es
una abreviación de la frase tuum ex meo fiat; que
puede ser hasta ingeniosa, pero sí representa lo
sustancial de este contrato.

La acción era la condictio certae
pecuniae
, y también la triticaria. Se
aplicaba esta última no sólo al trigo, sino
figuradamente a otras cosas fungibles.

Solía exigirse también por la
acción ex stipulatu, propia del contrato
verbis, forma general de contratar. Y ya fuese la una,
ya la otra, ambas se consideraban de derecho estricto, en las
cuales el Juez tenía más estrecha órbita
para su apreciación.

A diferencia de la teoría
romana de las culpas, que vimos y cuyos defectos anotamos, hay
otra teoría, que es la moderna, llamada de las tres
culpas: grave, leve y levísima; que es la consagrada en
nuestro Código
Civil. La culpa lata o grave, es más o menos
la misma que consagra el Derecho
romano; la leve es semejante a la levis in
concreto
, de aquella legislación, y la
levísima se asemeja a la levis in
abstracto
. Pero la gran diferencia entre las dos teorías
está en la aplicación de las culpas en los
contratos; pues en la moderna teoría no se equipara la
responsabilidad de aquellos contratantes en cuyo
provecho exclusivo redunda el negocio; como, por ejemplo, el
comodatario y el arrendador y arrendatario, quienes
respondían todos ellos igualmente, en el Derecho romano
hasta de la culpa levis in abstracto; en tanto que en la
moderna teoría de las tres culpas el comodatario responde
hasta de la culpa levísima, pero el arrendatario y el
arrendador no responden sino hasta de la culpa leve. Esta
última teoría es indudablemente más lógica
y más equitativa.

Contratos
reales

Mutuo

Había personas incapaces de celebrar el mutuo;
por el senadoconsulto Macedoniano, que toma su nombre
según algunos historiadores, de Macedón, famoso
usurero, y según otros, de un hijo así llamado que
había atentado contra la vida de su padre, para pagar sus
deudas. Dicha ley, o senadoconsulto Macedoniano,
establecía prohibición de que se diese prestado
dinero a los hijos de familia, de cualquiera edad. Estaba
sancionada esa prohibición en una forma individual, pues
el senadoconsulto no declaraba nulos los préstamos hechos
a los hijos de familia, como si dijéramos hoy, con nulidad
absoluta, sino que los declaraba anulables exceptionis
ope.
Cuando el hijo de familia deudor era demandado por su
acreedor por un préstamo de dinero, quedaba al arbitrio de
aquél pagar o nó; pues si no quería pagar,
podía invocar el senadoconsulto Macedoniano, en forma de
excepción perentoria. Era, pues, un freno para los
usureros, quienes venían a quedar a merced de la buena o
mala fe del deudor y sin protección de la ley. Sistema que
pudo tener sus ventajas para reprimir la usura, pero que en el
fondo pugnaba contra la equidad y la
justicia, pues
autorizaba la mala fe en el deudor. En el Derecho moderno hay un
principio que establece una doctrina contraria, pues considera
inmoral el invocar a sabiendas una nulidad en la
celebración de un contrato, cuando el que la invoca la
conocía de antemano (artículo 1742 del Código
Civil) (artículo 15, Ley 95 de 1890).

Naturaleza del contrato de mutuo -; Era
un contrato unilateral y de derecho estricto, que, como contrato
real, se perfeccionaba mediante a tradición o entrega de
cosas de género, o fungibles (quae pondere,
número, mensurave constant
), transfiriendo el dominio
al mutuario, quien se obligaba a volverlo a transferir cuando
venciera el plazo; más no de las mismas cosas, sino de
otras del mismo género y calidad y en igual
cantidad.

La tradición era para el efecto una
datio, que significa transferencia de propiedad.
Según las Institutas de Justiniano, la cosa en el mutuo se
da de tal manera ut ex meo tuum fiat, expresión
que se considera equivaler al sentido etimológico del
mutuum.

Condiciones esenciales del contrato de mutuo
Eran cuatro, a saber: 1ª, la tradición
traslaticia de propiedad (mutui datio), la cual viene a
ser consecuencia lógica de los fines que persigue ese
contrato; pues, ¿cómo podría disponer de la
cosa el mutuario, que la necesita en préstamo de
consumo
, si no se le hiciese propietario de ella? 2ª,
la intención de formar una obligación. Si faltare
esa intención, ya no será mutuo sino una
donación. Mas para que así sea en realidad es
necesario que por ambas partes contratantes se acuerde esa
intención; pues si faltare, ya en el tradens, ya
en el accipiens, no habrá tal tradición
por falta del acuerdo de voluntades, que es la
convención, elemento preliminar de todo contrato,
y sin el cual no podrá llegar a existir la
obligación; 3ª, la obligación que las partes
se proponen establecer, a cargo de una sola de ellas (del
mutuario), ha de consistir, como atrás se dijo, en volver
a transferir en propiedad, cosas semejantes por su
naturaleza y calidad, y 4ª, que las cosas dadas en mutuo
sean contadas, pesadas o medidas.

La dación (datio) considerada como
condición necesaria para la formación del contrato
de mutuo. Tres cuestiones se ofrecen a nuestro estudio pore ste
aspecto: 1ª, ¿cuál es el objeto de la
mutui datio?, 2ª, ¿por quién debe ser
hecha?, 3ª, ¿cuáles son las consecuencias de
la necesidad de esa dación?

Objeto de la MUTUI DATIO –Según
Gayo, el mutuo tiene por objeto cosas de aquellas quae
póndere, número, mensurave constant
, que
pueden fácilmente sustituirse unas a otras, verbigracia
las monedas, y también todas aquellas cosas que se
destruyen por el primer uso.

¿Por quién debe ser hecha la DATIO?
Generalmente de un modo directo por el mutuante o
prestamista, o bien por las personas que, por hallarse
bajo su potestad, pueden representarlo (esclavos, hijos, mujer in
manu
); pues no se debe perder de vista la teoría de
que una persona extraña no puede hacer nacer derechos o establecer
obligaciones a favor de otra persona a quien no podía
representar.

