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El ser humano y la sociedad (página 2)



Partes: 1, 2

Junto al comportamiento, la vida cultural es el rasgo
diferencial más llamativo del ser humano. Mientras que la
vida biológica está basada en la transmisión
de información genética,
la cultura es
posible por un conjunto de capacidades que no tienen los
demás animales, lo cual
hace que podamos hablar de una cultura, esto es, un conjunto de
realidades que hemos producido como consecuencia de nuestra vida
en sociedad
útiles para entender el mundo que nos rodea,
orientándonos en él actuando eficazmente para
sobrevivir. La cultura es así, al mismo tiempo que in
producto del
ser humano social e histórico, el instrumento por el que
la sociedad configura al individuo y lo
hace capaz de pertenecer a ella.

No obstante, de todo lo anterior no es posible dilucidad con
total certeza si la inteligencia
es o no una facultad privativa del ser humano. Todo depende de
qué se entienda por inteligencia; si entendemos la
capacidad de modificar el medio o utilizar algún
instrumento para satisfacer las necesidades vitales, entonces se
encuentra ya en algunos animales, aunque hay que distinguir entre
las acciones
fijadas en forma de instintos y las acciones ocasionalmente
inventadas para resolver apremiantes necesidades vitales; pero si
por inteligencia entendemos la capacidad de aprehender las cosas
como reales, o de convertir los signos en
símbolos, o de concebir ideas universales y
abstractas, entonces sólo el ser humano tiene
inteligencia.

Por otra parte, cabe preguntar si la inteligencia humana es
tan sólo un desarrollo
cuantitativo de lo que hace el chimpancé o existen
también diferencias cualitativas. Se trata de una
cuestión compleja, si bien es cierto que podemos aceptar
diferencias esenciales consistentes en la no trascendencia del
plano del esquema operativo estímulo-respuesta; su
respuesta se halla limitada a esa situación, mientras que
el ser humano es capaz de proyectar resoluciones situacionales
más allá de un espacio y un tiempo actuales.

La génesis
social del ser humano

La pregunta por la naturalidad sociable del ser
humano se ha planteado desde que se alumbró la
razón. A grandes rasgos, se han ofrecido dos líneas
de respuesta.

Hay quienes defienden que vivir en sociedad no es una
exigencia natural, ya que la sociedad es básicamente una
construcción artificial surgida como mal
menor para hacer posible una convivencia precaria pero inevitable
(teorías
contractualistas, Hobbes,
Rousseau). No
obstante, partiendo de la base de que el ser humano es un animal
político, como ya caviló Aristóteles, necesitamos la sociedad para
que nos aporte realización de acuerdo a nuestras
capacidades. De hecho, el ser humano es un ser lleno de carencias
y necesidades que solo pueden ser satisfechas en el marco social;
sólo en ella la perfección es alcanzable,
así como la felicidad que nuestra naturaleza nos
permite y exige continuamente. Por ello, vivir en sociedad es una
exigencia de la naturaleza
humana, siendo la razón aquello que nos permite
conocer el bien y el mal, lo justo y lo injusto, poseyendo una
naturaleza moral que es
la base y condición de la sociedad.

El dinamismo de
la socialización

Nacemos perteneciendo a determinados grupos
sociales: familia, barrio,
pueblo, nación.
y adquirimos una identidad
social a la vez que adquirimos una identidad personal; esta
última nos permite mantenernos como personas únicas
y singulares, mientras que la identidad social nos permite
mantener unos valores
compartidos con otras personas.

Tanto la identidad personal como la social se adquieren con y
por los demás a través de un proceso de
socialización por el que adoptamos los valores,
usos y costumbres de la sociedad a la que pertenecemos y nos
identificamos con ellos. Así, la socialización
puede definirse como el proceso por que un individuo interioriza
la cultura de la sociedad en la que vive, desarrolla su identidad
y se constituye como persona; este
proceso se prologan durante toda la vida del individuo, si bien
es posible distinguir dos etapas diferenciadas. Podemos hablar de
una socialización primaria, en la que el objetivo
ulterior trata de introducir al individuo en la sociedad, y que
no es meramente cognoscitivo, sino que tiene una gran carga
emocional; y de una socialización secundaria, donde se
interiorizan mundos institucionales que contrastas con el mundo
de base preadquirido. Y es aquí donde entran en juego nuevos
agentes de socialización, como las instituciones
laborales, políticas
y religiosas; en esta etapa, dentro de ciertos limites dados por
al socialización primaria, es donde se podrá optar
y elegir el sector social donde se quiera introducir el
individuo, interiorizando las reglas del juego que en él
funcionan. La interacción social tiene una menor carga
afectiva y los papeles sociales comportan un alto grado de
anonimato; ni en el centro educativo, ni en la calle, ni en
el trabajo se
produce ni exige aquél trato afectivo propio de la
infancia; los
papeles sociales son más intercambiables, al separarse
fácilmente de las personas que los asumen, adquiriendo
distancia del papel social. Otra diferencia importante estriba en
que mientras que en la socialización primaria el
conocimiento se interioriza casi automáticamente, en
la secundaria es preciso un refuerzo mediante técnicas
pedagógicas especificas y ciertamente complejas.

En este proceso de maduración puede aparecer crisis de
crecimiento. Algunas se producen poco después de la
socialización primaria, cuando el sujeto reconoce que el
mundo de los propios padres no es el único que existe,
sino que existen otras perspectivas, lo cual suele conducir al
individuo a plantearse problemas de
coherencia personal y de identificación; no obstante, se
necesitan crisis muy fuertes para desintegrar la realidad
interiorizada durante la primera fase de la infancia, puesto que
normalmente la socialización secundaria no destruye el
pasado, sino que construye tomándolo como base.

Resocialización

La resocialización es un proceso que consiste en la
interiorización de los contenidos culturales de una
sociedad disntita a aquella en la que el sujeto se ha
socializado. Este es un hecho que está alcanzando una
importancia significativa en nuestro país (y otros
países desarrollados) como consecuencia de los flujos
migratorios actuales, y es por ello que en este marco de
consciencia de dificultad del proceso de resocialización
los valores de integración, aceptación e igualdad
constituyen una barrera infranqueable.

