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En celebración de la Publicación de El Origen de Las Especies (página 10)




Enviado por Felix Larocca



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Huxley menciona repetidamente a Crane, cuyos experimentos
sobre hibridación son conocidos, pero incomparablemente
más reducidos que los llevados a cabo por Gluchenko en la
URSS. Pero Huxley tampoco menciona a Gluchenko, como si las
hibridaciones vegetativas fueran obra de Michurin y Lysenko
exclusivamente. Entre 1940 y 1980 I. E. Gluchenko se
especializó en la URSS en probar injertos, especialmente
con tomates, publicando una copiosa colección de
artículos. No fue el único. En aquel país,
sólo entre 1950 y 1958 se publicaron más de 500
estudios científicos acerca de la hibridación
vegetativa en los que participaron una ingente cantidad de
botánicos, entre los que, además de Gluchenko, cabe
destacar a C. F. Kuschner, P. M. Sopikov, N. V. Tsitsin, A. A.
Avakian y N. I. Feiginson, entre otros. Esta ingente tarea
científica sólo merece el desprecio de los
mendelistas. Según Huxley muchos de esos experimentos
fueron llevados a cabo por aficionados y estudiantes, mientras
que "los investigadores de otros países no han podido
obtener los mismos resultados". De ese modo, presenta la
hibridación vegetativa como si se tratara de una
experiencia originaria de la URSS, cuando los injertos vegetales
son una práctica milenaria en la agricultura de
todos los países del mundo. Sin embargo, Huxley trata de
aparentar algo distinto, asegurando que las hibridaciones
vegetativas únicamente las han podido comprobar los
"jardineros" soviéticos, los cuales no estudian las obras
científicas mendelianas, ya que las repudian, lo que les
conduce a cometer muchos errores en sus investigaciones
y, en particular, no toman precauciones a la hora de realizarlas,
no utilizan ejemplares genéticamente puros, no elaboran
estadísticas y no utilizan testigos de
contraste. Por el contrario, el mendelismo "incorpora numerosos
hechos y leyes que han
sido verificados repetida e independientemente por los hombres de
ciencia de
todo el mundo". Las tesis
soviéticas no son de fiar, por lo que hay que someterlas a
un doble filtro: la confirmación por parte de terceros y
la interpretación a la luz "de los
conocimientos existentes, y no meramente interpretados
según las burdas teorías
de Michurin y Lysenko".

Cuando resulta ya imposible cerrar los ojos, en los casos en
los que no se puede negar la evidencia, la hibridación
vegetativa se presenta como un fenómeno excepcional. Por
consiguiente, dice Huxley, la diferencia no está en los
hechos sino en la interpretación de los mismos. El
fenómeno puede ser "igualmente bien explicado" o incluso
"mejor explicado" en términos estrictamente mendelianos
porque un híbrido "debe producir" nuevas combinaciones de
genes en vasta escala, de los
cuales la selección
natural recluta a los mejores. La tesis de Huxley se
podría resumir, pues, diciendo que o bien los hechos son
falsos o, cuando no lo son, se pueden interpretar al modo
mendelista (434). La banca siempre
gana.

En las críticas a Michurin y Lysenko hay una
ocultación reiterativa que tampoco es ninguna casualidad:
la de que fue Darwin el primero
que prestó atención a la hibridación
vegetativa, defendiendo exactamente las mismas conclusiones que
Michurin y Lysenko, es decir, que los injertos crean verdaderos
híbridos vegetales: "la unión de tejido celular de
dos especies distintas" capaz de producir un individuo
nuevo, diferente a los dos anteriores, aunque a menudo los
caracteres aparecen segregados y la mezcla no es tan
homogénea como en la reproducción sexual. Esto, concluye Darwin,
"es un hecho muy importante que cambiará más pronto
o más tarde las opiniones sostenidas por los
fisiólogos respecto a la reproducción sexual"
(435). El naturalista británico se apoyó en sus
propios experimentos al respecto que, al mismo tiempo, le
sirven para fundamentar su teoría
de la pan génesis y su defensa de la herencia de los
caracteres adquiridos.

Después de Darwin, no fue Michurin el único en
apoyar las tesis darwinistas, hasta el punto de que la
hibridación vegetativa se ha podido confirmar por una
amplia experimentación realizada en países muy
diversos, como China,
Japón
(K. Hazama, Y. Sinoto, N. Ygishita), Alemania (I.
Schilowa y W. Merfert), Bulgaria (R. Gueorgueva), Rumanía
(C. T. Popescu), Yugoeslavia (R. Glavnic). Se ha ensayado con
numerosas especies vegetales: frutales, hortalizas, flores
ornamentales y otros. En México, el
biólogo Isaac Ochoterena también defendió
las hibridaciones vegetativas de los soviéticos: "Los
agrónomos y biólogos soviéticos han obtenido
asombrosos resultados en los últimos años […] Han
llegado incluso a la obtención de especies nuevas
hibridando las existentes por el procedimiento del
injerto de plantas
pertenecientes no sólo a diversas especies, sino a
diversos géneros" (436).

El suizo Maurice Stroun, profesor de
bioquímica
en la Universidad de
Ginebra, también defendió la hibridación
vegetativa, publicando numerosos artículos y libros en los
que resumía sus experimentos, tanto con injertos vegetales
(solanáceas) como con transfusiones de sangre en
animales
(pollos). Para las hibridaciones dentro de una misma especie, las
conclusiones de Stroun eran tres:

a) mediante injertos es posible influenciar los caracteres
hereditarios

b) las modificaciones introducidas son a menudo diferentes de
las obtenidas mediante cruce sexual ya que presentan una
segregación en la primera generación, la
transmisión de una parte únicamente de los
caracteres y la aparición de nuevos caracteres

c) las modificaciones están orientadas: los caracteres
introducidos en la variedad influenciada se aproximan a menudo a
las del mentor

Por el contrario, concluye también Stroun, en las
hibraciones entre especies diferentes las modificaciones no se
orientan.

A mediados del pasado siglo se llevaron a cabo en Francia
ensayos de
hibridación vegetativa, cuyos primeros resultados fueron
publicados en 1957 por Benoit y sus colaboradores, entre los que
se encontraba el biólogo jesuita Pierre Leroy. El interés de
estos experimentos es que extienden el campo de la
hibridación vegetativa a los animales. En una
estación experimental del Instituto Nacional de Investigación Agronómica,
perteneciente al CNRS, inyectaron por vía intraperitoneal
sangre de una variedad de gallinas Roder Island Real en
la sangre de otras gallinas. Este tipo de inyecciones provocan
perturbaciones irregulares en la pigmentación de las
plumas de los descendientes de la primera, segunda y tercera
generación. De ahí concluían que las
inyecciones actuaron sobre los caracteres hereditarios, ya que
solo los descendientes de tres generaciones sucesivas presentaban
alteraciones, mientras que los progenitores inyectados no
experimentaban ninguna modificación. Los descendentes de
los sujetos nacidos de padres inyectados estaban afectados, lo
que demostraba que este fenómeno afectó a la
línea germinal y no se fijó en el citoplasma. Este
experimento fue un choque que abrió un debate, otro
más, el 24 de noviembre de 1962 en el Collège
de France
, luego reproducido por la revista
Biologie médicale. Naturalmente el debate
derivó hacia la herencia de los caracteres adquiridos.

Según Benoit, que abrió la sesión con una
introducción muy breve, las hibridaciones
vegetativas "en la actualidad no parecen poder
explicarse por medio de los datos de la
genética
clásica y de hecho incitan a buscar nuevas explicaciones".
Leroy confiesa que comenzó sus investigaciones intrigado
por los avances logrados por los botánicos
soviéticos y se defiende de los ataques que había
comenzado a padecer como consecuencia de su interés por el
asunto. Acusado de emplear "procedimientos
medievales", describe minuciosamente las precauciones adoptadas
en el laboratorio
para impedir la acción
de factores imprevistos u ocultos: pureza génica, alimentación,
estabilidad de los ejemplares utilizados, etc. Su
conclusión es que la sangre incide sobre los caracteres
hereditarios y se ve obligado a disculparse por tener que dar la
razón a los investigadores soviéticos:

Sería abusivo ver en el tipo de investigaciones que
nosotros emprendemos un objetivo
diferente del científico. Nada podrá frenar las
conquistas definitivas de la ciencia de
la herencia. La genética de Mendel, Morgan
y de sus sucesores ha transformado la biología;
sería pueril pensar que nuestro trabajo es
contrario al mendelismo. ¿No es más exacto ver
ahí un enriquecimiento y un complemento? Sinceramente,
¿tiene alguien derecho a decir que nosotros no tenemos
nada que aprender en un dominio tan
complejo, tan vasto y donde la ingeniosidad de los mecanismos no
cesa de sorprendernos? El hombre
ciertamente no ha agotado todos los recursos que le
reservan el estudio y la observación (437).

Lo que se presentaba como un "descubrimiento" sorprendente
también fue convenientemente enterrado. El paso del tiempo
fue ocultando las huellas de tal forma que no sólo las
investigaciones soviéticas debían figurar sin
respaldo fuera de las fronteras de aquel país sino
aisladas, extrañas, únicas. Una de las conclusiones
del coloquio de París era que se habían
identificado los efectos de la hibridación vegetativa pero
se ignoraban las causas, agentes y mecanismos que operaban en
ellas, de las cuales sólo se podían avanzar
hipótesis. Jean, el hermano de Maurice
Stroun, participante en el debate, sostenía que el
ADN ocupaba un
lugar central en la transmisión hereditaria, pero que no
era el único factor, indicando ya entonces la posibilidad
de que también participaran el ARN y algunas proteínas
nucleares. En plena ola de furor de la doble hélice
aquello aguaba la fiesta de la teoría
sintética.