Sin embargo, dada la teoría conocida de las
tradiciones brevi manu, que el jurisconsulto Ulpiano dio
a conocer y sostuvo siempre, bien podía convertirse,
verbigracia, el depósito en mutuo sin necesidad de una
doble y recíproca tradición, o más bien, de
dos tradiciones sucesivas. El mandatario que ha recaudado dineros
que se me deben, obtiene por autorización mía que
ese dinero quede en su poder a
título de mutuo; este es otro caso en el cual se aplica la
teoría de la tradición brevi
manu
.

Consecuencias derivadas de la
necesidad de una DACIÓN –
El mutuo de cosas ajenas
es nulo en Derecho romano, por regla general; pues mal
podría transferir propiedad quien no la tiene (nemo
dat quod non habet
); sólo en el caso de que el
mutuario haya consumido de buena fe las cosas fungibles que eran
ajenas, se admitía la validación del contrato, a
virtud de una reconciliatio mutui, que daba lugar a la
acción personal. La
acción de este contrato era la condictio certae
pecuniae
, y también la condictio triticaria,
acciones de
derecho estricto.

Préstamo a interés –El
mutuo, como contrato de derecho estricto que era, y como contrato
real, tenía por causa y por medida de la
obligación del mutuario, la cantidad de cosas fungibles
que había recibido, ni más ni menos; de suerte que
para hacerle producir intereses, era menester una
estipulación (stipulatio verbis), o un
pacto adjunto. Este último no producía
efecto ipso jure, aunque fuese agregado
incontinenti, salvo en casos excepcionales, como en los
préstamos de cereales, en los que se hacían a las
ciudades y a los banqueros, y en el náuticum
foenus
o trajectitia pecunia, llamados
préstamos a la gruesa ventura: transportes al
través de los mares, para empresas
más o menos aventuradas.

El interés tuvo en Roma una tasa legal: en el
antiguo derecho (Ley de las Doce Tablas) era el uniciarium
foenus
, de uncia, onza, o sea la duodécima
parte del as (pondium); equivalía, pues, a la
doceava parte del capital, es decir, un 8 1/3 por 100, anual. En
tiempo de Cicerón, o sea a principios de la
época clásica, la tasa era del 12 por 100 anual
(centéssimae usurae), una centésima parte
por mes. Bajo Justiniano la tasa legal de los intereses
osciló entre el 6 y el 8 por 100 anual. Este Emperador
introdujo varias restricciones para corregir abusos; tales fueron
la de impedir que las capitalizaciones excediesen del duplo, y la
prohibición del anatocismo (interés
compuesto).

Comodato

El comodato o préstamo de uso era un
contrato por el cual una de las partes (el comodante) entregaba a
la otra (comodatario), gratuitamente una cosa considerada como
cuerpo cierto, cosa que éste se obliga a devolverle a
aquél in specie, después de haberse
servido de ella durante el tiempo convenido (I. J. III, 14,32)
(artículo 2200 del Código Civil).

El comodato no transfiere al comodatario la propiedad de
la cosa, a diferencia del mutuo, que sí la transfiere; ni
aún siquiera la posesión civil ánimo
dómini
de la cosa prestada. El comodatario ejercita
por cuenta del comodante, y en cuanto al elemento material
(corpus), la posesión; y por lo que a
aquél concierne, sólo le corresponde la tenencia
sobre la cosa y el derecho de usarla, que el comodante le ha
conferido. Este contrato es gratuito, por esencia; desde que se
convenga en una remuneración, dejará de ser
comodato para convertirse en arrendamiento
o en un contrato innominado.

Fines del contrato –Este contrato se
inspira generalmente en un sentimiento de benevolencia y en una
intención de liberalidad a favor del
comodatario.

Cosas que podían ser objeto del comodato
Lo eran las que estaban en el comercio,
tanto muebles como inmuebles, consideradas in specie, o
sea como cuerpos ciertos. Excepcionalmente podían ser
objeto de comodato cosas in genere, o fungibles (como
aquí se dice), para devolverlas tales como se recibieron;
ad pompam et ostentationem, como cuando doy prestadas a
mi vecino unas monedas de oro para
adorno de una
fiesta.

Derechos y obligaciones de las partes
El comodato siendo, como era, un contrato
sinalagmático imperfecto, implicaba obligaciones
principales o directas a cargo de uno de los contratantes, y
obligaciones accidentales a cargo del otro.

Obligaciones principales, a cargo del
comodatario:
1ª, restituir la cosa prestada, con
sus frutos y productos,
después de cumplido el término convencional, o
después del uso convenido. 2ª, no emplear la cosa en
otros usos fuera del determinado en la convención, y
sólo durante el tiempo señalado. Si se
extralimitaba, podía incurrir en furtum usus, con las
sanciones penales correspondientes. Si obraba sin mala
intención, incurría en abuso, que lo hacía
responsable de los daños y perjuicios (I. J. II –
14, parágrafo 2º, in fine); 3º, responder de
toda clase de culpas.

Obligaciones accidentales del
comodante
: 1ª, reconocer y pagar las
expensas extraordinarias hechas por el comodatario para la
conservación de la cosa, y que hubieren sido necesarias
para ese fin. No así los gastos ordinarios, encaminados a
facilitar el uso y goce de la cosa prestada, verbigracia, la
alimentación del caballo. 2ª,
indemnizar al comodatario el perjuicio que le hubiere causado por
su dolo o por culpa grave (mínimum de responsabilidad),
desde luego que este contrato redundaba en beneficio exclusico
del comodatario, quien tenía por consiguiente el
máximum de responsabilidad por culpas contractuales. Las
acciones emanadas de este contrato eran: la actio commodati
directa
para el comodante contra el comodatario, y la
actio commodati contraria, de que podía usar el
comodatario contra el comodante.

