José Pacheco caminó cabizbajo de camino a
la vecindad, no entendía qué había pasado,
nunca había observado ese comportamiento en el hombre.
Quizás, los dos sujetos que se golpearon, son dos
pequeños desperfectos en la vasta gama de seres perfectos
que produce la madre naturaleza día a día,
pensó. Sin embargo, esperando ya en la calle el cambio de
verde a rojo en el semáforo, cuando todos los peatones
debían estar parados en la acera sin arriesgar su vida,
sin alterar el orden del tránsito, vio que casi nadie se
quedaba a esperar el momento idóneo para cruzar y se
arrojaban a la buena de Dios. Los autos paraban sin remedio
tocando sus bocinas desesperados, reclamando su turno, pero al
contrario de lo que se esperaría los infractores lanzaban
palabrotas y maldiciones a los conductores. El fiscal, se
hacía de la vista gorda, sobre todo cuando los motorizados
vadeaban a los vehículos para rebasarlos en cualquier
esquina, en pleno congestionamiento, rayando sus superficies de
colores lustrosos. Los semáforos, simplemente no
existían para los hombres en moto que retaban a los
propios fiscales con ademanes malandrines, reuniéndose
todos cuando el problema era de uno. Generalmente el infractor
nunca quería dar su brazo a torcer, y buscaba cualquier
subterfugio para evadirse, o negar el hecho, pero no con las
pruebas tangibles de una injusticia, sino con el descaro del
maleante desmedido de mirada amenazante, proclive a sacar un
revolver de algún escondrijo y descargarlo sin miramientos
sobre el representante de la ley. Es por esto que los polis y los
fiscales le temían a estos sujetos con verborrea
incendiaria, capaz de aparecerse repentinamente en su casa un
domingo por la tarde, y lacerarle a quema ropa frente de sus
familias como una película del Al Pacino.
II
José Pacheco llegó turbado esa noche
fría, sentía un leve resfriado y una carraspera que
le hacía toser. Ya comenzaba ha experimentar los
padecimientos corporales del hombre, su mente buscaba una
explicación lógica a lo que había visto en
la calle, tenía que justificar cuanto antes aquel
desastre, se resistía a pensar que se había
equivocado cuando tomó la decisión de convertirse
en hombre. Entonces se repitió varias veces: __No me he
equivocado, el hombre es el ser que mejor vive, el hombre es el
ser que mejor vive, mejor vive, mejor vive… Recordó
cuando se trasformó en perro una vez y vivió entre
una manada de perros aulladores, combatiendo con los lobos e
hienas por las noches cuando estos se escabullían dentro
de su territorio para engullir a sus crías. Mala noche de
perro decía Pacheco, pero luego venía la imagen de
la manada lamiendo sus heridas como un gesto de agradecimiento
por su defensa contra las bestias de la tinieblas. Se
sintió reconfortado, quería ser perro por siempre,
pero un día combatió con uno de sus hermanos por
una hembra en celo, todavía conservaba la imagen mortuoria
de su hocico ensangrentado, y su larga lengua salida casi por
completo de su cavidad, todo por una cópula salvaje. En
ese momento, lanzó un aullido a los cuatro vientos, y
dejó la manada para volver a su estado de
monstruo.
José Pacheco entendía muy bien que de este
último experimento como humano, dependía su ansiada
felicidad, pero quería asegurarse de que el hombre era el
ser que mejor vive. Y si sabe vivir mejor que otras criaturas, es
feliz, sin duda.
III
Los acontecimientos se hicieron más violentos a
medida que transcurrían los días. En las busetas
generalmente polvorientas, los conductores dejaban que los
muebles ya roídos se desencajaran, el chirrido era
insoportable, pedazos de fierro, tornillos y basura, rodaban por
el piso impunemente, mientras el bullicio de la gente sudada y
apretujada caldeaba el ambiente, y comenzaban las palabrotas,
empujones, los zigzagueos de un conductor paranoico que luego
encendía a todo volumen un reproductor con música
Caribeña. Pacheco experimentó también los
embates de una muchedumbre fuera de control en el subsuelo, en el
servicio del Metro de Caracas, pero también en el
Ferrocarril del IAFE, donde el hombre se comportaba como una
verdadera bestia embistiendo a los otros usuarios, obviando las
reglas de salida o entrada, burlando a los agentes, vociferando
las palabras más atroces, dando zancadas veloces como de
rayo para alcanzar las puertas robóticas del vagón.
Al llegar, rebasaban al que estuviere en la cola con violentos
golpes laterales, escamoteándoles el derecho de entrar
primero. Alguno temerario que inconforme piara un juicio
acusador, de pronto podía sentir el porrazo de un
puño no identificado, dentro del inmenso mar de gentes que
colmaban todos los resquicios del gran gusano de
metal.
José Pacheco se impresionó más,
cuando presenció la pelea de una bonita pareja que
momentos antes se acariciaban en una plaza de la ciudad,
musitándose palabras de amor, mirándose con un
cariño incuestionable que era fácil envidiar. Pero
luego, el mensaje erótico de una mujer desconocida en el
móvil, detonó la explosión de una
cólera en ella. El hombre profirió de golpe
galimatías ininteligibles tratando de excusarse, pero
quedaron descubiertos los dos prominentes cachos en su frente, la
muchacha indignada le propinó múltiples bofetadas
hasta que comenzó a recibirlas ella también. La
diferencia era que el hombre le daba con los puños, y
luego de varios puñetazos la desconectó,
precipitándose irremediablemente al suelo gramíneo
de la plaza. Era una escena ominosa ver el cuerpo de ella tumbado
sobre el jardín de la plaza lleno de dolor, con el rostro
manchado de hematomas violáceos, heridas abiertas
borboteando el líquido purpúreo de su sangre,
contorsionándose hasta llegar a la posición
fetal.
José Pacheco se sentía decepcionado de su
condición de hombre. Día tras día, observaba
las escenas más sórdidas donde los humanos
lesionaban o abandonaban a sus propios hijos, destruían
sus hogares, arruinaban su ecosistema, robaban las pertenencias
de otros, mataban, dañaban; y luego, cuando su conciencia
le pedía cuentas, ofuscaban su mente con alcohol y drogas,
transformándose entonces, en verdaderas criaturas feroces
capaces de destruir todo lo que esté a su paso. Pacheco
fue provocado por uno de ellos cuando trató de ayudarle
para cruzar la calle, ya que su estado de ebriedad no se lo
permitía. El hombre le espetó una palabrota y le
percutó la cara de un manotón: __
¡Déjame bestia! __ ¿Me habrá
reconocido? Se dijo Pacheco. Pero no, sabía que su
transformación como hombre había sido exitosa. Sin
embargo, de alguna manera se sintió bien cuando el
borracho le dijo bestia. En el fondo, ya no quería ser
hombre porque había descubierto la verdadera naturaleza
hostil del ser humano. José Pacheco vió lo
suficiente de ese mundo "civilizado", como para dejar de
interesarle. Al siguiente día, renunció a su
trabajo, pagó las últimas cuentas de su
habitación de vecindad, y regaló su ropa, libros y
zapatos.
Cuando la luna llena se levantó espléndida
aquella noche lanzando sus ráfagas de luz hipnótica
sobre la gran ciudad de Caracas. José Pacheco lanzó
un aullido a los cuatro vientos dejando su condición
humana, metamorfoseándose en perro para volver a
así a su antigua manada de perros aulladores, porque
según su experiencia, allí se vivía
mejor.
Vilorium
A la memoria de Franz Kafka y su
obra
Metamorfosis
1883-1924
A la memoria de James Clavell y su
Guión
La Mosca
1
Rufus Viloria lamentó hacer aquel experimento con
la Prosopomya pallida, una simple mosca doméstica que
sometió a un procedimiento doloroso para analizar su
hemolinfa. Necesitaba aislar la proteína que la
hacía inmune a cualquier clase de invasión
bacteriana. Para la ciencia los dípteros serían
aquella especie capacitada para resistir las consecuencias de una
bomba atómica, la aridez de un planeta sin agua, el
peligro de un ambiente endémico propalador de virus
aniquiladores. Fue abriendo el abdomen de la mosca con un
escalpelo diminuto, sale la hemolinfa color sangre, la mosca se
contorsiona un poco, mueve las seis patas, comienza a
desesperarse, Rufus presiona con la pinza, la cabeza del insecto
hace un movimiento brusco como si quisiera desprenderse del
resto, pero luego, se contrae. Expira. La hemolinfa ha salido
casi por completo de su cavidad. El ojo del científico
sobre el lente del microscopio se expande, gradúa,
gradúa el aumento del aparato, mira los hemocitos,
gradúa aún más, más, ahí
está la proteína, quiere separarla del resto, pero
está adherida a un átomo de hierro formando una
molécula. Es complejo, complejísimo. Rufus
añade un aislante que ha trabajado por muchos años,
es efectivo para hemocultivos. Lo logra. La proteína por
fin es aislada. Tiene en sus manos quizás el
antídoto contra todos los elementos patógenos
existentes en el mundo.