Pero las sorpresas del debate de 1962 no acababan ahí.
En su exposición
Leroy mencionaba las investigaciones llevadas a cabo por el
biólogo Milan Hasek (1925-1984) en Praga con embriones de
pollo varios años antes y, por su parte, Jean Stroun
también mencionó las reacciones
inmunológicas como una de las cuestiones relacionadas con
las hibridaciones. Lo mismo que Leroy en Francia, por influencia
de la botánica soviética, Hasek
había iniciado sus propios experimentos de
hibridación en Checoslovaquia, publicando en 1953 su obra
"La hibridación vegetativa de las plantas" en ruso.
Después de los investigadores soviéticos fue uno de
los primeros en trasladar las hibridaciones desde los vegetales a
los animales, poniendo en comunicación los vasos sanguíneos de
embriones de pollo. Observó que después de nacer
los pollos eran quimeras ya que tenían células de
los dos tipos genómicos y su descubrimiento le condujo al
terreno de la inmunología, convirtiéndose en uno
de los más reputados científicos en ese dominio. A
diferencia de los vegetales, los animales más
evolucionados tienen un sistema
inmunitario muy desarrollado que rechaza cualquier injerto,
transfusión o trasplante. Apoyándose en la
teoría fásica de Lysenko, Hasek descubrió
que los organismos quiméricos eran tolerantes a las
transfusiones de sangre e injertos de piel.
También quedaba claro que el sistema inmunitario no era
estable sino que se desarrollaba a partir de las primeras fases
embrionarias de modo que en ellas se puede lograr la tolerancia hacia
cuerpos extraños y, por tanto, evitar el rechazo, una
característica adquirida que se conserva para las etapas
maduras.

Este descubrimiento de Hasek, que posibilitó en la
década siguiente los primeros trasplantes de
órganos en seres humanos, es el que se atribuye a Medawar
y el que le valió a éste la obtención del
Premio Nobel de Medicina en
1960, una de esas características vergüenzas de la
historia de la
ciencia en el siglo XX. Frente a Medawar, Hasek padecía
cuatro lacras imperdonables en la guerra
fría: no era anglosajón, escribía en
ruso, era lysenkista y militante del partido comunista de su
país. El Premio Nobel no podía tener un
destinatario así en 1960. Se sabía que los
trasplantes eran una de las técnicas
con futuro de la medicina cuyo verdadero origen había que
encubrir.

Hoy la hibridación se ha convertido en una
práctica rutinaria en los laboratorios. En 1965 Henry
Harris fusionó células de dos especies distintas,
que pasaban así a disponer de dos núcleos
distintos. Según Harris no sólo el citoplasma
identificaba los mensajes procedentes de ambos núcleos
sino que ambos núcleos identificaban los mensajes
procedentes del citoplasma (438). Desde 1975 se logran fusionar
células distintas (hibridomas) por el método de
César Milstein, Niels Kaj Jerne y Georges J. F.
Köhler, es decir, mediante campos eléctricos, aunque
también es posible utilizar otros procedimientos. Se
engendra así un híbrido de un linfocito B con una
célula
tumoral (mieloma) que reúne las características de
ambas: el linfocito produce anticuerpos y el tumor se reproduce
muy rápidamente, con lo cual se obtiene una célula
mixta capaz de producir anticuerpos en cantidades importantes
(439). Un genetista español,
Lacadena, ha expuesto recientemente los últimos avances en
hibridación de plantas, a las que da otra
denominación, considerándolas como una "nueva"
técnica experimental que disimula sus orígenes
teóricos y prácticos. Lo resume de una forma que
podría rubricar el mismo Lysenko:

A partir de la década de los setenta se han
desarrollado nuevas técnicas experimentales de
hibridación somática producida por fusión
de protoplastos de especies diferentes y posterior
diferenciación de plantas adultas que, evidentemente,
llevan las dotaciones cromosómicas completas de ambas
especies […]

La regeneración de plantas adultas a partir de cultivo
de protoplastos es una técnica de especial utilidad dentro
de la biotecnología vegetal actual; por ello los
intentos que se están haciendo en las especies cultivadas
son numerosos […]

Las perspectivas que ofrece esta nueva técnica de
hibridación parasexual son de extraordinaria importancia
al poder salvar la barrera de la reproducción sexual en
combinaciones híbridas entre especies más o menos
alejadas en la escala evolutiva […] Merece la pena destacar la
obtención de híbridos somáticos de patata y
tomate por
regeneración a partir de la fusión de protoplastos
por si en un futuro pudiera llegarse a obtener una nueva forma
vegetal con un doble aprovechamiento agronómico:
serían los tomatotatas (topatoes) o
patamates (pomatoes) si bien en principio
diversos problemas
citogenéticas como los de inestabilidad
cromosómica, interacciones genéticas, etc.,
impidieron augurar su posible utilización práctica.
Algunos años más tarde, Jacobsen y colaboradores
obtuvieron de nuevo los híbridos somáticos de
patata y tomate y las descendencias de dos generaciones de retro
cruzamientos con patata (440).

Pero en este punto -como en otros- el mendelismo está
condenado a sufrir un descalabro detrás de otro,
especialmente contundentes en su tesis fuerte, a saber, que en la
hibridación vegetativa no hay intercambio génico.
En 2003 varios investigadores japoneses demostraron lo contrario
e indicaron la vía probable a través de la cual se
produce ese intercambio génico: los transposones.
Expusieron literalmente lo siguiente:

Durante 50 años hemos analizado las variaciones
genéticas inducidas mediante injerto en variantes del
pimiento. Hemos encontrado e informado sobre varios tipos de
variaciones con conductas genéticas irregulares en las
progenies derivadas de
injertos repetidos. Basándonos en nuestros experimentos,
sugerimos particularmente que la transformación es el
mecanismo probable de los cambios genéticos inducidos.
Para comprobar la hipótesis, supervisamos la transferencia
de ADN de la púa al patrón utilizando
técnicas moleculares. Encontramos varias secuencias
específicas comunes entre el ADN de la púa, el del
patrón y variaciones inducidas por el injerto similares a
las secuencias de los transposones del tomate. Es probable que la
transferencia de genes y el mecanismo integrado de las plantas
injertadas se establezca a través del sistema de
retrotransposones" (441).

En materia de
hibridación vegetativa los investigadores orientales
están muy por delante de los occidentales. Un año
después del descubrimiento de los japoneses, hubo una
nueva defensa de la hibridación vegetativa por parte de
Yongsheng Liu, del Departamento de Horticultura del Instituto de
Ciencia y
Tecnología de Henan (China) quien ha publicado varios
artículos en los que confirma que por medio de injertos se
pueden obtener auténticos híbridos vegetativos, no
quimeras, y que se trata de variedades estables. El investigador
chino confirma que en las hibridaciones existe intercambio
génico, que califica como transgénesis
bidireccional: del patrón hacia la púa y a la
inversa. Según Liu el intercambio génico se produce
a través del ARN mensajero, el cual se transfiere entre el
patrón y el injerto, luego la transcriptasa inversa lo
transcribe a ADN capaz de integrarse en el genoma de uno o de
otro y de sus células embrionarias (442). Tanto Darwin,
como Lysenko y Liu coinciden en dar una importancia máxima
a la hibridación vegetativa. El británico la
relacionó con otros fenómenos biológicos,
como la regeneración, la reversión o la
gemación, afirmando que debían ser comprendidos
"desde un punto de vista único". Según Liu la
hibridación vegetativa es, además, una prueba de
que la teoría de la pan génesis de Darwin es una
teoría genética correcta. Considera que la
detección de ácidos
nucleicos circulantes y priones en la savia de la planta y en la
sangre de los animales demuestra que la función de
las gémulas en la pan génesis de Darwin la desempeño el ARN mensajero. Es al
británico (y no a Mendel) a quien hay que atribuir la
paternidad de la genética, concluye Liu.

Pero el golpe de gracia llegó en mayo de 2009 cuando la
revista Science informaba que investigadores del
Instituto Max Plank de Postdam-Golm (Alemania) habían
comprobado que entre las células que forman parte de un
injerto existe intercambio génico (443). Los experimentos
se llevaron a cabo con dos plantas transgénicas de
tabaco que
contenían secuencias genómicas de resistencia a
distintos antibióticos, determinando dos limitaciones al
descubrimiento:

a) sólo hay transferencia de los genes insertos en los
cloroplastos, no de los que forman parte del núcleo b) la
transferencia se produce únicamente en la zona de
contacto, por lo que sólo afecta a los brotes allí
formados

Como se observa es una tesis muy matizada y como
también es habitual en el ágora neo darwinista,
Science nada decía de la prehistoria de
los injertos, como tampoco del alcance teórico de los
mismos, aunque los neo darwinistas se guardaban expresamente de
las posibles acusaciones de lysenkismo diciendo que las
hibridaciones vegetativas no son análogas a las sexuales:
Excusatio non petita acusatio manifesta, decían
los latinos, o dicho en palabras de Liu: las hibridaciones
vegetativas están inextricablemente unidas al nombre de
Lysenko. No hay manera de ocultar más tiempo un fraude
científico que dura ya más de medio siglo. Pero que
después de este tiempo se esté demostrando que
Michurin y Lysenko tenían razón, también ha
suavizado los posicionamientos de los lysenkistas de
antaño. Es el caso de Maurice Stroun, quien pasa del
lysenkismo inicial a un criterio más matizado en 2006:

A finales de los 50 y principios de los
60 del siglo pasado, tuvo lugar una lucha teórica entre
los científicos occidentales y los rusos acerca de la
teoría que explica el mecanismo de la evolución. De acuerdo con el
neo-darwinismo, la evolución era el resultado del azar y
de la necesidad, es decir, de las mutaciones que llegan por
casualidad favoreciendo la supervivencia del más apto.
Para los genetistas de Rusia, los
caracteres adquiridos eran la base de la evolución, es
decir, el medio ambiente
modifica las características de los genes. Uno de los
principales experimentos en que los genetistas de Rusia basaban
su teoría era la transmisión de los caracteres
hereditarios mediante una técnica especial de injerto
entre dos variedades de plantas, una planta mentor y una planta
pupilo. En su desarrollo la
variedad pupilo depende por completo de su planta mentor, cuyas
características hereditarias se modifican
correlativamente. En el mundo occidental estos experimentos
fueron contemplados con dudas. Nosotros fuimos de los pocos que
trataron de repetir este tipo de experimentos. Después de
tres generaciones de injertos entre dos variedades de berenjena,
tuvimos éxito
en la obtención de modificaciones hereditarias de las
plantas pupilo, que adquirieron algunas de las
características de la variedad mentor. La
vinculación entre algunas de las características
hereditarias de la planta mentor se rompieron, la
segregación de la descendencia fue anormal y las
características dominantes aparecen como recesivas en las
plantas descendientes. En lugar de adoptar las opiniones de los
científicos rusos acerca de los caracteres adquiridos,
sugerimos que el ADN circulaba entre la planta mentor y la pupilo
y supusimos que algunas moléculas de ácido nucleico
que transportan la información genética podrían
penetrar en las células somáticas y reproductivas
de la planta pupilo en un momento propicio y permanecer activas
(444).