Los procesos de
resocialización se asemejan, de hecho, a los de
socialización primaria, aunque son diferentes de
ésta porque no parten de cero. De ahí que supongan
un proceso de desmantelamiento de la anterior perspectiva de la
realidad y una nueva identificación fuertemente
afectiva.

Suelen darse en situaciones de crisis profundas cuyas causas
pueden ser, por ejemplo, procesos de crecimiento personal,
cambios sociales rápidos o choques culturales generados
precisamente por la emigración. Un claro ejemplo es la
resocialización que experimentan quienes ingresan en una
secta, ya que los dirigentes de este tipo de organizaciones
dominan los mecanismos de resocialización, de modo que el
proceso incluye una nueva interpretación de la biografía anterior,
del significado de los hechos y personas que configuraron el
pasado de la persona que se resocializa.

No obstante, como ya dijo Mead, el hecho de que todas las
personas estén constituidas por procesos sociales, o en
términos de ellos, y que sean reflejos individuales de
ellos, no es en modo alguno incompatible con el hecho de que
todas las personas individuales tienen su individualidad
peculiar, su propia pauta única, ni destruye tal
hecho.

La
tradición

Mediante el proceso de socialización recibimos de las
generaciones anteriores un cierto modo de estar en la realidad,
de interpretar lo que nos rodea para poder
desenvolvernos, y de este cúmulo de saber forman parte las
tradiciones; la tradición es pues aquello que se arrastra
de atrás, aquello que recogemos ya elaborado por quienes
nos han predicho. La tradición se compone de
conocimientos, experiencias, creencias, normas.que
abarcan y traspasan todo el quehacer humano.

Las tradiciones son fruto, pues, de un proceso
histórico por el que las generaciones anteriores van
entregando a las posteriores formas de dar sentido a las cosas,
pero también poder y posibilidades. Las personas estamos
abiertas a realizar múltiples posibilidades, de tal manera
que en nuestra vida nos vamos apropiando de unas y renunciando a
otras. Es cierto que a lo largo de la historia se han perdido
posibilidades, como nos ocurre en nuestra vida personal cuando la
apropiación de algunas malogra otras; pero también
es cierto que los primeros humanos tiene un abanico de
posibilidades muchísimo más reducido que el que
nosotros hemos recibido.

Por eso, aunque la tradición puede constituir un bagaje
de saber, también es una forma de autoridad, que
nos llega a limitar y condicionar hasta el punto de que puede
llegar a constituir una contrapartida de la libre
autodeterminación y, por tanto, opuesta a la razón
y al progreso. De ahí que no sea preciso defender y
continuar la tradición, sino que sólo sean
mantenidas si son aceptadas, reafirmadas y cultivadas para el
avance de la sociedad hacia la utopía final. El
conservadurismo tradicional sustenta su autoridad en el
reconocimiento de quienes confían en las experiencias que
otros les han transmitido, y es por ello que es básico
reconocer el derecho fundamental de dotar al individuo la
capacidad plena y la libertad
necesaria para aceptarlas o rechazarlas sin injerencias
externas.

Ante la
diversidad cultural

Resulta obvio que España se
halla en un contexto de multiculturalismo inherente a su propia esencia.
El multiculturalismo es, en principio, un hecho; el hecho de que
en un determinado espacio social han de convivir personas
identificadas con diversas culturas. Esto ocurre en multitud de
lugares en todo el mundo, y en todos ellos existe una cultura
central y otras que conviven con ella y se sienten
marginadas.

Así entendido, el multiculturalismo es un
fenómeno antiguo; por ejemplo, en nuestro país,
durante la Edad Media
convivieron la cultura cristiana, judía y musulmana en un
mismo territorio, y se intentó favorecer esa convivencia
con escuelas de traductores como la de Toledo, desde el siglo
XVI, el problema se plantea con el descubrimiento del Nuevo
Mundo, cuando los misioneros españoles defienden
expresamente que los indios son también seres humanos y
tratan de comprender su cultura.

Sin embargo, en los últimos treinta años el
problema se ha agudizado en la medida que los inmigrantes y los
grupos
nacionales situados en el contexto más amplio de un
Estadonación
exigen y reclaman el legítimo derecho de respeto a su
cultura; no se trata de tratar de asemejarse a la cultura central
del país, sino de respetar su propia identidad cultural.
Desde esta perspectiva, el multiculturalismo español
significa que una estructura
central no puede constituir el núcleo al que las culturas
de los diferentes pueblos de España busquen asimilarse,
sino que es preciso aceptar que existen diversos núcleos
culturales entre sí. En esencia, se trata de una
confederación de sociedades,
pues existen diferentes tipos de grupos minoritarios que buscan
formas de incorporación en o de relación con las
sociedades más grandes; éste es el espíritu,
por ejemplo, de la Unión
Europea.

No obstante, es cierto que existen diferentes tipos de
multiculturalismo (polietnicidad, conjunto de grupos
marginales.); en España, resulta evidente que el modelo de
multiculturalismo existente es de tipo multinacionalista, pues
nos hallamos en un Estado en el que convivimos distintas
nacionalidades. En este marco, las minorías están
en su derecho a exigir que se les reconozcan derechos de
autonomía, como hace el actual Estado de las
Autonomías heredado de la
organización territorial de la II República, o
bien constituir un Estado distinto (al derecho de
autodeterminación de los pueblos nos referiremos
posteriormente). No obstante, desde la izquierda pensamos que la
unión y la cooperación son los mejores aliados de
las sociedades, en vez de la crispación y la
confrontación; y es por eso que, aun, como no podía
ser de otro modo, reconociendo el derecho de
autodeterminación de los pueblos y respetando las
decisiones que pudieren adoptar al respecto, la mejor
opción para una convivencia pacífica en este
contexto multicultural que presenta España consiste en la
ampliación del actual modelo de Estado, adoptando un
modelo confederal o, en su defecto, federal.