Depósito

El depósito era un contrato real,
sinalagmático imperfecto y de buena fe, lo mismo que el
comodato y la prenda; pues entre los contratos reales solamente
el mutuo era unilateral y de derecho estricto. El depósito
se perfeccionaba, como todo contrato real, por la
tradición o entrega de la cosa, hecha por el depositante
al depositario. Las obligaciones principales u originarias, que
nacían con la entrega, o sea desde la celebración
del contrato, iban a cargo del depositario y estaban sancionadas
con la acción depositi directa. Las obligaciones
accidentales, que podían nacer después de la
celebración del contrato y mediante circunstancias
eventuales, iban a cargo del depositante, y estaban sancionadas
con la acción depositi contraria, cuyo ejercicio
correspondía al depositario. Las obligaciones del
depositario eran: 1ª, custodiar la cosa; 2ª, abstenerse
de usarla, so pena de incurrir en furtum usus, que
tenía acción penal; y 3ª, devolver o entregar
la cosa al depositante, en cualquier momento que éste la
exigiere.

1º Custodiar la cosa –En esa
obligación se comprendían la diligencia y cuidado
correspondientes a la naturaleza de este contrato, y en
relación con el provecho o beneficio que reportaran los
contratantes, según lo ya estudiado y estatuido en la
teoría de las culpas; y por lo tanto el depositario
tenía el mínimun de responsabilidad por culpas
contractuales, es decir, respondía solamente de la culpa
lata, o sea de la falta de aquella diligencia y cuidado, que aun
los hombres negligentes o poco cuidadosos emplean ordinariamente.
Y ello era así por cuanto en este contrato el depositario
no obtenía beneficio, pues el depósito era un
contrato esencialmente gratuito en el Derecho romano, y , como ya
vimos, tampoco le era permitido el uso de la cosa; y en cambio el
depositante recibía el beneficio gratuitamente.
Sólo en aquel depósito especial llamado
necesario o miserable, había lugar a mayor grado
de responsabilidad por culpas contractuales a cargo del
depositario; y esto en atención a que esa especie de
depósito era tal, que no daba lugar a elegir la persona
del depositario, pues era el depósito que se hacía
a cualquiera persona en momentos de afán o de conflicto,
como en un incendio, naufragio, terremoto u otra calamidad
semejante. En estos casos el depositario lelvaba un
máximum de responsabilidad por culpa contractual, aun
cuando no derivase del contrato ningún beneficio.
Respondía, pues, de toda culpa, hasta la levis in
abstracto
.

La segunda obligación del depositario ya
vimos que era la de abstenerse de usar la cosa depositada, a
menos que el depositante lo hubiese autorizado expresamente para
usarla; pues esta condición de no uso, que es de ley y se
sobreentendía en todo depósito, era por ende de la
naturaleza del contrato, pero no de su esencia.

Tercera obligación del depositario
Restituir la cosa depositada en el mismo estado en que
la hubiera recibido, siendo de su cargo los deterioros que por
culpa grave suya hubiere sufrido la cosa, y teniendo derecho a su
vez a exigir el reembolso de los gastos de conservación o
de mantenimiento,
verbigracia, en los semovientes, y también las expensas o
mejoras necesarias, hechas para evitar la destrucción de
la cosa. Este derecho era correlativo a una de las obligaciones
accidentales el depositante, las cuales eran:

1ª La que ya se ha mencionado, o sea la de
reembolsarle al depositario los gastos mencionados; y

2º Estar exento de toda culpa en el contrato,
respondiendo por consiguiente hasta de la culpa levis in
abstracto; lo cual le obligaba a poner de su parte, en
relación con el depósito, el cuidado y
previsión del pater-familias más
diligente, tomado como tipo ideal: diligentíssimus
pater-familias
; de manera que el depositante estaba obligado
a usar de una extremada escrupulosidad en advertir al depositario
de cualquier defecto que pudiera producirle incomodidades o
perjuicios en su habitación, bienes o casas, por el manejo
o conservación de esas cosas, verbigracia: si pudiere
humedecerse o dañarse el piso del local donde se
guardasen, o por contener calidades explosivas los objetos
colocados allí, etc.

Había otra especie de depósito, llamado
irregular, que consistía en el que se hiciera de
dinero o de cosas fungibles, suspceptibles éstas de
alterarse, deteriorarse o corromperse al estar indefinidamente
guardadas, por lo cual el depositario quedaba autorizado para
usarlas, consumirlas o aun enajenarlas y disponer de ellas,
reemplazándolas al tiempo de su devolución por
otras de igual calidad y en la misma cantidad. Esta especie de
depósito tenía mucha semejanza con el contrato de
mutuo, y por eso el depositario adquiría el dominio de las
cosas depositadas in genere, porque ellas, dada su
naturaleza, especialmente el dinero, se
hacen propias del que las recibe; y aun cuando el título
no es de suyo traslaticio de dominio, queda en la
obligación de volver a transferir la propiedad al
primitivo dueño; de modo que solamente cuando el dinero es
dado al depositario en caja cerrada, se entiende que queda
obligado a restituirlo intacto; no así cuando se le
entrega en monedas corrientes con expresión de la
cantidad, pues entonces se subentiende la adquisición del
dominio con obligación de restituirlo.

Prenda

Vimos en el primer curso la evolución lenta y
progresiva que tuvieron en Roma las garantías prendarias,
principiando con aquella institución de la
"enajenación fiduciaria", precursora del contrato de
prenda, y que existió cuando no se había
dado lugar en la legislación a los contratos reales sino
que todo contrato estaba revestido de solemnidades, y toda
tradición estaba encaminada a transferir el
dominio; pero aún no se concebía que la entrega de
una cosa, precedida de un acuerdo de voluntades, sin estar
acompañada de una solemnidad, pudiera formar un contrato
en Derecho civil. Y esto fue lo que más tarde vino a
obtenerse con el contrato real de prenda, el cual
consistía en la entrega de una cosa corporal en
garantía, como contrato accesorio, para respaldar alguna
deuda, y con obligación, por parte del acreedor prendario,
de restituir la cosa una vez cubierta su
acreencia.

Era este un contrato de buena fe, sinalagmático
imperfecto, en cuanto que surgían desde un principio
obligaciones principales a cargo de una de las partes; y
podían surgir, a posteriori , obligaciones
accidentales a cargo de la otra. El contrato de prenda daba lugar
a la acción pignoraticia directa, a favor del
constituyente contra el acreedor prendario; y también
producía la acción pignoraticia contraria,
a cargo del constituyente.