Pasaron meses de arduo trabajo para producir el
Vilorium. Rufus no quería avisar a la prensa hasta que
estuvieran descartados todos sus efectos secundarios. Él
mismo sería el conejillo de indias.Tenía dos meses
tomando diariamente 20cc de la fórmula para suprimir una
infección que se provocó con miasmas de una
industria química. Resultado: Los bacilos anómalos
no pudieron adherirse a tejidos, vísceras o contaminar su
sangre. Por el contrario, el Vilorium aumentaba el número
de sus plaquetas fortaleciendo las defensas de su sangre,
desarrollando su fibra muscular y provocando la
proliferación de vellos sobre su piel. Gradualmente
sentía que sus fuerzas aumentaban, que sus cuarenta y ocho
años a punto de pasar al número siguiente, de
pronto, se permutaban en veinte. Pero Rufus se turbó. Un
presagio nefasto y abrumador dirigió sus pensamientos a
una terrible posibilidad: La fórmula del Vilorium
quizás no estaba completada. Tal vez todo desde el
comienzo fue un perfecto error. La proteína nunca
debió ser sustraída de la mosca. El tiempo pasaba,
y su compulsión por el Vilorium avanzaba, sus manos
temblaban, sudaba frío, se tornaba más irascible,
violento, sediento, no podía concentrarse en lo que
hacía. Entonces, el placer de sentir la solución
dentro de sus venas recorriendo todo su cuerpo, haciéndole
experimentar una fuerza sobrenatural, una nueva perspectiva de
dominio y autocontrol, lo impulsó irremediablemente a
aumentar la dosis, 30cc, 40cc, 60cc, 80cc su corazón
latía rápidamente, se acordó de aquella
vieja película de James Clavells "La Mosca", lanzó
una carcajada, no podía creerlo, sus colegas se
burlarían con sólo decirlo. ¿Decir,
qué? ¿Que probablemente podría estar en la
fase intermedia de una metamorfosis? Ja, ja ,ja, volvió a
carcajearse, pero esta vez con miedo, un miedo que se le notaba
en su mirada, la mueca de su pómulo derecho
titilándole, el frío que le recorría su
espalda, el desagradable sabor agrio de su boca. ¡Basta! Lo
que experimento no es más que la reacción
lógica de una droga, su dependencia irrefrenable, los
posibles y terribles efectos secundarios de una fórmula
que necesita perfeccionarse.
Los días se encargaron de mostrarle a Rufus la
terrible verdad. El espejo del pequeño baño de su
laboratorio reveló la probóscide de una horrenda
mosca. Vomitó al instante frente al espejo
manchándolo de una solución viscosa que
derretía todo. Era la saliva de una genuina Prosopomya
pallida. Ojos compuestos color rojizo, cabeza cubierta de
filamentos parecidos al pelo, pero nunca comparables. ¡Mi
cuerpo! Gritó. Rufus quería ver su cuerpo.
Corrió enseguida al espejo grande del techo del
laboratorio. Intentaba tercamente acostarse en el piso para
quedar frente al espejo pero no lograba hacerlo por su inmenso
abdomen. El escozor en su espalda accionó un impulso
irresistible de mover sus omoplatos, entonces el siseo de sus dos
alas lo petrificó en el sitio. Algo gelatinoso
expulsó de sus intestinos. Quería explotar de la
rabia, lanzó el instrumental al piso, volteó mesas,
pipetas, frascos, refrigeradores. Gritaba, Rufus gritaba con un
sonido de bicho.
La estridencia dentro del laboratorio alarmó a
los vecinos. Pronto la poli derribaba la santamaría,
periodistas, cámaras, comunidad, científicos,
amigos…Todos se adentraron curiosos y vieron estupefactos
a una mosca gigante revoloteando por el aire golpeando las cosas,
diciendo palabrotas con una voz disminuida que salía de
alguna parte de su horrenda cabeza. El sonido se hizo cada vez
más inaudible hasta que sólo se percibía
como un leve chasquido, y luego el siseo, el interminable siseo
de un insecto que partió del recinto.
2
HOMBRE MOSCA DESCUBIERTO EN EL LABORATORIO DEL PROFESOR
RUFUS VILORIA. Así amanecieron los tabloides. Las fotos
mostraban al enorme díptero que según las fuentes
era capaz de comerse un humano de un solo bocado. __
¡Así que este era el gran proyecto de Viloria!
Vociferó Carpio Manrique, pesado colaborador financiero
para el desarrollo de la fórmula del Vilorium. Todos estos
meses, todo este dinero despilfarrado. ¡Dios mío! Lo
ahorco si lo consigo. Le hago pagar toda mi inversión. Le
quito todo, hasta su madre. Y ni pensarlo que le daré otra
oportunidad al desgraciado.
Manrique movió todos sus tentáculos.
Hombres de negro recorrían la ciudad con gafas oscuras,
Colt 3.8 con silenciadores ajustables, lustrosos autos negros
capaces de mimetizarse con la turbia claridad de las calles con
escasos faroles. Mostraban una identificación falsa de
agentes de inteligencia, aunque en efecto eran polis a sueldo que
mataban tigritos cuando terminaba su servicio. Un oloroso fajo de
billetes marrones de cien, era motivo suficiente para matar a
golpes si era necesario, hasta una estrella de Sábado
Sensacional, mucho más a un científico loco que
despilfarró dinero creando una mosca comecarne.
Manrique presionaba a sus hombres todos los días
para que le trajeran al Viloria vivo, así que, a veces, se
desesperaban y allanaban una casa sospechosa, salpicando de
sangre las ventanas con los tiros a quema ropa que aplicaban a
uno que se quedó mudo porque no quiso hablar, y porque tal
vez, sabía del paradero del científico,
ocultándolo en su propia casa. Pero el "yo no sé
nada…no sé nada…", se repetía en los
supuestos sospechosos, bañados en el lagrimeo ensordecedor
de su desdicha. Mientras, las victimas salían en los
periódicos, ocupando la primera plana en un horrendo
fotolito mortuorio. Sobre el sofá de una casa en los
Flores de Catia, amanecía el viernes un cadáver
desnudo con hematomas de Colt y un tiro en la ingle. Manrique
lleno de cólera. A las cinco de la tarde del jueves
flotaba un bulto en el río Güaire, la policía
descubrió el cuerpo en evidente estado de
descomposición, pero era evidente que la muerte fue
causada por los golpes certeros de una Colt. Manrique se come
totalmente un lápiz de madera. El sábado a las
doce, hombres de traje fueron vistos por los vecinos del piso 9
de un edificio de Ruperto Lugo, tumbaron la puerta a patadas,
dijeron, luego se oyeron los gritos terribles del dueño
del apartamento que salió por la ventana casi volando,
precipitándose al vacío, cayendo irremediable sobre
el concreto. El forense describió fríamente:
"Contusión total por la caída, desmembramiento,
derrame…pero la victima murió antes del desplome por
cuatro tiros, al parecer propinados por una Colt". Manrique
paranoico de una ira incontrolable, pateó a su buldog en
el rabo, pero éste se le aferró a la pantorrilla,
mordiéndola como lo hacía con su hueso. Vio todo
gris cuando uno de los filosos colmillos de su buldog le
laceró los tendones de su pierna izquierda, una ambulancia
lo dejó en la clínica, mientras el viejo
cincuentón alarmaba a los médicos con alaridos de
apremio: ¡Apúrense miserables que se me muere la
pierna! En medio de su fatalidad pensaba en Iturrieta, el jefe
del grupo que había contratado para hallar a Viloria. No
podía creer que esos zopencos se expusieran tanto, los
reporteros no se chupaban el dedo, la poli no se chupaba el dedo,
la gente no se chupaba el dedo. Quería tener a Iturrieta
en frente para partirle la cara. Aquellas Colt 3.8 traídas
del Norte para usarlas en su polígono de tiros, estaban
registradas, debidamente legalizadas, cada vez que lo pensaba se
arrepentía más de haberlas colocado en las manos de
aquel grupo de pendejos. Era lo más fácil del mundo
encontrar a un científico loco, barbudo, esmirriado,
famélico, con una maleta llena de frascos y tubos de
ensayo, probablemente vestido con la misma bata mugrienta llena
de manchas de sustratos y ácidos sulfurados. No los
imaginaba echando tiros a diestra y siniestra,
convirtiéndolo todo en un caso de crónicas urbanas,
derramando sangre injustificada, mientras los sabuesos con placa
olfateaban ávidos las innumerables pistas que dejaban.