Es importante huir de actitudes
centralistas, defendidas por los sectores más
conservadores; abogar por un interculturalismo, partiendo del
respeto a las demás culturas, supera las carencias del
relativismo cultural al propugnar el encuentro entre las
diferentes culturas en pie de igualdad. Se trata de reconocer la
naturaleza pluralista de nuestra sociedad comprendiendo la
complejidad de la relación entre las diversas culturas,
tanto en el terreno personal como en el comunitario, promoviendo
el dialogo y la
colaboración en la búsqueda de respuestas a los
problemas comunes. En definitiva, el interculturalismo propone
aprender a convivir en nuestra sociedad pluralista entendiendo
que la diversidad es una fuente de riqueza. Así pues, si
el multiculturalismo es un hecho, el interculturalismo es la
actitud que
deberíamos adoptar ante este hecho; una actitud que se
opone a la asimilación, la separación y la
marginación, apostando por la integración. Consiste
en mantener la identidad de cada cultura y en valor
positivamente las relaciones entre ellas, tanto por parte de las
sociedades como por parte del fenómeno inmigratorio
actual, favoreciendo la interculturalidad si se entiende como
integrarse unos con otros y no como el mero integrarse en un
espacio social. Y legislando, como no podría ser de otro
modo, desde esta perspectiva.

El dialogo entre las culturas es una exigencia de nuestro
tiempo, pues ya empiezan a aflorar las decadencias del Estado de
las Autonomías. Necesitamos dar respuestas comunes a retos
que se plantean a todo el país, y para ello es preciso
adoptar una actitud relativista y universalista al mismo tiempo
si que ello suponga ninguna contradicción. Según el
relativismo, cada cultura es como es, de modo que ninguna es
superior a otra y, por tanto, cada una de ellas no es inferior a
ninguna otra; pero esto no debe suponer un problema para
establecer una comunicación entre culturas, puesto que,
además de que supondría un aislamiento en un mundo
donde las telecomunicaciones permiten unir
instantáneamente a dos personas cualesquiera del mundo
estén donde estén, también es cierto que,
desde el universalismo, las culturas necesariamente entran en
contacto unas con otras, descubriendo los valores compartidos,
entre los cuales destaca especialmente el respeto intercultural.
Esto conduce a adoptar una actitud claramente intercultural que
permite un dialogo real entre las culturas y, por tanto, quedan
rechazada cualquier actitud de tipo nuclear.

Los valores universales, que configuran un mínimo
indispensable para llevar a cabo un diálogo
fecundo, pueden concretarse en el respeto a los derechos humanos,
el aprecio de valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad, y la
defensa de una actitud dialogante, posible por la tolerancia
activa, no sólo pasiva o indiferente, de la persona que
quiere llegar a entenderse con los demás porque
está interesada en ese entendimiento. Estos mínimos
morales ponen los cimientos para la construcción de una
civilización mundial, concibiendo la invitación al
diálogo de las culturas como la piedra angular para
edificar la civilización de lo universal; se trata, en
efecto, de un fenómeno de globalización semejante al actual modelo
neoliberal en el que estamos irremediablemente inmersos, pero
adoptando un marco ideológico totalmente opuesto. Y es que
si bien es cierto que la construcción de una
civilización mundial es algo inevitable, sí es
cierto que existen modos correctos y modos incorrectos de
hacerlo; de ahí la necesidad de una rectificación
urgente. Exactamente lo mismo, pero a nivel de España, es
preciso y necesario realizar.

La
acción

En el conjunto de nuestro comportamiento consciente hay cosas
que hacemos intencionadamente, voluntariamente; de ahí que
para determinar a qué vamos a llamar acción
en sentido estricto conviene distinguir entre las voluntarias y
las involuntarias.

A la vista de esta clasificación, podemos decir que las
acciones en sentido estricto son las conscientes y voluntarias,
esto es, las que un sujeto realiza con la intención de
alcanzar un fin. La ética y el
derecho son los saberes que tienen un interés
más inmediato en aclarar cuándo una acción
es propiamente voluntaria, porque, para alabar una conducta o
censurarla moralmente, como también para decidir si es
delictiva y merece un castigo, es indispensable que el sujeto
haya sido dueño de hacerla o no, resultando responsable de
ella.

Para que se produzca una acción, es preciso que
concurran al menos los siguientes elementos: creencia, que es lo
que mueve realmente la vida de las personas, lo que nos hace
actuar como lo hacemos, se trata de aquello que opera ya en
nuestro fondo (Ideas y creencias, Ortega y Gasset); la
intención, puesto que la conducta de tiende a una
inclinación a la realización de ciertas acciones,
aun siendo esta inclinación inconsciente; la actitud, que
se trata de una predisposición a actuar en una determinada
manera ante ciertas situaciones o personas, pero que no son
innatas, sino que se adquieren durante el curso de la existencia;
los fines y los medios, que
significan los deseos de los que nos hemos hecho conscientes y
que nos proponemos realizar; las consecuencias, puesto que toda
acción conlleva un resultado como estado final del proceso
que implica, si bien es cierto que el agente puede perseguir un
resultado y encontrarse con consecuencias no queridas por
él (consecuencias previsibles e imprevisibles); y el
sentido, que es lo que permite conocer por qué ocurre una
acción y por qué se ha desarrollado de un modo y no
de otro.

Hasta ahora, hemos tratado sobre la acción como si cada
cual actuase para alcanzar sus metas sin contar con las acciones
que pueden efectuar los demás; sin embargo, lo cierto es
que la mayor parte de nuestras acciones son sociales, y en ellas
contamos con más de un sujeto, de modo que el sentido que
cada uno da a su acción depende del comportamiento de los
demás. La clave de sus actuaciones es entonces el conocimiento
recíproco.