OBLIGACIONES PRINCIPALES, A CARGO DEL
ACREEDOR PRENDARIO

Eran; 1ª, custodiar la cosa, respondiendo hasta de
la culpa levis in abstrcto. Esto sucedía en el
sistema romano, no sólo al deudor de cuerpo cierto en cuyo
provecho redundase el contrato, sino también cuando
redundaba a favor de ambas partes, como en el caso de la prenda;
2ª, abstenerse de usar la cosa, bajo sanción de
incurrir en la pena que acarreaba el furtum usus, y
3ª, restituir la prenda, una vez obtenido el pago de la
acreencia. Por este aspecto, que es el más importante y
trascendental del contrato de prenda, debe examinarse la
cuestión de la facultad que el acreedor prendario pueda
tener para enajenar la cosa recibida en prenda, cuando no se le
paga la deuda a su debido tiempo.

En un principio no estaba en la naturaleza del contrato
la facultad de enajenar la prenda; después se
modificó la institución por la jurisprudencia, hasta reconocer este derecho, pero
con la limitación de restituir el excedente y sin que
fuese permitido apropiarse de la prenda en pago de la deuda. Esta
misma doctrina es la que hoy rige; pero muchos de los que se
ocupan en estos negocios, abusan disfrazando el contrato con el
nombre de venta bajo
condición resolutoria, y de otras maneras. Pero este abuso
puede corregirse, y en realidad ha reaccionado contra él
nuestra jurisprudencia interpretando los contratos, no con el
nombre que se les dé en el documento en el cual constan,
sino según su verdadera naturaleza. En el Derecho romano
se consideraba al prendario, por cierto aspecto, como poseedor de
la prenda, como una especie de semi-posesión, que le
facultaba para invocar directamente en su favor los interdictos
posesorios, sin necesidad de acudir al dueño de la cosa
pignorada, no obstante ser aquél un tenedor sine animo
domini.
Era ésta la posesión llamada
natural; con ella no podía adquirir nunca la cosa
el prendario por usucapión, por
impedírselo el principio consignado en el conocido
aforismo: nemo sibi ipsi causam possessionis mutare
potest
.

OBLIGACIONES ACCIDENTALES, A CARGO DEL
CONSTITUYENTE

Estas obligaciones podían sobrevenir en
razón de gastos o expensas en la conservación de la
cosa, aun los ordinarios, y los extraordinarios con mayor
razón. Aun los ordinarios –decimos- como
alimentación de un semoviente o de un esclavo, puesto que
no teniendo el acreedor prendario derecho a la cosa ni a sus
productos, no estaba tampoco obligado a los gastos de
manutención o de conservación de esa cosa, como
sí lo estaba el comodatario, quien tenía derecho al
uso gratuito de la cosa. Pero el prendario debía rendir
cuenta de los productos y abonarlos al pago de los intereses, y
atender con ellos al pago de los gastos de conservación de
la cosa.

El constituyente de la prenda respondía
también de toda culpa contractual, por ser éste un
contrato que redundaba en beneficio de ambas partes y que
tenía por objeto un cuerpo cierto; pero, en cuanto se
refería a la obligación principal, si era de mutuo
o préstamo de dinero, no había lugar a aplicar la
teoría de las culpas, según el aforismo genera
non pereunt.

Contratos
consensuales

Estos fueron usados por los peregrinos, y originarios
del Derecho de gentes. Para los romanos eran simples pactos, que
en la antigua legislación no producían efectos
civiles, pero que más tarde, en la época
clásica, fueron elevados a la categoría de
contratos, con lo cual se dio un paso avanzado, después
del de los contratos reales, hacia la ampliación de los
sistemas
contractuales, en el camino de reacción ya iniciada contra
el antiguo formalismo.

Consistían estos contratos en el solo acuerdo de
las voluntades, único requisito para perfeccionarlos,
sobre la base, ya conocida, de los elementos esenciales a toda
convención, a saber: capacidad, consentimiento, objeto y
causa; de suerte que ellos se identificaban con el concepto de
convención, pero estaban limitados a cuatro: compraventa,
arrendamiento, sociedad y mandato.

COMPRAVENTA

La venta fue antiguamente un contrato real, llamado
venumdatio (venum datio, dación en
venta), y dación es equivalente a un
traspaso de dominio; d suerte que en ese entonces la venta se
perfeccionaba con la tradición de la cosa vendida, sobre
la cual el vendedor debía tener el derecho de
propiedad. Por consiguiente, en esa forma antigua del
contrato de venta, no era admisible la venta de cosa ajena.
Después, en la época clásica, con la
innovación de los contratos
consensuales, llegó a cambiarse la naturaleza de
este contrato, el cual, como sus congéneres, vino a
perfeccionarse por el mero consentimiento, sin necesidad de
tradición y mucho menos de dominio quiritario; derecho que
no podían adquirir los peregrinos, quienes, como ya hemos
visto, fueron los iniciadores de los contratos consensuales, con
los que se establecían meras obligaciones personales,
emanadas del mutuo consentimiento. Así, pues, la venta,
que vino a tomar el nombre de emptio-venditio
(compraventa), no requería de parte del vendedor tener
dominio quiritario, ni tampoco vino a ser forzoso transferirlo en
toda venta, bastándole al vendedor obligarse a darle al
comprador la posesión pacífica y útil de la
cosa vendida; posesión mediante la cual podía
llegar el comprador a adquirir el dominio quiritario por medio de
la usucapión, o adquirir al menos propiedad
bonitaria.

Bajo este nuevo régimen vino a admitirse
lógicamente la validez del contrato de venta de cosa
ajena, sin perjuicio, por supuesto, del derecho de dominio del
verdadero dueño, mientras no se hubiera extinguido por la
prescripción.

Esta doctrina es la misma que rige en nuestro Derecho
civil, a diferencia de la teoría francesa, que no admite
la validez de la venta de cosa ajena; pero ello depende de que en
Francia,
excepcionalmente, y hasta pudiera decirse, por cierta
anomalía, el contrato de compraventa, a diferencia de los
demás contratos, no establece meras obligaciones
personales, sino que transfiere por sí solo, y aun antes
de hacer la entrega o tradición, el dominio de la cosa
vendida; mas para ello es necesario ser dueño o
propietario de ella; pues conforme a los principios universales
del derecho, nadie puede transferir más derechos sobre una
cosa que los que él mismo tiene, como decían los
romanos: nemo dat quoe non habet, y también
"nemo plus juris in alium transferre potest quam quod ipse
habet".
(Véase artículo 1871, Código
Civil Colombiano).