Por lo tanto, en los injertos no sólo hay
comunicación fisiológica, sino incluso intercambio
génico entre las dos variedades que se unen. Las
hibridaciones vegetativas ocasionan una transgénesis
natural, lo cual supone la formación de algo distinto,
como siempre sostuvo la genética de Darwin, Michurin y
Lysenko.

Por sí misma, la discusión sobre las
hibridaciones vegetativas resume la polémica lysenkista.
Es un punto en el que la demagogia no ha ahorrado
descalificaciones, a cada cual más insultante. En los
países capitalistas algunos críticos decían
que no habían podido corroborar los experimentos de
hibridación, pero los más atrevidos hablan
sencillamente de manipulación y de fraude.
Experimentadores como Gluchenko debían estar tan obcecados
con sus absurdos tomates que dedicaron 40 años de su vida,
casi toda ella, a practicar injertos que -supuestamente- nadie
más era capaz de reproducir. Quizá la ineptitud
corría por cuenta de quienes jamás lograron ninguna
clase de
hibridación o, simplemente, cerraron los ojos ante la
evidencia, no sólo de Michurin o Gluchenko sino de 6.000
años de prácticas agrícolas que se han
propuesto borrar de la historia para mantener en pie una ideología tambaleante.

Es sólo una parte del estilo de la campaña
propagandística de la guerra
fría. Sin embargo, lo más significativo es que
ninguno de los feroces críticos de Lysenko extiende sus
insultos contra Darwin porque éste es el fetiche
intocable. Además, el agrónomo soviético
tiene que aparecer aislado, como el bicho raro, la nota
discordante que de ninguna manera se puede poner en
relación con Darwin. Finalmente, hay que rescatar a Darwin
de sus propios desvaríos. Por eso su obra de madurez
"Variación de los animales y las plantas bajo
domesticación" no se tradujo al castellano hasta
2008. Sólo mediante la censura y la mutilación del
pensamiento
darwinista -y de otras corrientes de la biología- la
teoría sintética ha podido infiltrar sus postulados
entre la ciencia.

La cuestión sigue hoy planteada en los mismos
términos que en 1948: un amplio consenso mayoritario de
botánicos que se niega a reconocer las hibridaciones
vegetativas y un reducido número de excéntricos que
afirma todo lo contrario. Los primeros hacen bien en cerrar los
ojos porque están en juego todos y
cada uno de los fundamentos que han venido manteniendo desde
1883. Afortunadamente para la humanidad la ciencia nunca ha
resuelto sus dilemas a mano alzada; mientras queden herejes
podemos tener confianza en el progreso del pensamiento.

Los genes se sirven a
la carta

Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el
ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran
incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por
ejemplo, Medvedev afirma que hubo una "negación integral
de la genética" (445), y según Ayala, para Lysenko
la genética era una ciencia capitalista (446). Este es el
tópico usual al que recurren los intoxicadores. La postura
de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo
en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto
que la selección artificial debía fundamentarse en
ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de
Ciencias
Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo
siguiente:

Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la
genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la
variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la
herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.

Nosotros combatimos diversas tesis de la genética,
tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos
para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre
el plan de la
teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos
asimilar la genética, que es una de las ramas más
importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con
la ayuda de nuestros métodos
soviéticos a lo más alto y lo más
completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente
numerosos principios anti darwinistas que están en la base
de las tesis fundamentales de la genética.

Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes
trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro
conocimiento
de la morfología
de la célula,
y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas
esos trabajos […] Son ramas del saber indispensables que
acrecientan nuestros conocimientos.

Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló
contra la genética sino contra toda la amalgama de
concepciones oscurantistas que pretendían introducirse
junto con ella, como reconoció Haldane. Según el
británico, muchos genetistas y la mayoría de los
vulgarizadores soviéticos "se habían dejado
engañar" por su propio vocabulario, y Lysenko se
basó en ello "para desprestigiar a la teoría
genética en general y para proponer una tarea con mucha
menos base científica que el mendelismo" (447). Por lo
menos a partir de aquí podemos empezar a sospechar que no
se trataba de una guerra contra la genética sino contra el
mendelismo, si bien los formalistas no conciben la
genética sin las leyes de Mendel. Pero éste es otro
problema distinto. No obstante, ni siquiera la crítica
del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las
versiones difundidas en los países capitalistas acerca de
Lysenko no pueden calificarse más que de una
manipulación vergonzosa.

Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia,
si retardó tanto el avance de la genética, alguien
debería explicar cómo es posible entonces que el
biólogo británico J. D. Bernal, un defensor de
Lysenko, esté considerado como el fundador de la
genética molecular en su país. Cabe reseñar
también que, lo mismo que en la URSS, mientras un
militante del Partido Comunista como Bernal defendía a
Lysenko, otro militante, J. B. S. Haldane, también
biólogo, defendía todo lo contrario (448).

Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno
soviético. Uno de los muchos países en los que las
tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China
y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en
aquel país asiático. Era una planta de tabaco a
cuyo genoma se le añadió una secuencia de
resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el
Instituto de Genética Médica de Shanghai
creó el primer ternero probeta transgénico
utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la
obtención de la oveja clónica Dolly tres
años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se
situó a la cabeza de investigación
genética.

Ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la
genética en los centros educativos y en los laboratorios,
de manera que se pudieron conocer todas las corrientes existentes
en el mundo, y así, por ejemplo, la Sociedad de
Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la
defensa de los principios mendelistas. No obstante, quizá
no sea este aspecto el más interesante. Lo realmente
significativo es que las afirmaciones acerca de la supuesta
"prohibición" de la genética en la URSS
deberían conducir a establecer comparaciones -incluso
cuantitativas- con la enseñanza de esa misma disciplina en
otros países: fechas en las que se introdujeron las
cátedras de genética, número de profesores
universitarios, artículos y libros publicados, etc. Las
sorpresas serían mayúsculas porque en 1949 el
bioquímico belga Jean Brachet reconoció en una
rueda de prensa tras su
viaje a la URSS, que en la Universidad Libre de Bruselas los
planes de estudios ofrecían 15 horas lectivas de
genética, contra 200 en la de Leningrado. No está
nada mal para un país que acababa de "prohibir" la
genética. El primer profesor universitario de
genética en Estados Unidos
fue Alfred Sturtevant, quien comenzó a impartir sus clases
en 1928. Según Haldane, en 1938 en Inglaterra no
había más que un sólo profesor de
genética "y como, no se ha hecho ningún esfuerzo
por remediar esta carencia, la enseñanza de
genética en Londres es, de momento, radicalmente
imposible" (448b). La superioridad soviética en ese punto
era, pues, abismal.

Las aportaciones soviéticas a la genética
también fueron muy importantes, en algunos casos
anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas,
descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene
recordarlas, aunque sea telegráficamente. Entre 1922 y
1929 Vavilov reunió en sus expediciones la
colección de plantas y semillas más importante del
mundo, cuyo destino era la selección y la
hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la
calidad de los
cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera
hipótesis científica sobre el origen de la
vida. Ese mismo año A. N. Bach creó el primer
Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y
expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la
oxidación. Aunque el efecto mutágeno de las
radiaciones sobre los cromosomas se
atribuye al estadounidense H. J. Muller, y le concedieron el
Premio Nobel por ello, sus verdaderos descubridores fueron los
soviéticos G. A. Nadson y G. S. Filippov, que observaron
el efecto en levaduras y hongos,
adelantándose en dos años a Muller. En 1926
Vladimir I. Vernadsky publicó "La biosfera" la
obra cumbre de la ecología
contemporánea. Al año siguiente S. S. Chetverikov
fue el primero en formular las leyes del polimorfismo
genético que constituye la base de la genética de
poblaciones, adelantándose en varios años a Wright,
Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo
año G. D. Karpechenko creó la primera planta
sintética del mundo, a la que dio el nombre de
Raphanobrassica (Raphanus sativus y
Brassica cleracea), un híbrido del rábano
y la col (repollo o coliflor)(449). Ese mismo año N. K.
Koltsov fue el primero en describir la estructura de
los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de
reproducirse por un mecanismo de molde, concepto que
relacionaba la genética con la bioquímica. No
obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov
pensaba que esa molécula era una proteína y no un
ácido, el ADN, como se supo después. La
noción de biosíntesis permitió entender la
autorreplicación genética. En 1927 A. R.
Serebrobsky estudió la primera variación
intragenética de la mutabilidad. Al año siguiente
A. A. Sapeguin obtuvo mutantes del trigo mediante radiaciones. En
1935 A. N. Belozersky logró aislar ADN en forma pura por
primera vez y dos años después N. P. Dubinin fue el
primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un
dos por ciento de mutantes espontáneas. Al año
siguiente, estudiando el efecto de la luz sobre la
floración, Mijail J. Chailakhyan descubrió el
florígeno (450), uno de los hallazgos más
importantes en la botánica contemporánea que se ha
logrado confirmar en el presente siglo.

Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética
como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes
de la genética de otros países, consecuencia a su
vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente,
aparece como una política
deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética,
como si los demás países no tuvieran ninguna
responsabilidad en ello. También
aquí hay que proceder a una verdadera
reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo
durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones,
sometida a un riguroso bloqueo internacional.

En líneas generales y, especialmente en lo que a la
ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó
desarrollar toda clase de intercambios con terceros
países, a cuyos efectos creó una Oficina para el
Estudio de la Ciencia y la Tecnología
Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las
conexiones culturales con los países extranjeros: "Con
posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y
después otros centros de investigación, tomaron
medidas para establecer relaciones directas con centros de
investigación del extranjero. Aun cuando al principio la
cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin
embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la
ciencia soviética" (451). La gran crisis
capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar
con los presupuestos
para educación e investigación en Estados
Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y
técnicos extranjeros que se habían quedado en el
paro a
instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones
y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían
instalado anteriormente, de manera que es difícil
encontrar un genetista que no hubiera viajado en algún
momento a la URSS. Un conocido eugenista como Leslie Clarence
Dunn se trasladó allá en 1927 con una beca de
Rockefeller. Richard B. Goldschmidt visitó la URSS en 1929
para asistir a un congreso de genética. Al quedarse en el
paro en Estados Unidos, el biometrista Chester Bliss
trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico de
Leningrado. El genetista Calvin F. Bridges también fue
profesor de su disciplina en la Universidad de Leningrado.