Para comprender una acción social es necesario
discernir de qué tipo de acción social se trata; es
por eso que comprender el sentido de las acciones ajenas es
aquí un instrumento para sacar el mayor beneficio, no algo
valioso por sí mismo, y en muchas ocasiones conlleva a
dilemas (El dilema del prisionero, D. Gauthier, La moral por
acuerdo
). En cualquier caso, conviene recordar que los
juegos pueden
ser de suma cero, aquellos en los que lo que gana uno lo pierde
otro, o de no suma cero, esto es, cooperativos, aquellos en los
que todos pueden salir ganado si colaboran.

Trabajo e
interacción

En el mundo moderno, con el surgimiento del sistema
capitalista, se produce una transformación asombrosa del
trabajo:
abandona la esfera doméstica y ocupa el centro el centro
de la pública, porque la economía ha pasado a ser un potente
motor de los
cambios sociales, cuando antes se reducía al gobierno de la
casa.

Al menos cinco características del trabajo en el mundo
moderno explican su protagonismo. En primer lugar, que el trabajo
confiere valor a las cosas; por ejemplo, un campo cultivado es
infinitamente más valioso que uno inculto, y los productos que
consumimos han sido elaborados por medio del trabajo y eso es lo
que los hace valiosos. Por eso es natural y precisa la
distinción de Adam Smith
entre trabajos productivos, que añaden a los objetos un
valor duradero, e improductivos, que carecen de valor porque no
se plasman en un objeto duradero. En segundo lugar, el trabajo
parece justificar el derecho de
propiedad. En tercer lugar, el trabajo es medida del
intercambio en una sociedad mercantil, de modo que el trabajo
parece ser un factor indispensable para fijar el valor de
cambio de las
mercancías, ya que es un elemento común a todas
ellas. En cuarto lugar, que el trabajo es el factor estructurante
de la sociedad, puesto que en la sociedad moderna la
economía es uno de los factores que explican su constitución y cambios. Así la
economía funciona sobre tres supuestos, todos ellos
inaceptables: que la naturaleza es un instrumento al servicio de
las necesidades y deseos humanos que hay que explotar por medio
del trabajo; que los medios de producción son de propiedad
privada; y que la sociedad se divide en dos clases
sociales, una de los cuales posee esos medio (capitalistas) y
otra sólo puede vender su fuerza de
trabajo para vivir (proletarios). El trabajo socialmente
relevante es el que se desarrolla en las fábricas, no el
doméstico, realizado por personas libres con capacidad de
aceptar un contrato o
rehusarlo. En quinto y último lugar, que el trabajo es la
esencia del ser humano.

Por otra parte, el desarrollo de la técnica permite
garantizar un progreso indefinido en la producción de
bienes y, por
tanto, mayores posibilidades de liberarse de la sujeción a
la necesidad natural.

Justamente cuando el trabajo se considera incluso como la
esencia humana, comienza la era de su mayor
deshumanización. El proletario se ve obligado a vender su
fuerza de trabajo, su presunta esencia, y el producto de su
trabajo a cambio de un salario. Esta
acción por la que un trabajador pierde su esencia y el
producto de su trabajo es, nada más y nada menos, que la
alienación; el proletario ya no es él mismo, sino
que se ha convertido en otro, en un extraño pasa sí
mismo. Ahora bien, la tradición marxista esperaba que de
esta situación de injusticia surgiría la revolución, que transformaría la
sociedad. Los capitalistas tendrían que invertir cada vez
más dinero en
nueva tecnología, cuando la ganancia no viene del
trabajo de las máquinas,
sino del de los proletarios, con lo cual terminarían en
bancarrota. Y, por otra parte, los proletarios
emprenderían una revolución internacional que
acabaría con la propiedad privada de los medios de
producción y, por tanto, con la división en clases
de la sociedad y de la alienación del trabajo. Se
instauraría entonces el reino de la libertad, en el que
todos, como productores libremente asociados, dirigirían
conjuntamente la economía. Pero tal revolución no
se ha producido, ya que el marxismo se
olvidó, entre otras, tres cosas: que si la actividad
humana productiva puede llamarse trabajo es porque las personas
entablan al llevarla a cabo unas relaciones, las relaciones de
producción; que la ganancia no procede de la
explotación del trabajador, sino sobre todo del trabajo de
las máquinas, y que el ser humano no es esencialmente
trabajador, sino miembro de una comunidad en
la que la capacidad de trabajar es sólo una de sus
características junto a otras.

Individuo y
sociedad

Cada uno de los seres humanos es único e irrepetible,
que merece un respeto muy especial; de ahí el concepto de
individuo. La Edad Moderna
se caracteriza, entre otras cosas, por haber conquistado los
derechos y libertades individuales. Se entiende hoy, a diferencia
de lo que ocurría en otras épocas, que todo
individuo humano es sujeto de derechos que no deben ser ignorados
ni violados. El humanismo
renacentista y el ascenso de la burguesía frente a la
nobleza y el clero dieron lugar a una nueva valoración de
la persona individual y su libertad. Al principio fue sobre todo
un afán de romper con los rígidos esquemas de la
sociedad estamental, pero posteriormente se fue manifestando como
un nuevo modo de entender la libertad, muy distinto al de las
épocas anteriores.

En efecto, a través del derecho
natural se afirma la idea de qye, con anterioridad a la
formación de las comunidades políticas, es decir,
por naturaleza, cada persona tiene unos derechos que la sociedad
debe respetar. A estos derechos se les llama también
libertades, puesto que consisten, por ejemplo, en el derecho a
expresar la propia opinión o libertad de
expresión, el derecho a reunirse con otros o libertad
de asociación.Una persona es libre cuando se respetan sus
derechos, entre ellos, el de elegir a sus representantes que se
encarguen de gestionar las cuestiones públicas pudiendo
así los individuos particulares disfrutar de su vida
privada. Así nacen los gobiernos representativos, en los
que el pueblo no gobierna directamente, como lo hacía en
la democracia
ateniense, sino a través de sus representantes.