Manrique casi se veía esposado en los diarios, llevado
frente a un tribunal de justicia y condenado a treinta
años junto a esos mequetrefes que se emocionaron con los
trajes nuevos y armas que les dio. Pero qué quería
Manrique, quería sólo un trabajo limpio, sin
sangre, sin muertes, sin estropicio. Quería a Viloria
amarrado en una butaca de su oficina para cobrarse la paga de
cinco meses de financiamiento. Obligarle a trabajar en algo
importante. Como por ejemplo: la cura del Sida, del
Cáncer, el mal de Parkinson, quitar de un tajo la diabetes
en la sangre, el mal de Alzaimer…en fin, algo
importantísimo para la humanidad y para sus
famélicas cuentas financieras desde luego.
Después que Manrique puso remedio al disparate,
cuando el rechoncho Iturrieta y sus muchachos entregaron por fin
las Colt que desenfundaron nerviosos, poniéndolas sobre el
escritorio del jefe que los penetraba con una mirada filosa,
dejándoles ahora sólo el traje nuevo y los
inalámbricos que les había entregado desde el
principio. Extrañamente, los siniestros siguieron
sucediendo en las calles. Ya no eran los lacayos paranoicos de
Manrique, ahora se trataba de un verdadero monstruo: desmembrando
a sus victimas con una facilidad animalesca, como si se tratara
de una bestia escapada de un zoológico, famélica,
dando zarpazos predadores a innumerables sujetos que pululaban
por las avenidas a media noche, cuando el perturbador sonido,
bulliciosa estridencia de los autos, estampida peatonal
incalculable, invadía todos los resquicios de la adusta
selva de cemento. Claro, era lógico pensar que la
opinión pública relacionara aquellas grotescas
muertes con la mosca gigante comecarne, vista efectivamente aquel
día escandaloso en el laboratorio de las empresas Carpio
Manrique. Los periódicos, la tele, la radio, se
hacían eco de los comentarios de la gente. Conjeturas
urdidas por mentes ingeniosas describían escenas donde la
mosca creada por un tal científico Rufus de Viloria,
succionaba el cerebro de los humanos, haciendo incisiones
certeras en el cráneo, sorbiendo la materia gelatinosa de
la victima, hasta que sólo quedaba una hueca cavidad.
Otros aseguraban hasta el modo de operar de la mosca:
"Sólo se escucha un sffff… interminable, que se
hace cada vez más cercano hasta que plaf, algo te da por
la cabeza, y no sabes más de ti". Artículos cada
vez más escabrosos se publicaban en los diarios. La
policía era presa de una fatal incertidumbre, estaba
confusa porque los cadáveres que aparecían, ya no
tenían impresas en su carne las huellas de una Colt; u
otras pistas más comunes que le hicieran seguir una
secuencia lógica del siniestro, dar con el verdadero
móvil, hasta llegar al presunto homicida. Pero
después las Colt fueron encontradas en el polígono
de un tal Manolo Garnica: el sospechoso testificó que no
sabía cómo habían llegado esas armas
allí, sobre todo cuando no las había comprado
nunca, y su número de serie no estaba en las facturas que
tenía de las armas que si eran suyas. Un vértigo
recorrió la espalda de Manolo cuando los funcionarios
encontraron inexplicablemente en su caja fuerte, un legajo de
facturas de las armas solicitadas con su nombre y apellido
impreso. Ante la ley, él era el legítimo
dueño de las Colt 3.8.
3
Carpio Manrique pudo utilizar nuevamente aquella
sórdida magia basada en el soborno para salvarse de los
malos negocios, de los asuntos peligrosos, de quedar expuesto en
los crímenes injustificados de Iturrieta y los muchachos.
Lo triste es que otra vez un inocente como Manolo, tendría
que sacrificar treinta años de su vida porque un hombre
más poderoso que él, con más contactos que
él, movió aquellos hilillos invisibles en lugares
inaccesibles, donde todo se sabe, se modifica, y se determina a
conveniencia de unos pocos. La mirada acuosa de Manolo se
dirigía a cada resquicio de su casa, cada rincón le
recordaba su esfuerzo desde joven por alcanzar todo lo que
había logrado, el clic aceitado de las esposas, era para
su corazón el sonido de una marcha fúnebre,
tenía que despedirse de todo, de su esposa que ya se
desplomaba sobre su pecho mojándolo, quemándolo con
sus lágrimas. Llamaría a sus dos abogados a ver
qué podían hacer en una situación como esta
donde todas las pruebas lo acusaban. Sabía que muy poco se
podía hacer con aquellas facturas, las funestas Colt, y
los fiscales de justicia que de seguro tratarían de
comérselo vivo.
Un Whisky a las rocas sorbía Manrique en su
oficina mientras detallaba por televisión el traslado de
Manolo a la corte. Su corazón descansó del
episodio, aunque un débil remordimiento le molestaba
cuando veía las imágenes, la cara patética
del supuesto criminal, su esposa llorando con el rostro manchado
de maquillaje, los medios embistiéndoles con preguntas
corrosivas, en fin, todo muy tétrico, pero un pensamiento
de Manrique suprimió todo escrúpulo: "Lo siento
señor Manolo, pero era usted, o yo, y en ese caso,
prefiero que sea usted".
Minutos antes de que Manolo se introdujera a la corte,
viéndose acorralado por los medios, las cámaras
como perros de presa, los agrios comentarios que casi
hacían doler los oídos, y nuevamente las preguntas,
respondió lacónico: "Que no sabía
quién lo incriminó, pero que todo sale a la luz en
este mundo", de pronto, un griterío retumbó
más allá de las cámaras, la gente que
rodeaba al sospechoso se dispersó corriendo, la reportera
se lanzó de bruces al piso mientras le gritaba a
Crispín que tomara toda la escena donde, la mosca
comecarne, aferró a Manolo con sus patas, y se lo
llevó a gran velocidad hasta ocultarse entre las
nubes.
No se trataba de una mosca diminuta, era casi de las
mismas proporciones que un ser humano, pero lógicamente
con todas las características de un pegajoso insecto. El
ministro de defensa se pronunció en rueda de prensa media
hora después del suceso, un individuo de mentón
prognático, mirada ruda con el entrecejo fruncido todo el
tiempo, voz rígida como si al responder a los reporteros
estuviera dando órdenes a sus oficiales: __Ya tenemos todo
calculado para atrapar al insecto, porque debemos recordar que es
un insecto, piensa como insecto, así que no posee un
ápice de la inteligencia humana. __Pero general, cree que
será tan fácil, recuerde, es un monstruo,
reiteró un reportero.__No me contradiga muchacho, que
cuando le digo que las Fuerzas Armadas tenemos los pelos en la
mano, es porque los tenemos. __ ¿Con cuanto se cuenta para
atrapar a la mosca?__Sea específica señorita,
reiteró el general haciendo un rictus de complacencia,
sintiendo que controlaba la situación. __Me refiero, a
tropas, armas, tanques…__Tenemos de todo, Ametralladora
Browning, FAL, PGP, UZI, helicópteros, aviones: Cessna
182, Tucano T-27 y Mentor VT-34, granadas, de todo
señorita. __ ¿Hasta chalecos?, digo, para
protegerse de la probóscide del monstruo, mire que aquel
insecto despide una especie de saliva que disuelve toda clase de
sólido, incluso metales.__Ni modo que mi ejercito se ponga
arneses señorita, desde luego usaremos algo que nos
proteja. ¿Hay más preguntas? Inquirió un
reportero que fungía de coordinador de aquella rueda de
prensa improvisada. __Sí, respondió un tal Julio
Rengifo: ¿Por qué las Fuerzas Armadas no han podido
atrapar al asesino de los crímenes que hasta ahora han
colmado los encabezados de los periódicos? Esa era la
pregunta no esperada por el Ministro. __Puede repetir la pregunta
por favor. __No es necesario repetirla, todos la saben. Me
refiero a qué dice el Ministro de la Defensa sobre el
asesino en serie que anda suelto en las calles de Caracas.__Usted
habla, si no me equivoco, de la mosca gigante que acaba de salir
en televisión, ese insecto es el verdadero criminal.