En 1925 la Academia de Ciencias ofreció un laboratorio
de investigación al biólogo Paul Kammerer durante
una vista a la URSS. El austriaco aceptó el puesto pero
tenía que ir a Viena para recoger sus cosas. Fue entonces
cuando se divulgó su supuesto fraude, que le condujo al
suicidio.
Después de 1929 la crisis promocionó la
emigración hacia la URSS de científicos procedentes
de los países de Europa central,
una corriente reforzada después de la llegada de Hitler a la
cancillería en Alemania. Entre los primeros se encontraba
Georg Schneider (1909-1970), un joven militante del Partido
Comunista de Alemania recién salido de la universidad.
Schneider emigró a la URSS en 1931, donde dos años
después se le unió su profesor en Jena, Julius
Schaxel (1887-1943), un prestigioso biólogo,
también marxista, a su vez alumno de Ernst Haeckel.
Schaxel (452) había fundado en 1924 el conocido diario de
información científica "Urania", prohibido por los
nazis en 1933. En el exilio Schaxel y Schneider iniciaron una
estrecha colaboración primero en el Instituto de
Morfogénesis Experimental, poniendo los cimientos de la
biología del desarrollo, disciplina de la que se cuentan
entre sus pioneros, que continuaron después en el
Instituto Severtsov de Morfología Evolucionista de la
Academia de Ciencias de la URSS en Moscú. Tras su retorno
a Alemania en 1945, Schneider impartió clases de
biología teórica en la Universidad de Jena, siendo
uno de los pocos defensores del lysenkismo en la
República Democrática Alemana.

El caso de H. J. Muller es bastante singular e ilustra sobre
la verdadera situación de la genética en aquella
época, ya que recorrió todo el espectro
ideológico imaginable. Discípulo de Morgan, su
"redescubrimiento" del efecto mutágeno de las radiaciones
sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual
Principles of Genetics tuvo una amplia difusión
universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al
ruso. Se trasladó a Moscú con su cargamento de
moscas en 1922, presidiendo el Instituto de Genética desde
1933 hasta 1937. En la URSS Muller escribió varios
artículos para la prensa elogiando la
colectivización agrícola y apoyando la investigación científica
soviética. En uno de ellos, publicado en el diario
gubernamental Izvestia con ocasión del
décimo aniversario de la muerte de
Lenin, criticaba el lamarckismo y defendía que la
genética formalista era una aplicación del marxismo a la
biología. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional
de Amistad
Americano-Soviética y presidente de la Sociedad
Científica Americano-Soviética. En una conferencia
impartida en Moscú en 1936 estableció el puente que
unió la química y la
genética: el portador de la información
genética era un polímero compuesto por una serie
aperiódica de subunidades. Al año siguiente se
trasladó a España
como miembro de las Brigadas Internacionales para participar en
los servicios
médicos del ejército republicano. Pero
también era eugenista y acabaría militando en las
filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía
que la Unión Soviética era el Estado
ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la
raza humana porque las barreras de clase habían
desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un
ejemplar de su libro Out
of the night
en el que defendía la eugenesia. En esa
obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las
que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller
sostuvo que la inseminación artificial entre los
soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo.
Había que mejorar la dotación genética de la
clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad
natural.

La genética soviética estuvo siempre
estrechamente imbricada con la de los demás países
del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e
institutos de investigación de otros países, del
mismo modo que existieron científicos de otros
países que formaron parte de las universidades y
laboratorios soviéticos. El mismísimo William
Bateson acudió a Moscú en 1925 para celebrar el 200
aniversario de la fundación de las academias
científicas en Rusia, y al regresar a su país
escribió un artículo elogiando el enorme esfuerzo
que estaba realizando la URSS en materia científica (453).
En los libros soviéticos publicados no hay más que
repasar la bibliografía y las citas para observar
cómo los avances de otros países también
fueron conocidos por los científicos soviéticos,
así como sus manuales, de los
que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los
fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y
librerías. Así, las obras escogidas de T. H. Morgan
se publicaron en la URSS en 1937, antes que en Estados Unidos; lo
mismo se puede decir de las de H. J. Muller, un científico
más conocido en la URSS que en su propio país.

Una de las acusaciones lanzadas contra Lysenko es su negativa
a reconocer los genes, cuestión que él
abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que
él se oponía era al concepto de gen como
corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no
por negar que existan partículas o una sustancia de la
temperatura,
se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la
materia: "Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los
citólogos, puedan percibir un día los genes por el
microscopio.
Se podrá y se deberá discernir en el microscopio
detalles cada vez más ínfimos de la célula,
del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán
parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma,
y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio
hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se
multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es
la célula que se desarrolla, se transforma en organismo.
Esta célula comporta unos orgánulos con fines
diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se
desarrolle, que no evolucione".

Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que
también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto
de vista del origen de la vida
criticó la teoría de las mutaciones al azar:

En el problema mismo del origen de la vida, muchos
naturalistas continúan sosteniendo, aun después de
Darwin, el anticuado método metafísico de atacar
este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los
medios
científicos de América
y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores
de la herencia, al igual que de todas las demás
particularidades sustanciales de la vida, son los genes,
partículas de una sustancia especial acumulada en los
cromosomas del núcleo celular. Estas partículas
habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en
alguna época, conservando práctica e
invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo
de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por
consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los
mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se
constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente
esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas
las propiedades de la vida.

La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan
de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y
Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo
demás simplista. Según ellos, la molécula
del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una
"operante" y feliz conjunción de átomos de carbono,
hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo,
los cuales se conjugan "solos", para constituir una
molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia
especial, que contiene desde el primer momento todas las
propiedades de la vida.

Ahora bien, esa "circunstancia feliz" es tan excepcional e
insólita que únicamente podría haber
sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A
partir de ese instante, sólo se produce una incesante
multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha
aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.

Está claro, pues, que esa "explicación" no
explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos
los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está
extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que
perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones
vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la
reproducción en las condiciones de existencia dadas.
¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente
casual, esa adaptación interna, tan determinativa para
todas las formas vivas, incluso para las más
elementales?

Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma
anticientífica el orden regular del proceso que
infiltra origen a la vida, pues consideran que esta
realización, el más importante acontecimiento de la
vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no
pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo
inevitablemente en las creencias más idealistas y
místicas que aseveran la existencia de una voluntad
creadora primaria de origen divino y de un programa
determinado para la creación de la vida.

Así, en el libro de Schroedinger "¿Qué es
la vida desde el punto de vista físico?", publicado no
hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano
Alexander: "La vida, su naturaleza y
su origen", y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y
terminantemente que la vida sólo pudo surgir a
consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al
mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el
plano ideológico a los biólogos que luchan contra
el idealismo,
esforzándose por demostrar que el problema del origen de
la vida –el más importante de los problemas
ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una
posición materialista".

Idéntica posición que Lysenko y Oparin
defendió en los años treinta el biólogo
italiano Mario Canella, que calificó al mendelismo como
una "jerga esotérica". El gen, afirma Canella, ni material
ni funcionalmente puede ser una unidad autónoma: "Nuestra
ignorancia es lo bastante grande como para justificar las
más dispares hipótesis", concluye (454).

Por su parte, en la edición
correspondiente a 1948 de su obra sobre la herencia, el genetista
suizo Émile Guyénot insertó un
epígrafe titulado "¿Existen los genes?", donde
reconocía que los genetistas no sabían nada cierto
sobre la naturaleza de los genes: "La existencia misma del gen,
al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a
poner en duda". Añade también que aunque los
cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta
autonomía, esas posiciones diferenciables no son
necesariamente genes (455). Esa era la posición de un
genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la
Academia. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es
que éste era soviético. Parece claro, en
consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era
compartida por una parte muy importante de la genética
mundial. En su conocida obra, escrita en 1943, Schrödinger
habla más de los cromosomas que de los genes, porque la
existencia de éstos era puramente hipotética: los
definía como un "hipotético transportador material
de una determinada característica" (456). Los propios
formalistas reconocían los hechos en una fecha tan
tardía como 1951 en una cita que merece recordarse porque
ilustra bien claramente el verdadero trasfondo del estado de la
genética en aquel momento: "Conviene hacer resaltar que no
estamos seguros de la
existencia de genes porque los hayamos visto o analizado
químicamente (hasta ahora la genética no ha
conseguido hacer ninguna de estas dos cosas) sino porque las
leyes de Mendel sólo pueden interpretarse
satisfactoriamente admitiendo que existen los genes" (457). Fue
un arrebato de sinceridad poco frecuente en los mendelistas que
no se ha vuelto a repetir, pero conducía a un flagrante
círculo vicioso: las leyes de Mendel se demuestran por la
existencia de los genes y, a su vez, la existencia de los genes
por las leyes de Mendel. Como consecuencia de ello, a medida que
se observaban excepciones a las leyes de Mendel, había que
inventar sobre la marcha nuevas variantes de genes y de
funcionamiento de los genes, lo cual no era difícil porque
se iban elaborando hipótesis sobre hipótesis. El
artificio era más que evidente y aparece con meridiana
claridad en el manual que acabamos de citar, verdadera obra de
referencia en su momento (incluso en la URSS, donde era el libro
de texto
utilizado en la enseñanza) cuando alude a aquellos casos
en que no aparecían las leyes previstas. En tales casos
una argumentación característica presentaba este
curioso aspecto:

Aunque las leyes de Mendel de la segregación y la
transmisión independiente se confirmaron inmediatamente
después de su redescubrimiento en 1900, no estaba probado
que estas leyes tuvieran que aplicarse universalmente a la
herencia en todos los organismos. En efecto, parecía como
si la herencia mendeliana constituyera más bien una
excepción y que, en general, la herencia fuese del tipo
mezclado, en que las herencias de ambos padres se mezclasen en
los descendientes […]

No obstante pronto se vio que la mayor parte de las
excepciones aparentes podían explicarse admitiendo que
muchos caracteres estaban influidos por dos o más parejas
de genes cuyas expresiones interactúan. Según las
formas de la interacción, las proporciones
fenotípicas se modifican de distintas maneras, pero las
leyes fundamentales de la transmisión hereditaria siguen
siendo las mismas (458).