Así pues, tanto en el sistema romano
clásico y en el nuestro, que es el mismo, como en el
sistema francés, campea una rigurosa lógica; porque
en cada uno de estos sistemas hay una base o punto de partida
distinto. Habíamos visto las reglas generales a cerca de
los contratos consensuales, y del principal de ellos: la
compraventa.

La compraventa era un contrato
sinalagmático perfecto, pues las obligaciones bilaterales
surgían simultáneamente, desde la
celebración del contrato. Las obligaciones del vendedor
eran cuatro: 1ª, de entregar la cosa; 2ª, de garantizar
la posesión pacífica de ella; 3ª, garantizar
la posesión útil; 4ª, estar exento de
dolo.

Obligación de entregar la
cosa
Siendo un contrato consensual generador de
obligaciones, se perfeccionaba por el solo consentimiento; y por
consiguiente la tradición no constituía, como en
los contratos reales, un elemento actual o inmediato que entrase
en la formación o perfección del contrato mismo,
sino una obligación pendiente. Al hablar del contrato de
compraventa, debe entenderse cuando esto se hace a
crédito, y con un plazo ya sea para la entrega de la cosa,
ya para el pago del precio,
descartando por consiguiente las ventas al
contado, al menos en cuanto se trate de la primera y principal
obligación. Así, pues, el que vendía a
crédito o con plazo para la entrega de la cosa, se
obligaba a hacer tradición de ella. Esta tradición
debía ser traslaticia de dominio, o por lo menos de
propiedad bonitaria, de suerte que el comprador entrase mediante
ella en posesión. Ya se tratara de alguna cosa propia del
vendedor, ya se tratara de una cosa ajena, sobre la cual vimos
que en el último estado del Derecho romano esta venta era
válida, sin perjuicio del derecho real del verdadero
dueño mientras no se extinguiera por la
usucapión, o por la prescripción longi
temporis
. No era, pues, menester en rigor, que el vendedor
fuese el verdadero dueño de la cosa vendida; pues no
transfiriéndose por el contrato el dominio, sino siendo
éste meramente generador de obligaciones personales, bien
se comprende que el vendedor podía obligarse hoy a
entregar más tarde al comprador una cosa que hoy no le
perteneciera, pero que estando en el comercio, bien podía
adquirirla y cumplir entonces su compromiso; bien podía,
especialmente en los negocios con los peregrinos, no tener sino
la propiedad bonitaria y poner en posesión al
comprador para que éste pudiera, si era ciudadano romano,
convertir su propiedad bonitaria en quiritaria mediante la
usucapión. Bien podía un comprador de cosa
ajena entrando en posesión de la cosa comprada con justo
título y buena fe, transformar su posesión en
verdadero dominio (por descuido o abandono en reclamarla el
verdadero dueño durante cierto tiempo), con la
usucapión. Dentro de esta teoría se
explica la validez y eficacia del
contrato de compraventa de cosa ajena, sin atacar el derecho del
dueño. Así se comprende bien cuál es el
verdadero significado y alcance en la validez de la venta de cosa
ajena.

2º Obligación de garantizar la
posesión pacífica de la cosa –
Si el
comprador es molestado o perturbado en la posesión de la
cosa comprada, no por ello puede intentar la resolución ni
la rescisión del contrato sin cumplir al vendedor la
garantía de sus obligaciones nacidas del mismo. Y en ese
supuesto, lo primero que podía hacer era exigirle que
saliese a la defensa de la cosa, lo que se expresa en
praestare autoritatem, que en nuestro Derecho civil se
llama "denunciar el pleito", citando al vendedor para que
intervenga en el juicio reivindicatorio como coadyuvante suyo en
sus diferencias con el actor; derecho que tiene el comprador
perturbado o molestado, y que a la vez es en cierto modo una
obligación de su parte, a fin de poder asegurar, APRA
después, el saneamiento en caso de evicción; pues
si el comprador no cita al vendedor dándole noticia
oportuna de lo que ocurre, a fin de que éste pueda hacer
valer en tiempo oportuno sus títulos y demás
medios de
defensa, no podrá después exigir el comprador que
en caso de evicción el vendedor le sanee la venta;
precepto éste que rige en nuestro Derecho civil, a la par
del romano. Así, pues, esta obligación de
garantizar la posesión pacífica tenía dos
grados o situaciones sucesivas: primera, la de praestare
autoritatem
, y después la de sanear la
evicción
, en el supuesto de salir vencido el
comprador perdiendo la posesión de la cosa comprada
mediante una sentencia de reivindicación a favor de un
tercero que resulta ser el verdadero dueño de la cosa;
caso en el cual el vendedor viene a estar obligado a devolver el
precio que hubiere recibido, y en todo caso a indemnizar los
perjuicios.

La evicción podía ser total o parcial;
caso que el poseedor vencido fuera condenado a entregar la cosa
toda, o que solamente se le reclamara y perdiera por sentencia un
parte de ella, o que se declarase por sentencia, verbigracia, una
servidumbre predial, o bien una personal, como el usufructo.
Había aquí una evicción parcial: que daba
lugar a una indemnización proporcional. Sufrir
evicción significa ser vencido en
juicio.

OBLIGACIÓN DE GARANTIZAR LA
POSESIÓN ÚTIL DE LA COSA

Esta obligación consistía en responder de
los vicios de la cosa vendida que pudiesen lesionar la equidad y
hacer exigible la rescisión de la venta, o alguna otra
forma de indemnización.