Cada ser humano es el único propietario de su persona y
de sus capacidades, sin que deba nada por ellas a la sociedad. Se
afirma que el individuo será libre en la medida en que sea
propietario de sí mismo, de sus capacidades y del producto
de las mismas, sin depender de la voluntad de los demás.
En consecuencia, la sociedad es contemplada como un conjunto de
individuos propietarios que se relacionan entre sí
mediante el intercambio de los bienes y servicios que
hayan sido capaces de acumular. Así, cada uno ha de tratar
de buscar su propio beneficio particular en toda relación
social, de modo que el Estado ha
de velar por la protección de la libertad del individuo y
la propiedad privada de los bienes, para que puedan funcionar los
intercambios; sin embargo, sabemos que este tipo de
individualismo reduce excesivamente la realidad humana, puesto
que toda persona, para llegar a serlo y desarrollar sus
capacidades, necesita el apoyo y la cooperación de la
sociedad en la que vive. No existe individuo humano que no tenga
contraída una deuda con la sociedad y que se pueda
considerar a sí mismo totalmente independiente de ella.
Por eso es necesario hallar el equilibrio
entre un individualismo insolidario y un colectivismo que anule
la individualidad, abogando más bien por este
último puesto que el primero no responde a la realidad
humana.

La
organización de la sociedad

Toda sociedad implica una forma de organización, un conjunto de reglas de
conducta que definen cómo deben ser las relaciones entre
sus miembros. Este orden social no viene determinado por la
naturaleza, sino que son las personas las que lo creamos y
modificamos, dando lugar a diferentes formas de
organización social. Con el transcurso de la historia,
estas formas han ido aumentando su complejidad conforme lo han
hecho los problemas a los que cada sociedad debía
enfrentarse; así, hoy es el Estado post-moderno la forma
más importante de organizar la sociedad, pero no la
única, y es que no debe confundirse lo público con
lo estatal; de ahí la importancia de distinguir de forma
clara entre Estado y sociedad
civil.

El primer rasgo específico del Estado moderno es que
pretende monopolizar el poder colectivo en su propio territorio.
De hecho, podemos definir el Estado como una asociación de
tipo institucional que en un territorio determinado trata con
éxito
de monopolizar la violencia
legítima como instrumento de dominio. Cuando
hablamos de Estado, no nos referimos a la sociedad en genreal,
sino a una instancia concreta dentro de ella que se caracteriza
por ser una institución política, impersonal
y soberana con jurisdicción suprema sobre su territorio
que tiene en exclusiva la capacidad de promulgar leyes que regulan
de modo público y obligatorio los impuestos,
cargos, recompensas, privilegios, derechos, obligaciones..y tiene una estructua unitaria de
poder, que pretende ser legítima y que permanece a
través de los cambios de gobernantes y gobernados
concretos. Este poder se ejerce a través de una burocracia, un
conjunto de funcionarias encargados en una organización
jerárquica específicamente dispuesta para
administrar los asuntos públicos.

Para que la sociedad funcione de un modo más o menos
satisfactorio y puedan alcanzarse metas colectivas es preciso que
las acciones individuales estén concretadas, y esto exige,
a su vez, la presencia de un poder capaz de influir sobre la
conducta de las personas, aun contra su voluntad, y de imponer
sanciones y coacciones que aseguren determinados comportamientos,
en especial el cumplimiento de las obligaciones que establecen
las leyes. Pero este poder tiene que ser aceptado por toda la
sociedad, esto es, el derecho de lso gobernantes a imponer su
voluntad debe ser previamente reconocido. La aceptación de
este derecho por parte de los demás es, nada más
lejos, la legitimación, e implica que ese poder y su
ejercicio están justificados; no obstante, esto no implica
que lo legítimo sea legal ni que lo legal sea
legítimo.

El Estado
liberal

La primera forma que adoptó el Estado moderno fue la
monarquía absolutista, una forma de
gobierno en la que el monarca representa la voluntad soberana y
su palabra es la ley. Sin embargo,
las revoluciones de carácter liberal llevadas a cabo desde el
siglo XVII en adelante dieron lugar a una nueva mentalidad
según la cual todos los miembros de la sociedad, incluidos
los gobernantes y el monarca, han de someterse a la ley emanada
de la soberanía popular, abriéndose paso
el concepto de imperio de la ley.

En la tradición liberal, el derecho igual para todos
garantiza un espacio de libertad en el que las personas puedan
actuar sin temor a interferencias arbitrarias o injustas; de
ahí el interés de la concepción liberal en
la necesidad del imperio de la ley. Así, el Estado liberal
se enmarca como base de un sistema jurídico que responde a
tres principios:
libertad de cada miembro de la sociedad, dependencia de todos
respecto a una única legislación común e
igualdad de todos los ciudadanos.

El punto de partida del liberalismo es
la creencia de que el individuo constituye el núcleo de la
actuación política, y por eso el Estado ha de
garantizar su libertad de actuación estableciendo un marco
legal que proteja sus derechos. De este modo, los individuos
pueden perseguir sus intereses particulares de acuerdo con las
reglas de la competencia
económica y del libre intercambio, sin que tengan que ver
coartadas estas libertades por el poder público. Desde
estos presupuestos,
la política no se concibe como la búsqueda del bien
común, sino como el arte de
equilibrar los distintos intereses. Así, las funciones
básicas del Estado liberal radican en proteger la vida de
sus miembros, mantener la seguridad,
reducir el miedo y la incertidumbre, crear la paz civil, asegurar
el derecho de propiedad y facilitar el comercio.

El liberalismo entiende que para que sea posible alcanzar
estos objetivos, el
Estado ha de ser constitucional; un estado donde existe un
sistema de reglas fundamentales o Constitución.
Así, el Estado liberal dio paso al Estado liberal y
democrático de derecho cuando se impuso que el sufragio
universal y la regla de las mayorías eran las reglas que
debían regir el control del poder
público. Por tanto, en un Estado liberal, la
economía se convierte en el núcleo de la sociedad,
y es por esto que el Estado nace como consecuencia del conflicto de
intereses entre los miembros de la sociedad y su fin
básico es asegurar el crecimiento
económico del que depende la riqueza de la
nación, y de ahí que deba limitar su
actuación a facilitar la producción, hacer respetar
las leyes y el orden y proteger la propiedad y la defensa
exterior.