Esto significa el siguiente modo de proceder
"científico": ante el fallo de una hipótesis acerca
de algo que se ignora, no había que cambiar de
hipótesis sino afirmar que sabemos algo acerca de eso de
lo que no sabemos nada. Así, los mendelistas no se
conformaron con asegurar que había genes sino que
inventaron también los poligenes para aquellos casos en
que fallasen los anteriores. Ahora bien, los poligenes son lo
mismo que los genes… sólo cambian un poco… Entonces
los genes se servían a la carta: el
menú dependía de las necesidades que hubiera que
cubrir. Más en concreto, los
poligenes se inventaron para tapar los agujeros de los genes. La
herencia poligénica se llama ahora "multifactorial" a
causa de la "intervención casi constante de factores
ambientales" (459).

A diferencia de otros conceptos capitales de la
genética, como las enzimas, por
ejemplo, los genes no fueron un descubrimiento sino un invento,
una hipótesis presumida por las modificaciones que se
observaban en el exterior o, en expresión de Darwin,
"tinta invisible". Se inventó una causa por sus efectos.
Se postuló su existencia en la misma forma que se postula
la existencia de un virus, aún
sin conocer su realidad, cuando se manifiestan determinadas
enfermedades y se
le pone el mismo nombre al virus (la causa) que a la enfermedad
(el efecto). Del mismo modo, cuando se apreciaban cambios en los
caracteres externos se atribuían a causas internas, de
donde se extrajeron las nociones de mutación
génica, alelo, polimorfismo, etc. Según el manual
de Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, sólo se puede
detectar un gen cuando hay un cambio en los
rasgos físicos externos del individuo; a medida que se
descubran más cambios, se descubrirán
también más genes. La variación es la
materia prima
de la genética: si todos los ejemplares de una especie
fueran iguales, no existiría esta ciencia. Los autores
definen precisamente la genética como el estudio de los
genes a través de su variación (460).

Con las mutaciones los interrogantes no sólo no
acababan sino que se multiplicaban exponencialmente: no sabemos
lo que es un gen, pero ¿qué es una mutación?
Y sobre todo ¿cómo saber lo que es una
mutación si no sabemos qué es lo que muta?
¿Es posible llegar a saber siquiera lo que es la
mutación de un gen sin saber lo que es un gen? Al
ignorarlo todo al respecto hubo que añadir otro componente
enigmático suplementario, el de "mutación
aleatoria", que no es más que un reconocimiento casi
explícito de ese desconocimiento. Como afirma Le Dantec,
poner un nombre a algo que no existe es un "error de
método" porque parece concederle una realidad
fáctica que no tiene (461). Las dudas sobre la naturaleza
y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre
los científicos de todo el mundo hasta el descubrimiento
de la estructura de doble hélice del ADN en 1953. Fue
entonces cuando se produjo esa asociación
característica entre los genes y el ADN, cuando se trataba
de la más contundente demostración de su falsedad,
como vamos a ver. Medio siglo después, pareció que
la secuenciación del genoma iba a confirmar esa tendencia
favorable a los genes. Walter Gilbert afirmó con
entusiasmo que "la secuencia completa del genoma humano
constituye el Santo Grial de la Genética Humana". Cuando
se le concedió el premio Nobel repitió que "las
secuencias del DNA son las estructuras
definitivas de la Biología Molecular. No hay nada
más primitivo. Las preguntas se formulan allí en
último término". Fue un espejismo de los
mendelistas, que corrían detrás de una
ilusión sobre la que habían proyectado sus
fantasías ideológicas. De ahí sólo
podían surgir frustraciones.

El concepto de gen es uno de los fantasmas
sobre los que se ha articulado la genética, su misma
médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus
lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia
naufraga. Hasta 1944 se pensaba que los genes estaban en los
cromosomas pero no en qué parte de ellos o, mejor dicho,
si su función la cumplían los ácidos
nucleicos o las proteínas. Incluso casi todos optaban por
relacionarlos con las proteínas. No se sabía, por
tanto, algo tan trascendente como su constitución bioquímica, de
qué material estaban formados. El descubrimiento de la
vinculación de los genes al ADN en lugar de a las
proteínas fue un choque tan grande que no resultó
fácilmente aceptado, hasta que volvió a comprobarse
en 1952. No obstante, nadie fue capaz de replantear el concepto
de gen; se saltó al otro extremo, se impuso el dogma
central y las proteínas vieron rebajada su importancia
epistemológica: las proteínas no eran genes sino
producto de
los genes.

Con el transcurso del tiempo y la secuenciación del
genoma humano es posible volver a establecer una evaluación
acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el
mapa del tesoro, no sabemos ni siquiera cuántos genes
tenemos. Al principio estimaron que su número debía
ser proporcional a la complejidad del organismo. En diciembre de
1998 se secuenció el genoma de una minúscula
lombriz intestinal (Escherichia coli o bacilo del
colon): tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal
está formada por 959 células, de las cuales 302 son
neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de
células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de
células cerebrales. Por tanto, un organismo más
grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos
más genes. Algunos calcularon que 750.000 era un
número razonable, pero pronto empezaron a bajar la cifra.
Randy Scott pronosticó en septiembre de 1999 que el
hombre
tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el
genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por
Craig Venter, encontró 26.383 genes codificadores de
proteínas y otros 12.731 genes "hipotéticos" (sic).
El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes,
aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por
tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no
cuadraban; en realidad, no había tales datos. A pesar de
la secuenciación del genoma el baile de cifras acerca del
número de genes humanos no ha cesado. Lo peor de toda esta
patraña es que sólo tenemos el doble de genes que
una lombriz intestinal. Por consiguiente, parece de sentido
común concluir que lo que diferencia a un hombre de un
gusano no son los genes precisamente.

Inicialmente el gen nació definido como una
partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo
rasgo hereditario porque la idea inicial era que el gen era una
molécula (462). Los experimentos con radiaciones
ionizantes de Timofeiev-Ressovski y Delbrück en
Berlín trataban de demostrar que se podía alterar
un gen aplicando radiaciones, para lo cual desarrollaron la
"teoría de la diana", es decir, la probabilidad
de acertar lanzando una radiación
contra una determinada partícula. Era una especie de
acupuntura radiactiva. Creían que se podría
alcanzar a un gen, dejando intactos a los demás,
demostrando así experimentalmente, según
expresión de Timofeiev-Ressovski, la composición
"monomolecular" del gen, una partícula física de la que se
podría calcular sus dimensiones, peso y volumen. Ahora la
moda ha pasado
pero a lo largo del siglo anterior era frecuente que los
mendelistas hicieran cálculos sobre el tamaño de
los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan
aseguraba que existían "cientos" de genes en cada
cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del
microscopio, porque no eran más pequeños que
algunas de las moléculas orgánicas más
grandes (463). Watson calculó que un gen debía
tener un peso molecular del orden del millón, es decir,
que estaría formado por 1.500 nucleótidos, lo que
correspondería a un polipéptido de 500
aminoácidos (464). En los años setenta Luria
decía que "cabía esperar" que los genes tuvieran
una estructura unidimensional (lineal) o quizá
bidimensional porque sólo de esa manera podían
servir como patrones para obtener nuevas copias (465).
Schrödinger sostenía que la "fibra
cromosómica", a la que calificaba como "portador universal
de la vida", era un cristal aperiódico. Enumeraba varios
métodos de estimación del tamaño de los
genes. Uno de ellos consistía en dividir la longitud media
del cromosoma por el número de características que
determina y multiplicarla por la sección transversal.
Refería investigaciones que calculaban el volumen de un
gen como un cubo de 300 angstrom de arista. Luego afirmaba "con
toda seguridad" que un
gen no contiene más que un millón o unos pocos
millones de átomos, aunque posteriormente reducía
el tamaño: sólo cabrían unos 1.000
átomos y posiblemente menos (466). Este tipo de
fantasías ya no son tan frecuentes.

El descubrimiento de la doble hélice demostró
que en cada cromosoma el ADN es una molécula única.
Ante el fracaso de la hipótesis del gen los diccionarios
especializados han ido acogiendo con el paso del tiempo todo tipo
de definiciones divergentes. De Vries utilizó la voz
"pangen" en el mismo contexto en el que Darwin desarrolló
su teoría de la pangénesis, hoy descartada. Ya
tampoco aparece la definición que dio Johannsen, el
inventor de la palabra: "El gen se debe utilizar como una especie
de unidad de cálculo.
De ninguna manera tenemos derecho a definir el gen como una
unidad morfológica en el sentido de las gémulas de
Darwin o de las bioforas, de los determinantes u otras
concepciones morfológicas especulativas de esa especie"
(467). Ahora ya nadie sostiene que los genes son conceptos
estadísticos sino que se ha impuesto
precisamente lo que Johannsen pretendía evitar: las
definiciones morfológicas. Pero aunque se descartó
su concepto, Johannsen contribuyó a romper la inercia
hasta entonces imperante. En conclusión, del contexto
teórico en el que se gestó la palabra "gen"
sólo quedo eso, la palabra, para la cual hubo que seguir
buscando definiciones.

Entre las que se pueden recabar de los manuales y
diccionarios hay una serie de características comunes
sobresalientes, principalmente la de que el gen es una unidad
indivisible, una especie de ser con entidad por sí mismo.
A veces, en la primera mitad del siglo asimilaban cada gen a un
virus. La hipótesis del gen se construyó sobre el
modelo
atómico de la física y al mismo tiempo que ese
modelo se desarrollaba, dando lugar al nacimiento de la mecánica
cuántica. El gen era una especie de átomo.
Ahora bien, el átomo tampoco es indivisible y se puede
descomponer en electrones, neutrones, protones y otras
partículas más simples. Sin embargo, cuando se pudo
conocer la composición del ADN no se encontraron genes
sino un polímero, es decir, una larga cadena molecular
cuyos eslabones elementales son los monómeros o
nucleótidos que, a su vez, están formados por tres
partes integrantes unidas entre sí:

a) un tipo de azúcar,
la desoxirribosa, también llamado pentosa porque adopta la
forma de un pentágono en cuyos vértices hay cinco
átomos de carbono; ocupa el centro de la molécula,
sirviendo de bisagra con los otros dos componentes b) un
compuesto del fósforo, el ácido fosfórico,
también denominado ortofosfórico, cuya
fórmula química es H3PO4 que marca la
condición ácida del ADN c) una base nitrogenada
cíclica, es decir, cuyos componentes se repiten siguiendo
determinadas secuencias a lo largo de la molécula de ADN
que proporcionan el patrón de la información
génica porque constituyen el elemento diferencial:
mientras la dexorribosa y el ácido fosfórico son
siempre iguales, las bases nitrogenadas cambian de un
nucleótido a otro.