Reiteró el Ministro.__No, general, al menos que pueda
explicar porque una mosca sin inteligencia humana, que piensa
como una mosca, puede usar un arma Colt 3.8. Había un gran
silencio, todos dirigían la mirada al Ministro, la frente
le sudaba, la cara se le tornó pálida, sabía
que detrás de la cámara lo observaba toda la
nación, pero entonces la respuesta le vino a la punta de
la lengua, las pupilas le brillaron cuando dijo: __Esa pregunta
suya esta muy buena muchacho pero no me corresponde a mí
responderla, sino al Ministro del Interior y Justicia. Mi
ministerio no se encarga de resolver casos de delincuencias
urbanas. La Nación tiene que saber, y tener claro, que el
Ministerio de la Defensa esta operando para un caso de
índole mayor. Un caso especial que requiere de las Fuerzas
Armadas. Acuérdense, que los militares son para la guerra,
y esta mosca comecarne, es para nosotros, toda una guerra. Varias
horas después, el Ministro del Interior y Justicia,
adjudicó la responsabilidad de la investigación a
los gobernadores y alcaldes, y así estos a sus
subalternos, que posiblemente tendrían que prescindir de
sus servicios, porque hasta ahora no habían resuelto el
caso del asesino en serie. Se trataban entonces de dos casos: la
mosca comercarne y el supuesto homicida que cargaba un arma Colt,
facilitada o vendida por el señor Manolo Garnica,
dueño de un polígono de tiro. Transcurrida una
hora, el jefe de policía se defendió desde la
puerta de la Jefatura, frente a otros reporteros: __Quiero hacer
saber ante la opinión pública, que este cuerpo de
policía está cumpliendo su responsabilidad ante las
leyes desde el primer momento en que los cadáveres fueron
apareciendo. 34 Pasamos cinco meses procesando esta
información, esperado la aparición y
aprensión de los posibles autores materiales de las
muertes, pero todo se tornó cangrejo, y entonces
procedimos a determinar la fecha y hora del juicio. Fue entonces
que el mismo día del juicio, cuando nuestro hombre se
aproximaba al tribunal donde sería juzgado por cargos de
posible autoría intelectual, aquel animal volador se lo
llevó in so facto del sitio. Quiero dejar claro, que este
cuerpo de policía no descansará, hasta concluir
todo lo que comenzó en la investigación, y dejar
tras las rejas a todos los participantes en esta serie de
homicidios culposos.
4
La mosca descendió frente a una hermosa casa del
Litoral Central. Sentía a su presa rígida, helada,
pero olía bien, muy bien, sobre todo cada vez que
expulsaba aquellas flatulencias. Manolo entreabrió sus
ojos, castañeando sus dientes, preso del pánico,
sobre todo cuando oteó los prominentes maxilares del
insecto, además haciendo aquel sonido cadencioso con sus
alas. Entonces, Manolo castañeó con más
fuerza, como si quisiera comerse sus propios dientes, sus ojos se
agrandaron repentinamente del susto cuando la mosca lo
lanzó violentamente hacia la puerta de la casa,
señalándole con una de sus antenas la
ubicación de algo (de las llaves). Movió sus manos
tímidamente debajo del tapete, sintió el metal
frío de las llaves, abrió la puerta, entraron, y lo
que tenía apariencia de una hermosa quinta, por dentro,
era en realidad un inmenso laboratorio. Los nervios le provocaron
a Manolo una severa complicación estomacal,
despidió petardos hediondísimos haciéndose
más apetecible para la mosca. En efecto, la mosca se le
acercó nuevamente pero no fue para engullirle, sino para
emitir un sonido ininteligible, como de un radio mal sintonizado,
procedente de alguna parte de su cabeza, lo hizo por un buen rato
hasta que de pronto, en medio de ese chirrido ensordecedor, se
percibió la voz humana de Rufus Viloria, el creador de la
terrible formula: __No voy hacerte daño, de hecho, no como
carne como dice la prensa sino, eses humanas. Desechos apestosos
que para mi son manjares deliciosos. Aquel olor exquisito de tus
emisiones me abren el apetito, uhmm, casi me provoca engullirte,
oliéndote impregnado de pedos. Manolo quería salir
de allí, pero no podía mover un sólo dedo
del pánico que le causaba la apariencia de aquel monstruo,
el movimiento guillotinante de sus maxilares, la baba corrosiva,
sus ojos, por Dios, sus terribles ojos compuestos. Todo lo
paralizaba como un muñeco de utilería, un sabor
agrio recorría su lengua, luego su traquea, entonces
tragaba, tragaba duro. Viloria lo vio turbado, tembloroso: __ No
te asustes, aunque veas que mi baba que derrite las cosas que
toca. Necesito tu ayuda para revertir los efectos del Vilorium.
Intuyo que consumiendo la misma proporción que
ingerí al principio, mi ADN volverá a acoplar los
eslabones originales. Deseas decir algo, preguntarme alguna cosa,
¿qué dices?… Decir, decir qué, Manolo no
podía decir nada, ese día fue violento, como parte
de un relato de Stephen King, todavía su lengua estaba
entumecida, sólo en los meses posteriores, pudo
reírse de sí mismo junto a la mosca, al comprobar
que, en efecto, era tan inofensiva como ella misma
aseguraba.
5
La mosca Viloria pudo utilizar los servicios de Manolo
para preparar de nuevo la fórmula. No fue fácil
realizar el procedimiento de la primera vez, cuando se le hizo un
mundo extraer la proteína y luego mezclarla con los
sulfatos, en las proporciones exactas, sin equivocarse ni un
ápice. Esta vez su trabajo dependía en gran parte
de que Manolo ejecutara sus instrucciones, tal cual las
expresaba. Pero, su voz disminuía día a día,
sus pensamientos se hacían cada vez más difusos, el
control que solía tener sobre su cuerpo, se hacía
cada vez más débil. Ambos entendieron que los
efectos del Vilorium, todavía permanecían activos,
degradando con el transcurrir de los días y meses, la
parte humana de Rufus Viloria, hasta quizás destruirla por
completo. Era por eso el apuro de Viloria, su explosiva
irritabilidad cuando Manolo fallaba en la proporción, y
tenía que repetirse todo nuevamente. Entonces, tumbaba las
pipetas, volteaba las mesas, volaba por el laboratorio
golpeándose violentamente contra las paredes, tratando tal
vez así de terminar con su existencia, de una buena vez, y
suprimir el martirio que lo cauterizaba por dentro. Ese martirio
consistía en su gran temor de perderse así mismo,
de existir sin saber que existe, de ser absorbido completamente
por la irracionalidad propia de los dípteros, y perderse
irremediablemente de su mundo.
Manolo logró comprenderlo, así que se
convirtió en un excelente asistente, incluso un
químico formidable. Cada instrucción era ejecutada
al pie de la letra, hasta que el Vilorium pudo terminarse.
Así nació, no sólo la esperanza de Rufus por
la vida, por una nueva vida, sino una amistad que se
volvió con los años, en casi un nexo de fraternidad
inquebrantable.
La mosca metió su probóscide en un amplio
frasco de vidrio con la solución, y sorbió,
sorbió exactamente 20cc al principio, luego aumentó
a 30cc, 40cc, 60cc, 80cc, como lo había hecho dos
años antes. Una tristeza atacó a Viloria,
tenía la sospecha de que algo estaba mal, no sentía
la compulsión del principio, aquella que le hacía
beber más y más del Vilorium. Miró la cara
risueña y esperanzadora de su amigo, tal vez esperando que
le dijera algo, que qué sentía, por ejemplo, pero
no, no sentía nada, ese era precisamente el problema.
Viloria señaló la puerta a Manolo, él
entendía bien qué significaba.
Manolo se fue dolorosamente, y aunque al principio
había sido secuestrado por aquella mosca, había
hecho una amistad profunda, había conocido a la persona
que habitaba dentro de aquel monstruo. La preocupación de
Manolo, ni siquiera se centraba en su posible detención
por la policía, como posible autor intelectual de los
sinistros por las colt aparecidas en su propiedad, sino en lo que
le pasaría a su amigo Viloria dentro de aquel laboratorio.
Lamentaría que viendo el fracaso del experimento se
suicidara.
Manolo Garnica llegó a su casa de noche como un
espectro, no entró por la puerta, quizá
algún sistema de vigilancia policial lo detectara, la
esposa como siempre, le hablaba antes de dormir como si él
estuviera allí, luego, lloraba desconsolada y mencionaba
su nombre una y otro vez, Manolo, Manolo, mi Manolo. Pero
está vez él le respondió, ella quedó
estupefacta, casi se queda muda de la conmoción: __No te
me asustes mi chichita (como siempre le decía), estoy
aquí, estoy vivo, la mosca no me comió. La esposa
le brincó encima y le besó, era toda una novela de
amor, él la apretó en su pecho, ella le pasó
sus manos por el cuello, e hicieron el amor como nunca antes
entre sollozos, palabras que no se terminaban de expresar, y
chasquidos desperdigados de besos que habían sido
retenidos por el tiempo.
Chichita le contó todo a Manolo, que ahora
sí quedó sorprendido por las recientes noticias.
Resultaba, que mientras él permanecía incomunicado
por la mosca. Un cuerpo de inteligencia atrapó a Iturrieta
y sus hombres, quedando al instante destituidos de la
policía, y confesando que habían sido organizados
por el famoso empresario Carpio Manrique, y no por Manolo
Gárnica, para atrapar al profesor desaparecido Rufus
Viloria. Reconocieron algunos asesinatos que intentaron
justificar con legítima defensa, porque según, las
victimas trataron de agredirlos, sobre todo en los momentos que
le preguntaban sobre el paradero del profesor, entonces,
decían sagazmente, detonaban el arma con mucha lastima. Lo
más extraño es que la policía a trapó
a los vándalos, porque éstos aparecieron
inconscientes en la puerta de la jefatura, amarrados con tirro
industrial ultra fuerte, y junto a sus pies, un fajo de vouchers
correspondientes a las pagas del señor Manrique, por los
sórdidos servicios prestados. Así lo consta la
firma del mencionado, y con los nombres de Iturrieta y sus
amigos.