En cambio, el Estado liberal se olvida de que la sociedad
civil se compone de individuos movidos por su propio
interés y con una propensión al intercambio surgida
a su vez como búsqueda del mutuo beneficio, y es de esta
propensión de donde deriva la aparición del
mercado, el
cual, si llega a funcionar correctamente, sin intervención
del Estado y asegurando la soberanía del consumidor,
entonces se alcanza el mutuo beneficio.

El liberalismo surgió en un primer momento como una
reivindicación de garantías constitucionales y
derechos individuales, una defensa de la libertad frente al
absolutismo.
Pero pronto pasó a convertirse en una doctrina acerca de
la organización de la economía; hoy día,
incluye ambas dimensiones. Así el liberalismo
político se centra en la idea de que los seres humanos
deben ser libres para perseguir sus propias preferencias, lo que
supone limites y controles al poder estatal; y el liberalismo
económico entiende el mercado como mecanismo básico
de coordinación social, donde el Estado debe
permitir que el mercado cumpla su papel de determinar los costes
y precios sin
pretender intervenir en él.

El Estado
socialista

Si el interés del Estado liberal se centraba en la
libertad individual, en la defensa de los atropellos del poder
político, el Estado socialista se propone atajar de
raíz este problema: para ello, propone establecer la
igualdad material, defendiendo condiciones sociales y
económicas iguales para todas las personas. Mientras el
Estado liberal explica la acción social desde el
interés particular, la competencia, el Estado socialista
lo hace desde la solidaridad, la cooperación. El Estado
liberal ofrece garantía de libertad individual y
expansión de la libertad economía, mientras que el
Estado socialista garantiza la igualdad social y económica
como condición del efectivo ejercicio de la libertad.
Asimismo, el Estado liberal defiende la propiedad privada
reforzando la competencia, cuando el Estado socialista apoya las
diferentes formas de propiedad colectiva apoyando la
cooperación. El Estado liberal separa el Estado de la
sociedad civil, cuando el Estado socialista planifica
estatalmente la sociedad civil; e, igualmente, el Estado liberal
acentúa la importancia del mercado como mecanismo de
coordinación, mientras que el Estado socialista
acentúa la importancia de la planificación pública de la
economía, controlando el mercado desde el Estado.

Esta preocupación por las condiciones sociales que
hacen posible la libertad conduce irremediablemente a controlar
el mercado porque, aunque éste parece responder a la
libertad individual, de hecho, al no existir igualdad de
condiciones, oprime a unas personas frente a otras, y es que el
mercado no reconoce aspectos como la dignidad, el
respeto o el conocimiento reciproco, sino que solo entiende de
mercancías. De ahí que sea necesario interferir en
el mecanismo del mercado y, como solución óptima,
eliminarlo, de modo que sea sustituido por el Estado. Para ello,
los derechos de propiedad y el control de los medios de
producción y distribución de los bienes
económicos deben estar en manos de la sociedad considerada
en su conjunto como totalidad; de ahí el socialismo, y ser
administrados en interés de todos para asegurar la
igualdad social. Así, el Estado deja de ser un simple
garante de la libertad, como ocurre en la concepción
liberal, para convertirse en el representante del bien
común, de los intereses de la sociedad.

Las estrategias para
alcanzar esta igualdad social se basaron, en un principio, en la
subordinación del mercado a las necesidades sociales,
puesto que la socialdemocracia controla la economía
interviniendo en ella y restringiendo la propiedad privada,
distribuyendo así socialmente el poder político y
fortaleciendo el Estado democrático, proceso que culmina
con la visión de que el Estado liberal es un instrumento
al servicio de la clase
dominante, y es por eso que es preciso rechazar no sólo
los principios del libre mercado, sino también la idea
liberal de un Estado con poderes muy limitados, alcanzando
así un proceso en el que se suspendería el mercado
y se socializarían los medios de producción,
aboliendo la propiedad privada y, con ello, la diferencia de
clases sociales, lo que desembocaría, como no puede ser de
otro modo una vez que la sociedad ha alcanzado su objetivo, en la
destrucción revolucionaria del Estado.

El fin de la
democracia

Actualmente, el modelo de democracia existente se halla en un
marco elitista, reduciendo la democracia en un mero mecanismo
para aceptar o rechazar a las personas que deben ejercer la
actividad política. Ni gobierna el pueblo ni se pretende
que lo haga, sólo se le pide que legitime el derecho a
gobernar de los expertos; por tanto, la democracia no es el
gobierno del pueblo.

Así, el método
democrático se reduce a un mecanismo para alcanzar
decisiones políticas, en las cuales unos individuos
adquieren el poder de decidir por medio de una lucha competitiva
por el voto del pueblo, de modo que la democracia es un mero
mecanismo de mercado, donde los consumidores son los votantes y
los políticos, los empresarios. Ambos buscan su propia
utilidad y
beneficio, limitando la democracia al derecho periódico
de escoger y autorizar un gobierno.

La democracia olvida que, el desencanto y la apatía que
se observa en la sociedad actual son un claro síntoma de
que se espera algo más de nuestra democracia. Por eso,
frente a este sistema, para conseguir una sociedad más
equitativa hace falta un sistema
político más participativo, lo cual no implica
en absoluto eliminar los mecanismos de la democracia
representativa, ni defender una democracia directa incompatible
con el tamaño, la complejidad y la pluralidad de nuestra
sociedad, sino que las elecciones, los partidos
políticos y los representantes siguen teniendo validez
en este nuevo sistema. Pero se pide una profundización del
sistema en todas las esferas de la vida social, lo que implica,
por una parte, descentralizar el poder del Estado, transfiriendo
competencias a
órganos federales y, por otra, hacer más
participativas las instituciones que afectan a la vida social,
como las escuelas, empresas u
hospitales, aunque en cada caso tengan que ser diferentes las
formas de participación. Esto implica que el poder del
pueblo no significa sólo un mero poder de decidir
quién ha de resolver los problemas, sino también el
poder de solucionarlos por sí mismo; por tanto, la
libertad que nos proporciona un régimen de este tipo es,
ante todo, la libertad de autodeterminación para adoptar
decisiones colectivas obligatorias.