En los tiempos más antiguos, bajo el
régimen del derecho estricto y e los contratos solemnes,
el vendedor sólo debía responder de sus
afirmaciones con respecto a las cualidades de la cosa vendida y
con respecto a los vicios de que el vendedor la hubiera declarado
exenta. De suerte que en la práctica se le exigía
al vendedor que declarase expresamente las cualidades de la cosa
y que manifestara los defectos que tenía y aquellos de que
estaba exenta. Esas manifestaciones, hechas solemnemente, estaban
sancionadas con la acción ex stipulatu, que
elevaba al duplo el valor del perjuicio que el comprador sufriera
por causa de la mala calidad de la cosa, siempre que ello
implicase una inexactitud en las afirmaciones hechas por el
vendedor; mas éste no respondía, en aquella
época, por los defectos ocultos de la cosa que no hubieran
sido objeto de sus expresas declaraciones, aunque hubiera sido
acaso conocidos por el mismo vendedor: tal era el derecho
estricto. Mas no fue así en la época siguiente, en
los tiempos clásicos, cuando la venta vino a figurar entre
los contratos consensuales, que eran todos ellos de buena
fe
: porque entonces vino a aplicarse un criterio
interpretativo distinto, de mayor amplitud y equidad, ya en el
Derecho civil, ya en el honorario; especialmente este
último vino a crear dos acciones encaminadas directamente
a establecer sanción contra el vendedor en razón de
los vicios de la cosa vendida; tales acciones fueron la
redhibitoria y la quanti minoris, establecidas
en el Edicto de los Ediles curules, magistrados a cuyo
cargo estaba la inspección y reglamentación de las
ferias y mercados
públicos. Los Ediles curules de Roma expidieron, entre
otras resoluciones, un Edicto que ha pasado a la historia de la
Jurisprudencia, y que se aplicó en un principio
sólo a las ventas importantes, como eran las de los
esclavos y animales de tiro
y de carga, y que tenía también prohibiciones
policivas sancionadas con multas contra aquellos que las
quebrantasen, como la de tener dentro de la ciudad animales
feroces sin las competentes seguridades.

El Edicto e los Ediles curules tenía varios
capítulos, tres de ellos de la mayor importancia: en el
primero se corroboraban las sanciones del Derecho civil antiguo
con la acción ex stipulatu duplae, para que el
vendedor respondiese por las inexactitudes de sus afirmaciones
sobre las cualidades y los vicios de la cosa vendida; por el
segundo capítulo se establecían obligaciones
más equitativas aún, pues se hacía
responsable al vendedor, no solamente de la falta de aquellas
cualidades por él garantizadas y por la existencia de los
vicios de que él la hubiera declarado exenta, sino
también por los vicios ocultos sobre los cuales hubiese
guardado silencio, siempre que esos vicios no hubieran sido
palpables o fáciles de descubrir por el comprador en
razón de su profesión u oficio o de sus peculiares
circunstancias personales, aplicando, como se ve, en esta
materia, un
criterio propio de los contratos de buena fe. Esta
responsabilidad del vendedor la sancionaron los Ediles en el
segundo capítulo de su edicto con las dos acciones ya
mencionadas, a saber: la redhibitoria, que se encaminaba
a obtener la rescisión de la venta y la quanti
minoris
a obtener rebaja en el precio, proporcional al
valo4r del perjuicio sufrido por los vicios o mala calidad de la
cosa. Ambas acciones, como honorarias que eran, no podían
ejercitarse sino dentro de breves términos, de un
año y de seis meses.

El tercer capítulo del Edicto de los Ediles
curules contenía la prohibición de mantener en la
ciudad animales fieros que pudiesen causar daño en
las personas, en los esclavos y animales, o en la propiedad en
general; y fijaba fuertes multas, por vía de
indemnización, a las personas lesionadas por la
infracción e este precepto.

OBLIGACIÓN DE ESTAR EXENTO DE
DOLO

Parece a primera vista una redundancia el enumerar esta
obligación entre las correspondientes al vendedor, siendo
así que la venta era un contrato de buena fe, y
que por consiguiente el vendedor, lo mismo que el otro
contratante en cualquier contrato de buena fe, debía estar
exento de dolo. Pero al enumerar los expositores estas
obligaciones entre las principales del vendedor, quisieron poner
de relieve la
buena fe que debe presidir las relaciones jurídicas entre
compradores y vendedores; de suerte que cualquiera omisión
o reticencia maliciosa debía considerarse, y en efecto se
consideraba, como violación del contrato. Y así,
por ejemplo, aun cuando, como vimos ya, estaba admitida en aquel
régimen la venta de cosa ajena, el comprador podía
exigirle a su vendedor la transferencia del dominio quiritario
mediante la mancipatio o la in jure cesio, si
era el caso, cuando apareciera que el vendedor tenía
título quiritario, no bastándole en este caso dar
la posesión de la cosa al comprador.

OBLIGACIONES DEL COMPRADOR

La principal era la de pagar el precio, el cual
debía consistir precisamente en dinero (pecunia
nummerata
), pues si consistía en otras cosas ya no
sería venta, sino permuta o cambio, o cualquier otro
negocio. El pago del precio debía hacerse inmediatamente
después de la entrega de la cosa, si no se había
convenido un plazo; y tan rigurosa era esta obligación que
la entrega o tradición en la compraventa quedaba ineficaz
en cuanto a la transmisión del dominio si el precio no se
pagaba; de esa manera, pues, se presumía que la
intención de transferir la propiedad había quedado
en suspenso; a menos que, como ya se ha dicho, el vendedor
hubiera seguido la fe del comprador concediendo un plazo, pues
entonces la transferencia del dominio se efectuaba
definitivamente si el vendedor era dueño de la cosa y
hacía tradición o efectuaba alguno de los otros
modos traslaticios de propiedad, según la naturaleza de
aquélla.

Si el comprador no cumplía con su principal
obligación, de pagar el precio al vencimiento
del plazo, se procedía a requerirlo para que quedase
constituido en ora; pues en el Derecho romano no bastaba
generalmente la llegada del día; y, en estos casos, no
había otra sanción que la de obligarle al pago del
precio y de los perjuicios de la mora, consistentes en los
intereses moratorios.