Carpio Manrique fue llevado por fin a un tribunal, tras
comprobársele suficientes indicios incriminatorios. Las
colt encontradas en el polígono de tiro de Manolo Ganica,
no eran del mencionado, porque las facturas halladas en su caja
fuerte eran falsas, y anuladas de validez en la corte
correspondiente. La sentencia fue única e irrevocable para
el imputado Carpio Manrique: Treinta años por homicidio
intelectual y premeditación en primer grado. Iturrieta y
los nueve expolicías, fueron sentenciados a treinta
años por homicidio culposo y premeditado en primer
grado.
Manolo Garnica fue entrevistado en otra rueda de prensa
donde limpió su imagen, y dijo que todo se lo debía
a un gran amigo secreto. Los medios le preguntaron cuál,
pero él cambió el curso de la entrevista hablando
de su Chichita, y de cómo lo había esperado. __Pero
señor Garnica, díganos, ¿por qué la
mosca comecarne no se lo comió?__Les digo algo, esa mosca
comecarne, como ustedes bien lo escriben en los diarios, se
convirtió en mi amiga, nunca me hizo daño, y les
aseguro, que no come carne.__¿Cómo lo
regresó a su hogar, volando como superman?,
preguntó alguien socarronamente. __No, sólo me
dejó salir. __Y, díganos, ¿la mosca vive en
una gran mansión, y le preparó una piña
colada? , dijo un periodista carcajeándose.__
¡Basta! , no he venido aquí a jugar, sólo a
dejar claro que todo iba a salir a la luz en este caso, yo era
inocente, y por lo que vemos, parece que se ha hecho justicia.
Gracias a Dios. Hasta luego.
Así terminó Manolo, tomado de la mano de
Chichita, montándose en su camioneta, moviéndose a
ochenta para llegar a casa. Quería salir rápido de
aquel mar de periodistas, y volver a la vida de siempre, del
polígono a su cálido hogar. Pero la
preocupación por su amigo, dirigió el curso de su
marcha hacia el laboratorio, donde posiblemente estaría
Viloria, probablemente abrumado por su condición de mosca,
de mosca que come la existencia del hombre. Tal vez ya no le
reconocería, decía Manolo a su Chichita, que ya
sabía a dónde se dirigían por la
expresión de su Manolo. Él la había puesto a
cuenta de todo, hasta los detalles más insignificantes.
Pero Chichita estaba nerviosa, temerosa, no podría
imaginarse estar a sólo unos centímetros de aquel
insecto gigante. Ella había visto aquella mosca por la
tele, demasiado horrible para ser verdad. Cuando llegaron, Manolo
detuvo la camioneta como a cien metros. Se bajó sin hacer
mucho ruido al cerrar. __Quédate aquí mi Chichita,
ya vengo. Chichita dijo, sí, y subió presurosa los
vidrios de las ventanas.
Manolo caminó decidido hasta la gruesa puerta de
madera. Tocó el timbre, lo tocó varias veces,
tocó la puerta, estuvo unos minutos esperando sin decir
nada, sin emitir siquiera una palabra, o llamarle por su nombre.
Como por ejemplo, qué tal Viloria aquí estoy, mira,
aquí está tu amigo Manolo, esperando a que le abras
la puerta. Pero no, Manolo no profirió palabra.
Sólo dio vuelta y se marchó.
Transcurrieron cinco años, y entonces
recibió un paquete procedente de Inglaterra, dentro,
estaba una carta que tardó en leer, porque se
impresionó al ver un embase ya patentado de Vilorium. Era
un embase de vidrio translúcido cuya solución
pardusca evidenciaba una mezcla compleja de muchos elementos.
Decía en la etiqueta: Vilorium: Fórmula
Fortalecedora Del Sistema Inmunológico. Patentado Por La
Sociedad De Médicos Británicos. S.M.B.
Inglaterra.
Manolo, tomó el sobre y lo abrió
tembloroso, sus dedos se deslizaron pronto sobre el papel, sus
ávidas pupilas iniciaron la travesía por un camino
cadencioso de palabras que por fin revelarían el paradero
de Rufus Viloria.
Londres, 12 de Octubre
1997
Estimado amigo Manolo, hoy, luego de
cinco años, le envío mis saludos y disculpas por no
haber respondido a la puerta el día que me buscó.
No le abrí, porque no me sentía dispuesto.
Comprenderá que estaba bajo los efectos de la nueva
fórmula, que por cierto, resultó todo un
éxito como puede usted notarlo en el envío
anexo.
Estuve al tanto de las noticias, y me
satisfizo que el verdadero culpable, el miserable Manrique,
experimentara en carne propia lo que padece la gente
común, cuando no tiene dinero, ni influencias para evitar
pagar un presidio, justo o injusto. Por cierto que ya no le debo
nada al miserable, ¿recuerda?, sobre aquella deuda del
financiamiento de los cinco meses para elaborar el Vilorium. Le
envié un cheque de gerencia con mi contador. Claro, no lo
recibió él, pues le faltan todavía 25
años para ver el sol, pero su administrador lo
recibió con gusto.
Debo admitir que me olvidé de
usted durante estos años. Fueron años terribles
para mí, no porque la fórmula no me haya vuelto a
la normalidad. Sí, soy tal como fui, en apariencia, soy el
mismo Rufus de siempre, dentón, nariz respingada, estatura
media, cabello ensortijado como una grama china. La
fórmula revirtió los efectos metamórficos,
sin embargo, sigo con el mismo apetito voraz de carne humana, mi
estómago, no acepta siquiera fiambre cruda de vacuno,
porcino, o reptil.
Está sorprendido, mi fiel
amigo, lo presiento, pero es así, le mentí, le
mentí desde el principio cuando le convencí de que
no me alimentaba de carne sino de eses malolientes; pero
dígame, cree usted que yo le diría la verdad, si me
interesaba ganarme su confianza para tener comprometida su
fidelidad. Necesitaba un ayudante que no me tuviera miedo, que no
delatara mi paradero al menor descuido, sabiendo que en cualquier
momento podría engullirlo. Ya mi horrenda apariencia me
robaba puntos.
Luego de que lo rapté aquel
día del juicio, trayéndole sin opción a mi
laboratorio, era para que nunca ganara su confianza. Pero vio, lo
hicimos, nos convertimos en grandes amigos. Revelándole
yo, mis siempre genuinas intenciones de mejorar el Vilorium para
volverme a la normalidad, usted trabajó incansablemente
conmigo, convirtiéndose en mi discípulo, y yo en su
maestro. De verdad, se volvió usted en un excelente
químico práctico. Aprendió usted en esos dos
años, lo que ninguno de mis alumnos hubiera aprendido en
décadas de estudios intensivos.
Amigo Manolo, aquí viene lo
duro, no crea que me he acostumbrado a esta forma de vida, donde
por las noches soy un predador que caza con una fuerza
sobrehumana a sus victimas, y durante el día soy todo un
Gentleman. Aquí en Londres, he logrado convencerlos de mi
genialidad gracias al Vilorium, que ahora sí es un
superpotente inmunizador ya patentado. He sido elogiado por la
prensa, abanderado por las academias y admirado por los
londinenses. Sin embargo, mi vida oculta un secreto que
sólo usted sabe ahora. Se preguntará entonces
cómo pude soportar no comérmelo hacen cinco
años en aquel laboratorio; pues, yo era el asesino en
serie que buscaba la policía de Caracas. Esperaba a que
usted se durmiera, incluso a veces le mezclaba un
somnífero en alguna bebida para dormirlo, y luego, salir
presuroso a cazar humanos. En ese momento, era todavía una
mosca comecarne, y para confundir a la poli, lograba manipular
una colt, parecida a las que utilizaron los matones de Manrique,
durante aquellos días contra mucha gente inocente.
Así que todo se veía confuso para el cuerpo de
detectives, y para la prensa que pensaban en la posibilidad del
surgimiento de otro destripador desequilibrado, con la misma
fuerza de un monstruo, para desmembrar a sus víctimas,
pero al mismo tiempo, armado hasta los dientes con otra colt 3.8,
marcando a los cadáveres, ya sin brazos o piernas, o
cabezas, por el simple morbo de embrollar a las
autoridades.
Es hora de terminar esta carta mi
querido Manolo. Espero haberte aclarado las cosas. Sólo
confío en tu discreción. Lo que hice, necesito que
lo entiendas así, fue producto de aquel primer Vilorium
cuyos efectos aún sigo padeciendo en la lobreguez de la
noche, cuando nadie se entera que este famoso hombre de ciencias,
deja de ser gentleman, para convertirse en un monstruo come
carne.
Con aprecio, Rufus
Viloria.
Posdata: Si eres verdaderamente mi
amigo, quemarás esta carta.