Ninguno de estos integrantes es un gen por sí mismo,
por su composición química, ni agrupados entre
ellos. La división molecular del ADN, por consiguiente, no
permite hablar de genes sino de átomos y de compuestos
atómicos específicos, el más pequeño
de los cuales es un nucleótido y que se diferencian entre
sí según la base. Por su forma, la molécula
de ADN es una doble cadena cuyos ramales paralelos están
unidos por las bases, a la manera de los peldaños de una
escalera. Por tanto, las bases están unidas, por un lado,
a las pentosas en uno de los ramales y, además,
están unidas entre sí en los peldaños. Por
eso se habla de pares de bases, que se utiliza como unidad de
medida de la longitud de la molécula de ADN y, a partir de
ahí, como supuesta unidad de medida de la cantidad de
información que puede albergar. Como mínimo para
elaborar cada proteína son necesarios tres
nucleótidos o pares de bases, cuyo agrupamiento
específico recibe el nombre de codón.

Con las bases del ADN y el concepto de "información"
que en torno a ellas se
ha edificado sucede lo mismo que con el azar. Por ejemplo, no se
ofrecen explicaciones acerca de los motivos por los cuales un gen
necesita miles de bases para su expresión, mientras que
otro sólo necesita cientos, es decir, las razones por las
cuales un determinado gen ocupa mucho más "espacio" que
otro dentro de la misma molécula de ADN. La
impresión es que con la información génica
ha sucedido lo mismo que con la encefalización en la
evolución
del hombre. Una proyección puramente ideológica
radica en el intelecto -y por tanto en el cerebro- la
especificidad humana; a partir de ahí creyó que el
aumento de la capacidad intelectual -y por tanto del
tamaño físico del cerebro- era lo que singularizaba
la evolución del hombre. Pero esa cadena de argumentos es
errónea: el hombre no es intelecto y un intelecto
más desarrollado no significa una mayor masa cerebral. Del
mismo modo, más cromosomas, cromosomas más largos o
moléculas más largas de ADN no significan
más información génica o mayor capacidad de
almacenamiento.
Es absolutamente infundado sostener, como hace Maynard Smith, que
los genes transportan la información precisamente "en
forma digital" y que el genoma tiene 1019 bits de
información (468). La molécula de ADN no es un
disco duro, ni
un CD, ni un
pen drive. Las imágenes
físicas e informáticas son engañosas porque
conducen a concebir la información como información
digital o digitalizada, en ningún caso analógica;
ya no asociamos la información al disco de vinilo o a la
cinta magnetofónica. A mayor abundancia, sea cual sea la
forma de almacenamiento, analógica, digital o cualquier
otra, se debe ir más allá y cuestionar si
verdaderamente el genoma es un almacén de
información o, como en ocasiones se dice, un libro, una
biblioteca u otra
imagen
gráfica equivalente que, en definitiva, transmiten una
noción pasiva y mecánica del genoma. Si eso fuera
así, habría que preguntar quién -o
qué- ha depositado allá esa información,
quién ha escrito ese libro o formado esa biblioteca.

Si la teoría sintética pretendía
equiparar la genética a la mecánica cuántica podía haber
llevado sus pretensiones hasta el final. Hubiera podido asociar
el gen a la "función de onda", es decir, no sólo a
nociones discontinuas sino también a las continuas. Del
mismo modo que el átomo es una partícula y una onda
a la vez, el gen podría haberse desarrollado en torno a
nociones como las de "campo" (electromagnético,
gravitatorio), lo cual nos hubiera transmitido una batería
de inferencias mucho más ricas que el esquema
simplón de la teoría sintética. Aún
está por definir lo que significa exactamente
"información génica" y las extrapolaciones
mecánicas de las que procede están jugando malas
pasadas, como la denominada "paradoja del valor C", en
donde C es la cantidad de ADN por gameto o célula haploide
medida en pares de bases o en picogramos. Fue una
expresión acuñada por Hewson Swift en 1950 para
denotar que es constante o característica dentro de una
especie. Posteriormente, en 1971 C. A. Thomas calificó
como "paradoja" la falta de correlación entre la cantidad
de ADN y la complejidad del organismo que lo contiene. Las
expectativas contaban con que los organismos más complejos
necesitaran de una mayor "cantidad de información" que los
más simples y, por lo tanto, que su genoma fuera mayor,
que tuviera mayor capacidad de almacenamiento de
información. Si la información génica
tuviera un significado exclusivamente físico, representado
por la sucesión ordenada de las bases, una mayor cantidad
de información necesitaría más bases y, por
consiguiente, moléculas de ADN más largas o
más moléculas de ADN, es decir, más
cromosomas. Tampoco es este el caso. La teoría
sintética no es capaz de explicar los motivos por los
cuales la cantidad de ADN no aumenta con la complejidad del
organismo, ni tampoco los motivos por los cuales organismos
cercanos con el mismo nivel de complejidad poseen genomas cuyo
contenido de ADN difiere en muchos órdenes de
magnitud.

La paradoja del valor C no se circunscribe al aspecto de la
complejidad del organismo sino al propio genoma, al aspecto
cuantitativo. Los genomas de los organismos eucariotas, los
más evolucionados, contienen más ADN del necesario
para un número determinado de genes, es decir, de la
información génica que necesitan. Además,
sólo una parte del genoma está activo en cada fase
de desarrollo. Por consiguiente, la mayor parte del genoma (en
proporciones superiores al 99 por ciento del ADN) no son genes,
no se materializan en la elaboración de proteínas.
A fecha de hoy la función precisa de este ADN excedentario
resulta desconocido, pero no por ignorancia sino por una quiebra de los
postulados sobre los que se ha edificado la genética
mendelista. Lo que sabemos es que en el ADN existen secuencias
repetidas, que conservamos duplicados de "la misma"
información que derrochan gran parte del "espacio" que
podríamos utilizar para aumentar nuestra capacidad de
almacenamiento.

Un número tan insignificante de genes no puede rendir
cuenta ni siquiera del número de anticuerpos que necesita
fabricar un organismo a lo largo de su vida para defenderse de
las agresiones exógenas. Un anticuerpo sólo es
necesario producirlo cuando se produce el ataque, por lo que si
hubiera secuencias de ADN que sólo sirven para ese tipo de
tareas, las moléculas deberían prolongarse hasta
longitudes casi infinitas. La explicación es -una vez
más- que el funcionamiento de las secuencias de ADN es
dinámico, tanto discreto como continuo, digital como
analógico, es decir, que no existe esa supuesta "unidad de
la herencia" de que ha venido hablando la teoría
sintética desde 1900. Pero eso es insuficiente si, al
mismo tiempo, no se retorna al estado de la genética
previo a 1944, cuando se asoció la herencia al ADN
exclusivamente. Tenían razón quienes pensaban que
el ADN era una molécula demasiado simple y que la herencia
necesitaba también, entre otras cosas, de las
proteínas (es decir, del resto del cuerpo).

También aquí la equiparación con la
física o la cibernética sigue jugando muy malas
pasadas. La cibernética es una teoría matemática
formal; desde su punto de vista es indiferente que la secuencia
de bases sea GTT o TGT porque no tiene nada que ver con la
semántica (469), algo que en
genética es decisivo. El concepto de "información"
que emplea la teoría de la información no tiene
nada que ver con la "información" génica (470), lo
cual tampoco significa, por cierto, que ésta no sea
información.

El problema de la "información" génica no se
agota en este punto sino que -al menos- deberían
añadirse otros dos más para disponer de un cuadro
de referencia más completo: la memoria y
las señales. Son materias que apenas cabe
apuntar. La memoria es una
facultad de los organismos vivos de muy difícil
concreción en biología y que, desde luego, no se
ciñe al hombre ni a las facultades intelectuales
sino a otros mecanismos, como el sistema inmunitario. En cuanto a
las señales, es un concepto que se utiliza cada vez
más en genética y en citología, lo que
atestigua que se va introduciendo el carácter reactivo del genoma con un claro
componente semiológico: no sería el lugar donde se
lee sino el lector.

El paralelismo del gen con el átomo (con una
concepción reduccionista del átomo) fue tan
estrecho que los mendelistas también creyeron que el gen
nunca perdía su identidad. Un
átomo de sodio siempre es igual a sí mismo, no
cambia nunca por más que unido a otro de cloro forme una
molécula distinta, la sal común (cloruro de sodio).
Una vez censurada la teoría de los fluidos era
fácil concluir que el gen, como cualquier otro
sólido, no se diluye, no se mezcla y, además, tiene
capacidad de replicación y expresión
autónomas. La unidad supone autosuficiencia, es decir,
contar con todos aquellos componentes que son imprescindibles
para reproducirse por sí mismos y cumplir su
función, a saber, determinar la elaboración de
proteínas de manera también autónoma. Lo que
hay que demostrar, por consiguiente, es si tanto la
reproducción como la expresión son
autónomas.

Pues bien, el gen no reúne ninguna de esas
características. El ADN no puede cumplir su función
por sí mismo de manera autosuficiente. En primer lugar,
requiere el concurso de los tres tipos de ARN. Por otra parte,
también necesita de las proteínas a las que
está asociada en los cromosomas. Ambos componentes, el ADN
y las proteínas interaccionan continuamente. Las
proteínas cromosómicas cumplen dos funciones
primordiales: mantienen la estructura molecular del ADN y activan
y desactivan el funcionamiento de sus secuencias (471). El ADN no
puede desempeñar su función ni reproducirse sin una
proteína como la polimerasa. Sin ella es una
molécula muerta. Determinadas enzimas son las que
preservan la estructura del ADN, la reparan y corrigen sus
defectos de funcionamiento. Pero no se trata sólo de que
el ADN necesite el auxilio de otros componentes
bioquímicos para su funcionamiento, sino de que la
expresión de la información genética
está siempre sujeta a influencias externas al propio ADN,
de que el genoma es un regulador regulado, causa y efecto a la
vez.