Pero no existía allá, como aquí, la
condición resolutoria tácita por falta de pago del
precio, propia de todos los contratos bilaterales y muy especial
del contrato de venta en nuestro Derecho civil. Allá era
indispensable para exigir la resolución del contrato de
venta con indemnización de perjuicios, que se hubiese
agregado al contrato un pacto comisorio (pactum legis
comissoriae
), para que pudiera obtenerse aquel fin; pacto
que también figura en nuestras instituciones,
pero que puede casi considerarse como una redundancia, dadas las
condiciones resolutorias existentes por ministerio de la ley.
Respecto de la indemnización por culpa contractual, en el
comprador no había lugar a ella por ser una
obligación de género. El contratante debía
ser equitativo hasta cierto punto; no en absoluto, porque en
materia de negocios el vendedor procura vender lo más alto
posible, y el comprador comprar lo más bajo que pueda;
pero en estas tendencias naturales debía haber un
límite en la acción rescisoria, que desde
entonces por una constitución imperial fue establecida en
caso de lesión ultra dimidium, más
allá del justo precio. Esta debía entenderse sobre
el precio corriente de compraventa en esa plaza o lugar de la
venta, a la fecha del contrato; pero esta acción, que hoy
es uniforme o recíproca, no tenía lugar sino a
favor del vendedor según la idea dominante entonces,
consignada en estas expresiones: invidia penes emptorem,
inopia penes venditorem.

Se creía que la venta era determinada
únicamente por la codicia en el comprador y por la
necesidad en el vendedor. Juzgaban los romanos, según
esto, que sólo debía ampararse al vendedor, que,
urgido por la miseria o la necesidad, se había visto
obligado a vender a menosprecio alguna cosa dándola por
menos de la mitad de su justo valor. Esta acción expiraba
a los cuatro años, de donde se ha tomado el mismo
término para su prescripción en las actuales
legislaciones.

Resta estudiar los elementos esenciales en el contrato
de venta, que son: el consentimiento, la cosa vendida, llamada
merx, y el precio.

Se dijo que el comprador no llegaba a ser propietario de
la cosa en virtud de la tradición, mientras no hubiera
pagado el precio. Por tanto el vendedor conservaba la propiedad,
con la acción reivindicatoria, más eficaz
todavía que la acción personal del contrato; a no
ser que hubiera seguido la fe del comprador concediéndole
un plazo, o que hubiese asegurado su acreencia el vendedor
mediante alguna caución, pues en estos casos sí
quedaba transmitido el dominio desde que la tradición
tuviera lugar. Con todo, podía el vendedor, por un pacto
expreso, reservarse el dominio hasta el pago del precio
(pactum reservati dominii).

Podía también constituirse una hipoteca
sobre la cosa vendida para asegurar el pago del precio o de
alguna parte e él, práctica que hoy vemos en la
venta de bienes raíces.

ELEMENTOS ESENCIALES DE LA
COMPRAVENTA

Consensus- El contrato se consideraba
perfeccionado desde que las partes se ponían de acuerdo en
la cosa y en el precio. La intervención de arras
servía para asegurar el cumplimiento de las respectivas
obligaciones, en tal manera que pudiesen las partes desistir pero
perdiendo las arras quien las dio, o restituyéndolas
dobladas el que las hubiera recibido (artículo 1859 del
Código Civil).

En tiempo de Justiniano no podía subordinarse el
consentimiento a la redacción de un documento, para que no se
estimara definitivo mientras no se hubiese firmado esa acta o
documento, por ambas partes (syngraphae), el cual
servía a la vez como prueba del contrato.

Merx –La cosa vendida podía ser
corporal o incorporal, con tal que pudiera entrar en el patrimonio:
cosas singulares o universalidades, verbigracia una herencia; cuerpos
ciertos y cosas in genere; cosas presentes y cosas
futuras que pudiesen llegar a existir.

En estas últimas la compraventa podía ser
de dos maneras: emptio spei y emptio rei
speratae
. La primera era un contrato puro y simple, de
carácter aleatorio: se compraba la suerte (alea),
como el resultado incierto de una pesca, o como
se compra hoy un billete de lotería; se compra la cosa
futura, en forma definitiva, sea que se realice o no la
esperanza, y el precio se debe pagar en todo caso. Muy distinta
es la segunda forma enunciada: en ésta el contrato es
condicional y conmutativo, pues se entiende hecho bajo la
condición tácita de que la cosa esperada,
verbigracia, la cosecha de un campo, llegue a producirse; en esta
venta el precio no se debe si la condición tácita
no se realiza, pues el contrato conmutativo es aquel en que una
parte recibe algo que se considera equivalente de lo que ella da
o promete. La misma doctrina se encuentra en nuestro
Código Civil (artículo 1869).

Pretium –El precio tenía que
consistir en dinero, pues de otra manera el contrato no
sería de compraventa (pecunia nummerata). El pago
del precio era la principal obligación del comprador, y
debía cubrirse inmediatamente después de recibida
la merx, si no se había obtenido un plazo para el
pago.

Por el pacto comisorio se reservaba el vendedor
el derecho a resolver el contrato si no se le pagaba el precio
oportunamente. Pacto expreso, pues los romanos no
admitían, como nosotros, la condición resolutoria
tácita.

¿Cuándo podía rehusarse el pago del
precio? Si el vendedor no entregaba la cosa en el tiempo
convenido, podía a su vez el comprador retener el precio,
mas no por temores o amenazas de evicción. Si
descubría alguna hipoteca oculta podía
también negarse a pagar el precio, mientras el vendedor no
le quitara el gravamen. Si descubría no ser dueño
el vendedor, por eso sólo no podía rehusar el pago,
pues ya se ha visto que en este caso, y aun en el de ser
demandado el comprador por un tercero reivindicante, la
acción competente era la actio auctoritatis
contra el vendedor para exigirle la cooperación a que era
obligado en defensa de la cosa vendida.

Teoría de los riesgos en la
venta –
Regla.
En las ventas puras y simples o a
término, tratándose de una cosa cierta (res
certa
), los riesgos, o sea la pérdida o la
destrucción de la cosa por caso fortuito, iban a cargo del
comprador, o acreedor de un cuerpo cierto. Principio que estaba
expresado así: Interitu rei certae debitor
liberatur.