La democracia actual, en definitiva, propugna un método
para al elección de élites cualificadas, con un
gobierno parlamentario con ejecutivo fuerte que limita la
participación a las elecciones periódicas de los
gobernantes, existiendo una competencia feroz entre partidos y
siendo la sociedad civil mínimamente intervenida por el
Estado, extendiendo al máximo la sociedad de libre
mercado. Es preciso pues un nuevo sistema en el que la sociedad
deje de jugar un papel pasivo, creando una relación
directa entre participación e igualdad, de modo que los
ciudadanos participen activamente en el gobierno y en la
regulación de todas las instituciones clave de la
sociedad, con lo que los partidos políticos
dejarían de ser rivales y poseerían una estructura
interna mucho más democrática, vinculados a
programas
políticos, afirmando el derecho fundamental de los
ciudadanos a controlar la actividad de la
administración, y participando en la efectiva
realización de los derechos sociales económicos y
ecológicos, estructurando democráticamente la
economía y la sociedad civil.

El triunfo de la
igualdad

En el pensamiento
socialista, la justicia ha
sido entendía generalmente como abolición de los
privilegios socioeconómicos de los poderosos. Ahora bien,
entre las distintas propuestas socialistas, existe una gran
variedad de planteamientos de este ideal y de los medios para
alcanzarlo, siendo quizás la más efectiva la
destrucción definitiva del Estado.

En las primeras décadas del siglo XIX se observó
que no es posible una sociedad próspera y justa sin abolir
la propiedad privada de los medios de producción, o al
menos restringirla radicalmente. De ahí que debamos
considerar correcto el planteamiento anarquista de que la
justicia será el resultado de un cambio profundo de las
personas y de las estructuras
sociales, que sólo se puede producir con la
abolición del Estado y de cualquier otro tipo de
opresión. La justicia es, en esencia, una sociedad
solidaria, autogestionada y federalista, que sólo
podrá hacerse efectiva mediante la lucha organizada de los
trabajadores, haciendo pues notoria la importancia de los
sindicatos. No
obstante, la abolición del Estado no es algo que podamos
efectuar sin más, sino que se autodestruirá al
final de un largo proceso revolucionario cuando la sociedad
funcione como una unidad de productores libremente asociados y en
la que cesará la división entre explotadores y
explotados. Tras la revolución proletaria, vendrá
una fase socialista y en ella la distribución justa de los
bienes sociales se hará bajo el principio de exigir de
cada uno según su capacidad y dar a cada uno según
su contribución. Pero más adelante, cuando se
alcance la fase comunista, caracterizada por la sobreabundancia
de bienes y la desaparición del Estado, la
distribución adoptará el principio de exigir a cada
uno según su capacidad, dar a cada uno según su
necesidad. En esta sociedad, se da una situación ideal
donde impera una total igualdad económica, donde la
propiedad privada no tiene lugar, de modo que no existe la
competencia sino que el fruto del trabajo es recogido por la
comunidad, que lo redistribuye; tampoco existe el dinero,
puesto que la economía se apoya en el intercambio de
prestaciones y
trabajos, existiendo una estructura
social democrática fuertemente planificada, siendo el
principio básico de la convivencia la tolerancia. Todo
esto lo ampliaremos más adelante.

Revolución
comunista

Las ideas socialistas surgen en parte por la convicción
de que el ser humano es capaz de transformar la sociedad, y en
parte por la desilusión de los resultados que dio el
Estado liberal, que había declarado la igualdad de todos
los hombres pero nada había hecho para mejorar las
condiciones de vida de las clases trabajadoras.

Analizar la historia para descubrir cuáles son sus
leyes y quiénes y con qué medios van a transformar
la sociedad constituye una forma de análisis a la que se ha denominado materialismo
histórico y constituye la base del comunismo, puesto
que las transformaciones económicas no pueden desembocar
sino en una revolución de la que surgirá
paulatinamente una sociedad sin propiedad privada y sin clases,
suprimiendo toda forma de autoridad puesto que todos los seres
humanos somos igualmente libres. Es preciso pues abolir las
estructuras del poder, la educación y el
apoyo mutuo, puesto que las especies que sobreviven no son las
más egoístas e insolidarias, sino aquellas cuyos
individuos más se ayudan entre sí.

El hombre, tan
pronto satisface sus necesidades nutriéndose de la
naturaleza y procreando, produce la vida humana, la propia y la
social, dando lugar a la primera relación social que es
la familia.
Pero en tanto fabrica los instrumentos para la producción
de su vida y los suyos crea nuevas necesidades que traen consigo
la cooperación y la división del trabajo, las
relaciones sociales; así, el hombre se
hace humano en sociedad. Se trata pues de un naturalismo en
contraposición al idealismo, y
en tanto en cuanto es un naturalismo, es un ateísmo,
puesto que la explicación dialéctica, si ha de ser
puramente natural, ha de excluir cualquier realidad
trascendente.

La alienación religiosa es pues el paradigma de
toda forma de pérdida de sí mismo, puesto que la
religión
es el producto visible de una compleja conciencia
ideológica que encubre una realidad social humana
contradictoria y desgarrada. La llegada del Estado laico
desvinculado de la religión a través de las
tesis
marxistas supone pues una crítica
justificada del modo de existencia religioso, que no son otras
sino la inseguridad y
la abyección de la criatura ante el Creador, de modo que
el sentimiento religioso disocia al hombre de su propia
naturaleza porque hace que los deseos y la carne le sean ajenos y
enemigos. El modo de existencia religioso es, simplemente,
alienación, miseria, cuya explicación ha de
buscarse en su condición social: el ser humano elabora la
religión desde la desgracia, desde la opulencia
satisfecha.