La musa del grano
de café
"Me volví y ví todas las
violencias que se hacen debajo del sol; las lágrimas de
los oprimidos, sin tener quien los consolara; no había
consuelo para ellos, pues la fuerza estaba en manos de sus
opresores. Alabé entonces a los finados, los que ya
habían muerto, más que a los vivos, los que
todavía viven. Pero tuve por más feliz que unos y
otros al que aún no es, al que aún no ha visto las
malas obras que se hacen debajo del sol."
Salomón
"Entonces, sería apropiado
permutar la venganza por el amor, aunque al final no se tenga,
sino tan sólo una bruma que se disipa en el
aire."
Anónimo
I
Durante las tres últimas décadas del siglo
diecinueve, la mayor parte de la producción se concentraba
en el café. La sociedad venezolana era esencialmente
agrícola, pero seguía siendo un país
endeudado, empobrecido por las sucesivas revoluciones generadoras
del desorden, del latrocinio generalizado, de la inestabilidad
que a nivel político se reflejaba en el extranjero. Sin
embargo, la nueva autocracia dirigida por un hombre culto, bien
vestido, conocedor de las leyes, capaz de negociar con las hienas
vandálicas sedientas de poder, y admirador de la cultura
universal, trajo un cierto aire de aparente paz y bonanza. La
credibilidad del gobierno del hombre de barba prominente, trajo
consigo los empréstitos necesarios para inyectar a la
esmirriada economía venezolana. Fue en esta misma
época de paz y bonanza cafetera, cuando Alberto Federico
Domínguez Domínguez se dio de baja con el grado de
Capitán de las filas guzmancistas. Lo hizo para dedicarse
al negocio de su padre, muerto por esos días de un balazo,
por un antiguo enemigo de la revolución que había
quedado pendiente para vengar a su hermano muerto en la misma
guerra endemoniada.
Alberto Federico llegó exaltado con su caballo en
el último día del velorio que le hacían a su
padre don Alberto en la casa grande, llegó con su uniforme
atiborrado de condecoraciones y una pesada talega de tela. Apenas
posó sus ojos sobre su padre impertérrito dentro de
aquel féretro vestido de coronel, con la cara
lívida y ojeras mortuorias, juró delante de todos
con el rifle en la mano que vengaría a su padre. Era el
único familiar que le quedaba en la vida porque su madre y
sus hermanas se las había llevado la peste durante la
guerra. Sólo la negra Maguey era como una segunda madre, y
le consoló el corazón con la ternura de siempre, y
le quitó el rifle, y se lo llevó al cuarto, lo
bañó y le acostó. Maguey le acariciaba el
cabello y le aconsejaba que desistiera de aquella locura de
venganza, que su padre había muerto porque él
mató primero, que era, aunque tronara como el trueno, un
justo arreglo de cuentas. Pero Alberto Federico se sentó
en la cama de un sopetón y le agarró las manos a
Maguey:__Negra, este que está aquí, matará
al viejo Elías. Las chicharras sonaban estrepitosas
aquella noche estival cuando Alberto Federico salió con el
rifle mientras Maguey dormía y todo el servicio de la casa
grande. Caminó con paso decidido hacia la cabaña
del capataz: __ ¡Esteban, tráete unos hombres
armados! Le gritó desde fuera.
De camino a la hacienda del viejo Elías, iban
veintes hombres armados hasta los dientes, con rifles, algunas
bayonetas de la revolución, machetes y pico e loros.
Alberto Federico venía encendido con el uniforme de
capitán lanzando palabrotas en contra del asesino de su
padre. Espuelaba duramente a su caballo para apurar el paso, daba
instrucciones de que eliminaran a todo vigía de manera
sigilosa, que luego se replegaran en los linderos, mientras
él se introducía por algún vericueto para
buscar al miserable.
La madrugada estaba clara por una luna que brillaba como
nunca antes, mostrando el sendero que dirigía al camino
principal, y luego a los terrenos del viejo asesino, vigilados
por hombres dormidos cansados de un día de sol fatigoso en
los cafetales. Así que los hombres de Alberto Federico, no
se preocuparon mucho por ser vistos sino por conservar el sigilo,
querían agarrar por sorpresa al viejo Elías en su
cama suntuosa labrada en madera de samán. Alberto
entró a la casa con su rifle americano cargado, en
posición de disparo, se introdujo por la ventana a
hurtadillas después de derribar con la culata al
único vigía despierto, pero con la mente dormida,
que miraba el firmamento como si nunca lo hubiera visto antes,
completamente lelo, abstraído por el inconmensurable
eterium, aunque el tufo de aguardiente delató su desmedida
borrachera. El intruso subió las escaleras, giró el
picaporte, caminó casi de puntillas hasta la cama donde
abrió el mosquitero, esperando ver con sus propios ojos
llenos de ira al culpable de todas sus desgracias. Pero lo que
vió, no fue precisamente al viejo cara de pasas, entrado
en años, rubio y de cara roja, sino una preciosa mujer
embutida en una blanca dormilona de satén. Alberto se
asombró, evidentemente se había equivocado de
cuarto, cerró el mosquitero, retrocedió lentamente
con la misma precaución, pero cuando se dispuso a salir,
la voz femenina de la mujer lo paralizó: __
¿Qué hace usted aquí? ¡Váyase
ahora mismo, o grito para que todos se despierten! __Pero es que
usted, ¿me conoce? Preguntó sorprendido el
intruso.__Claro que lo conozco señorito Alberto,
¿no se acuerda de mí? Soy la sobrina de mi
tío Elías. Nos conocíamos desde chicos antes
de la revolución, cuando su padre y mi tío eran
casi la misma familia. Eran grandes amigos hasta que llegó
Guzmán, y ya todo fue diferente, de repente se vieron
luchando encarnecidamente el 27 de abril en dos frentes
distintos. ¿No se acuerda? Alberto se quedó mudo
por un momento mientras la mujer en dormilona le hablaba.
Recordó que era la misma niñita que siempre le
sacaba la lengua cuando venía con el viejo a la hacienda,
y luego se ponían a jugar correteando a las gallinas del
corral. Recordó que un día quedó como bobo
por un beso que le dio en sus labios, y se ensució el
pantaloncillo corto cuando cayó de nalgas en el lodo.
Recordó que un día no la volvió a ver
más. Pero ese último día la niña le
regaló un grano de café rojo y maduro, como el
sentimiento que creyó sentir. Alberto Federico la
interrumpió: __Entonces, ¿tú eres
Anamaría? __La misma que ven sus ojos, y ahora quiero que
me responda claro, ¿qué hace aquí? __Bueno,
yo, vengo a vengar a mi padre. __Pero, qué hace, mi
tío lo hizo en justa retribución por la muerte de
su hijo en el campo de batalla.__Sí, pero la muerte de tu
primo fue durante una batalla, en plena guerra, ¿me
entiendes?; y después de la batalla, todo termina, porque
luchan por fines políticos, no por motivos personales.
Tú tío cometió un grave error al matar a mi
padre por un hecho de guerra. Anamaría se quedó
meditabunda por un momento__Pero, aún es mi primo, y hay
mucho dolor aquí en esta hacienda. __ ¿Qué
pretende Alberto?, ¿continuar en esta noche un ciclo de
venganzas interminables entre las dos familias? Alberto,
bajó el rifle, pero le habló con una mirada
penetrante: __ ¿Cómo quedo yo con mi padre? De
seguro, desde el más allá, querrá vengar su
sangre.__No Alberto, interrumpió Anamaría,
él estará en un lugar, ahora mismo, donde no se
desea la muerte de nadie. ¡Váyase, por favor!
Insistió la chica casi con lágrimas en sus ojos.
__¡Váyase de aquí, antes de que sea demasiado
tarde para todos!. Alberto Federico la miró y le
tomó las manos con fuerza. Está bien, dijo, y
salió con el mismo sigilo con el que entró aquella
noche de venganza, en las tierras cafeteras de Elías de
los Valles Sarmiento.
II
Alberto Federico estaba enceguecido con la
reverberación de los rayos del sol dentro de sus
cafetales. Se metió con la peonada a sudar la faena como
si fuera otro empleado más de la plantación, como
solía hacer siempre que quería olvidar un recuerdo
atravesado en el alma. Todavía tenía la espina de
la venganza clavada en el corazón, era como una herida
abierta que le amargaba la vida, le quitaba la risa, le
maltrataba el alma. Pero algo más terrible era la
resurrección de un amor sepultado por el tiempo, que
comenzaba a ganar un vigor insospechado con la aparición
de Anamaría. Un sentimiento ahora impensable para un
hombre con tanto odio por dentro, con tantos planes de fustigar
la existencia de aquel viejo que le quitó a su padre. De
todos modos, pensaba, si mataba o no mataba al viejo,
sería lo mismo, Anamaría no sería para
él. Bien sea porque, si lo mataba, se convertiría
en el asesino de su amado tío, o si bien, no lo mataba, su
amado tío no le daría el permiso para casarse con
su peor enemigo, o el hijo de su peor enemigo. Pero Alberto
Federico sacudió la cabeza con fuerza, no era eso lo que
quería pensar. Desde que se hizo hombre, nunca
había planeado en casarse o encadenar su corazón a
una mujer.