Así, pues, si la cosa vendida quedaba en poder
del vendedor (cuerpo cierto), y si perecía por
caso fortuito o fuerza mayor
sin estar en mora el vendedor, la obligación de
éste de entregar la cosa al comprador se tenía pro
cumplida (pro impleta), y su consecuencia era la de
conservar el derecho de exigir el pago del precio de la misma
manera que si hubiese efectuado realmente la entrega de la cosa
vendida al comprador. Pero se dirá: ¿Y
porqué se exige el comprador el pago del precio de una
cosa que no recibe? A primera vista parece esto una injusticia;
mas si se medita el punto a la luz de los
principios de equidad, se hallará que no hay injusticia
alguna; y más bien, al contrario, la habría si se
aplicase una misma regla al vendedor que perdió la cosa
por un hecho o culpa suya que al que sufrió una
pérdida fortuita; pus claro está que el vendedor de
un cuerpo cierto perdido en poder suyo por culpa, debe indemnizar
al comprador los perjuicios, que representan el valor de la
venta, en dinero, y algo más si pretende que a su vez el
comprador le pague el precio, o si éste ya lo había
pagado. No sería lo mismo cuando el vendedor puso de su
parte cuanto era menester para conservar y entregar la cosa
vendida, mas no pudo efectuarlo por causas superiores a su
voluntad; pues sería inicuo medir con una misma vara al
vendedor culpable que al vendedor cumplido y escrupuloso, el cual
tiene derecho sin duda a conservar intacta su acreencia sobre el
precio, el que pudiera haber recibido ya desde antes y aplicado
ese dinero al cumplimiento de otros compromisos; y no
habría razón en equidad y justicia para exigirle la
devolución de una cantidad de dinero legítimamente
adquirida, sin que de su parte hubiera ocurrido culpa alguna en
la no ejecución del contrato como vendedor.

Había algunos casos en que los riesgos
podían ser para el vendedor; tal sucedía,
primeramente, y como regla, cuando lo vendido eran cosas de
género; genera non pereunt. En segundo lugar, si
la venta era condicional y sobrevenía la pérdida
total de la cosa vendida pendente conditione. En tercer
lugar, eran para el vendedor los riesgos, como regla, cuando
había cometido culpa contractual por hecho u
omisión suya, y también cuando había
incurrido en mora de entregarla; y, por último, cuando por
cláusula especial del contrato el vendedor tomaba a su
cargo los riesgos; pues todo privilegio de la ley puede
renunciarse cuando sólo afecta el interés
privado.

MODALIDADES

Primeramente tenían cabida las ordinarias,
término y condición suspensiva con las
consecuencias propias de éstas, o sea que la venta a
término era definitiva como la pura y simple, quedando en
suspenso solamente la exigibilidad, ya del precio, ya de la cosa
vendida. Esta es la forma más usual de la compraventa. La
condición suspensiva no hacía definitivo el
contrato sino al cumplirse dicha modalidad; entonces
venían a nacer los derechos de las partes contratantes,
que hasta ese momento estaban en suspenso conforme a las normas del
contrato mismo.

La condición resolutoria, como se ha
dicho atrás, no se admitió sin resistencias
en la legislación romana; y vino a significar cuando
llegó a admitirse, que la venta era pura y simple pero
resoluble bajo condición. En el último estado del
Derecho romano y en cuanto a los contratos consensuales, las
condiciones resolutorias quedaron admitidas, y vinieron a
incorporarse en la legislación civil.

Pactos
resolutorios

Eran cuatro, a saber: 1º, pactum discplicentiae
Como su nombre lo indica, consistía en
reservarse el comprador la facultad de deshacer la venta si
dentro de un término convenido la cosa dejaba de
agradarle.

2º, Addictio in diem – Pacto éste
que facultaba al vendedor para preferir, dentro de cierto plazo,
a otro comprador que ofreciese mejores ventajas, gozando eso
sí el primer comprador de una opción o preferencia
para mejorar la oferta.

3º, Pacto de la ley comisoria – Este
es el mismo que en nuestro Código Civil se denomina
pacto comisorio, que entre nosotros es casi innecesario
o superfluo, desde luego que en la compraventa y en todos los
contratos bilaterales tenemos la condición resolutoria
táctica; pero entre los romanos, donde no existía
tal modalidad implícita, tenía grande importancia
el pacto comisorio, pues solamente mediante él, o sea
cuando expresamente se convenía entre las partes,
podía exigirse la resolución de la venta si el
comprador no pagaba el precio, una vez vencido el
plazo.

4º, Pacto de retrovendendo – Este es
el que nuestro Código Civil llama de retroventa,
y consiste en la facultad que se reserva el vendedor para
recobrar o readquirir la cosa vendida. En Derecho romano no
había plazo final para hacer la retroventa; entre
nosotros, por el contrario, todo pacto de esta clase debe llevar
un término, el cual no podrá hacerse pasar de
cuatro años, según el artículo
1943.

EFECTOS DE LA CONDICIÓN
RESOLUTORIA

1º. En cuanto al contrato. Cumplida
esta condición, el contrato quedaba resuelto,
extinguiéndose en consecuencia las obligaciones aún
no cumplidas, o haciendo que las partes volviesen las cosas al
estado anterior. Para ello e ejercitaba una acción
personal condictio sine causa, mediante la cual se
obligaba al adquirente, si ya se había hecho dueño
de las cosas, a volver a transferir el dominio a la otra parte,
por alguno de los modos correspondientes (mancipatio, in jure
cesio,
o tradición).

Mas, si se trataba de exigir prestaciones
recíprocas, era insuficiente, por no ser contractual. Para
ello eran menester las acciones del contrato (empti,
venditi
), que la escuela sabiniana
consideró suficientes; mas los proculeyanos objetaban con
buena lógica no ser adecuadas estas acciones cuando ya el
contrato había dejado de existir por estar resuelto; y, en
consecuencia, indicaban la acción praescripptis
verbis.
En cuanto al comprador, la condición
resolutoria implicaba restituir la cosa y los frutos percibidos,
reparando a la vez los daños o deterioros que en su poder
y por culpa suya hubiera sufrido la cosa; y el vendedor
debía en ese evento restituir a su vez el precio que
hubiera recibido. Si la resolución de la venta
tenía lugar por virtud del pactum legis
comissoriae,
o sea por no haber pagado el precio el
comprador, claro está que el vendedor nada tenía
que restituir, pero sí podía reclamar al comprador
los frutos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
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