No obstante, la alienación religiosa tiene su
explicación en las condiciones de escisión y
degradación del hombre en su condición social,
puesto que consiste en la división existente entre el
estatuto de libertad e igualdad de los ciudadanos como tales y la
situación creciente de desigualdad y dominación en
las relaciones
laborales privadas que se derivan de la libertad
económica.

Asimismo, existe una alienación social debido a la
existencia de dos clases sociales antagónicas, empresarios
y trabajadores, lo cual es una contradicción profunda que
hace imposible el funcionamiento del Estado liberal al no poder
garantizar la igualdad; se crea una ciencia del
derecho que afirma la existencia de una institución que
vele por la igualdad de derechos ante la ley, pero que en
realidad produce una falsa conciliación puesto que
concluye en una desigualdad real. Desde mediados de siglo XX es
cada vez más claro que el enfrentamiento de las clases
sociales carece de solución política, porque la
clase dominante a conquistado el poder político hasta el
punto de que el gobierno no es sino una delegación que
administra los negocios
comunes de la clase más apoderada. Esta imposibilidad de
una solución política lleva a descubrir el hecho
material radical que de manera oculta determina la vida de los
hombres en el sistema de producción capitalista, puesto
que la explotación del trabajo en el capitalismo
explica esas dos formas de hombre alienado que son el obrero y el
propietario. Esta división del hombre consigo mismo es el
resultado de la realidad última de que debemos partir de
cero, comenzar de nuevo, de modo que siguiendo el movimiento
dialéctico de lo real, se extraigan las razones de las
alienaciones para poder transformar la realidad.

El sistema de producción capitalista engendra por la
competitividad
una ley de tendencia en la baja del beneficio y esta ley a su vez
obliga a la superoproduccion, lo cual amenaza al propio sistema.
El empresario
debe reinvertir los beneficios en nuevas máquinas de mayor
rendimiento aumentando la producción con independencia
de la demanda como
única fórmula de sobrevivir dentro del sistema. Al
tiempo recibe una pulsvalía relativa, aumentando por
exigencia de la producción la jornada de trabajo y
manteniendo los salarios. Como
resultado hay una acumulación de mercancías con
valor de uso, pero sin valor de intercambio, cuya consecuencia es
lógicamente la destrucción de puestos de trabajo y
la disminución del poder adquisitivo de la clase
trabajadora, de modo que el consumo baja
o, en su defecto, se estanca. Por tanto, es irremediable que
existan crisis periódicas en el sistema capitalista a la
par que se agudiza la alienación de la clase
trabajadora.

La máquina de vapor introduzco en sistema capitalista
industrial. Las relaciones sociales han tenido que ir pasando por
la presión de
las fuerzas productivas del esclavismo al
feudalismo
gremial, a las formas de división del trabajo de la
primera industria
manufracturera, y, finalmente, a las nuevas relaciones entre
patronos y obreros de la producción industrial
capitalista. Ello no se ha producido ciertamente con crisis
revolucionarias y luchas de clases: la historia entera es, en
este sentido, lucha continua de clases. Lo que define el modo de
producción industrial capitalista es la separación
de los medios productos respecto al trabajador, es decir, la
propiedad privada de los medios productivos en manos del
empresario, lo que da lugar, de una parte, a la
acumulación del capital que
requiere el sistema y, de la otra, al proletariado
desposeído que aporta su fuerza de trabajo como
mercancía que lo alimenta.

Las crisis económicas del sistema de producción
capitalista demuestran que el capitalista no puede subsistir como
tal en el sistema sino aumentando el proceso de
pauperización de la clase obrera, lo cual pone en crisis a
su vez todo el sistema de producción; es un sistema que
tiende a autodestruirse por naturaleza. el absoluto que es el
capital supone y requiere una demanda absoluta en la sociedad,
pero el subconsumo que provoca la masa trabajadora hace patente
la contradicción interna entre esas fuerzas productivas
crecientes y las relaciones sociales determinadas por el modo de
producción. La demanda se estanca o disminuye como
consecuencia inmediata de que las relaciones de producción
en que el trabajador ha quedado reducido al subconsumo y
mercancía de trabajo a causa de la propiedad privada de
los medios de producción.

El comunismo desentraña los secretos de la sociedad, de
la política y de la economía desde la praxis
originaria del hombre que es la producción de la vida
social, tanto en los orígenes como a lo largo de toda la
historia. En función de
la propia crisis interna del sistema capitalista y de la
conciencia de explotación de una creciente clase
trabajadora, es insalvable la revolución proletaria que
trae una sociedad sin clases y la eliminación de las
alienaciones.

Todas las revoluciones históricas han sido
anteriormente revoluciones políticas, en las que una clase
ascendente ha desbancado a la clase dominante anterior, pero la
revolución en la que la nueva situación
histórica se está fraguando desde la entraña
misma del sistema capitalista no es ya para la alternancia
política en el poder, porque es la revolución del
socialismo científico.

Cuando el proletario haya descubierto el resorte último
de la explotación y de todas las alienaciones en la
propiedad privada de los medios de producción, hará
la revolución proletaria que rompa la estructura
económica básica, colectivizando dichos medios
productivos y negándose con ello a sí misma como
nueva clase dominante. La nueva clase hegemónica se afirma
negándose a sí misma como clase. La
oposición de las fuerzas productivas del sistema de
relaciones sociales logrará el salto dialéctico a
la síntesis
de la sociedad sin clases.

Lo que ocurrió en la Unión de Repúblicas
Socialistas en 1917 no fue el comienzo de una revolución
comunista. Se llevó a cabo la socialización de los
medios de producción pero la clase trabajadora nunca
llegó a ser hegemónica, sino que una clase
dirigente, lejos de caminar hacia la supresión del Estado,
lo fortaleció totalitariamente, de modo que si
distribuyó los bienes con mayor justicia lo hizo a costa
de las libertades individuales. Estos errores no deben volver a
suceder en la historia.

 

 

 

 

Autor:

Adrian Domingo Giménez

Partes: 1, 2
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