El pleno sol, el calor abrasador de las dos de la tarde,
recogiendo los granos rojizos y maduros de los cafés,
escuchando el tarareo de los campesinos, sudorosos, brillantes,
que levantan los cestos llenos y escuchan sus instrucciones, que
hasta aquí, que vamos por allá porque éstos
están todavía tiernos, hasta que una buena carga
llega al tostadero, y luego se desconchan, los granos se parten
en dos, se lanzan a que se tuesten hasta que se tornan pardos, o
casi negros, o negros.
Llega el ocaso, y Alberto Federico cree que ha
triunfado, hundido en la faena de su riqueza, pero no, la soledad
de la noche dentro de aquella inmensa casa de Los Aleros
(así se llaman sus tierras, Los Aleros), lo conmina a
pensar en la delicada figura de Anamaría. Recuerda en
cuestiones de segundos las dos Anamarías, la niña
con bucles estilizados, cara rechoncha y vestidos bombachas de su
niñez, y la mujer adulta del presente, embutida en la
dormilona larga de satén con gorro de dormir, que lo
abordó con la valentía de una mujer de guerra, una
especie de Luisa Cáceres o Manuelita Sáenz.
Recuerda su olor aquella noche, un olor parecido a…no, no
lo puede describir con su lenguaje rudimentario, afortunadamente
aprendió a leer y escribir, pero, puede decir que es
dulce, sí, es como dulce, un dulce que se le introdujo
suavemente por los conductos nasales y le llegó al
paladar. De pronto, llega Maguey, y se le queda mirando con una
risa muda, parece que escudriñara sus pensamientos: __El
niño piensa algo diferente a la venganza, dijo. __No te
creas, respondió Alberto, el trabajo con mis peones me
refrescó la mente por un rato, pero, luego verás
negra. __Usted no me engaña con esos ojitos de amor.
¡Qué bueno que por fin consiguió su mitad!__
¿Ojitos de amor negra? ¿Que conseguí mi
mitad? ¡Qué disparate dices! Reiteró Alberto.
Ojitos de amor para tí, que eres como mi madre.
Luego de un tiempo, Esteban le reveló a Maguey
los pormenores de aquella noche peligrosa. El patrón
había salido de la casa de los Sarmiento igualito como
entró, sin disparar ningún tiro, sin sangre en las
manos, o la cara golpeada. Que el patrón le dijo en
secreto su decisión de respetar como los verdaderos machos
a las mujeres de una casa, y que por ahora, no habría
desgracia en el hogar de los Sarmiento.
Maguey sabía que al viejo Elías no lo
quería nadie, sólo su sobrina Anamaría que
había dejado de visitarle hacía años por
causa de su madre Aureliana. La mismísima hermana del
viejo, pero que tampoco lo quería porque siempre la
había tratado como a los perros, lastimándola hasta
con la fusta de su caballo. Hasta que un día Aureliana se
cansó de recibir trancazos, y se casó con un
inglés, llevándose a su hija a Inglaterra.
Anamaría, no obstante, siempre quiso a su tío,
nunca lo olvidó, y en el primer momento que pudo,
regresó con un permiso forzado de su madre para unas
cortas vacaciones; después de ocho años,
exactamente al cumplir los dieciocho. La negra se enteró
de esto último, sobre la súbita llegada de
Anamaría, a través de la servidumbre de los
Sarmiento. Siempre estaba enterada de todo en los alrededores,
porque era muy popular, la gente la buscaba mucho para cualquier
cosa, y los negros de las plantaciones la veían como una
especie de madre de todos los venidos de África. Desde la
guerra Federal, hasta la revolución del 27 Abril,
había aplicado abluciones, curetajes, emplastos,
torniquetes, y otras cosas necesarias e innecesarias, sin
importar de qué bando estaba el moribundo. Así que
cualquier desgraciado durante las guerras pasadas, probablemente
habría ido a parar donde Maguey.
III
Elías Sarmiento se enteró por el
vigía que cuidaba la hacienda, que Alberto Federico los
visitó aquella noche escabulléndose con sigilo y
logró golpearle en la cabeza desconectándole.
Sólo consiguió verle el rostro antes de que el
mundo se le borrara de repente. El viejo no supo cómo pudo
entrar a sus vastos terrenos sin ser visto. Sobre todo porque se
enteró que vino como con veinte vándalos.
¿Qué querría? No lo sabía, pero el
mismo hecho de introducirse furtivamente, era ya una terrible
ofensa. Una ofensa insoportable tratándose del hijo de su
peor enemigo ya difunto. Pues entonces comenzaría la
guerra nuevamente entre las dos familias. Él muchacho lo
quiso así, masculló el viejo. Todos conocían
lo cruel que podía ser Elías cuando se trataba de
enfrentar a sus enemigos. Por eso no era extraño que
buscara el punto débil de su oponente, entonces
raptó a Maguey una noche tormentosa y la lanzó a un
pequeño calabozo construido durante la independencia. La
vapuleó propinándole latigazos ardientes, como lo
hacía todavía con sus negros esclavos, (siempre
resistiéndose a la ya antigua resolución del 23 de
marzo de 1854, cuando José Gregorio Monagas decretó
la abolición de la esclavitud, aunque que ya no era
económicamente rentable), tratando de sacarle con
violencia los supuestos planes de Alberto Federico. __¿Por
qué se introdujo negra desgraciada, qué planes
tiene ese mal nacido, pretende matarme como un cobarde, cuando
esté sumido en el sueño, sin enfrentarme de frente,
como un verdadero hombre? ¡Habla negra! Y le daba con
saña, con una malicia que se le notaba en la mirada,
algunas veces se lamía los labios con fruición,
sobre todo con los quejidos de la pobre Maguey, ya envejecida por
los años. __ ¡Maldita negra! Vociferaba el viejo a
todo gaznate.
Por la madrugada, a eso de las tres, bajó
Trinitaria con frutas y agua arriesgando su pescuezo, nadie se
atrevía a contrariar las órdenes del viejo, pero
aquella muchacha le debía mucho a Maguey, que la
protegió cuando su murió padre durante la
revolución azul, enseñándole todo lo que
sabe de las artes de sanar con las plantas. Luego cayó en
manos de Elías cuando una crisis económica
arropó sin clemencia a la hacienda de los Domínguez
Domínguez. Don Alberto vendió en aquella
época muchos esclavos a su amigo Sarmiento. Cuando eran
amigos, cuando por sus mentes nunca pasó siquiera un
desacuerdo.
Trinitaria prometió a Maguey que le diría
sobre su paradero al señorito Alberto, pero ella le dijo
que no, que eso traería más sangre, que era mejor
salir de allí por otros medios. Era factible, todos los
campesinos de la hacienda, esclavos y no esclavos, le
tenían ganas a Elías. Muchas veces pensaron en
quemar la hacienda con el desgraciado adentro, pero no,
temían perjudicar a su hermana, o a su sobrina, que eran
dos almas de Dios. Incluso le prometieron un día, cuando
ambas se marcharon a Inglaterra, (muy a sus pesares de hombres
maltratados por un viejo de corazón malo), que
cuidarían de don Elías. Pero era posible que esos
hombres lesionados por el látigo, apoyaran a Maguey, por
lo menos subrepticiamente. Y lo hicieron. No se supo cómo
lograron sacarla de ese calabozo, tal vez con una poderosa mezcla
indígena elaborada por Trinitaria a base de yare de yuca
amarga, y otros elementos, durmieron a los guardas necesarios.
Maguey llegó a Los Aleros, con la ropa roída y
ensangrentada por los surcos abiertos de su espalda, llena de
hematomas violáceos por todo su cuerpo de mujer vieja,
levantada por dos campesinos, uno en cada lado, entraron por la
cocina donde la recibieron las domésticas sorprendidas,
con cara de terror, presas de incertidumbre. __ ¡Le diremos
al señorito Alberto, ya verás, él
denunciará esto al gobierno central, no te preocupes
mama!__No me preocupo, dijo Maguey, y creo que no hay necesidad
de decírselo a nadie, ni siquiera al mismísimo
Guzmán. La negra había resuelto no decírselo
a nadie, y nadie lo sabría.
Sin embargo, se supo, y lo supo Anamaría porque
los negros se lo dijeron. Se enteró de las atrocidades de
su tío. Atrocidades que siempre había cometido en
contra de otros, o de muchos, pero ella nunca se enteró; y
cuando algún campesino ebrio irrumpía en la casa a
la hora de la cena, gritando a los cuatro vientos las vilezas de
su tío, ella especulaba que era producto del aguardiente.
Era lógico, lo admiraba, lo percibía como un
prócer de la independencia, o un héroe destinado a
proteger con su sable las tierras de Aragua y de toda Venezuela.