Los genes indivisibles se dividen. Su fragilidad es tan grande
que lo más frecuente es que se rompan para volver a
juntarse posteriormente. Como observó Janssens, en el
proceso de división celular los cromosomas
homólogos se unen entre sí en unos puntos llamados
"quiasmas", a causa de la apariencia de aspa que adoptan, similar
a la letra griega ? (khi), en donde se aprecia un punto
de unión (que pueden ser varios) por los que se rompen
para reunificarse de forma tal que saltan de un cromosoma a su
par homólogo. Luego la reproducción genética
supone su división, que se produce tanto a lo largo como a
lo ancho de la molécula de ADN. Pero las recomposiciones
de la molécula de ADN no se limitan sólo al momento
de la división celular. Como ya he expuesto, Barbara
McClintock demostró que la mayor parte de las secuencias
de ADN son móviles, llamadas transposones (472), que se
desplazan de un lugar a otro del genoma; esta movilidad es una
reacción del genoma ante determinados factores
ambientales.

En su nueva ubicación el transposón modifica el
ADN de sus inmediaciones, rompiendo la secuencia molecular o
haciendo que desaparezca del todo. En ocasiones, ese
desplazamiento provoca una nueva soldadura en
la secuencia originaria de la que procede el fragmento, lo que
ocasiona disfunciones por partida doble. El denominado
splicing o empalme alternativo es otro ejemplo de
ruptura y recomposición de las moléculas de
ácido nucleico. En las especies superiores las secuencias
de ADN que elaboran proteínas (exones) no se encuentran
una detrás de la otra sino separadas por regiones que no
desempeñan esa función (intrones). Al transcribir
la información génica, el ARN elimina los intrones
y tiene que volver a empalmar de nuevo los exones. No siempre ese
empalme coincide exactamente y, por lo tanto, la producción resultante diferirá en
cada caso (473). En fin, actualmente la ruptura y posterior
unión de las moléculas de ADN se ha convertido en
una práctica rutinaria de laboratorio.

Los genes tampoco están alineados a lo largo de la
molécula de ADN, en fila unos detrás de otros. No
acaba un gen en un determinado punto (un nucleótido) y
empieza otro en el siguiente sino que las diferentes secuencias
se sobreponen unas con otras, por lo que en ocasiones se habla
del solapamiento de los genes y de la existencia de "un gen
dentro de otro gen" (474). Sanger confirmó el solapamiento
de los genes en 1977 cuando observó que el virus F174
posee una misma secuencia de ADN que elabora dos proteínas
distintas. El virus SV40 también fabrica cinco
proteínas diferentes con sólo dos secuencias de su
ADN. Este fenómeno explica el pequeño tamaño
de los genomas en comparación con las funciones que son
capaces de desempeñar. Todo esto contradice las leyes de
Mendel, significa que la herencia sí se mezcla y que el
gen no es ninguna partícula y, por consiguiente, que la
herencia no es un fenómeno discreto sino continuo y
discreto a la vez.

La cartografía génica, los "mapas" que los
mendelistas creyeron observar en los cromosomas, fueron una
influencia tardía de la frenología del siglo XIX y
debe correr la misma suerte que ella. El gigantesco tamaño
de una sola molécula de ADN hubiera debido resultar
suficiente para llegar a una concepción más
ajustada de su funcionamiento, de no ser por la
interposición distorsionadora de un erróneo punto
de partida. Incluso aunque podamos desembarazarnos de "todo lo
demás", del ARN, de las proteínas, de la distribución del ADN en diferentes
cromosomas, etc., tres mil millones de bases hubieran debido
mover a la reflexión: ¿cómo se organizan
esas bases? ¿Cómo se distribuyen a lo largo de la
molécula? Pero la propia formulación de la pregunta
ya echaba por tierra la concepción aleatoria de la
teoría sintética. Del mismo modo que el cerebro no
sólo ha aumentado de tamaño sino que se ha
reorganizado, también cada molécula de ADN
está ordenada de una determinada forma, de la cual la
localización espacial es sólo una de ellas. La
frenología no era un seudociencia sino que tenía un
cierto fundamento porque el cerebro presenta áreas
específicas en las que, como sostenía Pavlov (475),
se localizan determinadas funciones, lo mismo cabe decir de cada
molécula de ADN, de manera que tan erróneo es
subestimar la autonomía de sus diferentes secuencias, como
incurrir en la teoría de la diana de Timofeiev-Ressovski o
el bricolaje transgénico.

El fracaso de la concepción del gen como unidad
hereditaria condujo a otro giro, pasando a redefinirlo de una
manera funcional (476). Aunque cada molécula de ADN se
puede fragmentar en secuencias que preservan cierta
autonomía funcional cada una de ellas, se trata de
comprobar, como decía Guyénot, si esos fragmentos
diferenciables pueden calificarse de genes, es decir, de alguna
forma de unidad indivisible. La respuesta es negativa. En 1925
Alfred Sturtevant, un discípulo de Morgan, comprobó
el efecto de posición que tenían los genes dentro
de los cromosomas, aunque se consideró excepcional hasta
que los soviéticos Dubinin y Sidorov lo generalizaron en
1934, calificándolo de "vecindad genética". Los
mecanismos de regulación son sinérgicos, las
secuencias de ADN no funcionan independientemente unas de otras
y, por consiguiente, el efecto que producen no sólo
depende de su composición bioquímica sino de su
posición dentro de la molécula, de las demás
secuencias que la rodean. Cada secuencia de ADN es contextual,
tiene expresiones diferentes según el lugar que ocupe
dentro del genoma y, por consiguiente, no pueden ser consideradas
como una unidad, no determinan por sí mismas su
función sino que es necesario conocer su inserción
dentro de la totalidad de la que forma parte. Las distintas
secuencias de ADN operan como herramientas
multiusos: por sí mismas no permiten deducir cuál
es su función. Aun secuenciando un genoma completo no
disponemos de información suficiente para saber
cuáles son las proteínas que fabrican cada uno de
sus fragmentos. Ni siquiera es posible concebir al cromosoma como
esa unidad ya que muy probablemente los cromosomas también
influyen unos sobre otros y probablemente también influye
el número de cromosomas, la forma de cada uno de ellos,
así como sus movimientos. Habrá que tener en cuenta
el genoma completo para dotar de sentido a la dotación
hereditaria, incluyendo en él al ARN, cuyas funciones
-según se está demostrando- que son cada vez
más importantes. También habrá que incluir
las mitocondrias y cloroplastos y plásmidos del citoplasma
porque su replicación es autónoma, cuentan con su
propio ADN, que codifica una serie de proteínas.
Finalmente, aunque se alude al genoma en singular, cada genoma es
tan diferente en cada especie y en cada individuo que el estudio
de sus variaciones acabará convirtiéndose en una
rama de la genética con sustantividad propia.

Las definiciones funcionales son erróneas en cualquiera
de sus versiones sucesivas. Inicialmente los mendelistas
afirmaron que la tarea de los genes consistía determinar
la expresión de los rasgos característicos. En 1943
los experimentos de G. W. Beadle y E. L. Tatum remendaron esa
tesis, sustituyéndola por otra que se expresó en el
axioma "un gen, una proteína" que pretendía indicar
que la función de cada gen consiste en controlar una
reacción metabólica concreta. Cada gen dirige la
elaboración de una proteína (o una enzima). La
teoría sintética encajaba otro golpe sin inmutarse:
bastaba poner proteína en lugar de carácter para
que todo siguiera en su sitio y nadie hiciera preguntas. Pero no
era así. Entre una proteína y un rasgo
característico, como dice Mae Wan Ho, hay "un gran salto
conceptual" que los mendelistas tampoco han explicado (477).

Pero el axioma "un gen, una proteína" tampoco
duró mucho. La mayor parte del ADN no cumple esa
función de manera que sus fragmentos se dividen en
codificantes (exones) y no codificantes (intrones), por lo que en
ocasiones se entiende por gen sólo a los fragmentos
codificantes. Además, el viejo dogma de un único
gen que codifica una única proteína también
se ha venido abajo: hay proteínas a cuya
elaboración concurren varias secuencias de ADN
simultáneamente, los poligenes a los que ya me he
referido; y a la inversa, hay secuencias que pueden codificar
proteínas distintas, fenómeno conocido como
pleiotropía (478). Finalmente, hay genes cuya
función no consiste en codificar proteínas sino en
regular a otros genes (operones); los hay que anulan la
expresión de otros, fenómeno conocido como
epítasis, etc. Incluso una misma secuencia de ADN puede
desempeñar funciones contradictorias. Para cumplir estas
funciones el genoma debe ser capaz de interpretar y responder a
múltiples señales externas. Por tanto, hoy
está asentado el criterio de que la expresión
génica no depende sólo de las secuencias de ADN y,
en consecuencia, que los genes no son una unidad funcional ni son
capaces de explicar por sí mismos, de manera
autónoma, la producción de proteínas.

No obstante, las expresadas incongruencias y otras muchas que
podrían exponerse, tampoco ayudan a comprender lo que, sin
duda, es el núcleo central de la genética, el que
verdaderamente pone manifiesto la ausencia de fundamento del
mendelismo, a saber, que el genoma, como cualquier otra parte de
un organismo vivo, sólo tiene sentido evolutivo si se lo
comprende una manera dinámica y cambiante (479), algo que cabe
extender no sólo a las especies sino al desarrollo
concreto de cada organismo vivo a lo largo de su corta
existencia. Como cualquier otra parte del cuerpo, el genoma
también cambia con el tiempo y eso es precisamente lo que
le confiere plasticidad y capacidad para desempeñar sus
funciones, que también cambian con el tiempo.