Pero lo que le rebelaron los campesinos, fue la cruenta historia
de un hombre que nunca conoció, que no era su tío,
mucho menos el prócer que ella había idealizado
desde niña. Fue por esto que no profirió palabra
alguna cuando los hombres del general José Gregorio Vera
(presidente de Aragua), allanaron la casa grande
llevándose por la fuerza al otrora defensor de la
revolución azul, su tío, el coronel Elías de
los Valles Sarmiento. Se lo llevaron por los cargos de
violación a la ley abolicionista del 23 de marzo de 1854,
homicidio en primer grado contra cincuenta antiguos campesinos de
su plantación, y conspiración comprobada y
premeditada contra el nuevo régimen. Los que denunciaron
estos acontecimientos a las autoridades del estado, fueron sus
propios esclavos, hastiados del látigo, la poca comida y
los maltratos propinados a su mama, la negra Maguey.
IV
Después de que las heridas y hematomas de Maguey
se habían borrado de su piel, y se le vió otra vez
en la cocina dirigiendo la cocción de las comidas,
haciendo aspavientos sobre cómo debía cocinarse el
guiso por ejemplo, o el arroz, o los frijoles negros, y sus
niñas se reían estrepitosas, reafirmando que
efectivamente había llegado el sosiego a los Aleros.
Alberto Federico permanecía con sus empleados en el
trabajo de los cafetales; como siempre, tratando de olvidar algo.
En esta ocasión, ya no era la venganza pertinaz punzando
en su corazón como antes. Ya la justicia se había
aplicado por otros medios. Ha esta hora, probablemente, el viejo
Sarmiento estaría aferrado a unos grilletes inmensos
dentro de algún lóbrego calabozo del
régimen; quizás, en la perentoria proximidad de su
fusilamiento por conspirador. Lo que en realidad Alberto trataba
de quitar de su mente, era la visión de Anamaría.
Sabía que había regresado a Inglaterra,
probablemente nunca la volvería a ver. Ya nada la ataba a
esta tierra. Ya nada la ataba a los Valles Sarmiento
después de tanto dolor y decepción.
Alberto Federico despidió a sus hombres en el
ocaso, se apreciaba un crepúsculo color naranja vivo, la
tierra húmeda por una incipiente lluvia cuyo relente
humedecía las hojas de los cafetales, una niebla espesa
comenzaba ascender lentamente flotando entre la tierra y los
arbustos. Alberto Federico caminó hasta aquella planta de
café, donde Anamaría, siendo niña, le
besó por primera vez. Tocó las hojas, el tallo, las
semillas aún tiernas, y recordó su cara
lívida, las trenzas de sus cabellos, el tierno toque de
sus labios sobre los suyos. En aquel momento, sacó el
grano de café de su bolsillo, sorprendentemente,
seguía manteniendo el color rojo vivo a pesar del tiempo
transcurrido. De pronto, una voz lo interrumpió de sus
pensamientos, creía que era Maguey que lo llamaba a comer
como siempre, pero no, era la mismísima Anamaría,
parada frente a él sin emitir sonido alguno, sólo
le miraba como esperando una reacción. Él le
mostró el grano y profirió: __Como ves, he
conservado el grano que me diste de niño. Ella
sonrió y extendió su brazo, pero repentinamente,
comenzó a desvanecerse en el aire, como toda la niebla que
inundaba el lugar.
"A veces, nuestros más grandes anhelos se
convierten en una espesa bruma que se disipa en el aire; y cuanto
más deseamos que las filigranas deshilachadas de un amor
imposible, se adhieran definitivamente en un tejido completamente
acabado, el hilo comienza agotarse, la pieza no se culmina, el
deseo no se patenta, el sueño no se cumple. En el caso de
Alberto, su más grande anhelo era Anamaría,
deseó verla con tanta intensidad que, en efecto, la
vió, pero la vió, bajo un engaño de su
visión perturbada por una vehemencia desaforada, capaz de
transformar aquella niebla, en la viva representación de
su gran amor, su musa, la musa del grano de
café."
El hombre de
palo
Dedicado a mis amigos Alberto e Hilda
de Zurita
Escrito bajo la sombra de su
hospitalidad…
Aquella tarde cuando llegó de Caracas el
señorito Gustavo del Tovar, el único hijo de mis
patrones Petrica y Don Julián, hacía media hora que
descendía una sirimiri fastidiosa que estropeaba el
fogón externo donde se le asaba la parrilla a los
patrones. Una parrilla por cierto de carnes mixtas como le
gustaba a ese muchachito díscolo que se pasaba la vida
explorando cada vez que lo traían a la hacienda de
Cúa. Serían unas vacaciones largas como
ocurría siempre todos los años cuando se acababan
los oficios allá en Caracas.
Esta vez Gustavito vino cambiado con un bozo arriba de
su boca abierta de pez, una mirada demasiado audaz como si
quisiera ser hombre antes de tiempo, y una voz de gallito nuevo
distorsionada que se confundía con un clavicordio
descompuesto. Gustavito se pensaba poseedor de una corpulencia y
fuerza mayor que la de su padre o de los negros cargadores de la
hacienda. Siempre estaba dispuesto a llevarse lo que sea a la
espalda, mostrando a todos que había heredado la fuerza
peculiar de su padre. Su padre, don Julián, el
único de los nueve hijos que había luchado para
pagar las deudas de su abuelo el chicharachero Emeresgildo
Antonio del Tovar, jugador empedernido de dominó y cartas
bravas, jugador de todo y para todo, que casi juega hasta la
hacienda Los Tovares, con esposa e hijo.
Don Julián era el único hijo que le
había nacido a Emeresgildo en santo matrimonio, los otros
ocho vástagos, eran parte de las tretas urdidas por sus
enemigos anónimos, que decían cualquier cosa para
cogerle en la debilidad de los culpables. Entonces, aunque las
innumerables evidencias crecían y se desarrollaban con
cara de Emeresgildo, él las negaba rotundamente con
aquella mueca de indignación en su cara. Para él,
su único hijo era Julián, su muchacho responsable
que había nacido con la habilidad de la buena
administración, y no era dado a los juegos como su viejo.
Desde siempre Julián trataba de contener la pasión
inconmensurable de su padre por la apuesta, pero nunca pudo con
aquella paranoia que le movía hasta vender su alma si era
posible. La cara se le hinchaba, sus manotas de gorila vibraban,
temblaban, y entonces manipulaba su revolver como loco
sacándolo de la funda, disparando como si estuviera en el
viejo Oeste, amenazando con su violencia de vaquero todo aquel
que se atreviera impedirle hacer, lo que siempre había
querido hacer, jugar, jugar y apostar hasta su alma en las lides
enfermizas del juego.
Cuando el viejo Emeresgildo perdió cuanta riqueza
tenía en Caracas, cuando los bancos no le prestaban ni
para el pasaje, cuando sus amigos le tartamudeaban en la cara que
no, que no podían, cuando su señora casi le
abandona por disoluto, cuando perdió hasta su caballo, su
silla de montar, sus botas importadas, su sombrero, su fama de
galán y de don dinero, Julián prodigiosamente
consiguió venderle las reses que le quedaban, gracias a
que su memoria no las registró el día que
perdió en el dominó. Así que don
Julián, su hijo de santo matrimonio, logró salvarle
hasta la reputación de ricos a la familia
Tovar.
Cuando el viejo Emeresgildo partió a aquel mundo
translúcido de los espíritus, la esposa no le
regaló ni una lagrimita, Antonia del Pilar había
aguantado por muchos años los libertinajes de un libertino
cruel y fanfarrón, amador de los juegos, del alcohol y las
meretrices. Por muchos años aguantó las
tropelías de sus otras mujeres cuando cruzaba la calle del
mercado y le lanzaban esputos, palabrotas obscenas, amenazas
sobre la posición de sus hijos en todo el asunto de la
fortuna Tovar, sandeces de mujeres celosas que habían
tenido un contubernio clandestino con el ahora difunto, y se
pavoneaban como grandes señoras desde cualquier esquina
del pueblo diciendo mentirotas que si, él me quería
más, que si a ti te quería menos, cualquier
majadería de limonera con los limones podridos. Y ya el
cuerpo de Emeresgildo, pútrido, en aquel sepelio
atiborrado de gente conocida y desconocida, los ocho hijos ya
grandes de las otras mujeres de nadie, con las caras
lánguidas, sufridos, como verdaderos dolientes de aquel
viejo que casi nunca vieron, y que les negó hasta el
apellido, porque para él, sólo existía uno,
Julián.
Cuando el abogado leyó el testamento en la
notaría frente a los nueve hijos, y aquellos ocho estaban
con los ojos aguzados que casi traspasaban el papel, y las ocho
madres con cara de beatas movían sus manos dándole
una postura casi de confesionario, se enteraron que don
Emeresgildo no les dejó nada, porque simplemente no
tenía nada que dejar, toda la fortuna estaba en manos de
su hijo Julián, el único que realmente se la
merecía porque fue quien la salvó de aquel
día funesto de las deudas perniciosas del
viejo.
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