De una manera solapada, el gen ha empezado a perder terreno y
se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, recones, hox,
supergenes, seudogenes y otros. Como afirmaba recientemente Wayt
Gibbs, se observa una tendencia, disimulada pero cada vez
más insistente, a evitar el empleo del
vocablo gen (480). Todo apunta a que no pasará mucho
tiempo antes de que sea definitivamente desechado de la ciencia.
La genética está reclamando a gritos un nuevo
fundamento que llegará con la consideración del
genoma como parte integrante de un organismo vivo y, por lo
tanto, como algo igualmente vivo, dinámico y cambiante, no
una foto fija.

Timofeiev-Ressovski,
un genetista en el gulag

En toda referencia a la URSS hay que reservar un
capítulo (al menos uno) para hablar a las persecuciones,
purgas y fusilamientos; de lo contrario no podríamos decir
que estamos aludiendo a la URSS. Aunque hablemos de ciencia,
también hay que realizar este tipo de inserciones porque
la represión tiene que aparecer como el aspecto más
sobresaliente (y a veces único) de la historia
soviética. La receta ideológica debe quedar de esta
manera: como la genética estuvo totalmente prohibida, los
genetistas fueron perseguidos, encarcelados y fusilados.
Cualquier otra conclusión resultaría sorprendente.
Una vez que Lysenko impuso el canon científico, los que no
lo aceptaron pagaron su atrevimiento con la vida. En una
cuestión científica como ésta, la rentabilidad
ideológica de tales afirmaciones es mucho mayor porque
comienza con la imposición de una mentira (Lysenko)
frente a la verdad castigada (todos los demás). Así
la estatura científica de éstos se agiganta
mientras que la de Lysenko cae por los suelos. El crimen
es mucho mayor cuando no se encarcela a un científico
"cualquiera" sino a un gran científico.

Cae por su propio peso que los genetistas fueron fusilados por
sus concepciones científicas. Por tanto, aunque la condena
del tribunal afirme que se trataba de un saboteador, un
espía o cualquier otro delito, son
subterfugios que encubren los verdaderos motivos, que son
exclusivamente científicos. Nadie en su sano juicio
concede la más mínima credibilidad al
policía soviético que detiene, al fiscal que
acusa, al testigo que declara o al tribunal que sentencia. En
otros países los trabajos de investigación
histórica sobre este tipo de procesos
político-judiciales, como los casos de Joe Hill, Sacco y
Vanzetti o el matrimonio
Rosenberg en Estados Unidos, al menos suelen acabar en dudas
sobre el fundamento de las condenas. Esto no puede ocurrir, no ha
ocurrido y no ocurrirá en ningún juicio
político de los habidos en la URSS; es un asunto
incuestionable: fueron una patraña organizada para
encubrir la represión política, lo cual significa
exactamente eso: represión por la defensa de unas
determinadas convicciones.

En el caso de los científicos ese tipo de
argumentaciones tiene una enorme dificultad que superar, por el
siguiente motivo: antes, durante y después de la URSS, el
sistema punitivo era concentracionario. Así, el tendido de
los más de 9.000 kilómetros de la red ferroviaria del
transiberiano, una obra que se prolongó desde 1891 a 1905,
lo llevaron a cabo miles de convictos. En Rusia no
existían cárceles cerradas, cuyo surgimiento es muy
reciente. En la historia penitenciaria, mientras la cárcel
cerrada está ligada a la ociosidad del recluso, en el
sistema abierto o campo de concentración, está
ligada al trabajo forzoso que, lejos de ser una sanción en
retroceso, se va generalizando a todos los sistemas
penitenciarios modernos. En el caso de los científicos
condenados durante el periodo soviético, el trabajo
forzoso comportaba el ejercicio de su disciplina
científica en el sharashka, que es el apelativo
que daban los propios reclusos a los centros específicos
creados para reunir en ellos a los investigadores, ingenieros y
científicos. Por tanto, si el penado era profesor
universitario debía impartir lecciones en el campo y si
era investigador se le integraba en un laboratorio dentro del
propio recinto. La conclusión paradójica que se
obtiene de esto es la siguiente: que el condenado por expresar
determinadas convicciones científicas debía seguir
difundiendo esas mismas convicciones científicas.

El absurdo relato canónico de los hechos es tan
uniforme y monótono como carente de datos precisos.
¿Por qué no hay un listado de genetistas
perseguidos y encarcelados por su oposición a Lysenko? Los
actuales libros de genética deberían insertar en su
primera página unas líneas de agradecimiento a
aquellos colegas que sacrificaron su vida en defensa de esta
ciencia, avasallada por el malvado Lysenko. Sería una
obligación moral hacia
ellos. Quizá pretendan aseverar que todos fueron a la
cárcel excepto el propio Lysenko. Quizá no
dispongamos de datos precisos por lo siguiente: porque fueron tan
numerosos que no se puede detallar cada uno de ellos; entonces el
plumífero recurre al expediente de aludir a cientos, miles
o millones, según su desparpajo. Medvedev ofreció
una cifra redonda: exactamente 200 genetistas represaliados. Pero
sería bueno disponer de un listado un poco preciso.
Alexander Kohn proporciona unas cifras bastante más bajas
que las Medvedev en medio de un relato deliberadamente confuso.
Asegura que de los 35 miembros del Instituto de Genética,
31 rechazaron las tesis de Lysenko, añadiendo a
continuación: "La mayoría perdió sus puestos
en el Instituto. 22 genetistas fueron reprendidos y a otros 300
se les obligó a realizar otro trabajo. En total, 77
genetistas reprendidos" (481). Es difícil saber con
exactitud qué significa exactamente "reprendidos". Desde
luego no parece que tenga que ver con la aplicación de la
ley penal,
porque cuando Kohn se refiere a este aspecto, sí se anima
a ofrecer un listado de nombres y algunos datos sobre los
genetistas encarcelados, que hacen un total de ocho: Salomon
Levit (murió en prisión), Israel Agol, Max
Levin, Levitsky, L. I. Govorov, Kovalev, Meister (desaparecido) y
G. O. Karpechenko. Pero Kohn no ha realizado ninguna
investigación propia sobre las fuentes sino
que se apoya en Joravsky quien, por su parte, después de
reconocer su ignorancia, lanza a bulto una cifra aún
más reducida: 22 genetistas "y defensores
filosóficos de la genética", antes de introducir
una extraña suma para llegar al total de los 77
represaliados, concluyendo que sólo una pequeña
parte de los científicos resultó perseguida. Cuando
se cuenten los represaliados en los archivos,
confiesa Joravsky que se quedaría muy sorprendido si su
número superara el cinco por ciento (481b). Son
especulaciones sobre el vacío más absoluto.

Pero aún queda el asunto estrella: conocer los motivos
de esas represalias, momento en el que el panfleto orquestado se
desmorona con sólo tener en cuenta ciertas circunstancias
bastante precisas, algunas de las cuales ya he referido.
Así, Levit, Agol y Levin eran miembros del partido
comunista y su situación no tuvo nada que ver con el
debate científico sino con sus alineamientos en las
batallas internas de aquel momento. Si Lysenko pretendió
imponer una doctrina canónica oficial, ¿por
qué fueron invitados a impartir lecciones profesores
extranjeros que defendían concepciones opuestas a dicho
canon? Este argumento aún podría estirarse
más si se tienen en cuenta los libros, las traducciones y
las ediciones de obras de todo tipo que circularon por la URSS en
aquella época y cuyo rastreo es bien sencillo puesto que
cada libro lleva su fecha de edición y las colecciones de
ellos están catalogadas y disponibles en bibliotecas y
librerías, son mencionadas en otras obras, etc.

La nómina
de genetistas represaliados en la época de Lysenko se
agota finalmente en dos nombres: Vavilov y Timofeiev-Ressovski.
Quizá sólo se trate de los más conocidos;
quizá hubo otros de segundo rango a los que no se les ha
prestado la atención que se les debe como personas
injustamente represaliadas… Quizá. Pero una cosa es
cierta: que por mucho que se alargue la lista de represaliados,
siempre habrá otros que defendieron idénticas
concepciones y no padecieron esas represalias, lo cual resulta
aún peor para el canon propagandístico de la guerra
fría, porque en tal caso quedaría evidenciado que
los represaliados no lo fueron por sus ideas científicas
sino por otro tipo de motivos ajenos a ellas. Desde luego en el
caso de Timofeiev-Ressovski es evidente que no fue perseguido
precisamente por sus convicciones científicas.

Nikolai V. Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos
científicos que resumieron en su biografía la historia
de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad
puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de
los científicos soviéticos.

Nació en Kaluga y comenzó sus estudios
universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió
en un seguidor de Kropotkin. Tras la revolución
luchó en la guerra civil con una unidad de cosacos,
alcanzado el grado de sargento. Al año siguiente se
unió a una pequeña unidad de la caballería
anarquista, el "Ejército Verde", es decir, que no se
integró en el Ejército Rojo hasta el año
siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y
en el frente polaco.

En 1920 se incorporó como investigador de
biología experimental en Moscú bajo la dirección de N. K. Koltsov y a partir de
1922 enseñó zoología en la Facultad
Biotécnica de la capital en el departamento dirigido por
Chetverikov. Sus primeros ensayos trataron de respaldar
precisamente la hipótesis de Chetverikov sobre los
mecanismos genéticos de evolución de las
poblaciones. Descubrió una amplia reserva de variabilidad
hereditaria en las poblaciones silvestres de moscas que le
sirvió para acuñar el concepto de micro
evolución, uno de los pilares de la teoría
sintética. Según Timofeiev-Ressovski el sujeto
básico de la micro evolución es la
población, la materia prima es la mutación y el
suceso elemental es el cambio en las frecuencias génicas.
Añadió que los motores de la
evolución son la mutación, la fluctuación
del volumen demográfico, el aislamiento, la migración
y la selección.

De la genética de poblaciones, pronto pasó al
nuevo campo de la radiobiología. En 1924 el siquiatra y
neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó
Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo
III de Investigación del Cerebro de Berlín. En
virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt
trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo
de la genética para su Instituto en el marco de un
intercambio científico entre ambos países. Como
contrapartida, los alemanes crearían un instituto de
investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló
buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético
Nikolai A. Semashko, quien le recomendó que se pusiera en
contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de
genética de la capital alemana. Así, en el verano
de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei
R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La
estancia duró 20 años, hasta que el Ejército
soviético entró en Berlín, poniendo fin a la
II Guerra
Mundial.

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